Estamos asustados, pero bien - Alan Nicolas Daroca - E-Book

Estamos asustados, pero bien E-Book

Alan Nicolas Daroca

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Beschreibung

"Estamos asustados, pero bien" es una compilación de 6 historias cortas. Cada una con diferentes protagonistas, situaciones y dificultades, comparten el miedo como hilo conductor. En ocasiones este puede ser antesala a terribles descubrimientos que debían permanecer ocultos. En otras, simplemente se hace eco de nuestra voz primitiva de supervivencia que nos advierte de la muerte inminente. ¿Puede el miedo al futuro, a lo distinto, a lo oculto, detenernos? ¿O es inevitable que el espíritu humano se abra paso, indomable, superando cualquier límite, incluso aunque eso nos arrastre a la muerte definitiva?

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Seitenzahl: 137

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Alan Nicolas Daroca

Estamos asustados, pero bien

Daroca, Alan Nicolas N Estamos asustados, pero bien / Alan Nicolas Daroca. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-4136-9

1. Cuentos. I. Título. CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Ilustraciones: Jessica Abril

Índice

Nacimiento

Libros

La Sopa

El Camino de Azufre

Hombre Viejo

Azúcar

Introducción

Este es mi primer compilado de historias, nacida de los minutos muertos en la travesía diaria de la existencia. Es increíble lo que uno puede hacer mientras espera hasta buscar una resolución positiva en el banco o recibe instrucciones nuevas en su trabajo digitalizado, distribuido en millones de ceros y unos en sistemas que existen del otro lado del mundo, lejos de los huesos de nuestros ancestros.

La idea era presentar una fantasía cruda, tan fracturada como la atención del Siglo XXI.

Agradezco a todas los que leyeron estos cuentos, plantearon modificaciones, errores, dudas o simplemente me dijeron: “Si te hacés famoso, comprame una casa”.

Dejo una mención especial a mi madre y a mi abuela, porque hoy escribo gracias a ellas.

Nacimiento

Todo comenzó por allá cuando todavía estudiaba Biología en la prestigiosa Universidad de Loelke. Sus edificios barrocos y sus enormes aulas auspiciaban a las mentes más brillantes de este lado del continente. Todo sujeto de la ciencia era estudiado con detenimiento. Bajo un escrutinio obsesivo, se revelaban los secretos de un Universo azaroso y lleno de sorpresas.

Todas las Artes consideradas dignas tenían un espacio y un Aula, acompañada de Laboratorios y Forjas, para el trabajo de cada pensador, artífice y descubridor.

Era enorme la influencia de la Universidad en la vida pública. Allí se formaban los botánicos que proyectaban y establecían los límites en las cosechas. También los veterinarios que evaluaban la idoneidad de las vacas, pollos y cerdos, la pureza genética de cada linaje y su utilidad.

Cada aspecto de la nutrición de las masas, desde el más pequeño germen de trigo a la más opulenta manzana dorada había sido pensada, manipulada y perfeccionada por quiénes habitaban el mármol y las bibliotecas.

Y esto era sólo una de las muchas empresas que se llevaban a cabo, porque no se echaban en falta rumores de experimentos oscuros, vacíos de ética.

En esa época, pasaba mis noches en vela, inspeccionando tomos de fisiología, mohosos tratados de hombres que se habían atrevido a adentrarse en los confines de nuestro propio organismo, describiendo, calculando y dejando notas a pie de página. Era uno de mis placeres conocer las razones por las cuáles la maquinaria de relojería que eran mi corazón, pulmones y arterias se movía con la gracia de una orquesta ordenada.

Los había tomado en una de mis excursiones nocturnas en el Ala Este, dónde en cámaras subterráneas, excavadas en suelo fértil y apuntaladas por hierro, se guardaban los tomos más comunes.

Estos eran copias de copias, reproducciones fieles en papel barato, que se hacían incansablemente día a día con el propósito de que cada quién que lo requiriese, pudiera acceder a un ejemplar de la vasta gnosis oculta.

Allí los escribas protegen sus manos con guantes, bañan sus dedos en cremas espesas y respiran muy despacio. Hay un temor reverente en sus ojos, acostumbrados al crepúsculo de lámparas de bronce que ilumina los pasajes, de autores geniales y otros dementes.

En lo que respecta a mi persona, debo admitir que no era un alumno particularmente dotado, mi única fortaleza fue (y aún es) un ferviente deseo de evitar el fracaso. Había otros muchos que superaban mis pobres intentos en la intelectualidad, con teorías grandilocuentes y experimentos fantásticos. Había quiénes conseguían despertar alguna idea maravillosa, aunque otros desdichados sufrían las tragedias que acechan a todos aquellos que persiguen lo que está oculto. La Universidad es un mundo, una cosmogonía de ideas y formas de comportarse que no puede compararse con nada que esté fuera. Para algunos, la diferencia es demasiado abrupta, cayendo en la melancolía, perdiéndose definitivamente entre las cavernas donde danzan las sombras.

Creo que esto último fue lo que me sucedió. En una de las tantas asignaturas, trabajos y exposiciones que se requerían de nosotros, fue arrastrada mi mente distraída a un lugar particular, que describiré con lujo de detalles.

Loelke es una ciudad cosmopolita. El ferrocarril cruza y enlaza la superficie urbana, llena de residencias, comercios e industrias. Quizás un viaje de medio día puede cruzarla de un lado a otro, pero no hay ninguna garantía. Hay más peligros que el humo verdoso que asciende desde las acerías, y las toxinas que caen sobre el agua del Ancho Río.

Por suerte para mí, yo debía cumplir una serie de tareas en un lugar ventoso, dónde las miasmas no podían llegar. El viaje en tren se completó sin novedad, en un vagón con asientos de madera. Sus ocupantes me miraban con desconfianza, pero nadie se atrevió a atacar a un Iniciado. Los minutos corrieron rápido, y fueron sólo veinte hasta que bajé, mareado, del maldito transporte.

El espectáculo que se me presentó no fue de mi agrado. Un barrio de casas bajas, con jardines anchos y puertas brillantes se extendía hasta dónde mi visión tenía control. El lugar era tranquilo, sin gritos de vendedores, ni coces de caballos o mulas.

La calle estaba anormalmente limpia, una larga cicatriz de adoquines en la tierra húmeda. Había llovido recientemente, y el barro auspiciaba vida. Aquí y allá, veía especímenes de hierbas que creí reconocer vagamente.

Ignoré todo esto, luego de echar un vistazo fugaz a mi reloj. El cristal ambarino marcaba claramente las 10:39. Debía apresurar el paso si quería llegar a tiempo.

¡Qué desfachatez de mi parte, llegar tarde el primer día de clases! Debía evitarlo a toda costa.

Mis botas hicieron crujir el suelo, y me puse en marcha. Las indicaciones habían sido claras. Bajar en la estación de Madrá, y caminar dos kilómetros hasta la intersección. Allí encontraría el edificio que estaba buscando.

Mientras andaba, no pude más que observar de izquierda a derecha, inspeccionando las casas. Algunas personas charlaban, otras parecían desayunar con tranquilidad frente a las ventanas abiertas, escuchando el crepitar de la radio. Percibí las notas de un tango, más no reconocí cuál era porque esa música no era diáfana a mis oídos.

Pese a este ambiente de tranquilidad, me percaté del sudor frío que corría por mi nuca. Había algo antinatural en este pequeño pedazo de la ciudad, como si un sopor inducido hubiese sido declarado para cada uno de los habitantes. Las matas de hierbas eran perfectas, podadas con una prolijidad que habría avergonzado al mejor botánico de Loelke. Incluso los hombres parecían ideales, altos, esbeltos y fuertes. También parecían estar más limpios de lo que la etiqueta y el decoro demandaban.

Tragué saliva, y continué. Mi reloj marcó las 10:56 en el momento de mi llegada.

El edificio se alzaba ante mí, imponente. Su arquitectura era algo de otro mundo. A primera vista, parecía que alguien lo había tallado sobre una elevación del terreno, pero solo era una ilusión óptica.

La base era de cemento, ladrillo y hormigón. Había sido decorada a consciencia con roca blanca y arenilla. Se elevaba casi seis pisos por encima, y posiblemente la mitad se sumergía por debajo del suelo.

En contraste con esta opulencia, había sólo dos entradas pequeñas, cubiertas de vidrio. Entraban y salían constantemente personas, en su mayoría mujeres.

Respiré profundamente, y decidí acercarme lo más posible. Ni bien llegué a diez pasos de la entrada, un individuo fornido y con uniforme me cortó el paso.

—¿Identificación? –dijo con una voz ronca.

Sin contestar, le enseñé la insignia de Iniciado que llevaba colgada en el pecho, adosada a mi gabán de tela. La inspeccionó por un par de segundos y asintió, dejándome pasar.

Esta vez hice gala de una valentía que no creí tener, cruzando la entrada despacio y con pasos medidos. Una vez dentro, mis sentidos percibieron una serie de estímulos que me pusieron los pelos de punta.

Parecía un Hospital. Había una recepción, asientos e individuos varios vestidos de verde y azul. Había visto ese uniforme antes, y era semejante al de los taumaturgos, pero llevaban flecos e insignias que escapaban a mi memoria.

Uno de ellos, un hombre petiso, gordo de bigote cuidado, se acercó a mí. Extendió la mano en señal de saludo.

—Usted debe ser Damián. Mi nombre es Jacinto. Espero haya tenido un buen viaje.

Le estreché la mano, y percibí una bienvenida cálida. El rostro de Jacinto no mostraba demasiados sentimientos, pero su cuerpo indicaba simpatía.

—Ha sido un viaje sin novedades. Un placer conocerlo. –Dije, correspondiendo a su saludo.

—Ha llegado en el momento justo –dijo después de hacer una pausa. –Venga conmigo.

Así sin más, comenzó a caminar. Lo seguí, ignorando las miradas de otros vestidos igual que él, y las personas que estaban sentadas, esperando quién sabe qué.

El lugar era enorme, y rápidamente me perdí. Cruzamos arcadas, pasillos y abrimos una puerta tras otra. A medida que nos adentrábamos en el edificio, el aire cambiaba. Era cada vez más pesado y caliente. La nariz me ardía y los ojos me lloraban un poco, pero aguanté.

Finalmente, nos detuvimos detrás de una puerta muy particular de acero sólido. Portaba inscripciones que no reconocí, labradas en lo que parecía plata.

Hasta ahora, me había dado la espalda. Puso su mano sobre la puerta, se dio vuelta y me miró con intensidad.

—Sus tareas aquí, serán observar y aprender. Loelke lo ha seleccionado específicamente para esta tarea, y yo personalmente sellé su legajo. Espero mucho de usted.

Y así sin más, abrió la puerta, desapareciendo detrás de ella. No tuve tiempo para contestar, ni quedarme pasmado ante la increíble afirmación que había hecho. Mi cuerpo hizo lo que mi mente no podía, y reaccionó.

A duras penas conseguí alcanzarlo. Una vez dentro, quedé totalmente paralizado.

Era una sala pequeña, estaba formada por cuatro paredes de cerámica blanca. Una luz eléctrica brillaba en el techo. Había una mesa llena de objetos que parecían agujas, jeringas y telas.

Eso fue lo primero que vi. Tardé en registrar lo segundo, porque simplemente era irreal.

En el centro de la habitación, había una mujer acostada sobre una cama de metal, que brillaba tenuemente. Estaba desnuda de la cintura para abajo. Esto ya era chocante, pero mi cerebro se desconectó en el momento en que presté más atención.

Sus piernas estaban atadas, abiertas de tal manera que sus partes íntimas quedasen al descubierto. Había sangre, podía distinguirla sobre su cuerpo y en el suelo. Podía escuchar su dolor, sentirlo a través de los pasos que me separaban de ella.

Jacinto se acercó, y la observó. Su cara no presentó ninguna clase de sentimiento. Este era su trabajo. Y era bueno en él. Con voz tranquila le habló a la mujer, y le dijo palabras que no escuché.

Estaba mareado. Quería vomitar. ¿Qué era esto? ¿Qué clase de enfermizo experimento estaba llevando a cabo Loelke?

La mujer gritó de dolor. Su abdomen, estaba inflamado hasta un punto que yo no creía posible. Se movía. Parecía contraerse rítmicamente y sus piernas acompañaban los espasmos. Parecía una muñeca rota, arrastrada a la muerte en una convulsión, uno de los grandes males.

Jacinto tomó una jeringa, e inyectó a la mujer. Un líquido oscuro, denso corrió por sus venas. Un brazo demasiado flaco para soportar la malicia que ahora invadía su sangre.

Y ahí, empezó. No pude más que abrir los ojos ante el horror que discurría, y que yo no podía más que presenciar.

Sangre… Y… Otras cosas. Escaparon, se derramaron sin control de la mujer. Parecía un cáliz maligno, traído de tierras paganas para enfermar comarcas inocentes.

Ella gritaba, y creo que yo también. Me zumbaban los oídos, el ácido me subió a la garganta.

Pero… Eso sólo era el principio.

Distinguí a Jacinto, que con sus manos pálidas, callosas, hurgó dentro del cuerpo de la mujer. Oí un llanto.

Pero la mujer estaba inconsciente.

Una masa sanguinolenta, había escapado. Emitía un llanto persistente, y parecía desesperado por respirar el mismo aire que nosotros. Jacinto lo tomó en brazos, y con una tela de algodón, lo limpió cuidadosamente.

El terror se adueñó de mí. La sangre se coagulaba en el suelo, y sobre el cuerpo de la mujer, una campesina joven de pocos inviernos.

No conseguí siquiera dar un paso hacia atrás. Jacinto venía hacia mí, con una expresión de euforia y victoria. Su voz, carecía de la calma de antes, cargada de la elocuencia de un loco.

—¿Lo ves? ¡¿Acaso puedes entenderlo?! –gritó.

No respondí. No podía hacerlo aunque quisiese.

—¡Esto es Loelke! ¡Esto es el futuro! ¿Por qué pensabas, que nuestra tierra resurgió de entre las cenizas de la Guerra del Azufre? –Jacinto escupía saliva de un lado a otro, y el llanto era ahora cada vez más fuerte.

—Resurgimos. Y ahora, cobraremos venganza.

Hubo un silencio que pudo haber durado más de una hora. Pero sé que sólo fueron un centenar de mis latidos desbocados.

—¡Tenemos el secreto de la Vida! –afirmó el gordo, triunfante.

Creo que me desmayé. La oscuridad protegió lo que quedaba de mí.

Cuando me desperté, estaba fuera de esa habitación demente. Me habían recostado en una silla. Un guardia armado me observaba atentamente.

—Puede retirarse, si así lo desea. –Me dijo mecánicamente.

Acto seguido, señaló una puerta a su derecha. Mis ojos apreciaron el lustre de sus botas y el sólido barril del rifle.

Debía irme, escapar. Corrí como un loco hasta que me quedé sin aliento y luego un poco más. Anochecía cuando finalmente llegué a mi residencia.

La vieja pocilga, cargada de hiedras y flores que me traían sosiego.

Sin embargo, no estaba sólo. Había otro hombre, vestido igual que Jacinto, que me esperaba en el comedor.

¡¿Cómo había entrado?!

Temblé, asustado. La pesadilla no había terminado.

El intercambio fue breve.

—¿Qué le ha parecido? –dijo el individuo.

Tenía el aspecto de un viejo astuto, de ojos pardos y mirada calculadora.

—Una aberración. –Contesté, con la voz tomada y la lengua seca.

El viejo asintió, dándome la razón. Acto seguido, se levantó y se dirigió hacia la puerta.

Antes de irse, me dirigió una última frase.

—Eso ha sido lo que llamamos “nacimiento”. Loelke ha descubierto el secreto para hacer nuevos hombres.

—Será nuestra mejor arma –susurró

—¿Por qué me lo han mostrado? –Grité– ¿Qué es lo que quieren?

El viejo me miró, con ojos ingeniosos pero desquiciados, que parecían ser el sello de los Adeptos de alto nivel de Loelke.

—Este es el precio. Si desea saber, habrá cosas aún peores. Loelke no necesita Iniciados débiles con mentes brillantes. Necesita dementes de manos firmes. Si aún desea ser parte de nuestro selecto grupo, vuelva. En caso contrario, entierre lo que ha visto y lleve una vida calma.

Y así sin más se fue. Me quedé sólo, pensando. Pero sabía. Yo no era un alumno particularmente dotado. Tan sólo era un tipo que quería, fervientemente, evitar el fracaso. Al día siguiente llevaría un uniforme similar al de Jacinto, y confrontaría los horrores, y el secreto de la Vida.

Algo nefasto había arrebatado mi conciencia, me había empujado a aceptar este pacto maligno. Una diabólica curiosidad, que mancharía mi alma con el deseo de descubrir lo que estaba oculto.

Dejaría de lado las dudas, los escrúpulos de una vida incompleta, y carente de sabiduría. En ese mismo día, yo también nací.

Una mente transformada, para acompañar a las herejías que vendrían.

Libros

El zumbido de los motores no perturbaba en nada el sueño de Andrei. Lo que era mejor, lo acunaba con su infalible tic–tac eléctrico. Incluso luego de las peores jornadas, cuando se quemaba los dedos o Semyon le robaba su vodka de Titán, este sonido lo calmaba.

Andrei era un tipo menudo, flaco y de ojos negros y astutos. Tenía el aspecto promedio de cualquier georgiano de frontera, un vacilante paso por delante de la desnutrición. Durante toda su vida había reparado motores iónicos, implementos mecánicos, circuitos y cualquier otra cosa que requiriese paciencia y un profundo entendimiento de física y matemáticas.

Por supuesto, debido a su condición de “colono” no calificaba para asistir a la educación superior en Novorussia. Esto no lo preocupaba. En el vacío del espacio, sólo importaba ahorrar tornillos y saber soldar en gravedad cero.