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Es la época más maravillosa del año… para enamorarse La chispa puede surgir en cualquier momento, pero la Navidad es una época única en la que un pacto con un compañero de trabajo odioso, un viaje en taxi con un completo desconocido, un error desafortunado, un reto entre amigas o una pelea entre vecinos pueden ser el inicio de una historia de amor inesperada y mágica. Disfruta del milagro de la Navidad con estos cinco relatos inolvidables. El libro perfecto para leer bajo el muérdago
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Seitenzahl: 342
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Portada
Página de créditos
Sobre este libro
El pacto de la Navidad
Sexy Scrooge
Un beso en Nueva York
Un feliz error
Un amor a la luz de las velas
Sobre las autoras
V.1: Noviembre, 2021
Título original: The Christmas Pact, Sexy Scrooge, Kissmas in New York, The Merry Mistake, Lights Out Love
© The Christmas Pact, Vi Keeland y Penelope Ward, 2019
© Sexy Scrooge, Vi Keeland y Penelope Ward, 2018
© Kissmas in New York, Vi Keeland y Penelope Ward, 2019
© The Merry Mistake, Vi Keeland y Penelope Ward, 2019
© Lights Out Love, Vi Keeland y Penelope Ward, 2020
© de la traducción, Elena González, 2021
© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2021
Todos los derechos reservados.
Se declara el derecho moral de Vi Keeland y Penelope Ward a ser reconocidas como las autoras de esta obra.
Diseño de cubierta: Taller de los Libros
Imagen de cubierta: primulakat / freepik
Publicado por Chic Editorial
C/ Aragó, 287, 2º 1ª
08009 Barcelona
www.principaldeloslibros.com
ISBN: 978-84-17972-60-8
THEMA: FR
Conversión a ebook: Taller de los Libros
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.
La chispa puede surgir en cualquier momento, pero la Navidad es una época única en la que un pacto con un compañero de trabajo odioso, un viaje en taxi con un completo desconocido, un error desafortunado, un reto entre amigas o una pelea entre vecinos pueden ser el inicio de una historia de amor inesperada y mágica. Disfruta del milagro de la Navidad con estos cinco relatos inolvidables.
El libro perfecto para leer bajo el muérdago
«Una lectura increíble, con historias divertidas y contemporáneas, y un toque navideño.»
Publishers Weekly
Uf, otra vez no.
Una sensación de temor me invadió en cuanto vi su nombre en la bandeja de entrada del correo electrónico. Bueno, en realidad, era mi nombre, aunque del revés: Kennedy Riley. Era un completo imbécil. Trabajaba en nuestra filial en la otra punta de la ciudad. De vez en cuando, alguien confundía nuestras direcciones de correo electrónico y recibíamos los mensajes del otro. [email protected] se podía confundir fácilmente con [email protected]. Cada vez que recibía un correo electrónico que iba dirigido a él, lo reenviaba educadamente. Sin leer el contenido. Sin embargo, él no tenía tanta educación. El entrometido cabronazo tenía el valor no solo de leer mis correos electrónicos, sino de analizarlos y obsequiarme con opiniones que nadie le había pedido. Con suerte, aquella vez habría recibido algo inofensivo.
Hice clic para abrir el correo.
No.
¡No, no, no!
Cerré los ojos y a duras penas logré reprimir un gemido. De todos los correos que podría recibir este hombre, ¿tenía que ser precisamente este? Me hundí en la silla y consideré seriamente la posibilidad de esconderme debajo del escritorio durante unas horas. O unos días. No podía ni imaginar lo que tendría que decir sobre mi carta a Querida Ida. Dan Markel, del departamento de publicidad y marketing, guardaba una botella de whisky en el último cajón y creía que nadie lo sabía, aunque era un secreto a voces. En ese momento, necesitaba cogérsela prestada. Suspiré y empecé a leer el correo que me había enviado Kennedy:
Riley, Riley, Riley.
¿Qué voy a hacer contigo?
En primer lugar, tu madre… parece un verdadero encanto. ¿Por qué te importa una mierda lo que piense? Claramente, es una narcisista materialista y egocéntrica. Si quieres saber mi opinión, las personas que escriben esas cartas navideñas cursis y fanfarronas suelen estar bastante solas.
Me hervía la sangre. No quería saber su opinión. Y se había atrevido a hablar de mi madre. ¿Qué demonios sabía sobre ella? En mi correo electrónico había mencionado un par de cosas, pero se suponía que era un correo privado y, desde luego, no era para que lo leyera o lo analizara. Además, ya se sabe cómo son las cosas con la familia: yo podía quejarme todo lo que quisiera de mi madre o mis hermanos, pero solo yo y nadie más.
Apreté tanto los dientes que empecé a sentir los primeros síntomas de un dolor de cabeza provocado por la tensión. Sin embargo, en lugar de borrar el correo electrónico, como habría hecho cualquier persona en su sano juicio, seguí leyendo.
Pero vayamos al quid de la cuestión, ¿no? ¿Por qué tienes veintisiete años, sigues soltera y no has salido con nadie en los últimos diez meses? Dime, Riley… tiene que haber un motivo. He preguntado por ti y se rumorea que no estás nada mal, lo que hace que esta situación sea todavía más desconcertante. Personalmente, creo que, a partir de ahora, deberías dejar de escribir a Ida y contarme tus problemas. Llegaré al fondo del asunto rápidamente.
Besos,
Kennedy.
P. D.: ¿Olivia está soltera? ;)
No entendía cómo le había llegado un mensaje personal. ¿Quién contestaba un correo y volvía a escribir la dirección de la persona a quien responde? ¿Es que la gente no clica en «responder»? Entonces lo recordé… No había escrito a Querida Ida. Había rellenado un formulario en la página de la columnista consejera. Era la primera vez que hacía algo tan loco e impulsivo, pero había sido el día después de Acción de Gracias, el comienzo no oficial de las fiestas y aquella noche había tomado un poco de vino. Como un reloj, mi madre había llamado por la mañana para asegurarse de que tenía presente que su fiestón anual de Nochebuena comenzaría puntualmente a las seis. También había preparado una lista de invitados con vecinos y gente de la iglesia que tenían hijos y que serían buenos maridos. Y, entonces, celebré el comienzo no oficial de la época del año que odiaba más bebiéndome una botella de vino y abriendo mi solitario y achispado corazón a una columnista de consejos que rondaría los sesenta años. Estúpido, lo sé.
Suspiré y me hundí todavía más en mi silla.
El insolente correo de Kennedy me había distraído tanto que casi había olvidado que hacía referencia a la respuesta real de la columnista. Recuperé la compostura, bajé la pantalla y empecé a leer desde abajo. Al principio había una copia del formulario que había rellenado en la página de Querida Ida. Teniendo en cuenta que me había pasado un poco con el vino, sería mejor empezar con eso para refrescarme la memoria sobre lo que le había dicho en realidad. En serio, ¿qué era lo peor que podría haber escrito?
Querida Ida:
Mi madre envía cada año una de esas largas cartas de Navidad. Suele tener dos o tres páginas, la mayoría tratan sobre mis tres hermanos y yo. Bueno, eso no es verdad al cien por cien: habla sobre todo de mis tres hermanos. Porque, claro, yo no he sido voluntaria en una misión médica en Uganda para curar labios leporinos como mi hermano Kyle el año pasado. Ni tampoco he dado a luz a dos gemelas idénticas perfectamente adorables (sin ningún tipo de anestesia, por supuesto) como mi hermana Abby, miembro de la reputada Orquesta Filarmónica de Nueva York. Y, definitivamente, no he quedado tercera en los campeonatos Regionales de Gimnasia del Estado de Nueva York, como mi hermana menor, Olivia, lo que no es del todo sorprendente, teniendo en cuenta que hace unos meses me torcí el tobillo al caerme de mi propio tacón.
Creo que ya ves por dónde voy. Mi vida no es tan excepcional como la de mis hermanos. De hecho, a la avanzada edad de veintisiete años, hace diez meses que no tengo una cita. Mi perrita, la hermana Mary Alice, liga más en el parque canino que yo. El año pasado, esta fue mi aparición estelar en la carta anual de tres páginas que escribió mamá:
«Riley sigue siendo editora júnior en una de las editoriales más grandes del país. Ha editado dos de los libros que entraron en la lista de los títulos más vendidos del New York Times. Creemos que la ascenderán pronto y saldrá del departamento de edición de novela romántica».
Mi pregunta para ti, Ida, es: ¿cómo puedo conseguir que mi madre deje de incluirme en la carta sin hacerla sentir mal?
Firmado, Aburrida en Nueva York,
Riley Kennedy
Encima de mi lamentable mensaje estaba la respuesta de Ida:
Querida Aburrida:
Tengo la impresión de que tu problema no es la carta navideña de tu madre, aunque a mí también me parecen odiosas. Creo que, si rascas un poco más, descubrirás que la fuente de tus problemas es, en realidad, tu propia vida, y el hecho de que careces de ella. A veces es necesario decir las cosas difíciles y nuestros amigos y familia son demasiado educados para hacerlo. Yo estoy aquí justo para eso y, si eres sincera contigo misma, tal vez esa sea la verdadera razón por la que decidiste escribirme… así que este es mi consejo:
Sal y vive un poco. Dale a tu madre un motivo sobre el que escribir. La vida es demasiado corta para ser tan aburrida.
Un saludo,
Soraya Morgan
Asistente de la columna de consejos Querida Ida
¿En serio? ¡¿Ese es mi maldito consejo?! ¿Y encima me lo da una asistente?
* * *
Estaba tan enfadada que necesité toda la mañana y tres donuts para calmarme lo suficiente como para responder a ambos mensajes.
Primero tenía que quitarme de encima la respuesta a ese idiota de Kennedy. Eso era lo que más me molestaba.
Pulsé el botón de responder en su correo y comencé a teclear, aporreando el teclado con los dedos.
Kennedy, Kennedy, Kennedy.
(Es muy molesto cuando haces esto con mi nombre, por cierto). Ni te he pedido ni necesito tu opinión sobre mis asuntos privados.
En respuesta a tu pregunta: «Riley, Riley, Riley, ¿qué voy a hacer contigo?», ¿y si finges que no existo? ¿Y si no haces nada? Mis correos electrónicos no son de tu incumbencia. No tienes que decir nada al reenviar mis mensajes. Simplemente pulsa el botón de reenviar y métete en tus asuntos. No te vendría mal probarlo alguna vez.
Pero, ya que preguntas, SÍ que hay una razón por la que tengo veintisiete años y estoy soltera. Se llama no conformarse con cualquier cosa.
Además, tienes el valor de llamar a mi madre narcisista. Ni siquiera la conoces. La definición de un narcisista es una persona que tiene un interés o admiración excesiva por sí misma. Y tú pareces tener un gran concepto de ti mismo y de tus opiniones. Creo que aquí el narcisista eres tú.
Algunos consejos de mi parte:
Por favor, no «preguntes por ahí» sobre mí.
No leas más mis mensajes si te llegan por casualidad.
Y NO me des tu opinión si no te la pido.
P. D.: No dejaría que mi hermana Olivia, o la hermana Mary Alice, ya que estamos, se acercaran a ti aunque fueras el último hombre en la Tierra.
Riley Kennedy
Pulsé enviar y me recliné en la silla mientras respiraba profundamente para calmarme antes de responder al otro correo electrónico. Estaba en racha. Uno menos, uno más.
Querida Soraya:
Para empezar, ¿quién eres? Yo le escribí a Ida, no a una asistente. Por tanto, no estoy completamente segura de por qué tu opinión debería importarme. En cualquier caso, llamar a alguien «aburrido» es de mala educación. Sí, yo me referí a mí misma como «Aburrida» en mi mensaje, pero ahí pretendía ser autodespectiva. Viniendo de ti, «aburrida» es un insulto. Decirle a alguien que se busque una vida ES UN INSULTO. Se supone que deberías ofrecer consejos. Lo único que has hecho ha sido insultarme sin proporcionar ninguna solución al problema que he expuesto, por no mencionar que eres una incompetente. Has invertido los nombres en la dirección de correo y le has enviado la respuesta a mi compañero, Kennedy Riley, que es una persona odiosa. Yo soy Riley Kennedy, no Kennedy Riley. Eso ha sido una violación de la confidencialidad y estoy segura de que a Ida no le haría mucha gracia enterarse de ello.
Como resultado de tu error, mi compañero de trabajo, al igual que tú, parece pensar que tiene derecho a darme consejos sin ninguna experiencia que los respalde. Si quisiera consejos de gente que no estuviera preparada para darlos, le preguntaría a alguien aleatorio por la calle o tal vez a mi perrita.
Gracias por nada,
Riley Kennedy
Lo envié y apagué el portátil. Dios, qué bien me sentó.
* * *
Esa misma tarde, me encontré con mi compañera de trabajo y amiga, Liliana Lipman, en el comedor y le conté lo que había pasado. Ella tampoco podía creer que ese tal Kennedy tuviera tanto morro.
Sumergió la bolsita de té en el agua y dijo:
—Bueno, la fiesta de Navidad será muy interesante este año.
Fruncí el ceño.
—¿Por qué lo dices?
—¿No lo sabes?
—¿El qué? —Cogí el sándwich y le di un bocado.
Liliana se inclinó y susurró:
—Este año van a hacer una fiesta de Navidad conjunta para las dos oficinas de Manhattan…
Por cuestiones de espacio, nuestra editorial tenía los departamentos de ficción y no ficción separados en lados opuestos de la ciudad.
Dejé de masticar cuando fui consciente de lo que implicaban sus palabras.
—Um… Eso no es bueno.
—Parece que por fin vas a conocer a Kennedy Riley en persona.
El estómago me dio un vuelco.
—Mierda, eso es lo último que quiero.
—No creo que tengas alternativa si decide venir.
—Tal vez no vaya a la fiesta. Problema resuelto.
—¿De verdad crees que Ames dejará que no vengas? Es bastante obligatorio, Riley.
Mi jefe, Edward Ames, siempre instaba a sus empleados a participar en todos los eventos de la empresa. Si no aparecías, te llamaba desde la fiesta, ponía el manos libros y te dejaba en evidencia para que vinieras. Los novatos siempre intentaban escabullirse de eventos como este. Los empleados con experiencia sabían lo que había.
Liliana suspiró.
—Quizá puedas encontrar una forma de evitarlo. ¿Este tío sabe cómo eres?
—Parece que ha preguntado por ahí sobre mí. Estoy segura de que alguien se lo dirá.
—¿Has visto alguna foto suya?
—No, no lo he buscado. No podría importarme menos.
—¿Estás segura? —Liliana sonrió—. Me sorprende, teniendo en cuenta vuestras acaloradas interacciones. —Se rio—. Venga ya, ¿no tienes ni una pizca de curiosidad?
—La verdad es que no. Siempre he supuesto que era tan feo por fuera como por dentro, con cara de culo de cabra o algo así.
Liliana sacó el móvil.
—Bueno, vamos a averiguarlo.
—¿Qué haces?
—Buscarlo en Facebook.
Se desplazó hacia abajo mientras murmuraba su nombre:
—Kennedy Riley… Kennedy Riley. Hay unos cuantos, en realidad.
De pronto, pegó un brinco sobre el asiento.
—¡Ah-ha! Aquí está. Vive en el Soho. Trabaja en Star Publishing. Ah, y está soltero. Es este.
Abrió los ojos de par en par cuando miró su foto de perfil.
—Guau, Dios mío.
Tuve que admitirlo. Ahora sentía curiosidad.
—¿Qué? —pregunté, advirtiendo que sonreía de oreja a oreja.
Se quedó boquiabierta y me miró lentamente, pero no dijo nada.
Entonces empezó a reírse. Me estaba impacientando.
—Enséñamelo —dije con la mano extendida.
—Deberías empezar a ser un poco más amable con él —respondió antes de girar la pantalla del móvil hacia mí.
Observé la imagen que tenía delante.
Ojos azul claro casi translúcidos. Rostro cincelado con piel de bronce. Hombros anchos.
Una sonrisa confiada que dejaba entrever la arrogancia que me había acostumbrado a esperar de él.
Amplié la imagen.
Kennedy Effing Riley.
Kennedy Effing Riley… estaba buenísimo.
—No puede ser verdad.
De pequeña adoraba la Navidad. Me encantaba todo: decorar el árbol, cantar villancicos por el barrio, ir a ver a Papá Noel al centro comercial. Pero, en los últimos años, esta época navideña se había vuelto odiosa. Hasta la música me ponía de los nervios.
Al parecer, a Liliana no le pasaba lo mismo. Había ido a ver a su familia antes de la fiesta de esta noche, ya que iba a quedarse con mi perrita mientras yo pasaba la Navidad en casa. Cuando entré, Liliana tenía media docena de regalos envueltos y un collar con campanillas preparado para la hermana Mary Alice. El espíritu navideño se había apoderado de ella y me hizo sentir como el Grinch.
Cuando entramos en el vestíbulo del hotel donde se celebraba nuestra fiesta, mi amiga entregó su abrigo a la encargada del guardarropa y empezó a cantar al ritmo de Mariah Carey «All I Want for Christmas is You», que sonaba a todo volumen.
—¿Qué hacemos primero? —dijo—. ¿Vamos a tomar algo o vamos a ver al señor Buenorro?
Cogí el resguardo que me ofrecía la señora del guardarropa y negué con la cabeza.
—Definitivamente, vamos a necesitar una copa si tengo que enfrentarme al señor Buenorro, digo… Metomentodo.
—¿Estamos seguras de que ha venido?
—No tengo ni idea. No he vuelto a saber de él.
Y tampoco de esa insolente asistente de Querida Ida.
Liliana y yo nos dirigimos hacia el gran salón de baile, donde la fiesta de Star Publishing estaba en pleno apogeo. Cruzamos las puertas dobles, abiertas de par en par, y nos tomamos un momento para observar el interior. Había mucha más gente de lo habitual. Cuando solo estábamos los empleados de nuestra división, cabíamos en un salón pequeño, y la pista de baile solía estar medio vacía. Pero este año era el doble de grande y todo el mundo estaba ahí. Incluso había un tipo disfrazado de Papá Noel en el centro de la sala repartiendo esos collares luminosos que parpadean en rojo y verde. El ambiente era completamente distinto al habitual.
—Vaya, ¿cuánta gente trabaja en la otra oficina? Parece una versión estrafalaria de nuestra aburrida fiesta de Navidad.
Liliana se enganchó a mi brazo.
—No lo sé, pero tal vez sea algo bueno y no me encuentre con ya sabes quién.
—¡Ni lo sueñes! Llevo semanas esperando este momento. Va a ser lo mejor del mes. Más vale que te lo encuentres.
Liliana y yo fuimos directas a la barra más cercana. Normalmente, pediría una copa de vino blanco, pero cuando llegó nuestro turno, señalé a una mujer que sostenía un cóctel de aspecto delicioso con trozos de bastón de caramelo rojo y blanco en el borde de la copa y le pregunté al camarero:
—¿Qué es eso?
—Es la bebida especial de la noche. Un Martini Blanca Navidad. Vodka de vainilla, licor de chocolate blanco y crema de cacao con bastón de caramelo de menta triturado en el borde. Los están haciendo en la parte de atrás. Dentro de unos minutos me traerán una nueva tanda.
Me relamí los labios.
—Mmm, quiero uno de esos, por favor.
—¡Yo también! Diles que se den prisa —exclamó Liliana.
Mientras esperábamos, me dediqué a observar la fiesta. Busqué a Kennedy con la mirada, pero, por suerte, no había ni rastro de él. Tal vez ni siquiera había venido. Por lo poco que sabía de él, se me antojaba más un Scrooge que un hombre con espíritu navideño. Después de escudriñar hasta la saciedad los rostros de la multitud, no encontré nada y, por fin, la tensión que acumulaba en el cuello comenzó a aliviarse y los hombros se me relajaron un poco. Saqué unos cuantos dólares del bolso para darle una propina al camarero y recogí mi Martini Blanca Navidad. Bebí un sorbo y seguí observando a la gente de la pista de baile mientras Liliana esperaba su bebida.
—¿Buscas a alguien, Riley? ¿Quizás al señor Riley? —dijo una voz grave y áspera por encima de mi hombro.
Sorprendida, me di la vuelta rápidamente, olvidando que sostenía una copa de Martini llena hasta el borde. Observé con horror cómo una oleada de Martini Blanca Navidad salpicaba la parte delantera de la camisa oscura y la corbata del hombre.
—¡Oh, no! ¡Ostras! —Cogí un puñado de servilletas de la barra y empecé a limpiar el estropicio.
—Lo siento mucho, odio estas copas y estoy muy nerviosa esta noche.
—Nerviosa, ¿eh? ¿Nerviosa por conocer a cierta persona?
Todavía no había levantado la vista, pero la forma en que el hombre prácticamente susurró esas últimas palabras… lo supe. Además, la piel de los brazos se me puso de gallina y se me erizaron los pelos de la nuca. Cerré los ojos. Mis manos se detuvieron en seco y, por primera vez, fui consciente del cálido pecho que había debajo; un pecho duro, cálido y musculoso. Cerré los ojos con más fuerza y conté para mis adentros.
1-2-3-4-5-6-7-8-9… En el 10, respiré hondo y abrí un ojo.
La boca de aquel imbécil se curvó en una sonrisa malvada.
—Sigo aquí. ¿Quieres contar hasta veinte a ver si eso ayuda?
Abrí el otro ojo de golpe y después abrí ambos de par en par mientras parpadeaba una vez, luego dos. Ay, no.
Por supuesto, tenía que ser incluso más guapo en persona. No podía simplemente ser fotogénico y resultar una decepción en el cara a cara. El señor Metomentodo tenía una mandíbula ridículamente cincelada y masculina, una piel impecable y unos ojos increíbles (de un tono de azul tan claro que eran casi transparentes) clavados en mí. ¿He mencionado que también era alto? Yo medía poco más de metro y medio sin tacones y esta noche contaba con siete centímetros extra, tal vez ocho. Sin embargo, solo le llegaba a los hombros: unos hombros anchísimos.
El hecho de que fuera casi perfecto me cabreó todavía más. Parpadeé otro par de veces y luego me recompuse y me aclaré la garganta.
—Pero bueno, si es el señor Metomentodo. Me sorprende que me hayas encontrado nada más entrar. Parece que te encanta meterte en mis asuntos.
Sonrió y bajó la mirada hacia mis manos, que todavía descansaban sobre su camisa.
—Parece que ahora a ti también te encanta meterte en los míos. Riley, Riley, Riley, ¿no puedes quitarme las manos de encima?
Aparté las manos.
—Es complicado —me burlé—. Estaba intentando secarte la mancha.
Su labio se crispó e inclinó la bebida que tenía en la mano en mi dirección.
—Tal vez debería ser tan torpe como tú, solo para devolverte el favor y ayudarte a secarte.
Lo miré con los ojos entornados.
Él hizo lo mismo, aunque sus ojos brillaron. Una vez más, se divertía a mi costa. La historia de mi vida reciente.
Era exasperante, de veras. Respiré hondo y esbocé una sonrisa falsa.
—Siento haberte tirado la bebida, pero no deberías acercarte a la gente de esa manera.
—Mis disculpas. Empecemos de nuevo. Soy Kennedy Riley. Un placer conocerte. Um, ¿cómo te llamabas?
Listillo.
Miré por encima de su hombro y fingí saludar a otra persona.
—Oh, acabo de ver por allí a alguien que sí me cae bien y con quien necesito hablar. Diría que ha sido un placer conocerte, pero se me da fatal mentir, así que, en lugar de eso, tendrás que conformarte con un feliz Navidad, capullo.
Me giré hacia Liliana, que estaba boquiabierta, y la agarré del codo.
—Vamos, cogeré otra bebida de la barra del otro extremo de la sala, la que esté más lejos de él.
* * *
Nos pasamos toda la noche mirándonos de reojo. Me quedaba embobada observándolo desde el otro lado de la sala y luego me giraba cuando él se daba cuenta. En un momento dado, sonrió y levantó el vaso en mi dirección.
Imbécil.
Por mucho que Kennedy me molestara, estaba resultando difícil de ignorar. Me pregunté si lograría escapar de esta fiesta sin otro encuentro.
Liliana salió a fumar con algunos compañeros de trabajo. Mientras daba un sorbo a mi bebida, me quedé sola por primera vez desde que habíamos llegado. El DJ había dejado de poner canciones navideñas y había pasado a una música de baile funky. Empezó a sonar «September» de Earth, Wind & Fire. Siempre me había gustado esa canción.
Siempre me había gustado esa canción hasta que Kennedy Riley entró en mi campo de visión y se acercó a mí mientras chasqueaba los dedos al ritmo de la música.
Miré con nerviosismo a mi alrededor con la esperanza de que Liliana apareciera y me salvara de la situación.
Antes de que pudiera darme cuenta, su brazo me rodeó la cintura y me arrastró a la pista de baile.
No, no, no.
Kennedy me condujo a través del mar de gente hasta que encontramos un espacio libre en la pista de baile. Me tendió las manos para que lo acompañara, pero permanecí inmóvil. Sin inmutarse, empezó a aplaudir y a chasquear los dedos mientras cantaba la letra de la canción. Cuando vio que eso no daba resultado, Kennedy se acercó más y movió las caderas con entusiasmo, como si fuera un stripper de la película Magic Mike ante una multitud de mujeres frenéticas.
A pesar de todo, permanecí como una estatua de mala gana. Lo único que movía era la cabeza para observar a Kennedy mientras él daba vueltas a mi alrededor. Tenía los ojos clavados en los míos mientras que varias empleadas lo repasaban de arriba abajo.
Cuanto más resistía sin moverme, más energía ponía él en sus movimientos de baile.
No sé si fue por la forma en que se mordió el labio inferior en un momento dado o qué, pero, de repente, perdí el control y estallé en una risa histérica.
Me señaló con el dedo.
—¡Ahí está!
Por fin se había abierto una brecha en mis defensas. Y ahora él también se reía. Este tipo estaba realmente loco, pero su pequeño plan había funcionado.
—Has tardado bastante —dijo mientras seguía bailando.
—¿Cómo no voy a reírme? Esto es completamente ridículo. —Me sequé los ojos, pero seguí negándome a participar en el baile.
Cuando terminó la canción, me tendió la mano.
—Me gustaría que nos diéramos una tregua.
Me dedicó una sonrisa humilde y genuina. Aunque tuve mis dudas, accedí y le estreché la mano. Después de esa actuación, ¿cómo podría negarme? Y esa sonrisa.
—De acuerdo, Kennedy. Acepto la tregua. Pero se acabaron los comentarios sobre mis decisiones vitales o sobre el contenido de los correos electrónicos que recibas por error.
—Hecho.
Seguía cogiéndome la mano y el calor de su piel me produjo escalofríos.
Señaló hacia la barra con la cabeza y levantó uno de los dos tickets de consumición que nos habían asignado a cada uno.
—Deja que te traiga una copa. Es lo mínimo que puedo hacer.
Me encogí de hombros.
—Claro, ¿por qué no?
Me soltó la mano y la apoyó en la parte baja de mi espalda mientras me guiaba a través de la multitud. Nos detuvimos ante la barra.
—¿Qué quieres? ¿Un Martini Blanca Navidad?
—Um, no. Un vodka con lima, por favor.
—Ahora mismo. —Me guiñó un ojo y llamó al camarero.
¿A qué clase de extraño universo en el que me tomaba una copa con Kennedy Riley había ido a parar?
Liliana me vio con Kennedy en la barra y me miró levantando los pulgares. Puse los ojos en blanco y negué con la cabeza. Se mantuvo alejada para dejarme a solas con él.
Kennedy me tendió mi bebida y dio un sorbo a su cerveza. La música estaba tan alta que tenía que hablarme al oído. La calidez de su aliento, junto con su aroma masculino, hicieron que se me acelerara el pulso.
—Entonces, ¿te vas a algún sitio a pasar las fiestas? —preguntó mientras sus labios rozaban mi oreja.
—Sí, mañana temprano. Reservé el primer vuelo de las seis de la mañana sin querer; creo que me arrepentiré después de beberme unos cuantos de estos. Tengo que marcharme a LaGuardia sobre las cuatro. —Levanté mi cóctel—. ¿Y qué hay de ti?
—No. Dejé de ir a casa por las fiestas hace unos años. ¿De dónde eres?
—Albany.
Se detuvo a mitad de un sorbo.
—Venga ya. ¿Del norte? Es broma, ¿no?
—No, ¿por qué?
—Yo soy de Rochester. Somos prácticamente vecinos.
Sonreí. Solo otro norteño podía decir que vivir a ciento treinta kilómetros nos hacía vecinos. Aquí, en Nueva York, la gente preparaba una bolsa de viaje para recorrer los escasos treinta kilómetros que los separan de Long Island.
—¿Y por qué dejaste de ir a casa? —pregunté.
Desvió la mirada y luego apuró lo que le quedaba de cerveza.
—Es una larga historia.
—Ah, vale.
—¿Cuánto tiempo te quedas allí? —preguntó.
—Solo hasta Año Nuevo. Si te soy sincera, no me apetece mucho.
—¿Tiene algo que ver con la carta de Navidad de tu madre?
Uf, estuve a punto de preguntarle cómo sabía eso, pero después lo recordé.
—Tal vez tenga algo que ver con eso —admití—. O más bien con la naturaleza crítica de mi madre, sí.
—Sabes que eso son chorradas, ¿no? Alguien puede sentirse realizado sin tener que tocar en una filarmónica o lo que coño fuera que pusiera en esas cartas. No deberías dejar que te afecte.
—Bueno, me temo que es más fácil decirlo que hacerlo.
Sus labios se curvaron en una sonrisa malvada.
—¿Sabes qué sería increíble?
—¿Qué?
—Que pudieras darle exactamente lo que quiere…, con esteroides.
—No te entiendo.
—Bueno, como inventarnos una trola de mierda. Podría ser muy gracioso.
—No se me da nada bien mentir.
—Estaré encantado de ofrecerme voluntario.
Entrecerré los ojos con recelo.
—¿De qué hablas? Explícate.
—Podría acompañarte y pasar unos días en tu casa. Te inventas una historia y me presentas como un tipo con el que estás saliendo. Dijiste que tu madre siempre se queja porque no tienes pareja, ¿verdad?
—Así que te ofreces a fingir que eres mi novio. ¿Y qué le dirías a mi madre, exactamente?
Se rascó la barbilla, lo que atrajo mi atención hacia la sexy barba incipiente que salpicaba su mentón.
—Oh, no lo sé. Tendría que pensarlo. O tal vez inventármelo sobre la marcha. Sería más divertido.
—No sería divertido. No es un juego. Es mi vida.
Pareció desanimado porque su propuesta no me había convencido.
—De acuerdo. Olvídalo. Pero la oferta sigue en pie, por si cambias de opinión. —Me guiñó un ojo—. Tienes mi correo electrónico, ya sabes.
* * *
A la mañana siguiente, en el aeropuerto de LaGuardia, me arrepentí de la tercera copa que había tomado en la fiesta. Llevaba unas gafas de sol enormes para protegerme de la luz mientras hojeaba las revistas en el quiosco Hudson News, frente a mi puerta de embarque.
—Creo que la columna de tu gurú se publica en el periódico, no en esa revista de pacotilla —dijo una voz profunda por encima del hombro que me resultó familiar. Sorprendida, di un respingo y me giré.
Levanté la mano para llevarla el pecho, donde el corazón se me había desbocado. Parpadeé un par de veces y tragué con fuerza.
—¿Qué… qué haces aquí?
Kennedy sonrió.
—Al final he decidido volver a casa para las vacaciones.
—¿Y resulta que también tienes el vuelo 62?
—Mencionaste que cogías el primer vuelo de la mañana, así que imaginé que podría ser este.
Me bajé las gafas de sol y lo miré por encima.
—¿Querías estar en mi vuelo?
—Pensé que te daría la oportunidad de reconsiderar mi propuesta. La oferta sigue en pie, por cierto.
Anoche, mientras daba vueltas en la cama, había pensado en su propuesta. Mucho. No parecía tan mala idea. Tal vez no quisiera llevar las cosas al nivel extremo que había sugerido, pero la verdad es que aparecer con una cita desviaría el foco de atención de todas las cosas que no estaba logrando. Aunque no entendía por qué él tenía tantas ganas de pasar las fiestas conmigo.
Nos sentamos juntos mientras esperábamos a que empezara el embarque.
—¿De verdad quieres venir a mi casa y no te supone un problema mentir tan descaradamente? —pregunté.
—No si es por un bien mayor. Pero, en realidad, mis servicios no serán del todo gratis.
Sacudí la cabeza, decepcionada conmigo misma por haberme planteado confiar en él.
—Tendría que haberlo imaginado.
—No tengas la mente tan sucia, Riley Kennedy. No es nada de eso.
—¿Qué es entonces, Kennedy Riley?
—Necesito una pareja para la boda de mi hermano en Rochester. Es el sábado previo a la Nochevieja.
—Pero dijiste que no tenías pensado volver durante las vacaciones.
—Y era cierto. Lo he pensado mejor. Dijiste que seguirías en la ciudad, ¿no?
—Sí, vuelvo el día de Año Nuevo.
—Perfecto, entonces. Y ni siquiera hace falta que te inventes una historia loca ni nada por el estilo. Simplemente tendrías que acompañarme para que no me presente solo.
Reflexioné unos instantes.
—Supongo que es bastante inofensivo. Pero me lo voy a pensar durante el vuelo.
Parecía inofensivo, pero algo en mi interior me decía que nada que tuviera que ver con Kennedy Riley estaba exento de riesgo.
Necesitaba que me examinara un puto loquero.
Cuando me abroché el cinturón en el asiento de la fila de atrás de Riley, la gravedad de lo que estaba planeando me golpeó de lleno. Había una razón por la que no había vuelto a Rochester ni a casa en los últimos años. Sacudí la cabeza y miré a Riley. Estaba agarrada al reposabrazos y tenía los nudillos blancos. Me incliné hacia delante.
—¿Te ponen nerviosa los aviones?
Me miró y se apartó un mechón de pelo rubio de la frente. Me di cuenta de que la tenía perlada de sudor. Y en el avión no hacía calor.
—Un poco. Pero solo para el despegue y el aterrizaje. Estaré bien el resto del tiempo —dijo.
Me desabroché el cinturón y me dirigí a su fila.
—¿Disculpe, señor?
La fila de Riley tenía tres asientos. Había una mujer mayor sentada junto a la ventanilla, un tipo bastante grande metido en el medio y ella estaba junto al pasillo. El tipo grande me miró.
—¿Le importaría cambiarme el sitio? Tengo un asiento de pasillo en la fila de atrás.
Miré a Riley y luego a él.
—Mi prometida se pone nerviosa en los vuelos. Se lo agradecería mucho.
El tipo parecía encantado.
—Sí, claro. No hay problema.
Se levantó, pasó junto a Riley y me senté en su lugar antes de abrocharme el cinturón en el puto asiento central.
Sentí que Riley me observaba, así que me apoyé en el reposacabezas y me giré para mirarla.
—¿Qué?
—¿Tu prometida?
Le guiñé un ojo.
—¿Qué puedo decir? Eres una chica muy afortunada.
Se rio.
—No era necesario que cedieras tu asiento de pasillo por mí. Puedo arreglármelas sola.
—Lo sé, pero he pensado que podría dedicar este rato a desmentir todas las razones que tu cerebro te está dando sobre por qué no deberíamos divertirnos un poco en casa de tu madre.
Suspiró.
—En realidad, no creo que sea buena idea.
—Le estás dando demasiadas vueltas, Riles. Es una idea fantástica. ¿Sabes por qué lo sé?
—¿Por qué?
—Porque se me ha ocurrido a mí.
Puso sus grandes ojos azules en blanco.
Me reí.
—No, pero, en serio, te da pánico volver a casa por las vacaciones. ¿Por qué no te diviertes un poco y te quitas a tu madre de encima?
Negó con la cabeza.
—No lo sé. Tal vez porque no me parece bien mentir a toda mi familia.
—Bueno, si te hace sentir mejor, podemos ir al baño y unirnos al Mile High Club durante el vuelo. Ya sabes, el club de gente que ha mantenido relaciones sexuales en los aviones. Así no estarás mintiendo cuando le digas a tu madre que soy lo mejor que te ha pasado en la vida.
Se puso colorada. Se había sonrojado y todo, joder.
Sentí cómo la tela de mis pantalones se tensaba. Me incliné hacia ella y bajé la voz.
—¿Cuánto tiempo ha pasado exactamente, Riley? Tu carta a esa chiflada de Querida Ida decía que no habías tenido una cita en diez meses, pero seguro que te has liado con uno o dos desde entonces.
—El tiempo que haya pasado no es de tu incumbencia.
El leve rubor de sus mejillas se intensificó hasta volverse rojo brillante.
Oh, mierda. Así que llevaba a dos velas todo ese tiempo. Las luces de emergencia parpadeaban con tal intensidad que deberían haberme cegado. Sin embargo, yo solo veía su preciosa cara. Por no mencionar que la confirmación de que ningún hombre había plantado su bandera en el planeta Riley en tantos meses me volvió un poco loco.
—Te diré algo, Riley. ¿Y si endulzo un poco el asunto?
—¿Qué quieres decir?
—Iré contigo a la fiesta de Navidad. Incluso te dejaré establecer las reglas básicas de lo que le diremos a la gente en casa de tu madre. Y luego te compraré el vestido que lleves a la boda a la que me vas a acompañar.
—No puedo dejar que hagas eso.
—No es para tanto. Mi madre tiene una boutique de novias en Rochester. Tiene una tienda llena de vestidos. No me saldrá muy caro, de todos modos.
—Oh, vaya. —Se mordió el labio como si lo considerara en serio por primera vez desde la noche anterior. Así que subí la oferta para sellar el trato.
—Y los zapatos. También tiene todos esos zapatos de suela roja que las mujeres adoran.
Eso llamó su atención. Vi cómo se activaban los mecanismos de su cabeza. Mientras le daba un minuto antes de volver al ataque, miré por la ventanilla. Me sorprendió bastante lo que vi.
—Oye, Riles.
—¿Sí?
—¿Te has dado cuenta de que estamos en el aire?
Frunció el ceño y luego se inclinó hacia adelante y miró por la ventanilla.
Parpadeó y abrió los ojos de par en par.
—¿Cómo es posible?
—Estabas tan distraída que te has olvidado de los nervios. La fiesta de tu madre puede ser así, si aceptas el trato.
Riley me miró a los ojos. Esta mujer era como un libro abierto. Esperaba que no jugase nunca al póquer. Leí sus miedos, cada duda que tenía sobre la mentira y, si no me equivocaba, había incluso un poco de atracción. Menos mal que yo era mejor jugador de póquer que ella. Porque mientras deliberaba sobre si mentir o no, yo me preguntaba cómo diablos iba a pasar dos noches fingiendo ser su novio sin morder esos labios sonrosados. Y me preguntaba qué harían esos grandes labios si lo hacía: ¿se tensarían de asco o se ablandarían de deseo?
Me aclaré la garganta y me acomodé en mi asiento.
—Entonces, ¿qué va a ser, Riley? ¿Te apuntas o eres demasiado cobarde para divertirte un poco?
Me miró con los ojos entrecerrados.
—¿Por qué haces todo esto? Podrías ir tranquilamente a la boda sin pareja. Estoy seguro de que hasta podrías desplegar tus encantos y ligar con alguna dama de honor borracha y desprevenida si te esforzaras lo suficiente.
—Por la misma razón que te lleva a fingir que tienes un novio guapo: quitarme a mi familia de encima.
—Tu familia también está muy encima de ti, ¿eh?
Asentí con la cabeza sin dar más detalles. No iba a meterla en mis putos líos. Maldita sea, ni siquiera estaba seguro de por qué demonios había decidido volver a casa ahora. Pero la miré a los ojos y le dije algo que mi instinto pensó que podría entender.
—Todos tenemos razones para hacer las cosas que hacemos, ¿no es así, Riley?
Tragó y, por un milisegundo que podría haberme perdido en un parpadeo, sus ojos bajaron a mis labios.
—Vale. Me apunto.
* * *
—No puede ser verdad.
—Lo sé. Ya te dije que mi madre tiende a exagerar con la Navidad.
Nos detuvimos en una majestuosa casa colonial de dos plantas encima de la que parecía haber vomitado la Navidad. Había cientos de adornos móviles por todo el césped nevado, las luces estaban encendidas a pesar de que era de día y la canción de «El tamborilero» sonaba en los altavoces exteriores. La madre de Riley vivía en una de esas casas navideñas raritas a las que la gente lleva a sus hijos de visita.
—Esto es más que una exageración. Esto es… —Sacudí la cabeza—. Una locura. Eso es lo que es.
Su expresión se derrumbó.
—Lo sé, pero la Navidad era la época favorita de mi padre. Cuando se puso enfermo, mi madre empezó a añadir más adornos para subirle la moral. Y, tras su muerte…, siguió añadiendo cosas.
—Lo siento. No sabía que tu padre había fallecido.
Asintió.
—Hace siete años. Cáncer de colon. Mamá tiene una caja de donaciones en la esquina de la entrada. La gente viene en coche por la noche para ver el decorado de Navidad y muchos hacen un donativo a la Alianza contra el Cáncer Colorrectal durante su visita. Eso la hace sentir mejor. Pero sé que es un poco raro.