Extravíos o mis ideas al vuelo - Príncipe de Ligne - E-Book

Extravíos o mis ideas al vuelo E-Book

Príncipe de Ligne

0,0

Beschreibung

Esta obra a nadie conviene: es demasiado insensata para los serios, demasiado seria para los insensatos; demasiado osada para la gente decente, resulta demasiado decente para quienes presumen de no ser melindrosos; demasiado atrevida para los santurrones, no es lo bastante para los incrédulos. Se opone demasiado a los prejuicios heredados para que agrade a los que son sus esclavos. Predica que a ninguno hay que contradecir, lo que contradice a quienes les gusta contradecir. Habla bien de las mujeres, aunque habla mal de ellas. Celebra el amor, aunque alaba la indiferencia; aplaude el cumplimiento de los deberes, aunque preconiza los encantos de una vida ociosa; incita a la gloria, pero asegura que pocos la alcanzan, o que pocos la disfrutan y que dura tan poco, que es casi una quimera; inventa proyectos, aunque sostiene que nada se gana con llevarlos a cabo. Es alegre, es sombría; es ligera, es agobiante; quizás más huera que profunda; novedosa y ordinaria; trivial y excelsa, luminosa y oscura, reconfortante y desoladora. Afirma, y duda un instante después.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 134

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Príncipe de Ligne

Extravíos

o mis ideas al vuelo

PRÓLOGO Y VERSIÓN DEL FRANCÉS DE Ignacio Díaz de la Serna

Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Cultura y Deporte.

Título original:

Mes écarts ou ma tête en liberté

© Del prólogo y la traducción, Ignacio Díaz de la Serna, 2019

© De esta edición, Trama editorial, 2019

Zurbano, 71,

28010 Madrid

Tel.: 91 702 41 54

[email protected]

www.tramaeditorial.es

isbn: 978-84-18941-98-6

Índice

Príncipe color de rosa

Extravíos o mis ideas al vuelo

Notas

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Prólogo

Comenzar a leer

Colofón

Notas

PRÍNCIPE COLOR DE ROSA

Rosa y plata fueron los colores del príncipe de Ligne. Sin duda los eligió porque cuadraban bien con su temperamento. Rosa y plata eran, además, los colores distintivos del linaje al que pertenecía. Su escudo de armas, blasones, estandartes, panoplias, y otros cacharros de su alcurnia, no solo eran rosa y plata; rezumaban un abolengo que casi se perdía en la noche anterior al Génesis. Casi…

Auténtico príncipe por los cuatro costados, enloquecía con los carruajes suntuosos y los séquitos de fábula. Ahí donde se dirigiera, viajaba siempre sobre un fondo rosa, como si el universo entero estuviera teñido así, vistiendo el uniforme blanco del ejército austríaco salpicado de galones y cintas color rosa. Durante los últimos años de su vida, cuando las circunstancias lo obligaron a refugiarse en Viena tras quedar arruinado por las revoluciones de Francia y de los Países Bajos, el rosa continuaría acompañándolo. Los interiores de la residencia que alquiló en Mölkerbastei fueron rosa, y color de rosa serían aun sus pensamientos, pese a los numerosos desencantos sufridos.

Charles-Joseph de Ligne atribuía un poder especial a los colores. Creyó que cada cual influía de manera precisa en nuestros sentidos y en nuestro ánimo. Opinaba que los habitantes de una ciudad pintada de blanco y rosa, de verde, de amarillo, de azul, serían mucho más felices que los de una ciudad donde todo es gris y negro. No andaba descaminado. El ideal arquitectónico de Ligne era simple: una ciudad multicolor. Nunca lo vería convertido en realidad. Sin embargo, algo de ese anhelo quedó plasmado en los aposentos y jardines de su espléndido castillo de Belœil. Allí, según cuenta en sus Memorias, llevó una vida envidiablemente dichosa.

Por encima de todo, el príncipe fue un hombre de sangre guerrera. Huérfano de madre desde los cuatro años, creció en un ambiente donde predominaban las aspiraciones viriles. Por las noches, al calor del fuego, escucha en voz de su padre, sin pestañear, las proezas del príncipe Eugène, el relato de las batallas que Charles XII libró en buena lid y ganó.

Como cualquier niño, el príncipe encabeza las más increíbles escaramuzas, de las cuales, por supuesto, sale siempre victorioso. En su magín retumba a diario el choque brutal de dos ejércitos, el temblor de la tierra cuando carga la caballería, el estruendo de los cañones; oye muy cerca la súplica de los heridos, los gemidos de los moribundos; ve a sus pies jinetes y monturas apilados en un mar de sangre que enrojece, hasta el último confín, el paisaje.

Las llanuras de su Hainaut natal se transforman, por arte de birlibirloque, en escenario de los Grandes Sucesos de la Historia. Monsieur de Turenne, el Gran Condé, son sus héroes favoritos. Los idolatra; desea seguir sus pasos.

A los trece, se siente desconsolado porque todavía no ha tenido su primer duelo. El heroísmo es, a todas luces, la vocación del príncipe. Quisiera crecer más deprisa para participar en encarnizados combates que le den fama, que pongan su nombre en el noveno cielo.

Ya adulto, conservará intacto ese ardor guerrero. «No me quejo de los tiros que me disparan como solaz algunas veces cuando paseo», escribe al emperador José II. Vaya manera de divertirse. Para sobreponerse al tedio que pronto se apodera de todo campamento militar durante una tregua, pide de vez en cuando a algún suboficial que le dispare mientras él hace caracolear a su caballo. Esquivar balas es su forma habitual de abrir el apetito cuando se aproxima la hora de la cena.

Cabe suponer que le habría agradado menos correr ese peligro si le dispararan intencionadamente. De Ligne está dispuesto a perdonar cualquier cosa, salvo que se trate de una acción en la que se han sopesado sus medios, sus fines y sus consecuencias. Lo que más aborrece en el mundo es el cálculo, la previsión meditada de lo que ha de ganarse o perderse al realizar esto o aquello.

Con todo, sería un error pensar que la guerra lo deleitaba. No ignora que aun cuando se puede intervenir en ella con desenfado, con cierta jocosidad, exige demostrar virtudes poco acostumbradas. Tales virtudes, el arrojo o la clemencia, por ejemplo, solo interesan al príncipe en tanto que le permiten manifestar una soberana desenvoltura. La savia de sus ancestros no ha muerto en él; corre alegre por sus venas. Después de tantos siglos, todavía lo alimenta la tradición de la antigua nobleza feudal, dueña de vidas y haciendas, que consideraba la guerra una mise en scène de la dignidad aristocrática.

Y De Ligne, la verdad sea dicha, jamás traicionó su vocación. Aquellos sueños de niño dejarían de ser sueños de infancia.

Tuvo una brillante carrera militar, siempre fiel a los intereses políticos de Austria. No obstante, las guerras en las que intervino apenas colmaron su deseo de gloria. En épocas de paz se dedicaba con frenesí al cultivo de la vida en sociedad, gozosos interludios que lo entretenían a la vez que lo aburrían.

Aún bastante joven, participó en la guerra de los Siete Años, lo que le valió ser nombrado coronel de su regimiento. Posteriormente tomó parte en la guerra de sucesión por el trono de Baviera, entre 1777 y 1779. En ese último año, su desempeño en la conquista de Belgrado fue sobresaliente. Junto a Potemkin –cuya personalidad lo fascinaría–, combatió en la guerra entre rusos y turcos. Las cartas que envía a distintas personalidades durante todas esas campañas dan testimonio de su vitalidad y, sobre todo, de su talento literario.

Pero aun para los príncipes, la vida no siempre es color de rosa. Pierde a su hijo, su amadísimo Charles, en el sitio de Argonne mientras peleaba contra los franceses bajo las órdenes de Brunswick. Cuando propone a Catalina de Rusia una coalición contra las fuerzas revolucionarias de Francia para salvar lo que él denomina «la religión de los reyes», no obtiene respuesta a su proyecto. El silencio de la emperatriz lo hiere tanto como antes lo había ofendido la negativa de José II prohibiéndole regresar a Viena, después de acusarlo injustificadamente de participar en la revuelta de los Países Bajos. Más tarde, reniega con amargura de que no lo incluyan en el ejército para luchar contra Napoleón.

Lo que le disgusta del corso es su costumbre de promover soberanos con la misma facilidad con que se promueve la ascensión de rango en la corte o en un regimiento. Reyes caen, reyes suben, según el talante que tenga el gordito Bonaparte al despertar. Impotente, no tardará en llegar al príncipe la noticia de la derrota de las tropas austríacas. Como militar, Charles-Joseph de Ligne no oculta su reservada admiración por Napoleón. Como aristócrata y partidario convencido del derecho divino de la realeza, observa con horror la expansión de esa «plaga» que contamina a Europa.

Hacia 1810 pule su juicio sobre aquel emperador advenedizo. Aunque ya retirado, no pierde la puntería. Con motivo de los festejos por el matrimonio entre Napoleón y la archiduquesa María Luisa de Habsburgo, aprovecha la oportunidad de acercársele y cruzar unas palabras con él. Admite que tiene el aspecto de un hombre que sabe mandar, con carácter, pero también le parece rígido, calculador, incapaz de entregarse a los desvaríos propios del que posee genio. Lo que pudo atisbar, ¿habrán sido nervios de recién casado? No era la primera noche de bodas del emperador; tampoco sería la última. El colmo de la burla ha sido, para mayor indignación del príncipe, que el contrato de ese matrimonio fuera copia exacta del contrato celebrado, décadas atrás, entre el delfín Luis y María Antonieta.

Pero cañonazos y cercos a ciudades no agotan la trayectoria del príncipe de Ligne. Otro terreno en el que se mueve con desparpajo es la relación con las mujeres. Allí actúa con un desapego que nada tiene que ver con la frialdad o la indiferencia. Tal actitud le impide ser presa de los males que se suelen padecer al amar. El príncipe es sumo pontífice de la galantería. Al menor descuido, se declara enamorado. A la menor provocación, se acurruca en brazos de una Afrodita recostada entre tules y cojines. En esto, como en todo, ni miente ni presume. Las oscilaciones de un amor a otro le brindan una suerte de continuidad apacible, ya que prefiere los tormentos que derivan de la ausencia a las penalidades que imponen la cercanía y la constancia.

Las mujeres discurren en su vida a ritmo de galope. Todas valen su peso en oro; ninguna vale una jaqueca. Con entusiasmo, solo se entrega a los amores recíprocos. Por eso sortea el envite de putas y cortesanas, y no por remilgos de su clase. Nunca se aparta de la regla que él mismo se ha dictado: intentar seducir a alguien que a su vez no lo desea es una reverenda estupidez. La simple idea de inmolarse a una única mujer le da escalofríos, ya que perderla lo hundiría sin remedio en la melancolía. Para el príncipe, los sollozos y desmayos románticos son detestables.

Así, los amoríos que concluyen abren la puerta a otros tantos amoríos. Esa sucesión está gobernada por una lógica rigurosa: las mujeres son infinitamente deseables e infinitamente reemplazables. Su aparición sucesiva en el lecho del príncipe (o en el suelo de la cocina, qué más da) es asunto del azar, de un escozor intempestivo, del humor en que se halle, pero también obedece a un juego sutil de semejanzas y diferencias. En ocasiones se consuela por el adiós de una dama copetuda con la llegada de otra que a lo lejos parece su gemela. Otras veces, la historia con la rubia de turno cede el paso a una nueva aventurilla de piel morena. En ese ir y venir de madamas pálidas, rubicundas, pícaras, sosas, escuálidas y rechonchas, ¿alguna hizo mella en el corazón del príncipe? Su respuesta no deja lugar a dudas: «Al repasar la historia de mi vida, encuentro que las tres veces que más amé y fui amado, ocurrieron desgraciadamente al mismo tiempo…».

Está claro; el príncipe color de rosa tuvo pasión por los comienzos, o por los finales, según se mire.

Y, sin embargo, quien desee insultarlo, llámelo libertino. Su desprecio del libertinaje, pese a dedicar buena parte de su vida a seducir, fue sincero. La apología que hace en diversos escritos del comportamiento disoluto resume su ética personal. Considera que el libertinaje es primordialmente una postura filosófica; implica seguir al pie de la letra el hedonismo ramplón que lo anima. Quien cultiva el placer de los sentidos ofrece a sus detractores la disculpa perfecta: no puede evitarlo. De los temperamentos que Hipócrates catalogó, asegura que nació con el sanguíneo. En una palabra, constituye una inmoralidad demasiado reflexiva, característica que lo vuelve sospechoso.

De hecho, el libertino es una especie de santurrón laico. En cuanto el sol se oculta, escarba en su conciencia, repasa venturas y desventuras, duerme entonces a pierna suelta, con la barriga hinchada, el corazón feliz y el pubis satisfecho. Tarde o temprano, acaba siendo tan comedido como el mejor recaudador de impuestos. Coloca en la balanza conquistas y fracasos. Las primeras lo regocijan; los segundos lo deprimen. Pero siempre recupera el ánimo porque está seguro que el desaire de hoy será compensado con creces por el beso de mañana. Al final, el balance de sus correrías amorosas arroja un saldo positivo. No existe libertino en este perro mundo que no haya triunfado. ¿La clave de su éxito? Sus alborotos jamás rebasan los límites de la decencia.

Por el contrario, el desenfreno corretea a la decencia, la atrapa por la cintura y le da cuatro revuelcos. Su práctica dista de ser metódica; desborda los usos de la moral admitida; violenta así el orden de lo servil, de lo útil. Ya lo dice el príncipe: «Hoy organizaría una orgía para distraerme de mis ocupaciones. El libertino hace de ello un oficio».

Al disoluto le gusta la provocación sin meta, el escándalo por el mero gozo de escandalizar. Insulta de pronto al primer transeúnte que encuentra; arma la de Dios es grande en casa del anfitrión más recatado y, para despedirse, rompe copas, muebles y vajilla; felicita en público al cornudo por el tamaño descomunal de su cornamenta; orina a plena luz en el claustro de los conventos; grita obscenidades en los espectáculos; muele a puntapiés al gatito encantador de una señorona condesa. Cruel o amable, distinguido o soez, según le dicte el antojo del momento, deja a su paso una muchedumbre de buenas conciencias espantadas. Arruina todo, pone todo y a todos de cabeza; es un huracán, es un depravado.

El libertino, en cambio, se esmera en ser un ciudadano respetable. Es el Diablo en persona, sí, pero simpático. Prudente, hila con paciencia su telaraña, acecha detrás de los arbustos, espía por el ojo de la cerradura mientras se relame pensando en los goces que le aguardan. Con mirar un tobillo desnudo, babea. Nunca persigue a campo abierto. Actúa a escondidas; entra y sale por puertas camufladas; susurra frases melodiosas al oído; compra y promete delicias del Olimpo; salta por fin sobre su víctima. El claroscuro es la atmósfera donde mejor respira; gabinetes y pasadizos son su territorio de caza predilecto.

En suma, el disoluto es un aristócrata del vicio; el libertino, un topo de espíritu democrático que proclama el Paraíso desde su bragueta.

Como el disoluto que fue, De Ligne no tuvo reparo en dilapidar su energía y su fortuna. Desde Belœil, muchos de sus días transcurren en el esplendor de los bailes, de las mascaradas, que iluminan con sus fuegos de artificio los castillos y palacios de Bruselas, París, Viena y Moscú. Es costumbre que los gastos corran por su cuenta.

El antípoda del príncipe fue un contemporáneo suyo: Casanova. Ambos se conocieron. Más de una vez pasaron la velada juntos en el castillo de Dux. El conde de Waldstein, quien alojara al Libertino Ejemplar y diera su nombre a una sonata de Beethoven, era sobrino del príncipe.

En la biblioteca de Dux, don Giacomo, ya achacoso, desempolva su memoria. Al recordar los placeres que disfrutó, los revive de nuevo. Se ríe de las penalidades que soportó porque son agua pasada; ya no lo atormentan. Lleva razón: lo bien y lo mal bailado, nadie podrá quitárselo. Después de redactar las mil y pico de páginas del Icosamerón, emprenderá la Historia de mi vida, aún más voluminosa. Ante él vuelven a desfilar, en cueros, sus amores: Esther; Véronique; la fragante Sacconay; Manon Balletti, con sus guiños de ternera enamorada; madame d’Urfé, yaciente en su laboratorio atiborrado de crisoles, probetas, alambiques, cuencos y retortas, a punto de encontrar la piedra filosofal entre caricia y caricia; Agathe; las marquesas Q. y F.; la virginal Hélène, discípula sin par en los escarceos de Cupido; la Corticelli; Clémentine; Tonine; la enigmática monja M. M.; Henriette, suculenta, inolvidable, celestial como ninguna. La lista se alarga con cien etcéteras.

«Ah, l’amour!», don Giacomo suspira apenas amanece. Durante la noche, como todas las noches, a fuerza de soñar con tantas diosas, ha mojado las sábanas.

Sin embargo, algo empaña la alegría de esos recuerdos. Los sirvientes del conde no lo tratan con el respeto que merecen su edad y su leyenda. A menudo los maldice, los acusa con el dueño. Ellos se encarnizan con el anciano; redoblan sus trastadas. Le sirven la comida fría, le esconden sus papeles, cierran la biblioteca cuya llave se fue –quién sabe cómo– volando con las golondrinas.

El conde, cuando está en el castillo, lo que rara vez ocurre, escucha las quejas de su huésped y cambia en seguida de tema. Casanova refunfuña por nada; se enfurece de todo. Una de las escasas distracciones que rompen la monotonía en que vive sucede cuando le llega carta que el príncipe le envía desde Viena.

Ya moribundo, luego de recibir los santos óleos, el Libertino Ejemplar exhala: «Dios Todopoderoso, y vosotros testigos de mi muerte, viví como filósofo, y muero como cristiano». No es invento mío. Así lo refiere De Ligne en su Fragmento sobre Casanova. Cualquier comentario sobra, supongo.