Esa revista Sur - César Augusto Bourdet - E-Book

Esa revista Sur E-Book

César Augusto Bourdet

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Beschreibung

El Gringo es un hombre que se encuentra preso en una cárcel del sur de Argentina, sin saber por qué ya que sufre de una amnesia total. Pero todo cambia cuando en sus manos cae una copia del número 131 de la revista Sur, donde se encuentra publicado entre otros, el cuento de Jorge Luis Borges, El Aleph. El cuento despertará en El Gringo recuerdos que le dirán quien es, porqué terminó en un presidio y le dará un propósito que le resultará increíble.

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Seitenzahl: 222

Veröffentlichungsjahr: 2017

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c. a. bourdet

Editorial Autores de Argentina

Bourdet, Cesar Augusto

Esa revista Sur / Cesar Augusto Bourdet. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2017.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-711-800-1

1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Título.

CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail:[email protected]

Diseño de portada: Justo Echeverría

Diseño de maquetado: Maximiliano Nuttini

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Índice

1

2

3

4

5

6

7

“En cambio sé con certeza lo siguiente:

una vez se me ha permitido que tenga consciencia de que ‘yo existo’,

¿qué me importa que el mundo se haya construido con errores

y que no pueda existir de otro modo?

¿Quién, después de esto, me va a juzgar y por qué?”

El idiota (1869)

Fiódor Mijáilovich Dostoievski

“Cualquier destino, por largo y complicado que sea,

consta en realidad de un solo momento:

el momento en que el hombre sabe para siempre quién es”.

“Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”, de El Aleph

Jorge Luis Borges

1

Me despierta la humedad que siento sobre mi rostro. Inspiro dejando entrar el aire frío y rancio de la celda. Entreabro los ojos, para encontrarme con la canilla que deja pender una gota de agua. Lenta, paciente, que como un insecto transparente y glotón, se llena del líquido sin color, hasta que henchida, se tambalea y cae en la inmensidad blanca del lavamanos.

Hundo la nariz en la frazada, para respirar el aire calentado por mi cuerpo. El frío afuera es intenso y atemorizante. Escucho los sonidos sordos del presidio. Los ruidos de pasos que resuenan en el eco del silencio matinal; cadenas y puertas de hierro al abrirse, cerrarse. Alguien tose y el silencio parece tragarse la cacofonía.

La tranquilidad de la unidad me hace pensar en un día de domingo, quizás lo sea, no lo sé. No me importa.

La gente de este lugar me llama el Gringo, lo cierto es que no sé quién soy. Sé que estoy aquí por estar en el momento y lugar equivocados.

Según me han contado, tomaba unos tragos en una pulpería cuando se desató una batalla campal entre simpatizantes políticos de un bando y de otro. Dicen que, aunque no tenía nada que ver, mi estado de ebriedad me llevó a participar. Alguien me golpeó la cabeza con una botella, dejándome un corte que hoy es una cicatriz en mi cuero cabelludo. Llegó la policía o el ejército. Qué importa la diferencia, para el caso fue lo mismo. Repartieron palazos a diestra y siniestra y uno fue para mí, me hizo trastabillar y caí de espaldas, golpeando por tercera vez mi cabeza, esta vez con el suelo. Perdí el conocimiento y cuando desperté, la memoria. Nadie me conocía y yo no sabía qué estaba haciendo ahí, en esa pulpería, ese día, a esa hora. Hace dos años de lo que cuento y todavía soy el Gringo. Dos años de la misma ropa, de la misma celda.

Me han dicho que estoy en el penal de Rawson, provincia de Chubut y que corre el año 1947. Cuando miro por el ventanuco de mi celda solo veo la tierra reseca del patio y la pared que es límite de mi universo.

La pérdida de memoria, según dijeron los médicos de la unidad, en mi caso es atípica, ya que es total. No recuerdo nada desde el momento en que recibí el impacto contra el suelo. Según ellos, en algún momento volverá.

Para mí, toda mi vida estuve preso. Lo que me lleva a tomarme las cosas con cierta calma. La libertad se resume a mi accionar dentro de la unidad. Es mi mundo, no conozco otra cosa.

Los otros presos, ellos sí privados de su libertad, me envidian. Porque mientras que ellos extrañan a mujeres, hijos, padres, madres, y el exterior, para mí el estado natural de las cosas es estar en este lugar.

Por fin decido levantarme y hacerle frente al frío, que no es tanto el frío, sino la humedad. Procedo con mi rutina diaria.

Me levanto y estiro mis brazos junto con mi cuerpo, realizo tres respiraciones profundas. Luego relajo el cuerpo, hago otras tres respiraciones profundas. Voy al suelo y con los pies trabando en la cama, hago flexiones de abdominales, hasta que el músculo o la espalda me duelan. Continúo con flexiones de brazos, hasta que los brazos me duelan. A continuación desenvuelvo el jabón y la toalla que guardo en una caja de madera debajo de la cama y me higienizo. Me lavo cara, cuello y axilas. Me seco. Dejo el jabón sobre la ventana y cuelgo la toalla desde los barrotes, para que el sol la seque. Finalmente me vuelvo a recostar, cierro los ojos y escucho los ruidos del presidio. Las conversaciones apagadas entre presos. A veces, una música fantasmal recorre los pasillos. Son melodías de una radio ausente, lejana, proveniente de recónditos espacios pertenecientes a la unidad. También me concentro en los detalles de mi celda. Día a día el tiempo deja sus marcas en ella, una mancha de humedad en el techo, un pedazo de revoque levantado. Cuando el sol de la tarde entra por la ventanilla, observo danzar las partículas de polvo, hasta ese entonces, invisibles.

Aun cuando oscurece, observo los detalles de mi celda. Así como la luz modela y da forma, la oscuridad puebla mi lugar, de figuras inusitadas. En esas noches invernales de oscuridad absoluta, donde no hay sombras que investigar, escucho el quejido de las cañerías del sistema de calefacción. El sonido del agua que recorre las tuberías, como entrañas de metal, me hace pensar que estoy dentro de un ser vivo de roca y barrotes, cemento y arena.

Me sucede algo particular, en tanto que el edificio, los paisajes, incluso el rostro de los otros presos me resulta interesante y en ellos veo hasta las más mínimas diferencias, los rostros de los guardias, me parecen todos iguales. Me son invisibles sus particularidades. El mismo rostro, el mismo lenguaje, la misma actitud. No puedo retener sus rasgos personales. Como si sus individualidades hubiesen sido arrancadas para convertirse en el guardia, una figura arquetípica donde el guardia es todos los guardias.

No suelo tener problemas con el (los) guardia(s). Al no acoplarme a los disturbios por otros generados, no les doy problemas y ellos no me los dan a mí. Es probable que esa indiferencia involuntaria sea recíproca.

Echado sobre mi litera, escuchando los sonidos del edificio, me imagino qué ocurre. A veces aguzo tanto el oído que puedo escuchar la respiración acompasada del residente de la celda contigua mientras duerme, o el susurrar de su cuerpo mientras acomoda las frazadas de la cama.

Recreo luego con mi imaginación lo que puede estar ocurriendo en ese momento. ¿Qué soñará mi vecino?

Otro de mis pasatiempos es leer. Intercambio libros con otros presidiarios, también comentamos las obras. Eso ocurre muy de vez en cuando, ya que los presos que tienen libros son contados con los dedos de la mano. Pero a veces sucede y es un alivio poder tener una conversación sobre un interés común con otro. Las conversaciones habituales de los demás se reducen a mujeres, fútbol, añoranzas de vida y muy de vez en cuando, política. Todos tópicos de mi desagrado.

Los días pasan indolentes, la rutina a la que me ato me hace sobrellevar el tiempo. No pienso en días, semanas, meses o años. Es una sucesión de repeticiones, dentro de ese concepto, encuentro seguridad y tranquilidad.

Por fin llega el día esperado, luego del almuerzo, se desarrolla el protocolo para la salida al patio.

Con impaciencia espero la apertura de la reja, disfruto cada paso del recorrido hasta el exterior, observo el edificio, las puertas, las paredes. En busca de señales de cambio. Manchas de humedad en la pared, el piso veteado por un trapo mal pasado, marcas en las puertas. Trato de encontrar diferencias, para ver que el tiempo pasa y que en el mundo ocurren cosas que lo modifican.

Arreados como ganado llegamos al patio, allí los grupos se separan y se vuelven a reorganizar. Yo busco a Federico, que fue quien me prestó el último libro que leí y que llevo en la mano. El idiota de Dostoievski. Lo encuentro apoyado en una de las paredes perimetrales junto con otro más, quien intuyo que se trata de Alejandro. Cuando me ven venir, se acercan para saludarme.

—Hola, Gringo, ¿qué tal estuvo El idiota?, ¿te gustó? —dice Federico.

—Es un buen libro —contesto y le doy el libro a Alejandro, a quien le corresponde leerlo.

—Yo terminé de leer este número de Sur, se lo cambié a uno del pabellón B, por unos cigarrillos. —Federico me entrega la revista. La hojeo ansioso—. Hay un cuento de Borges, te lo recomiendo.

—Yo terminé de leer “El hundimiento de la casa Usher” de Poe —comenta Alejandro.

Él es quien cierra el círculo de lectura. Cuando termina de leer un texto, lo comentamos.

—Vamos a sentarnos allá —sugiero indicando la pared donde da el tenue sol invernal.

Federico ronda los treinta años, es alto, delgado y, como la mayoría de los reclusos, de rasgos indígenas. Su cabellera negro azabache, la que lleva corta, no se deja subyugar ante el viento. Federico es quien nos provee del material de lectura, en su pabellón se encuentra el mayor número de presos políticos, a quienes sus familiares suelen acercarles libros para leer, que luego son decomisados y que él después debe regatear con los guardias, de formas de las que no hablamos. Es un muchacho afable, proveniente de la propia Rawson, fue encarcelado por homicidio. Según su versión de los hechos, fue un accidente. Cuenta que la noche que ocurrió el hecho se encontraba en su casa, un rancho alejado de la ciudad, precario, humilde. Mientras dormía escuchó golpes en la puerta y el sonido de cómo entraban de improviso, también escuchó los gritos desesperados de su hermana que se encontraba en la habitación contigua; sin pensárselo, se levantó, cargó una escopeta que solía tener debajo de la cama y le disparó a quemarropa a una de las siluetas que se debatía con su hermana; luego atacó con fiereza a los demás hasta echarlos de la casa. Fue en ese momento cuando se percató de que eran policías.

Lo detuvieron y lo encarcelaron, ahora cumple su condena.

Los policías buscaban un fugitivo que se escondía en la zona y que creyeron que se encontraba en la casa de Federico.

Federico, además de libros, trafica cigarrillos o todo aquello que pueda comerciar. Aunque de orígenes humildes, su afición por la lectura lo ha dotado de un lenguaje rico al cual él sabe dar buen uso en nuestras conversaciones.

—Qué agradable que está el sol —comenta Federico—. Bueno, ¿comenzamos con el análisis de Poe?

—Me parece un buen momento, sin duda —digo. Los dos miramos a Alejandro.

—Bueno, eh, no sé por dónde empezar, ¿tengo que comenzar yo?

—Sí, Ale, vos fuiste el último que lo leyó y quien lo recuerda más, cuando empieces a hablar nos vas a hacer acordar del texto —explica Federico.

—Pero siempre me toca a mí.

—Eso es porque sos el último en leer los textos —comento.

—Bueno, pero ¿podemos cambiar eso? Me gustaría no tener que comenzar siempre yo.

—Podemos. El próximo libro que consiga te lo paso, luego vos se lo das al Gringo y él me lo da a mí, ¿te parece? —dice Federico.

—Me parece.

Alejandro carraspea y comienza a hacer una sinopsis del texto de Poe.

Alejandro, tal como Federico, es de rasgos indígenas, pero no es ni delgado ni magro. Bajo de estatura y regordete, sobrelleva sus treinta y cuatro años con melancolía. Alejandro tampoco es una persona que tenga muchos estudios, aunque sabe leer y escribir. No le gusta hablar de por qué cayó preso; se rumorea que, siendo él peón de una estancia, cuando salía de franco, se le daba por violar a las mujeres de un pueblo, hasta que un día se metió con una mujer que se debatió y huyó. Más tarde fue identificado, apresado y encarcelado. Alejandro no parece ser un violador, como tampoco Federico aparenta ser un homicida.

Alejandro deja que le crezca un bigotito, el cual cuida con esmero y que le da un aire más bien tontón.

—Terminaste la sinopsis, ahora decime, ¿qué te pareció? —pregunta Federico.

Alejandro tuerce el gesto, pensativo.

—No me impactó mucho, debe ser porque el ambiente tétrico del texto no le gana a nuestra situación.

—¿No te trasladó, aunque sea fuera de este lugar? —pregunto.

—Sí, eso sí, pero no me logró sacar como otros libros.

Observamos con detenimiento la expresión de Alejandro, quien trata de acomodarse el pelo ante el viento que se arremolina contra la pared.

—¿A vos qué te pareció? —me pregunta.

—Recuerdo que, cuando lo leí, fue una experiencia placentera. Saber que el libro me esperaba en la celda, que al abrir las solapas era como abrir una puerta a otro lugar. No intenté comparar mi situación con la de los personajes, me dejé llevar, envolver por la historia, su desolación victoriana me apenó y a la vez me alegró, ya que pude sentir algo diferente en la monotonía de lo que nos toca vivir, ¿no? —miro a Federico, quien asiente al escucharme.

—Creo que coincidimos en que percibimos una atmósfera opresiva en el relato —comenta Federico.

—Sí, es opresivo el relato —dice Alejandro.

—Coincido, sí —agrego.

—En mi caso me pasó algo similar a lo de Alejandro, sentí esa opresión, pero la sensación claustrofóbica que nos da la celda, atento de alguna manera con el efecto que pudo causar el relato, de todas formas la construcción de los personajes es suprema y la pluma de Poe es algo que disfruto mucho, tuvimos suerte de conseguir este libro.

—Te lo debemos a vos, Federico, gracias por conseguirlo, gracias por el sacrificio.

Federico sonrió, aunque su expresión denotaba tristeza.

—Gracias —respondió.

Alejandro mira la edición de El idiota dándola vueltas en sus manos, palpando la textura de la tapa, rozando las hojas amarillentas, acerca el libro a la cara y huele su interior. Todo eso ante nuestra mirada.

—Es una linda edición y se mantiene bastante bien —comenta.

Asentimos.

—Sí y práctica, no es muy grande ni muy chica.

Nos sentamos apoyando la espalda en la pared y disfrutamos de los rayos del sol en nuestra cara. Se escucha el chillido de un chimango.

—La libertad se relaciona con el volar de las aves, ¿pero para ellas significará eso?, ¿ser libres? —pregunta Federico.

—El chimango solo debe estar pensando en comer, no creo que se plantee si se siente libre o no —comenta Alejandro.

—Tal vez se lo pregunte solamente si terminara en una jaula. Como nosotros, no nos ponemos a pensar en la libertad, hasta que nos sentimos o estamos presos —comento.

El silencio delata el acto reflexivo.

—Se dice que los peces no tienen memoria, para ellos debe ser más llevadero estar en un acuario —comenta Alejandro.

—Sin duda, lo es —replico.

—Cierto, Gringo, bueno… No quise ofenderte —dice apesadumbrado Alejandro.

—No hay ofensa, no te preocupes.

Vemos cómo los guardias comienzan a llamar a formar para volver a las celdas.

—Habrá que golpearse bien fuerte la cabeza —comenta Federico.

—Tiene sus pros, pero también sus contras —comento mientras ayudo a levantarse a Alejandro.

—Seguramente, no creo que sea algo cómodo no saber quién es uno.

—Así es, no es nada cómodo —respondo.

Nos despedimos y cada uno forma en la fila que le corresponde.

Finalmente entramos y volvemos cada cual a su celda, con nuevos enfoques que nos servirán para replantearnos el texto leído, como si este fuese otro, siendo el mismo.

Mi ansiedad por leer la revista me resulta estimulante. No es lo primero que hago cuando me dejan en la celda. Primero llevo a cabo mi rutina vespertina, que involucra hacer nuevos ejercicios y un ejercicio mental de rememorar toda la conversación mantenida con mis compañeros, tratando de rescatar todos los detalles posibles del encuentro. Este ejercicio puede tomarme toda la tarde, incluso hasta la llegada de la noche. ¿El objetivo? Encontrar elementos en los cuales elucubrar y mantener la mente ocupada.

Ya antes que termine el día y con él la luz, abro la revista, el azar quiere que la abra justo en la página donde inicia el cuento de Jorge Luis Borges, “El Aleph”. Frunzo el ceño al leer esa palabra, ya que me genera una doble sorpresa. Por un lado me sorprende el sentir que ya la conozco, por el otro, la sorpresa por sorprenderme.

Me recuesto en la litera y emprendo su lectura.

Con deleite abro la revista allí donde el texto espera ser leído. Me preparo para ser trasladado a otro mundo, a otro lugar, a viajar, a teletransportarme mediante la lectura.

El texto condensado en la página me resulta invitante.

Mis ojos acarician las primeras palabras. Un escalofrío nace en mi columna vertebral y se ramifica hasta llegar a la punta de mis dedos, erizándome el vello, provocando la necesidad de sacudirme.

Es producto del deleite de un texto bien escrito, no puedo evitar dejarme llevar por la imaginación y entrar en ese universo construido por el autor. Por un momento salgo y vuelvo a mi realidad, la celda sigue ahí, sus cuatro paredes y la puerta de metal, su ventanuco con la toalla secándose, el rayo de sol que entra tímido a mis tinieblas. Este es un tipo de desolación que me resulta confortable.

Retomo la lectura ya en el umbral del sueño. Los acontecimientos mencionados por Borges se me mezclan con las impresiones diarias; sus pensamientos sobre la resistencia al cambio con mi realidad donde poco cambia.

Lentamente Morfeo me atrae a su reino, cae el telón ante mis ojos, la función acaba de terminar, o quizás de empezar.

Siento la revista caer en mi pecho, la siento lejana. La nuca me palpita mientras el cuerpo se relaja, para recibir el impacto onírico.

Un portarretrato de una mujer delicada, una voz femenina algo grave, erótica; el cabello rubio. Un caminar entre sensual y torpe; la luz de una ventana, cálida; el bullicio de la ciudad. El sonido de un bar, con su murmullo de conversaciones simultáneas y el repiquetear de tazas, cucharas, platos; el aroma a café expreso; un hombre alto, corpulento, de ojos grises y corte militar; un sobre arriba de la mesa, las letras G. R. U. en cirílico. La sucesión de imágenes se vuelve vertiginosa, la incoherencia onírica me gana.

Abro los ojos al sentir el griterío de los teros en el patio externo. Algo cambió dentro de mí. Difícil de explicar. Siento una mezcla de euforia y ansiedad.

Con la vista fija en el techo trato de recordar lo que soñé, en vano. Algo se liberó en mí y no sé qué es.

Me levanto y comienzo mi rutina de todos los días. Estiro mi cuerpo y hago tres respiraciones, luego los ejercicios abdominales, luego las flexiones de brazos. El frío de la habitación no me amedrenta. Habiendo terminado mi rutina encaro el lavamanos y el espejo, allí está mi imagen. Entonces, como si nunca me lo hubiera olvidado, allí está mi nombre. Miro mi reflejo y sé quién soy. Mi nombre es Sergei Kardashov.

¿Qué es lo que me hizo recordar? ¿Es acaso el azar? ¿Por fin ocurrió lo pronosticado por los médicos?

Intento rememorar algo más, algo que esté en mi memoria reciente, pero en ella solo está el encuentro del día anterior y parte del cuento borgiano. Sopeso mis emociones para separar recuerdo de ficción, pero ambos parecen indivisibles. La imagen de una mesa de bar, el olor al café, el sobre con la sigla G. R. U., una carpeta con documentos… se encuentran amalgamados con el relato ficcional.

¿Será, quizás, que a través del acto de leer rememoré algo?

Mientras me seco la cara con la toalla, miro la revista que reposa sobre el camastro.

La ansiedad que siento por continuar leyendo es apabullante. Aun así, como hijo de la madre Rusia y especialmente de las tierras de Siberia, soy un hueso duro de roer y me mantengo estoico ante el desenfreno emocional que me embarga.

Me doy una palmada en la frente. Sé de donde provengo. Soy ruso.

Tiritando de nerviosismo, con toalla en el hombro, me siento en el camastro, las manos entre las rodillas. Pienso, miro un punto fijo en la nada.

Soy ruso, de Siberia.

Pensar en ello me remite a caminatas para visitar a mi madre cruzando bosques helados; la búsqueda por madera para quemar; las manos calientes dentro de los guantes; el olor de la nieve, el olor de la resina de los árboles; las copas de los árboles, el cielo detrás de ellas, inmenso, cerúleo, implacable.

De pronto me agito. Miro las cuatro paredes y la pequeña ventana, necesito aire, urgente.

Corro hacia ella y entierro la cabeza entre los barrotes, respiro profundo y miro el cielo patagónico, indolente, silencioso.

¿Qué me está pasando?

El viento frío me calma, pero sé que no es lo mismo; y de mis ojos, se desprenden lágrimas tibias que me dibujan una línea fría en las mejillas.

No es lo mismo.

Miro el cielo y me parece lejano, veo las aves y añoro su libertad, quiero recuperar mi libertad, quiero irme de este lugar, volver con los míos.

¿Pero quiénes son los míos?

Me debato en mi pensamiento interior, rememorando con esfuerzo, tratando de rescatar retazos de recuerdos de mi familia. En vano.

Nada aparece sobre la figura de mi madre o de mi padre, no sé si tengo hermanos, apenas los ojos de mi madre, azules iridiscentes, como los míos. Sus ojos y el bosque. Siento el olor a tierra húmeda, el olor a nieve y a resina. Nada más.

No tengo recuerdos de mi infancia, ni de mi adultez, solamente esas pequeñas impresiones rodeadas de nada.

Inspiro con fuerza el aire patagónico, soy optimista, este es el comienzo.

Por primera vez en mucho tiempo, me siento vivo, y por primera vez en mucho tiempo, siento pánico ante lo desconocido.

Mi nombre es Sergei y provengo de Siberia. ¿Qué hago en Rawson, Argentina?

Escucho el ruido de las cerraduras abrirse, aparece el guardia que nos custodia para llevarnos a comer.

—Gringo, es hora de comer —dice el guardia al verme.

Me levanto y camino hasta la puerta.

—Me llamo Sergei, Sebastián.

Sebastián alza las cejas en señal de sorpresa.

—¡¿Sergio te llamás!?

—No, Sergei.

—Qué bueno. Hoy hay arroz con pollo para comer —Sebastián continuó reuniendo a los demás presos para ir al comedor.

Con mucha dificultad llevo adelante mi rutina diaria. Los recuerdos asedian mi concentración durante toda la jornada. Ya cuando el sol de la tarde entra por la ventana, me recuesto para continuar con mi lectura.

La comunión con el texto provoca en mí las más inesperadas reacciones. Mientras el autor narra las peripecias con el primo de Beatriz Viterbo, en un segundo plano mi mente trabaja incesante, en establecer posibles conexiones. Pero estas no suceden, las reacciones resultan ser físicas. Me recorren escalofríos, se me eriza la piel, brota en mí la necesidad de detener la lectura y ponerme a caminar. El sueño repta desde un rincón y se abalanza sobre mí ya cuando me encuentro en la posdata de 1943. El nombre de Pedro Henríquez Ureña se relaciona con un rostro enjuto, de anteojos redondos, delgado, un hombre correcto, de tímida personalidad. El nombre de Burton me dispara a las escalinatas de la Biblioteca Nacional ubicada en la calle México. El olor particular de la ciudad de Buenos Aires,, la brisa proveniente del río, como llamando a recordar que está allí, con todos sus juncales, barro y peces.

Vuelve a mí la imagen de una ventana y su luz cálida, el sol del mediodía, veo cortinas blancas flamear, la calle de enfrente con su edificio que no me permite ver más allá. Una mesa con una botella verde sobre esta. Siento mi propio aliento etílico. Me siento mareado, desfallezco entre dormido y la sensación de estar ebrio en el sueño que se avecina.

Emerjo desde las profundidades del subconsciente, mis ojos se abren y se encuentran con la pared cercana, conocida y ahora, despreciada.

Siento serenidad, no pierdo tiempo en el camastro y me levanto sin siquiera prestar atención a los sonidos del penal, o llevar a cabo mi rutina de ejercicio. Voy directo al espejo. Todo es revolucionario hasta ahora.

Miro mi reflejo, me reconozco, también a mi rostro en tiempos anteriores. Los recuerdos son inconexos, como si se tratara de muebles tapados con sábanas, están allí, velados, pero están.

Me lavo la cara y, con mi rostro entre las manos, escruto mis ojos azules. Me esfuerzo por recordar y me encuentro con que el nombre de Pedro Ureña prevalece en mi memoria. Pedro Ureña, profesor de la Universidad Nacional de La Plata, lingüista investigador.

¿Cómo sé esos detalles?

Los considero hijos de la imaginación e intento encontrar otro recuerdo propio. Es así como rememoro mis primeros momentos en la Argentina, en el departamento de los ventanales con cortinas, recuerdo por qué me embriagué. Fue por Ureña, había perdido su rastro. Yo perseguía al lingüista. Pero ¿por qué?

La respuesta me llega al instante: “por el Aleph”.

Detengo mi rutina, sopeso mis sentimientos frente a esa idea disparatada.

Algo dentro de mí está seguro de esa afirmación, aunque la idea no puede ser cierta.

Vuelvo a tomar la revista y a releer algunos pasajes. Como impulsados por el texto, los recuerdos se abren paso y se comienzan a ordenar.

Ureña visitó Rawson para dar una conferencia, por eso vine a este lugar, luego caí preso.

Una parte de mí se resiste con firmeza a todo ese razonamiento, otra es curiosa del armado de la memoria e intenta seguir levantando sábanas que tapan muebles. Pero no logro avanzar mucho más. Mi mente se detiene una y otra vez en la imagen del sobre con la sigla G. R. U. sobre la mesa. En el recuerdo estoy con alguien, quien me da órdenes, me dice que debo continuar con la investigación, refiriéndose a Ureña.

Termino de hacer mis ejercicios, me aseo y vuelvo a recostarme. El concentrarme en la rutina aleja de mí los recuerdos.

El día continúa y adelanto los ejercicios vespertinos debido al brote de ansiedad que me carcome. Finalmente termino agotado y me duermo.

Durante la noche me despierto desorientado. La oscuridad total aumenta mi desconcierto.

No sé dónde estoy. Es el olor de las frazadas lo que me recuerda que estoy en una celda, en el penal de Rawson. Segundos después la ansiedad comienza a despertarse, producto de los recuerdos recuperados.

Saberme privado de mi libertad me inquieta. Lo que antes no me preocupaba y me causaba una sensación de seguridad, ahora me pone nervioso. Las cuatro paredes, escrutadas infinidad de horas, me sofocan, me aplastan con su fría realidad. Estas paredes me alejan de ser Sergei de Siberia, como también de ser el perseguidor de Ureña.

Me tranquilizo, no puede ser cierto, no es verosímil que yo haya estado persiguiendo a Pedro Ureña por la búsqueda del Aleph.

¿Entonces, qué es cierto y qué no? Me lo pregunto.

No tengo forma de probarlo, solo sé que soy Sergei y soy ruso. Lo demás es cuestionable.

Esa forma de pensar me transmite tranquilidad, lo que me permite conciliar el sueño.