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Juan es un operador de televisión que está acostumbrado a su tediosa rutina laboral. A medida que pasa el tiempo, su trabajo se torna cada vez más alienante, generándole una sensación de agobio y desesperación. Sin valor para renunciar, intenta sobrellevar la situación buscando refugio en su novia y en un alter ego que se hace llamar "El Bicho", quien lo aconseja y acompaña en su monótona e intrascendente vida. Con ciertos altibajos, cree tener todo controlado, hasta que se cruza con una hermosa joven que despierta en él su instinto más primitivo, sumergiéndolo en un mundo de placer y lujuria, del que no podrá escapar. Epopeya de un don nadie es una novela cargada de adrenalina que arrastrará al personaje hacia un torbellino de autodestrucción, guiándolo en un viaje de absoluta soledad rumbo a los confines de su inconsciente, en donde descubrirá que ese lugar es el punto de partida para ordenar sus conflictos personales. Solo desde ahí podrá fortalecerse para hacerle frente a sus miedos y encontrar, por fin, el equilibrio que necesita su vida.
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Seitenzahl: 311
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Nieto, Jonathan Alex
Epopeya de un don nadie / Jonathan Alex Nieto. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : El Guardián Literario, 2023.
(Biblioteca de autor)
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-8346-76-2
1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.
CDD A863
© 2023, Jonathan Alex Nieto
Diseño de cubierta e interior: Departamento de arte de Editorial Bärenhaus S.R.L.
El guardián literario es un sello de Editorial Bärenhaus
Todos los derechos reservados
© 2023, Editorial Bärenhaus S.R.L.
Publicado bajo el sello El guardián literario
Quevedo 4014 (C1419BZL) C.A.B.A.
www.editorialbarenhaus.com
ISBN 978-987-8346-76-2
1º edición: diciembre de 2023
1º edición digital: noviembre de 2023
Conversión a formato digital: Numerikes
No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446 de la República Argentina.
Juan es un operador de televisión que está acostumbrado a su tediosa rutina laboral. A medida que pasa el tiempo, su trabajo se torna cada vez más alienante, generándole una sensación de agobio y desesperación. Sin valor para renunciar, intenta sobrellevar la situación buscando refugio en su novia y en un alter ego que se hace llamar “El Bicho”, quien lo aconseja y acompaña en su monótona e intrascendente vida. Con ciertos altibajos, cree tener todo controlado, hasta que se cruza con una hermosa joven que despierta en él su instinto más primitivo, sumergiéndolo en un mundo de placer y lujuria, del que no podrá escapar.
Epopeya de un don nadie es una novela cargada de adrenalina que arrastrará al personaje hacia un torbellino de autodestrucción. Guiándolo en un viaje de absoluta soledad rumbo a los confines de su inconsciente, en donde descubrirá que ese lugar es el punto de partida para ordenar sus conflictos personales. Solo desde ahí podrá fortalecerse para hacerle frente a sus miedos y encontrar, por fin, el equilibrio que necesita su vida.
Jonathan Alex Nieto nació en Buenos Aires, en 1985. Es un apasionado buscador de historias y un amante de los viajes, la aventura y los misterios del universo. Sus erráticas incursiones en el mundo académico alternaron entre las carreras de Economía y Comercio Exterior, pasando por Arquitectura y Diseño de Imagen y Sonido, siendo esta última la que despertó su interés en la escritura, llevándolo a crear guiones de ficciones, publicidades y videoclips.
Epopeya de un don nadie es su primer libro publicado, una novela que lo conectó con su gran amor: la literatura.
IG: @jonathanalexnieto
A la verdadera Loba, mi súpereditora.
∞
Era un pulpo, estoy casi seguro, aunque... podría haber sido un árbol, de lo que estoy seguro es que tenía muchos brazos, o ramas… ahora que lo pienso se parecen el pulpo y el árbol, ¿ah sí? ¿en qué?, en que los dos tienen un cuerpo que se ramifica, pero el pulpo no se ramifica, los tentáculos no se subdividen en más tentáculos... ¿En qué carajo estoy pensando? “levantate de la cama y andá a ducharte, ¡tenés que laburar!”. Como cualquier lunes, el peor y más insípido de los sueños, es más que suficiente para prorrogar la pequeña muerte, aunque admito suena algo exagerada la palabra “muerte” para un evento tan poco trascendente como lo es levantarse un lunes. ¡Sí!, ¿qué tan terrible puede ser formar parte del bando de Sísifo de los trabajos sin futuro?, todo el mundo lo hace y sobrevive... “¿Juan?” sí, ¿qué?, “¡todavía estás en la cama!”
Mientras me ducho mirando el piso azul de la bañadera, voy adelantándome a la sucesión de procesos que me llevará al Reino de la Contemplación, ¿Reino de la Contemplación? Claro, todavía no expliqué qué mierda hago para vivir, expresión algo fatal para referirse al trabajo. Digamos que “El Reino” es un telepuerto, un lugar de lo más demencial, en donde “la operación” nunca duerme, las 24 horas del día, los 365 días del año, sin interrupciones, continuo como el reloj que avanza maquinal en mi isla de trabajo, “isla” por metafórico que suene, es el nombre del escritorio de cada operador; y volviendo al tiempo, confieso que lo miro demasiado. “Satellite” se llama la empresa que se ocupa de llevar señales de televisión a toda América Latina, el predio es de unos 10.000 m², una manzana entera. Lo primero que llama la atención es la enorme cantidad de antenas, una imagen que bien podría pertenecer a la NASA, pero no, ni remotamente hacemos algo tan interesante ahí dentro. Al entrar al lugar, lo segundo que impresiona son las interminables salas repletas de monitores y dispositivos electrónicos, estas salas tienen el pomposo título de “Super Room”, y los operadores que pasamos ocho horas ahí sentados, nos llamamos “Super Operator”, y sí... los nombres parecen un chiste de mal gusto. En pocas palabras, lo que hago es mirar las señales para asegurarme que todo salga bien, ¿pero entonces mirás la tele todo el día?, por muy genial que pueda sonar para algunos, sí, eso hago, hasta que tenga el coraje para renunciar o hasta que un colectivo tenga la gentileza de atropellarme... A veces encuentro placentero el dejarme llevar por los pensamientos más ominosos.
En fin, mis elucubraciones en la ducha eran de lo más aburridas, al baño le seguiría cambiarse, después el almuerzo, que merece ser jerarquizado como de lo mejorcito del día y finalmente “a la calle” como dice siempre un compañero de trabajo cada vez que termina el turno. Las opciones para llegar al Reino son dos: o voy en el 314, o en auto y este lunes sólo me queda la primera opción, por lo que emprendo mi caminata rumbo a la parada. Pero quizás me estoy adelantando un poco, todavía hay algunos sucesos nada interesantes, como por ejemplo salir del departamento, llamar al ascensor o rogar no cruzarme con nadie mientras atravieso el palier de entrada. La cuestión es que ahí estoy, caminando triunfalmente hacia la puerta principal de vidrio de la planta baja cuando escucho que Tadeo, el portero, me llama.
—¿Juan? —dice, y lo veo acercarse sonriendo con algo en la mano.
—Hola, Tadeo, ¿qué tal?
—Bien, todo bien —responde alegre como un querubín—, llegó esto —y me alcanza un sobre. Resulta que “esto” es una carta documento por dos cheques rechazados, historia larga que prometo retomar más adelante.
—Gracias —le digo mientras mi rostro adquiere una expresión poco feliz.
—¿Qué lindo está el día, no? —remata.
—Sí, hermoso —respondo, esforzándome por devolver la sonrisa mientras cruzo el umbral y bajo los escalones que dan a la calle.
Imagino que contar con un buen número de trastornos obsesivos compulsivos es requisito para conseguir trabajo en la empresa, y lo digo porque estoy haciendo uso de mi favorito, que es chequear por lo menos tres o cuatro veces que las correas de ajuste de mi mochila estén perfectamente iguales. Una vez corroborada la cuestión de la simetría, emprendo la caminata hacia la parada. Es invierno, agosto, pero afortunadamente el día está soleado y no hay viento. Camino en cámara lenta, tratando de dilatar la distancia que se achica conforme avanzo hacia el Reino de la Contemplación, intento con la piel del rostro y las manos absorber luz solar, un bien sumamente escaso una vez que estoy adentro del Super Room. Veo a lo lejos un 314 viniendo a toda velocidad por Maipú, los segundos de espera los invierto en fantasías hipotéticas... Digamos, por ejemplo, que el mes que viene decido convertirme en guía turístico y vivir a bordo de un crucero… qué lindo, ¡imagínense la música, siempre de vacaciones y todo el año tostado por el sol!… me gusta, podría funcionar, se me da bien el inglés y, modestia aparte, soy excelente hablando con extraños. ¡Encima a Martina le encantaría el plan!, “sí... pero no te olvides que ella es muy familiera, además ¿qué haría en el barco?”, lo primero se resuelve con videollamadas, y para lo segundo… me la imagino sacándole fotos a los pasajeros, “veo que lo tenés todo planeado… ¿y los gatos?” ¡fácil!, se los dejo a algún amigo y ¡pss! ¡pss! ¡psssss! El freno del colectivo me arranca de mi ensimismamiento y la cara de culo del chofer me recuerda que no estoy arriba de ningún crucero, y si no me apuro a decirle qué boleto quiero, probablemente me corresponda una puteada.
Lo más parecido a caminar las seis cuadras que separan la parada del 314, de Satellite, sería la marcha fúnebre, ¿pero qué dramático, no? Demasiado. Me veo obligado a confesar que soy un burgués y siempre tuve techo y comida asegurados, pero como dice un refrán, “todos tenemos un infierno” y Satellite definitivamente es el mío. Camino anquilosado hacia el Reino de la Contemplación, “¡y dale con el Reino!, ¿no pensás explicar a qué carajo te referís?” sí, a eso iba, lo llamo así porque la actividad por excelencia a la que nos dedicamos los operadores es precisamente esa: la contemplación de varios canales de televisión; ¿y cuándo entro en acción?, bueno, cuando algo sale mal, pero las cosas suelen salir bien, por eso mi puesto es parecido al de un sereno o guardia de seguridad… nos pasamos las horas mirando sin hacer nada, engordando con buena probabilidad. ¡A menos que aparezca un ladrón!, y el ladrón en mi mundo es un comercial mal pautado, una animación que no salió o la lista que corre desfasada. A cada señal le corresponde una lista que dura veinticuatro horas y que dice segundo a segundo lo que el canal debería mostrar: a tal show le sigue tal comercial, tal programa va con una animación de siete segundos y tal título va en amarillo, por ejemplo. Para tener una idea gráfica del asunto, basta con imaginar un cuadro de doble entrada tipo Excel, de unas mil líneas aproximadamente. Y lo que más detesto, lo que nunca falla en hacerme sentir miserable... es chequear las listas, ¿pero no vienen armadas ya?, correcto, ¿entonces?, la tarea consiste en sentarse durante ocho horas y revisar línea por línea si el pobre infeliz que las armó no se equivocó. Trabajos alienantes hay de sobra, pero verificar quince listas de mil líneas es algo que realmente te enferma el cerebro. Sonrío y siento un escalofrío al recordar cuán importante era para mí conseguir este laburo cuando empecé el ciclo de entrevistas, sin un peso, allá por el año 2015. Pero el tiempo avanza y cientos de miles de líneas pasaron ya por mis ojos, más de las que quisiera... una operadora me dijo una vez: “siento que soy una prostituta, pero de los ojos”.
Recorro las seis cuadras lo más despacio que puedo… el tema del volantazo radical a una vida mejor arriba de un crucero, de pronto me parece una pelotudez, lo abandono y empiezo a desear una cosa, es tan pequeña que confío en que alguien me va a entender, sólo quiero llegar a las puertas del predio y que la combi en la que van unos veinte operadores no esté ahí, o peor aún, que no lleguemos en perfecto sincronismo. “Che, ¿y por qué?”, ¿hace falta responder?, “claro, ¿o te creés que todos comparten tus miserias?”, mi humilde deseo radica en no estar obligado a saludar a esas veinte personas. La ceremonia de saludar a tanta gente que no quiere ser saludada, por alguien que no quiere saludar, es sencillamente patética. La cuestión es que camino por una de las veredas de Satellite, y como si estuviese rezando, voy: “que no esté la combi, que no esté la combi, que no…” para mi fortuna no está ahí, puedo respirar con tranquilidad, mi llegada va a pasar desapercibida. ¿Pero por qué tengo la sensación de que me están siguiendo?, porque evidentemente alguien está detrás mío y se trata de Roxana. Acá vamos de nuevo con las historias paralelas que luchan por tener su protagonismo. Roxana es una excompañera del laburo, y antes pasábamos bastante tiempo juntos. Cuando ingresé al Reino mi primer puesto era el de “Basic Operator” para canales de Disney, y estaba todo el santo día solo en una sala, mirando series y publicidades antes de que salieran al aire, corroborando que el idioma y el número del capítulo fuesen correctos, y ciertos parámetros técnicos. Parece una boludez, pero es complicado mantener la concentración cuando estás viendo: “La Casa de Mickey Mouse”, “Doctora Juguetes” o “Junior Express”, entre otras joyitas, ¿complicado por qué? se estarán preguntando, bueno… después de un mes de estar consumiendo ocho horas diarias de programas infantiles, cualquier cerebro medianamente saludable, en un desesperado intento por escapar a tan colorida y chillona realidad, se practica una autolobotomía, dejándote en un estado vegetativo similar al de un potus, y es ahí cuando empezás a mandarte las cagadas. La cuestión es que Roxana se encarga que el proceso de los Basic Operator esté acorde a los estándares de Disney, por lo tanto, cualquier excusa era válida para meterse en la salita de un operador. Todo esto apunta hacia un lugar no muy original y es que… estoy en pareja hace cinco años con Martina, y Roxana en aquel entonces visitaba sospechosamente demasiado mi sala. Con el correr de los días notaba frustrado y excitado cómo mis indirectas para echarla fallaban, ella siempre sonriendo de oreja a oreja y yo luchando contra mis bajos instintos, ¿qué instintos?, los de querer cogerla, claro. Aunque ella es muy linda, yo no estaba interesado, sin embargo la sangre por debajo de la piel, hierve igual. Es por esa deliciosa contradicción que nuestro vínculo laboral se alimentaba de mi secreto deseo y de su frontal lascivia.
—Juan ¿cómo estás? —me dice inexpresiva.
—Hola, Ro, ¿qué tal? —y nos damos un beso en el cachete.
—Bien, ¿vos?
—Cansado… lindo día para ser invierno, ¿no?
—Sí —responde. Con ese último “sí” me pareció notar una extraña melancolía en su voz, casi la sentí quebrarse, pero no soy la causa de su tristeza, hoy en día ni nos cruzamos, mi época de ser un perro que lucha por no morder el hueso, quedó atrás. Silencio. Caminamos veinte pasos sin decir nada, y un poco por aburrimiento y otro poco por incomodidad le digo:
—¿Y en qué andás?, ¿seguís con el tema de la ropa?
—Más o menos… ahora lo dejé en stand by.
Más la escucho, más decaída la siento, entonces le pregunto:
—¿Por qué?
Pero Bruno, uno de los guardias de seguridad, sale a nuestro encuentro haciendo evidentes sus ganas de hablar. Roxana lo saluda rápidamente y me dedica un intento de sonrisa acompañado por un “nos vemos”. Con Bruno intercambiamos algunas de las mismas cinco frases que usamos siempre para “charlar”, y entro al Reino mirando con trágica solemnidad el cartel de “Satellite” en letras doradas.
Lo logré, estoy adentro y apenas tuve que hablar con dos seres humanos, lo considero prácticamente una victoria, ahora sólo faltan las ocho horas del turno. Intento no repetir la última frase para no perder el ánimo, además a veces puedo hasta pasarla bien… por un tiempito, tampoco exageremos. Lo primero que hago es ir al Room, a menos que me esté meando profusamente, lo cual suele suceder, pero hoy no es el caso así que entro por una de las dos puertas y hago una mirada rápida para calcular cuántos saluditos me esperan. En total somos cinco operadores y dos supervisores. Hay tres turnos: mañana, tarde y noche, la televisión es como el tiempo, ¡no para ni un segundo! Yo pertenezco al turno tarde y vendo mi alma de 15:00 a 23:00. Y una rareza de mi puesto es que trabajo siete días y descanso tres, puedo estar de franco un lunes y laburar un domingo. Nos piden que lleguemos cinco minutos antes… así que no tengo más remedio que saludar a los de la mañana. Y el ritual sólo concluye cuando los infelices de la tarde nos hayamos dicho: “hola, ¿qué tal?, ¿todo bien?” y acto seguido atornillemos aliviados el culo a la silla, cansados de tanta superficialidad protocolar. Si a esto le sumamos los saluditos de la combi en la entrada, ¿qué decir?, ¡el colmo de la corrección política y su peligrosa incidencia en la salud mental de los trabajadores! Pero no nos adelantemos que todavía estoy llegando.
Isla 1, Francisco. Lo saludo y le digo:
—¿Cómo va?
—Bien, me sacas a mí —(es decir, me toca usar su isla).
—¿Qué onda acá? —pregunto.
—Tranqui… normal.
—¿Y eso? —le consulto mientras señalo la pantalla.
—Ah, tenés un countdown en los Universal.
—Okey —y dejo mi mochila en el piso.
Isla 2, Elisa. Está parada moviendo el peso de una pierna a la otra.
—Hola, Negri —le digo y ella sonríe diciendo las mismas tres palabras de siempre:
—¿Qué hacés, Negri?
El apodo se lo ganó por decirle a todo el mundo sin distinción de edad ni género “Negri”, van diez meses juntos y creo que no sabe mi nombre.
Isla 3, Anabela.
—Hola, Tana, ¿doblete? —digo haciéndome el sorprendido y ella asiente— ¿desde las siete? —pregunto, aunque ya sé la respuesta.
—Hay que juntar plata, ¡con lo que está el dólar! —responde cansada. Hoy Anabela vende sus ojos de 7 a 23, labura dos turnos seguidos para hacer plata extra, algo bastante insalubre y común entre operadores.
Isla 4, Julián. Lo saludo con el popular:
—¿Qué hacés, Bicho?
“Bicho” es de uso común en la empresa. Él me mira con su inconfundible mal humor y dice:
—Y, acá, Chobi… me estoy muriendo de calor, ¡estos hijos de puta de la mañana tenían el aire en veinticinco grados!, ¡pero qué hijos de puta!
No puedo menos que reírme y decirle:
—¡Hay olor a chivo! —poniéndome en sintonía con su acidez— ¿estás desde temprano?
—Llegué antes porque… pasé por el Unicenter —me dice sonriendo victorioso.
—¡No te creo!
—¡Posta!
—¡Al fin! —le digo satisfecho. Julián pagó literalmente el año entero de gimnasio y no fue ni una vez, ni una. Me parecía tan ridículo, que se lo recordaba constantemente.
Sigo caminando. Isla 5, Uriel.
—¿Qué hacés, Uri? —me agacho y lo saludo. Sin mirarme me devuelve el beso y no me dice ni “hola”.
¡Empezó el turno! (no tiene nada de excitante… pero quería usar signos de exclamación).
—¿Qué hacés, Gómez? —escucho que me gritan desde atrás. Sólo una persona me dice así y es Puchi, uno de los supervisores, “el pelotudo se piensa que es maestro de escuela, llama a todo el mundo por su apellido”, esa frase tiene firma, puro humor Julianesco. A mí el tema del apellido no me molesta, me paro y lo saludo.
—¿Qué hacés, Puchi? —él me estudia serio y dice:
—¡La primera vez que llegás temprano, Gómez!
—¿De qué estás hablando?, siempre llego temprano, ¡amo este laburo! —contesto. A pesar de tener una terrible cara de culo, no puede evitar sonreír. Finalmente atraviesa la puerta con su característica taza de té, Mariano, supervisor de la tarde, y dice:
—¿Cómo va?... decir que ya lo tenemos, porque si no… —y me río por dentro. Es su irónica forma de decir: “qué pijazo, recién empezó el turno”.
Finalmente saludadas todas las personitas maravillosas de este Reino, arrancamos.
El Room está organizado como un gran semicírculo, con cinco islas para los operadores y dos detrás para los supervisores. Las islas tienen la siguiente disposición: dos televisores de 60” que pasan de forma continua cinco canales cada una, y además tienen cuatro monitores: uno para Internet, otro para elegir un canal y visualizarlo y los dos restantes para observar las famosas listas. Hacia donde sea que mires hay una pantalla. Entro a la “Home” (red interna), cargo mi usuario en la computadora y abro el Outlook, miro los mails por arriba y nada ni remotamente interesante. Tengo que hacer los chequeos de rutina… primero controlo las listas, después doy una vuelta por cada canal para asegurarme que el audio, el logo y los subtítulos estén bien y miro los mails de nuevo para ver si hay cambios en la programación. En veinte minutos repito el proceso, y así durante todo el turno. ¿Ahora?, siete preciosas horas y veinticinco adorables minutos de contemplar las enormes teles, estoy atrapado en el mismo día desde que empecé a laburar en el Reino. Pero a no temer que hay algunos placeres para soportar la tortura: todo lo que te puedas llevar a la boca, es en serio, la perspectiva de consumir café, galletitas, mate, panificados o fumar, nos mantiene a flote, no es casualidad que engordemos acá dentro.
15:47, ya es hora de ir al baño. La política de la empresa es que le avises a tu compañero para que “cuide las señales” (de pedo si las van a ver), entonces le digo a Julián:
—Voy al baño.
—Dale —responde sin mirarme.
Camino rumbo a los establos (sobrenombre que adquirió por su intenso vaho), amplio: nuestra actividad predilecta es quejarnos de la empresa (como habrán notado), por lo tanto, no es que la higiene sea particularmente mala, sino que, patrimonio argentino, de algo hay que quejarse. Voy al mingitorio y descargo, me lavo la cara y me quedo mirándome al espejo, abstraído. Entra alguien y su saludo me despierta, salgo y me dispongo a buscar un café. Para ir a la cocina tengo que pasar por enfrente del Room de Disney, si voy mirando hacia adelante, digamos con cierta dignidad, corro el riesgo de cruzar miradas, ya que los Rooms tienen paredes de vidrio, en cambio, si miro hacia abajo, elimino esa posibilidad, y como hoy no me siento corajudo, pego el mentón al pecho y apuro el paso. Estoy solo en la cocina y así pretendo seguir, no pierdo tiempo y aprieto el botoncito, a los pocos segundos un humeante cortado me está esperando, lo agarro y miro hacia el jardín. Doy el primer sorbo y “mmm… ¡espantoso!”, pero a medida que voy tomando me acostumbro al sabor.
De vuelta al Room. Debería quedarme sentado por lo menos una hora seguida. Hay una serie que me gusta y la están pasando en Universal Chile, la pongo y me dejo llevar. El argumento es bastante original y trata sobre Lucifer, hijo de Dios, él es fachero, inteligente, tiene acento británico y un humor superácido. La cuestión es que un buen día el tipo abandona el infierno y se viene para la Tierra, básicamente porque estaba muy al pedo, entonces decide ponerse a laburar como asesor de la policía y administrar su propio club nocturno. Lo genial es ver cómo Lucifer, pese a su estatus divino, va descubriendo que es bastante humano y no un tremendo hijo de puta, como su viejo (Dios) le había hecho creer. Y para coronar la trama, nuestro ángel caído se enamora de una mujer común y corriente, pero la relación no va a ser nada fácil porque a él le encanta la joda, vive chupando y se le tiran todas las minas. Más narrativa veo de dioses, diablos o seres superiores, más obvio me parece que hablan de la condición humana. En el fondo de todas las historias, siento que venimos luchando contra la misma mierda desde que bajamos del árbol. Carl Jung articuló algunas ideas de lo más interesantes, el tipo propuso que existen “arquetipos”; una especie de conciencia colectiva y primitiva que todos compartimos, como si hubiesen mitos e imágenes que estuvieron desde siempre adentro nuestro y se siguen repitiendo. Un buen ejemplo es la sirena. Esta belleza mitológica hace su aparición en el agua y atrae mediante celestiales cánticos a los hombres, ¿con qué propósito?, ¡el de chuparles hasta la última gota de vida! La inocente sirenita representa la atracción hacia la muerte, porque hipnotiza perdidamente a quien la escuche. Similar a un enamoramiento enfermizo o al “despertar” que genera una droga fuerte como la heroína. Su origen se remonta a miles de años atrás, cuando eran comunes las historias de pescadores o marineros, que enloquecidos por una misteriosa atracción, se tiraban al agua y jamás volvían. ¿Hay sirenas en la actualidad?, ¡por supuesto!, no creo ser el único que, estando en un lugar bien alto, sintió la oscura seducción de tirarse. Lo confieso, alguna vez escuché una vocecita que decía: “dejate caer... ¡dale!... ¿a ver qué pasa?”. Como dice un antiguo poema nórdico:
Medio lo arrastró ella
medio se tiró él
y no se lo vio más.
Y por último “el mar”, esa masa infinita de misterios en donde habitan las sirenas. Es innegable que el agua es símbolo del reflejo, y quien mira se observa a sí mismo, pero lo fascinante de los arquetipos es su carácter paradójico, porque si bien el mar representa lo oscuro y azaroso, en sus profundidades también está el conocimiento. ¡Cuidado!, sumergirse y tocar el fondo es para unos pocos… al hacerlo se corre el gran riesgo de perderse en el abismo; o en criollo: te morís en el intento. ¿Y qué garcha tiene esto que ver con Lucifer?, bastante, porque el humano batallando contra “dejarse llevar por el infinito” o “contemplarlo y mantener su esencia”, es imperecedero como la lucha contra la pura pulsión animal: comer, coger y matar, frente al libre albedrío: pensar y decidir. Y esta tensión de fuerzas de la cual Lucifer, por más ángel que sea, no está exento, es quizá la esencia de la experiencia humana.
Créanme, este flash no fue tan al pedo como parece… porque mientras divagaba pasó una hora, no es mucho pero me acerca algunos pasos hacia la libertad. Ya se siente en el ambiente el deseo de llegar al momento bisagra de la empresa: las 18:00. ¡No crean que es sólo por la merienda! Exactamente a esa hora, como en una auténtica procesión, todo el segundo piso se retira del telepuerto y queda lo que se conoce como “la operación”. Traducido: todos los jefes y jefas que vigilan a los operadores se van. Son las 17:55, se viene el glorioso momento en que la camaradería y la algarabía inundan el Room, bueno no tanto, pero vamos a tomar unos mates y algún bienaventurado probablemente vaya al almacén a comprar provisiones. Escucho una inconfundible voz que viene de atrás.
—Gómez, ¿hoy vas vos a lo de Las Gordas, no? —pregunta Puchi.
—Mmm ¡hace mucho que no va, eh! —acota Julián.
—¡Pero si fui el jueves pasado! —me defiendo.
—Sí, Bicho, pero eso era la trasnoche, ¡esto es otro turno! —contraataca Mariano riéndose.
Entra al Room Adrián (cincuenta años, dibujante de cómics y fan del heavy metal) y sentenciándome, pregunta:
—¿Me parece a mí o Juancito va a lo de Las Gordas?
“Las Gordas” es el apodo del único almacén argentino del barrio, y como se imaginarán, lo atienden dos hermanas bastante rellenitas. Entonces como si ya fuese oficial, se acerca Pablo (veintisiete años, gran fumador y tomador de mate) y dice haciéndose el inocente:
—¿Me traés dos de crudo y queso?
La verdad es que no me muero de ganas de ir, pero me vendría bien salir de la pecera por un rato. Así que acepto mi misión y anoto los pedidos en un papel, se suman Julián con una Coca, y Celeste (treinta y nueve años, lindos ojos y humor de mierda) con una palta y unas galletitas integrales. Al atravesar la puerta del predio, de forma instantánea me entra más aire en los pulmones, “eso es la cabeza pibe ¡no seas psicosomático!”, me chupa un huevo, para mí es real. Camino por el barrio y voy mirando las fachadas de las casas imaginándome todo tipo de historias y personajes, por ejemplo hay una en la esquina de Juncal y La Habana que me llama la atención, es una edificación cuadrada, vieja y con techo de loza, tiene una planta de vid, un árbol de palta, un limonero, un moral y no menos de diez gatos (algunos muy baqueteados). Siempre que paso trato de imaginarme: ¿quién vive ahí?, ¿alguien joven? Definitivamente no, esa colección de animales y plantas tiene el sello del tiempo en su aura. ¿Una vieja con hijos adultos?... sí, podría ser, ella se divorció porque su marido Tito le era infiel, cobra la jubilación y da clases de piano para llegar a fin de mes. De sus dos hijos, Carlos se fue a vivir al exterior, a Paraguay, y a Ricardito lo pisó un tren, Carlos es odontólogo y triunfa en Asunción, tiene esposa y dos hijas pero con el éxito se olvidó de la madre, y Ricardito... bueno, él está en el cementerio de Pelliza. Sin embargo, hay algo que no me cierra, ¿pero qué? Y mientras pienso este sinfín de pelotudeces, sale un tipo desaliñado de unos sesenta años, acompañado por un perrito blanco. Paso por al lado y sin pensar lo saludo:
—Hola.
—Buenas tardes —responde sonriente.
—Tenés muchos frutales, ¿eso es uva, no? —y señalo un racimo color verde.
—Sí… y también tengo palta, ciruela, té, moras y naranjas —me dice mientras gira y observa orgulloso sus plantas.
—Ah tenés de todo ¿Y este hace caso? —le pregunto mirando al perro.
—Lo estoy educando —responde y me muestra una ramita—. ¡Tengo un limonero que da fruto las cuatro estaciones! —me comenta entusiasmado.
—¡El limón es lo mejor que hay! —respondo proporcional a su buen humor.
—Vení... pasá, te muestro los árboles —y va enfilando para la puerta.
¡Ni ustedes esperaban esa invitación! Por un lado, no tengo el menor interés en ver frutales, pero por el otro, puedo conocer la historia real detrás mis fantasías, lo cual no suele suceder. Miro hacia los costados y lo sigo. Estamos adentro. Yo me quedo cerca de la puerta y el tipo me explica que tiene tantos gatos porque los gatos tienen cría (compleja deducción) y porque son buena compañía (en eso estoy de acuerdo). Y de pronto se va sin decir nada para adentro de la casa. Ahora sí que estoy incómodo, parado en un jardín ajeno, con un tipo que no sé si es un divino o un asesino, todavía no compré nada y encima tengo que volver a Satellite, ¡¿y este viejo andá a saber qué mierda se fue a hacer?! Esto me hace acordar a un cuento bíblico… Lot, un hombre de familia, su mujer Edith y sus dos hijas habitaban la llanura de Sodoma. Pero resulta que Sodoma entra en guerra con Gomorra, y Dios, que miraba todo desde arriba muy tranquilo, decide que ambas ciudades están llenas de pecadores y para solucionarlo va a mandar una lluvia de azufre. La cuestión es que un ángel lo ayuda y Lot escapa junto a su familia. Pero acá se pica… porque el ángel les pone una sola condición: “mientras se estén tomando el palo, no miren hacia atrás”. Y bueno, se estaban escapando lo más bien hasta que Edith se da vuelta y mira… la pobre se convierte en una estatua de sal por no obedecer, pero para mí la conclusión es que: ¡la curiosidad mató al gato! Menos mal que ahí viene el tipo porque estaba a punto de saltar la reja. Se acerca y me dice:
—Tomá —y sonriendo me pasa tres limones— y por si conocés a alguien que necesite —y me da unos volantes. Honestamente lo último que esperaba es que este viejo fuera un profesor de inglés particular. Más relajado pero con ganas de irme le digo:
—Muchas gracias, me tengo que ir a trabajar —y pienso que bien pude haberme convertido en Edith. Sonríe y abre la puerta.
Camino las dos cuadras hasta el local, inundado por sensaciones difíciles de articular. Lo de Las Gordas es más la extensión de su hogar que un almacén, las hijas chiquitas están siempre corriendo y jugando desnudas por todos lados, no es raro encontrar juguetes tirados y hay una arcada que da a un pequeño living en donde miran la tele, ¡te sentís como un invitado forzado a su intimidad! Entro y me dirijo a la zona de fiambres, la atiende un hombre de unos cuarenta y cinco años que se llama Martín, le pido sándwiches para Pablo, para Puchi y para mí. El tipo empieza a prepararlos, se toma su tiempo, es lento pero disfruto ver sus movimientos calmos, entonces llegan otras dos personas con intención de comprar y el pobre hombre se empieza a poner nervioso, lo que ralentiza aún más el proceso. Viene una de las dueñas al rescate y se suma a la preparación mientras le hace comentarios bastante humillantes sobre su lentitud, y ahí se forma entre todos ese incómodo y cómplice silencio; es una de esas situaciones en donde pensás, “¿digo algo?... no... sí... no da que me meta… ¡pero algo tengo que decir!”.
—¿A vos cuál sándwich te gusta más, de salame o de crudo? —le pregunto a Martín, él levanta la mirada y sonriendo transpirado responde:
—Y, a mí el de salame, sé que debería decirte el de crudo pero a mí me encanta el salame.
—Sí… con unos buenos mates, ¡la rompe! —le digo, aunque en verdad prefiero el jamón crudo.
La primera persona que tengo atrás es una señora de unos cincuenta años, rubia teñida y de aspecto muy vital, se suma al momento confesionario y acota:
—Y, si les cuento yo… ¡me matan!, a mí me gusta el fiambrín con mortadela.
Martín se ríe más aliviado y finalmente con una actitud distinta, la dueña también participa:
—¡Pero está perfecto, Mirta!, cada cual con sus gustos.
Busco lo que me falta y voy a la caja con una agradable sensación. Volví. Estoy parado hace un buen rato frente al Reino, la enorme garita de seguridad tiene revestimiento de piedra y los vidrios espejados. Espero a que me abran, sé que los guardias están ahí mirándome, es imposible que no hayan notado mi presencia, también sé que saben perfectamente que trabajo en Satellite. La pregunta es: ¿por qué carajo tardan tanto?, ¿estarán ocupados? No. Claro que no. ¿Saben que creo?, que la dinámica del poder es jodidamente perversa. Quien no tiene poder, cree que haría el bien si lo tuviese, pero la triste realidad es que eso casi nunca sucede. Por ejemplo, ahora los guardias están disfrutando su momento de poder, gozando mientras yo espero inmóvil como un boludo. No me va a quedar otra opción más que golpear el vidrio. ¡Noc! ¡Noc! Y acerco la cara evidenciando aún más mi presencia. ¡Ahora sí me abren la puerta, la concha de su madre!
—¡Muchas gracias! —les digo agradeciendo excesivamente para no darles el gusto.
Hago mi heroica entrada al Room con las manos cargadas y voy por las islas dejando regalitos, cual Papá Noel. Están todos charlando y tomando mate, me ofrecen uno y acepto, pero planeo ir ya mismo a la cocina y hacerme el mío, ¿pueden creer que tardé dos años en traer mi propio mate?, siempre dependiendo de la dinámica grupal, ¡que pelotudo! Son las 21:20 y falta poco para irme. Me voy a clavar un capítulo de “La Ley y el Orden”. Estaba pensando que ya es reiterativo contar de qué va la serie, pero la realidad es que así es mi vida, todo el puto día mirando la tele y además disfruto el pequeño exilio de abandonar mi historia y saltar a otro relato, a otro mundo. Los protagonistas son dos detectives del departamento de víctimas especiales de la policía de Nueva York, y básicamente investigan delitos sexuales. Hay que aplaudir a los guionistas porque son bastante creativos para el morbo y el suspenso. Cada capítulo trata sobre un crimen distinto y la joda es que siempre hay un loco nuevo planeando la próxima atrocidad sexual. Es muy atrapante porque no hay crímenes sexuales sin motivaciones muy específicas, lo que genera un gran abanico de historias para explicar la psicología del agresor y la víctima. No es casualidad el éxito de la serie, ¿a qué me refiero?, basta con leer un diario, ¡no hay tema más promocionado que la violencia sexual! Es triste que como sociedad nos inclinemos más a leer sobre una violación en grupo, en vez de… el cambio drástico y valeroso de Raúl, metalúrgico de toda la vida, quien renunció a la fábrica para dedicarse al teatro.
Me clavé tres episodios seguidos, y como diría Mariano: “ya lo tenemos” porque son las 22:55. Ahí veo llegar a los primeros dos, entran Alex (veinticuatro años, carilindo y carismático) y Joaquín (cuarenta años, correntino y jodón), saludan a todos y se ponen a charlar con los supervisores. Cierro la Home, guardo mis cosas en la mochila y me quedo esperando ansiosamente que venga mi reemplazo. 22:59 ¡llegó la combi! Por el hall principal entran arrastrando los pies cual zombis los del turno noche. Veo a mi reemplazo; Manuel, frenando en el pasillo para hablar con alguien, evalúo la situación y considero una locura esperarlo, me levanto y voy al cruce para decirle que la isla está okey y que me voy a la mierda.
Empezó la Fase 1, la denomino “el despertar”, proceso en el que mis ojos se adaptan nuevamente a la realidad, tarea ardua después de una intensa jornada frente a seis pantallas, suelo necesitar entre veinte y treinta minutos para dejar de ver todo borroso. Camino acelerado tratando de recuperar el tiempo perdido, la parada está sobre Hipólito Yrigoyen y cuando estoy a unos cien metros apuro el paso para no perder el colectivo, siempre me pasa lo mismo, si voy tranquilo lo pierdo y si corro nunca llega. Ahí estoy paradito, esperando el bondi y con la mente anclada en una idea: llegar a mi casa y pasar a la Fase 3… para quienes comparten mi amor por las matemáticas complejas, sí, efectivamente falta la Fase 2, que dicho sea de paso se llama: “bondi”; no es la gran cosa, consiste en dejarme llevar mientras miro distraído el paisaje urbano por la ventana. Me gustaría contarles con prosa ampulosa y rimbombante que las cuadras que camino hasta mi hogar las invierto en algún dilema filosófico del orden existencial, pero no, voy mirando al piso esperando que llegue la Fase 3. Estoy en el ascensor y me distraigo haciendo expresiones bizarras en el espejo, me divierte. Camino los últimos metros que me separan de la cueva, abro y digo:
—Hola, hermosa.