8,99 €
A través de historias de vida de personajes de ficción, la novela trata el tema habitacional en Cuba, particularmente en La Habana, en el contexto de la compleja situación económico-social que atraviesa el país en la etapa pre-pandemia. Las historias revelan la gran capacidad de resistencia de los cubanos, cómo cada vez más constituye una enorme proeza para la familia cubana, construir y reconstruir su morada por humilde y pequeña que sea, mantenerla en condiciones dignas y sostenibles y cómo ello incide en la panorámica de La Habana en las últimas décadas.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Seitenzahl: 282
Veröffentlichungsjahr: 2024
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España. Este y otros libros puede encontrarlos en ruthtienda.com
Edición:Adriana Daniel Aneiros
Diseño y emplane:Carlos Javier Solis
Cubierta e ilustraciones:Esteban Machado Díaz
Fotografía:David Cruz Rodríguez
Corrección:Tiurka Prieto Hernández
Conversión a ebook:Grupo Creativo RUTH Casa Editorial
Coordinadora editorial:Saray Alvarez Hidalgo
© Mercedes de Armas García, 2023
© Sobre la presente edición:
RUTH Casa Editorial, 2024
Casa Editora Abril, 2024
ISBN9789962740711RUTH Casa Editorial
ISBN 9789593114394 Casa Editora Abril
RUTH Casa Editorial
www.ruthtienda.com
www.ruthcasaeditorial.com
Casa Editora Abril
Prado no. 553, entre Dragones y Teniente Rey,
La Habana Vieja, La Habana, Cuba.
CP 10200
www.editoraabril.cu
A través de historias de vida de personajes de ficción, la novela trata el tema habitacional en Cuba, particularmente en La Habana, en el contexto de la compleja situación económico-social que atraviesa el país en la etapa pre-pandemia. Las historias revelan la gran capacidad de resistencia de los cubanos, cómo cada vez más constituye una enorme proeza para la familia cubana, construir y reconstruir su morada por humilde y pequeña que sea, mantenerla en condiciones dignas y sostenibles y cómo ello incide en la panorámica de La Habana en las últimas décadas.
La casa de Amalia se derrumba; durante ese proceso, ella escribe un diario revelador de secretos y conflictos familiares en medio de la cotidianidad de la Cuba de hoy. Parte de este relato va a parar al basurero, entre los escombros. Allí es rescatado por Pepe, un ingeniero jubilado que recorre las calles, en busca de materiales para construir artefactos que solucionen problemas y carencias. A través de estos manuscritos, el anciano se obsesiona con la idea de encontrar a la enigmática mujer que los escribió. La vida de Amalia transcurre en paralelo con la de su vecina Tania, una mujer humilde, .de una religiosidad y fe extremas vinculadas a la religión Yoruba, que lucha cada día y resiste los embates y durezas de su vida y cuya casa desde hace muchos años, se desmorona. Tania y Amalia son dos mujeres de mundos y orígenes muy diferentes, a las cuales las vincula no sólo la cercanía de sus viviendas, sino el enfrentamiento a una situación similar: ambas han sufrido la desintegración de sus casas y comparten la lucha por reconstruir sus familias; ellas conforman un binomio que transporta al lector a lo largo y ancho de La Habana, para mostrarle la realidad de una ciudad y un país que se transforman desde dentro.
Mercedes de Armas García (Chachi)
La Habana, 1963
Licenciada en Relaciones Políticas Internacionales. Máster en Literatura y Escritura Creativa. Diplomática y escritora. Cumplió misión internacionalista en Angola (1986-1988) y misiones diplomáticas en varios países: en la Sección de Intereses de los Estados Unidos (1989-1994), en la misión diplomática de Cuba ante la ONU (1998-2001) y en la embajada de Cuba en Bolivia (2006-2011). De 2017 a 2021fungió como ministra consejera de la embajada de Cuba en Ecuador, como segunda jefade misión. Actualmente labora en la Dirección de Prensa, Comunicación e Imagen del Ministerio de Relaciones Exteriores.
Es coautora del libroNicaragua y la revolución sandinista(Editorial de Ciencias Sociales, 1984) y autora de la novelaLos ojos del puma(Editorial Ministerio Culturas de Bolivia, La Paz, 2014), (Casa Editora Abril, La Habana, 2015), (Editorial Casa de la Cultura Ecuatoriana, Quito, 2018). Ha escrito numerosas crónicas, cuentos y artículos periodísticos.
A mi familia
A La Habana
Alas nacer vi en los hombros
De las mujeres hermosas:
Y salir de los escombros,
Volando las mariposas.
José Martí
Nos encontramos ante algo que reúne a creyentes y no creyentes, que pertenece a la poesía de la nación, al alma invisible de Cuba, por el lugar que ocupa la Caridad del Cobre entre los símbolos amados por los cubanos… Somos el fruto de la sangre y esa sangre vertida a raudales nutre el manto de esta Virgen; ese color mestizo en la piel y en el corazón, ese color cubano que debemos defender no es solamente una apariencia, tiene que ser un color del alma, un color del espíritu, una confesión de fe en la igualdad del hombre. Vamos en la barca, en esa barca va Cuba y el país se tiene que salvar, no tenemos otro destino […] justicia primero, Caridad siempre y la fe, todos tenemos una forma de fe, aun los que dicen no tenerla.
Eusebio Leal Spengler
Llovía intensamente en La Habana. Se abrió el techo sobre sus cuerpos aún tibios después de haberse amado sin tapujos, con la pasión de una vida cómplice de más de treinta años; la piel sudada, las manos y los sexos entrelazados y pegajosos por la humedad de sus entrañas; los ojos perdidos en la intimidad y el placer infinito de un orgasmo sabido de memoria. Aterrorizados, huyeron bajo un diluvio de escombros. Corrieron en busca de sus hijos que, en medio del pánico, intentaban salvarse con la angustia de no saber qué pasaba en su casa aquella noche.
Su hogar se vino abajo en pocos segundos; se desplomó sin piedad sobre su familia. Toda la vida pasó ante sus ojos de mujer curtida por el trabajo, por las responsabilidades cumplidas e incluso por las relegadas. Pensó fugazmente que no sería capaz de reconstruir sus días; que no le alcanzarían cien años para hacer lo imprescindible; por supuesto, entonces no podía imaginar el calvario de penurias que debería recorrer.
Sus hijos regresaron a la habitación; hurgaron entre las ruinas, buscando algo muy querido.
En medio de la confusión, revisó su cuerpo y el de su marido;sintió el peso de las piedras. El polvo que los cubría apenas le permitía respirar. Fue entonces que descubrió las heridas profundas que le surcaban la carne y los huesos. Vio los ojos de aquel hombre amado abiertos a la noche. Una sangre negruzca cubría su cabeza, brazos y piernas.
Amalia despertó de un sueño profundo, confuso. Solo escuchó el insoportable y triste silencio de la muchedumbre congregada. Vio a su esposo dormido a su lado y a sus hijos de pie llorando sin consuelo.
Los sepultureros descorrieron entonces la losa impecable que cubriría sus cuerpos, aún anonadados por el amor de su última noche. Aquella lápida de mármol, pulcra y sólida, no podría quebrarse y caer sobre sus despojos indefensos para sorprenderlos, alguna vez, con la muerte.
Apenas amaneció y Tania ya se había bebido una cafetera llena, se había fumado cinco cigarros Populares y tenía en el estómago dos pastillas de clordiazepóxido. Solo así podría enfrentar un nuevo día después de las extemporáneas lluvias de aquel marzo de 2012.
—Di tú, ¡lo único que me faltaba! Un frente frío con aguaceros y to. Na, Amalia, tú no crees en eso, pero estas lluvias las trajo el Papa. Empezaron desde que llegó a México. Son las aguas de la Virgen que nos vienen dando ashé.1
Así le comentó a su vecina, hecha un manojo de nervios, tan pálida que parecía blanca, con los ojos muy abiertos y las manos temblorosas. Las dos mujeres conversaban, como siempre, a través de la cerca que limitaba sus casas. Nunca había entrado una en el hogar de la otra, pero sus historias compartidas las habían acercado, aun cuando las separaban siglos en educación e instrucción, filosofía de vida, origen social y muchas otras cosas.
Sentada sobre un montón de sacos de polvo de piedra, arena lavada, cemento, bultos enormes de cabillas de acero y entre carcomidos puntales que apenas sostenían el techo de su portal, Tania de la Caridad «celebraba» ese día ocho años del primer derrumbe en su vivienda.
—Lo recuerdo como si hubiera sio ayer. Estaba embarazá de Ángelis María. Me sentía feliz esperando a mi niña, ¡me había costao tanto lograr esa barriga! Lazarito ya había empezao la escuela; correteaba por el pasillo lateral cuando se desprendió el primer alerón del techo de la sala y cayó desbaratao a poquiticos metros del niño. También tumbó la vieja ventana de persianas francesas que había en la sala. Era bonita, estaba toa llena de comején y con muchas tablitas rotas, pero a mi mamá le gustaba, decía que le recordaba el tiempo en que noviaba con mi papá y abría las persianitas cuando lo esperaba pa ver si ya venía. Aquí toas las casas tienen esas ventanas, figúrate, son de los años cuarenta del siglo pasao, tú sabes… bueno, las que quedan en pie y que no le han cambiaola carpintería vieja los macetas, tú sabes…
Así Tania le contaba a Amalia cómo había comenzado su tragedia. No por serle ya conocida, su historia dejaba de asombrarla cada día. Nadie lo diría, no estaban en La Habana Vieja ni el barrio de Cayo Hueso, en Centro Habana, sino en un reparto residencial, donde de manera mágica se había mezclado lo más sofisticado con lo intrínsecamente popular, lo chabacano y lo culto, lo blanco y lo mestizo, lo negro y lo mulato, lo rico y lo pobre. Como en todas partes de Cuba, se podía contemplar la obra de una revolución que había puesto a convivir a todos codo con codo, sin reparar en colores u origen social.
Las viviendas de ambas mujeres se ubicaban en una ancha y hermosa avenida muy cerca del lugar donde se erigían las más lujosas casas del exclusivo Miramar, a escasas cuadras de Monte Barreto, un parque ecológico, verde, lleno de buganvilias moradas, rosadas y blancas; un lugar concebido para enamorados, familias, pequeños caballos de paseos infantiles y perros de todas las razas, incluso los más satos, tan de moda en La Habana por estos días.
Es lo real maravilloso de esta ciudad profunda, donde majestuosas construcciones se exhiben junto a otras tan magnificentes en proporciones, estructuras y detalles arquitectónicos, pero corroídas por una ancestral carencia de materiales o de dinero para comprarlos, bajo la mirada indolente de unos y la desidia y apatía de muchos. Allí conviven pequeñas casas de familiashumildes, antiguas mansiones devenidas ciudadelas, sobreviviendo a duras penas los embates del tiempo y la escasez. Se abarrotan, sin otra alternativa, generaciones mezcladas junto a la alegría perseverante de música de tambores, claves y maracas, el baile, el sudor y la risa alegre de gente que es feliz todos los días al levantarse entre cuatro paredes a las que llaman «mi casa», no importa cuán deteriorada esté, porque igualmente así la sienten y la comparten con quienquiera que llegue a cualquier hora, ofreciéndole agua fría y café criollo, fuerte, muy negro, servido en taza pequeña.
—Imagínate, Amalia, esos desgraciaos ilegales que tengo arriba construyeron sobre mi techo y esta casa vieja de viga y losa no aguantó. Asómate pa que veas las ventanas que se cayeron, los cuartos a cielo abierto y las grietas por donde entra el agua como por una regadera. —Eso le había contado hacía algo más de un año, cuando Amalia llegó a vivir a su linda casa, justo al lado de la de Tania—. Yo sé que tu casa está buena, si no la conoceré yo, que les limpiaba y les cocinaba a los que vivían ahí antes de que se fueran… bueno, tú sabes… pa allá. —Y señaló hacia arriba, en clara alusión a Estados Unidos—. Ellos la tenían con aire acondicionado en to los cuartos y vivían a toa leche. Dicen que trabajaban pa una firma canadiense y que le mandaban el dinero por Internet. ¡Di tú, tremendoiré!,2yo no entiendo cómo será eso, pero la verdad es que ahí había de to… A los que vivían ahí no les gustaba que sus visitas vieran mi casa fea, ni a mí cuando tengo un mal día y amanezco diciendo malas palabras y gritándole a Chuchito y a los muchachos hasta que me quedo sin voz.
»Yo sé que tú no crees en Dios ni en los santos, y te lo respeto, vaya, pero yo sí creo, y válgame eso, mijita, porque es lo que me ha mantenío viva y me ha dado fuerza pa resistir.En estos años le he pedío mucho a Dios y a mi Virgencita de la Caridad,3que es Oshún,4tú sabes, ay, Amalia, ¿qué vas a saber tú? ¡Ah, sí! ¿Lo has leído? Bueno, pues hablo con tos ellos, pa qué mentirte, hablo con Obbatalá,5con Changó,6con Yemayá,7hasta con Orula;8le pido con toas mis fuerzas y con mucho amor que esto se acabe de resolver de una vez antes de que se vengan abajo los techos y me maten a mis hijitos. Después, ¿de qué me vale que me den una casa?, pa entonces me habré vuelto loca en mi desgracia.
Con las manos extendidas hacia el cielo, los ojos cerrados y como en trance, Tania le hablaba a sus dioses, con una fe infinita:
—¡Diosito de mi corazón, ay, Olofi!,9yo sé que tú eres uno solo allá arriba, pero no te olvides de mí y de mi familia, te lo suplico, y tú, Virgencita mía, tan linda, dame fuerzas… Allá en El Cobrele dejé el collar de mi padre y sus medallas de capitán de la Sierra; leprometí que si me ayuda iré caminando hasta el mismísimo santuario que guarda su imagen. ¡No digo yo si voy! Ella sabe que le voy a cumplir. Yo le tengo un altar; no te lo he enseñao porque no nos conocemos mucho y me da pena entrarte a mi casa. No es bonito aquí. Lo único que vas a ver son puntales por toas partes, y en los noventa centímetros entre puntal y puntal, las pocas cosas que han sobrevivío a los derrumbes; ahí está el colchoncito donde duermen los niños en la sala, bueno, cuando no llueve y esto no se inunda; porque entonces hay que mover el campamento; el colchón de Chuchito y mío lo pongo al lado del de ellos, junto al otro puntal… Por cierto, ¿te comenté que tienen comején? Ahora voy pa Cayo Hueso, a casa de mi mamá, a buscar luz brillante, como eso no hay na pa matar a los bichos; porque es lo único que me faltaba ahora, que se me caigan los puntales, ¡qué osogbo!10 Después voy otra vez a la Vivienda Provincial… ¡No, hija!, ¿qué citarme? He tenido que montarle guardia y llamar mil veces; cuesta mucho trabajo que te atiendan y aun estando allí, casi nunca pues ver a nadie. Es como el cuento de la buena pipa, ¡lo de nunca acabar!
»Allá voy ahora con mis papeles y las cartas que he hecho en to estos años. Tengo siete sentencias de tribunales donde dice que soy yo quien tiene el derecho y que esos ilegales tienen que irse de ahí pa que se pueda demoler. Cuando finalmente yo pueda tumbar la parte de arriba, entonces podré reconstruir mi casa. Aquí están los materiales oyendo la conversación, ya la mitad debe haberse echao a perder. ¡Ni te cuento, Amalia!, perdóname la lata, es que hoy estoy volá... Allá arriba ha venido to el mundo, pero la cosa siempre acaba en música, risotá y bebedera de ron y el caso es que no los acaban de sacar. To el mundo sabe que son ilegales, que se metieron allá arriba de a Pepe, pero na, que hay gente que sabe aprovecharse muy bien de las cosas buenas que tenemos. Como saben que no los van a sacar, pues siguen ahí. No… y hasta siguen construyendo. Si te asomas por aquí, vas a ver que en la parte de alante hicieron una terraza. Por eso es que ahora se filtra más el agua. La negra toas las mañanas riega las matas, tiene helechos y malangas, que tú sabes el agua que halan, y toa esa agua cayendo pa acá abajo. Na, Amalia, mija, que cuando algo está pa ti, no hay Dios que te lo quite…
»El hecho es que no sé cómo me quedan fuerzas, bueno, ¡sí sé!, Dios me las da y mi Virgencita también. ¡Oye, pero no me mires así, no te equivoques!, tú acabas de llegar aquí y no me conoces; soy tan fidelista como el que más, que una cosa no tiene que ver con la otra; creo en esto como creo en mi Diosito y en mis santos. Pero las ideas por las que mi padre luchó y que me enseñó desde chiquita son una cosa, oye, por eso doy la vida, vaya; pero otra muy distinta y diferente son tos los insensibles esos que les importa un carajo la gente y lo que están es resolviendo su problema y viviendo mejor. Es que vivimos tiempos difíciles, hay mucha gente que na más está en lo suyo y no sé a dónde vamos a parar, la verdad… sí, Amalia, no me mires así…
»Ni siquiera yo quiero que me den una casa, Amalia; na más que saquen a esos ilegales y acaben de venir a demoler, que lo demás nosotros lo hacemos, poquito a poco, cuando se pueda; na más me hace falta terminar con esta angustia de que a pedacitos la casa se nos está cayendo encima y sin esperanzas de una solución. A veces me da lástima con Ángelis María, imagínate, nació apuntalá. Ella no conoce otra cosa; desde chiquitica juega entre los palos y pobrecita inocente, siempre buscando por dónde podría entrar el agua cada vez que llueve, o de dónde va a caer el próximo pedazo de techo.
»Ay, Amalia, hija, da la vuelta, que te abro pa que veas el altar de mi Virgencita y así ves también la casa de una vez y se me quita la pena. Ten cuidao con tu cabeza y con los puntales atravesaos… Dale, Amalia, ven… pasa…
Amalia había escuchado conmovida a Tania. ¿Cómo alguien podía soportar tanta desolación en el breve espacio de su existencia? ¿Cómo podía despertar cada mañana despotricando contra el mundo porque se hacía tarde para la escuela, porque se botó la leche que a duras penas pudo conseguir, porque Ángelis María ensució el uniforme y ya es la hora del matutino y no hay otra blusa para cambiarla…? Tantas cosas escuchaba en las mañanas apuradas de su vecina, que siempre la imaginó como en una vida fantasma detrás de las paredes. Ahora, ante la posibilidad real de ver finalmente su casa, sentía una curiosidad enorme.
Atravesó el pequeño jardín de su casa, abrió la reja y avanzó hacia la de su vecina, que la esperaba entre los puntales que sostenían el techo del portal de más de cinco metros de altura. Tania la tomó de la mano y la atrajo hacia adentro, casi con ternura. Entró bajando la cabeza. Nunca lo habría admitido, pero sentía un miedo atroz. Aquella casa parecía que iba a colapsar en cualquier momento. Juntas atravesaron por una vieja puerta de dos hojas, que chirrió con desánimo al abrirse y cerrarse tras ellas. Al entrar, su corazón se detuvo. El espacio de la sala estaba ocupado totalmente por puntales; era ineludible mirar hacia el techo, una extensión de concreto rugoso y negruzco, plagado de rajaduras profundas, rebeldes. Solo la esquina norte se veía despejada y pulcra. Allí se erguía el altar, con velas encendidas que iluminaban el entorno como si lanzaran plegarias de luz para impedir el desplome inevitable sobre la imagen sagrada de la Caridad del Cobre.
Amalia había crecido en medio de un ateísmo sobrio pero firme. Su madre, española de nacimiento y criada en Cuba, a pesar de haber vivido en el seno de una familia católica, desde niña se había negado a aceptar los preceptos de una religión que se le cruzaban en la mente sin que pudiera comprenderlos: «la ubicuidad de Dios», «la Inmaculada Concepción», entre otros. Amalia también había escuchado aquellas historias y contradicciones, a lo que se sumaba una educación laica, en medio de la Revolución efervescente que sufrió los golpes arteros de la religión católica en la década de los años sesenta. Comenzó a visitar iglesias siendo joven, por curiosidad y como parte de una voracidad de conocimiento. Después acudiría a templos religiosos y catedrales en diferentes partes del mundo, cuando empezó a viajar y esas visitas eran casi obligadas. Pero nunca abrazó fe alguna.
Aquel día, sin embargo, se sintió sobrecogida por la inmensa devoción de Tania. La impresionó la mirada de la Virgen, la dulzura de su rostro, el encanto de sus manos, el rústico altar de madera que la sostenía y las ofrendas conseguidas quién sabe con cuánto sacrificio. La casa era tan humilde… un colchón en el piso sobre una pequeña estructura de hierro, para que no tocara el suelo; un butacón desvencijado a su lado y otro colchón más chico, evidentemente, la cama improvisada de Lazarito y Ángelis María. Separada por una corta pared, se adivinaba lo que debía ser la cocina: un fregadero pequeño, un pedacito de meseta y una cocina de dos hornillas acoplada a una balita de gas licuado; dos estantes en la pared sostenían vasos, varios pomos con café en polvo, azúcar prieta y blanca, sal, frijoles negros y unos platos, de diferentes tamaños y vajillas. Justo al lado, una puerta frente a un lavamanos antiguo y una repisa con un vaso que sostenía cuatro cepillos de dientes de colores diferentes anunciaba la existencia de un pequeño bañito, sin cerámica pulida ni otros lujos. Un viejo escaparate de principios del siglo xx guardaba la ropa y las escasas pertenencias de aquella familia, que sobrevivía solo por el inmenso amor que los alimentaba y la esperanza creciente de una vida mejor que algún día llegaría.
En una rápida mirada, Amalia descubrió las enormes rajaduras diagonales en todas las paredes que alcanzó a ver, encontró la ventana semidesprendida, los sueños pululando por doquier, las lágrimas repetidas, los gritos de angustia que tantas veces escuchó y no comprendió.
—¡Mírala y dime si no es linda! Ella es la Virgen de todos los cubanos, Amalia, la«Virgen cobrera»… es Oshún, tan pura y santa como mi Virgencita. Por eso a veces le digo Caridad o Cachita. Pa nosotros es lo mismo, es lo maravilloso de nuestras creencias, toas mezclás como nuestra sangre. La bañé con agua de pétalos de flores blancas, miel de abeja pura y cascarilla,11y le puse la ropa nueva que le mandó a hacer mi mamá. Su bata amarilla de satín bordada con hilos dorados es como de reina, ¿lo ves? Todo ancho desde arriba, así eran los trajes de las reinas de España enaquel tiempo; le puse sayuela de paradera, almidoná pa que abra y le dé vuelo, y su manto también es dorado. El vestido tiene aquí, en el pecho, el escudo de Cuba. Eso no le puede faltar, Amalia, es la prueba de que es nuestra, tan nuestra como que fue mambisa.12A ella se encomendaron los insurrectos y por eso ganaron la guerra y desde entonces Cuba fue libre y soberana, bueno, hasta donde los yanquis nos dejaron… tú sabes. Después, en la Sierra,fue igual; to los barbudos cargaban susiddé,13pa que los protegieran y le pedían a Cachita que les abriera los caminos. Y a ellos tampoco les falló.
»Es igualita a la que está en el altar de Santiago; mi mamá la copió idéntica. Ella fue allá hace unos años, cuando mi hermanamayor estuvo presa… no sé si te conté… no sabíamos cómo acabaría aquella historia y mi mamá se volvió loca. Arrancó pa allá en lo que pudo, era pleno período especial. Fue una odisea, mijita, cogió guaguas, carros, hasta un tren, y después una carre- ta pa llegar al Cobre.
Amalia escuchó la historia. Le sonrió y le apretó el brazo, solidaria y tierna. Tania le devolvió los afectos y las sonrisas… es increíble lo que puede lograr la fe. El tiempo voló en medio del polvo y los escombros. Amalia se escurrió a su casa discretamente tras abrazar a su vecina y rozar con la yema de los dedos la piel brillosa de la Virgen, no sin antes echar un último vistazo a las ruinas imponentes de aquella vivienda.
Apenas sobrepasó las horas siguientes, no pudo seguir conscientemente los acontecimientos en su casa: la llegada de los muchachos y de Antonio, los preparativos para la comida, la novela de las nueve, alguna que otra llamada de un buen amigo para saber si había habido algún avance tras los sucesivos derrumbes… Y entonces llegó el momento difícil de irse a la cama.
No recuerda cuando despertó empapada en sudor en medio de la noche. Buscó inconscientemente su mano, su cuerpo cálido junto a ella. Encontró su abrazo y su mirada serena. Él debió haber estado despierto todo el tiempo desde que se acostaron y, como cada madrugada, entre un breve sueño y otro, la atrajo hacia sí en un abrazo apretado. La notó temblorosa, frágil, igual que todas las noches; temía que ella no lograra llegar a un nuevo día. Besó su frente, sus labios, con la ilusión de que el amanecer trajera una esperanza. Dormían bocarriba, palpando el techo con los ojos; intentando descubrir si otra vez caerían piedras o pedazos de cal sobre sus cuerpos; si habría que mover la cama a otra habitación más segura o si podrían seguir durmiendo entre colchones recostados a la pared, ropa, zapatos y cazuelas metidos en cajas, con las que tropezaban cada vez que tenían que levantarse para ir al baño.
La cama sobre la que dormían después de un agitado día de trabajo era la de su hijo: un bastidor improvisado con unas maderas y un colchón vestido con sus sábanas. Aún tenía su olor y era inevitable que en sus desvelos pensara en el muchacho. Muchas veces ella había ido a verlo en medio de la oscuridad; buscaba su silueta hasta encontrarla en el piso de la sala, sobre una colchoneta que cada noche desenrollaba para descansar a duras penas, y que volvía a enrollar a la mañana siguiente, al tiempo que ella le alcanzaba una tacita de café humeante y le pasaba la mano por la cabeza, casi con lástima, para ayudarlo a despertarse, para asegurarse de que no se trataba de una pesadilla… sí, allí dormía su hijo cada noche desde que la casa comenzó a venirse abajo, inesperadamente, un buen día.
«Ve a acostarte, vieja. No necesito nada, todo está bien. ¿Te pasa algo? Acuéstate, duerme un poco más, todavía es de madrugada».
Un año largo y dos meses dormiría allí el más joven de sus hijos. Aún no lo sabía; a su edad algo así era casi una aventura. Dormía allí después de días intensos en la facultad, en medio de debates encendidos sobre lo humano y lo divino; después de salidas con sus amigos a compartir unas cervezas Cristal en cualquier bar o cafetería privados que, desde entonces, proliferaban en La Habana y que, asombrosamente, tenían la cubanísima cerveza que ya no se encontraba en casi ningún comercio estatal. El colofón de sus noches juveniles era traerse a casa a una muchacha, para la que también era aventura pasar una noche de amor apasionado en una sala desconocida, sobre una estrecha colchoneta militar, sin que nadie los molestara, porque en eso de transmitir calma, él era maestro: «Tranquila, amor, mis padres duermen, los pobres, están agotados; no se acostumbran a la idea de que esta casa algún día nos sacará de aquí tras su último y más devastador estornudo».
Amalia se alejó con un enorme desasosiego en el pecho. Caminó despacio por el corredor central hasta llegar frente al que fuera su cuarto. Con mucho trabajo empujó la puerta para abrirla. La luna llenaba de luz la habitación ocupada por un montón de escombros; el cielo estrellado y el fresco agradable de la noche se podían percibir ante la ausencia del techo, que unos días atrás había colapsado. Por unos instantes olvidó lo sucedido. Disfrutó de la noche, del silencio, hasta que las gotas de una lluvia incipiente le mojaron la cara.
Regresó al colchón que compartía con su marido. Entró por los pies de la cama, porque el poco espacio a su alrededor no dejaba lugar para caminar. Se tendió sobre su espalda, con la mano izquierda tanteó encima de la mesita de noche hasta que encontró las hojas presilladas en una suerte de libreta que se había convertido en su inseparable diario; su confidente, su más fiel interlocutor.
De nuevo oteó el techo y, antes de que la venciera el cansancio, imaginó una vez más lo que pudo haber pasado aquel día fatídico si el techo se hubiera desplomado solo unas horas más tarde, mientras ella y Antonio dormían plácidamente después de haber hecho el amor.
Por suerte escampó; la casa no se llenaría de agua como la noche anterior. Podía relajarse y escribir unas páginas, antes de que el dolor le borrara los recuerdos. Justo antes de dormirse tuvo la idea de que algo muy malo debía haber hecho para merecer tan cruel castigo; algún error imperdonable, un pecado capital en otra vida… quién sabe. A veces se descubría pensando cosas horribles… pero las guardaba para sí, no podía contárselas a su marido, que enmudecía de tristeza escuchando sus angustias, sus desesperanzas, secando sus lágrimas para convencerse él mismo, más que para demostrárselo a ella, de que todo iba a pasar y que algún día mirarían atrás y todo habría terminado. En aquellos días difíciles él había mostrado una paciencia de elefante. Cuando conversaban buscando una solución, a él siempre parecía ocurrírsele algo, le compartía una idea, un sueño.
Ahora era ella quien lo contemplaba en la oscuridad que ya se desvanecía, con un sentimiento sano, puro, llena de amor hacia él y a través de él, multiplicado en sus hijos, en quienes no podía dejar de pensar con la impotencia de alguien que, a una edad ya avanzada, descubre que no está en capacidad de resolver los problemas más perentorios de su familia.
Cuando logró conciliar el sueño ya había amanecido. Un velo de luz entraba por la ventana del cuarto, coincidiendo con el sonido irritante del despertador, que los encontró nuevamente abrazados a la esperanza, con sus cuerpos sudorosos, todavía asustados.
1 En la religión yoruba, componente importante del sincretismo religioso cubano, ashé significa todo lo bueno y positivo que le pueda suceder a una persona en el transcurso de su vida; fortuna, suerte, buenos augurios.
2En lengua yoruba: armonía del destino de una persona con los aspectos positivos de su camino existencial, determinado por su signo religioso.
3 La Virgen de la Caridad del Cobre es la patrona de Cuba, cuyo culto está muy arraigado en el sentimiento popular desde los inicios de nuestras luchas independentistas hasta la actualidad. Representa la compasión, el desinterés, el amor y la salvación mediante la fe, tanto para los creyentes de la religión católica como para los de la yoruba. La quieren y veneran no solo las personas religiosas; es patrimonio popular, amada por todos.
4 Una de las principales deidades de la religión yoruba, que se sincretiza con la Caridad del Cobre y es una de las más respetadas y veneradas. Representa aspectos esenciales de la existencia humana: el amor, la belleza, la sensualidad, el dinero y el oro. Es la dueña de los ríos.
5 Para muchos estudiosos de la religión yoruba es la segunda deidad en importancia, después de Olofi. Se representa en la figura de un anciano fatigado por los avatares de la vida, dueño de la cabeza del hombre. En su transculturación representa a la Virgen de las Mercedes. En muchos patakíes (historias o parábolas que dejan enseñanzas sobre la filosofía yoruba) de dicha religión, forma parte de la creación del universo, especialmente del hombre; también de la paz, la pureza, la honestidad, la tranquilidad, la buena conducta y las decisiones correctas de la vida.
6 Deidad guerrera por excelencia de la religión yoruba; entre sus atributos se encuentran el hacha y la espada. Dueño del rayo, del trueno y del tambor. Representa la masculinidad, la fuerza viril, se le atribuye la gracia de atraer al sexo femenino. En su transculturación representa a Santa Bárbara, muy venerada por nuestro pueblo.
7 En la religión yoruba es la madre universal, una de las deidades fundadoras. Representa el sacrificio para salvar a sus hijos, la dedicación y la constancia en la fe religiosa. Dueña del mar y, por tanto, de sus misterios, profundidades y riquezas. Es la hermana de Oshún. Sincretiza, en la religión católica, con la Virgen de Regla.
8 Es el dios de la sabiduría en la religión yoruba; una de las deidades más jóvenes. Gran benefactor de los hombres, su principal consejero porque les revela el futuro y les permite influir sobre este, pues es el dueño del oráculo de Ifá (uno de los sistemas de adivinación más completos del mundo), su adivino por excelencia, capaz de predecir los eventos futuros, sean favorables o desfavorables, para fomentar unos y modificar otros a través de sus consejos, contenidos en los 256 caminos de Ifá. Además, ayuda a entender los sucesos pasados y futuros. Sincretiza con San Francisco de Asís en la religión católica. Su culto en nuestro país está ampliamente difundido, aún más en la actualidad mediante los sacerdotes de Ifá, conocidos como babalawos.
9 Dios supremo en la religión yoruba, creador del universo y del hombre, padre de todas las deidades, a las cuales les otorga sus poderes y atributos e interviene directamente cuando hay algún litigio o confrontación entre estas. En lengua yoruba Olofi significa‘dueño del cielo’o‘dueño del palacio’.Está representado por la creación misma y todo lo que esta contiene.
10 En lengua yoruba: desgracia, problemas.
11 Pequeña piedra blanca conformada a partir de una mezcla de ralladura de cáscara de huevo y miel. En los rituales de la religión yoruba se vierte sobre alguien o algo para crear un escudo protector.
12 Se dice que la Virgen se tornó mambisa porque fue identificada con las luchas por la independencia de Cuba.
13 Manilla o pulso de cuentas usado en la religión yoruba. Se confecciona con los colores del orisha que representa.