En tiempos del papa sirio - Jesús Sánchez Adalid - E-Book

En tiempos del papa sirio E-Book

Jesús Sánchez Adalid

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Beschreibung

Mi nombre es Efrén, sirio, nacido en el barrio cristiano de Damasco, el quinto año del califa Abd al-Malik... Así empieza la extraordinaria historia de un joven educado en la Siria cristiana, en el primer califato Omeya, periodo de máxima expansión del islam, en el siglo VIII. A las puertas de la edad adulta, Efrén se hará consciente de la pérdida de identidad de una antigua cultura oprimida. Sintiéndose llamado a hacer algo, emprenderá un viaje que le llevará hasta un fascinante santuario poblado por anacoretas en el Valle Santo (Ouadi Qadisha), donde se custodia una profecía que parece estar empezando a cumplirse. Tras su conocimiento, Efrén será enviado a afrontar un gran riesgo… Esta novela nos descubrirá muchos misterios de la historia de Siria: la terrible irrupción del primer califato, las guerras con Bizancio, la rebelión de los llamados mardaítas, la importancia de la vida monástica y los ocultos escritos proféticos de los Padres del cristianismo originario. Cosas sorprendentes e indispensables para comprender todo lo que hoy está sucediendo en el mundo, a pesar de haber transcurrido ya trece siglos.

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Seitenzahl: 446

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

En tiempos del Papa Sirio

© Jesús Sánchez Adalid, 2016, 2024

© 2024, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: CalderónSTUDIO®

Mapas del interior: Diseño e ilustración cartográfica CalderónSTUDIO®

 

I.S.B.N.: 9788419809490

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Cita

Primera parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Segunda parte

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Tercera parte

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Final

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

Aquel que se cree que estudiando apenas historias aisladas podrá adquirir una idea suficiente de la historia entera se parece mucho —en mi opinión— al que, después de haber contemplado los miembros dispersos de un animal muerto y bello, se engaña pensando que es como si lo viera de verdad, con todos sus movimientos y su gracia, con su fuerza y la hermosura de la vida. Y si se le mostrara entonces al mismo individuo vivo, creo que reconocería enseguida que antes estaba muy lejos de la verdad y como uno que solo soñaba.

 

POLIBIO

Libro 1, 4

Primera parte

 

 

 

Camina continuamente, avanza sin parar; no te pares en el camino, no retrocedas, no te desvíes. El que se para no avanza. El que añora el pasado vuelve la espalda a la meta. El que se desvía pierde la esperanza de llegar. Es mejor ser un cojo en el camino que un buen corredor fuera de él.

 

SAN AGUSTÍN DE HIPONA

Sermón 169, 18

1

 

 

 

 

 

Roma

 

Los godos de Hispania llegaron a Roma en pleno otoño. Lo recuerdo muy bien, porque por entonces acababa de iniciarse el Adventus. Una semana antes llovió tanto que se inundó el atrio de la basílica de Santa María Antigua y el agua penetró después hasta el tabernáculo. Tres días tardaron en arreglar el deterioro, para que se pudiera celebrar allí el domingo. Pero el lunes amaneció un sol extraño… Una luz pulida y perezosa fue iluminando el Aventino, mientras brotaban las siete colinas de la bruma. Hubo primero un silencio templado, pasmoso, que se extendió durante un tiempo que debió de ser exiguo, pero algo me hizo sentirlo más largo. Y un instante después, con la usual diligencia de cualquier mañana, sonaron en los patios las órdenes y los rumores propios del cambio de guardia. Sin embargo, aquel no iba a ser un día cualquiera.

No quiero olvidar ningún detalle. Yo estaba todavía junto al monasterio. Acababa de salir de la iglesia de San Sabas con el protodiácono Martín y nos encaminábamos hacia el Laterno a nuestro servicio en la curia, como cada mañana a esa misma hora. Entonces se inició repentinamente un revuelo en el atrio: voces, pasos apresurados; gente soliviantada por algún motivo. Nos miramos atónitos. Martín dijo:

—Voy a ver.

Me quedé aguardando frente a la entrada mientras aquel alboroto iba en aumento. Pasado un rato, el protodiácono regresó algo alterado.

—¡Parece ser que el papa va hacia la puerta de Ostia! Acaban de anunciarlo los heraldos.

Puse en él una mirada llena de estupor. Porque era un anuncio raro, no solo por lo temprano de la hora, sino porque no es acostumbrado que el papa salga a las puertas de Roma así, sin previo aviso y por cualquier motivo. Salvo que acuda a un recibimiento; siempre, claro está, que se trate de alguien importante. Así que, en medio de mi confusión, pregunté:

—Pero… ¡¿quién viene?!

—¡Vamos! —contestó apremiante el diácono—. ¡Debemos ir allá! Por el camino nos enteraremos.

Descendimos a toda prisa por la calle principal, unidos a los monjes griegos que, llenos de curiosidad, corrían como nosotros sin saber el porqué de aquella inesperada decisión del papa. La luz recién despertada iluminaba los viejos palacios, y un rayo de sol hacía brillar los arcos y las columnas de mármol en las galerías, por encima de los pórticos. Ya en la vía de Ostia, adelantamos a unos ancianos presbíteros, algunos con bastones, caminando presurosos, afanados, y con unos rostros acongojados que nos preocuparon todavía más.

—¿Qué sucede? —les preguntamos.

Se extrañaron por nuestra ignorancia. Y uno de ellos, sin detenerse, jadeante, respondió:

—¡La Hispania! La Hispania toda ha caído bajo el poder de los agarenos… El mismísimo obispo de Toletum, con sus sacerdotes y su grey, está a las puertas de Roma aguardando la caridad y el consuelo del papa.

La espantosa noticia nos dejó mudos. Miré a Martín y vi terror en sus ojos. Agarró mi brazo y tiró de mí, gritando:

—¡Vamos allá, hermano!

Junto a la muralla Aureliana, en las proximidades de la pirámide Cestia, se iba congregando una multitud cohibida, expectante, que no se atrevía a acercarse a la puerta, amedrentada tal vez por las armaduras, los negros penachos y las puntas de las lanzas de los guardias. Un rumor tenue, hecho de murmullos de voces temerosas, susurrantes, crecía en esta parte de la ciudad a medida que la gente afluía, como en oleadas, desde los barrios adyacentes. Llegaban también hombres montados en asnos, con alforjas repletas de castañas, ajos, coles e higos secos. Siempre hay en Roma quien aprovecha cualquier aglomeración para obtener alguna ganancia… Por encima del gentío, sacábamos nuestras cabezas para tratar de ver algo. Y de repente, en algún lugar, se escucharon voces enérgicas, cargadas de autoridad:

—¡Abrid paso! ¡Paso! ¡Apartad!

También se oyó el golpear fuerte de las varas de los pertigueros contra el suelo y un crepitar de cascos de caballos. Venía el papa a lo lejos, sobre la litera, que oscilaba por el paso rápido de los porteadores. Quedó abierto un pasillo en medio de la vía, por donde vimos llegar primero a los iudices y a los altos dignatarios de la curia.

El diácono Martín y yo nos apresuramos a ocupar nuestros lugares, antecediendo al primicerius y a los notarios. Y mientras avanzábamos hacia la puerta, uno de los funcionarios nos puso al corriente del porqué de todo aquello. A última hora de la tarde del día anterior, se presentó en el palacio de Laterno un heraldo de la puerta Ostiense con una nueva del todo inesperada: habían arribado al puerto unas naves procedentes de la Hispania, a bordo de las cuales venían numerosos obispos, clérigos y magnates exiliados de sus dominios por la invasión de ejércitos de África. Ya reinaba la oscuridad y las murallas estaban cerradas, por lo que los intendentes del papa estimaron conveniente esperar al día siguiente. Pasada una larga noche de inquietud e incertidumbre, sin dar tiempo a que saliese el sol, se envió a alguien para que hiciese averiguaciones. Amaneció y los emisarios regresaron al palacio aportando una información más precisa: entre los huidos venía el mismísimo metropolitano de Toletum, con miembros de la corte del rey godo y numerosa grey hispana. Sobresaltado por la noticia, como todos sus ministros, el papa Constantinus decidió ir enseguida a recibir a aquellos hijos suyos que habían sufrido la desgracia. Y por eso venía ahora a las puertas de la ciudad, con la curia y numeroso pueblo de Roma, sin que nadie pudiese todavía creerse del todo la espantosa noticia.

Lo que sucedió a continuación aumentó el desconcierto. Los patricios romanos y muchos clérigos con ellos, alterados, confundidos, empezaron a achacar el desastre a la cobardía y la ineptitud de los cristianos de Hispania. Decían que aquel país se había tornado corrupto, que sus gentes habían olvidado sus obligaciones propias de creyentes; que los nobles godos y muchos sacerdotes se entregaron a la codicia, al afán de riquezas, a los placeres mundanos, y que recibían un merecido castigo por las malas obras de los años precedentes: sus súbditos, ciudades, tierras y ganados les eran entregados a un pueblo bárbaro y cruel que venía desde los desiertos empujado por la cólera divina. Culpaban a los obispos de haberse aliado con el poder ilegítimo de reyes usurpadores y familias reales espurias y tiránicas. Proclamaban estos reproches y otros muchos, a voz en cuello, para que los oyese todo el mundo. Y lograron soliviantar a la muchedumbre de Roma, que corría a encaramarse a lo alto de las torres y las terrazas para increpar desde ellas a los recién llegados, con insultos, abucheos, frases abroncantes e incluso desalmadas burlas.

Hasta que al fin, por mandato del gobernador de la muralla, se abrieron las grandes puertas. Se vio entonces a aquella pobre gente, con los rostros demudados, las miradas torvas, el agotamiento, la confusión y la tribulación prendidos en sus estampas. Difícil era distinguir quiénes de entre ellos eran los hombres principales y quiénes los sirvientes; unos y otros estaban igualmente lacios, taciturnos, abochornados… Las damas y los niños gemían y un manto de pesadumbre parecía envolverlos y oprimirlos a todos ellos. Sumábase, para mayor sufrimiento, el recibimiento cruel de los romanos que a buen seguro no se esperaban.

En esto, el papa Constantinus descendió de su litera y caminó hacia la puerta apoyándose en su secretario, hierático, indudablemente decidido a no permitir que adivinasen su desconcierto. Iba vestido con túnica blanca con mangas y capa violácea, larga; llevaba colgado a la altura de la rodilla derecha el epigonation, igualmente morado, como signo visible del Adventus. Sus negros ojos brillaban en el rostro de piel cetrina y su ancha barba se extendía ondulada y entreverada de canas por la parte superior del pecho. Se hizo un silencio respetuoso a su paso. El secretario privado se aproximó a él y le dijo algo a la oreja. Luego el papa paseó la mirada por la multitud, como escrutándola, con gesto duro. El silencio fue aún mayor, como si el tiempo quedase interrumpido, mientras resultaba imposible predecir lo que iba a suceder a continuación.

Entonces, el venerable y enigmático papa Constantinus avanzó de nuevo hacia los hispanos, ahora solo, lento, solemne. Se detuvo a unos pasos de ellos y, alzando la voz, preguntó:

—¿Quién de vosotros es el metropolitano de Toletum?

Pasado un instante, se adelantó un clérigo alto, que se apoyaba en un báculo episcopal de puro bronce labrado. Se arrodilló y respondió:

—Padre santo de Roma, y hermano mío, yo soy el metropolitano de Toletum. Mi nombre es Sinderedo.

Seguidamente, alguien gritó desde una torre:

—Perfide! (¡traidor!).

Y otras voces secundaron:

Merdose! (¡mierdoso!). Cacate! (¡cagado!). Cacator! (¡cagón!). Sordes! (¡basura!). Spado! (¡capón!)…

Y se formó un gran revuelo con abucheos, pitas y demás, a resultas de lo cual, el papa alzó los brazos y los agitó, a la vez que lanzaba hacia los vocingleros una mirada cargada de reproche. Y cuando hubo logrado que se hiciera el silencio, se cubrió el rostro en señal de aflicción; y luego, con los ojos inundados en lágrimas, avanzó hacia el obispo hispano Sinderedo, se echó afectuosamente sobre él, lo abrazó con ternura, cual padre misericordioso, y lo cubrió de besos, en la frente, en la cara y donde quiera que caían sus labios.

La multitud que contemplaba la escena quedó desconcertada. No comprendían que el papa fuera tan comprensivo con unos hombres a quienes la cristiandad romana consideraba cobardes, degenerados y necios, por haber dejado caer su patria tan fácilmente en poder de la estúpida herejía mahomética. Pero el venerable Constantinus tenía motivos muy íntimos, imbatibles razones, para tener misericordia y apiadarse de aquellos cristianos exiliados. Motivos y razones que yo sí conocía. Porque el buen papa era de origen sirio, como yo. Y el corazón de los que un día tuvimos que abandonar Siria hace tiempo que fue traspasado por desgarradores presagios que empezaban ahora a cumplirse…

2

 

 

 

 

 

Siria

 

Mi nombre es Efrén, sirio, nacido en el barrio cristiano de Damasco, el quinto año del califa Abd al-Malik. En mi bautismo me impusieron el nombre de aquel varón santo que compuso los más bellos himnos a la Virgen María: san Ephrain, apodado el Arpa del Espíritu, el mayor poeta que dio nuestra tierra. Mi bisabuelo paterno, oriundo de Emesa, fue uno de los cuatro hombres que, mientras cargaban sobre sus hombros las parihuelas con el cuerpo sin vida de Simeón el Loco, escucharon cánticos sagrados, misteriosos, que no venían de ninguna parte. Mi familia materna era de la sangre de Pisidia, descendiente del glorioso general Flaviano, que venció a los persas y cuyo sepulcro se conserva junto a la iglesia más antigua de Antiochia Caesaria. Mi aspecto corporal resulta un tanto extraño en estas tierras: soy alto, algo desgarbado, aunque fuerte; mis cabellos son rubicundos y mis ojos grises. Mi abuelo, el sapientísimo Mansur ibn Sarjun al-Taghlibi, que administró el tesoro de Damasco, solía decir que nuestra raza provenía de los lejanos tiempos en que Alejandro el Grande llegó hasta Babilonia. Algunos de los hombres que venían con él eran montañeses macedonios, rubios de tez clara, que dejaron sembradas las orillas del Éufrates y el Tigris con su descendencia.

Como tantos hombres de nuestra casta, mi padre era políglota, versado en las lenguas aramea, siríaca, griega y latina. Esto le valió ganarse en su juventud un importante cargo como funcionario del Imperio romano. Aunque continuó prosperando luego al servicio del califa Uzmán, cuando los ismaelitas mahométicos conquistaron Siria. Los nuevos gobernantes agarenos no solo le colmaron de beneficios, además le dejaron seguir siendo cristiano. Dios le concedió una larga vida en la que se casó tres veces y tuvo veintidós hijos. Me engendró en la última esposa cuando contaba ochenta años, estando ya ciego, inútil para su trabajo de escribiente, si bien no aún para la paternidad. Murió poco después, siendo yo un niño de pecho, por lo que en realidad no llegué a conocerle.

Vivíamos en el antiguo barrio de Bab Tuma, donde también habitaron san Pablo y santo Tomás, según se sabe por los Hechos de los Apóstoles. Una venerable tradición señala el lugar preciso de las casas en que moraban, cerca de la nuestra; hoy hay edificadas allí dos iglesias dedicadas a su memoria. Recuerdo vagamente nuestra vivienda, que era un verdadero palacio heredado de nuestros abuelos, con dos grandes patios, hogares para los criados, cuadras, graneros y un lagar. Se encontraba en la calle principal, y se revelaba digna de lo que llegaron a ser mis antepasados en la gran metrópoli que fue Damasco. Se trataba de un edificio de fachada y portal amplios, con un atrio ancho y cómodo en el que solía haber corrientes de aire. Por las mañanas, los vendedores ambulantes montaban sus puestos a un lado y otro de la calle, enfundados en sus tabardos cortos de lana parda de camello y sus gorras de piel de cabra; despachaban sus productos y comían allí mismo pan con pasta de berenjena, verduras y pescado seco, dejando en nuestra puerta los malos olores. Eso resultaba humillante para mis familiares, que no podían hacer otra cosa que aguantarse, recordando con nostalgia y frustración los tiempos en que eran respetados y hasta temidos.

Me crie durante la época en que los árabes agarenos extendieron sus dominios desde Egipto hasta Persia; y que incluso quisieron conquistar Sicilia y el norte de África, hacia Occidente, llegando por el Oriente a las lejanas ciudades de Bujará y Samarcanda. Los ambiciosos omeyas soñaron con reinar en Constantinopla o incluso en Roma, pero finalmente decidieron convertir Damasco en la capital de su inmenso califato. Su planteamiento los llevó a la construcción de fastuosas mezquitas, alcázares y pródigos jardines, para compararse a los legendarios reyes de la antigua Persia o a los emperadores de Bizancio. Delirios y excesos que no fueron vistos con buenos ojos por los alfaquíes fanáticos, que los acusaron de impíos. Entonces, para congraciarse con ellos, el califa Muawiya pretendió destruir la basílica de Santis Joannes. Lo cual enardeció a los cristianos de Damasco. Hubo revueltas y violentos tumultos. Los más exaltados acabaron agrupados en facciones que se ocultaban en montes y desiertos. Corrieron arroyos de sangre. Y como si volvieran los peores tiempos de la historia, la ira vino a recaer sobre los barrios cristianos. Padecimos terribles tribulaciones: persecución, maltrato, hambre, muerte y desolación.

Yo era muy pequeño, pero tengo grabados en la memoria el terror y el llanto de las mujeres. Se contaban cosas espantosas: crucifixiones, lapidaciones, degüellos, gente quemada viva… Mi primera infancia está llena de difusos y oscuros recuerdos. Es un tiempo extraño en la memoria, en el que la imaginación infantil y la realidad se mezclan de manera confusa. Solo tengo claro que se respiraba el miedo y la incertidumbre. La gente que formaba parte de mi vida cotidiana desaparecía de repente y no la volvía a ver. Eso para un niño es bastante desconcertante. Además, las casas de los vecinos que se vaciaban pronto eran ocupadas por extraños venidos de lejos, con otra lengua, otra indumentaria y diferentes costumbres. Era como si se hubiera dado rienda suelta a Satanás con todos sus demonios.

Del caos de aquella época infausta se destaca en mis recuerdos la imagen de auténtica pesadilla de mi hermanastro mayor, Ireneo, un loco que solía aparecer por casa en el momento más inesperado, completamente borracho, con un cuchillo en la mano para intentar matar a alguno de los parientes.

Por todo aquello, mi infancia no fue nada fácil. Mis hermanastros dilapidaron muy pronto la herencia familiar y nuestra cómoda situación pasó a convertirse en un piélago de calamidades.

3

 

 

 

 

 

Muchos de los nuestros tuvieron que huir de Siria: unos hacia el norte, a Constantinopla; otros hacia el este, a las costas, para embarcarse como podían buscando las islas griegas, y luego, cruzando el mar Adriático, a Italia. Algunos de mis tíos y hermanastros huyeron. Nunca volvimos a saber de ellos.

Pero no todos se marcharon de Siria entonces. Otros muchos permanecimos, confiando en que se restableciese la paz, aunque temiendo perder definitivamente casas, tierras y negocios. Nuestra familia tenía poco que conservar: nos quedaban solo el viejo caserón y un pequeño huerto en el arrabal. Pero el primogénito de mis hermanos, que no quiso huir, acabó haciéndonos saber que no resultábamos cómodos allí. Mi pobre madre, joven, bella, viuda y desorientada, se quedó atrapada entre la indecisión y las escasas posibilidades que tenía una mujer en sus circunstancias. El miedo y la indecisión terminaron empujándola a contraer matrimonio con un alfarero bajito, feo y pobre, que se había prendado de ella en el mercado. Auxencio, se llamaba, y en esencia era un buen cristiano. Y con él nos marchamos a vivir a su pequeña aldea en la orilla del río Barada, a una jornada de Damasco.

Nos establecimos allí aguardando tiempos mejores. Tristemente, no recuerdo con exactitud la edad que tenía entonces; supongo que seis o siete años. Todavía era todo bastante incierto… Y en la relativa calma que siguió a tantas revueltas y años confusos, la vida en los campos de nuestra querida tierra resultó para mí por un tiempo cálida y diáfana, como es tan propia del alma inocente. Aunque Siria era todavía una incumplida promesa de paz. Pero pudimos gozar de una tranquilidad extraordinaria, alejados del tumulto de Damasco. Recuerdo la quietud del río, discurriendo fatigado hacia su desembocadura en el lago Utaybah; el aura apacible, suave, que removía las hojas de los árboles en las riberas, arrancando de ellas murmullos inquietantes, como de risas; y la oblicua luz del sol que caía en el ocaso, otorgando una irradiación misteriosa al contorno de las montañas del Antilíbano, como si fueran sagradas…

Dos regalos de Dios, casi olvidados ya, me permitieron afrontar con algo de valor y felicidad los primeros años de la vida simple de un niño cristiano: la cría de palomas y la alfarería, tareas que eran el principal modo de subsistencia de mi padrastro. Toda la pequeña aldea —cuyo nombre en arameo antiguo significaba algo así como «Los Palomares»— estaba rodeada por pequeñas edificaciones construidas con adobe y destinadas a los nidos. Aunque la población también se dedicaba desde tiempos inmemoriales a confeccionar ladrillos y vasijas. Cuatro días cada semana se empleaban en sacar la arcilla, darle forma y cocerla en el horno. La noche del cuarto día se cerraban los palomares y se capturaban las palomas. El viernes se salía muy temprano camino de Damasco para llevar aves y cacharros al mercado principal y venderlos durante la mañana del sábado. El domingo se dedicaba a Dios y al descanso. En nuestra nueva familia todos se dedicaban a estos trabajos.

Mi padrastro, Auxencio Alfayyar, siempre me trató bien, como a un verdadero hijo. Se empeñó en enseñarme a manejar el barro, para que tuviese un oficio desde temprana edad, previniendo que quizá no pudiera volver a vivir nunca más en el revuelto Damasco. Yo me tomé la alfarería como un juego, que aprendí en apenas siete días, recién cumplidos los doce años, siguiendo las atentas directrices de mi maestro, que vivía entregado por entero a ese arte. En torno al maleable barro incluso había compuesto una particular teología, aunque torpe y elemental, que le sustentaba y hasta le mantenía como en oración mientras trabajaba. Era un hombre piadoso de verdad. Asombrado y lleno de entusiasmo por la facilidad y rapidez con que aprendí a hacer mi primera vasija, un día me reveló algo que no olvidaré jamás: «El verdadero alfarero es el Creador, que hizo el mundo en siete días. El hombre que aprende el oficio en tan corto tiempo ha recibido las cualidades del mismo Dios». Me contó que eso se lo había dicho su abuelo, que se hizo alfarero en una semana, y lo mismo repetía su padre, que aprendió en igual tiempo. Y añadió: «Somos hijos de un Dios admirable, y eso nos hace grandes. El barro es el arte de Dios, que nos formó con amor de puro barro, nos infundió vida y nos va perfeccionando como una de sus obras preciosas e inigualables. Así que no permitas que nadie te humille, que nadie te dañe, porque el único que debe juzgarte y conoce tu vida es Dios, quien te creó. Eres la obra más hermosa suya, llena de dones, inteligencia y sabiduría. Por eso debemos darle gracias. Él protege tu vida de todo mal que te quiera dañar. Sigue creyendo en su palabra, porque ni el enemigo ni nadie podrán destruirte; el poder de Dios te mantiene firme para no caer…». Y con orgullo, manifestaba: «Yo, Auxencio, hijo de Acacio y nieto de Policarpo Alfayyar, creo en mi corazón y me aferro a la palabra dada; porque sé que Dios no se equivoca, y si Él dijo que en sus manos estoy, yo le creo, porque Él me formó de puro barro, me dio vida y hará florecer nuevamente lo que un día se marchitó en mí».

No sabía mi padrastro leer ni escribir, pero era virtuoso. Poseía dones innatos que constantemente le agradecía al Espíritu. Además de la alfarería, cultivaba otras artes. También era pintor de iconos. Esa afición la adquirió en su juventud, en Melitene, donde estuvo emigrado con toda su familia cuando los califas impusieron la yiza a los cristianos y convirtieron en esclavos a los que no podían pagar el impuesto. Pintaba imágenes muy sencillas, toscas, de la Virgen María y de los santos, que vendía en secreto a quienes se las encargaban, pues ya se sabe que las imágenes eran muy mal vistas por los ismaelitas, nuestros dominadores.

4

 

 

 

 

 

Pasaron de esta manera algunos años tranquilos. Aunque, a través de todos estos cambios de circunstancias, al fondo de mi ser infantil se había adherido un poso hecho de heridas y miedos. Siempre me atemorizaba el futuro, y tal vez de esa inquietud fue sacando el Espíritu una inclinación al presentimiento, al auspicio, una latente inspiración profética en mi alma todavía tierna. Y todos aquellos temores que ensombrecían el asomo de mi felicidad, y que me mantenían permanentemente como en guardia, aparecían en mis peores pesadillas nocturnas con las formas y presencias más tenebrosas. ¿Y cómo no soñar con muertes y persecuciones, cuando ese era el tema principal de los sermones de los presbíteros? La idea del martirio formaba parte de nuestras vidas como una realidad en contradicción: se deseaba, pero a la vez causaba espanto.

Quizá por eso me asaltó una noche un horrible augurio, cuando cumplí los trece años, y creía ya que iba a vivir toda la vida en el Palomar, entregado a criar aves y modelar la arcilla, y que no tendría que ir a Damasco sino para venderlas. Fue en pleno verano, cuando el calor de aquel valle llegaba a ser casi insoportable. Vi en sueños un horno abierto, lleno de fuego voraz, en el que alguien se consumía abrasándose, y su imagen se desvanecía sin que yo pudiera saber quién era, aunque me resultase en cierto modo conocido.

Pasado algún tiempo, no puedo precisar cuánto, mi padrastro se estuvo esmerando durante semanas en la pintura de un icono que le había encargado una viuda para ponerlo dentro de la tumba de su esposo. Se trataba de la representación del mártir Blasios de Sebaste, que aparecía en el centro con la cabeza cortada. A su derecha estaba pintado un arcángel, que recogía su alma en las manos, mientras que, a la izquierda, se veía al demonio manifestando su rabia. El fondo de la escena era de un tono azul, profundo, vaporoso, en el que debían ir escritas unas frases en griego. Pero, como Auxencio no sabía leer ni escribir, necesitaba la ayuda de otro artista más versado para que le pusiera las letras. Así que, acabada la pintura, la envolvió cuidadosamente en unos paños para llevarla consigo a Damasco y que la completara un colega suyo de la ciudad, aprovechando uno de los viajes al mercado.

Estaba nervioso y a la vez contento, entusiasmado. Tal vez porque, siendo modestamente consciente de sus limitaciones con la pintura, sin embargo, el icono del mártir Blasios le había satisfecho mucho. Y en verdad logró un resultado muy aceptable. Al menos a mí me lo parecía y también a mi madre. Recuerdo que el santo tenía una mirada muy viva, penetrante, y que el rojo de la sangre en la garganta impresionaba. Con esa satisfacción, mi padrastro se mostraba convencido de que las letras griegas en el fondo azul iban a completar la obra.

El miércoles, antes de partir, nos dio instrucciones:

—El sábado a última hora estaré aquí de vuelta como todas las semanas. Si vienen los criados de la viuda a preguntar por el icono, les decís que está terminado. No les deis más explicaciones: ni si está bien pintado, ni que os gusta, ni que es bonito, ni que si el mártir está así o asá… ¿Entendido? Mejor será que ella se lleve una sorpresa. Y tú, Efrén —me ordenó—, esta vez te quedarás aquí con tu madre. Tendré que ir al barrio de los artistas y es un poco peligroso.

Le vi alejarse canturreando, unido a la caravana que formaban los asnos cargados con las jaulas de las palomas y las aguaderas con los cacharros, mientras me quedaba contrariado por no poder ir con él.

Al día siguiente, se presentó un desconocido en nuestra casa preguntando por Auxencio. Supusimos que sería el criado de la viuda y le dijimos lo que él nos había mandado, sin dar mayores explicaciones, excepto que estaría de vuelta al cabo de dos días. El forastero se marchó. Pero regresó el sábado a media tarde con otros dos acompañantes tan extraños como él. Noté que mi madre estaba inquieta, pero no me dijo el motivo.

Antes de que se pusiera el sol, como se esperaba, se oyó a lo lejos el jaleo del regreso de la caravana. Los desconocidos entonces salieron al camino y preguntaron a voces por Auxencio Alfayyar, respondiéndoles los alfareros que venía el último. Mi padrastro llegó al fin, descabalgó y se puso a descargar sus cosas en el establo, convencido de que aquellos hombres venían de parte de la viuda. Y ellos, sin mediar palabra, se encerraron luego con él en su taller. No me atreví a entrar allí por respeto, a pesar de que veía a mi madre cada vez más preocupada.

—Vienen a por la pintura —le dije para tranquilizarla—. Seguro que le van a pagar un buen dinero.

Pasado un rato, vimos que salía humo por la chimenea del taller, lo cual indicaba que Auxencio había encendido el horno donde se cocían las vasijas; nada extraño, puesto que siempre se hacía la tarde antes para que ya estuviese bien caliente al amanecer del día siguiente. Pero, aun así, mi madre me dijo nerviosa:

—Anda, ve a ver qué pasa.

Crucé el pequeño patio que separaba nuestra casa del taller y empujé la puerta. Lo que vi dentro me espantó: mi padrastro estaba arrodillado, como orando, mientras aquellos tres forasteros le miraban con gesto severo. A un lado, el icono del mártir resplandecía, puesto en el caballete e iluminado por el resplandor de las llamas que salían por la gran puerta del horno. Destacaban las letras griegas escritas en el fondo azul.

Auxencio me miró con unos ojos tristísimos y me ordenó gritando:

—¡Vuelve con tu madre!

Entonces el hombre que vino el primer día replicó con un vozarrón:

—¡No, que se quede! ¡Así aprenderá!

Luego todo fue muy rápido. Otro de aquellos hombres arrojó el cuadro del mártir a las llamas, mientras proclamaba con rabia:

—¡Alá es grande! ¡Alá abomina de la idolatría infiel!

Inmediatamente después, agarraron a mi padrastro, lo alzaron del suelo y lo metieron de un empujón en el horno. No les costó trabajo, porque él no se resistió y, además, su cuerpo abultaba poco. El desgraciado no gritó, no se quejó. Le vi revolverse en el interior, devorado por las llamas, mientras me quedaba paralizado, mirando atónito, sintiendo que aquello no era real, que solo era un terrible sueño.

Los asesinos, antes de marcharse, me advirtieron con severidad que me pasaría lo mismo si me dedicaba a pintar santos en vez de criar palomas y trabajar la arcilla.

5

 

 

 

 

 

Después de su martirio, los familiares de Auxencio se ocuparon caritativamente de mi madre y de mí durante algún tiempo. Hasta que, pasados algunos meses, empezaron a agobiarse. No eran tiempos propicios para los cristianos y una viuda es siempre una carga, sobre todo si aporta un hijo que, además, no era de la sangre de aquellos alfareros de temperamento tribal. No nos expulsaron, pero la convivencia se hacía insoportable. Mi madre era todavía joven y las mujeres recelaban de su belleza. Tuvimos que regresar a Damasco para pedir ayuda en nuestra antigua casa. Y como era de esperar, tampoco allí fuimos bien recibidos. El viejo palacio estaba convertido en una verdadera ruina. El primogénito había tenido que vender todos los muebles y tapices. Las paredes peladas, bajo los tejados desvencijados, me parecieron funestas. En medio del sucio abandono, los únicos enseres eran unas cuantas esteras para sentarse o dormir sobre el duro suelo. Mis tíos se gastaban lo poco que tenían en vino y malvivían envueltos en un desorden indecoroso y desquiciado.

Aguantamos cuanto pudimos en aquella indigencia, mientras mi madre permaneció como sumida en un aturdimiento lacrimoso. Hasta que un día reaccionó y salió en busca de auxilio. Dios tuvo a bien iluminarla y condujo sus pasos hasta un pariente nuestro, hijo de su hermana: mi primo Joannis Mansur, al que llamaban Crisorroas, que significa «orador de oro», por el extraordinario don de palabra que el Espíritu le había otorgado. Como toda nuestra familia, era miembro del patriciado damasceno que aportó durante siglos los funcionarios responsables de la recaudación de impuestos en la provincia siria, en nombre de los emperadores bizantinos. Nuestro abuelo, Mansur ibn Sarjun al-Taghlibi, administró el tesoro del exarca en tiempos del emperador Heraclio y luego fue encargado de negociar la rendición de Damasco cuando llegaron los ejércitos agarenos a Siria. Lo cual permitió que se congraciara con los sitiadores y más tarde trabajar a su servicio como ministro de Finanzas. Su hijo Sarjun Mansur, mi tío, padre de Crisorroas, le sucedió en el cargo e intercedió ante el califa Muawiya para que no destruyera la preciosa basílica de Santis Joannes Apóstol.

Mi primo recibió desde su infancia una refinadísima educación tanto griega como árabe. En eso su padre estuvo muy acertado, haciendo que le ilustrara un monje llamado Cosmas, capturado en Sicilia durante un ataque, y cuyo rescate fue pagado por mi tío en el mercado de esclavos. Bajo su autoridad, aprendió ciencias y artes que adornaron su buen juicio y su prodigiosa sabiduría: dialéctica, retórica, aritmética, geometría, música, filosofía, teología y astronomía. Por otra parte, su instrucción religiosa fue tanto cristiana como musulmana, lo cual le permitió heredar una posición privilegiada entre los más altos cargos del califato omeya, encargándose de la administración de las finanzas como nuestro abuelo.

No puedo mencionar en este escrito a todos mis bienhechores y maestros, pues son muchos, pero hay dos nombres que no me resisto a omitir: mi padrastro, el alfarero Auxencio Alfayyar, y este primo mío, Joannis Crisorroas. El primero de ellos, sin ser propiamente un hombre cultivado, gozaba de una sapiencia natural y una piedad auténtica; a él debo tantos consejos que no he olvidado: no temer, no consentir la tristeza ni el miedo al futuro, mirar solo adelante y vivir en paz en medio de las pequeñas cosas, a pesar de la inseguridad del mundo; puesto que, haga lo que haga, todo estará bien, si intento hacer el bien… En cuanto al segundo, desde que mi madre acudiera a él, parecieron disiparse todas las sombras de incertidumbre que nos acosaban. Mi primo, que era apenas un joven de poco más de veinte años, nos acogió y nos dio acomodo en su casa. A mí me trató como a un hijo y decidió que me educara como correspondía a la tradición de nuestra estirpe.

Con ese fin, él mismo me enseñó las primeras letras, tanto griegas como árabes, y después, cuando cumplí los trece años de edad, me confió al cuidado de los monjes del monasterio de Maalula, al pie de las montañas de Kalamun, que se halla a dos jornadas a pie desde Damasco, donde se veneran desde antiguo las reliquias de santa Tecla y san Sergio.

A partir de entonces, y hasta los dieciséis años, viví siempre en el territorio del monasterio, consagrado a las Siete Artes y al estudio de las Sagradas Escrituras. La enseñanza era severa y constante. Al principio todo aquello era para mí insoportable, puesto que nadie antes me había sometido a verdadera disciplina. Pero no tardé en adaptarme. La vida en común con otros muchachos cercanos a mi edad y el estudio me ayudaron a descubrir cosas de mí mismo que ahora, cuando echo la vista atrás, reconozco que serían indispensables en los momentos más difíciles de mi vida posterior. Durante todo ese tiempo, además de la observancia de la regla monástica y el canto, mi mayor tarea fue el estudio de los padres de la Iglesia y la indagación en el significado e interpretación de los escritos antiguos. Aprendí las lenguas siríaca, griega y latina. Mi deleite era por entonces aprender, enseñar, leer y ordenar los libros que se atesoraban en la biblioteca de Maalula, que es una de las más antiguas del mundo.

Progresé y a los diecisiete años recibí el título de ayudante del maestro, que me fue otorgado por el obispo Cromacio, a petición del abad Policarpo.

Pero mi primo y protector no consideró oportuno que me hiciese monje por el momento, ni que recibiese las sagradas órdenes, sino que tenía para mí otros planes: le parecía mejor que siguiera su mismo camino trabajando en la cancillería del califa.

6

 

 

 

 

 

Joannis Crisorroas me sacó del monasterio de Maalula un domingo de noviembre y me llevó a su casa, donde mi madre llevaba viviendo desde aquel mismo día que fuimos a pedirle auxilio. Habían pasado cinco largos años desde que nos separamos y, en todo ese tiempo, solo la vi yo una vez por una de las ventanas del monasterio, pues la estricta regla no nos permitía aproximarnos a las mujeres a menos de treinta pasos; ni siquiera a la propia madre. Para ella, yo me había convertido en un hombre. Acarició mi barba y lloró con una tristeza que a mí también me arrancó las lágrimas. Seguía siendo bella, pero vestía ya como una anciana.

Ese invierno fue largo y frío. No sé si la asignación que el califa le daba a mi primo por su oficio de intendente general era generosa o escueta, pero en su morada se escatimaba hasta la leña y el carbón de los braseros. Supongo que mi primo estaba más pendiente de las cosas de la cancillería que de la administración de su casa, y los sirvientes eran una pareja de ancianos que tenían descuidados los más necesarios asuntos de una vivienda confortable. Cuando llegué al viejo palacio donde debía empezar una nueva vida a mis dieciocho años, me invadió una sensación extraña. Era un edificio grande y sombrío, cuyas paredes estucadas se elevaban hacia unos techos altísimos, como un inhóspito y abandonado lugar donde crujían las maderas y repiqueteaban las goteras por todas partes. La gente cristiana del barrio me pareció envejecida y triste. Además, se comía poco y mal. Tanto era así que incluso llegué a echar de menos las ollas del monasterio. Pero, sobre todo, recordaba con añoranza la cálida casita de mi padrastro en el Palomar, a la orilla del río Barada, el pescado frito, el taller de alfarería, los viajes al mercado y los niños correteando alegres por todas partes.

Las traseras del húmedo caserón de mi primo daban a la vieja iglesia de San Pablo. El jardín estaba bastante descuidado. Las enredaderas trepaban por los muros formando una apretada maraña a cuyo abrigo dormían cientos de pájaros. En la parte más alejada crecía una palmera tupida, bajo cuyo tronco Crisorroas se entregaba cada tarde en solitario a sus meditaciones. Por encima de las tapias se contemplaba una hermosa visión de la cúpula de la iglesia, algunas edificaciones del antiguo Bab Tuma y una infinidad de terrazas polvorientas a lo lejos. Allí mi primo y yo rezábamos diariamente la salmodia al amanecer, arrodillados y mirando hacia el oriente.

Era una época oscura, de incertidumbres y temores, en la que no se frecuentaban los templos para no levantar la ira de los fanáticos muslimes. Los gobernantes toleraban todavía a los cristianos sirios y no les importaba demasiado que mantuviesen en privado su fe; si bien, para ostentar cargos públicos, era necesario conocer perfectamente el Corán y las prescripciones de la Umma. Así que empecé a ocuparme de los trabajos de copia y anotación en el despacho de mi primo, al mismo tiempo que aprendía la sharía.

No obstante, seguí instruyéndome en las artes liberales, especialmente en «las cuatro vías»: la aritmética, la geometría, la astronomía y la música. Y de esta manera no olvidé lo aprendido en el monasterio a la vez que leía las antiguas crónicas: La geografía de Estrabón, La giropedia de Jenofonte, las Vidas de Plutarco, la Historia romana compuesta por Dion Casio o la obra del mismo nombre escrita por Apiano; las de los historiadores Livio y Polibio o los abreviadores posteriores Eutropio y Orosio y las célebres Etimologías de Isidoro de Isvilia.

Pero, al mismo tiempo, Crisorroas me enseñaba la manera de cumplir externamente las obligaciones de un buen musulmán. Él las conocía a la perfección y hablaba la lengua árabe mejor que cualquier ismaelita. Para no levantar sospechas, acudíamos de vez en cuando a la mezquita y no olvidábamos nunca hacer las obligadas abluciones y las prosternaciones propias de los rezos de la secta mahomética. Pero, a solas y en privado, repetíamos diariamente las oraciones cristianas, el credo, el padrenuestro, el trisagio y las salutaciones a la Virgen María, repitiéndonos una y otra vez que debíamos regirnos en el fuero interno por la única y verdadera fe que nos enseñaron nuestros mayores.

Era una triste doble vida de disimulo e hipocresía, que, para el joven impulsivo y descontento que empezaba a ser yo, resultaba una fuente constante de contradicción y, con frecuencia, de rebeldía. Mas no había otra manera para abrirse camino en Damasco y obtener algunas ganancias. Por eso Crisorroas me obligó a perfeccionar mis conocimientos de la lengua árabe y la religión de Mahoma, con vistas a que en un inmediato futuro pudiera dedicarme, como él y como tantos otros miembros de nuestra familia, a ocupar un buen puesto entre los altos servidores del califato omeya.

Siria no había dejado de ser un país convulso y en permanente cambio. Siempre se ha dicho que eso ha sucedido en todas las eras. Desde que tengo uso de razón y recuerdos de mi tierra, las cosas han cambiado mucho con el paso de los años. En tiempos de mi abuelo, aunque los cristianos tenían que pagar severos impuestos, todavía eran respetados en cierto modo. No llegué a conocer a mi padre, pero sé que no le fue del todo mal. Aunque, según cuentan los que vivieron en aquella sombría época, el califa Yazid ibn Muawiya era conocido por su afición a la bebida y al resto de los placeres y perversiones más propias de un déspota degenerado que de un muslime piadoso. A pesar de los múltiples crímenes y aberraciones que cometió, los árabes creían que su reinado fueron unas décadas gloriosas por las importantes victorias que logró para el islam. Sus ejércitos conquistaron el norte de África y llegaron hasta el Atlántico.

Estando yo todavía en el monasterio de Maalula, murió el califa Abd al-Malik y fue sucedido por su hijo Walid. Lo primero que hizo el nuevo califa fue implantar el árabe como lengua oficial en la administración, en lugar del griego y del persa, que habían seguido utilizándose por sus antecesores. Esta decisión trajo grandes consecuencias para los que no éramos muslimes, que hasta entonces habíamos considerado el árabe como la despreciable manera de hablar de los beduinos habitantes de los desiertos; una jerga impronunciable y propia de gente iletrada. Desde esa orden, la gente culta de ascendencia helénica o persa ya solo podía tratar en las cancillerías en la lengua oficial. Todos los pergaminos, los pliegos de cuentas, las cartas e informes debían estar escritos en árabe. Si bien todavía, y durante algún tiempo, los funcionarios griegos y persas permanecieron en sus puestos, ya que era necesario entender lo escrito en griego y persa para poder traducirlo todo al árabe.

Gracias a esa circunstancia, mi primo Joannis Crisorroas continuó en su cargo al frente del erario, aunque sus ayudantes iban siendo sustituidos de forma paulatina por los nuevos de lengua árabe a los que él mismo había instruido en los diversos oficios de la contaduría.

El califa impuso también el uso obligatorio del árabe para toda la ciudadanía. Aunque su empeño no resultó tan fácil como él pensaba, por el simple hecho de que la antigua manera de hablar y escribir de los árabes, con los años, se había ido contaminando con las palabras del griego y del persa. Así que el árabe puro quedó solo para los escritos religiosos. Y resultó finalmente que el Corán, por su anticuado lenguaje, apenas era vagamente comprendido por la gente que no sabía leer ni escribir.

También se debe a Walid la cuña de los primeros dinares, pues hasta entonces todavía se usaban las monedas bizantinas y persas. Ordenó grabar en todas las piezas la frase En el Nombre de Alá y un año más tarde las aleyas coránicas Alá es Único, Alá es Eterno. Estas inscripciones, consignadas en el sucio y vil dinero, causaron un gran disgusto a los alfaquíes, los doctores de la ley del islam, quienes denominaron a la nueva moneda almakruha, que significa «la odiada».

Justo ahí empezaron los mayores problemas para los cristianos sirios. Porque los guardianes de la ley mahomética pugnaron siempre para imponer en todos los territorios de la Umma una moral según las interpretaciones más severas del Corán, y nunca vieron con buenos ojos la presencia de cristianos en los cargos de Gobierno. Tal vez para complacerlos, el califa reorganizó el correo, sustituyendo a sus anteriores responsables por fieles agarenos, para que no circulasen cartas ofensivas o contrarias a la sharía. También llenó de árabes el diwan, el consejo del Gobierno, que hasta entonces todavía estaba formado casi exclusivamente por griegos y persas.

A causa de todos estos hechos, los sabios cristianos empezaron a consignar en sus escritos la constatación de que estaba concluyendo una era, y que se avecinaba otra nueva; por lo que se cumplían muchas de las antiguas profecías y se abría un período de confusión e incertidumbre, que era preciso interpretar a la luz de aquello que se define como «los signos de los tiempos».

7

 

 

 

 

 

Una tarde mi primo Crisorroas me llevó hasta su rincón apartado y silencioso del jardín. Era un día de cielo grisáceo que anunciaba la lluvia. No se escuchaba otro ruido que el graznido espaciado de un cuervo y reinaba una quietud grande. Desde allí se veía toda la ciudad, con sus torres, sus casas de altos tejados, las calles estrechas; se divisaban los dos cementerios cristianos, el de Santo Tomás y el de San Pablo, en los que tenían sus sepulcros las mejores familias, mientras que los pobres y los judíos recibían sepultura fuera de las murallas. El cementerio principal de los muslimes estaba lejos, en un altozano, junto a la puerta llamada Bab Al-Jabiya.

Mi primo había extendido previamente una alfombrilla debajo de la palmera y nos sentamos en ella, envueltos cada uno con su manta de piel de zorro. Mi primo sostenía entre sus delicadas y blancas manos un libro.

—Te he traído hasta aquí para que hablemos solos, en privado, pero en presencia del Señor —me dijo con cuidado, con voz delicada, para no causarme sobresalto alguno.

—Hace frío aquí —comenté, por decir algo, pues me causaba gran respeto su presencia.

Me miró con ojos extraños, lejanos, que enseguida entornó, para decir:

—Sí, hace frío, pero así nos mantendremos más despiertos y atentos mientras conversamos. Este aire tan puro refrescará nuestro espíritu para comprender mejor… Aquí mismo, bajo esta palmera, rezaba arrodillado nuestro común abuelo, el sapientísimo Mansur ibn Sarjun al-Taghlibi. Recuerdo haberle visto ahí mismo, donde tú estás, de hinojos, llorando e implorando el perdón de Dios por sentir que no vivía honestamente su fe.

Comprendí perfectamente lo que quería decirme. No necesitaba darme más explicaciones. Nuestros antepasados tuvieron que someterse y aceptar esta vida de resignación y doblez. Si querían conservar sus casas, privilegios y cargos en la cancillería, no les quedaba más remedio que plegarse en lo externo a las formas y preceptos de la religión de Mahoma. Aquello debió de suponer para ellos un conflicto permanente en el fondo de sus almas, como lo seguía siendo a buen seguro para mi primo, y como ahora empezaba a serlo para mí. Y él se había dado cuenta de que en mi corazón empezaba a encenderse la rebeldía.

De momento se hizo, pues, un gran silencio entre nosotros. Un silencio un tanto perturbador, en el que cada uno parecía estar averiguando lo que pasaba por la mente del otro. Pero yo, que estaba tan agradecido a él, no quería que llegara a pensar que le reprochaba algo. Así que acabé diciéndole con toda sinceridad:

—Gracias por preocuparte por mi madre y por mí.

Y después de manifestar eso, me aproximé y le besé la mano con reverencia y cariño.

—Siéntate a mi lado —me pidió sonriente—. No tengo hermanos, ya lo sabes. Desde hoy mismo tú serás mi hermano. Antiguamente, cuando las familias del mismo tronco vivían en la misma casa, compartiéndolo todo y bajo la autoridad del patriarca, no había separación entre primos y hermanos; todos eran considerados hermanos y se trataban entre ellos como tales…

Me abrazó. Y sentí de verdad que era, más que un hermano, un verdadero padre. Así que no pude evitar echarme a llorar.

—Bueno, bueno —dijo afectuosamente—. Ya eres un hombre, pero no es malo llorar de vez en cuando. Pero lo comprendo, Efrén; comprendo muy bien que hayas sufrido miedo e inseguridad. Cuando eras solo un niño indefenso viste aquella escena terrible del horno devorando a tu padrastro… Pero ya no debes preocuparte. Aquí podéis tener tu madre y tú una vida segura y digna. Yo me ocuparé de que así sea. Ahora debes seguir formándote para continuar la tradición de nuestra familia. Un día te casarás y aportarás la descendencia necesaria que perpetuará nuestro antiguo y noble linaje en esta misma casa.

Dijo esto con un convencimiento que no admitía ninguna duda. Pero a mí me despertó una incógnita que me asaltaba de vez en cuando.

—Primo —le pregunté directamente, amparándome en la confianza que acababa de regalarme—, ¿y tú por qué no te has casado? ¿Por qué no has tenido hijos, si has cumplido ya veinticinco años?

Se quedó pensativo durante un rato, mirándome. Después se volvió hacia la pequeña cúpula de la iglesia de San Pablo. Suspiró.

—No me resulta fácil responder a esa pregunta —reveló, sin ocultar cierta incomodidad—. Es un asunto muy personal.

—Comprendo —dije, temiendo haberle importunado—. Déjalo, pues. Y discúlpame, te lo ruego. Soy un idiota.

—¡No, por el Dios Bendito! ¡Yo soy el idiota! Si he decidido tratarte como un hombre, lo haré con todas las consecuencias. Ya no eres un niño, y tienes derecho a que muchas verdades resplandezcan delante de ti. Aunque me resultará difícil… He de intentarlo. He de ser claro contigo. No, hermano mío, no debo mantenerte en la oscuridad. Tienes derecho a que se te digan ciertas cosas…

A pesar de que comprendía esas palabras, en mi interior habitaban muchas dudas. Él me daba seguridad, me tranquilizaba, y su sola presencia disipaba miedos y ansiedades antiguas; pero en mi mente, que hacía ya tiempo había dejado de ser la de un niño, bullían un sinfín de preguntas. Así que me pareció que no hallaría mejor momento para aliviar mi corazón que aquella tarde en la que él me garantizaba su confianza.

—No quisiera hacerte pasar un mal rato —dije—. No estás obligado a contarme tus cosas.

—Sí, lo estoy, ¡claro que estoy obligado! —Suspiró de nuevo, más profundamente ahora, y otra vez puso su mirada en la cúpula—. No me he casado ni he tenido hijos —prosiguió azorado— porque mi alma ha estado siempre sembrada de remordimientos. Nací y me crie en este viejo palacio. Aquí vivieron los nuestros por generaciones y generaciones, desde aquellos tiempos en que gobernaban estas tierras los emperadores de Roma y después los de Bizancio… Siempre nos hemos preciado de nuestra sangre patricia, que posiblemente llegó acompañando al gran Alejandro. Nuestro orgullo se sostiene sobre los cimientos de la civilización, la lucha contra la barbarie y el desprecio hacia la obcecación, el crimen y la mentira. Después de que aquí estuviera el mismo apóstol san Pablo, en algún momento, nuestros venerables antepasados abrazaron la fe de Cristo. Todo se lo debemos a ellos, pues fueron valientes, se negaron a sí mismos y lo relegaron todo, excepto seguir a aquel que es el único Salvador, quien es el Camino, la Verdad y la Vida, ¡la auténtica Vida!

Crisorroas me hablaba emocionado, pero yo advertía cierta tristeza en su rostro. De vez en cuando, le temblaban los labios, como si lo que estaba diciendo fueran palabras sagradas, puras, como las mismas Escrituras; palabras que le brotaban desde muy adentro, desde su misma alma. Y su sabiduría era tan grande como su pasión, cuando añadió:



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