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Ana y Dante se enamoraron cuando apenas dejaron la adolescencia. Un amor de verano sin lluvia en una ciudad pequeña y pujante del interior cordobés… pero después de un tiempo él desapareció. Es el Dios romano Jano, pensó Ana… las personas tienen dos caras: Una buena, una mala, un pasado, un futuro. ¿Debemos aceptar ambas en la persona a la que amamos?Desde entonces nada fue fácil. Un secreto guardado hasta la muerte, un destino torcido que pujaba por reencontrarlos. Preguntas sin respuestas, personajes macabros, peregrinar de hechos sin resolver.Pasaron más de catorce años. Aparecieron los fantasmas del pasado y los demonios del presente. Traiciones, engaños, celos, maldad y muerte, complotaron contra ellos. ¿Reivindicaran su amor?... porque primero hay que morir para recién nacer. Aprender a perdonar y perdonarse, creer en uno mismo, valorar la importancia del tiempo, tener fe y luchar por la justicia.Amena, fresca, electrizante y pasional. Una historia de amor que transita por los verdes senderos del Valle de Traslasierras, la Ruta del vino en Colonia Caroya y El Camino Real en Córdoba. Da un salto vertiginoso a la Patagonia cuna de la historia Argentina… entre pinguineras, bancos de gaviotas y acantilados habita un amor que trascenderá el tiempo. Un relato que nos habla de la familia monoparental, extendida y ensamblada. Una historia donde la violencia de género se hace presente dejando huellas y cicatrices. Donde las mujeres son las protagonistas. Un mensaje de reivindicación que invita a seguir siempre el camino de la verdad, escuchar el silencio interior y los dictados del corazón.
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Seitenzahl: 463
Veröffentlichungsjahr: 2019
Vera, Lourdes
Eres lo que superas / Lourdes Vera. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2019.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: online
ISBN 978-987-761-911-9
1. Narrativa Argentina Contemporánea. 2. Novela. I. Título.
CDD A863
Editorial Autores de Argentina
www.autoresdeargentina.com
Mail: [email protected]
Diseño de portada: Justo Echeverría
Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723
Impreso en Argentina – Printed in Argentina
Dedicado a mis padres: Mercedes y René
PRIMERA PARTE
En otro tiempo, en otro lugar
Cristina caminaba de prisa, con la respiración entrecortada y con el cordón de la zapatilla desatado. No había tiempo que perder, nadie, absolutamente nadie, se atrevería a meterse en su vida, su madre la apoyaba y eso era importante. No estaba muy segura de lo que haría… ¿Matarlos sería mucho?… Su mente estaba en llamas, bullía; la ira y la locura la estaban dominando. Se apoderaron de ella cuando las cosas no salieron como quería.
Aún le quedaban unas cuadras para llegar a esa casa. Había decidido dejar el auto porque eso también formaba parte de su macabro plan. Cortó camino por el campo atravesando por el corral de cabras del único vecino que tenía. Después de los últimos trescientos metros de correr, masticar y escupir veneno, llegó al lugar. Se quitó los abrojos del pantalón, el amor seco del pulóver y entró por la puerta lateral. Tenía poco tiempo. Tomó una maza que había escondido la semana anterior y comenzó a destapar el aljibe. Con cada golpe un trozo de cemento caía y llegaba hasta las profundidades de ese agujero negro. Un pestilente olor comenzó a emerger inundando el lugar.
En su casa, su madre preparaba el bizcochuelo para recibir a los invitados y ponía en la mesa su mejor mantel.
Fue un trabajo pesado, cansador, pero gratificante. Cristina, sudorosa y satisfecha, regresó hasta la ruta. Esperó el colectivo mientras repasaba el plan, lo hizo durante todo el viaje de regreso a la casa de su madre. Cuando llegó, comenzó la “fiesta”. Los invitados no tardaron en llegar. Cayó la tarde, todo salió de maravillas. Una sonrisa de triunfo se dibujó en su rostro… una vez más había logrado su objetivo. Cargó los cuerpos en el baúl del auto y regresó a “esa” casa. Antes de la medianoche el aljibe estaba cerrado con cemento… otra vez.
Verano de 1997 en un pueblito del Valle de Traslasierra, Los Hornillos-Córdoba
—Poné en esta caja todo lo que tienes en tu biblioteca —le dijo Ana a su hijo Francisco.
Él la miró con su carita de niño grande sin hacer preguntas. Tenía solo doce años y su madre lo consideraba su mano derecha, su pequeño y gran compañero.
—¿Cuándo nos iremos, mamá? —preguntó intrigado al verla sentada en el piso poniendo en una caja los libros.
—Aún no sé el día exacto. Será cuando se desocupe la casita que alquilé… seguro a fin mes —le dijo tratando de trasmitirle tranquilidad.
—¿Alquilaremos? —preguntó ansioso.
—Así es… no encontré una casa grande. Es pequeña, pero muy luminosa. Tiene un bonito patio. Podremos tener un cachorro, como te prometí. Ya verán, les gustará.
Fue muy amable y considerada su amiga al conseguirles un lugar donde poder vivir y alquilar sin recibo de sueldo. Era suficiente hasta encontrar trabajo en esa ciudad, el lugar que los vio nacer, Caroya, la ciudad de los plátanos bonitos.
Tomar la decisión de dejar el lugar que eligieron para vivir y la casa que construyeron en los últimos seis años fue sin dudas una de las más dolorosas decisiones que Ana tomó en su vida.
Dejar ese lugar que prometía una gran aventura, con los sentidos estimulados gracias al imponente paisaje, ese apacible entorno serrano con los mil tonos de verde y sus incontables senderos que costean los arroyos de aguas cristalinas y tranquilas. Ese, el lugar donde quería pasar sus años viendo crecer felices a sus niños… dejarlo dolía.
… Marcharnos de Los Hornillos. Con qué pesar seguía evocándolo.
Hubo un tiempo en que el silencio le convidaba pensamientos y sensaciones positivas. Solo el trinar de los pájaros se escuchaba y no había otra cosa que ella quisiera oír.
El microclima beneficioso para la salud, la gran variedad de senderos, los cauces de agua, la cobertura vegetal con sus árboles y flores que atraen gran variedad de aves, mariposas y fauna, los días cálidos y las noches frescas resultaban una inolvidable impresión de paz, capaz de renovar la energía y alegrar el espíritu.
Las caminatas energéticas que hacía por la mañana, solo para apreciar el paisaje de montaña, formaban parte de su rutina diaria, antes del nacimiento de su segunda hija.
Hermosas eran las tardes de verano que pasaban en la enorme pileta olímpica del balneario municipal, enmarcado por el arroyo Los Hornillos que contorna al parque de frondosos y jóvenes ejemplares. Francisco disfrutaba aquellos momentos. Él tenía sus amigos y ella se entregaba al relax mientras lo veía feliz. Cumplió su promesa de darle una vida plácida después de tantos años de lucha, pero el destino es muchas veces implacable y lamentablemente la felicidad no duró mucho tiempo. Tendrían que dejar Los Hornillos y volver a vivir cerca de su familia. Volvería a Caroya… su querida y añorada Colonia Caroya. Le llevaría años curar las heridas y derretir las estalactitas del corazón.
Cuando Francisco se retiró a su habitación a ordenar y embalar sus libros, Ana cerró un momento los ojos y su mente comenzó a viajar otra vez.
Ana
Ana había nacido en una familia convencional de clase media poco antes de la medianoche, un 31 de diciembre de 1965.
Nunca le dijeron por qué la llamaron así. Tal vez porque sonaba bonito, cortito y dulce, tal vez porque algún antepasado de su árbol genealógico tenía ese nombre.
Su madre, Clementina, era una mujer luchadora. Supo darles a sus cuatro hijos todo el amor y el apoyo que necesitaban para crecer sanos, libres y felices. En cambio, no se puede decir lo mismo de su padre, de él solo recuerda que los dejó al poco tiempo de nacer su hermano menor. Murió de una extraña afección en la cabeza que a los médicos les costó diagnosticar. Clementina, lejos de sentarse a llorar la muerte de esposo, se inclinó en su máquina Singer y cosió y cosió hasta que todos sus hijos terminaron sus estudios secundarios. Desde guardapolvos, manteles, cortinados, hasta los vestidos de comunión y de novia más hermosos que hayan visto en aquella ciudad, todos pasaron por las hábiles manos de Clementina. El trozo de tela que llegaba a su taller de corte y confección se convertía en una prenda exquisita. Trabajó duro por años con sus colegas Iderla e Isea, de día y de noche, sin descuidar jamás la crianza de los niños; les enseñó valores y los colmó de amor.
Ana, sin embargo, tenía otra habilidad: la cocina. De pequeña acompañó a su tía al comedor del hogar de ancianos y, tal como su madre, que hacía magia con unos rectángulos de telas, ella hacía lo propio con unas papas, un ramillete de verduras y un trozo de carne… ¡y las pastas… las pastas eran su especialidad!
Sus hermanos se dedicaban a cultivar, regar y podar los viñedos. Durante febrero y marzo, cuando las viñas estaban repletas, procedían a la ardua tarea de la cosecha, la vendimia, y a elaborar el vino de las 6 hectáreas de vid que heredaron de su abuelo materno. El tiempo de la vendimia era glorioso. Surgió hace muchos años como símbolo de la alegría por el final de la cosecha y se celebra con festividades anuales. Estas celebraciones se remontan a los tiempos en que el vino se consideraba el puente entre los dioses y los hombres… y el nuestro era el vino tinto Frambua, intenso y netamente frutal, pensaba Ana. Y el dulce rosé, cosecha tardía, fresco, joven y atractivo, de bajo contenido alcohólico, era el preferido de Clementina. Aroma y sabor con más personalidad que cualquier Frambua seco.
Vivían en una ciudad pujante, en continuo crecimiento. Caroya, a poco más de 50 kilómetros de la capital cordobesa, surcada linealmente por plátanos centenarios que en hilera costean el canal de riego y la calle principal, antiguamente llamada “ calle ancha”, hoy avenida San Martín. Gran parte del año, caminar por esa galería convertida en una de las avenidas más largas de Sudamérica, con sus 13 kilómetros de longitud y más de 2400 plátanos, invita a respirar un aire de eterna primavera. La sombra de sus copas frondosas contagia sensación de frescura. Y en otoño se tiñe de dorado dándole identidad al lugar. El verde, la inmensidad, el sosiego y una enorme sombrilla de 30 metros de altura obsequian a los pobladores ese sentir único… En estas tierras donde los algarrobos son autóctonos, los plátanos son inmigrantes, y ellos, los testigos silenciosos de la vida de los caroyenses desde 1915 en que fueron plantados los primeros ejemplares.
Colonia Caroya era un lugar para quedarse… o un lugar para volver,solíadecir Ana.
La gente es amable y por naturaleza cálida, servicial y bien intencionada. La infancia y adolescencia de Ana y sus hermanos transitó sin mayores altibajos, colmados de perfumes y sabores del lugar, con tiempos felices y otros no tanto.
Recordando, volviendo al corazón, es que ella llegó hasta aquí. Hasta sus primeros años de juventud, aquel tiempo en que conoció y sintió la fuerza del amor.
Verano del ‘84
Era una tarde de diciembre de 1983 y por fin en la Argentina asumía un gobierno democrático. Ana salió de su casa a comprar una cinta para el cabello que llevaría puesta el día de graduación de sus estudios secundarios. Caminó unas cuadras bajo la cofradía de los plátanos, por la avenida principal y en la esquina, antes de llegar a la mercería, lo vio por primera vez. Allí estaba él, empujando su auto para ponerlo a un costado. Algo se había averiado.
Ana entró al negocio y pidió la cinta de raso blanca para su coleta y la cinta azul marino de su uniforme. Cuando salió, ese joven aún estaba allí.
Sintió su mirada al mismo tiempo en que, como al descuido, le preguntaba dónde podía encontrar un teléfono público. Ana le indicó con la mano mientras él seguía sus pasos. A pocos metros caminaban juntos. Fueron solo dos cuadras, una brisa verde y la miel de su mirada lo que bastó para “flecharla”.
Apenas hablaron. Él solo balbuceó unas palabras con respecto al auto, al clima y a su manera muy ligera de caminar. Le agradeció amablemente y ella volvió a su casa. En sus sueños, sus soles y sus lunas, quedó ese muchacho de cabello corto y andar pausado. No sabía ni su nombre, pero un sentimiento comenzó a gestarse…
Llevándolo hincado en su pecho pensó en él toda la semana, con la piel erizada de solo evocarlo.
Cuatro días previos a Nochebuena, Ana y su madre salieron a comprar los regalos navideños. Era un ritual, una ceremonia que invadía a todos de un sentimiento inigualable. El comienzo de las vacaciones y las festividades, sumado a su cumpleaños, enmarcaba un tiempo de algarabía. Este sería el número 18, todo un acontecimiento, un cambio radical de actividades, una instantánea en su vida para recordar.
Ana tenía planes. Poder comenzar con la carrera de Medicina era su principal meta. Ya estaba inscripta en la facultad y después del verano debería viajar varios días de la semana a la capital cordobesa.
Contando el escaso tiempo que faltaba para el comienzo de los cursillos universitarios y teniendo en cuenta que la época de la temporada turística se acercaba, Clementina decidió acompañar a su hija a la terminal de ómnibus, querían averiguar cuánto sería el costo del pasaje para todo el mes. Ahorrar era la clave y Ana debería buscar un trabajo de medio tiempo para poder costear parte de sus estudios.
Mientras se acercaban a la ventanilla de venta de pasajes lo vio… allí estaba otra vez. Tal vez su mente lo vio primero.
Eran tantas las ganas que tenía de encontrarlo que envié a mi corazón a rastrearlo, pensó Ana con alegría.
El joven detrás de la ventanilla de la empresa de transporte, que en los próximos meses la llevaría a Córdoba, era un hecho fortuito y por demás conveniente. El “bonito” que le quitó el sueño estaba allí. Se miraron largamente sin decir palabra. Él contestaba como un autómata las preguntas que realizó Clementina. Ana observaba sus manos y trataba de controlar el parpadeo de sus ojos. Es poco probable que suceda, pensaba, pero este “desconocido” le estaba cambiando la idea errónea que había albergado siempre. Sus amigas se enamoraban de su amigo de toda la vida, se casaban con su vecino de siempre, se ponían de novias con el hijo del mejor amigo de su padre o con el primo de su prima. Ella creía que se terminaría enamorando y casando con el hijo de Iderla, el niño, hoy adulto, que ella había visto crecer al lado de su madre, entre las máquina de coser. Pero mientras ella soñaba con el amor de pareja, el beso del príncipe y el padre de sus hijos él aún usaba pantalones cortos y era imberbe. En cambio ahora sucedía lo imprevisto, aparecía un desconocido que le quitaba el aliento y tiraba por tierra “la tradición caroyense” de que había que casarse “bien” y con alguien de su propio entorno.
Más vale malo conocido que bueno por conocer, ridículo dicho popular, pensaba Ana cuando se trataba del matrimonio, mientras miraba de reojo a este joven que sabrá Dios de qué galaxia había caído, porque más que claro estaba que de la zona no era.
Clementina saludó al muchacho mientras Ana le hacía una breve inclinación de cabeza y se despidieron alejándose de la fila para dar lugar a otras personas. Caminaron por las calles del centro de la ciudad buscando los diferentes artículos que necesitaban comprar.
Los comercios estaban atiborrados de gente. Encontrar un presente para sus hermanos se volvió complicado. Eran diferentes en gustos y personalidad, pero Ana sabía muy bien lo que les gustaba a cada uno de ellos, por eso entraron a una ferretería a buscar una herramienta de mano, a una casa de artículos de pesca y a una de caza. Con todos los presentes ya en bolsas y mochila emprendieron el regreso con esa satisfacción única que se siente cuando uno regala lo que le gusta a la gente que quiere.
Caminaron por la sombra, ya era mediodía, el sol de diciembre caía de punta sobre la tierra. Después de unos momentos de silencio Clementina preguntó a Ana si conocía a “ese” muchacho. Ella fingió no saber a quién se refería, aunque no pudo hacerse la desentendida mucho tiempo. Ante la insistencia de su madre le dijo que “apenas” y le comentó su encuentro casual.
A pocas cuadras, y ya con los brazos cansados, se escuchó un auto transitar al costado del camino. Pegado al cordón cuneta, apareció el joven carilindo por la ventanilla y se ofreció a llevarlas. Al ver su madre que era el mismo muchacho del que venían hablando accedió, no sin antes hacerle una mirada inquisidora.
Clementina subió adelante y Ana se sentó atrás. Ella percibió su mirada por el espejo retrovisor al llegar al semáforo del cruce de rutas. Bajó la cabeza y desvió la vista. Le costaba pensar y respirar, mucho más sostenerle la mirada. El joven las dejó en su casa con todas sus compras. Ana bajó arrebolada, con calor en sus mejillas y una sonrisa de oreja a oreja en su rostro, instalada allí, amenazando con quedar así para siempre. Su madre le agradeció y lo saludó con la mano, al mismo tiempo en que se decían sus nombres.
—Mi nombre es Ana —dijo ella.
—Y yo soy Dante… —balbuceó él.
“Dante-Ana”, repitió Clementina bajito mientras colocaba las bolsas en la sala y miraba la sonrisa en la cara de boba de su hija… niña boba enamorada.
A la mañana siguiente Ana viajaba a Córdoba a entregar la documentación que restaba en la universidad. Podría haber tomado el colectivo en paradas anteriores, pero caminó varias cuadras tan solo pensando en volver a verlo. Se acercó despacio a la ventanilla tratando de pasar desapercibida, pero él levantó las cejas, los ojos, el rostro, la mirada fija y con una sonrisa se encontraron. Después de varios intentos de no parecer ridículos ni distraídos por fin se saludaron con una inclinación de cabeza y un saludo cortés. Ana continuó tan insegura como una criatura que recién comienza a dar pasitos. Tan fuerte era la sensación que le hacía sentir. Lo vio salir de la oficina y dirigirse hacia ella. Se acabó la autonomía de su sistema nervioso. Comenzó a decirles a sus pulmones: inspira… expira… inspira… expira. Respirar costaba.
Le temblaban las piernas, sus manos se humedecían… algo que le pasaba cuando estaba en estado de shock. Era adrenalina traicionera en sus venas que aceleraba su corazón.
Él era alto, su cabello entre lacio y ondulado apenas tenía unas ondas que enmarcaban su rostro anguloso, y su nariz grande y recta. Sus ojos color miel, pequeños y chispeantes, hablaban de una persona cálida. Era tímido y a la vez carismático.
—Creo que estamos destinados a encontrarnos —le dijo muy despacio mirándola a los ojos.
—Veo que sí. Hace unos días no te conocía y en lo que va de la semana te he visto ya tres veces —contestó con elocuencia forzada Ana.
—¿Viajas? —le preguntó.
—Sí. Debo llegar a la Escuela de Medicina a llevar una documentación —le dijo mirándolo con disimulo o al menos eso intentaba.
—¿Puedo esperarte a tu regreso? ¿Bajarás aquí? —le preguntó con ansias.
—Lo haré cerca de las cuatro de la tarde horas —le dijo algo confusa, pensando que trataría de llegar a esa hora.
—¿Te importaría que te espere? Me gustaría acompañarte a tu casa… mientras charlamos —se animó a preguntar Dante, ya casi sin aire.
—No hay inconveniente, aquí nos veremos —le dijo feliz.
—Hasta luego entonces, que tengas un lindo día —le respondió sonriente.
—Gracias, igual vos, nos vemos pronto —contestó Ana mientras le devolvía su mejor sonrisa.
—Adiós.
La saludó con la mano y ella sintió que hasta su palma le gustaba.
La capital cordobesa estaba Inundada de gentío por la fiebre decembrina característica del tiempo navideño. Pero más arriba, en la ciudad universitaria, las colas eran interminables a la hora de inscribirse para las carreras que comenzarían el año próximo. Un nuevo aire se respiraba, algunos aun con miedo, otros más relajados, los jóvenes cargados de ansiedades y esperanza presentaban sus solicitudes y documentación requerida. El tiempo del gobierno militar en la Argentina había hecho estragos en la sociedad, y en este caso concretamente en los estudiantes universitarios, tanto en ellos como en sus familias aún quedaban resabios del terror causado por la junta militar desde el derrocamiento del gobierno peronista en 1976. Pero recientemente (el 10 de diciembre) se consagraba mediante consenso popular un gobierno democrático y se reinstauraba también la democracia en las universidades, comenzaban a respetarse la autonomía y el cogobierno universitario. El ingreso era irrestricto y el número de matriculados comenzaba a aumentar. Con esa nueva promesa y cargada de certidumbre Ana concluía con su matriculación.
Corrió hasta el colectivo para alcanzarlo y así poder regresar a la hora señalada. Durante todo el viaje estuvo recreando los mínimos pasajes de los encuentros con Dante. Todo le resultaba mágico.
Bueno, las huellas del primer amor siempre son profundas… o al menos así se sienten,pensó melancólica.
El colectivo entró en la plataforma y desde allí descubrió su silueta, apoyado en la en la baranda. Dante se había cambiado la camisa y lucía aseado y prolijo. La brisa de la tarde despeinaba su cabello y Ana instintivamente arregló el suyo antes de bajar. Pero antes de hacerlo descubrió su rostro en el espejo del colectivo, sus mejillas estaban arreboladas, color rojo tomate.
Al acercarse se saludaron con un beso en la mejilla. Se sorprendieron de la manera poco inusual en que al unísono y con total espontaneidad se acercaron y se besaron. En su interior ambos deseaban que fuera así. Ana sintió que en su labio superior quedó picando la suave caricia de su incipiente barba recién rasurada… y el perfume de su colonia, fragancia a pino, la sedujo.
Caminaron hasta la esquina donde estaba estacionado su Fiat y era la intención de ella seguir así hasta su casa, pero Dante insistió en llevarla y Ana no se opuso. Sí, lo hizo sin titubear. Era un joven precioso, tenía cara de ángel, de ángel conquistador y la devastó con su sonrisa. Era una persona amable, tranquila, de andar pausado y de pensamientos plácidos. Inspiraba confianza y sosiego.
Se vieron al día siguiente y al siguiente y al siguiente y durante todo aquel verano del 84. Ella trabajaba y estudiaba; él la acompañaba cada vez que se lo pedía.
En marzo hicieron el amor en el auto en dos o tres oportunidades... Nada significativo, ni dulcísimas palabras de amor, ni romanticismo, solo hormonas jóvenes, curiosidad, nuevas sensaciones, besos y abrazos... y Ana perdió la virginidad sin ni siquiera darse cuenta… tal como suele suceder entre los jóvenes.
Había soñado con su primera vez… algo más romántico, velas, esencias, música, en un lugar íntimo… en una cama mullida… como en las pocas películas que a escondidas pudo ver. Pero la situación se dio así y quedó un poco desilusionada. Sentía un gran aprecio por Dante, le hacía muy bien estar con él, se sentía hermosa, deseable, valorada, admirada, respetada… pero hacer el amor no fue lo que se había imaginado. Supuso que aún no tenían experiencia y aprenderían juntos a disfrutar de la sexualidad que recién estaban descubriendo… No era nada parecido a como se veía en la televisión o en las películas, pero la sensación de amarlo colmaba todo.
Y en esto de ir adquiriendo una identidad sexual con todo lo que implica respecto a la generación del deseo, sentimientos, fantasías y emociones es que aparecen las dudas y los inconvenientes.
Usar el preservativo… qué cosa más difícil.
Difícil conseguirlo… difícil esconderlo… difícil.
Difícil encontrar un lugar para estar juntos sin que nadie los vea y sin correr peligro de ser asaltados o descubiertos.
La vida en democracia recién comenzaba en el país y no tenían muy en claro qué significaba… recién se podía andar en la calle, aunque el miedo aún se sentía.
Difícil hablar de sexo con un mayor… mucho menos con los padres.
Difícil aprender sin textos de confianza que estuvieran a su alcance.
Época difícil para el tema sexualidad. También estaban las cuestiones de la religión y los principios de la época.
Pero más allá de todo eso, la conexión que tenían era lo más importante. Todo dejaba de existir cuando estaban juntos… creían que el mundo había sido creado solo para ellos dos y comenzaron a soñar con un futuro juntos.
Con amor hoy recuerdo todo lo maravilloso que vivimos ese verano y con dolor la manera en que terminó, solía evocar Ana.
Como pompas de jabón en la primera semana de abril, todo se esfumó.
Una tarde, Ana le dijo a su novio que tenía un atraso en su ciclo femenino… que no se había “enfermado” como se decía en aquellos tiempos.
Dante la acompañó a hacerse un análisis una mañana temprano antes de ir a trabajar… y en dos días supo que estaba embarazada.
Fue un shock para los dos. A esa edad uno cree que nunca le pasará algo así.
Al recibir la noticia Dante no dijo nada, la miró, retrocedió impactado y luego de varios minutos de silencio, con media sonrisa dibujada en sus labios, dijo que todo se arreglaría, que no se preocupara, que todo estaría bien. Se abrazaron y se despidieron con la promesa de volverse a ver al día siguiente cuando Ana regresara de Córdoba.
Y el día llegó con un sinfín de promesas. Los primeros vestigios del otoño se dejaban ver. La avenida de los plátanos comenzaba a cubrirse de hojas entre rojizas y amarillentas… la mezcla de los ocres se apreciaba desde lejos. Y en su casa Ana tejía una telaraña de posibilidades. Impaciente y confusa siguió esperándolo…
Pero los días pasaban y ella no recibía ni una llamada, ni una carta, ni un mensaje con un programa de encuentro.
Todo se arreglará, le había dicho Dante.
¿Todo se arreglará?,se preguntaba Ana sin consuelo.
Ya había pasado una semana de aquel entonces y no sabía nada de él. Lo llamó varias veces. Primero el teléfono sonaba, luego la línea estaba fuera de servicio. En su trabajo le dijeron que se había ausentado.
Ana pasó la siguiente semana esperando, no quería buscarlo para no interferir en sus decisiones, él debía hablar con sus padres. Pero el miedo crecía, temía que le pidiera que abortara, una decisión generalmente tomada por los adultos, sin embargo era algo que ella no estaba dispuesta a hacer. Se sentía tan insegura, no sabía cómo actuar, qué pensar ni con quién hablar, pero de algo estaba muy segura, no abortaría. En un país donde la legalización del aborto no existía y la clandestinidad conllevaba infinidad de riesgos, Ana ni siquiera lo dudó. Abortar a su hijo no le parecía una solución.
Debido a la situación de estrés que estaba viviendo comenzó a sentirse descompuesta. Salió del trabajo una mañana y fue al médico, le contó que estaba esperando un hijo.
—Debés hablar con tu novio —le dijo el doctor.
—Ya lo hice —contestó—, pero no ha vuelto a verme desde aquel entonces.
—Mmm —dijo—, debe estar asustado, tenés que dejarlo unos días tranquilo para que piense y acepte los hechos… ¡Ya vendrá! No quiero que te preocupes, acostate y hacé reposo un tiempo. Y no te hagas problemas por las náuseas, son normales, si persisten, regresá. Tomá, realizate estos análisis cuanto antes y me los traés cuando tengas todos los resultados.
Lo esperó… lo esperó… lo esperó.
Fue hasta la casa de Nonina, la abuela de Dante, donde él vivía desde hacía un tiempo, y ella le dijo sin más que su hijo, su nuera y su nieto se habían mudado a Santa Cruz por razones laborales. Aparentemente su abuela no sabía de su embarazo y ella no quiso decirle nada al respecto.
¡A Santa Cruz! ¿Acaso había un lugar más lejano?, se dijo Ana tomándose el pecho.
Santa Cruz es una provincia argentina situada en la llamada Patagonia, al sur del continente americano.
Qué angustia… cuánta tristeza y decepción.
Esperó, esperó y esperó. Salía a caminar tan solo para poder pensar sin que nadie le interrumpiera ese bólido de pensamientos que terminaba dejándola exhausta, más que la caminata misma. Pero siempre llegaba a la misma conclusión. Desconcierto y angustia.
Volvió otro día hasta la casa de Nonina. No había recibido ningún mensaje de Dante para ella. Le pidió su teléfono y dirección y ella le contestó sin titubear:
—No tengo su permiso para dártelo. Ya olvidalo. Mi nieto Dante Marcelino tiene otros intereses, debe realizarse como persona y profesionalmente… Hacé vos lo mismo, ya no lo busques más.
Al escuchar estas palabras Ana intentó asimilar lo que Nonina quería decirle, pero el dolor y la bronca cegaron su capacidad de comprensión.
Nunca más volvió a esa casa.
Nunca más supo de él.
No quiso buscarlo… pero en lo más apartado de su corazón siguió creyendo que él, un día cualquiera, volvería.
Su madre entre llantos y caricias la ayudó a superar el primer impacto y Ana se recluyó en su habitación por varias semanas, sin intención de estudiar, ni trabajar, ni desayunar, ni cenar… ni respirar. Pero el tiempo es a veces el bálsamo que se necesita para la reflexión y comenzar a tomar decisiones que imperan sobre lo importante, más que sobre lo urgente.
Una tarde Ana se levantó consciente de su decisión y siguió con sus estudios universitarios, con pocas ganas, pero gracias a ello logró mantener su mente ocupada y su triste corazón vendado.
El embarazo se desarrolló bien, sin ninguna complicación, lo transitó en el más absoluto mutismo y tratando de sonreír. De Dante nunca más tuvo noticias… Solo le quedó el recuerdo de sus ojos asustados y tristes… y una promesa que llevó durante años dentro de su pecho, sin poder soltarse de ella jamás.
Sus compañeras de estudio la ayudaron mucho. Estaban pendientes de su bienestar y el del niño. Pero nada de lo que su familia y sus amigas hicieran bastaba, solo una fuerza interior la ayudaba a seguir. Una fuerza que con el tiempo, con los años, se fue debilitando y solo con la esperanza de ver crecer a su hijo se levantaba.
Clementina ponía en un recipiente la comida que llevaba para almorzar y algunos caramelos por si bajaba su glucosa. Y sí, a finales de la primavera el embarazo llegó a término sin complicaciones.
El parto fue normal. Francisco nació el 24 de noviembre de 1984 con 3,020 kg. Era un bebé precioso y vital. Lo llamó Francisco Marcelino García Esquivel, como su abuelo materno, como su padre, con el apellido de su madre.
Cuando Francisco comenzó el jardín de infantes, Ana iniciaba su residencia. Había pasado el tiempo y gracias a su familia, ambos eran felices. El pequeño se parecía mucho a Dante y su sonrisa se lo recordaba a menudo.
Al filo de la cornisa
No se sabe cuánto tiempo pasó desde que Ana, preparando su mudanza a Caroya, comenzó a evocar aquellos años agridulces. Minutos tal vez, aunque pareciesen años, pero estaba aún en Los Hornillos y su hijo Francisco aguardaba su atención. Volvió a la realidad en un abrir y cerrar de ojos cuando el alborotado tropel de los niños hizo entrada en la casa.
—¡Mamá! ¿Dónde guardo mis películas? —Fran preguntaba desde la puerta de su habitación.
—Creo que tengo una caja más pequeña que podrá servirte. Guardá todo, pero aún no lo cierres, puede que sigas poniendo y sacando cosas hasta que nos vayamos.
Escuchar las carcajadas que llegaron desde el patio era el sonido que más fuerza le inyectaba. Santiago y Martina salieron de la pileta con sus trajes de baño chorreando agua y entraban a la cocina deseosos de una merienda.
—¡A secarse bien antes de sentarse a la mesa! —les gritó desde el pasillo.
—¡Ya está, mami! Santi quiere licuado de bananas y yo leche chocolatada —le decía Martina.
Ella era su princesa con su entrañable amigo, un vecinito. Martina, su niña bonita, traviesa y coqueta tenía seis años y Santiago, el pequeñín de siete, que quería ser mayor. Martina comenzaría su primer grado en Caroya. Ese verano los niños estaban disfrutando las últimas vacaciones en la piscina de la casa… eran inseparables. Pronto, al dejar ese lugar, se verían algunos días en que Martina volvería a estar con su padre… se extrañarían.
Ana preparó la merienda para los cuatro y la sirvió debajo de un frondoso castaño que estaba al costado de la piscina. Se había propuesto disfrutar cada momento con ellos, en ese lugar, el lugar que eligió para vivir el resto de su vida y que pronto dejaría porque no pudo ser.
Luego de más de una hora de charla y revoloteo con los pequeños y de recomendarles por enésima vez que no sobrepasaran la soga que marcaba la zona de peligro en la pileta, decidió seguir con el embalaje.
Dispuso dos cajas más para guardar los objetos frágiles. Descolgó uno a uno los cuadros y portarretratos de la casa, les pasó una gamuza y los envolvió en papel para luego colocarlos en cajas de cartón, que selló con cinta adhesiva de embalar. Fue una tarea que le llevó hasta la hora de preparar la cena… pero en su mente retrocedió algunos años. Sus pensamientos habían salido a vagar una vez más, por los recuerdos.
Al mirar cada una de las fotografías que colgaban en las paredes de su hogar, se descubrió llorando y reviviendo los años que sobrevinieron después de comenzar con su tiempo de residencia en la facultad.
Álvaro
Mientras Ana estudiaba, sus hermanos y su madre se encargaron del pequeño Francisco. Era un niño bueno, risueño, travieso y muy inteligente, estimulado por los adultos con los que compartía su infancia. Se convirtió en la mascota de las compañeras de estudio de su madre y de toda la familia. Parecía un hermanito menor, pero Ana siempre supo marcar la diferencia. Ella era su madre, la que lo había parido con amor. Pronto sus estudios concluirían y le había prometido un brillante futuro.
Durante el último año de residencia y a seis de haber nacido Francisco, Ana conoció a Álvaro.
Era el año 1990 y prometía ser uno de sus mejores. Se habían enamorado, terminarían sus estudios y se casarían. Comprarían un terreno y edificarían su casa. Podrían vivir con Francisco los tres juntos para ser felices por siempre… Ya recibidos y listos para formar una familia, era lo más parecido a la felicidad. Todo se manifestaba para que así fuera. Por fin podría respirar más pausado.
Álvaro era un hombre amable, divertido, chispeante, inteligente y cautivador. Buen mozo de los pies a la cabeza. Tenía 28 años y Ana cumpliría pronto los 25. El primer tiempo que pasaron juntos todo fue idílico. Ambos se graduaron en diciembre y él consiguió trabajo en un pueblo de Traslasierra.
Una tarde Álvaro la sorprendió con la compra de un terreno, fue una grata e inolvidable sorpresa. Ella se colgó de su cuello agradeciendo el gesto que prometía un pujante futuro.
Cuando Ana fue a conocerlo, Álvaro se complació en mostrárselo y lo describió como un lugar tranquilo, apacible, de un encanto natural. Estaba costeado por ríos de aguas cristalinas, de vegetación abundante y con ese aire serrano capaz de enamorarlos aún más.
Se casaron en la primera semana de enero de 1991 apostando a que el nuevo año les traería buenaventura y felicidad. Con la imperiosa necesidad de comenzar a construir se mudaron a Los Hornillos.
Alquilaron durante dos años hasta que la casita estuvo habitable y un fin de semana de invierno con apenas unos pocos muebles se instalaron con el pequeño Francisco y su mascota, una tortuga, el único animalito que Álvaro le permitió tener.
Para ese entonces Ana trabajaba en un centro de salud y el pequeño comenzaba su segundo grado. Para su dicha, a finales de ese año nació Martina, conformando con su hermano y sus padres una perfecta familia.
Ana estaba embelesada con la llegada de su pequeña, y como no pudo disfrutar el embarazo de Francisco y su primera infancia, decidieron que ella trabajaría menos y se quedaría más tiempo con los niños. El dinero comenzó a faltar y hubo un tiempo en que el buen trato y la cordialidad con su marido comenzaron también a escasear, dada la falta de paciencia y tolerancia ante los momentos de estrés generados por la insuficiencia de ingresos. Para no provocar gastos Ana ni siquiera podía visitar a su madre, no se permitía gastar en pasajes, aunque extrañara mucho a su familia.
Álvaro trabajaba tiempo completo y al llegar a su casa le gustaba encontrar a su esposa allí, esperándolo junto a los niños. No quería que hiciera absolutamente nada que provocara un descuido de los pequeños. Le repetía a diario que para eso él trabajaba, y que ella solo debía encargarse del hogar.
Dos años después Ana quedó embarazada nuevamente, pero por razones que nunca supo sufrió un aborto espontáneo. Este hecho provocó en ella una gran depresión, pero con el tiempo comprendió que todo en la vida tiene un porqué, hasta los hechos que son un infortunio. Con los dos niños que atender, su vida no era aburrida, pero tenía ganas de realizarse profesionalmente. Álvaro, sin embargo, a pesar de quejarse porque el dinero no alcanzaba, no permitía que ella ejerciera su profesión.
Para colaborar con el hogar, tres veces por semana preparaba alumnos para el ingreso a Medicina y otros jóvenes del secundario en materias como Biología, Química y Educación para la salud. Era lo único que se le ocurrió hacer desde su casa para salvar algunos gastos familiares.
Creyó que con eso alcanzaría, pero no fue suficiente. Álvaro era una persona muy ambiciosa y se estaba volviendo materialista, lo que ella hacía era insignificante para él.
La tensión comienza a acumularse
Desde hacía un tiempo Álvaro estaba de mal humor. Llegaba a su casa enojado y descargaba su enojo en su mujer. Cuando ella le hablaba y le pedía que le comentara cómo había sido su día, una línea de preocupación atravesaba su frente. Ana se conmovía pensando que su profesión muchas veces podía ser agobiante y por ello le rogaba que trabajara menos, que al resto de la casa la terminarían con los años y que así como estaba podían seguir un tiempo largo hasta que los niños crecieran. Ante la mirada de desprecio y hastío que Álvaro hacía ante sus palabras, Ana se sentía culpable por tanta carga familiar y trataba de inventar algo para aliviarlo.
Necesito trabajar aunque sea medio día,pensaba. Si al menos me dejara. Podría tal vez poner mi propio consultorio… en mi casa… y atender a los pacientes sin descuidar a los niños… Se lo propondré esta misma noche,se dijo.
Pero ella lo esperó en vano, Álvaro llegó muy tarde y cansado. No quiso cenar. Apenas cruzaron unas palabras.
Mejor esperaré hasta mañana, decidió.
Al día siguiente Ana y Álvaro desayunaban juntos. Él hablaba poco, contestaba solo con monosílabos las preguntas de rutina que le hacía su esposa. Ella respiró profundo y poco a poco le comentó lo que estaba dispuesta a hacer para ayudarlo con la carga familiar. Él dejó la taza sobre la mesa de un golpe y se levantó tirando la silla.
Ante la propuesta de ella de querer abrir un consultorio médico, él se irritó y se fue de la casa dejando a Ana exhausta y dolorida. Estaba celoso de todo lo que podía ocurrir a su alrededor en su ausencia. Necesitaba tenerla bajo su mirada y que ella trabajara fuera de la casa no parecía ser de su agrado… tampoco se entusiasmó con la idea de un consultorio propio. Cada día que pasaba era peor, la tensión se agudizaba considerablemente entre ellos. Le hacía reclamos injustos y a los gritos, no se podía relajar y la hacía sentir culpable de todo lo que les pasaba. Ana comenzó a pensar que hiciera lo que hiciera él nunca estaría satisfecho.
En un intento de aliviar tensiones Ana le propuso a su esposo que el fin de semana largo viajaran a visitar a su familia. Él la miró ofuscado.
—He aceptado la guardia para este fin de semana, necesito ese dinero—le dijo muy serio.
—¿Por qué? ¿Cuál es la necesidad? Tienes que descansar. Hace más de dos meses que no tienes un fin de semana libre—le contesta ella preocupada.
—Me gustaría terminar la piscina para este verano y eso cuesta dinero, ¿sabés? —le contestó reclamando.
—Pero lo haremos. Puedo colaborar con el dinero que obtendré de las cajas de pastas que vendí esta semana —le ofreció ella, recordándole que todas las semanas preparaba treinta cajas de sorrentinos caseros para vender.
—¿Acaso pensás que con ese dinero haremos algo? ¡Sos tan ingenua! ¡Apenas alcanza para la leche de estos zánganos! —le dijo a los gritos.
¿Se refiere a los niños?, piensa, deshecha. ¡Todo lo que le digo le parece mal! ¡Todo le molesta!
Ante la mirada perpleja de ella, Álvaro comenzó a insultar otra vez... Estaba irritado y era algo que hacía cada vez con más regularidad. Ella se quedaba callada, no quería contrariarlo y se alejaba hacia un rincón del salón. Por una sensación de miedo que comenzaba a calarle los huesos no quiso darle la espalda y con cautela se dirigió a su habitación dejándolo solo, pero él en dos zancadas estaba nuevamente junto a ella vociferando que no lo dejara con la palabra en la boca. Cuando Ana le sostuvo la mirada tal como él le pidió se quedó atónita al ver a Francisco entrar en la habitación y comentar en voz alta que su maestra le pidió unas cartulinas de colores para el trabajo de plástica. Álvaro lo tomó de los hombros y comenzó a sacudirlo con brusquedad mientras le gritaba:
—¡Pues dile a tu maestra que no hay dinero para tus estupideces y nunca más entres a mi habitación sin antes llamar a la puerta! Eres un niño mal educado, vete a tu dormitorio y no salgas hasta mañana. ¡Desaparece de mi vista! —le gritó al tiempo que lo tomaba del cabello y amenazaba con golpearlo.
El corazón de su madre estaba a punto de estallar. Se acercó a él y se interpuso entre Álvaro y el niño. Francisco corrió a su habitación llorando y Ana bloqueó la puerta con su cuerpo tratando de impedir que avanzara sobre el pequeño. Cuando intentó calmar a su esposo, este la humilló, la insultó y siguió así hasta que el teléfono comenzó a sonar en el comedor… Se produjo un silencio… Él salió y contestó con un “hola”… del otro lado de la línea nadie le respondió. Cortó bruscamente.
Estaba tan ofuscado por la interrupción que arremetió otra vez contra Ana.
—¡Seguramente era una llamada para vos! —le dijo a los gritos.
—No tengo idea de lo que hablás —contestó ella con voz temblorosa.
Y entonces él siguió proliferando palabras hirientes acusadoras de situaciones que Ana no comprendía. Pero ante sus gritos y ante la mirada perpleja de ella, el teléfono volvió a sonar y Álvaro volvió a tomar el auricular.
—¡Quién diablos llama! —gritó pronunciando cada palabra con los dientes apretados.
Del otro lado se escuchaba solo una respiración entrecortada… ante la insistencia de él nadie contestó. Cortó y salió de la casa olvidándose de todos por completo. Puso su auto en marcha y condujo sin mirar atrás, no volvió hasta tarde.
Esa noche, como muchas otras, Ana durmió en la habitación de su hija. No quería cerrar la puerta para no perder contacto visual ni auditivo con la habitación de Fran, pero a la vez sentía miedo de tenerla abierta.
A la mañana siguiente cuando despertó, Álvaro ya se había ido.
El día había amanecido hermoso. Comenzaban a aparecer los primeros brotes de la primavera y después de ordenar la casa y preparar el almuerzo y la cena, Ana decidió aprovechar la tarde para sacar a los niños a dar un paseo. Convenció a Martina, que solo iría si llevaba a Santiago, su vecinito. Tendrían que hacerlo caminando, pues Álvaro jamás le dejaba el auto. … De hecho, no creo que me enseñara a manejar nunca, pensó con resignación.
Qué fácil sería todo si estuviesen mis hermanos más cerca, añoraba Ana.
Tomaron por el sendero camino a La tejendera y caminaron cargando la canasta con las frutas y el agua. Era todo un desafío, los niños se cansaban. Santiago y Martina se las arreglaban y marchaban a paso ligero adelante, pero Fran venía muy rezagado y cabizbajo.
Cruzaron el arroyo Los Hornillos y siguieron trepando por el sendero marcado por los diferentes transeúntes que subían y bajaban a diario. Pararon a unos doscientos metros hacia adentro, en la primera cascada. Allí se dispusieron a pasar unas horas antes de que bajara el sol.
El agua corría calma por las piedras. El verde comenzaba a aparecer entre los árboles y arbustos, la paz del lugar y el silencio, eran un bálsamo para su cansada mente. Ana disfrutaba tirada sobre la hierba mientras miraba la luz del sol colarse por las ramas. Le recordaba a su añorada ciudad de los plátanos bonitos…
¡Cuánto extraño a mi familia!, se dijo suspirando con congoja mientras escuchaba el agua correr.
Nada es para siempre, todo es transitorio, le habría dicho su madre una vez, y ese dicho la hacía reflexionar.
La vida es como el agua del río, corre sin cesar y nunca vuelve a pasar por el mismo lugar, pensaba apesadumbrada Ana.
Y en este ir y venir de pensamientos y sensaciones, Martina coleccionaba piedras de distintos colores, de tamaño pequeñito, de variadas formas y las ponía en un frasquito de vidrio con agua. Se maravillaba del “efecto lupa” que lograba esa combinación de materiales. Las piedras se veían más grandes y brillantes. El asombro se colaba en sus ojitos.
Santiago se metía al agua con medias y zapatillas, no soportaba caminar entre las piedras descalzo. Martina se burlaba de él y Santi la correteaba por el arroyo.
Fran escuchaba su música de un pasacasete a pilas, mientras sus dedos se perdían en un pocito de agua cristalina y rasgaban la arena. Al verlo Ana sintió su mirada ausente. Hoy no había brillo en sus ojitos, algo le decía que estaba triste y taciturno. Se sentó a su lado para intentar hablar sobre lo ocurrido la noche anterior, pero él no quiso.
—Dejame tranquilo, mamá —le dijo mirando hacia otro lado.
Eso dolió. Solo atinó a abrazarlo, pero se sintió rechazada.
Estaba transitando por un tiempo difícil y más difícil era no tener con quién hablar. Su hermana era pequeña y su madre pasaba mucho tiempo ensimismada y lo peor de todo es que últimamente no confiaba en ella.
A veces, ante los momentos de ira de Álvaro, ella solo callaba en pos de lograr un poco de armonía y no empeorar las cosas… Lo hacía para protegerlos a ellos, pero Francisco era pequeño para entender.
Cuán equivocada estaba, solo alimentaba el poder que Álvaro ejercía sobre ellos. Poco a poco se daba cuenta del daño que su esposo les estaba produciendo y ante una relación de pareja tan insana Ana no sabía qué hacer.
Después de unas horas de reflexión y de regocijo de los niños, sumada a la tranquilidad del lugar, emprendieron el regreso, con un cansancio diferente y sin perder perder la alegría que los pequeños transmitían. Francisco más animado caminó a su lado y hasta sonrió ante un comentario ocurrente de su madre. Ella se sentía más tranquila, fue un momento de felicidad para todos.
Cuando llegaron la casa estaba a oscuras. Ana se lamentó no haber dejado algunas de las luces prendidas. Y Francisco se lo reprochó.
—No pensé que volveríamos ya casi oscureciendo —le dijo.
—¡Nos hemos demorado mucho dejando a Santiago en su casa, mamá! —contestó preocupado.
A pocos metros de llegar divisaron a Álvaro, estaba sentado en el umbral de la puerta esperándolos y se lo notaba colérico. Sus pupilas dilatadas se lo dijeron de inmediato con solo mirarlo a los ojos, y ese rictus en su boca, tan característico de sus momentos de sombras, se lo terminó de confirmar. Su cabello para nada prolijo al igual que su camisa abierta y con los puños arremangados acentuaban su figura prometedora de una discusión inminente. Ana comenzó a sentir el corazón palpitar dentro de ella como un tambor africano y el sudor de sus manos mojaban a las de Francisco que la apretaba temblorosamente.
En cuanto atravesaron la galería, Álvaro comenzó a gritar. Martina se aferró a la pierna de su madre, pero Fran la soltó y atravesó la puerta de entrada con la frente en alto, desafiándolo, sin ni siquiera mirarlo, y se encerró en su habitación.
Comenzaron los gritos y los reclamos otra vez.
Martina gimoteaba, Francisco puso su música fuerte y Ana lo podía imaginar irónicamente tapando sus oídos, como lo hacía cuando Álvaro gritaba. Pero esta vez no duró mucho aquel suceso, antes de que Álvaro intentara golpearla, la campanilla del teléfono volvió a interrumpir. Álvaro no dejó que Ana atendiera. La apartó de un empujón y tomó el auricular. Esta vez cortaron después del “Hola”. Ahora sí lo tomó como una advertencia.
Alguien que está escuchando, pensó enojado, mañana mismo pediré un cambio de línea, ya no les será tan fácil llamar para interrumpir y luego cortar… ni siquiera figurará el número en la guía telefónica.
Giró sobre sus talones y con su rostro crispado y amenazante miró a Ana a los ojos y le prohibió salir de casa sin avisarle… con los puños cerrados juró buscarla aun con la policía si era necesario.
Esto último era lo más ridículo que ella había escuchado, pero asintió con la cabeza y entró a servir la cena, una más de tantas, que nadie comió. Álvaro sin embargo no entró, pasó largo tiempo sentado afuera observando a todo aquel que pasaba por el frente de su casa.
Cuando Ana acostó a los niños, y viendo que era imposible conciliar el sueño, pasó por la cocina a buscar un vaso de agua, y a pesar de la tensión, esa noche sucedió algo inusual. Cada vez que Álvaro se enojaba por algo dejaba de hablarle por una semana, pero ese día, le asombró que se acercara a ella para preguntar… si conocía a una mujer llamada Sandra López. Lo miró extrañada y le contestó que no, no sabía de quién le hablaba ni por qué se lo preguntaba. Álvaro salió a la galería dejándola sola en la cocina, sin darle explicaciones.
La mala palabra: violencia
Durante todo el año Ana estuvo trabajando desde su casa para el Ministerio de Salud de la Provincia de Córdoba, haciendo encuestas telefónicas sobre “Accidentes en el hogar y fracturas óseas en adultos mayores”, sobre “Embarazo adolescente no deseado” y sobre los “Factores de riesgo cardiovasculares en personas mayores de cuarenta años”. El programa estaba basado en el proyecto que se gestaba para implementar años más tarde en la Atención Primaria de Salud. Después de un año de trabajo recibió un buen dinero y estaba feliz de poder aportar algo para el hogar.
Creyó, otra vez, que las cosas mejorarían, pero no fue así. El dinero se le escurría como arena entre sus dedos. Álvaro no le dejaba ni un centavo. Controlaba su cuenta y estaba al tanto de cuándo y cuánto cobraba. Sutilmente aumentaba gastos de construcción que podrían costearse con ese dinero. Se dio cuenta de que él también ejercía otro tipo de violencia con ella, la violencia económica, manteniéndola dependiente hasta para la compra de sus artículos personales de primera necesidad. Se sentía limitada y frustrada… comenzaba a vivir un proceso de desilusión y desamor.
Al llegar febrero la pileta estuvo lista para estrenar, por fin lo habían logrado. Con mucho esfuerzo Ana terminó de sacar toda la tierra que dejó la pala mecánica con la ayuda de una carretilla y cientos de viajes hacia el terreno del fondo, alisar los bordes y apisonar el patio después de la labor y el desorden que dejaron los albañiles y reconstruir canteros de flores, dignas imágenes de naturaleza muerta. Cuando terminó de pintarla, llegaron los camiones con el agua. El júbilo en la carita de sus hijos le produjo gran satisfacción. Al menos un poco de alegría para ellos.
Ese verano Ana completó una suplencia médica en el Centro de Salud y las cosas estuvieron mucho mejor. Álvaro entró en la etapa del arrepentimiento y el comportamiento cariñoso. Comenzaron a tener buenos momentos en la relación de pareja. Sin embargo algo sucedió. El sábado vinieron a su casa Carla y Sonia, dos amigas de Ana a las que conoció en el colegio de los niños. Pasaron una tarde maravillosa como hacía tiempo no vivían. La charla fue amena y divertida, los niños chapotearon en el agua y practicaron las mil acrobacias aprendidas en la pileta. El sol les había abrasado la piel y el color dorado acentuaba el brillo de sus ojitos. La hamaca paraguaya no estuvo jamás desocupada, el “turnero” completo decía Francisco, feliz de haber pasado un sábado diferente. Cuando llegó la noche, el marido de Carla vino a buscarla y las encontró a las tres vestidas con short y remera tomado un refresco en la galería. Afuera el cielo comenzaba a cargarse y una tormenta se avecinaba. El viento sur soplaba con insistencia. Entraron todas a buscar las mochilas y Ana también invitó a pasar al marido de Carla hasta que ella se secara el cabello. Mientras tanto salió un momento a saludar a Sonia que se retiraba. Después de despedirla Ana entró apresurada. Por la ventana del living se divisaron las luces de un auto y el motor rugió en la entrada, dando aviso de su llegada. Álvaro atravesó la puerta, apenas saludó con un “buenasss” y Ana sintió otra vez el pánico cuando entre los dientes de Álvaro quedó el saludo al ver a ese pobre hombre sentado. No le gustaban las visitas en su casa, menos inesperadas, menos de tarde (ya casi noche) y muchos menos de sexo masculino. Por suerte Carla no tardó en salir del baño y presentarse. Ella notó la incomodidad y el ambiente enrarecido, saludaron, agradecieron y se fueron de prisa. No bien la puerta se cerró Álvaro tomó del brazo a su esposa y la arrastró al dormitorio. Comenzó a apretarle el cuello con sus manos, intentaba asfixiarle a la vez que repetía:
—¿Cómo te atrevés a andar así por la casa teniendo a un extraño viéndote cómo te contorneas frente a él? ¡Eres una desvergonzada! ¿Lo mismo hiciste cuando te embarazaste de ese bastardo, verdad? ¿Te gusta que te manoseen, no? Vestida así parecés una puta.
Ya no hubo un teléfono que sonara, ni el llanto ni las súplicas de Ana, ni los ruegos de Francisco, ni el llanto histérico de Martina… Su mano intentaba con la fuerza de una tenaza controlar la respiración de Ana apretando por momentos la arteria carótida del cuello dejándola casi inconsciente… hasta que el timbre de la puerta provocó el milagro. Ante la insistencia Álvaro salió de la habitación y se dirigió hacia la entrada. Ana tomó a sus hijos y se encerró con llave. En la puerta Carla reclamaba su mochila olvidada sobre la mesa, dado el apuro que sintió al irse. La despidió lo más rápido posible y luego profirió insultos, dio golpes secos en la puerta, amenazó con llevarse a su hija.
Los minutos fueron interminables, luego Álvaro salió en picada con el auto, derrapando por el parque, haciendo chirriar las gomas y dejando a su familia nerviosa, angustiada e intranquila.
Volvió al otro día… Arrepentido y pidiendo perdón.
Con el paso del tiempo estos hechos se repetían con mayor frecuencia y Carla, testigo involuntario pero atento a la situación, le sugirió a Ana tener una charla con su cuñada. Ella era psicóloga y después de hablar durante unos minutos ya la había convencido de que pidiera un turno para atenderla en su consultorio. Creyó que se estaba volviendo loca. Ni siquiera se animaba a ir a la consulta, temía que Álvaro se enterara y reprobara su decisión con otro de sus ataques de cólera.
El día señalado llegó y ella no fue a la cita.
Le llevó largo tiempo convencerse a sí misma de la necesidad de pedir ayuda. Después de un suceso nuevamente lamentable de gritos, golpes secos en las puertas y apretones que marcaban la piel, la mente y el espíritu, entonces, se decidió. Se encontraron al fin en una cafetería. Ella adujo en su casa que saldría con una amiga que conoció en el colegio de Francisco, con nombre y apellido falsos, y que no se demoraría demasiado. Expresó en voz alta el lugar, la dirección y el tiempo que duraría el encuentro con el objetivo de no dejar ni rastros de dudas con respecto a sus actividades. Solo así obtuvo un “permiso” de Álvaro, que a pesar de ello controló cada movimiento de ella.