Érase una vez… la seducción - Maisey Yates - E-Book
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Érase una vez… la seducción E-Book

Maisey Yates

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Beschreibung

Cuando Belle Chamberlain se ofreció a ocupar el lugar de su padre como su prisionera, el príncipe Adam Katsaros le propuso un trato. Con profundas cicatrices a causa del accidente en el que había fallecido su esposa, Adam se había recluido en su imponente castillo. Pero la inocente belleza de Belle podía ayudarlo a recuperar su reputación y a reclamar el trono que le pertenecía. Liberaría a su padre si ella desempeñaba el papel de su amante. Belle no podía negarse ni tampoco resistirse a su inquietante captor. La ardiente mirada de Adam despertaba en ella un deseo que no conocía y cada caricia le indicaba que era suya.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Maisey Yates

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Érase una vez… la seducción, n.º 149 - febrero 2019

Título original: The Prince’s Captive Virgin

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-525-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Érase una vez…

 

Belle observó el imponente castillo y se apretó con más fuerza el abrigo en torno a su menudo cuerpo. Sorprendentemente, hacía frío esa noche en aquella islita del Egeo, entre Grecia y Turquía.

Cuando había oído hablar de Olympios por primera vez había pensado en el Mediterráneo, desde luego: casas blancas y cielo y mar azules. Y tal vez fuera así de día. Pero, por la noche, en la aterciopelada oscuridad que la envolvía y con el aire húmedo que soplaba desde el mar, el fresco la había pillado desprevenida.

Por otra parte, tampoco se esperaba la fortaleza que había frente a ella. Era medieval, y nada, salvo las luces que parpadeaban en las ventanas, indicaba que formara parte de la era moderna. Claro que tampoco cabía esperar menos de un hombre que se había tomado tantas molestias para vengarse de un fotógrafo.

Un hombre que había descubierto al padre de ella haciéndole fotos y lo había encarcelado para vengarse por algo tan inocuo como unas fotografías que iban a publicarse sin su permiso.

Belle pensaba que debería tener miedo, ya que el príncipe Adam Katsaros había demostrado su falta de sensatez y humanidad. Pero a ella la seguía impulsando la misma rabia que había experimentado al enterarse de la suerte de su padre.

Parecía que el miedo no le afectaba, lo que era extraño teniendo en cuenta que durante buena parte de su vida todo le había dado miedo. Temía perder a su padre y el refugio que había encontrado en él después de que su madre la abandonara a los cuatro años de edad, y la posibilidad de que ella se convirtiera en una persona egoísta, a la que solo motivaran los placeres de la carne, como había sido su madre y, probablemente, lo seguiría siendo.

Todo ese miedo había desaparecido en el momento en que se había subido a un avión en Los Ángeles, había cambiado de avión en Grecia y había llegado a Olympios.

Solo esperaba que el valor no la abandonara.

Tony se enfadaría mucho cuando se enterara de lo que había hecho. Su novio, con el que llevaba casi ocho meses, siempre había querido desempeñar un papel más importante en su vida. Sin embargo, ella se resistía, al igual que se resistía a que hubiera entre ellos intimidad física. Ese era uno de sus miedos.

Era su primer novio, por lo que estaba acostumbrada a tener espacio e independencia y no le apetecía renunciar a ninguna de las dos cosas.

Lo cual era una paradoja considerando lo que estaba dispuesta a hacer ese día.

Le sorprendió que hubiera pocas medidas de seguridad en el palacio. No vio a nadie al subir los escalones que conducían a una doble puerta. Estuvo tentada, y no era la primera vez desde su llegada a la isla, a comprobar si el calendario de su móvil había retrocedido un siglo, o unos cuantos.

Alzó la mano, sin saber si llamar o no a una puerta como aquella. Al final decidió agarrar la anilla de hierro y tirar de ella para abrirla. La madera crujió con el esfuerzo, como si nadie se hubiera atrevido durante mucho tiempo a entrar en el gran e imponente edificio. Sin embargo, ella sabía que no era así, ya que, solo unos días antes, su padre había llegado allí. Y, si los rumores eran ciertos, estaba encarcelado en la propiedad,

Avanzó un paso con cautela y le sorprendió el calor que la recibió. Estaba oscuro, salvo por algunos apliques de pared encendidos. La gran antecámara de piedra carecía de las comodidades que había esperado encontrar en un palacio, a pesar de que no estuviera acostumbrada a ser recibida en ellos.

No, la casita al lado del mar, donde su padre y ella vivían en el sur de California, distaba mucho de ser un palacio, pero aquello no era lo que se esperaba de la realeza. A pesar de su falta de experiencia, tenía expectativas. Aunque no frecuentaba las lujosas casas y fiestas que los famosos celebraban en Beverly Hills, su padre se dedicaba a fotografiarlas, por lo que ella las conocía de verlas en las fotos, no por experiencia.

–¿Hola? –gritó, vagamente consciente, en el momento en que salió de su boca, de que tal vez no había sido buena idea pronunciar la palabra, que rebotó en las paredes de piedra. Pero la adrenalina que la envolvía como una armadura impenetrable no la abandonó. Tenía una misión y no le asustaba llevarla a cabo.

Cuando el príncipe entendiera, estaría encantado de devolverle a su padre. Estaba convencida. Cuando supiera el estado de salud de su padre.

–¿Hola? –volvió a gritar, sin obtener tampoco respuesta.

Oyó un leve ruido de pasos sobre las losas de piedra y se volvió hacia un pasillo que había al fondo de la antecámara, a la izquierda, en el momento en que un hombre alto y esbelto se dirigía hacia ella.

–¿Se ha perdido, kyria?

Hablaba en tono suave y amable, en nada semejante al entorno hostil y frío en que se hallaban ni a lo que ella se había imaginado que encontraría en aquel edificio medieval.

–No –contestó–, no me he perdido. Me llamo Belle Chamberlain y busco a mi padre, Mark Chamberlain. El príncipe lo tiene retenido aquí y me parece que no entiende cuál es su situación.

El criado, al menos Belle creía que era eso, dio un paso hacia ella, por lo que esta pudo verle mejor el rostro. Parecía preocupado.

–Sí, lo sé. Puede que lo mejor sea que se vaya, señorita Chamberlain.

–No lo entiende. Mi padre está enfermo e iba a empezar a recibir tratamiento en Estados Unidos, que es donde vivimos. No puede estar aquí. No puede estar encarcelado por el simple hecho de haber sacado unas fotografías que al príncipe no le gustan.

–El príncipe protege su intimidad –afirmó el hombre como si no la hubiera oído, como si recitara algo aprendido de memoria–. Lo que dice el príncipe es… bueno, es la ley.

–No voy a marcharme sin mi padre. No voy a irme hasta haber hablado con el príncipe. Además, las medidas de seguridad que tienen aquí son muy escasas –miró a su alrededor–. Nadie me ha impedido entrar, por lo que me imagino que a mi padre le fue muy fácil llegar hasta el príncipe. Si este quiere proteger su intimidad, debiera tomar medidas –los famosos a los que su padre fotografiaba hacían todo lo posible para evitarlo, a diferencia de lo que estaba viendo allí.

Aunque tal vez fuera algo cruel mirar las cosas desde ese punto de vista. Pero era hija de un paparazi, y así eran las cosas. Los famosos capitalizaban su imagen basándose en que era mercancía pública. Su padre sencillamente era parte de esa economía.

–Hágame caso. Es mejor que no hable con el príncipe.

Ella se irguió todo lo que le daba de sí el cuerpo, que no era mucho ni impresionaría a nadie.

–Hágame caso –contraatacó–. Quiero hablar con él y decirle que sus tácticas tiránicas, al haber retenido a un ciudadano americano en nombre de su vanidad, no me impresionan en absoluto. De hecho, si tiene problemas con su aspecto porque seguramente tenga la barbilla hundida y joroba, que tome el dinero que no ha invertido en remodelar el palacio y lo invierta en un buen cirujano plástico, en vez de encarcelar a un hombre por sacar fotos.

–¿La barbilla hundida? –otra voz sonó en la oscuridad, muy distinta de la del criado. Era profunda y resonó en la habitación de piedra y en el interior de Belle. En ese momento, y por primera vez, tuvo miedo, un miedo intenso que le descendía por la columna vertebral y le reverberaba en el estómago–. Debo reconocer que, como observación, es nueva. No obstante, no lo es proponer que visite a un cirujano plástico. Y me temo que ya he perdido la paciencia para soportar más ataques.

–Príncipe Adam –dijo el criado en tono claramente conciliador.

–Déjanos, Fos.

–Pero, majestad…

–No seas servil –dijo el príncipe, en un tono tan duro como las piedras que los rodeaban–. No te pongas en evidencia.

–Sí, desde luego.

Y, acto seguido, la única persona que Belle creía que podía ser su aliada, se alejó y la oscuridad se la tragó. Y ella se quedó sola con aquella voz, cuyo cuerpo seguía en las tinieblas.

–Así que ha venido a preguntar por su padre.

–Sí –contesto ella en tono vacilante. Respiró hondo y trató de controlarse. No se dejaba intimidar con facilidad. Nunca lo había hecho. Había pasado la infancia en colegios privados muy por encima de sus medios económicos, pero lo había hecho gracias a un fondo fiduciario establecido por su abuelo.

Todo el mundo conocía su situación económica, por lo que tuvo que desarrollar una coraza desde muy pronto. Se burlaban de ella por ser pobre, por tener la cabeza en las nubes, cuando, en realidad, lo que tenía era la vista fija en un libro. Las historias, los mundos de ficción, constituían su armadura, pues le permitían aislarse y no hacer caso de las burlas que la rodeaban.

Había sobrevivido a una infancia rodeada de miradas burlonas y comentarios crueles de los niños de las clases adineradas de Hollywood, por lo que sin duda podría enfrentarse a un príncipe de un país que tenía el tamaño de un sello.

Oyó el ruido de sus pasos, lo que le indicó que había avanzado más, pero seguía sin poder verlo.

–Yo he arrestado a su padre.

–Lo sé –contestó ella intentando que no le temblara la voz–. Y creo que ha cometido un error.

Él rio, pero sin sentido del humor. A ella le pareció que la temperatura había descendido.

–Es usted muy valiente o muy estúpida viniendo así a mi país, a mi casa, a insultarme.

–Creo que no soy ninguna de las dos cosas, sino solo una chica preocupada por su padre. Seguro que lo entiende.

–Tal vez, aunque me resulta difícil recordarlo. Llevo tiempo sin preocuparme de mi padre. Está muy cómodo en el cementerio.

Ella no estaba segura de qué debía responder, si debía decirle sentía que su padre hubiera muerto. Al final se imaginó que él no querría su compasión.

–Eso es lo que me temo que le pasará a mi padre. Está enfermo y necesita tratamiento. Por eso le sacó a usted las fotos, porque necesitaba dinero para cubrir el coste del tratamiento que no cubría el seguro. Es su trabajo. Es fotógrafo y…

–No me interesa en absoluto nada de lo relacionado con la escoria de los paparazis. Están prohibidos en mi país.

–Entonces, no habrá libertad de prensa –dijo ella cruzándose de brazos y afirmando los pies en el suelo de piedra.

–No hay libertad de perseguir a las personas como si fueran animales simplemente para coleccionar fotografías.

Ella lanzó un bufido.

–Dudo que a usted lo hayan perseguido. Yo entré en el palacio con toda facilidad. Mi padre es un fotógrafo con experiencia, por lo que seguro que a él le resultó aún más fácil.

–Pero lo pillaron. Por desgracia, ya había mandado las fotos a su jefe en Estados Unidos. Y como su jefe no está dispuesto a negociar conmigo…

–Lo sé. Las fotos van a salir en exclusiva en el Daily Star a finales de semana.

–Pero también quieren publicar que se acaba el periodo en que un virrey ha estado dirigiendo el país en mi lugar y quieren el monopolio de esas fotos para cuando decida qué voy a hacer con el cargo.

–Si yo hubiera podido negociar con ellos –prosiguió Belle–, no habría venido. Pero supongo que no le dijeron nada de la enfermedad de mi padre.

–¿Es que debe importarme? A él no le importan mis enfermedades.

La rabia pudo a Belle.

–¿Van a matarle sus enfermedades? Porque la de él lo hará. Si no vuelve a Estados Unidos para recibir tratamiento, morirá. Y no voy a consentirlo. Quiere mantenerlo encerrado en una celda. ¿Por qué? ¿Por orgullo? No puede resultarle útil.

Ella oyó que él comenzaba a recorrer el pasillo y el eco que producían sus pasos. Distinguió una sombra oscura en movimiento. Era larga, pero fue lo único que distinguió.

–Puede que tenga razón y que carezca de utilidad para mí más allá de que sirva de ejemplo.

–¿De ejemplo para quién?

–Para todo aquel que se atreva a hacer algo así. ¿No es suficiente lo que le hicieron a mi familia? ¿Quiere la prensa añadir sal a la herida cuando nos aproximamos al tercer aniversario del accidente? No lo consentiré.

–Así que dejara que un moribundo se pudra en su palacio ¿Acaso no sabe que con un error no se subsana otro?

–No se confunda conmigo –observó él en tono repentinamente fiero–. No intento corregir ningún error. Quiero una compensación.

Belle oyó de nuevo sus pasos y se dio cuenta de que había dado media vuelta y se alejaba.

–¡No!

–He terminado con usted. Mi criado la acompañará a la salida.

–Tómeme a mí –dijo ella sin pensar lo que decía– en vez de a mi padre. Déjeme ocupar su lugar.

–¿Por qué quiere hacerlo? –ella oyó que sus pasos volvían a acercarse. Parpadeó con fuerza maldiciendo su incapacidad de ver en la oscuridad.

–«Querer» es una palabra demasiado fuerte, pero yo no necesito tratamiento médico. No pasa nada si me quedo en este palacio, por muy larga que sea la condena –estaba el asunto de la beca y el de tener que hacer un máster de Literatura, pero, por la vida de su padre, sacrificaría lo que fuera sin dudarlo.

–¿Y para qué servirá?

–Diga que fui yo quien hizo las fotos, la que ha causado todos los problemas. Utilíceme a mí como ejemplo –él no dijo nada. Había tanto silencio que ella creyó que se había marchado–. Por favor.

–Si lo hago, no voy a dejarla ir simplemente con esa insulsa historia. No.

–Creí que quería que sirviera de ejemplo.

–Así es –dijo él con dureza–. Sin embargo, se me ocurren posibilidades más creativas para usted.

Ella sintió un escalofrío de miedo.

–No creo que me quiera para… para eso.

–Me está malinterpretando. Si quisiera una prostituta, no tendría ningún problema en hacerla venir. Usted es hermosa, extraordinariamente hermosa. Y yo me hallo en una situación interesante.

–¿Cómo?

–Su padre no decidió hacerme fotos por capricho. Durante los últimos años, un virrey interino ha estado gobernando en mi lugar. Ese periodo ha terminado y debo tomar una decisión: si abdico para siempre o si tomo el control de lo que es mío.

Belle soltó el aire de los pulmones. Tenía un extraño sabor metálico en la boca.

–¿Y ya lo ha decidido?

–No voy a esconderme eternamente. Reclamaré el trono. Y así daré ejemplo. Ni mi país ni yo seguiremos escindidos. Y no aceptaré el asedio de la prensa.

–Yo no se nada sobre cómo se gobierna un país. No puedo ayudarlo.

–No sea tonta. No me hace falta su cerebro, sino lo que yo ya no poseo: su belleza.

Ella apenas conseguía entender lo que le decía.

–Así que, trato hecho –concluyó él.

El príncipe no le había dado tiempo a reaccionar a su declaración anterior, por lo que sus últimas palabras la dejaron perpleja. Estuvo a punto de tropezar y caer de rodillas.

–¿Ah, sí? –seguía sin tener la certeza de a qué había accedido, a ayudarlo de algún modo a recuperar su reino. Pero no tenía ni idea de a qué se refería.

–Diré a Fos que vaya a comunicar a su padre que puede marcharse.

–Yo… –Belle no sabía qué decir. Desde luego, no creía haber tenido éxito, sino que estaba aterrorizada. Era la prisionera del príncipe. Había accedido a ocupar el lugar de su padre en el castillo de un loco–. ¿Puedo verlo antes de que se vaya?

–No, eso solo provocaría lágrimas innecesarias. Y se me está agotando la paciencia.

–No sé… ¿Qué quiere que haga?

–Supongo que habrá oído decir que detrás de todo hombre con éxito hay una mujer. Usted será esa mujer y me ayudará a suavizar mi imagen.

Sus pasos volvieron a indicar que se alejaba. El pánico hizo presa de ella.

–¡Espere!

Él se detuvo.

–Un criado vendrá para conducirla a su habitación,

Ella se imaginó que por «habitación» quería decir «calabozo». La recorrió otro escalofrío y su miedo aumentó hasta parecerle que estaba drogada.

–Al menos deje que lo vea –se negaba a pensar que era un monstruo acechando en la oscuridad. Solo era un hombre. Como ella había dicho antes burlándose, un hombre con papada.

Un hombre con miedo a mostrarse por cobardía, porque era un tirano que no permitía que se dijera nada sobre él que no contara con su aprobación. Ella no tenía nada que temer. Y, cuando le viera el rostro, lo sabría con seguridad.

–Si insiste… –él avanzó hacia ella y su forma se fue haciendo más clara, según avanzaba. Un pie apareció en el centro de la habitación, seguido por el resto del cuerpo.

Belle estaba en lo cierto al creer que era grande. Su estatura era casi monstruosa. Por si su altura fuera poco para hacer que se estremeciera de miedo, le faltaba verle el rostro.

Se había equivocado: no tenía la barbilla poco pronunciada. No, su estructura ósea era perfecta, lo que hacía que el daño causado a sus rasgos fuera como una blasfemia proferida a voz en grito en una iglesia.

Tenía la piel morena, pero destrozada. Tenía marcas profundas y un corte le atravesaba un ojo. Era tan profundo que ella se preguntó si vería con él. Era difícil saber si sonreía, ya que la cicatriz de la boca le impedía estirar los labios del todo.

En ese momento, Belle tuvo la certeza de que no la había apresado un hombre, sino una bestia.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

EL príncipe Adam Katsaros ya no era un hombre guapo. El accidente que le había robado a su esposa también le había robado el rostro. Pero no le preocupaba. Tampoco era ya un hombre bueno, lo cual hacía que la situación fuera algo poética, ya que su aspecto exterior coincidía con lo que había en su interior.

De todos modos, hacer prisionera a una mujer era excesivo, incluso para él. Sin embargo, no pensaba cambiar de opinión. Cuando ella le había hecho la oferta, él la había aceptado de buena gana, sobre todo porque sabía cómo podría utilizarla a ella. Le sería mucho más útil que su padre.

Si lo que ella decía era cierto, si el anciano se estaba muriendo, no le interesaba retenerlo. Pero quería castigarlo de manera ejemplar y reforzar su poder, la línea dura contra los medios de comunicación y los gusanos que acosaban y atormentaban a sus súbditos por el hecho de que él fuera famoso y de sangre real.

Pero no le interesaba causarle la muerte a nadie. Además, tenía la impresión de que aquella mujer podía resultarle mucho más útil. Su confinamiento tocaba a su fin y, aunque él hubiera seguido de buena gana en la oscuridad eternamente, no podía ser.

El acuerdo que había firmado con el virrey tenía condiciones muy claras. Y, si Adam no abandonaba su reclusión, se celebrarían elecciones en otoño y desaparecería la dinastía que llevaba siglos gobernando en Olympios.

Y, a pesar de estar sumido en la pena y el dolor, no lo estaba tanto como para abandonar lo que sus antepasados habían tardado siglos en construir.

Pero necesitaba unos titulares que fueran más allá de sus cicatrices. Que una mujer hermosa apareciera con él en público añadiría otra dimensión, otra historia a todo lo anterior.

Era justo lo que le hacía falta, aunque antes no lo supiera.

Simplemente necesitaba el lugar adecuado para utilizarla.

Cerró los puños y contempló su piel dañada. A veces le daba la impresión de que exageraba, pero después recordaba. Era fácil hacerlo, porque tenía el cuerpo lleno de recordatorios.

En ese momento le sonó el móvil. Soltó un improperio porque era su amigo, si se le podía llamar así, el príncipe Felipe Carrión de la Viña Cortez.

Apretó la tecla de respuesta.

–¿Qué quieres, Felipe?

–Hola, Rafe también nos escucha, para que lo sepas.

–¿Una conferencia? ¿En qué lío te has metido?

Su apasionado amigo tenía fama de haber causado incidentes internacionales, por lo que a Adam no le extrañaría que se hubiera visto vuelto en otro escándalo.

En realidad, Rafe, Felipe y él no podían ser más distintos. Si no fuera por la amistad que habían entablado en un estricto internado, dudaba que tuvieran nada que decirse.

Pero Felipe y Rafe habían evitado que la oscuridad se le hubiera acabado tragando por completo esos últimos años, por lo que estaba en deuda con ellos o, al menos, no gruñía cuando uno de ellos lo llamaba.

–En ninguno –contestó Felipe–. Voy a organizar una fiesta. Verás, es el quincuagésimo aniversario del gobierno de mi padre. Y probablemente sea el último. Quiero invitaros a los dos.

Rafe habló por primera vez.

–¿Se permitirá llevar animales de asistencia?

Felipe soltó una carcajada.

–Rafe, ya es hora de que te busques una encantadora compañera que te guíe.

–Por atractivo que resulte, tendría que encontrar a una mujer dispuesta a servirme de perro guía.

Cinco años antes, Rafe se había quedado ciego en un accidente y, aunque Adam desconocía los detalles, sospechaba que había tomado parte en él una mujer. Pero Rafe no era de los que contaba su vida. A diferencia de Felipe y él mismo, Rafe no era de sangre real ni había nacido con dinero, sino que se había convertido en el protegido de un hombre de negocios italiano a los pocos años de edad.

Ese hombre le había pagado los estudios y le había conseguido un puesto en la empresa hasta que tuvo el accidente. Pero fue el accidente lo que impulsó a Rafe hasta el nivel siguiente de éxito. Y ahora era, sin lugar a dudas, uno de los hombres más ricos y poderosos del mundo, fuese o no de sangre real.

Pero lo que le había sucedido a su amigo, fuera lo que fuera, lo había cambiado por completo. Y Adam lo entendía.

Felipe y él habían sido dos demonios totalmente despreocupados de sus estudios, en tanto que Rafe se tomaba las cosas más en serio. Estaba en el internado con dinero prestado y era muy consciente de ello.

Adam y Felipe se habían dedicado a ir detrás de las chicas; Rafe, a estudiar.

Y allí estaban, algo cansados de vivir, salvo tal vez Felipe. Aunque Adam siempre se había preguntado si su amigo realmente era tan despreocupado como parecía, ya que le experiencia le indicaba que pocas personas lo eran, y las que más se dedicaban a aparentar dicha actitud más dañados estaban bajo la superficie.

–Seguro que no es tan difícil –dijo Felipe–. Cuando una mujer vea el tamaño de tu… cuenta corriente, sin duda estará más que dispuesta a llevar a cabo las tareas que necesites.

–Me asombra lo mucho que confías en mí –observó Rafe.

–Posees, desde luego, más encanto que nuestro amigo Adam

Los dientes de Adam le rechinaron.

–Lamentablemente, dudo que pueda acudir al baile –observó.

–Ya me lo esperaba –apuntó Felipe–, pero no lo acepto. Pronto ascenderé al trono de mi país. Aunque mi padre nos haya mantenido separados, aislados entre nosotros, no es mi intención que siga siendo así. Quiero aliarme contigo, Adam, con tu país, y contigo Rafe y con la industria que podrías traer a Santo Milagro.

»Sé que llevas varios años retirado, Adam, pero, debido a que el mandato de tu virrey llega a su fin y a la reciente venta de esas fotografías tuyas a la prensa sensacionalista, creo que ha llegado el momento de que tomes cartas en el asunto. Tu rostro se filtrará al público muy pronto. Más vale que lo enseñes antes de que suceda y demuestres que no eres un cobarde.

–No lo soy –dijo él perdiendo la paciencia con Felipe–. Sin embargo, exponerme en público no me atrae.

–Es comprensible, desde luego. Estoy seguro de que Rafe se escondería si pudiera.

Rafe se echó a reír, pero sin alegría.

–No estoy desfigurado, solo ciego.

–Casi ciego –le recordó Felipe–. Pero, Adam, ¿qué mejor forma hay de recuperar el control? Sé que desprecias a los paparazis por lo que te han hecho y por lo que le hicieron a tu familia. ¿Vas a dejar que controlen la historia?, ¿que publiquen fotografías de la bestia de Olympios con los titulares que deseen? Vamos, Adam, el hombre al que conocí en el colegio no lo permitiría.

–Ese hombre tenía alma.

–Si no lo haces por ti, hazlo por Ianthe.

Si su amigo hubiera estado frente a él, Adam le habría pegado por haber mencionado a su esposa. Pero, al mismo tiempo, no podía negar que tenía parte de razón. Y que él ya había llegado a esa conclusión, pero Felipe no lo sabía.

–Recupera el control –dijo Felipe–. Sé el artífice del descubrimiento y haz que Olympios vuelva a ser tuya.

Ese era su momento, reconoció. Y el modo y lugar precisos para utilizar a su hermosa cautiva.

–¿Cuándo es la fiesta?

–Dentro de un mes y pico –contestó Felipe–. Espero que mi padre aguante hasta entonces.

Adam se dio cuenta de que Felipe no lo esperaba. Sabía que la relación entre ambos era complicada, aunque no conocía los detalles. Los tres hablaban lo menos posible de esos temas.

–Allí estaré –dijo Rafe–. No tengo motivos para no ir.

–¿Y llevarás a una acompañante?

–Desde luego que no.

–Yo sí –dijo Adam en voz baja.

–¿Tú? –pregunto Felipe, sin molestarse en disimular la sorpresa.

Sí, tengo una adquisición reciente y me muero de ganas de lucirla.

–Adam –dijo Felipe–, ¿qué has hecho?

–Lo que hace una bestia.

 

 

Belle se sorprendió cuando no la llevaron a un calabozo, sino a un elegante dormitorio con una cama con dosel cubierta con cortinas de brocado y llena de almohadas.

–Creí que estaba prisionera –dijo volviéndose hacia el criado que la había acompañado.

Había tenido que entregar el móvil, pero, por lo demás, todo era muy agradable. Bueno, todo menos el príncipe, que no debía de serlo con nadie.

–Hay habitaciones suficientes en el palacio para que incluso un prisionero esté cómodo –contestó el hombre en tono seco.

–A usted no le cae bien su amo, ¿verdad?