Eugenio Oneguin - La Dama de Picas - Aleksandr Pushkin - E-Book

Eugenio Oneguin - La Dama de Picas E-Book

Aleksandr Pushkin

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Beschreibung

Alexander Sergéyevich Pushkin (1799 - 1837) fue un poeta, dramaturgo y novelista ruso. Fue uno de los primeros escritores de su país. Utilizando un estilo en el que mezclaba el drama, el romance y la sátira. Tuvo influencias sobre Gógol, Dostoyevski, Tolstói y Tiútchev. Alexander Pushkin és uno de los novelistas y dramaturgos más importantes de la literatura en Rusia y escribio muchas obras famosas. En esta edición destacan dos grandes obras de Pushkin: Eugenio Oneguin y La Dama de Picas.  EUGENIO ONEGUIM: Publicada por la primera vez em 1831  novela en verso, discutida y aplaudida en el transcurso de varias generaciones de Rusia. Pushkin presenta el cuadro de pasiones reales tal cual palpitan en su época, desnudando, empero, los mejores móviles de la naturaleza humana, sin justificar jamás el desenlace impuesto por la moral de una sociedad a quien él critica y con quien no está de acuerdo. LA DAMA DE PICAS: Es un cuento con elementos sobrenaturales escrito por Aleksandr Pushkin sobre la avaricia humana. La historia se convirtió en la base de várias óperas y ha sido llevada al cine en numerosas ocasiones. La dama de picas es uno de los más célebres relatos de Alexander Pushkin, considerado padre del romanticismo ruso e inspirador de muchos de los mejores autores del XIX, el siglo de oro de la literatura rusa.

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Veröffentlichungsjahr: 2023

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Alexandr Pushkin

 EUGENIO ONEGUIN

 LA DAMA DE PICAS

Sumario

PRESENTACIÓN

LA DAMA DE PICAS

 CAPÍTULO I

CAPÍTULO II

 CAPÍTULO III

 CAPÍTULO IV

 CAPÍTULO V

 CAPÍTULO VI

EUGENIO ONEGUIM

 CAPÍTULO I

 CAPÍTULO II

 CAPÍTULO III

 CAPÍTULO IV

 CAPÍTULO V

 CAPÍTULO VI

 CAPÍTULO VII

 CAPÍTULO VIII

PRESENTACIÓN

Alexander Sergéyevich Pushkin (1799 - 1837) fue un poeta, dramaturgo y novelista ruso. Fue uno de los primeros escritores de su país. Utilizando un estilo en el que mezclaba el drama, el romance y la sátira. Tuvo influencias sobre Gógol, Dostoyevski, Tolstói y Tiútchev.

Pushkin estudió en el Liceo Imperial, siendo entonces cuando escribió su primer poema llamado Ruslán y Liudmila que se publicó en 1820, levantando una gran polémica en aquel tiempo.

Al culminar sus estudios se trasladó a San Petersburgo, formando parte de los intelectuales jóvenes reconocidos. Ingresó a trabajar en el Ministerio de Asuntos Exteriores, involucrándose poco a poco en los movimientos de reforma social.

Debido a su protagonismo esgrimiendo textos a favor de los literatos radicales, fue proscrito a Siberia. No obstante, por intervención de sus protectores su destierro se cambió a Yekaterinoslav (lo que hoy viene siendo Dnipropetrovsk). Fue entonces que se agravó su salud, siendo acogido por la familia del general Rayevski, con quienes se dirigió al Cáucaso y Crimea.

Impactado por aquellos lugares escribió el poema El cautivo del Cáucaso (1821). Posteriormente fueron a Chisináu, Besarabia, donde escribió los poemas Gabrielada (1821). Luego hilvanó Los hermanos bandoleros (1822), La fuente de Bajchi Sarái (1823). Del mismo modo los poemas La daga, La guerra y Eleutheria. También escribió su obra cumbre; una novela en verso llamada Eugenio Oneguin.

Luego se embelesó con la hija del general Voronstov, pero se le ocurrió escribir un epigrama en su contra, lo que motivó que lo vuelvan a desterrar y darle arresto domiciliario a Pushkin en la finca de su padre. Despidiéndose de Odesa con el poema Al mar (1924).

Durante aquel tiempo escribió el drama histórico Boris Godunov (1825), basado en la tragedia de dicho zar. Además, escribió el poema El conde Nulin (1825), e hilvanó el poema Los gitanos (1827).

Tras el fallecimiento del zar Alejandro I fue sucedido por Nicolás I, quien permite al escritor volver a Moscú donde tuvo mucho éxito. En Moscú conoció a Natalia Goncharova, yéndose a vivir a su finca paterna Bóldino, y fue entonces que escribió Historia de la aldea Goriújino, El caballero avaro, El convidado de piedra, Banquete durante la peste y La casita de Kolomna.

Llegó a casarse con Natalia (1831), y realizó su ingreso a la Cancillería de Asuntos Exteriores, ganando 5000 rublos. Fue elegido integrante de la Academia Rusa (1833).

Debido a un duelo con el militar francés Georges d’Anthés, quien tenía una actitud irrespetuosa con su esposa, Pushkin fue herido con una bala en el pecho, que le causó la muerte en 1837. El Gobierno hizo que su cuerpo fuera sepultado en la hacienda de su madre, con la presencia de familiares y amigos. Teniendo el zar el gesto de cancelar sus deudas.

La obra de Pushkin e sua época

La gran Revolución Francesa conmovió los cimientos de la historia universal.

La promoción de una nueva clase capaz de desalojar el poder feudal alentó a todos los luchadores de la libertad aun en los rincones más apartados del mundo.

Pero el desarrollo desigual de la economía y la vida social y política de los países recogía de diferente manera las enseñanzas de los enciclopedistas, mejor dicho, los pueblos tenían distintas posibilidades para poder aplicar en su patria las consignas republicanas y los lemas de la Convención.

Durante el reinado del zar Alejandro I, Rusia era un país de clase feudal aun muy poderosa. El desarrollo capitalista era incipiente. La burguesía no era la clase capaz de tomar en sus manos las riendas del país.

El eco ruso de los movimientos revolucionarios de la Europa Occidental se concretó en el movimiento así llamado, de los decembristas.

Rechazada la invasión napoleónica, estremecida Rusia en su sentimiento nacional, comprendió que su régimen interno estaba muy lejos de las conquistas obtenidas en otros países de Europa.

Parte de la nobleza rusa arruinada, secundada por otros elementos progresistas, crearon sociedades revolucionarias secretas.

«La Liga del Norte» y «La Liga del Sur» agruparon a hombres como Rileiev, poeta y amigo de Pushkin, y oficiales como Trubeskoi y Kajovski.

El programa de ambas ligas coincidía en la lucha por la abolición de la servidumbre y en la necesidad de limitar los poderes del zar en la dirección del país. El criterio decididamente republicano era mucho más débil en estas asociaciones secretas que el que conciliaba con la existencia de la monarquía limitada por leyes constitucionales.

La influencia de los republicanos ingleses alentó el golpe de Estado contra Alejandro I, que se redujo más bien a un limitado motín palaciego que terminó con el asesinato de Alejandro I en complicidad con su propio hijo Nicolás I.

El 14 de diciembre de 1825 las fuerzas militares que participaban en las ligas secretas, apoyadas por varios regimientos, a los que se unieron los siervos y artesanos, marcharon a la insurrección.

Traicionado por algunos de sus jefes en el momento decisivo de la lucha, al hallarse sin dirección, el movimiento fue sofocado por las fuerzas de Nicolás I.

Los motines que estallaron en aquellas semanas en algunas ciudades de Rusia y de Ucrania sufrieron el mismo desenlace. Sofocada la insurrección, Nicolás I comienza la represión contra sus participantes, y cinco de sus principales dirigentes fueron ahorcados, entre ellos Pestel, Rileiev y otros.

Esta insurrección del mes de diciembre del año 1825 quedó en la historia con el nombre de «movimiento decembrista». A pesar de su corta duración y de la desvinculación de sus jefes con las más amplias masas campesinas -las más interesadas precisamente en la abolición de la servidumbre-, este movimiento dejó una repercusión para las generaciones ulteriores que ahondaron y ampliaron su programa.

Alejandro S. Pushkin fue el poeta de los decembristas y representó, por su comprensión de las fuerzas renovadoras de Rusia, el ala izquierda de este movimiento. Se suele decir que los decembristas miraban con recelo a los jacobinos, temiendo un movimiento similar en Rusia. Esta apreciación no le llega al gran poeta ruso, que amó y cantó la lucha revolucionaria campesina de vuelo y violencia, como el movimiento de Emelian Pugachov o de Dubrovski y que no se sometió ni se dejó comprar jamás por los halagos de Nicolás I.

Pushkin fue el poeta más genial de su época. Y al afirmar esta verdad corriente, tal vez asome esta pregunta: ¿cómo es que en su obra no ha hallado eco la lucha contra la invasión napoleónica?

Pushkin tenía trece años en 1812, y su adolescencia y juventud, inevitablemente sintieron el estremecimiento de esta conmoción nacional. Sin embargo, en su vastísima obra no encontramos la pintura de estos acontecimientos, como podría esperarse. Este problema ha sido poco encarado por la crítica literaria rusa. Sólo cabe decir que como poeta de la defensa nacional rusa contra toda invasión extranjera, Pushkin aparece en múltiples obras históricas. Además, el espíritu antiabsolutista del decembrismo alienta en toda su obra.

Pushkin fue el primer gran escritor ruso y el creador de su literatura.

Analizando brevemente sus obras principales, comprenderemos mejor las múltiples facetas de su genio.

Sobre la obra EUGENIO ONEGUIN

Desde el año 1823 hasta el año 1831, Pushkin dedica horas apasionadas para terminar a Eugenio Onéguin, novela en verso, discutida y aplaudida en el transcurso de varias generaciones de Rusia.

Es difícil caracterizarla, pues ubicarla en el género de novelas costumbristas sería limitar sus vastas intenciones. La sociedad rusa en los comienzos del siglo XIX aparece en la obra en su doble aspecto; tanto en el ambiente suntuoso de la capital, como en la vida aburrida de los nobles terratenientes, en la estancia apartada del interior de Rusia.

Diversos problemas morales, de carácter social y amoroso, alternan en la trama de la novela hasta culminar en un desenlace trágico que parece una anticipación, en ciertos momentos, del final del poeta. Estrofas de aguda sátira dedica Pushkin para presentar a príncipes, princesas, coroneles y hombres de la alta sociedad.

La simpatía del autor está abiertamente entregada al personaje femenino, a Tatiana, y a su nodriza.

Eugenio Onéguin es uno de los hijos de la nobleza que se ve frente a la vida lleno de energías, ímpetu, pasiones, pero el ambiente deforma e inutiliza sus energías vitales. Es la tragedia de los hombres de una clase inútil, más aun cuando no son conscientes y activos defensores de sus intereses sino más bien hombres cuyo destino lo rige su cuna y que, hallándose en cierto conflicto con lo más retrógrado de su ambiente, no encuentran ubicación ni cauce para sus energías y actividad.

Tatiana es hija de unos estancieros arruinados que no acepta sumisamente la educación que le imponen. La proximidad del medio campesino, la nobleza auténtica del pueblo cercano a ella, le hace soñar con otra vida, buscar libros, leer ávidamente, asombrando al medio que le rodea, completamente indiferente a sus inquietudes. Ella ama todo lo popular y tiene íntimas fuerzas morales que le hacen buscar otra gente, otros impulsos y otros rumbos. Cree encontrarlos en Eugenio Onéguin, a quien ama.

El amor de Tatiana a Eugenio Onéguin, además de su pasión sincera, es en la literatura rusa un paso extraordinario en defensa de la libertad de la mujer.

Es ella quien primero confiesa abiertamente su amor por Eugenio Onéguin, saliendo bruscamente de las costumbres imperantes, con una actitud de valentía e independencia desconocida en su medio y, hasta ese momento, en la literatura rusa.

En la carta que dirige a su amado le habla de su soledad, de que nadie la comprende, y su razón, sin poder encontrar nuevos rumbos, peligra desviarse. «A mí, todo este oropel y esta vida frívola en los remolinos del éxito y de la moda no me atraen». Tatiana está dispuesta a entregar esa vida carnavalesca, ese brillo, ese ruido jubiloso aparente, a cambio de una buena biblioteca, de un jardín salvaje, en una pobre vivienda.

Onéguin no la ama, ni la comprende. Se aparta de ella dejándole una negativa cordial, dolorosamente fraternal para su corazón apasionado.

Pasan los años y Tatiana se casa con un destacado hombre de la sociedad, de alto grado militar, y mucho mayor que ella.

Su segundo encuentro con Eugenio Onéguin despierta en el joven una pasión violenta y urgente, pero Tatiana ya está casada y aunque le sigue amando y el asedio de Onéguin remueve sus mejores anhelos, esta vez ella lo rechaza en nombre de la moral eterna y de la fidelidad matrimonial indisoluble.

Pushkin presenta el cuadro de pasiones reales tal cual palpitan en su época, desnudando, empero, los mejores móviles de la naturaleza humana, sin justificar jamás el desenlace impuesto por la moral de una sociedad a quien él critica y con quien no está de acuerdo.

La figura del poeta Lienski, que se bate en duelo con Eugenio Onéguin por una reyerta ocasional, le dan al autor la posibilidad de ofrecer otro aspecto de las costumbres de esa sociedad y pintar otro carácter, o mejor dicho otra ausencia de carácter, en un intelectual típico de esta sociedad.

Los falsos pushkinistas de los años que siguieron a su muerte trataron de hacer aparecer a Eugenio .Onéguin como al héroe de su tiempo, acusando a Pushkin de su deferencia por el personaje, de su simpatía particular por él. En efecto, Eugenio Onéguin es el héroe de una sociedad, pero de la sociedad que Pushkin no respeta y contra quien lucha desde sus años de Liceo, mano a mano con los verdaderos héroes de la época, con los decembristas de la revolución del año 1825.

Destacados escritores como Guerzen han dicho de Onéguin, con justicia, que: “Onéguin jamás se ha ocupado de algo y ha sido siempre «un hombre de más» en su propia esfera, pero que no ha tenido suficiente carácter para salir de ella. Si bien está lejos del espíritu lacayo de la corte, está más lejos aun del pueblo...” Eugenio Onéguin es el egoísta típico de su sociedad que desprecia las pequeñeces que lo circundan pero que no tiene resortes suficientes para no sufrir la influencia de toda la arquitectura

social y política de su tiempo. Desprecia el trabajo, pero no encuentra cauce para sus energías. El gran crítico ruso Belinski ha dicho, con justeza, que a Eugenio Onéguin se lo puede llamar «el egoísta torturado».

Lienski aparece como un poeta de valiosas condiciones, pero que la vida ha de achatar y ablandar. El autor le vaticina una suerte poco gloriosa, que por suerte interrumpe con la estocada mortal que le infiere Onéguin en el duelo del último acto. ¡Sueños mutilados, la eterna historia de la biografía de la mayoría de los hombres! Pero vendrán tiempos, dice Pushkin en una de sus estrofas de esta novela en verso, «en que nuestros nietos llegarán en una hora feliz y nos barrerán del mundo...»

Sobre la obra La Dama de Picas

"'La dama de picas" (Pikovaya Dama) es un cuento con elementos sobrenaturales escrito por Aleksandr Pushkin sobre la avaricia humana. Pushkin escribió la historia en el otoño de 1833 en Boldino.  La historia se convirtió en la base de las óperas La dama de picas (1890) de Piotr Ilich Tchaikovski, La dame de pique (1850) de Fromental Halévy y Pique Dame (1864) de Franz von Suppé. Ha sido llevada al cine en numerosas ocasiones.

Una condesa (que cuenta ya con 87 años) tiene una joven cuidadora, Lizavyeta Ivanovna. Hermann le envía cartas de amor a Lizavyeta y la convence de que lo deje entrar en la casa. Allí Hermann se dirige a la condesa, exigiéndole el secreto. La mujer le dice primero que la historia era una broma, pero Hermann se rehúsa a creerle. Le repite sus exigencias, pero la anciana no responde. Saca entonces una pistola y la amenaza, pero la anciana muere de pánico. Hermann entonces huye al apartamento de Lizavyeta, ubicado en el mismo edificio. Allí confiesa haber asustado a la condesa con su pistola hasta causarle la muerte. Se defiende diciendo que la pistola no estaba cargada. Escapa de la casa con la ayuda de Lizavyeta, quien se molesta al enterarse de que sus declaraciones de amor sólo eran una máscara para su codicia. Hermann asiste al funeral de la condesa y se aterroriza cuando ve que el cuerpo de la mujer abre los ojos en el ataúd y lo mira. Esa misma noche el fantasma de la condesa se le aparece. El fantasma le menciona las tres cartas secretas (tres, siete, as), y le dice que debe jugar solo una vez cada noche para luego ordenarle que se case con Lizavyeta.

La dama de picas es uno de los más célebres relatos de Alexander Pushkin, considerado padre del romanticismo ruso e inspirador de muchos de los mejores autores del XIX «el siglo de oro de la literatura rusa». El asunto central del relato es la avaricia, y el avatar del oficial jugador nos atrapa desde el primer momento Misterio, elementos fantásticos, y la enorme calidad narrativa de Pushkin hacen de esta pequeña joya una obra imprescindible de la literatura rusa del XIX.

LA DAMA DE PICAS

Aleksandr Pushkin Publicado: 1834

 CAPÍTULO I

HABÍA una fiesta de cartas en casa de Naroumoff, teniente de la Guardia de Caballería. Una larga noche de invierno había pasado inadvertida, y eran las cinco de la mañana cuando se sirvió la cena. Los vencedores se sentaron a la mesa con excelente apetito; los perdedores dejaron que sus platos permanecieran vacíos ante ellos. Poco a poco, sin embargo, con la ayuda del champán, la conversación se animó y fue compartida por todos.

 — ¿Cómo te ha ido esta noche, Surin? — dijo el anfitrión a uno de sus amigos.

 — Oh, perdí, como siempre. La verdad es que no tengo suerte. Juego mirandole. Ya sabes que me mantengo tranquilo. Nada me mueve; nunca cambio mi juego, y sin embargo siempre pierdo.

 — ¿Quieres decir que en toda la velada no volviste ni una sola vez al rojo? Tu firmeza de carácter me sorprende.

 — ¿Qué piensa usted de Hermann? — dijo uno de los presentes, señalando a un joven oficial de Ingenieros. — Ese tipo no ha hecho una apuesta ni ha tocado una carta en su vida, y sin embargo nos mira jugar hasta las cinco de la mañana.

 — Me interesa — dijo Hermann; — pero no estoy dispuesto a arriesgar lo necesario en vista de lo superfluo.

 — Hermann es alemán, y económico; ése es todo el secreto — gritó Tomski. — ¡Pero lo realmente asombroso es la condesa Anna Fedotovna!

 — ¿Cómo es eso? — preguntaron varias voces.

 — ¿No habéis observado — dijo Tomski, — que nunca juega?

 — Sí — dijo Naroumoff, — una mujer de ochenta años, que nunca toca una carta; ¡eso sí que es algo extraordinario!

 — ¿No sabe por qué?

 — No, ¿hay alguna razón para ello?

 — Escuche. Mi abuela, hace unos sesenta años, se fue a París y allí hizo furor. La gente corría detrás de ella por las calles y la llamaban la — Venus moscovita — Richelieu hizo el amor con ella, y mi abuela cuenta que, por su comportamiento riguroso, casi lo llevó al suicidio. En aquella época, las mujeres jugaban al faro. Una noche, en la Corte, perdió, bajo palabra, con el duque de Orleans, una suma muy considerable. Al llegar a casa, mi abuela se quitó los lunares, se quitó los aros y, con este trágico disfraz, fue a ver a mi abuelo, le contó su desgracia y le pidió el dinero que tenía que pagar. Mi abuelo, que ya no existía, era, por así decirlo, el mayordomo de su mujer.

La temía como al fuego; pero la suma que ella nombró le hizo saltar por los aires. Montó en cólera, hizo un breve cálculo y demostró a mi abuela que en seis meses había gastado medio millón de rublos. Le dijo claramente que no tenía aldeas que vender en París, pues sus dominios estaban situados en los alrededores de Moscú y de Saratoff; y finalmente se negó en redondo. Pueden imaginarse la furia de mi abuela. Le tapó los oídos y pasó la noche en otra habitación.

 — Al día siguiente volvió a la carga. Por primera vez en su vida, condescendió con argumentos y explicaciones. En vano intentó demostrar a su marido que había deudas y deudas, y que no podía tratar a un príncipe de sangre como a su cochero.

 — Toda esta elocuencia se perdió. Mi abuelo era inflexible. Mi abuela no sabía a quién recurrir. Afortunadamente, conocía a un hombre muy célebre en aquella época. Habéis oído hablar del conde de St. Germain, del que se contaban tantas historias maravillosas. Sabéis que pasaba por una especie de judío errante, y que se decía que poseía un elixir de vida y la piedra filosofal.

 — Algunos se reían de él como de un charlatán. Casanova, en sus memorias, dice que era un espía. Sea como fuere, a pesar del misterio de su vida, St. Germain era muy solicitado en la buena sociedad y era un hombre realmente agradable. Hasta el día de hoy, mi abuela ha conservado un afecto genuino por él, y se enfada mucho cuando alguien habla de él con falta de respeto.

 — Se le ocurrió que él podría adelantarle la suma que ella necesitaba, y le escribió una nota rogándole que la llamara. El viejo mago acudió de inmediato y la encontró sumida en la más profunda desesperación. En dos o tres palabras se lo contó todo; le relató su desgracia y la crueldad de su marido, añadiendo que no tenía más esperanza que en su amistad y su servicial disposición.

 — Señora — dijo St. Germain, después de reflexionar unos instantes — podría adelantarle fácilmente el dinero que necesita, pero estoy seguro de que no descansaría hasta que me hubiera pagado, y no quiero sacarla de un apuro para meterla en otro. Hay otra manera de resolver el asunto. Debes recuperar el dinero que has perdido.

 — Pero, mi querido amigo — respondió mi abuela — ya te he dicho que no me queda nada.

Eso no importa -respondió St. Germain-. Escúchame y te lo explicaré.

 — Entonces le comunicó un secreto que cualquiera de ustedes, estoy seguro, daría mucho por poseer.

Todos los jóvenes oficiales prestaron toda su atención. Tomski se detuvo para encender su pipa turca, tragó una bocanada de humo y prosiguió.

 — Aquella misma tarde mi abuela fue a Versalles a jugar a la mesa de la Reina. El duque de Orleans ocupaba la banca. Mi abuela inventó una pequeña historia a modo de excusa por no haber pagado su deuda, y luego se sentó a la mesa y empezó a apostar. Cogió tres cartas. Ganó con la primera, dobló la apuesta con la segunda y volvió a ganar, dobló la apuesta con la tercera y siguió ganando.

 — ¡Mera suerte! — dijo uno de los jóvenes oficiales.

 — ¡Qué historia! — gritó Hermann.

 — ¿Estaban marcadas las cartas? — dijo un tercero.

 — No lo creo — contestó Tomski con gravedad.

 — ¿Y quieres decir — exclamó Naroumoff, — que tienes una abuela que sabe los nombres de tres cartas ganadoras, y nunca se los has hecho decir?

 — Eso es lo peor de todo — respondió Tomski. — Tenía tres hijos, uno de los cuales era mi padre; los tres eran jugadores empedernidos, y ninguno de ellos fue capaz de sonsacarle su secreto, a pesar de que hubiera sido una inmensa ventaja para ellos, y también para mí. Escucha lo que me contó mi tío, el conde Ivan Ilitch, y me lo dijo bajo palabra de honor

 — Tchaplitzki -el que recuerdas que murió en la pobreza después de devorar millones- perdió un día, cuando era joven, ante Zoritch unos trescientos mil rublos. Estaba desesperado. Mi abuela, que no tenía piedad de las extravagancias de los jóvenes, hizo una excepción -no sé por qué- en favor de Tchaplitzki. Le dio tres cartas, diciéndole que las jugara una tras otra, y exigiéndole al mismo tiempo su palabra de honor de que nunca más tocaría una carta mientras viviera. Tchaplitzki fue a ver a Zoritch y le pidió venganza. A la primera carta apostó cincuenta mil rublos. Ganó, dobló la apuesta y volvió a ganar. Continuando con su sistema, acabó ganando más de lo que había perdido.

 — ¡Pero si son las seis! Ya es hora de irse a la cama.

Cada uno vació su vaso y la fiesta se disolvió.

CAPÍTULO II

La anciana condesa Ana Fedotovna estaba en su camerino, sentada ante su espejo. Tres doncellas la acompañaban. Una sostenía su bote de colorete, otra una caja de alfileres negros, la tercera un enorme gorro de encaje, con cintas flameantes. La condesa ya no tenía la menor pretensión de belleza, pero conservaba todos los hábitos de su juventud. Vestía al estilo de cincuenta años antes, y dedicaba a su aseo tanto tiempo y atención como una belleza a la moda del siglo pasado. Su compañera estaba trabajando en un marco en un rincón de la ventana.

 — Buenos días, abuela — dijo el joven oficial al entrar en el vestidor.

 — Buenos días, mademoiselle Lise. Abuela, he venido a pedirle un favor.

 — ¿De qué se trata, Paul?

 — Quiero presentarte a uno de mis amigos, y pedirte que le des una invitación para tu baile.

 — Llévale al baile y preséntamelo allí. ¿Fuiste ayer a casa de la princesa?

 — Por supuesto. Fue una delicia. Bailamos hasta las cinco de la mañana. Mademoiselle Eletzki estuvo encantadora.

 — Mi querido sobrino, realmente no eres difícil de complacer. En cuanto a la belleza, deberías haber visto a su abuela, la princesa Daria Petrovna. ¡Pero debe ser muy vieja, la princesa Daria Petrovna!

 — ¿Cómo que vieja? — exclamó Tomski irreflexivamente — murió hace siete años.

La joven que hacía de acompañante levantó la cabeza e hizo una señal al oficial, que entonces recordó que era cosa entendida ocultar a la Princesa la muerte de cualquiera de sus contemporáneos. Se mordió los labios. La condesa, sin embargo, no se inquietó en absoluto al enterarse de que su viejo amigo ya no estaba en este mundo.

 — ¡Muerta! — dijo, — ¡y yo sin saberlo! Fuimos damas de honor el mismo año, y cuando nos presentaron, la Emperatriz — y la vieja condesa relató por centésima vez una anécdota de sus días de juventud. — Paul -dijo al terminar su relato-, ayúdame a levantarme. Lisabeta, ¿dónde está mi tabaquera?

Y, seguida por las tres criadas, se fue detrás de un gran biombo a terminar su aseo. Tomski se quedó a solas con su acompañante.

 — ¿Quién es el caballero que desea presentar a madame? — preguntó Lisabeta.

 — Naroumoff. ¿Lo conoce?

 — No. ¿Está en el ejército?

 — Sí.

 — ¿En los Ingenieros?

 — No, en la Guardia de Caballería. ¿Por qué cree que está en los Ingenieros?

La joven sonrió, pero no respondió.

 — Paul — gritó la condesa desde detrás del biombo, — envíame una novela nueva; no importa cómo. Sólo procura que no sea del estilo actual.

 — ¿Qué estilo le gustaría, abuela? —

 — Una novela en la que el héroe no estrangule ni a su padre ni a su madre, y en la que nadie se ahogue. Nada me asusta tanto como la idea de ahogarme.

 — ¿Pero cómo es posible encontrarle un libro así? ¿Lo quieres en ruso?

 — ¿Hay novelas en ruso? Sin embargo, envíame algo. ¿No lo olvidarás?

 — No lo olvidaré, abuela. Tengo mucha prisa. Adiós, Lisabeta. ¿Qué te hizo pensar que Naroumoff estaba en Ingenieros? — Y Tomski se marchó.

Lisabeta, que se había quedado sola, sacó su bordado y se sentó junto a la ventana. Inmediatamente después, en la calle, en la esquina de una casa vecina, apareció un joven oficial. Al verlo, la compañera se sonrojó hasta las orejas. Bajó la cabeza y casi la ocultó en el lienzo. En ese momento regresó la condesa, completamente vestida.

 — Lisabeta — dijo, — que suban los caballos; saldremos a dar una vuelta.

Lisabeta se levantó de la silla y empezó a arreglar su bordado.

 — Bueno, mi querida niña, ¿estás sorda? Ve y diles que suban los caballos enseguida.

 — Ya voy — respondió la joven, mientras salía a la antecámara.

Entró entonces un criado que traía unos libros de parte del príncipe Paul Alexandrovitch.

— Le estoy muy agradecida. ¡Lisabeta! ¡Lisabeta! ¿Dónde se ha metido?

 — Iba a vestirme.

 — Tenemos tiempo de sobra, querida. Siéntate, coge el primer volumen y léeme.

La compañera cogió el libro y leyó unas líneas.

 — Más alto — dijo la condesa. — ¿Qué te pasa? ¿Estás resfriado? Espera un momento, tráeme ese taburete. Un poco más cerca; eso servirá.

Lisabeta leyó dos páginas del libro.

 — Tira ese estúpido libro — dijo la condesa. — ¡Qué tontería! Devuélveselo al príncipe Pablo, y dile que le estoy muy agradecida; y el carruaje, ¿nunca llega?

 — Aquí está — respondió Lisabeta, acercándose a la ventana.

 — Y ahora no estás vestida. ¿Por qué siempre me haces esperar? Es intolerable.

Lisabeta corrió a su habitación. Apenas llevaba allí dos minutos cuando la condesa llamó con todas sus fuerzas. Sus criadas en- traron corriendo por una puerta y su ayuda de cámara por la otra.

 — Parece que no me oís cuando llamo — gritó. — Ve y dile a Lisabeta que la estoy esperando.

En ese momento entró Lisabeta, con un nuevo vestido de paseo y un sombrero a la moda.

 — Por fin, señorita — gritó la Condesa. — Pero ¿qué es eso que se ha puesto? y ¿por qué? ¿Para quién se viste? ¿Qué tiempo hace? Bastante tormentoso, creo.

 — No, Excelencia — dijo el ayuda de cámara, — hace un tiempo estupendo.

 — ¿Qué sabes de eso? Abre el ventilador. ¡Justo lo que te dije! Un viento espantoso, y tan helado como puede ser. Desengancha los caballos. Lisabeta, hija mía, no saldremos hoy. Apenas valía la pena vestirse tanto.

 — ¡Qué existencia! — se dijo la compañera.

Lisbeta Ivanovna era, en efecto, una criatura de lo más infeliz. — El pan del forastero es amargo, dice Dante, y su escalera difícil de subir. Pero ¿quién puede contar los tormentos de una pobre compañerita unida a una anciana de calidad? La condesa tenía todos los caprichos de una mujer mimada por el mundo. Era avara y egoísta, y pensaba tanto más en sí misma cuanto que había dejado de desempeñar un papel activo en la sociedad.