Érase una vez… el amor - Maisey Yates - E-Book

Érase una vez… el amor E-Book

Maisey Yates

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Beschreibung

Charlotte Adair se había pasado buena parte de su vida encerrada en una torre, de la que había conseguido escapar. La muerte de su padre le permitió ir a buscar al único hombre al que había querido, el multimillonario Rafe Costa, que se había quedado ciego y creía que ella lo había traicionado, por lo que planeaba vengarse seduciéndola. Se quedó muy sorprendido al comprobar que era virgen. Y, unas semanas después de la tórrida noche que habían pasado juntos, supo que estaba embarazada… ¡de gemelos! Para que no lo privara de sus herederos, secuestró a Charlotte y se la llevó a su castillo. Pero ella no era una prisionera manejable, sino desafiante e irresistible.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Maisey Yates

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Érase una vez… el amor, n.º 151 - abril 2019

Título original: The Italian’s Pregnant Prisoner

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o

parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones

son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y

cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios

(comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin

Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales,

utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina

Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-837-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

ÉRASE una vez…

«Suéltate el cabello…».

A Charlotte Adair, el corazón le latía con tanta fuerza que estaba segura de que la persona que había a su lado lo oiría. Y temblaba. Temblaba y luchaba contra la avalancha de recuerdos y emociones que amenazaba con poner en peligro su capacidad de pensar con claridad.

Aunque cabía sostener que el hecho de encontrarse allí demostraba que carecía de la capacidad de hacerlo.

Había escapado. Llevaba cinco años de libertad.

Pero le quedaba un asunto pendiente: Rafe.

Siempre sería un asunto pendiente, sin posibilidad de solución. Pero podía volver a verlo una vez más.

Y, al menos, él no la vería.

El dolor le quemaba el pecho y tenía el estómago encogido. Que él la hubiera abandonado le había hecho un daño inconmensurable, pero eso no implicaba que la idea de que un hombre tan poderoso hubiera quedado lesionado de esa manera no le resultara dolorosa.

Claro que cualquier pensamiento sobre Rafe le resultaba doloroso.

Y, mientras seguía en un rincón oscuro de la antecámara que conducía al salón de baile, le empezaron a sudar las manos y a apretarle de tal manera el vestido rojo que llevaba que apenas podía respirar.

No podía seguir reprimiendo los recuerdos…

 

 

–Suéltate el cabello.

–Sabes que no me está permitido –dijo Charlotte, con los nervios de punta. Todo su ser le exigía que obedeciera su sencilla orden sin tener en cuenta las consecuencias.

Que era básicamente la misma exigencia que se había hecho a sí misma cuando lo había visto por primera vez.

Lo deseaba. No sabía lo que eso había significado al principio, solo que quería estar cerca de él. Siempre.

–Entiendo. ¿Y cuáles son las reglas para los hombres que están en tu habitación?

Ella se sonrojó.

–Bueno, me imagino que a mi padre no le haría mucha gracia, aunque no me lo ha prohibido expresamente. Supongo que debo darlo por sentado.

Rafe sonrió y ella sintió el impacto en todo su cuerpo. Era el hombre más guapo que había visto en su vida. Eso era lo primero que había pensado cuando había empezado a trabajar para su padre, dos años antes.

No estaba completamente segura de las circunstancias, solo de que era una especie de aprendiz, lo que la hacía temblar, ya que, aunque se le ocultaban las circunstancias del negocio de su padre, no era estúpida. Era cierto que llevaba una vida retirada en la villa de su padre en Italia, a la que había llegado, cuando era una niña, de Estados Unidos, donde había nacido. Pero su aislamiento le había dado la oportunidad de aprender a obtener información observando en silencio.

Hacía muchos años que Charlotte se había convertido en parte del mobiliario de la villa y, en consecuencia, la infravaloraban.

Pero le gustaba ser invisible.

Sin embargo, Rafe había aparecido y no le había permitido seguir siendo invisible. La había visto desde el primer momento. Ella tenía dieciséis años cuando se había fijado en él, cuando había estado segura de que se le iba a salir el corazón por la boca. No solo porque fuera muy guapo, aunque ciertamente lo era. Tenía algo más de veinte años, era ancho de espaldas, tenía una mandíbula tan cuadrada que ella pensó que se cortaría el dedo con ella y unos ojos oscuros en los que deseaba perderse con todas sus fuerzas.

Era muy alto, y a ella le daba la impresión de que, si se le acercara y se situara frente a él, solo le llegaría a la mitad del pecho, que, estaba segura, sería sólido, fuerte y perfecto para apoyarse en él.

En efecto, su obsesión había comenzado desde el primer momento y no había disminuido. Aparentemente, a Rafe le había sucedido lo mismo y había tratado de prevenirla para que se alejara de él. Pero ella había insistido. Se había puesto en ridículo siguiéndolo a todas partes. No obstante, había funcionado. Al final, él había dejado de decirle que lo dejara en paz y habían comenzado a forjar una amistad.

Pero los amigos no tenían que salir a hurtadillas ni esperar a que la casa estuviera a oscuras y todos dormidos para verse en las cuadras, ni pasar unos momentos a la luz del día en uno de los campos más alejados de la casa.

De todos modos, sus relaciones siempre habían sido castas.

Hasta que una tarde, cuando se hallaban en un rincón del granero, y él le había dicho que era hora de que volviera a su puesto, a ella le había entrado una extraña desesperación que no entendía y contra la que no podía luchar.

Le había acariciado el rostro con la punta de los dedos y él le había agarrado la muñeca con fuerza mientras los ojos le brillaban como nunca ella se los había visto brillar.

Antes de que pudiera protestar, antes de que pudiera plantearse nada, la boca de él había reclamado la suya y se había apoderado de ella.

A ella nunca la habían besado. Ni siquiera había pensado mucho en ello. Pero besar a Rafe había sido como tocar la superficie del sol. Casi insoportable.

Muy caliente, muy luminoso, excesivo.

Y demasiado corto.

Esa noche, él había trepado por el emparrado para entrar en su habitación, la habitación de la torre, que se hallaba por encima de las restantes, separada de todos, como estaba siempre ella. Nadie iba a su habitación.

Pero él lo había hecho y le había regalado un beso. Y luego otro.

Había subido a su habitación todas las noches de las dos semanas anteriores. Los besos que se daban se habían vuelto más largos y profundos. Se desnudaban y se quedaban tumbados, juntos, en la cama, intercambiando arrumacos que a ella la hubieran sorprendido antes de conocerlo.

Con Rafe, todo aquello le parecía bien. Le había pedido más, que tomase su virginidad. Pero él, de momento, se limitaba a darle placer, sin llevar las cosas más allá.

A ella le parecía bien esperar. Pero esa noche tenía un peso en el estómago y supo que debía contarle la conversación que había tenido con su madrastra ese día.

Su padre no solía hablar con ella, o no lo hacía nunca. La mayor parte de la información relevante se la transmitía Josefina, su madrastra, que era la persona más dura y suspicaz que conocía.

Lo cual era toda una hazaña, teniendo en cuenta que Charlotte vivía rodeada de criminales.

Ese día, Josefina le había dicho a su hijastra que el propósito de su padre con respecto a ella estaba a punto de cumplirse. Había encontrado a otro cerebro criminal, en un lugar de Italia que Charlotte no conocía, que buscaba esposa. Era una alianza que su padre quería consolidar con su propia descendencia, una unión dinástica, para la que podía utilizar a la hija que nunca había deseado tener.

Josefina parecía muy contenta de librarse de su hijastra, de la que siempre había estado celosa. Eran unos celos que Charlotte no comprendía, dado que era una prisionera en casa de su padre. Pero Josefina había sido una niña pobre del pueblo cercano al lugar donde su padre se había construido la mansión y no había reparado en medios para dejar atrás la pobreza y convertirse en la amante de Michael Adair, primero, y después en su esposa. No estaba tranquila con su triunfo, y Charlotte creía que, en secreto, temía perder su elevada posición, lo que la volvía despiadada.

Lo había parecido, ciertamente, al contarle a Charlotte su inminente destino marital.

Vagamente, Charlotte siempre había creído que su vida acabaría así, porque su padre no era más que un señor feudal, dueño de su fortaleza y de todos los que dependían de él. Y cabía imaginar que quisiera consolidar su poder en el mundo criminal mediante matrimonios, como un rey que ofreciera a sus familiares para evitar una guerra; o para declararla, dependiendo de las circunstancias.

Pero, aunque ella sabía que era una posibilidad, se había esforzado en no pensar en ello. Y ahora estaba Rafe.

Rafe, con el que el amor y el sexo habían pasado de ser algo teórico a algo que ella deseaba, que anhelaba, aunque no en general, sino con él.

La idea de compartir su cuerpo con otro le resultaba insoportable. Su necesidad de Rafe, de sus caricias y sus besos era algo muy íntimo y profundo que iba más allá de lo meramente físico.

Él era su corazón.

–Sí –dijo él–. Supongo que eso es lo que dice la ley, o al menos es su espíritu –sus ojos oscuros brillaron con un fuego que la quemó–. Me gustaría que incumplieras algunas normas. Sé que tu cabello está considerado uno de tus mayores atractivos. No te lo puedes cortar, ¿verdad?

Charlotte se tocó el pesado moño.

–Me puedo cortar las puntas, pero, en efecto, mi padre lo considera parte de mi belleza –y la importancia de su belleza se había vuelto evidente con el trato al que había llegado su padre para casarla.

–Es escalofriante.

Ella se obligó a reírse.

–Tú trabajas para él, y aquí estás.

–Trabajaré para él solo hasta haber pagado mi deuda. No le soy leal en absoluto, puedes estar segura.

Era la primera vez que Rafe le decía algo así.

–No lo sabía.

–Tengo prohibido hablar de ello. Pero también estoy seguro de tener prohibido estar aquí y de acariciarte así –le puso la mano en la mejilla y la besó–. Suéltate el pelo –susurró con los labios pegados a los de ella.

Esa vez, lo obedeció. Y lo hizo por él, solo por él.

 

 

Charlotte volvió al presente con el corazón desbocado, como lo estaba en el recuerdo. Solo dos semanas después, todo se había venido abajo y ella se había quedado destrozada, herida sin remedio.

Cuando Josefina le dijo que Rafe se había ido, que no la deseaba y que ella no tenía más remedio que casarse con Stefan. Charlotte protestó, hasta tal punto que la encerraron. Fue entonces cuando se dio cuenta de la verdadera naturaleza de su padre. No la quería. La mataría si no se casaba con el hombre al que había elegido para ella. Eso le había dicho. Y Charlotte lo había creído.

No estaba dispuesta a aceptar su destino porque, si había aprendido algo al estar con Rafe, era que había algo más en la vida que la villa o su dormitorio en la torre. Más en la intimidad con un hombre que una simple transacción.

Y ella quería esas cosas. Todas ellas.

Así que, cuando su padre pagó a sus hombres para que la llevaran a su destino y estos se detuvieron en una gasolinera en medio de la nada, aprovechó la ocasión.

Huyó y se internó corriendo en el bosque con la certeza de que no la buscarían allí. Y tenía razón. Lo hicieron en las autopistas, tal vez deteniendo algún coche, y preguntando a varios dueños de tiendas.

Obviamente, no esperaban que ella, la princesa mimada del imperio de la familia Adair, se arriesgara a adentrarse en un bosque lleno de lobos y zorros.

Pero lo hizo.

Al final, encontró cierta seguridad viviendo en la Alemania rural, trasladándose de un lado a otro, sin detenerse mucho tiempo en el mismo sitio y trabajando en empleos sencillos en tiendas y granjas, a lo largo de los años.

Había llevado una vida solitaria, pero, en muchos sentidos, libre.

Tardó varios años en volver a ver a Rafe. Y fue en la portada de un periódico que explicaba la historia de un hombre que había llegado a lo más alto desde la nada, desde un suburbio italiano a convertirse en una de las personas más ricas del mundo.

Un hombre ciego, herido en un accidente del que se negaba a hablar.

Después, ella lo siguió viendo con frecuencia en las portadas de los periódicos. Pero seguía sin resultarle fácil y siempre era igual de doloroso. Sufría por él, por lo que podía haber habido entre ellos si él la hubiera querido verdaderamente como ella creía que lo había hecho. Por el accidente en que había perdido la vista.

No pensaba en sus miles de millones, aunque solo fuera porque nunca había dudado de que Rafe superaría sus circunstancias de forma espectacular. Era un hombre singular. No había otro que pudiera comparársele ni lo habría nunca.

Por eso, cuando ella se enteró de la muerte de su propio padre y de que había una invitación a nombre de Rafe para acudir al funeral y de que iría, decidió arriesgarse.

Si su padre ya no estaba, nadie la buscaría. Y dudaba mucho que alguno de sus hombres la reconociera. Ya no era una chica de dieciocho años.

Y en cuanto a Rafe, no la vería, del mismo modo que no volvería a ver nada.

Pero ella sí lo vería. Tenía que hacerlo, dejar atrás esa parte de su vida para poder seguir adelante. Su época de aislamiento había acabado y él formaba parte de ella.

Se había acabado lo de esconderse, pero debía vencer algunos fantasmas.

Respiró hondo y salió a la luz desde las sombras. Con sinceridad, podría decir que era la primera vez que lo hacía en cinco años. Por primera vez en ese tiempo, no se escondía.

Notó que la gente se volvía a mirarla y que la seguía mientras cruzaba el salón de baile. Pero le daba igual. No estaba allí para que la admiraran, sino por él.

Se había vestido elegantemente para él, aunque fuera una estupidez, ya que no la vería ni ella quería que lo hiciera.

No tardó en divisarlo. Atrajo su mirada como un imán. Estaba casi en mitad del salón, de pie, hablando con un grupo de hombres trajeados. Era el más alto y el más guapo. Siempre había sido el hombre más guapo que había conocido. Y lo seguía siendo. A los treinta años, era más maduro que a los veinticinco. Había ganado peso y tenía el rostro más cincelado. Una barba incipiente le cubría la mandíbula y ella se preguntó qué sentiría al acariciársela.

No había vuelto a acariciar a un hombre. No le había interesado.

Debía buscar algo que le interesara, ya que iba a llevar una vida normal. Después de reclamar la herencia que sabía que seguía teniendo en un fideicomiso en un banco de Londres, iba a comenzar a vivir de verdad.

Tal vez estudiaría o abriría una tienda, ya que le había gustado trabajar en ellas durante aquellos cinco años. Le gustaba no estar sola.

Hiciera lo que hiciera, sería lo que ella decidiera. Eso era lo importante.

No sabía qué respuestas esperaba hallar allí. En aquel momento, la única respuesta clara era que su cuerpo y su corazón seguían reaccionando ante él.

Él se disculpó ante el grupo y, de repente, se dirigió hacia ella, que se quedó paralizada como un ciervo deslumbrado por los faros de un coche; o, más bien, como una mujer mirando a Rafe Costa.

No era la única que lo miraba. Se movía con gracia y fluidez y, de no haberlo sabido, ella no se hubiera percatado de que no veía.

Se estaba acercando. Le dio un vuelco el corazón y comenzaron a temblarle las manos. Deseó poder acariciarlo.

En ese momento lo deseaba más que nada, lo necesitaba más que el aire que respiraba. Deseaba volver a acariciar el rostro de Rafe Costa, volver a besarle en los labios, ponerle la mano en el pecho y comprobar si todavía conseguía que se le acelerara el corazón.

Era fácil olvidar que su madrastra le había dicho que Rafe se había marchado porque su padre le había ofrecido un incentivo para que dejara antes su puesto allí. No había pensado en ella al irse ni había cumplido las promesas que le había hecho.

Sí, era fácil olvidar todo aquello y recordar, en su lugar, cómo se sentía cuando la besaba o la acariciaba, que ella le había rogado que usara algo más que las manos y la boca entre sus muslos, que tomara su virginidad y la hiciera suya por completo.

Pero él no lo había hecho.

Por honor y para protegerla.

Claro que, en realidad, nunca la había deseado lo bastante para correr riesgo alguno. Se había limitado a jugar con ella.

Eso era lo que debería recordar. Su cuerpo traidor debería recordarlo, pero no lo hacía, sino que revoloteaba como si hubieran soltado en su interior un montón de mariposas.

Él se le acercó todavía más mientras se abría paso entre la multitud, que se apartaba como si fuera Moisés apartando el agua del mar.

El tiempo pareció detenerse, al igual que todo lo que la rodeaba, los latidos de su corazón y su respiración.

De repente, ya estaba a su lado, tan cerca que si ella extendía el brazo le tocaría el borde de la camisa con la punta de los dedos.

Podía chocar con él accidentalmente, solo para tocarlo. No sabría que era ella.

De pronto, él se volvió y miró más allá de ella con ojos ciegos y desenfocados. Pero la agarró sin vacilar de la muñeca y la atrajo hacia su musculoso cuerpo.

–Charlotte.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

ERA imposible.

Charlotte había desaparecido cinco años antes. No se había limitado a desaparecer, sino que se había ido para casarse con otro hombre.

La sonrisa triunfante de su madrastra era lo último que él había visto, porque ya no volvería a ver nada más, salvo sombras grises y amorfas.

En situaciones como aquella, solía guiarse por las paredes. Tenía un bastón para desplazase, pero en medio de semejante multitud era difícil, aunque también era habitual toparse con alguien.

Distinguía contrastes agudos entre la luz y la oscuridad, pero no rasgos ni colores. Nada que fuera sutil.

Sin embargo, al llegar al lado de ella había reconocido su aroma. Y, en ese momento, había visto muchas cosas. El color y la luz habían estallado en su cerebro de forma vívida y definida. Los soleados días en la Toscana, que habían sido un infierno salvo por ella; su piel suave y blanca como una perla, demasiado fina y exquisita para que la acariciara. Pero lo había hecho. Y aquel hermoso cabello rubio con el que el padre de ella estaba extrañamente obsesionado.

Era brillante, increíblemente largo, y siempre lo llevaba recogido en un moño para que nadie pudiera apreciarlo verdaderamente. Los recuerdos se apoderaron de él…

 

 

–Suéltate el cabello –murmuró con voz ronca mientras le besaba la garganta. Estaban tumbados en la cama con dosel de la habitación de ella.

Cada noche le rogaba que le concediera el privilegio de introducir los dedos en él, de acariciarle los sedosos mechones y verla desnuda mientras le caía como una cascada sobre su pálido cuerpo, una cortina dorada que solo dejaba entrever sus rosados pezones.

Ella lo obedeció, levantó los brazos y se quitó las horquillas. Las semanas anteriores, cuando él había comenzado a ir a su habitación, se lo había pedido todas las noches, y ella había accedido. El hecho de que no se lo soltara antes de que él llegara hacía que creyera que a ella le gustaba el juego de que él ordenara y ella obedeciera.

A él también le gustaba.

Pero era un juego peligroso. Resultaba fácil fingir que se trataba de algo inofensivo, que, si los pillaban, solo recibirían una buena reprimenda, Sin embargo, él no se engañaba. Si lo descubrían con Charlotte, su padre lo mataría. Si descubrían que no era virgen, después de que su padre había hecho todo lo posible para mantenerla aislada del mundo, él moriría. Y, probablemente, Charlotte también.

Por eso no le arrebató la virginidad. Forzaba los límites todas las noches, y todas las noches ella le pedía más. Él se negaba. Pero se estaba debilitando y no podría seguir conteniéndose mucho más tiempo. Y la realidad era que no pensaba hacerlo.

Pensaba llevársela con él en cuanto tuviera un sitio y los medios suficientes para liberarla de su padre. No podía someterla a una vida de pobreza, después de que hubiera llevado la mimada existencia de la hija de un gánster. Aunque el imperio de Michael Adair tenía la apariencia de ser legítimo, no lo era.

El mundo lo consideraba un hombre de negocios, pero eso se debía a que no lo había examinado con atención, porque era un hombre increíblemente rico y poderoso que podía hacer muchos favores, pero también mucho daño si se le contrariaba. A nadie beneficiaba examinar eso en profundidad, así que nadie lo hacía.

Rafe conocía muy bien el poder del que gozaban los hombres como Michael. También sabía lo que era pasar de una vida regalada a la pobreza. Su padre se parecía a Michael Adair. Aunque no era un criminal, utilizaba a las personas hasta exprimirlas.

Hasta que ya no le servían para nada más que para reducirlas a polvo con la suela del zapato. Eso era lo que, sobre todo, recordaba Rafe del padre al que no había visto desde que tenía cinco años: lo que disfrutaba causando dolor.

Cuando los había echado a la calle a su madre y a él, pareció disfrutar de su pesar o, al menos, del hecho de poder echarlos.

El poder. Sí, a esos hombres les encantaba el poder.

Y Rafe se había pasado muchos años sin tener poder alguno, pidiendo limosna, robando y haciendo lo que podía para que su madre sobreviviera.

Había comenzado cometiendo delitos menores con un grupo de chicos, como entregar paquetes sin preguntar por su contenido. Esa clase de cosas.

La policía acabó por detenerle y lo acusó de tráfico de drogas. A pesar de que solo era un niño; un niño que no sabía lo que hacía.

Durante su detención fue cuando conoció a Michael Adair.

Solo mucho después cayó en la cuenta de que Michael tenía que haber estado relacionado con las drogas y con la banda criminal con la que él había trabajado.

Michael Adair no solo le devolvió la libertad, sino que le proporcionó una educación, para lo que le pagó los estudios en uno de los mejores colegios privados de Europa. Rafe lo aceptó de muy buen grado, sin preocuparse de lo que podría significar en el futuro.

Michael le prometió que un día se cobraría el favor. Y, en efecto, así lo hizo.

Durante años, Rafe se dedicó a hacerle algunos recados en Roma, hasta que Michael se lo llevó a su finca como aprendiz, para enseñarle personalmente.

Fue entonces cuando conoció de verdad al hombre con el que había estado colaborando, lo duro que era y su absoluta falta de moral.

Rafe le preguntó una vez por qué había demostrado tanto interés por un chico de la calle, por qué lo había ayudado y pagado los estudios.

Michael le contestó que había sido porque no tenía un hijo y había creído que tal vez él podría ser el protegido que necesitaba.

Rafe se habría sorprendido o disgustado si él mismo no fuera hijo de un canalla sin escrúpulos. Tal como estaban las cosas, pensó que podría beneficiarlo. Al menos, aquel canalla sin escrúpulos quería ayudarlo, a diferencia de su padre.

Después de acabar los estudios, comenzó a examinar el imperio de Michael Adair. Por aquel entonces ya vivía en la finca, por lo que no se podía marchar, salvo con los pies por delante.