Entrevista con el magnate - Cara Colter - E-Book
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Entrevista con el magnate E-Book

Cara Colter

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Beschreibung

El corazón de la historia. Kiernan McAllister era un empresario de éxito que aparentaba tenerlo todo. ¿Por qué se había retirado aquel hombre tan devastadoramente atractivo a su lujoso refugio perdido en las montañas? La periodista Stacy Walker necesitaba una buena historia para mantenerse en el candelero como profesional. Sin embargo, tras pasar unos días con Kiernan y su adorable sobrino, empezó a perder el interés por la historia para su artículo... y a preocuparse cada vez más por sanar el corazón de aquel hombre herido, controlado, dominante...

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Seitenzahl: 182

Veröffentlichungsjahr: 2015

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Cara Colter

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Entrevista con el magnate, n.º 2563 - abril 2015

Título original: Interview with a Tycoon

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6322-4

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

EL CORAZÓN de Stacy Murphy Walker estaba latiendo demasiado deprisa. Mientras aferraba con fuerza el volante de su coche se preguntó cuánto tiempo podía latir un corazón tan rápido antes de calmarse de puro agotamiento.

«O antes de explotar», añadió una vocecita interior con su habitual tendencia a mostrarse excesivamente imaginativa.

A pesar de todo, era muy consciente de que los intensos latidos de su corazón no se debían exclusivamente al hielo y la nieve que había en la carretera de montaña por la que estaba circulando.

No, el principal motivo era la audacia de lo que estaba haciendo: desafiar al león en su guarida.

Una placa de bronce situada en lo alto de un muro de piedra con el nombre McAllister inscrito en ella le indicó que había llegado a la guarida del león. Tras girar en el sendero de entrada detuvo el coche al ver la cuesta que tenía que subir.

¿Qué iba a decir? «¿Necesito una entrevista con Kiernan McAllister para salvar mi carrera de escritora de economía, así que déjeme entrar?».

¡Tan solo había tenido dos horas para pensar en el asunto! Nada más. Hacía tres días que su amiga Caroline, compañera de su antiguo trabajo, la había llamado para decirle que mientras comenzaban a circular rumores sobre la venta de su empresa, McAllister se había refugiado en su retiro de Whistler.

–La noticia está hecha para ti, Stacy –había susurrado su amiga–. ¡Si la consigues te convertirás en la periodista independiente más deseada de Vancouver! Y te lo mereces. Lo que te sucedió fue muy injusto. Pero esta es una historia que necesita de tu habilidad para llegar al corazón de las cosas –tras un suspiro, Caroline había añadido–: ¡Imagínate llegar al corazón de ese hombre!

Stacy tomó nota de las señas, pero no precisamente pensando en el corazón de aquel hombre. A fin de cuentas, ella ya había acabado para siempre con los hombres. En lo que sí pensó fue en la humillación que suponía que lo que le había sucedido se hubiera convertido en la comidilla de su antigua oficina.

Pero Caroline tenía razón. Conseguir hacerse con la noticia de la venta de aquella empresa supondría un lanzamiento perfecto para su nueva carrera de periodista independiente. Y conseguir una entrevista con el enigmático McAllister sería la guinda del pastel. Además, hacerse con aquel importante artículo podría suponer no solo volver a alcanzar el respeto de sus colegas, sino su propio respeto.

Pero conseguir la entrevista con McAllister no iba a ser fácil. McAllister era el fundador de las muy exitosas y reconocidas McAllister Enterprises, que tenían su base en la ciudad de Vancouver.

¿Y qué podía esperar? ¿Que le abriera personalmente la puerta de su casa? Durante una época de su vida, McAllister había sido el favorito de los medios de comunicación y había aparecido en las portadas de casi todas las revistas del mundo, pero desde la muerte de su mejor amigo y cuñado en un accidente de esquí, en un lugar accesible tan solo por helicóptero, no había vuelto a conceder una sola entrevista.

Stacy esperaba convencerlo de que era la persona adecuada a la que confiar su historia, y ahí era donde entraba en conflicto con su imaginación. Imaginaba que la entrevista iría tan bien que al final podría hablarle de la organización benéfica que había fundado y pedirle…

–¡Cada cosa a su tiempo! –se dijo con firmeza.

Estaba oscureciendo y, si no se daba prisa, tendría que hacer el camino de vuelta en plena noche. El mero hecho de pensar en aquella posibilidad le produjo un escalofrío. Tenía la vaga idea de que el hielo se helaba aún más de noche.

Contempló la cuesta cubierta de nieve ante la que se hallaba. Estaba en bastante peor estado que la carretera por la que había llegado hasta allí.

Aferrando el volante con fuerza, pisó el acelerador con toda la suavidad que pudo. El coche avanzó sin aparente dificultad, pero cuando estaba a punto de alcanzar la cima de la cuesta las ruedas comenzaron a patinar. El pánico se adueñó de ella y pisó el acelerador a fondo. Al principio, las ruedas patinaron aún más, pero finalmente lograron aferrarse al terreno y el coche salió prácticamente catapultado hacia el patio delantero de la casa. Era probablemente la casa más bonita que Stacy había visto en su vida, ¡y estaba a punto de chocarse contra uno de sus muros!

Pisó el freno con todas sus fuerzas, pero el coche patinó, sus ruedas chocaron violentamente contra el bordillo de una acera, aplastaron algunos arbustos y finalmente se detuvo tan en seco que Stacy se golpeó la frente contra el volante.

Aturdida, alzó la mirada. Había acabado chocando contra una fuente de cemento que parecía peligrosamente inclinada. La nieve que la cubría cayó con un golpe seco sobre el capó del coche.

Conmocionada, Stacy permaneció muy quieta donde estaba. Resultaba tentadora la idea de empezar a lamentarse por su mala suerte, pero aquella actitud no habría sido la adecuada para la «nueva» Stacy Walker.

–Hay muchas cosas por las que estar agradecida –murmuró–. Por lo pronto, estoy calentita y no he resultado herida –añadió, aunque lo cierto era que le dolía la frente donde había recibido el golpe.

Ignoró el dolor y metió la marcha atrás del coche con la esperanza de que nadie hubiera visto lo sucedido. Pero cuando pisó el acelerador lo único que pasó fue que las ruedas patinaron en la nieve y el coche no se movió ni un centímetro. Lo intentó de nuevo hasta que, con un suspiro derrotado, apoyó la cabeza en el volante y cedió a la tentación de lamentarse por su mala suerte.

No tenía prometido.

No tenía trabajo.

Aquellos dos hechos habían servido para avivar el fuego del cotilleo en la oficina, y probablemente más allá. Seguro que en aquellos momentos ya era el hazmerreír del mundillo de los negocios.

Al menos aún le quedaba su trabajo de beneficencia, aunque, desafortunadamente, para llevarlo a cabo también necesitaba urgentemente el apoyo de alguien importante, alguien como Kiernan McAllister.

Estaba tan concentrada en sus pensamientos que fue incapaz de reprimir un grito sobresaltado cuando de pronto se abrió la puerta del coche.

–¿Se encuentra bien? –la profunda voz masculina que hizo aquella pregunta podría haber resultado reconfortante, de no haber sido por el hombre que la poseía.

No. No. NO.

¡No era así como se suponía que debía conocer a Kiernan McAllister!

–Me temo que me he quedado atascada –dijo Stacy con toda la dignidad de que fue capaz. Tras echar una furtiva mirada a su interlocutor, volvió a aferrar el volante y mirar de frente como si estuviera planeando ir a algún sitio.

–No se preocupe. Lo mejor será que salga del coche para comprobar los daños.

–Me temo que le he estropeado un poco el jardín.

–No es mi jardín lo que me preocupa –dijo el hombre a la vez que alargaba una mano hacia ella–. Tome mi mano.

Stacy habría querido mantener su dignidad insistiendo en que estaba bien, pero cuando abrió la boca no logró emitir ningún sonido.

–Tome mi mano.

En aquella ocasión, el tono fue más imperativo y Stacy experimentó cierto alivio al no tener alternativa. Como en un sueño, puso la mano en la del hombre y sintió que se cerraba en torno a la suya, cálida y fuerte, y que a continuación tiraba de ella sin el más mínimo esfuerzo. Un instante después se encontraba aprisionada contra su pecho.

Debería haber sentido frío al instante, pero sus piernas empezaron a salir disparadas en todas las direcciones y el único lugar que encontró sobre el que apoyarse fue el pecho del hombre. Sintió de inmediato la calidez de su piel desnuda…. ¿Desnuda? ¿Cómo era posible que aquel hombre llevara el pecho desnudo en plena nevada?

Pero ¿a quién le importaba?, susurró su vocecita interior mientras un estremecimiento absurdamente cálido recorría su espalda. Dado lo humillante de su situación no debería haberse sentido tan consciente de la acerada firmeza de aquella sedosa carne y de la sensación de estar realmente cerca de una manifestación tan evidente del puro poder de la naturaleza.

–¡Guau! –dijo el hombre a la vez que apoyaba las manos en los hombros de Stacy para apartarla un poco–. Ni usted ni su coche parecen adecuadamente preparados para este tiempo.

Tenía razón. Stacy calzaba unas zapatillas estilo ballet de un famoso diseñador que servían para cualquier cosa menos para caminar con seguridad sobre el hielo.

–Pero ¿qué es lo que lleva puesto? –añadió el hombre en tono incrédulo.

A pesar de que lo más lógico habría sido que aquella pregunta la hubiera hecho Stacy, ella bajó la mirada hacia sus pies. Las zapatillas estilo ballet que calzaba daban un toque bohemio a una conservadora falda gris que le llegaba justo por encima de las rodillas y a la que se sumaban unas medias oscuras, una blusa blanca y un jersey gris. Tampoco era un atuendo como para despertar aquel tono de incredulidad.

Pero cuando Stacy miró a su rescatador comprendió que no se estaba refiriendo a su vestimenta, sino a las ruedas de su coche.

–Lleva puestas unas ruedas de verano. ¿Cómo se le ha ocurrido venir hasta aquí así?

–Nunca he puesto ruedas de invierno a mi coche –confesó Stacy, que tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para fijarse en la pregunta y no en el hombre que la había formulado–. Y, si fuera a hacerlo, esperaría a que pasara el otoño.

–Podría haber pedido que enviara un coche a recogerla.

Stacy permaneció en silencio. ¿Debería haber pedido que Kiernan McAllister enviara un coche a recogerla? ¿En qué universo? Evidentemente, y por desgracia, McAllister debía de estar esperando a otra persona.

–La verdad es que no esperaba un trayecto tan montañoso. Nací y me crie en Vancouver, y ya sabe que allí no nieva casi nunca –al escuchar la especie de gruñido de desaprobación de McAllister, Stacy añadió precipitadamente–: Aunque siempre he querido pasar unas vacaciones en la nieve. Ya sabe, patinar en algún lago helado, aprender a esquiar… esa clase de cosas. Pero lo cierto es que el invierno parece mucho más divertido en las películas. Tal vez me gustaría pasar directamente al chocolate frente al fuego –al notar que estaba empezando a divagar decidió callarse, aunque no pudo evitar añadir–: Vaya, ya estoy confundiendo de nuevo la realidad con la imaginación.

Aquella era la historia de su vida: imaginarse a sí misma caminando por el pasillo con un maravilloso vestido blanco hacia un hombre que la miraba con tal amor y arrobo… Y no quería tener aquella clase de traidores pensamientos estando tan cerca de aquel hombre.

–A mí siempre me ha gustado esta realidad –dijo McAllister a la vez que utilizaba su mano libre para tomar uno de los copos de nieve que estaba cayendo. Pero enseguida retiró la mano con brusquedad y sus labios se tensaron visiblemente.

Stacy captó algo mercurial en sus tormentosos ojos grises y enseguida comprendió que era aquella realidad de la nieve, en forma de avalancha, la que había causado la muerte del cuñado de McAllister. Era mucho deducir de un mero gesto, pero aquello era precisamente a lo que se había referido Caroline al hablar de su habilidad para llegar al corazón de las cosas.

Por algún motivo, probablemente debido a la pérdida de su familia cuando era una niña, tenía una intuición especial que le permitía ver el interior de otras personas.

Stacy experimentó una incontenible oleada de compasión, aunque no parecía que McAllister estuviera especialmente dispuesto a contarle su historia, a revelarle sus secretos y dejar expuestos sus sentimientos. Pero, si por algún motivo llegara alguna vez a atisbar el corazón de aquel hombre, estaba convencida de que lo encontraría roto.

La expresión de McAllister se había cerrado repentinamente, como si hubiera sentido que había bajado la guardia.

–¿Qué ha hecho cuando ha perdido el control del coche? –preguntó mientras la sujetaba con firmeza por el codo.

–Cerrar los ojos y rezar para no matarme, por supuesto.

–Con la esperanza de que las cosas salieran bien por sí mismas, ¿no? –preguntó McAllister irónicamente.

Stacy asintió con tristeza.

McAllister suspiró con impotencia, como si ya la conociera perfectamente, a pesar de que solo hacía unos minutos que se habían visto por primera vez.

–La próxima vez que pierda el control sobre el hielo mantenga la dirección que lleve en lugar de tratar de desviarse.

–No parece lo más lógico.

–Lo sé, pero eso es lo que hay que hacer. Hay que dejarse llevar en lugar de luchar contra la corriente.

La sensación de estar siendo sermoneada se intensificó cuando Stacy se hizo repentina e intensamente consciente de que, a pesar de la nieve que estaba cayendo, las preguntas no deberían haber sido sobre sus ruedas, o su ropa… sino sobre la de McAllister, ¡que apenas llevaba ninguna!

Tal vez había recibido un golpe más fuerte de lo que había creído y todo aquello no era más que un sueño surrealista.

¿Cómo era posible que McAllister estuviera allí fuera, sujetándola con firmeza y mirando con el ceño fruncido sus ruedas mientras él vestía tan solo unas zapatillas y una toalla en torno a la cintura?

La calidez de su cercanía, de la fuerza que emanaba de su cuerpo, eran como una descarga eléctrica, y no precisamente suave, como la de una tostadora, sino impredecible y potente como la de un rayo.

Capítulo 2

 

KIERNAN McAllister observó el pulso que palpitaba en el cuello de la mujer. Era obvio que el accidente le había afectado más de lo que quería revelar. Estaba muy pálida, y temió que fuera a desmayarse.

La sujetó con más fuerza.

–¿Se encuentra bien? –volvió a preguntar.

Le había insistido a su hermana para que no le enviara ayuda. Le había dejado claro que consideraba insultante que pensara que necesitaba ayuda. Parecía haberlo aceptado, pero solo había estado disimulando.

–Creo que solo estoy un poco conmocionada.

La chica, que no era precisamente una niña a pesar de su diminuto tamaño, poseía una voz grave y ronca, pero increíblemente suave e inconscientemente sexy. De hecho, era una joven preciosa. Unos díscolos rizos oscuros enmarcaban su pálido y delicado rostro. Sus ojos eran verdes y enormes, su nariz pequeña y respingona, y su barbilla, ligeramente ladeada, le confería una expresión ligeramente testaruda y desafiante.

El enfado de Kiernan con su hermana aumentó. Ya que se había empeñado en enviarle a alguien, podía haber elegido a una persona más sensata y eficiente, una mujer madura firme y severa, capaz de intimidar al mismísimo Ivan el Terrible.

–¿Seguro que se encuentra bien? –insistió mientras miraba el coche. Tal vez podría sacarlo de allí y convencerla de que se volviera por donde había llegado.

Lo único que quería aquellos días era estar solo, y aquella cabaña habría sido un lugar ideal para conseguirlo, pero a su hermana no le había parecido buena idea que estuviera solo.

–¿Qué vas a hacer ahí arriba solo? –había preguntado, irritada–. ¿Dedicarte a pensar y meditar sobre cosas que ya nadie podrá cambiar?

Y tal vez fuera cierto, ¡aunque la presencia de su pequeño sobrino no le dejaba precisamente mucho tiempo para la meditación! Y tal vez aquel había sido precisamente el plan de Adele. A fin de cuentas, su hermana podía ser realmente diabólica cuando se lo proponía.

Pero la mujer que acababa de llegar podía suponer una auténtica distracción más que una salvación, de manera que debía pensar en el modo de librarse de ella, pensara lo que pensara Adele al respecto.

No quería que aquella bonita mujer de pelo rizado, ojos verdes y zapatos rojos entrara en su casa.

La miró, preguntándose por qué intuía que no debía dejarla entrar. Y de pronto supo por qué. A pesar de que era obvio que el accidente la había conmocionado, parecía empeñada en no permitir que la afectara.

–Sí, estoy bien –dijo Stacy con temblorosa valentía–. Más avergonzada que otra cosa.

–No me extraña –la ligera compasión que Kiernan había experimentado por ella se esfumó–. Una persona con dos dedos de frente y tan poca experiencia conduciendo en la nieve no habría emprendido este viaje. Le dije que no la enviara.

Stacy parpadeó. Abrió la boca, volvió a cerrarla y bajó la mirada hacia sus zapatos rojos.

–Detesto a las mujeres testarudas –murmuró Kiernan–. ¿Cómo se le ha ocurrido viajar hoy?

–Puede que no haya sido la decisión más razonable –dijo Stacy a la vez que alzaba levemente la barbilla–, pero le garantizo que el resultado habría sido parecido incluso en un día soleado.

Kiernan alzó una ceja, intrigado a pesar de sí mismo.

–Mi apellido es Murphy, por parte de mi abuelo materno, y resulta muy adecuado –continuó Stacy–. Soy una auténtica representante de la ley de Murphy.

Kiernan alzó aún más la ceja.

–¿La ley de Murphy?

–Ya sabe –Stacy trató de aligerar el ambiente con una sonrisa, pero fracasó estrepitosamente–. Cualquier cosa que pueda ir mal, irá mal.

Kiernan se quedó mirándola. Los cristalinos ojos verdes de Stacy se ensombrecieron un momento y él sintió que una experiencia compartida de dolor inexpresable trataba de unirlos.

Su sentimiento de necesitar librase de aquella mujer cuanto antes se acrecentó. Pero entonces vio la mancha de sangre en su pelo.

 

 

Stacy podría haberse dado de bofetadas. ¿Por qué diablos había dicho aquello? La renovada, fuerte, sofisticada y serena Stacy no soltaba cosas como aquella a un perfecto desconocido.

Para colmo, la mención de la ley de Murphy le hizo tener una poderosa e involuntaria visión de lo que peor podía haber ido en su vida. Cerró los ojos un momento para tratar de alejarla, pero no le sirvió de nada. Estaba fuera del instituto, esperando ansiosamente, deseando estar en cualquier sitio menos en aquel, esperando al coche que nunca llegó. Una profesora la encontró temblando de frío cuando todo el mundo se había ido ya a su casa. Ella ya sabía que solo podía haber un motivo por el que su padre no hubiera acudido a recogerla. Su mundo se desmoronó en un instante… y la dejó anhelando lo único que ya no podría volver a tener nunca.

Su familia.

¡Debía de haberse dado un golpe más fuerte de lo que había pensado! ¡Eso tenía que ser!

–No tiene precisamente buen aspecto –dijo McAllister.

Stacy abrió los ojos y vio que la observaba atentamente. ¡Aquello era justo lo que toda mujer quería escuchar decir a Kiernan McAllister! Incluso una reciente y devotamente dedicada a su independencia.

–¿No?

–No irá a desmayarse, ¿no?

–¡Claro que no!

–Se ha puesto muy pálida.

–Es mi color natural. Siempre estoy pálida.

Desafortunadamente, aquello era cierto. Aunque tenía el pelo negro de su padre, había heredado la piel pálida y sensible de su pelirroja madre, al igual que sus ojos verdes.

–Es una mezcla poco habitual de luz y oscuridad –murmuró Kiernan.

Stacy se retorció bajo su mirada hasta que él la sujetó con más firmeza.

–No olvide la ley de Murphy. El suelo está muy resbaladizo y esos zapatos son más adecuados para una bolera que para andar en la nieve.

–Son unos Kleinbacks –replicó Stacy remilgadamente, tratando de contener la imparable desintegración de su autoestima.

–De todos modos acabará resbalando si no tiene cuidado. Supongo que no querrá hacerse más heridas.

–¿Heridas?

Sin soltarla, McAllister uso la mano que tenía libre para quitarse la toalla que le rodeaba la cintura. Tras buscar una esquina seca de esta, la aplicó con asombrosa delicadeza sobre la cabeza de Stacy.

–Al principio no me había fijado, pero entre esos rizos de chocolate…

¿Rizos de chocolate? ¡Nunca había descrito nadie su pelo de un modo tan amable! ¿Significaría aquello que McAllister se estaba fijando en ella más de lo que parecía?

–… hay sangre –concluyó Kiernan.

–¿En serio?

Kiernan retiró la toalla de la cabeza de Stacy para enseñarle una pequeña mancha de sangre. Pero la visión de esta no resultó tan alarmante para Stacy como la del propio Kiernan.

Ya que se había quitado la toalla, Stacy se esforzó para seguir mirándolo al rostro. El agua se deslizaba por su sedoso pelo negro hacia los devastadoramente atractivos rasgos de su rostro.

–No está desnudo, ¿verdad? –preguntó en un tono excesivamente agudo.

Algo cambió en la expresión de Kiernan, pero Stacy no supo distinguir si se trataba de diversión o enfado. Vio que abría la boca y luego volvía a cerrarla sin dejar de mirarla.

–No, no lo estoy –dijo finalmente.

Stacy se atrevió a apartar la mirada de su rostro y a deslizarla por su fuerte pecho desnudo hasta sus caderas… para elevarla rápidamente de nuevo hasta la relativa seguridad de su rostro.