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Liz es una madre soltera que trabaja como cajera en una gran cadena de hipermercados de Londres a modo de solventar los gastos propios, de su pequeño hijo y de su amiga. Lleva una vida con estrecheces económicas, pero tranquila y feliz hasta el día en que es convocada de urgencia a la oficina del dueño de la empresa que la ocupa. Lionel es un joven empresario que tiene todo aquello que un hombre puede desear: dinero, una cadena de hipermercados en expansión, hoteles de suprema categoría repartidos por las principales ciudades del país… Pero carece de lo que necesita con urgencia: tiempo y una esposa.
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Seitenzahl: 298
Veröffentlichungsjahr: 2025
ALICIA LUDOVICO RUSSO
Ludovico Russo, AliciaEsposa por un mes / Alicia Ludovico Russo. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-6030-8
1. Novelas. I. Título.CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
PRÓLOGO
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 20
CAPÍTULO 21
CAPÍTULO 22
CAPÍTULO 23
CAPÍTULO 24
CAPÍTULO 25
CAPÍTULO 26
CAPITULO 27
CAPÍTULO 28
CAPÍTULO 29
CAPÍTULO 30
CAPÍTULO 31
CAPÍTULO 32
CAPÍTULO 33
CAPÍTULO 34
CAPÍTULO 35
CAPÍTULO 35
CAPÍTULO 36
EPÍLOGO
A Ricardo. Por creer en mí a pesar de mis dudasy temores. Por impulsarme en este nuevo proyectocon tus constantes “vos podés”.Gracias por estar siempre ahí.
Al equipo editorial de Autores de Argentina porla paciencia, apoyo y directrices brindadas.
No lo podía creer.
Aun con la evidencia frente a sus ojos, no podía creerlo.
Hacía solo algunos días, Paul, su amado esposo, paseaba a su lado por los jardines de Pinkhause riendo y haciendo planes para el futuro. Acariciaba su vientre aún chato por el reciente embarazo y proponía, uno tras otro, posibles nombres para su pequeño: Charles, Robert, Louis, Mathew… Y los más horribles: Reginal, Archival y Tadeus. Todos ellos pertenecientes a sus ancestros fallecidos varios siglos antes.
Y ahora Paul ya no estaba entre ellos. De pie frente a una lápida, todos sus familiares y amigos escuchaban las palabras que el párroco había escrito para el último adiós de un joven muy agradable, amante esposo, hijo ejemplar y entrañable amigo. Excelente profesional y deportista destacado.
¿Cómo un deportista destacado pudo desaparecer en las aguas del mar? Paul era un nadador excepcional, formaba parte del grupo olímpico de su universidad y, si bien nunca había participado en competencias internacionales, no había sido por falta de méritos sino por no querer restarle tiempo a su carrera y ausentarse por largos períodos de su hogar.
Había salido a navegar con un conocido que deseaba poner a prueba su nuevo velero. “Solo es un paseo”, le había dicho, “estaré de regreso antes que llegues a extrañarme”. ¿Quién iba a pensar que se desataría una tormenta feroz estando el cielo tan azul y con una suave brisa?
Su compañero de navegación había declarado que se había soltado una driza y Paul había querido atarla. El barco se sacudió al chocar contra una ola especialmente grande y cayó por la borda. Tres días de búsqueda habían dado un resultado negativo y las autoridades lo habían declarado desaparecido en el mar y, a todos los efectos legales, fallecido. Y allí estaban todos, mirando una lápida sobre una tumba vacía, oyendo las palabras del párroco que lo había bautizado y los había casado hacía poco menos de un año.
Liz no tenía la menor idea de qué estaba diciendo el Sr. Miles, solo sabía que su mundo se derrumbaba. ¿Qué sería de su vida sin su esposo? Paul había sido su amigo de la infancia y su primer y único amor. Habían estado juntos desde que tenía memoria y solo se habían separado mientras él estuvo en la universidad, aunque en ese entonces volvía a casa en cada oportunidad que sus estudios se lo permitían. En esas ocasiones, solía detenerse en su casita antes de llegar a Pinkhause.
Al finalizar sus estudios y con su flamante título de abogado bajo el brazo, le propuso matrimonio… y ella aceptó encantada. Se comprometieron en menos de una semana ante la presencia de los padres de Paul y los tíos de Liz. La boda había sido planeada para un mes después, pero la prematura muerte de sus tíos en un accidente ferroviario, obligó a posponerla. Cuando finalmente se casaron fue en una ceremonia íntima, sin baile ni cantos. Solo un puñado de familiares por parte de Paul y un reducido número de amigos.
Nada de eso opacó por largo tiempo la felicidad de saberse juntos y amados.
Y ahora, allí estaba el frío mármol con el nombre de Paul, como si realmente debajo de dos metros de tierra se encontrara su féretro, pero no había nada debajo de la lápida.
Finalizado el servicio, todos en silencio regresaron a la casa, y en silencio permanecieron mientras se servía el acostumbrado refrigerio en el salón familiar. Allí estaba su suegra que no había dejado de llorar en todo el día (Liz no lloraba, ya no le quedaban lágrimas), su suegro la consolaba tomándola de la mano (nadie creyó necesario consolarla a ella), las tías de Paul se consolaban rezando plegarias (quizá pensaran que así Paul de pronto abriría la puerta y pediría el té). Los amigos comentaban en susurros la calamidad acontecida. Nadie osaba levantar la voz. A nadie se le ocurría relatar alegres anécdotas de las correrías vividas en la universidad.
El silencio descendía sobre los presentes con su negro manto de tristeza y la asfixiaba. Rogó para que algo, cualquier cosa, acabara con la pesadumbre.
No supo en qué momento Garner, el mayordomo, se asomó a la puerta del salón, ni se dio cuenta que Richard, uno de los amigos más íntimos de la pareja, se ausentó de la reunión, pero todos los allí presentes se giraron para observar a quién interrumpía el duelo familiar. El amigo también volvía al recinto.
Liz de igual forma se giró para encontrarse frente a una joven de cabellos rubios y ojos marrones, totalmente vestida de negro que traía a un niño de unos 4 años de la mano. ¿Quién sería esa mujer? ¿Alguna compañera de Paul de la universidad? ¿Alguna empleada del bufete?
La mano de Richard apoyada en su hombre la sacó de sus pensamientos. –Liz. Esta es Rosalin, la esposa de Paul.
Dos años después.
—Tiene que haber alguien –rugió Lionel–. No puedo creer que en toda la cadena de hoteles y supermercados Mc Need no haya una bendita mujer conveniente.
—Te repito que no hay –respondió Collins Pounds–. Al menos no con las características que tú sugieres. Buscas una mujer joven y sin compromiso.
—Hay al menos cinco mil empleados, ¿y no hay una sola mujer disponible? Pídele a Margaret que venga con los archivos de personal.
Margaret Alnus, la secretaria personal de Lionel Mc Need, entró en la oficina portando su notebook. Su cara reflejaba cansancio y hastío. Llevaba toda la semana revisando currículos tratando de encontrar aquello que su jefe requería y los resultados eran negativos.
—Permiso Sr. Mc Need. ¿Quería verme?
—Sí, Margaret. ¿Cómo es que no encuentra una mujer conveniente?
—Señor ya revisé tres veces el archivo. No hay nadie.
—Vamos a ver si juntos podemos encontrar una solución.
La secretaria colocó la computadora frente a su jefe.
—Primero separamos hombres de mujeres –pulsó una tecla–. Ahora dentro del listado de mujeres, las solteras de las casadas –repitió la operación–. Ahora las comprometidas o en una relación, ¿o no le importa si tienen un lazo amoroso?
—No, prefiero alguien completamente libre.
—Bien. Estas son las mujeres que trabajan en sus empresas, solteras y sin compromiso.
—La lista es interesante. Hay al menos cuarenta candidatas.
—Sí, pero por favor mire las edades.
Lionel recorrió la columna con las fechas de nacimiento de las candidatas. La mayoría rondaba los cuarenta años y el resto estaba próxima a la jubilación. Ninguna de ellas serviría para sus propósitos. Se detuvo en un nombre donde no figuraba fecha de nacimiento.
—¿Qué sucede con esta empleada? Liz Gordon.
—No lo sé. Su ficha parece estar incompleta. Podemos consultar con la oficina de personal.
—Hágalo desde aquí –dijo Lionel entregándole el intercomunicador.
Margaret hablaba directamente con el director del departamento. Dijo el nombre de la empleada y esperó lo que a Lionel le pareció una eternidad. Tenía que resolver ese asunto hoy mismo, no había tiempo que perder. Temía llegar tarde y eso no se lo perdonaría nunca.
—Liz Gordon –informó Margaret–. Trabaja como cajera en la sucursal de supermercados de King Road y Maxime. Tiene 26 años, soltera, sin compromiso y….
—¡Perfecta! Comuníquese con ella de inmediato y que esté en mi oficina en diez minutos. Si es necesario que tome un taxi, pero que venga ya.
—Sr. Mc Need. Liz Gordon tiene un niño pequeño, de un año. Y le repito que está soltera.
Lionel se quedó mirando a su secretaria. Sabía qué daba a entender la mujer mayor: ponía en entredicho la moral de la mujer. Aunque podía haber varios motivos para una madre soltera, quizá convivía con el padre de su hijo, o había sido víctima de una violación, o había confiado en el hombre equivocado. Sin embargo, el hecho que tuviera un hijo pequeño podía servir mejor a sus propósitos.
—Entiendo lo que me advierte Margaret, pero la lista de motivos de ser madre soltera puede ser larga. La necesito. Hágala venir inmediatamente. Es más, averigüe si está trabajando ahora y mande a mi chofer a buscarla. Por el momento es mi única alternativa.
Una vez solo en su oficina, Lionel extrajo el telegrama que había recibido esa misma mañana y lo releyó. Se acercaba el fin.
Siempre creyó tener tiempo de sobra. Era un empresario exitoso, dueño de una cadena de hoteles distribuidos por las principales ciudades inglesas: Londres, Bath, Birmingham, Liverpool, Leeds, Bristol… Y una cantidad considerables de supermercados esparcidos por Londres con próximas inauguraciones en tres de las ciudades más importantes de Inglaterra.
Poseía el dinero suficiente como para vivir más de una vida sin necesidad de trabajar. Pero detestaba la vida ociosa, le gustaba el trabajo. Le atraía proyectar un nuevo hotel con mayores comodidades, con mayor número de habitaciones, con mayores y variadas zonas de esparcimiento para los huéspedes. Disfrutaba diseñar él mismo los planos del edificio, imaginar la decoración, los colores, los muebles, las luces de cada habitación, de cada suite, los parques y jardines que lo rodeaban… hasta qué flores y plantas se colocarían en cada parterre. En los últimos dos hoteles había incluido huertos con árboles frutales e invernaderos.
Hacía diez años, apenas terminada la educación universitaria, había tomado el dinero heredado de su madre y compró una antigua fábrica largo tiempo abandonada, en una zona en transición entre barrio obrero y de clase media. La remodeló totalmente y abrió el primer supermercado donde solo se vendían alimentos envasados, carnes y verduras. Un año después había agregado varias secciones: blanquería, electrodomésticos, perfumería y limpieza. Seis meses después se añadió una segunda planta con indumentaria femenina, masculina e infantil y un anexo de ropa y artículos deportivos. Ese mismo año se inauguraban tres sucursales de su cadena de hipermercados. Y ya no se detuvo.
Poseía todo lo que quería y el dinero suficiente para comprar lo que deseaba. Como un tonto creyó que tendría tiempo suficiente, pero el tiempo, lo único que no podía comprar, se le estaba acabando y temía que un día o una hora sería demasiado tarde.
Liz bajó la barrera de acceso a su caja, apagó la luz que indicaba que estaba de servicio y encendió el cartel “CERRADO”. Presionó la tecla de resumen de caja y comenzó a contar el dinero efectivo, le sumó los pagos realizados con tarjetas y asentó el total en la planilla correspondiente. El resultado era exacto, como siempre. Colocó el dinero, los tiques y la planilla en la bolsa color roja y la cerró con candado. Solo ella y el encargado poseían las llaves para abrirlo… medidas de seguridad.
Terminaba su turno y no veía la hora de llegar a su casa, tomar una taza de té y reencontrarse con Michael. ¿Qué nuevas travesuras habría realizado ese día? ¿Habría logrado al fin soltarse de una silla y largarse a dar sus primeros pasos? Hasta la noche anterior aún necesitaba el sostén de los muebles para ir de un lado al otro, pero Liz no creía que pasara mucho tiempo más para que empezara a caminar por sí solo. El pensar en su hijo le arrancó una sonrisa y borró toda huella de cansancio de su rostro.
Su jornada era agotadora no por el esfuerzo físico sino por la monotonía de estar tanto tiempo sentada frente a la caja registradora realizando siempre en mismo trabajo aburrido de aplicar el lector laser sobre el código de barras de los productos. Si a eso se sumaba el mal humor de los clientes que, indefectiblemente, se quejaban por el aumento de precio de la leche o porque en la góndola del café figuraba otro importe o porque ya no estaba en oferta el papel higiénico o…
Al salir de su cubículo observó que la jefa de personal y el encargado se le acercaban presurosos y, por la expresión de sus caras, preocupados.
—Srta. Gordon –dijo la Sra. Red–. Qué suerte que aún no se ha retirado. Tenemos premura de hablar con usted ahora mismo. Por favor venga a mi oficina. Es un asunto de suma urgencia.
Sin comprender cabalmente qué ocurría Liz acompañó a sus superiores hacia una habitación hacia el final de la línea de cajas. No podía ser una diferencia en el dinero de ventas. Cada día entregaba la bolsa de recaudación al encargado quien la abría y controlaba el contenido en su presencia. Nunca había habido el más mínimo problema.
Era una empleada cumplidora: no llegaba tarde, no se retiraba antes de tiempo, no faltaba nunca, jamás se quejaba por nada. Suponía que estos eran factores positivos y no la despedirían por mala conducta.
Por otro lado, sabía que los hipermercados estaban en su mejor momento y en plena expansión, planeaban abrir nuevas sucursales, tampoco la despedirían por reducción de personal.
¿Qué sería ese asunto de suma urgencia que tenían que tratar con ella?
* * *
Ubicada en el asiento trasero de un lujoso auto cinco minutos después, Liz no tenía respuesta para su pregunta. Solo le habían informado que se requería su presencia en las oficinas centrales de Green Park para una entrevista con el mismísimo Sr. Mc Need. Que tenía que presentarse ya mismo. Que allí le informarían todo lo que necesita saber. Que el propio coche del Sr. Mc Need la estaba esperando para llevarla allí. No, no tenía tiempo de pasar por su casa. Sí, podía hacer una llamada telefónica para avisar que llegaría más tarde a casa. Dese prisa…… dese prisa…… dese prisa.
Hacía tiempo atrás, Liz habría protestado y cuestionado esa irrupción a su vida privada, pero ahora no. Había perdido los bríos y la voluntad de pelea. Las experiencias vividas le habían enseñado que cuando el destino se oponía a sus deseos, no había nada que se pudiera hacer para torcerlo. En otro tiempo tenía grandes planes y enormes sueños por cumplir en su vida. Ya no.
Ahora se contentaba con cumplir con su trabajo tan bien o mejor de lo que sabía, llegar con el dinero que cubriera la renta de su pequeña casa, un plato de comida decente, sus necesidades básicas y las de su hijo y, en lo posible, ahorrar lo que pudiera para pagar la educación de Michael llegado el momento.
Por eso no discutió las exigencias de la Sra. Red ni la pose de “haga lo que se le dice” del Sr. Kingth, el encargado. Realizó la llamada permitida, tomó su bolso y, escoltada por sus superiores, se subió al asiento trasero del flamante y costoso auto negro que la aguardaba. Y realmente debía estar muy apurado, porque arrancó y tomó mucha velocidad aún antes que ella cerrara la puerta del vehículo.
Nunca había estado en el edificio de las oficinas centrales de Mc Need, ni siquiera había estado en esa zona de la ciudad. Ella vivía en un distrito menos selecto, en una pequeña casa adosada y de alquiler con dos habitaciones, un cuarto de baño, una sala de dimensiones diminutas, y una cocina–comedor relativamente amplia con un espacio reducido para elaborar las comidas y una zona un poco más amplia donde se ubicaba una mesa y cuatro sillas. Era suficiente ya que nunca recibía visitas y, aunque estaba a varias manzanas del parque más cercano, cada tarde iba andando hasta allí llevando a Michael en su carricoche para que disfrutara del aire, el sol y el verde.
Por eso se sorprendió enormemente al descender frente a un edificio de al menos veinticinco pisos de altura y que ocupaba toda una manzana. Lo que no estaba edificado, estaba destinado a parques con árboles y plantas con flores.
Un hombre impecablemente vestido que rondaría los cincuenta años le salió al encuentro. Supuso que sería el Sr. Mc Need. Quizá ahora se enteraría qué se requería de ella.
—¿Srta. Gordon? –se presentó–. Soy el Sr. Pounds, abogado y asesor comercial del Sr. Mc Need. Si gusta acompañarme, él está ansioso por conocerla.
No era el magnate de los hipermercados, por supuesto. ¿Cómo se le había ocurrido que el mismo Mc Need saldría a esperarla a la puerta del edificio como quien recibe visitas en su casa?
Atravesaron un enorme vestíbulo y, descartando los tres ascensores que se encontraban a la derecha del mismo, se dirigieron a la izquierda, donde hallaron un elevador detrás de una pared, por lo que estaba escondido a la vista de todo aquel que estuviera en la zona de recepción. El Sr. Pounds introdujo una llave en una ranura lo que permitió que se abrieran las puertas del mismo, al parecer era un ascensor privado. El panel de control interno tenía únicamente un botón y su acompañante lo presionó.
Al descender Liz observó que a través de las paredes vidriadas podía ver la calle muy lejos hacia abajo. Seguramente estarían en el último piso.
Todo a su alrededor era moderno, mezcla de metal brillante y vidrio azulado. Todo hablaba de montones de dinero, de batallón de empleados de limpieza y de centenares de empleados administrativos. Todo era intimidante. Se dirigieron hacia la derecha de la recepción hacia una enorme puerta de doble hoja con una placa dorada (que bien podría ser de oro) que exhibía el nombre Mc Need. “Lógico”, pensó, “la oficina más grande para el hombre más importante”.
Su acompañante golpeó con los nudillos una sola vez y, a continuación, abrió una de las hojas de la puerta.
—Lionel – dijo dirigiéndose al hombre sentado frente a un enorme escritorio, que inmediatamente su puso de pie–, permíteme presentarte a la Srta. Gordon, que se desempeña como cajera en la sucursal N° 5 de los hipermercados. Según me han comentado, lo hace de manera brillante. Srta. Gordon–dijo volviéndose hacia ella–, el Sr. Lionel Mc Need.
Las pocas veces que Liz se había preguntado cómo sería el dueño de la cadena de hipermercados donde ella trabajaba, se le presentaba la imagen de un hombre mayor, que pasaría de los 60 años; calvo o con una calvicie incipiente; quizá poseedor de un abundante bigote y, por qué no, una barba bien tupida ambos canosos; varios kilos de más ubicados todos alrededor de su cintura, cuello y mejillas; su estatura apenas sobrepasaría el metro cincuenta; vestido con demasiada formalidad y de riguroso negro y con un infaltable habano entre los dedos que no osarían estar manchados por la nicotina.
Pero esa imagen no tenía nada que ver con el hombre alto, de abundante cabello rubio rojizo, a quien no le sobraba ni un gramo de peso, con profundos e inquisitivos ojos de un azul profundo como el color del mar en verano, vestido elegantemente, pero informal (pantalón azul y camisa celeste, sin corbata ni saco). Calculó que rondaría los treinta, año más… año menos. ¿Cómo era posible que alguien tan joven hubiera construido un imperio comercial y amasado una enorme fortuna? Sin duda era beneficiario de una gran herencia.
—Srta. Gordon –dijo en tanto se acercaba con la mano estirada para el saludo–. Liz, ¿no es así? –ella sólo atinó a asentir con un movimiento de cabeza–. Tome asiento por favor –y luego, dirigiéndose al Sr. Pounds–. Gracias Collins, es todo por ahora. ¿Una taza de té, Liz, un refresco? –Aturdida, aceptó el té y se dejó caer (con mucha suavidad, por cierto) en un amplió sillón de varios cuerpos, más grande que su cocina–comedor (y ese era el ambiente más espacioso de su casa) ¿Es que todo en ese lugar estaba pensado para gigantes? Bueno, su anfitrión no era un gigante, pero se le acercaba bastante. Estaría muy cerca del metro noventa.
—Seguramente se estará preguntando por qué le hice venir con tanta premura –dijo el hombre acomodándose en el mismo sillón, cerca de ella, pero sin tocarla–. Antes de expresarle mis motivos necesito conocer detalles de su vida privada. No piense que me inmiscuyo en asuntos que no son de mi incumbencia, tengo razones valederas y se las explicaré en un momento.
Liz pensó que ya había dado suficientes cabezazos por un día y que sería una muestra de educación si le dejara oír su voz de ahí en adelante, por lo que respondió:
—Sí señor –él sonrió.
—Bien. Su ficha personal no contiene muchos datos, pero por su domicilio deduzco que vive en una casa rentada alejada del centro. ¿Con quiénes comparte la vivienda?
—Es una casa bastante pequeña, pero es suficientemente espaciosa para nosotros. Vivo con mi hijo Michael de once meses y Lady Britain.
—¿Lady Britain? – preguntó interesado – ¿Pertenece a la aristocracia?
—Viuda de un Barón.
—¿Son familiares suyos?
—Algo así.
La respuesta cortante de Liz le dijo a Lionel que debía ser más sutil con sus preguntas o despertaría su desconfianza.
—¿Está casada o comprometida de alguna forma Liz?
—No. Soy madre soltera, sin compromiso y sin ganas de tenerlo.
Definitivamente debía cambiar el rumbo de sus preguntas. El tono de su voz y la rigidez de su cuerpo le decían que si tuviera una daga a mano se la arrojaría.
—Usted trabaja como cajera en una sucursal de los grandes almacenes. ¿Está conforme con su trabajo? ¿No aspira a algo mejor, mejor remunerado, una tarea más liviana?
—Es un trabajo decente que me permite pagar la renta y alimentar y vestir a mi familia. Quizá, si me lo planteara, pudiera buscar una mejor colocación, pero necesito trabajar y no me gusta la incertidumbre de dejar mi puesto para buscar otra cosa.
—¿Qué hay del padre de su hijo? –preguntó suavemente–. ¿No recibe ayuda de su parte? –la vio tensarse, apretar la boca y, estaba seguro que tendría los dientes oprimidos.
—No existe.
Liz respiró hondo y llegó a la conclusión que ya tenía bastante de este interrogatorio bastante descortés. ¿Quién se pensaba que era este tipo? ¿Con qué derecho indagaba en su intimidad con tanto descaro? Ella había perdido los ánimos para los litigios y peleas, pero no se dejaría pisotear fácilmente. Nadie, pero nadie tenía derecho a hacerle semejantes preguntas. Decidió poner fin a esa inquisición medieval. Era momento de tomar las riendas de esa entrevista. Bueno, al menos lo intentaría. De forma educada claro, pero se negaba a dar una respuesta más de ese tenor.
—No entiendo por qué me hace tantas preguntas. ¿Tiene algo que ver con mi trabajo? ¿Se presentó alguna queja sobre mí?
—No, no Liz, para nada. Simplemente quería saber si era usted la persona indicada para la propuesta que deseo hacerle.
Se levantó, se dirigió a la ventana como si necesitara del paisaje para comenzar a exponer sus ideas. Este era el momento de la verdad, de entreabrir el alma y mostrar un poco, solo un poco de su debilidad.
—Nací y crecí en Dochgarroch, Escocia. Quedé huérfano a la edad de cinco años y, si no hubiera sido por mi tío abuelo Michael, había sido llevado a un orfanato. Él me recibió en su hogar, costeó mi educación, pero lo que es más importante me trató con amor y respeto. Michael me trató como al hijo que nunca tuvo. Me une a ese viejo caballero no sólo un lazo parental, sino un lazo de afecto muy profundo –giró para mirar de frente a la mujer. Casi había olvidado su presencia. Volvió a sentarse junto a ella, esta vez más cerca–. Lo visito cada vez que puedo, pero debo reconocer que cada vez mis viajes a Escocia son más espaciados, demasiadas responsabilidades, demasiados nuevos emprendimientos… Por más que lo deseo parece que no puedo detenerme–soltó una risa resignada–. Mi última visita fue hace tres años y, si bien ya se le notaba el peso de los años (mi tío Michael cumplió 70 el mes pasado), se lo veía con buena salud y muy dinámico. Tuvimos una charla especialmente conmovedora. Se preocupaba por mi soltería y me hizo prometerle que me casaría antes de mi próxima visita.
Lionel se levantó del sillón para buscar una botella de agua. Liz presintió que lo que le estaba contando le producía una gran pena y el agua era la escusa necesaria para recomponerse. Ella lo entendió perfectamente. Era una sensación de derrota, como si ya no hubiera nada que se pudiera hacer.
—Me resultó fácil hacer la promesa –continuó–. Si bien no tenía ninguna dama en mente, creí que solo era cuestión de asistir a los eventos donde me invitaran, presentaciones adecuadas, el concebido cortejo y para el año siguiente llegar a Escocia con mi flamante esposa. Pero dejé pasar el tiempo, otras cosas reclamaban mi atención y la búsqueda de esposa podía esperar un mes más… y otro mes… y otro. El asunto es Liz que mi tío se está muriendo, los médicos piensan que no le quedan más de algunos días, como mucho unas semanas y yo no cumplí mi promesa.
Se veía tan abatido, casi derrotado, con esa pena profunda que nace del alma y va invadiendo todo tu ser que Liz se condolió de ese hombre poderoso e hizo propio su dolor. Estiró la mano y, apoyándola sobre la de él se la apretó suavemente queriendo darle un poco de su fuerza… deseando decirle sin palabras que lo comprendía.
No lo conocía de nada. Lo había visto por primera vez hacía menos de una hora y, sin embargo, quería consolarlo, decirle que ahí estaba ella para ser un muro sobre el que apoyarse. Quería brindarle su ayuda para sobrellevar tanta pena y sufrimiento. No entendía el porqué del sentimiento, pero era así.
Él la entendió. La miró a los ojos y girando su mano, apretó la de ella. Permanecieron así varios minutos. O quizá fueron apenas unos segundos, pero pronto se sintió con fuerza para culminar el relato.
—Mañana viajaré a Escocia –continuó con más entereza–. Mi intención es presentarme ante mi tío con mi esposa y mi hijo pequeño y darle a Michael la tranquilidad para que descanse en paz.
—Pero… usted ha dicho que no tiene esposa y menos un hijo –la confusión de Liz se le notaba en la voz.
—No, no tengo, pero…. Lo que le propongo Liz, es que viaje a Escocia conmigo, lleve a su pequeño y sea mi esposa.
Lionel no se había formado una imagen de la Srta. Gordon antes de su encuentro, pero tampoco esperaba experimentar la reacción que tuvo en cuanto la vio. Esbelta y alta para ser mujer. Le llegaba a los hombros, y eso que él medía un metro noventa y cinco. Cabello castaño claro que no llegaba a ser rubio. Ojos verdes, del mismo tono de las hojas de fresno en verano. Tez blanca sin llegar a la palidez enfermiza. Su cuerpo poseía las curvas femeninas más encantadoras que hubiera tenido la suerte de apreciar. Nunca había visto que el uniforme de trabajo le sentara tan bien a ninguna mujer. Su voz, cuando al fin decidió usarla, era suave y melodiosa como la brisa que soplaba entre los árboles del parque.
Poseía una manera de mover sus manos, su cabeza, todo su cuerpo como una dama del siglo pasado, como si su hábitat natural fuera un gran salón de baile y no la caja registradora de una tienda. Su mirada era franca y directa, no la escabullía mirando hacia abajo o a cualquier punto sobre su hombro. No, Liz lo miraba a los ojos y él tuvo que acercarse a la ventana para poder vencer la tentación de tomarla entre sus brazos y besarla por horas. Cuando logró controlarse, volvió a tomar asiento y comenzó a contarle su historia, eso terminó de enfriar la pasión que sintió.
En este momento Liz estaba muda, mirándolo con unos enormes ojos, como si no lograra terminar de digerir sus palabras.
Pasó todo un minuto. Sesenta segundos más… otro minuto completo… y cuando se disponía a romper el silencio, ella reaccionó… al fin.
—¿Me está proponiendo matrimonio? –dijo con un susurro entrecortado.
—No un matrimonio real ni ninguna asociación que la avergüence a usted y a mí –se apresuró a responder–. Lo que le propongo es que simule ser mi esposa y que su pequeño… ¿cómo se llama su hijo?
—Michael.
—Y que Michael sea hijo mío. Nos presentemos frente a mi tío Michael y finjamos ser una familia feliz durante el poco tiempo que le queda. No me gusta engañarlo, pero quiero que parta en paz, sin la preocupación de mi soltería. La farsa no durará más de unos días, quizá un par de semanas como mucho, pero estoy dispuesto a compensarla generosamente por su participación.
Ella seguía callada, mirándolo fijamente, como queriendo asimilar sus palabras, evaluando los riesgos que correría. Debía tentarla de alguna manera. Pensó en todo lo que había averiguado en la última hora y la solución apareció como por arte de magia.
—A cambio de su participación en esta…… digamos… obra, le ofrezco una casa amplia con varias habitaciones, dependencias de servicio, jardín y patio, totalmente amueblada a su entero gusto en el lugar que usted elija, a su nombre y sin prenda de ningún tipo, los fondos necesarios para mantenerla y mantenerse de por vida, la matricula total para que Michael concurra a Eton, cuando llegue el momento y la financiación de su formación universitaria donde él elija.
Si fuera posible los ojos de Liz se iban agrandando cada vez más con cada ofrecimiento que escuchaba. Alargó la mano y le quitó la botella de agua que él aún sostenía. Bebió un largo trago y comenzó a toser. Lionel se acercó para darle suaves golpes en la espalda hasta que ella levantó su mano para indicarle que ya estaba bien.
—¡Pe…… pero todo eso costaría una fortuna!
—Tengo el dinero suficiente para ofrecerle eso y más si fuera necesario.
—¿Me entregaría todo eso solo por fingir ser su esposa? –él asintió–. ¿Por qué?
—Mi tío vale mucho más que eso.
Liz se puso de pie y se acercó a la ventana. La calle con el tránsito fluido de media tarde que transcurría aparentemente con normalidad lograron que su mundo que, se había puesto de cabeza, volviera a estar sobre sus pies. La vista de Green Park, en la acera de enfrente, la ayudó a pensar en la propuesta. Era tentadora. Volvería a tener la seguridad económica que había perdido hacía dos años. Su hijo podría estudiar en el colegio que le hubiera correspondido si…… Aún tenía sus dudas y la única manera de aclararlas sería preguntando.
—¿Por qué yo? –dijo sin dejar de mirar el parque y la gente que por él paseaba–.
—Bien podría haber contratado a una actriz, pero no creo que actuara de forma natural. Si debía beneficiar a alguien en esta farsa, por qué no hacerlo a una de mis empleadas. Usted tiene las características que buscaba: una mujer soltera, sin compromiso, con la edad justa como para ser mi esposa. La existencia de Michael agregó un toque de veracidad.
—¿No pretenderá tener los derechos de un marido?
—Le doy mi palabra que no debe temer nada en ese sentido. Quizá debamos representar la idea de una amante pareja, pero no sobrepasará de un abrazo y quizá uno que otro beso. ¿Le molestarían esas muestras de cariño?
—No… creo que no –siguió cavilando un poco más–. ¿No será extraño que mi hijo no lo llame papá?
—Creo que dijo que aún no había cumplido el año. ¿Ya habla?
—Solo unas pocas palabras.
—Bien lo atribuiremos a su falta de vocabulario.
—No sé cómo plantearle esto –dijo Liz girándose para mirarlo. Lionel asintió indicándole que hablara–. Como le dije, vive conmigo Lady Britain. Ella cuida de Michael cuando estoy trabajando y nos hacemos mutua compañía. No nos hemos separado desde que…… Bueno desde hace bastante tiempo…
—Puede acompañarnos si ella lo desea –ante la mirada inquisitiva de la joven, Lionel agregó–: No podemos decir que es su madre y tampoco que es la nana del niño, pero es más creíble atenernos a la verdad en este caso. Diremos que es una querida amiga a la que invitamos a pasar unos días en el norte. Su salud requería un cambio de aires.
—Creo que… creo que voy a aceptar su propuesta –una lenta sonrisa fue surgiendo en el rostro del hombre, pero Liz decidió plantear una última condición, para lo que levantó la mano para indicarle que aún no habían terminado–. Una cosa más. Me gustaría poder volver a mi empleo cuando todo termine.
—No hay problema. Avisaré a la Sra. Red que tomará un mes de vacaciones a partir de mañana. Para su tranquilidad le pediré a mi abogado que prepare un documento donde conste mi compromiso como retribución por esta tarea. Mañana antes de abordar el avión lo firmaremos y usted conservará su copia.
Se sentó detrás del escritorio para vencer la tentación de abrazarla y besarla en agradecimiento por haber aceptado.
—Ocupémonos ahora de los asuntos prácticos –tomó una hoja y una lapicera para comenzar a escribir. Ante la mirada de Liz, aclaró: –Suelo hacer listas para que nada quede librado al azar. No quiero ser indiscreto, pero necesitarán un vestuario acorde a su nueva posición. John, mi chofer, te acompañará a casa para recoger a Michael y a…… ¿cuál es el nombre de Lady Britain?
—Meg.
—Meg. Debemos acostumbrarnos a un tratamiento familiar. Mi nombre es Lionel y de ahora en más sólo nos tutearemos, ¿de acuerdo? –ella asintió–. Las llevará a los almacenes de King Cross y allí adquirirás todo lo que necesiten Michael, tú y Meg –levantó la vista de la lista que estaba confeccionando y la miró–. Y cuando digo todo me refiero a ropa, abrigos, calzado, accesorios, juguetes… todo. No repares en gastos y no olvides quitar las etiquetas antes de armar el equipaje. John las devolverá a casa cuando hayan terminado. Mañana los recogerá a la 8 a. m. para llevarlos a Heathrow y allí nos encontraremos. ¿Te parece bien?
—Sí, pero se nos presentará un pequeño problema.
—¿Algo que me estoy olvidando? –dijo mirando la lista.
—Creo haberle oído mencionar –Lionel la miró arqueando una ceja–, haberte oído decir, que tu tío se llama Michael –él asintió–. Bueno mi hijo también se llama Michael. Eso puede llevarnos a confusiones.
—¿Permitirías que llamáramos Mike al bebé?
—Mike… me parece bien.
—Creo que mi tío se sentirá honrado que le hayamos puesto su nombre a nuestro bebé.
—¿Estás segura que podemos comprar todo esto? –preguntó Meg, Lady Britain, quizá por quinta vez, mientras observaba con cariño un conjunto de pantalón y chaqueta de suave y fina lana beige.