3,99 €
En la plenitud de su vida, la escritora narra la historia de su infancia y adolescencia, transcurrida en Buenos Aires, Argentina, en un hotel-pensión administrado por sus padres a finales de los 50, una época de explosión cultural debido a la inmigración europea. Ella nos narra con inocencia, fantasía y miedo, sus vivencias y convivencias con estos huéspedes con los cuales compartía, junto con sus hermanos, su casa e infancia por un par de días o semanas. Cruda, tierna, trágica, mágica, esta pequeña con sus cuentos y memorias acaricia las fronteras de la miseria humana, sus luces y sombras, españoles, gauchos, gitanos, alemanes, judíos, Nazis, pasan por este hotel dejando su firma en el cuaderno de huéspedes e impresiones imborrables en ella.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Seitenzahl: 159
Veröffentlichungsjahr: 2019
Comesaña Vila, Anahí
Entre la luz y las sombras / Anahí Comesaña Vila. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2019.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-761-807-5
1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. 3. Cuentos Realistas. I. Título.
CDD A863
Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723
Impreso en Argentina – Printed in Argentina
Dedico este libro a los pequeños
llenos de luz de la familia, mi nieta Layla,
la nieta de mi hermana Alicia, Sofia
y la nieta de mi hermana Maria, Olivia,
a mis queridos hermanos, hijos, sobrinas y amigas.
Pero sobre todo a aquellos que han luchado para aclarar
las sombras de su vida al fin de convertirlas en luz, gracias.
Este libro lo escribí mentalmente hace mucho tiempo, pero nunca se publicó.
Comprendí que, aunque son situaciones de mi vida real, fueron en mi niñez, y muchas de estas anécdotas son recordadas desde la perspectiva de la mente de una niña con su nivel de entendimiento de una situación real. Debo aclarar que crecí en una época donde los niños no preguntaban las situaciones, por eso se combina entre una autobiografía y ficción. Con sorpresa comprobé que un mismo recuerdo puede ser diferente de los recuerdos de algunos de mis hermanos que también los han escrito. Ellos son mayores, Jorge, quien está escribiendo también memorias de nuestra infancia, y Alicia, la cual falleció de cáncer recientemente y ha escrito unas páginas de nuestra infancia a modo terapéutico que incluyo acá junto con mis memorias. Descubrí que estas tienen una connotación distinta, hasta a veces opuesta a mi recuerdo de la realidad vivida en ese entonces, por eso este libro está escrito entre esa fina línea de la verdad y lo imaginado.
La vida se va, los recuerdos se olvidan, se borran, en una época en que ya no nos sentamos a contarles a los nietos nuestras experiencias porque siempre se vive apurado.
Tengo que contar esta historia por ellos, los que fueron, los fantasmas que empujan mis recuerdos, para que les dé vida de nuevo en los cuentos. Muerden los recuerdos y buscan en mis cuentos un poco de vida, buscan en las letras que alguien les regale un poco de luz de nuevo al leerlos, una chispa de vida para volver a vivir en la imaginación del lector. Son ellos que buscan un viejo Adrogué que se formó de sus huesos y sentimientos, gritos acallados que disipó el viento. Ellos buscaban olvidar sus actos, sus debilidades, pero no ser olvidados, porque muchos de ellos tenían recuerdo de guerra de hambre de tormentos, por ellos, antes que yo también desaparezca y me lleve sus recuerdos, olvidos, miserias y tormentos conmigo, escribo hoy estos cuentos.
Tengo que rescatar a mi niña interior, que se quedó en esa casa ‘de luz y de sombras’, que luchó con su espíritu para que no se apague su luz y la devoren las sombras. Por eso, amigo lector, lo invito a recorrer mi infancia y a que me ayude a rescatar a esa niña, despertarla de ese sueño y decirle que todo ha acabado, que puede seguir con su vida, ya no está en la casona, ya no está del otro lado del alambrado.
CAPÍTULO UNO
Me llamo Anahí Emma Comesaña Vila
Nací en 1956 en Buenos Aires, Argentina, me crie en un pueblo, hoy ciudad, llamado Esteban Adrogué, perteneciente al Gran Buenos Aires de la zona sur, famoso por haber sido elegido por la elite porteña para sus días de descanso de fin de semana de la ciudad, ya que se encuentra a una corta distancia de Capital Federal, más o menos a 45 minutos de tren, famoso por sus eucaliptus que Jorge Luis Borges acostumbraba a visitar, famoso por su viejo hotel Las delicias, cuna de encuentro de muchos patriotas, políticos y pensadores. No muy lejos de allí en el pueblo vecino creció otro gran escritor argentino en Banfield Julio Cortázar.
Nací en una familia compuesta por mi padres, mis cinco hermanos, dos varones, tres mujeres y yo la del medio, teniendo una diferencia de edad de apenas dos años entre cada uno.
Hasta acá todo normal, la peculiaridad de mi infancia fue que transcurrió en un hotel-pensión que mis padres atendían, tuve una infancia en una casa con sus puertas abiertas a extraños, con los que vivíamos situaciones desde simpáticas y cómicas hasta trágicas y violentas. Para nosotros comer, vivir, jugar y dormir bajo el mismo techo con completos extraños todas las semanas era normal. Gente que venía de todos lados, de todas situaciones de vida, con vidas normales u oscuros pasados, era normal, siempre curiosos queríamos conocer, ver, entender a los viajeros. Eran una ventana al mundo, traían estos personajes en sus valijas los dados y misterios de la vida y sus situaciones se disparaba constantemente como una ruleta rusa, dejándonos atónitos y perplejos muchas veces, pero no nos deteníamos a analizar, acumulábamos las experiencias y vivencias como pasatiempos normales, creo que todos los hermanos entendimos su anormalidad al ir a la escuela.
Nací en un barrio elegante, pero no nací acaudalada, fue un accidente estar allí, un accidente molesto, mis padres alquilaban esta casona para trabajarla como hotel-pensión, para mí era normal tener mi casa con sus puertas abiertas a pasajeros, en el gran comedor a la hora de comer se podían llegar a escuchar las más insólitas historias, o los sueños de los huéspedes en ese momento, que por casualidad habían terminado alojándose en mi casa temporariamente. Pero mi infancia, nuestra infancia, no era temporaria, era única. Todo aquello era normal, la gente entraba y salía de nuestras vidas constantemente y nos dejaban algunos de ellos huellas, recuerdos, heridas o mentiras.
Sabía de pequeña que había sido afortunada, que mi vida iba a ser diferente, el aristocrático barrio también lo sabía, y me hizo conocer el rechazo tan pronto como llegué a la escuela; no éramos bienvenidos desgraciadamente.
Ya que era molesto, para tan exclusivo barrio de casaquintas, tener ese hotelucho peligroso de gente de paso, donde nadie sabía quiénes eran ni de dónde venían ni adónde iban tan cerca de sus casas.
Desde pequeña me dijeron que se recolectaban firmas entre los vecinos para protestar y lograr sacarnos de allí, también podían ser firmas pedidas por los originales herederos al fin de acelerar el desalojo.
No pertenecíamos a los clubes del barrio, fue culpa de las malas leyes de alquiler y sucesión de la Argentina que estábamos allí, en ese tiempo para desalojar había que llevar un largo y tedioso juicio que le tomaría años al dueño para lograr sacarnos de esa casa. Mientras mis padres trabajaban alquilando los cuartos de esa casa.
Tengo un difuso recuerdo de esto, pero mi hermana mayor me confirmó no hace mucho que acostumbraba de pequeña a jugar lo que parecía sola, pero ella dice que cuando me preguntaba con quién hablaba le decía que con “la gente pequeña que vive en la hiedra”. Pasaba horas allí entre las plantas, también les decía que había un hueco que nos llevaba a un mundo de caramelos, un hueco que nunca encontramos. Cazábamos mariposas en ese tiempo que por el jardín abundaban, tomabamos pequeñas ramas y las corríamos y cazábamos; alguien nos dijo si no nos daba lástima matar esas criaturas bellas, por lo cual decidimos hacerle un funeral a una de ellas. Pero claro, notamos que no había nadie en ese funeral improvisado con piedritas y flores, así que cazamos como a otras diez para que tuviera público. En la tardecita aparecían los bichitos de luz, que también gustábamos cazar para arrancarle su parte de la cola que es la que brilla y ponerla en nuestros deditos disimulando anillos brillantes, esta luz duraba algunos minutos.
Acostumbrábamos a salir a jugar todo el día al patio, solo entrando y corriendo a la hora del grito desde la puerta de la cocina de ‘la comida esta lista’ el apuro era para elegir el plato más grande, el pedazo de carne más sabroso. Comíamos apurados casi parados, ya que nos servían primero antes que se llenara el comedor con los inquilinos; debíamos dejar sillas y mesa libre para ellos, los huéspedes. Una tarea que yo siempre atrasaba para poder escuchar lo que hablaban, ya que ellos lo hacían con una insolencia y actitud despreocupada como si nosotros los niños fuéramos fantasmas.
Jugábamos entre nosotros y si por casualidad había algún otro niño hospedándose lo invitábamos a jugar, éramos felices allí, en ese enorme patio; nuestro reino era un paraíso para nosotros, cercado en sus confines por un alambrado, al cual a veces nos acercábamos a curiosear la vida de nuestros vecinos. Los niños vestían diferentes, estaban más pulcros y mejor peinados, las niñas con monos haciendo juego con sus vestiditos, usaban zapatos de cuero, no de plástico como nosotros, poseían juguetes que nosotros solo veíamos a veces en las revistas usadas que intercambiábamos con el renguito de la estación. Nos encantaba leer y los hermanos más grandes mostraban las figuritas a los más chicos, nuestros vecinos tenían sus revistas y libros nuevos, elegían en la librería cuál querían, hablaban con confianza y cariño con sus padres y ¡oh, sorpresa!, a veces reían a carcajadas con ellos. Pero a pesar de las diferencias lográbamos hacer amistad y jugar con ellos a través del alambrado; creo que llamábamos su atención con la algarabía que siempre expresábamos al jugar entre nosotros o con los perros, siempre teníamos más de uno; recogíamos los huevos de las gallinas a primera hora en la mañana para llevar el canasto a la cocina. Las gallinas caprichosas a veces ponían en diferentes lugares, al ir al gallinero provocábamos que el gallo nos corriera entrando a su territorio cuando las gallinas estaban cluecas, lo teníamos loco al pobre gallo. No teníamos televisor y un vecino veíaLa embrujada,Viaje al fondo del mary otras series de la época por las tardes; subíamos a una rama del pino y de allí mirábamos la tv. Más era lo que imaginábamos que lo que alcanzábamos a escuchar, pero nos sentíamos superafortunados, luego comentábamos por horas a los que por la edad no podían trepar. A veces nos llevaban al cine de los miércoles, el de ‘matiné’, ¡donde pasaban tres películas corridas! Una gran aventura, nos sentaban en una sola fila todos juntitos con los chicos que en ese momento estuvieran viviendo en la pensión; allí veíamosEl circo más grande del mundo. Mi madre venía a la hora de la leche cargada con termos y pan con manteca que para hacerla festiva la salpicaba con azúcar. Ella solo decía en la boletería: “Vengo a darles la leche a los chicos”, y pasaba sin pagar, claro después se quedaba y se veía gratis una película y ya nos traía para la casa comentando entusiasmado lo que vimos para jugar después en casa imitando los actos del circo con nuestros pobres perros fieles.
En la entrada principal había un escritorio con un enorme libro marrón pesado de largas páginas, allí se anotaban los nombres de los inquilinos que se hospedaban, con sus números de documentos, libro que revisaría la policía una vez a la semana que pasaba a controlar.
Nos encantaba ir a hojearlo y así podíamos ver los nombres de las nuevas personas y el lugar que les tocó en la casa y sobre todo si traían niños; la mayoría eran hombres solos, del interior del país o inmigrantes de otros países escapando de la destrucción de una guerra hacía poco tiempo terminada. Algunos de los huéspedes solo estaban de paso para seguir después de tramitar su residencia argentina y mudarse al interior del país o a la gran ciudad, así se formaron enormes colonias suizas en Bariloche, alemanas en Misiones, en Capital la comunidad judía en el Once, pero todos absolutamente todos quedaban maravillados con los jardines de casi media manzana, la aristocracia que esas piedras despedían silenciosamente les hacía sentir como si ya hubieran triunfado.
La casa de Adrogué, según mi hermana Alicia Comesaña Vila
La casa estaba en el corazón de un barrio muy distinguido y paquete de Adrogué, zona sur de Buenos Aires, en la calle Demaría, un barrio donde todos los perritos eran de raza, menos los míos, los gatos eran persas, menos los míos y los nenes tenían nanas menos nosotros. Los vecinos competían por el jardín más florido, las especies más raras, las verjas más firuleteadas, las mascotas más exóticas, incluso uno de ellos llegó a tener flamencos en una laguna artificial, papagayos, pavos reales y hasta un cuervo; que iba de árbol en árbol graznando su descontento, haciendo sonar la cadena de su patita.
Lo único nuestro que estaba a la altura de ese barrio era la casa, mi casa imponente, maciza, bella por donde la mires, toda de piedra y mármol, con un pino descomunal a cada lado de la entrada y en la escalera dos leones de piedra que escudriñaban con qué intenciones llegabas a ese hogar. Tenía ocho escalones de mármol blanco que desembocaban en un recibidor inmenso, con querubines y angelitos en el techo que te miraban con simpatía y una araña de techo llena de piedras brillantes. En mi casa no había jardinero, ni flores, gasto innecesario según el parecer de mis padres, como revancha a ese descuido la casa alfombró toda su extensión de hiedra, exuberante, con hojas verdes y blancas, que se trepaban por los pinos con gran descaro abrazándose a ellos, tapaban las paredes decorando el despintado con una belleza única, llevaban sus ramas al cerco de entrada, mezclándose con las hojas y sacando sus brazos a la calle. De entre la explosión de hiedras salían rebeldes montones de calas, que disputaban ferozmente el espacio con sus tulipas blancas, bellas, seductoras, impolutas, más gran cantidad de culos de viejas que se mezclaban con las calas y la hiedra, haciendo para mí el más bello jardín de la cuadra, de la manzana, de todos, el más insondable y misterioso, el que me permitía caminar por él viendo mis pies desaparecer entre las hojas, podía trepar el pino, agarrándome de los nudos rugosos de la hiedra y me servía de cama, para mirar el cielo, las estrellas, o dormir simplemente.
En el patio de atrás había árboles de frutos, mandarina, manzano, caqui, nísperos, granadas, peras, limoneros, higos, y un enorme parral de uvas que hacía de techo a la vez a todo lo largo de nuestro patio, que también presentaba flores locas que crecían porque se les cantaba, santa Rita, más calas, más culo de vieja, en infinidad de frutos, que solían tirar sus semillas al viento, zapallos, zapallitos, el ombú, de todo un poco, y estaba la glicina.
A todo lo largo del muro que separaba mi casa de la de mis vecinos, estaba la glicina con sus flores en racimos color cielo, un color que amo, glicina mía, tenía un perfume embriagador, que se metía por la nariz, y te llenaba los sentidos, ni el guiso más sabroso de mi vieja pudo sacarme nunca ese olor único e irreemplazable de la glicina. Es más hace muchos años que no he vuelto a ver ni a oler sus flores, me parecía como que una nube se había descolgado del cielo y se había instalado en el muro con sus cientos de florcitas de varios tonos celeste que me impulsaban a trepar para acariciarlas, tocarlas, pasarme un racimo por la cara y acomodarme entre sus ramas para soñar despierta, para sentirme en el cielo; para escapar.
Mi hermana mayor Alicia amaba las glicinas, por lo que escribió, aunque confieso que mi amor se lo llevó el ombú, yo también tengo mi historia con las glicinas que detuvieron mi caída mortal una vuelta que trepé hasta lo más alto del paredón y la rama que sostenía mis menudos pies descalzos se quebró. Recuerdo caer de espalda imaginando cuántos huesos rotos tendría después de tocar el suelo, fueron segundos, pero parecían eternos, hasta que sentí las ramas de las glicinas sostenerme firmemente parando mi caída como brazos fuertes abiertos en la nada, solo para sostenerme; las glicinas fueron un tiempo nido de las comadrejas, que son de las familias de las ratas y llevan su cría como los canguros en bolsitas en sus panzas. Recuerdo cuando quemaron gran parte de esta planta al fin de espantar a estos roedores, me producía horror ver a estas madres roedoras correr del fuego con sus crías en la bolsa, pero estos animalitos pueden contagiar muchas enfermedades hasta rabia. La glicina crecía sobre una pared alta y larga de atrás de la casa, donde a veces mis padres practicaban tiro al blanco, era parte de la construcción de la casa de la caballeriza; tenía lo que sería la entrada de los carruajes y la caballeriza más baño y en el segundo piso un par de cuartos con un baño muy grande, allí usualmente vivían los que ayudaban en la casa.
Lila según Alicia
Mis padres, mediante un raro arreglo con la inquilina original de la casa, tomaron 20 habitaciones, dejando dos de ellas más un baño a la Sra. Lila, una dama misteriosa que nos miraba con desdén debajo del tul de su sombrero de terciopelo, su porte señorial, dama de sociedad venida a menos, que no podía sostener los gastos de la casona, por lo cual llegó al acuerdo con mis padres con tal de seguir viviendo allí y recibir a sus amigas a tomar el té y jugar al bridge.
Recuerdo aun su paseo desde el pasillo a la cocina, donde estábamos siempre, vestida con su robe de raso labrado, para avisarnos que nos abstuviéramos de salir o estar cerca de la entrada a la hora que llegaban sus visitas, todas viejas con olor a naftalina, con sacones que nos atemorizaban porque tenían cabecitas de bichos con ojos fijos. Y sus sombreros con tul y plumas, que deseé poseer intensamente, lo único que lograba la vieja Lila con sus recomendaciones fue que nos trepáramos a los árboles para ver la llegada de sus amistades y ver si traían masitas o merengues, y yo adorar los sombreros, los guantes, las joyas que ostentaban.
La relación entre la vieja Lila y mis padres era mala y no se hablaban más de lo estricto, mi mamá afirmaba que ella era una bruja, arrojaba sapos por la ventana, con los ojos pinchados con alfileres y la boca cocida, historias que nos llenaban de delicioso espanto y nos impulsaban a treparnos a la pared para tratar de espiar por la ventana el caldero hirviendo y los horrores más estremecedores que podíamos imaginar, lamentablemente nuestra aventura terminaba con la vieja vaciando el orinal o escupidera en nuestras cabezas haciéndonos revolcar por la hiedra llenos de asco, pero nunca cedimos a nuestro intento de qué tesoros y misterios encerraban su suite como ella llamaba a sus piezas.