Fábulas para descreer - Agustín Ignacio Abella - E-Book

Fábulas para descreer E-Book

Agustín Ignacio Abella

0,0
3,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

"Fábulas para descreer" contiene veinticinco relatos ácidos que describen la realidad social en la que vivimos. La ironía y el crimen son la moneda corriente en las calles de Distendia, una ciudad pseudo-ficticia donde casi todo es posible, donde todo es mucho y donde todo es tan real como absurdo. Son nuevas miradas tajantes y críticas, llenas de humor y tragedia en partes desiguales. Cada nueva página te lleva a donde no pensaste que podría haber algo oculto a simple vista: la guerra, la grieta, una crisis de fe, el insomnio, un domingo peculiar, un ventilador, la modernidad, una heroína y, por supuesto, mucho pero mucho plástico.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
MOBI

Seitenzahl: 176

Veröffentlichungsjahr: 2024

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.


Ähnliche


AGUSTÍN IGNACIO ABELLA

Fábulas para descreer

Abella, Agustín Ignacio br/> Fábulas para descreer / Agustín Ignacio Abella. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-4580-0

1. Novelas. I. Título. CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de Contenido

Licenciatura en maleantismo

Prohibido correren la avenida

La noche de mañana

Los ritos

Carta en SPAM

Domingo sin plÁstico

La potestad del girasol

La generación del tesoro

Absolutamente nada

No son perros

Canción de cuna

Heroína

Cartas para dos

Lo negro del ojo

Trompe l´oeil

Pobreza romàntica

Así eran las ciudades

Adolecer

Cuidado con las moscas

Golpe de suerte

Cultura de emergencia

Danza para ignorar

Abajo de la cama

Arriba de sesenta

Basilika

Este libro va para mucha gente.

Primeramente para mis abuelos, por cada cosa que nos trajo hasta acá, por mostrarme la vida. También va para Lola Monarriz, por soportar mis incesantes bombas literarias a la madrugada, por leerme sin pedir nada a cambio y por aconsejarme. Este libro también va para mis viejos, por haber puesto todo de sí y por inspirarme incluso sin saberlo. Y no me olvido de mi tía Ele, quien me enseñó a descreer de todo y quien siempre supo ofrecerme sus palabras ácidas, pero certeras.

Sin ellos, este libro no hubiera sido posible.

Gracias.

Índice

Licenciatura en maleantismo

Prohibido correren la avenida

La noche de mañana

Los ritos

Carta en SPAM

Domingo sin plÁstico

La potestad del girasol

La generación del tesoro

Absolutamente nada

No son perros

Canción de cuna

Heroína

Cartas para dos

Lo negro del ojo

Trompe l´oeil

Pobreza romàntica

Así eran las ciudades

Adolecer

Cuidado con las moscas

Golpe de suerte

Cultura de emergencia

Danza para ignorar

Abajo de la cama

Arriba de sesenta

Basilika

Licenciatura en maleantismo

Calo sabía, entre otras cosas, que en las horas de la madrugada salían las presas más jugosas. Antes de que empezara a salir el sol, salía tapado con un manto de estrellas y con los sentidos encendidos: los ojos dilatados, rabiosos, con el oído hilando fino los pasos de aquellos que huían a su hogar, con la mano en el manubrio de la moto, expectante, esperando para saltar. Y cazar. Hijo del feliz matrimonio entre la calle y el desamparo, había pasado la mitad de su vida corriendo del hambre o hundido entre las carnes de alguna fraternal compañera de las avenidas. Fue en el lodo donde entendió la vida. Los trucos más difíciles de observar no se los había contado nadie: se los había susurrado la desesperación al oído. Supo qué choferes de colectivo podían hacer la vista gorda, supo dónde joder y dónde joder a escondidas. Supo dónde callar. Supo pedir cuando hizo falta, rezar a quien convenía y fumar con los que quería. Supo trenzarse un instinto de supervivencia agudo, a prueba de balas y de otros maleantes, supo hilarse en la jerga y servir a quien debía.

Luego, guiado por la vocación de seguir viviendo, aprendió a cocinar. En algún momento se le llegaba a escapar algún sueño, como el de servir platos exquisitos, repletos de ingredientes que nunca conocería, en algún lugar mejor iluminado que las calles color naranja del conurbano en la madrugada. Todas las personas que tienen un sueño y viven como vivía Calo terminan igual; donde hay voluntad hay un método y donde no hay dinero uno siempre puede ser delivery. Con la plata que hizo vendiendo el clonazepam robado a la abuela, se compró una moto.

Fue por ahí que tuvo tres hijos. Planear nunca había estado realmente en sus manos, por lo que sus hijos, todos de madres distintas, tuvieron que aprender a sobrevolar entre la mugre y las estaciones de servicio. Justo como él. Con la plata que hacía en la moto se aseguraba su supervivencia y, además, apoyaba la de sus hijos. Los nenes decían que el dinero llegaba prendido fuego a la casa; así como entraba salía y en cuanto alguien lo tocaba lo soltaba, rápido, antes de que se esfume. Su papá se reía entre la tos por el humo y entre la flema de una sinusitis no tratada hace años. Vivían todas sus mujeres en la misma casa, con sus hijos, en un descampado que había heredado de algún abuelo millonario que había muerto hace muchísimo tiempo y que no había conocido. Robó a cuchillo una lona, un par de palos y una cantidad vergonzosa de cinta scotch. Con esos materiales pudo armarse su primera chabola.

A los pibes nunca les faltó nada. Incluso cuando crecieron y empezaron a querer hacer las estupideces carísimas que aparecían en la tele, papá se las arreglaba. Una vuelta descubrió que no necesitaba un arma, sino que pensaran que la tenía. Y, entre pizza y pizza, podría llevar un celular a casa, si es que las condiciones se daban. Con un primo habían desmontado un cuchillo tramontina, tirado la parte metálica y guardado el mango. Cuando uno le cortaba el paso a sus presas y le mostraba solo una parte del mango, tomado como si fuera una pistola, todos caían y hasta el más incrédulo terminaba por ceder. El “falso fierro” fue furor en el barrio hasta que unos canas se enojaron y prohibieron la venta o posesión de cuchillos: la gente cortaba con tijeras y con cualquier cosa que tuviera a mano. Lo peligroso no era la cuchilla, en realidad, sino el mango. Lo que podía llegar a ser en las manos correctas. Los crímenes violentos en el barrio eran prácticamente inexistentes: la delincuencia reinante no tenía su base en cuerpos descuartizados sino en la amenaza. El ladrido, pero no la mordida.

Eran siempre las dos o tres de la mañana cuando podía obtener lo mejor de lo mejor. Una vuelta había regresado a su casa con dieciséis celulares en la cajuela de reparto, sacados a punta de falso fierro a un par de giles esperando en la puerta de la bailanta. Sus hijos no podían contener su alegría al verlo llegar a papá con el botín y corrían a poner la mesa: la más grande agarraba los vasos, mamá hace la ensaladita, traé vos los tenedores que la otra vez los traje yo, bueno dale yo llevo la tijera, ya está, papá, sentate. Comían los aparatos con un ruido crocante y cristalino. El hambre era tal que a veces se les olvidaba condimentarlos con sal, pimienta, vinagre, y el favorito de mamá: rivotril. Los hermosos y perfilados dientes de Julia, la más chiquita, crujían del placer insostenible que le daba mascar de a poquito, como si fuera un chicle, la carcasa de los iPhone. Sus madres a veces se enojaban y decían que había que sacarles la piel porque era más sano, pero a la chiquita le encantaba experimentar con los distintos sabores que tenían; el amarillo sabe a limón, el rojo a frutilla, el azul a arándanos y el naranja sabía a madera de algarrobo. Eran como caramelitos. Su mamá los tuvo que esconder porque se le habían empezado a hacer un par de caries y ni en pedo la iba a llevar al médico. De vez en cuando, Calo traía a la casa algún celular exótico, de esos que vienen de algunos países asiáticos, y se reían diciendo que habían pedido “comida china”. Era verdad, de igual manera: la salsa de soja, por algún motivo, hacía que los Xiaomi fueran tres veces más deliciosos. Y los Samsung, aunque eran medio amargones, hacían un combo buenísimo con verduras salteadas y agua pesada.

Poco a poquito, con trabajo y dedicación, la familia fue mejorando su estado económico. Era la tranquilidad, la rutina, el sexo aburrido de siempre, los Motorola que eran horribles y nadie los comía, ¿y el laburo como va, Calo? Bien, ayer saqué como tres celulares, qué te importa, salame, ni nos vimos. Era una paz nueva entre la cumbia de siempre y los asados deliciosos de placas de video y memorias RAM, furor entre las altas casas de Distendia y de Buenos Aires. Nadie le había regalado nada: todo lo que se había logrado era gracias al trabajo duro de Calo. Madrugar mucho, esperar lo suficiente, preparar los falsos fierros, disfrutar el festín en familia. Eran todas esas cosas que, con el tiempo, fueron pareciendo normales. La vida se armó en base a la nueva profesión de Calo: no había llegado a ser un Chef profesional y cipayo, pero de seguro que lo que se comía en esa casa no se comía en ninguna otra parte del mundo.

Con el tiempo, la docencia le tocó a las puertas de su alma. Ya cansado, viejo y torpe, a sus treinta años Calo se dedicó a enseñar. Venían de todas partes y a veces hasta salía a reclutar: la calle puede ser el mejor oficio. Las clases variaban dependiendo de su humor, de lo que estaba de moda y de qué tanto le dejara pensar el vino. Por su universidad pasaron más de quinientos chiquitos, hoy todos maleantes condecorados y buscados desde Dolores hasta Campana. Aunque ya retirado, a veces acompañaba a ver a los chiquitos en acción. Eran imparables: sus técnicas eran precisas y contundentes, sus falsos fierros estaban bien currados y pensados, y siempre, pero siempre, se llevaban un snack para aguantar las horas de vigilancia. Tal y como lo hacía Calo, decían, con el pecho a reventar de amor.

Uno de esos días los juntó a los chiquitos y a sus alumnos en el campus: el descampado tenía, después de años y años de crecimiento sostenido, un no muy frondoso pasto en los dieciséis metros cuadrados que, otrora, eran de tierra. Fue una fiesta. Picaron un par de lucecitas LED, y cada uno trajo las exquisiteces más caras que conocían. Los miró a los ojos. En sus pupilas vio descaro, un deje de impunidad, agasajo, civilización. El pecho le explotó de orgullo al ver todo lo que había podido construir: una comunidad que seguía el viejo camino de la calle. Calo lloró de felicidad esa esa noche, porque supo que sus pupilos seguirían el negocio y el arte una vez que a él lo mate la policía. El licenciado en maleantismo tiene, por sobre todas las cosas, una pasión efervescente e inagotable por seguir adelante.

Prohibido correren la avenida

Salí de mi casa como siempre. La mochila con todos los bártulos se balanceaba de un lado al otro. El uniforme, que no se había lavado desde la semana pasada, estaba impoluto. El destino era también el de siempre: el colegio.

De una vereda comenzaron a aparecer los primeros transeúntes. Todos vestían de rojo. Comenzaron a alcanzarme mientras, desde las profundidades de las otras esquinas, brotaban aún más personas rojas. En poco tiempo me terminaron por rodear. En la vereda de enfrente se podía ver una situación similar: como siempre, eran los azules los que se asomaban. La mayoría espiaba para este lado. Y no los veía, pero sabía que los rojos estaban también atentos a lo que sucedía del otro lado.

Hacía ya un tiempo en el que estaba prohibido correr en la avenida. Nadie quería despertar ninguna alarma, y quien camina no tiene nada que esconder. Pero correr es urgencia, luego pánico, luego violencia. Era sólo entre los callejones y los pasajes entre los que se podía ver a la gente correr el colectivo. En las avenidas era sumamente peligroso apurar el paso.

El primer trote vino de este lado. Y, desde la otra vereda, voló una piedra que cayó sobre mi cabeza. Dos o tres personas arrancaron a gritar, desesperadas, por una herida que no había causado ni sangre. En segundos, los azules arrancaron a correr. Y en instantes los rojos aprovecharon para hacer lo mismo. De un lado y del otro volaban pedazos de basura, insultos, amenazas y citas de rusos, estadounidenses y alemanes. Nadie parecía hablar español salvo por dos o tres señoras, desde las dos veredas, que se posicionaban con un criollo audaz.

Alguien sacó una pistola. Y como no se muestra una pistola si no se va a disparar, con el primer tiro al aire todos arrancaron a moverse para donde querían: un auto atropelló a un azul y ahí comenzó la barbarie. La culpa, claro, era que los rojos habían disparado. Pero yo no había visto nada de nada, así que no sé qué creer.

El caos avanzó. Era vital que no me animara a correr. Recordemos: los que corren son culpables. En la otra cuadra el conflicto estaba más avanzado, y tuve que patear una o dos granadas para que no me estallaran en la cara. En el fuego cruzado los autos se paraban, estacionaban y se unían a la pelea. Los azules tenían pintura importada, y los rojos se bañaban en la sangre de algún amigo caído. Sin excepción, cada persona que transitaba por la avenida se veía envuelta, tarde o temprano, por la contienda. Se sumaron los carniceros de la esquina, los meseros de La Perla, los profesores de nivel inicial y, por qué no, los jubilados también: azotaban el bastón con una violencia impropia de ellos. Desde los dos lados habían preparado camisetas de más, por las dudas, así que solo bastaba con acercarse a preguntar.

En los confines de algún boulevard arrancó, con todas las letras, la guerra. La policía no parecía tomar partido. Y, aún si se hubiera sumado, hubiera recibido el odio de los dos lados independientemente de qué lugar se hubieran alistado. Así que, para no perder la costumbre, montaron un perímetro y se pusieron a tomar café.

En otra cuadra el conflicto ya era nacional. Los curas se cagaban a palos con los del comedero municipal para reclamar el rol de ídolos de los que menos tienen. Los médicos usaban bisturís y agujas para clavárselas profundamente al enemigo, que osó correr. Los perros tenían abriguitos de colores, depende de qué lado se encontraran, y muchos adolescentes se la pasaban de acá para allá, filmando, hasta que en algún momento recibían un tiro certero en la cabeza y se les acababa el stream con el momento viral que, finalmente, los haría inmortales. Los camioneros estrellaban sus maquinarias contra las veredas contrarias: es vital recordar que ninguno de estos grupos parecía moverse como uno solo; en cada corazón hay suficiente espacio para pintar cualquier color. Rojo o azul.

De un lado se gritaba terrorismo, víctimas y masacre. Del otro se gritaba libertinaje, destrucción y rebeldía. Pero nunca supe bien quién decía qué cosa, pues en el griterío las palabras perdían sentido y las balas las suplantaban con eficacia. ¿Qué vale más? ¿Un “te odio” o un machetazo en el vientre?

Los que se cagaban de risa eran los maleantes. Sin una gota de tontos, se acercaban a rapiñar todo aquello que estaba en el suelo: los celulares eran lo de menos, pues un arma valía el cuádruple y, encima, seguramente estaban registradas a nombre de un gil al que hicieron de goma hacía veinte o treinta años. Un negocio redondo. Se disfrazaban de algún color y salían, impunes, como buitres sobre los cadáveres supurantes de odio. Sólo debían cuidarse de correr y del bando ajeno.

Ya casi llegando al colegio aparecieron los tanques. No tengo ni la más pálida idea de cómo fue que los trajeron. Simplemente se arrimaron desde la calle del kiosko de las fotocopias del colegio y se fue integrando al caos. Ahí, también, supe que se venían los militares. Pero los nuevos y no los viejos, porque de esos, me habían enseñado en la secundaria, ya estaban todos presos o muertos. Igual podría jurar que, entre bala y bala, algún que otro fantasma alcancé a ver. De un lado y del otro. Sin las dos manos y con la casa en desorden. Con una muerte de altos vuelos.

Con los tanques viene la artillería pesada, y con ella se parte el suelo. Literal y figurativamente: una grieta del tamaño de dos o tres avenidas empezó a asomarse. Un terremoto, de esos que nunca hubo, partió la tierra entera en dos. De un lado y del otro había solo sangre, sudor y cadáveres. En el agujero comenzaron a caer todos, sin excepción, los muertos que quedaban sobre el pavimento y los vivos aferrados a algún enemigo al que deseaban matar. Caían como si nada más importara: ambos perdían la vida en el mismo momento en el que chocaban contra el fondo. El ruido de las alarmas de los autos estacionados parecía llorar mientras caían al abismo. Dentro se metió todo: cada arma, cada extremidad arrancada, cada cigarrillo, cada juguete de algún niño con poca suerte, cada libro y cada momento, sin duda, bajo el peso de correr en la avenida, cada referencia extranjera y cada ninguneo nacional. Y, luego, el silencio daba la bienvenida a los que pavimentaban la ciudad. Comenzaban a trabajar sin emitir palabra ni asomar ningún color: ni verde, ni amarillo ni muchísimo menos violeta. Nada. Negro. Con cemento y tierra rellenaban el monumento al odio que tenían frente a sus ojos, y cualquier ruido disparaba una alarma, luego un disparo, luego más silencio.

En el colegio decían que siempre fue así: es la forma de los lunes. Las profesoras hablaban con prudencia sobre los colores y bajo ningún concepto nos animaban a usarlos: era peligroso ir vestido de cualquier mensaje. El uniforme, dicho sea de paso, nunca se animaron a cambiarlo por las dudas de que el terremoto nos sorprenda el domingo y nos arruine las pastas con tuco que nos preparó la mama. Si la grieta rugía frente a un trote, podía explotar bajo una bandera. O peor: un estudiante convencido.

En los domingos, si es que me dignaba a lavar el uniforme blanco nieve, siempre rezaba el ministerio de que mañana, cueste lo que cueste, no había que correr.

La noche de mañana

A veces, entre el mareo, se le aparece una revelación. Lo sé cuando lo veo. Sus ojos yiran rápidamente entre su vaso, la carne y el destello incesante de algunas luces led. La música al palo ayuda a la atmósfera; esto es la jungla del sexo y el desenfreno. Botellas rotas, viernes, sábado, domingo, a veces jueves y, tal vez, miércoles también. El día se le vuelve una cuestión insoportable hasta llegar al fernet y al dolor de cabeza. Lo que está en el medio no cuenta: sólo en la bailanta le fluye la paz. El resto, piensa, es la vida transcurriendo. Pero nada más que eso.

La voluntad no le alcanza para resistirse a la noche. Cualquier deseo le queda corto. Cualquier paz se le arruina al despertarse. No le queda otra que volver a salir de cacería, aunque no entienda muy bien qué es lo que está cazando: si una noche de labios o si, quizás, un límite que aún no conoce. Es un desafío que persigue con el alma, un parate, un final. Una última noche. Un último vaso. Este y ya está. Hoy me hago mierda y el finde que viene estoy chill. Quizás hoy pueda entender, finalmente, a dónde va. Pero no puede ver que en la noche los caminos son oscuros, que los vándalos confunden las señales y que uno no puede vivir siempre cómodo.

A veces, me animo a seguirle el paso y lo acompaño, con un mensaje o con una salida. Es una bestia: se la rebusca para que la vida, a pesar de su ritmo frenético, siga su curso. Ninguna resaca lo detiene en seco y no hay preocupación que lo haga recapacitar: es un cazador implacable de un destino prometido, pero que nunca llega. Y no hay forma de que una derrota lo tome por sorpresa: siempre se va a levantar a comenzar el día de cero. No soporta ver el final de las cosas, pues al terminar un ciclo se le acaban las ideas y la ansiedad se lo merienda entre dos panes. Y como su amigo el dinero no le falla nunca, puede permitirse todo aquello que su alma desea. Y solo quiere anestesiarse.

Temo el día en que encuentre lo que está buscando. Temo que una falla vital, invisible, tumbe a mi amigo y lo deje en el suelo, que lo reclama pacientemente. Temo, también, que debo ser un simple testigo, un admirador de una fuerza increíble, un sistema perfecto para habilitar al caos como un amigo, que visita su casa, su vida, su trabajo y sus relaciones. Temo el día que no pueda seguir, que no encuentre respuesta, que se caiga y que no se pueda levantar. Tiene una deuda impagable, pero las finanzas de la vida no son tan lineales ni tan claras. Ni tan simples.