Filosofía de las formas simbólicas, II - Ernst Cassirer - E-Book

Filosofía de las formas simbólicas, II E-Book

Ernst Cassirer

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Beschreibung

Segunda parte de la obra cumbre de Ernst Cassirer, el presente volumen emprende la crítica de la conciencia mítica, paso esencial de lo que ya Kant llamaba "revolución copernicana" en el más amplio contexto.

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Ernst Cassirer (1874-1945), célebre filósofo alemán, es uno de los principales representantes de la escuela neokantiana de Marburgo. Fue profesor de filosofía en Berlín y los Estados Unidos. En sus trabajos abordó la historia de la filosofía de la Antigüedad clásica, el Renacimiento y la Ilustración. De su obra el FCE también ha publicado, entre otros títulos, Kant, vida y doctrina, Antropología filosófica y Filosofía de la Ilustración.

Filosofía de las formas simbólicas

TOMO II

Traducción de

ARMANDO MORONES

Ernst Cassirer

FILOSOFÍA DE LAS FORMAS SIMBÓLICAS

II. El pensamiento mítico

 Sección de Obras de Filosofía

Primera edición en alemán, 1964 Primera edición en español, 1972 Segunda edición en español, 1998 Primera edición electrónica, 2017

Título original: Philosophie der symbolischen Formen. Zweiter Teil, Das Mythische DenkenD. R. © 1964, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darmstadt

La edición de los tres tomos de esta obra se hizo según convenio conYale University Press, New Haven, Conn.

D. R. © 1972, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-3750-5 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

A la memoria de

PAUL NATORP

Prefacio

Una “crítica de la conciencia mitológica”, en el sentido en que la trata de llevar a cabo este segundo tomo de la Filosofía de las formas simbólicas, en el estado actual de la filosofía crítica y científica, debe parecer no sólo un atrevimiento sino inclusive una paradoja. Pues desde Kant la “crítica” presupone un factum al cual se dirija la pregunta filosófica; un factum que no es creado por la filosofía en su significación y validez peculiares, sino que, habiéndolo encontrado, investiga sus “condiciones de posibilidad”. Pero ¿el mundo del mito constituye un factum semejante comparable de algún modo al mundo del conocimiento teorético, al mundo del arte o de la conciencia moral? ¿Acaso el mundo del mito no ha pertenecido siempre al campo de la ilusión, del cual la filosofía, como teoría del ser, debe mantenerse alejada y no inmiscuirse en él sino, por el contrario, apartarse cada vez más clara y tajantemente? De hecho, toda la historia de la filosofía científica puede considerarse como una lucha constante por alcanzar esa separación y liberación. Aunque las formas de esta lucha varían de acuerdo con el nivel alcanzado por la autoconciencia teórica, esta dirección básica y su tendencia general resaltan clara y marcadamente. Y esta contraposición de filosofía y mito se agudiza de manera especial dentro del idealismo filosófico. En el momento en que este idealismo llega a conceptuarse a sí mismo y toma conciencia de que la idea de ser constituye su problema fundamental y originario, el mundo del mito queda relegado al campo del no-ser. Y desde la antigüedad la palabra de Parménides ha quedado inscrita a las puertas de este reino como advertencia, prohibiendo al pensamiento puro todo contacto y toda relación con el no-ser: ἀλλὰ σὺ τῆσδ’ ἀφ’ ὁδοῦ διζήσιος εἷγε νόημα. Parece como si la filosofía, que con relación al mundo de la percepción empírica desde hace tiempo ha olvidado esta advertencia, la hubiera guardado inalterable con relación al mundo del mito. Desde que el pensamiento conquistó su propio dominio y su propia legalidad autónoma, el mundo del mito pareció superado y olvidado. Pero cuando a principios del siglo pasado el romanticismo volvió a descubrir este mundo sumergido, y Schelling trató de asignarle un sitio fijo dentro del sistema de la filosofía, ciertamente pareció operarse un cambio. Pero el interés redivivo por el mito y por los problemas fundamentales de la mitología comparada redundó más en beneficio de la investigación de su materia que en el análisis filosófico de su forma. Gracias al trabajo desempeñado en este campo por la ciencia sistemática de la religión, la historia de la religión y la etnología, este material se nos ofrece en abundancia. Pero el problema sistemático de la unidad de este múltiple y heterogéneo material, o bien no se ha vuelto a plantear hoy día, o bien, cuando se le ha llegado a plantear, se ha tratado de resolver exclusivamente con los métodos de la psicología evolutiva y la psicología étnica general. El mito pasa por “comprendido” cuando se ha conseguido explicar su procedencia a partir de determinadas disposiciones básicas de la “naturaleza humana”, descubriendo las reglas psicológicas que sigue en su desenvolvimiento a partir de este germen originario. Si la lógica, la ética y la estética consiguieron reafirmar su independencia sistemática siempre que se intentó contra ellas una forma semejante de explicación y derivación, eso fue porque todas ellas podían invocar y apoyarse en un principio independiente de validez “objetiva” que se oponía a todo intento de reducción psicologista. Pero el mito, el cual aparentemente carece de semejante apoyo, pareció quedar para siempre entregado y a merced de la psicología y el psicologismo. Una ojeada a las condiciones de su nacimiento parece equivaler a la negación de su situación independiente. Parecía que entender su contenido no podía significar otra cosa que demostrar su nulidad objetiva, percatarse de la “ilusión” a la que debe su existencia; ilusión que, aunque universal, no por ello es menos “subjetiva”.

Y no obstante, este “ilusionismo” —tal como se presenta no sólo en la teoría de la representación mítica sino también en algunos intentos de fundamentación de la estética y la teoría del arte— implica un difícil problema y un grave peligro si lo consideramos desde el punto de vista del sistema de las formas de expresión espirituales. Pues si la totalidad de estas formas constituye verdaderamente una unidad sistemática, ello implica que el destino de cada una de ellas está íntimamente ligado al de las demás. Toda negación que se refiera a una de ellas tiene que hacerse extensiva a las demás directa o indirectamente; el aniquilamiento de uno de los miembros pone en peligro al todo, puesto que éste no está concebido como un mero agregado sino como una unidad orgánica espiritual. Y si se tiene presente la génesis de las formas fundamentales de la cultura a partir de la conciencia mitológica, de inmediato salta a la vista que el mito posee una significación decisiva en y para ese todo. Ninguna de esas formas posee desde el comienzo un ser independiente y una configuración propia claramente diferenciada, sino que, por así decirlo, cada una se nos presenta revestida y envuelta en cualquiera de las figuras mitológicas. Difícilmente hay un dominio del “espíritu objetivo” en que no pueda señalarse esta fusión, esta unidad concreta que desde el origen integra junto con el espíritu mítico. Los productos del arte y del conocimiento, los contenidos de la moral, del derecho, del lenguaje y de la técnica: todos ellos apuntan a la misma conexión básica. La pregunta por el “origen del lenguaje” está indisolublemente enlazada a la pregunta por el “origen del mito”; en todo caso, cada una de estas cuestiones sólo puede plantearse en relación con la otra. El problema de los orígenes del arte, la escritura, el derecho y la ciencia nos hace remontarnos en la misma medida a una etapa en que todos ellos descansaban todavía en la unidad inmediata e indiferenciada de la conciencia mítica. De este englobamiento y abigarramiento fueron desprendiéndose paulatinamente los conceptos teóricos fundamentales del conocimiento (los conceptos de espacio,tiempo y número), los conceptos jurídicos y sociales (como el concepto de propiedad), así como también las nociones económicas, artísticas y técnicas. Y esta relación genética no se alcanza a comprender en toda su significación y profundidad mientras se le siga considerando una relación meramente genética. Al igual que en toda vida del espíritu, aquí también el devenir se remite a un ser sin el cual no se le puede concebir ni conocer en su peculiar “verdad”. La propia psicología, en su forma científica moderna, da a conocer esta relación, pues cada vez va cobrando más validez la idea de que los problemas genéticos nunca pueden resolverse en sí mismos sino sólo en íntimo contacto y en permanente correlación con los “problemas estructurales”. El surgimiento de los productos individuales específicos del espíritu a partir de la generalidad e indiferenciación de la conciencia mítica no puede entenderse con certeza mientras esta fuente originaria siga siendo un enigma, mientras en lugar de concebirla como una modalidad de conformación espiritual, se le siga tomando solamente como un caos amorfo.

Tomado de esta manera, el problema del mito trasciende todos los estrechos límites psicológicos o psicologistas para ingresar al ámbito de problemas que Hegel calificó como “fenomenología del espíritu”. Que el mito se encuentra en una relación íntima y necesaria con la tarea universal de la fenomenología del espíritu es algo que ya se extrae indirectamente de la formulación y definición que Hegel hace de él. “El espíritu, se sabe que se ha desarrollado como espíritu —dice en el prefacio de la Fenomenología— es la ciencia. La ciencia es su realización y el reino que se construye para sí mismo en su propio elemento […] El comienzo de la filosofía presupone o exige que la conciencia se halle en este elemento. Pero este elemento sólo adquiere toda su perfección y transparencia a través del movimiento en su devenir. Es la pura espiritualidad, que es lo universal, lo que tiene el carácter de simple inmediatez […] Por su parte, la ciencia requiere que la autoconciencia surja en este éter, para vivir y poder vivir en y con él. Por el contrario, el individuo tiene el derecho de exigir que la ciencia haga llegar la escalera hasta el punto en que pueda mostrarle que él mismo se encuentra a esa altura […] Si la posición que adopta la conciencia, consistente en saber que las cosas objetivas se oponen a ella y ella misma se opone a ellas, para la ciencia es lo contrario […] Para la conciencia, por el contrario, el elemento de la ciencia constituye una región lejana en la cual la conciencia ya no se posee a sí misma. Cada una de las partes parece ser para la otra lo opuesto a la verdad […] Sea la ciencia en sí misma lo que quisiere; en relación con la autoconciencia inmediata aparece como lo opuesto a ella; o bien, puesto que la autoconciencia tiene en la certidumbre de sí misma el principio de su realidad, la ciencia presenta la forma de irrealidad en la medida en que la autoconciencia se sabe fuera de la ciencia. Por ello, la ciencia tiene que combinar ese elemento consigo misma o, más bien, mostrar que dicho elemento le pertenece y de qué manera. En tanto prescinda de esa realidad, la ciencia sólo es contenido como ‘en sí’, es el fin, que primero no es más que algo interno; no es espíritu, sólo es sustancia espiritual… Este ‘en sí’ tiene que manifestarse exteriormente y devenir por sí mismo, lo cual no significa sino que este ‘en sí’ tiene que hacer de la conciencia y de sí mismo una sola cosa […] El saber, en un principio, o sea el espíritu inmediato, es lo carente de espíritu, la conciencia sensible. Para llegar al verdadero saber o para producir el elemento en que se halla la ciencia —que es su mismo concepto puro— tiene que recorrerse un largo y penoso camino.” Estas frases en las que Hegel expone la relación de la “ciencia” con la conciencia sensible pueden aplicarse plenamente y en toda su agudeza a la relación del conocimiento con la conciencia mítica. Pues el verdadero punto de partida de todo devenir de la ciencia, su comienzo en lo inmediato, no se encuentra tanto en la esfera de lo sensible como en la esfera de la intuición mítica. Lo que se suele llamar conciencia sensible, la existencia de un “mundo de la percepción” que se divide en esferas de percepción claramente diferenciadas (los “elementos” sensibles de calor, tono, etc.), es ya un producto de la abstracción, una elaboración teorética de lo “dado”. Antes de que la autoconciencia se eleve hasta esta abstracción, vive en el mundo de la conciencia mítica; en un mundo no tanto de “cosas” y sus “atributos”, sino más bien de potencias y fuerzas mitológicas, de demonios y dioses. De ahí que si la “ciencia”, de acuerdo con la exigencia de Hegel, debe ofrecer a la conciencia natural la escalera que conduzca hasta ella misma, entonces debe colocar esa escalera en un nivel inferior. Nuestra introspección del “devenir” de la ciencia —en sentido ideal y no cronológico— sólo queda completa y muestra cómo surgió y se desenvolvió a partir de la esfera de la inmediatez mitológica, y da a conocer la dirección y la ley de este movimiento.

Y aquí no se trata meramente de una exigencia del sistema filosófico sino de una exigencia del conocimiento mismo. Pues el conocimiento no llega a dominar el mito con sólo expulsarlo simplemente fuera de sus dominios. Por el contrario, el conocimiento sólo puede dominar verdaderamente aquello que de manera previa ha captado en su forma peculiar y de acuerdo con su peculiar esencia. Mientras esta tarea espiritual no sea llevada a cabo, resulta que la lucha que el conocimiento teorético creyó haber librado victoriosamente volverá siempre a desencadenarse. El conocimiento vuelve a encontrar en su propio seno al enemigo que creía haber derrotado definitivamente. La epistemología del “positivismo” ofrece justamente una clara prueba de esta situación. Para él, el verdadero objetivo de la investigación consiste en separar lo puramente fáctico, lo fácticamente dado, de todos los ingredientes subjetivos del espíritu mítico o metafísico. La ciencia sólo alcanza su forma propia de ciencia desprendiéndose de todos sus componentes míticos y metafísicos. No obstante, la evolución de la teoría de Comte muestra que justamente esos factores y motivos sobre los cuales creyó haber pasado ya desde el comienzo siguen viviendo y operando en su seno. El sistema de Comte, que comienza desterrando todo lo mítico al periodo primitivo y precientífico, culmina en una superestructura mítico-religiosa. Así pues, resulta que entre la conciencia del conocimiento teórico y la conciencia mítica no existe un hiato en el sentido de que se encuentren separadas por una honda censura cronológica como la de la “ley de los tres estadios” comtiana. Durante mucho tiempo la ciencia sigue conservando esa antigua herencia mitológica a la que sólo imprime una nueva forma. A la ciencia natural teórica le basta con recordar la lucha secular aún no concluida que ha tenido que librar para depurar el concepto de fuerza de todos sus componentes mitológicos y transformarlo en un puro concepto funcional. Y aquí no se trata solamente de una pugna que renace cada vez que se define el contenido de los conceptos fundamentales aislados, sino de un concepto que afecta profundamente a la forma misma del conocimiento teórico. Lo poco que dentro de esta forma se han conseguido separar claramente mito y logos puede probarse más que nada por la circunstancia de que todavía hoy el mito reclama derechos de nacionalidad y ciudadanía en el campo de la metodología pura. Hoy día se sostiene ya que no puede llevarse a cabo una clara separación lógica entre mito e historia; antes bien, se sostiene que toda concepción histórica tiene que estar impregnada de elementos míticos y necesariamente ligada a ellos. Si esta tesis está en lo justo, entonces no sólo la historia sino todo el sistema de las ciencias del espíritu que se fundan en ella tendrían que serle arrebatados a la ciencia para entregarlos al mito. Estos ataques e incursiones del mito en el campo de la ciencia sólo podrían ser repelidos con éxito conociéndolo previamente dentro de su propio terreno y percatándonos de lo que es y puede ofrecer espiritualmente. Su verdadera superación tiene que basarse en el conocimiento y reconocimiento del mismo: sólo a través del análisis de su estructura espiritual pueden fijarse, por un lado, su ser peculiar y, por el otro, sus límites.

En cuanto más precisamente se definió para mí esta tarea general en el curso de la investigación, percibí con más claridad las dificultades que presentaba su realización. Aún menos que en el caso de los problemas de la filosofía del lenguaje de los cuales trata el primer volumen, podía decirse que existía ya un camino seguro o siquiera un tanto desbrozado. La investigación sistemática del lenguaje podía conectarse, si no material sí metodológicamente, con las investigaciones básicas de Wilhelm von Humboldt; pero en el campo del pensamiento mitológico faltaba un “hilo conductor” metodológico semejante. La abundancia de material que había proporcionado la investigación de los últimos decenios no compensaba la falta de este “hilo conductor”; por el contrario, sólo hacía resaltar más pronunciadamente la falta de introspección sistemática en la “forma interna” de lo mítico. La presente investigación espera haber tomado el camino que permite aproximarse a esta introspección, pero estoy muy lejos de creer que dicha investigación ha recorrido realmente todo el camino. Lo que contiene esta investigación de ningún modo es una conclusión sino meramente un comienzo. Sólo cuando el planteamiento del problema que aquí se ensayó sea aceptado y llevado adelante no sólo por la filosofía sistemática sino también por las disciplinas científicas especiales, particularmente por la historia de la religión y la etnología, puede esperarse que la meta que esta investigación fijó desde el principio será alcanzada verdaderamente a través de esfuerzos progresivos.

Los esbozos y trabajos preliminares para este volumen ya estaban muy adelantados para cuando fui llamado a Hamburgo y entré en contacto más estrecho con la Biblioteca Warburg. En ella no sólo encontré un material casi incomparable en riqueza y abundancia en lo que se refiere al campo de la investigación mitológica y la historia general de la religión, sino que este material, organizado y clasificado con el sello espiritual que le imprimió Warburg, se refería a un problema central y unitario que estaba en estrecha conexión con el problema fundamental de mi propio trabajo. Esta concordancia ha seguido siendo para mí un estímulo para proseguir por el camino iniciado, puesto que revelaba que la tarea sistemática que este libro se propone está en íntima relación con tendencias y exigencias surgidas del trabajo concreto de las propias ciencias del espíritu y del esfuerzo por fundamentarlas históricamente y darles más profundidad. Mientras utilicé la Biblioteca Warburg, Fritz Saxl fue para mí un guía siempre solícito y experto. Soy consciente de que, sin su decidida ayuda y sin la activa cooperación personal que desde un principio prestó a mi trabajo, no se hubieran podido superar muchas dificultades para conseguir el material y penetrar en él. Este libro no debe aparecer sin que en este sitio le exprese por todo ello mi más cordial agradecimiento.

ERNST CASSIRERHamburgo, diciembre de 1924

IntroducciónEl problema de una “filosofía de la mitología”

I

La consideración filosófica de los contenidos de la conciencia mítica y los intentos de comprender e interpretar teóricamente estos contenidos se remontan hasta los comienzos de la filosofía científica. La filosofía se ocupó del mito y sus creaciones mucho antes que de los otros grandes campos de la cultura. Esto es comprensible histórica y sistemáticamente, pues sólo ajustando cuentas con el pensamiento mítico consigue la filosofía precisar su propio concepto y adquirir conciencia de su propia misión. Siempre que la filosofía trata de erigirse en examen y explicación teorética del mundo, tiene que habérselas no tanto con la realidad fenoménica inmediata sino más bien con la concepción y transformación míticas de esa realidad. La filosofía no encuentra a la “naturaleza” estructurada en la misma forma que posteriormente recibirá —no sin la cooperación decisiva de la reflexión filosófica misma— a través de una conciencia de la experiencia más completa y evolucionada, sino que todas las formas de existencia aparecen como envueltas en la atmósfera del pensamiento y la fantasía míticos. Son éstos los que le proporcionan su forma, color y carácter específico. Mucho antes de que el mundo se dé a la conciencia como un conjunto de “cosas” empíricas y como un complejo de “propiedades” empíricas, se le da como un conjunto de potencias e influjos mitológicos. Y la perspectiva filosófica propiamente dicha no podía arrancar el concepto del cosmos directamente de la fuente y suelo espiritual que lo sustentaban. El pensamiento filosófico en sus comienzos ocupó por mucho tiempo una posición intermedia y, por así decirlo, indecisa entre la concepción mítica y la auténticamente filosófica del problema del origen. Esta doble perspectiva se revela clara y marcadamente en el concepto que los primeros filósofos griegos crearon para resolver ese problema: el concepto de ἀρχή. Este concepto marca el límite entre mito y filosofía, pero un límite que, en cuanto tal, participa de los dos campos que limita; representa el punto de transición e indiferenciación entre el concepto mítico de comienzo y el concepto filosófico de principio. En cuanto más progresa la autoconciencia metodológica de la filosofía y en cuanto más incisivamente insiste en una “crítica”, en una ϰρίσις del concepto de ser a partir de los eléatas, tanto más claramente el nuevo mundo del logos, que surge y se afirma como creación autónoma, se va escindiendo del mundo de las potencias y divinidades mitológicas. Pero si bien ambos mundos ya no pueden coexistir, al menos se hace el intento de afirmar y justificar al uno como una etapa preparatoria para el otro. Aquí está el germen de esa interpretación “alegórica” de los mitos que corresponden a la etapa de formación de la ciencia antigua. Si frente al nuevo concepto del mundo y del ser que el pensamiento filosófico va conquistando progresivamente ha de conservar el mito una significación esencial cualquiera, alguna “verdad” aunque sea indirecta, esto sólo resulta posible, según parece, si vemos en él una indicación y una preparación para ese nuevo concepto del mundo. Las imágenes del mito esconden e implican un conocimiento racional que la reflexión debe extraer y mostrar como su verdadero embrión. A partir del siglo V, el siglo de la “ilustración” griega, este método de la interpretación de los mitos fue puesto en práctica cada vez con mayor frecuencia. La sofística acostumbraba practicar y probar el poder de su recién fundada “teoría de la sabiduría” preferentemente en esas interpretaciones. El mito quedaba comprendido y “explicado” al trasladarse al lenguaje conceptual de la filosofía popular, al tomársele como ropaje de una verdad especulativa, científica o ética.

No es casual que justamente el pensador griego en el que la fuerza formativa del mito todavía late y opera directamente sea quien se haya enfrentado decididamente a esa concepción que conducía a un completo allanamiento del mundo de las imágenes mitológicas. Platón adopta una actitud de irónica superioridad frente a los intentos de interpretación de los mitos puestos en práctica por sofistas y retóricos; tales intentos no son para él más que un juego gracioso y una sabiduría tan burda como trabajosa (ἄγροιϰος σοφία, Fedro. 229 D). Goethe alabó en alguna ocasión la “simplicidad” de la visión platónica de la naturaleza contraponiéndola a la abundancia, división y complicación de las modernas teorías de la naturaleza; y la actitud de Platón respecto del mito presenta las mismas características. Pues al considerar el mundo mitológico, la mirada de Platón tampoco se detiene en todos los detalles; este mundo se le aparece como un todo cerrado que contrapone al todo del conocimiento puro para medirlos entre sí. Para Platón, la “salvación” filosófica del mito, que también equivale a su anulación filosófica, consiste en concebirlo como una forma y una etapa del saber mismo que corresponde necesariamente a un dominio determinado de objetos como forma adecuada de expresión. Por tanto, también para Platón contiene el mito un determinado contenido conceptual: pues él es el único lenguaje conceptual en el que puede expresarse el mundo del devenir. De lo que nunca “es” sino siempre “deviene”, de lo que —contrariamente a los productos del conocimiento lógico y matemático— no permanece idéntico sino que cambia de momento a momento, no puede darse sino una representación mítica. Por lo tanto, por más tajantemente que se distinga entre una mera “probabilidad” del mito y la “verdad” de la ciencia rigurosa, gracias a esta separación, por otra parte, existe la más estrecha conexión metódica entre el mundo del mito y ese mundo que acostumbramos llamar “realidad” empírica de los fenómenos, la realidad de la “naturaleza”. Con ello la significación del mito se excede de los límites meramente materiales, concibiéndosele como una función determinada —y necesaria en su nivel— de la comprensión del mundo. Así entendido, puede acreditarse como un motivo verdaderamente creador, fecundo y formativo en la estructura de la filosofía platónica. La profunda visión que aquí se alcanzó, francamente no pudo afirmarse e imponerse de manera duradera en la evolución del pensamiento griego. La Stoa y el neoplatonismo vuelven a recorrer los viejos senderos de la interpretación especulativo-alegórica, y a través de esas escuelas heredaron esa interpretación el Medievo y el Renacimiento. Precisamente, el pensador que transmitió al Renacimiento la teoría de Platón puede servir de ejemplo de esta dirección de pensamiento: la exposición de Georgios Gemistos, Pletón, de la teoría de las ideas está tan mezclada con su propia teoría mítico-alegórica de los dioses que ambas se funden en un todo indivisible.

Frente a esta “hipóstasis” objetivante que experimentan las formas del mito en el seno de la especulación neoplatónica, la filosofía moderna se ha ido imponiendo cada vez más hacia la vuelta a lo “subjetivo”. El mito se convierte en problema para la filosofía, en la medida en que en él se manifiesta una dirección originaria del espíritu, un modo independiente de configuración de la conciencia. Si lo que se quiere obtener es un sistema comprensivo del espíritu, la reflexión tiene que retrotraerse necesariamente hasta el mito. Desde este punto de vista, Giambattista Vico, fundador de una nueva filosofía del lenguaje, también viene a ser el fundador de una filosofía de la mitología fundamentalmente nueva. Para él la genuina y verdadera unidad del espíritu está representada por la tríada del lenguaje, el arte y el mito.1 Pero esta idea de Vico es precisada y esclarecida sistemáticamente apenas en la fundamentación de las ciencias del espíritu que lleva a cabo la filosofía del Romanticismo. También aquí la poesía romántica y la filosofía romántica se preparan mutuamente el camino: Schelling quizá esté siguiendo una insinuación de Hölderlin cuando, en el primer esquema de un sistema del espíritu objetivo que esbozó a los 25 años, postula la unificación del “monoteísmo de la razón” y el “politeísmo de la imaginación” en una “mitología de la razón”.2 Pero la filosofía del idealismo absoluto, como siempre, para cumplir con este postulado se ve nuevamente en la necesidad de recurrir a los instrumentos conceptuales creados por la teoría crítica de Kant. La pregunta crítica por el “origen”, planteada por Kant respecto del juicio teorético, ético y estético, es trasladada por Schelling al campo del mito y de la conciencia mítica. Como en Kant, esta pregunta no inquiere por la génesis psicológica, sino por su consistencia y contenido puro. A partir de ahora el mito, al igual que el conocimiento, la moralidad y el arte, aparece como un “mundo” cerrado al que no se le pueden aplicar patrones de valor y realidad traídos desde fuera, sino que debe ser aprehendido en su legalidad estructural inmanente. Todo intento de hacer “comprensible” este mundo concibiéndolo como algo meramente intermedio, como la envoltura de algo más, queda de una vez por todas victoriosamente rechazado con argumentos decisivos. Al igual que Herder en la filosofía del lenguaje, Schelling supera el principio de la alegoría en la filosofía de la mitología; como él, abandona la explicación aparente a través de la alegoría para retrotraerse hasta el problema fundamental de la expresión simbólica. Schelling sustituye la interpretación alegórica del mundo de los mitos por la interpretación “tautegórica”, es decir, por la interpretación que tomen las figuras míticas como productos autónomos del espíritu, los cuales deben ser conceptuados a partir de un principio específico según el cual toman forma y sentido. Como exponen con detalle las conferencias introductorias de Schelling en Philosophie der Mythologie [Filosofía de la Mitología], tanto la interpretación menos desacertada que transforma al mito en historia, como la concepción física que hace de él una especie de explicación primitiva de la naturaleza, pasan igualmente por alto este principio. Ninguna de las dos explican la realidad peculiar que lo mítico tiene para la conciencia sino que la volatilizan y la niegan. Pero el camino de la verdadera especulación es justamente el opuesto a la dirección que sigue esa consideración disolvente; no quiere descomponer analíticamente sino comprender sintéticamente, esforzándose por retroceder hasta las bases positivas últimas del espíritu y la vida. Y el mito debe ser concebido siempre como tal base positiva. Se le empieza a comprender filosóficamente cuando se adopta la perspectiva de que tampoco él se mueve en un mundo puramente “inventado” o “imaginado”, sino que también a él le corresponde una forma de necesidad y, por tanto, según el concepto de objeto de la filosofía idealista, una forma propia de realidad. Sólo cuando puede demostrarse tal necesidad tienen cabida la razón y, con ella, la filosofía. Lo meramente arbitrario, lo accidental y casual, no podrá constituir para ella un objeto de interrogación, puesto que la filosofía, la teoría de lo real, no puede pisar en el vacío, en un terreno que en sí mismo no constituye una verdad consistente. A primera vista nada parece más discorde que verdad y mitología y, por tanto, nada más opuesto que filosofía y mitología. “Pero justamente en la antítesis misma reside el reto y el problema de descubrir lo racional en lo aparentemente irracional, el sentido en el aparente sinsentido, pero no como hasta ahora se ha venido intentando, a saber: en virtud de una distinción arbitraria, considerando como lo esencial aquello que se juzga racional o con sentido, y tomando como adorno o deformación todo lo demás que resulte meramente accidental. Por el contrario, nuestra intención debe ser tal que también la forma resulte necesaria y, por tanto, racional.”3

Ahora bien, de acuerdo con la concepción general de la filosofía de Schelling, esta intención básica tiene que realizarse en una doble dirección: hacia el lado del sujeto y del objeto, con respecto a la autoconciencia y con respecto al absoluto. Por lo que se refiere a la autoconciencia y a la forma en que ella experimenta lo mítico, esta forma, vista con rigor, basta ya por sí sola para excluir cualquier teoría que funde el mito en una mera “invención”, pues tal teoría ya está confundiendo la existencia puramente fáctica del fenómeno que debe explicar. El verdadero fenómeno que debe aprehender no es el contenido representativo mitológico en cuanto tal, sino el significado que tiene para la conciencia humana y la influencia espiritual que ejerce sobre la misma. El problema no estriba en el contenido material de la mitología, sino en la intensidad con la que se le vive y se cree en él como sólo se puede creer en algo real y objetivamente existente. Todo intento de ver las raíces del mito en una invención poética o filosófica naufraga ya ante este factum fundamental de la conciencia mítica. Pues aún concediendo que por este camino se pudiese aprehender el contenido puramente teorético, intelectual de lo mítico, quedaría sin explicarse lo que podríamos llamar la dinámica de la conciencia mítica, la incomparable fuerza de que ha hecho gala una y otra vez en la historia del espíritu humano. En la relación de mito e historia es aquél siempre lo primario y ésta lo secundario y derivado. No es la historia de un pueblo la que determina su mitología sino al revés, es su mitología la que determina su historia; o más bien, no determina sino que ella misma es su destino, la suerte que le toca desde el comienzo. En la mitología de los hindúes, griegos, etc., estaba ya implícita toda su historia. Es por ello que un pueblo en especial o la humanidad entera cuentan con tan escaso margen de elección libre, de liberum arbitrium indifferentiae, para poder aceptar o rechazar determinadas representaciones mitológicas; en todo esto rige una estricta necesidad. La fuerza que se apodera de la conciencia en el mito es real y ya no está bajo el control de la misma conciencia. En rigor, la mitología se origina de algo independiente de toda invención, formal y esencialmente opuesta a ella: de un proceso necesario (respecto de la conciencia) cuyo origen se pierde en lo supra histórico, proceso al cual la conciencia pueda oponerse por momentos, pero no detener totalmente ni mucho menos anular. Aquí nos vemos retrotraídos a una región en donde no hay tiempo para la invención por parte de individuos o de pueblos, donde no hay tiempo para disfraces artificiales o malentendidos. Quien comprenda lo que su mitología es para un pueblo (la cual ejerce un íntimo poder sobre él) y cuánta realidad denota comprenderá que no es posible sostener que la mitología puede ser inventada por individuos, de la misma manera que el lenguaje de un pueblo tampoco pudo surgir del esfuerzo de algunos individuos. Con ello, la consideración filosófica especulativa de Schelling ha dado por fin con la verdadera fuente vital de la mitología, aunque no hizo sino señalar sin “explicar” nada más de ella. Schelling reclama expresamente como mérito suyo la idea de haber sustituido a inventores, poetas o individuos en general por la conciencia humana misma como asiento, como subjectum agens de la mitología. Ciertamente, la mitología no posee ninguna realidad fuera de la conciencia; pero aunque lo mitológico sólo transcurre a través de determinaciones de la conciencia, esto es, a través de representaciones, este curso, esta sucesión de representaciones no puede tener lugar como una sucesión meramente representada, sino que debe ocurrir realmente, debe haber acaecido realmente en la conciencia. De este modo, la mitología no es una mera sucesión de representaciones mitológicas, sino que el politeísmo sucesivo en que consiste sólo puede explicarse si se acepta que la conciencia de la humanidad en realidad se detenía sucesivamente en cada momento del mismo. “Los dioses que se iban sucediendo se iban apoderando verdaderamente de la conciencia. La mitología, como historia de los dioses, sólo podía producirse en la vida misma, tenía que ser una vivencia y una experiencia.” 4

Pero si el mito es presentado así como una forma de vida peculiar y originaria, queda liberado también de toda apariencia de mera subjetividad unilateral. Porque la “vida”, de acuerdo con la concepción fundamental de Schelling, no significa ni algo meramente subjetivo ni algo meramente objetivo, sino que se encuentra situada en la exacta línea divisoria entre ambos; es una esfera indiferenciada entre lo subjetivo y lo objetivo. Si aplicamos esto al mito, resulta que también al movimiento y desarrollo de las representaciones míticas en la conciencia humana, en la medida en que este movimiento esté dotado de verdad interna, debe corresponderle un acaecer objetivo, una evolución necesaria dentro del absoluto mismo. El pensamiento mitológico es un proceso teogónico: un proceso en el cual Dios mismo deviene, en el cual se va creando progresivamente a sí mismo como el verdadero Dios. Cada etapa de esta creación, hasta donde se le pueda concebir como punto necesario de transición, tiene su propia significación, pero apenas en el todo, en la continuidad ininterrumpida del movimiento en la conciencia que atraviesa todos los momentos, se pone de manifiesto su sentido completo y su verdadero fin. Pues en vista al fin todas y cada una de las fases particulares y condicionadas aparecen como necesarias y, por tanto, justificadas. El proceso mitológico es el proceso de la verdad que se está recreando continuamente y realizándose así misma. “Ahora bien, ciertamente la verdad no está en los momentos individuales, pues si así fuese no habría necesidad de pasar al momento siguiente, no habría necesidad de proceso alguno; sino que la verdad, que constituye el final de este proceso y que está contenida, pues totalmente realizada en él, se crea a sí misma en dicho proceso.”

Examinado más de cerca, lo que para Schelling determina esta evolución es que de la unidad Dios meramente existente pero no consciente se pasa a la pluralidad y, en oposición a la pluralidad, se llega por fin a la verdadera unidad de Dios no meramente existente sino conocida. Ya la primera conciencia del hombre, hasta la cual podemos retroceder, debe ser concebida simultáneamente como una conciencia divina, como una conciencia de Dios; en su sentido propio y específico, la conciencia humana no tiene a Dios fuera de sí, sino que —no con el conocimiento o la voluntad, no con un acto arbitrario sino en virtud de su naturaleza misma— entraña en sí misma la relación con Dios. “El hombre original no postula a Dios actu sino natura sua y… la conciencia original no puede ser otra que aquella que postula al dios en su verdad y absoluta unidad.” Pero si esto es monoteísmo, sólo es un monoteísmo relativo: el Dios que aquí se postula sólo es uno en el sentido abstracto de que en él mismo todavía no existen distinciones internas, en el sentido de que todavía no hay nada con lo que se le pudiera comparar y a lo cual se le pudiera contraponer. Sólo en el progreso hacia el politeísmo se alcanza esto “otro”: la conciencia religiosa experimenta ahora una disgregación, una diferenciación, una “alteración” de la cual la pluralidad de dioses sólo es la expresión plástico-objetiva. Pero, por otra parte, sólo con este progreso se abre el camino para elevarse de lo Uno-relativo al Uno-absoluto que se adora propiamente en Él. La conciencia debe atravesar por la división, por la “crisis” del politeísmo antes de distinguir al verdadero Dios, esto es, el Dios Único y eterno, a diferencia del dios original que la conciencia ahora considera como relativamente Uno y pasajeramente eterno. Sin el segundo dios, sin haber recurrido al politeísmo, tampoco hubiera habido progreso alguno hacia el verdadero monoteísmo. Al hombre primitivo el dios todavía no le era proporcionado por teoría o ciencia alguna; —“la relación era real y, por ello, sólo podía ser una relación con el dios en su actualidad, no con el dios en su esencia ni consiguientemente con el verdadero Dios; pues el dios real no es ya por ello también el verdadero… el dios de la prehistoria es un dios actual y real, y en él también está el verdadero, pero no se le conoce como tal. Así pues, la humanidad adoraba lo que no conocía, con lo que no guardaba una relación ideal (libre) sino solamente real”. Establecer esta relación ideal y libre, transformar la unidad de facto en una unidad consciente, es lo que de aquí en adelante figurará como sentido y contenido de todo el proceso mítico, propiamente “teogónico”. En esto vuelve a evidenciarse una relación real de la conciencia humana con Dios, mientras que toda la filosofía anterior sólo supo de “religión de la razón”, esto es, sólo de una relación racional con Dios, considerando toda evolución religiosa sólo como una evolución en la Idea, esto es, en la representación y en el pensamiento. Y con esto, según Schelling, el círculo de la explicación queda cerrado una vez que se ha establecido la correcta relación entre la subjetividad y la objetividad dentro de lo mítico. “En el proceso mitológico el hombre no tiene que tratar con cosas; lo que mueve el proceso son fuerzas que surgen en el interior de la conciencia. El proceso teogónico en el cual se origina la mitología es subjetivo en la medida en que transcurre en la conciencia y se manifiesta a través de una creación de representaciones; pero las causas y también los objetos de estas representaciones son justamente los poderes teogónicos actuales y en sí, esos poderes a través de los cuales la conciencia postula originalmente el dios. El contenido del proceso no está constituido meramente por potencias representadas sino por aquellas potencias que crean la conciencia y, puesto que la conciencia sólo es el final de la naturaleza, crean también la naturaleza, siendo por tanto fuerzas también actuales. El proceso mitológico no tiene que ver nada con objetos de la naturaleza sino con las puras potencias creadoras cuyo producto original es la conciencia misma. Así pues, es aquí donde la explicación se abre paso a través de lo objetivo y se vuelve completamente objetiva.”5

De hecho, aquí se ha alcanzado el más alto concepto y la más alta forma de objetividad de todo el sistema filosófico de Schelling. El mito ha logrado su verdad “esencial” al ser concebido como un momento necesario en el proceso de autodesenvolvimiento del absoluto. El hecho de que no tenga nada que ver con las “cosas” en el sentido de una cosmovisión realista-ingenua sino de que meramente represente una realidad, una potencia del espíritu, no puede tomarse como base para objetar su objetividad, esencialidad y verdad, pues la naturaleza misma no posee otra ni más alta verdad que ésta. Tampoco ella es algo más que una etapa en la evolución y autodesenvolvimiento del espíritu, y la tarea de la filosofía de la naturaleza consiste justamente en comprenderla y elucidarla como tal. Lo que nosotros llamamos naturaleza —había declarado ya el “sistema del idealismo trascendental”— es un poema que yace oculto tras una maravillosa escritura secreta: si pudiéramos descifrar el enigma, reconoceríamos en él la odisea del espíritu, el cual, alucinado, buscándose a sí mismo, huye de sí mismo. Pues bien, esta escritura secreta de la naturaleza es aclarada ahora desde un ángulo nuevo a través del examen del mito y sus fases necesarias de evolución. La “odisea del espíritu” se encuentra aquí en un nivel en el cual ya no columbramos su meta última, como en el mundo sensible, sólo a través de una niebla semitransparente sino directamente en el espíritu, aunque veamos frente a nosotros configuraciones que todavía no están completamente penetradas por él. El mito es la odisea de la conciencia pura de Dios, la cual en su desenvolvimiento está mediatamente dada y condicionada por la conciencia de la naturaleza y del mundo, lo mismo que por la conciencia del yo. Aquí se revela una ley interna completamente análoga a la que rige en la naturaleza, aunque dotada de una especie más elevada de necesidad. Puesto que el cosmos sólo puede entenderse e interpretarse a través del espíritu y, por tanto, de la subjetividad, a la inversa, también el contenido en apariencia meramente subjetivo del mito tiene un significado cósmico. “No es que la mitología estuviera bajo el influjo de la naturaleza al cual se hubiera sustraído la interioridad del hombre a través de este proceso, sino que el proceso mitológico, sometido a la misma ley, pasa por las mismas etapas por las que originalmente pasó la naturaleza… Así pues, el proceso mitológico no tiene un significado meramente religioso sino universal, pues el proceso que en él se repite es el mismo proceso universal; consiguientemente, la verdad que la mitología tiene en proceso no es excluyente de nada sino universal. No se puede, como de costumbre, negar la verdad histórica de la mitología, pues el proceso en que se origina constituye él mismo una verdadera historia, un verdadero acontecimiento. Tanto menos podemos privarlo de verdad física, pues la naturaleza es un punto de transición tanto del proceso mitológico como del proceso universal.”6

Los rasgos y limitaciones característicos del tipo de explicación del idealismo de Schelling saltan a la vista en este pasaje. El concepto de unidad del absoluto es el que asegura también verdadera y definitivamente la unidad absoluta de la conciencia humana, en tanto que deriva de un último origen común todo lo que en dicha conciencia resalta como un producto particular, como una determinada dirección de la actividad espiritual. Pero, al mismo tiempo, este concepto de unidad entraña francamente el peligro de que la multitud de distinciones particulares concretas sean absorbidas por él haciéndolas irreconocibles. Así pues, para Schelling el mito puede convertirse en una segunda naturaleza, porque para él la naturaleza misma se había trocado previamente en una especie de mito al quedar reducidas su significación y verdad puramente empíricas a su significación espiritual, a su función, la autorrevelación del absoluto. Si nos negamos a dar este primer paso, entonces parece que tenemos que renunciar al segundo, y así no parece quedar otro camino que pudiera conducir a una esencialidad y verdad propias, a una “objetividad” peculiar de lo místico. ¿O habría acaso un medio y una posibilidad de mantener la pregunta planteada por la Philosophie der Mythologie de Schelling, pero trasladándola del terreno de la filosofía del absoluto al de la filosofía crítica? ¿Implica dicha pregunta no sólo un problema metafísico sino un problema puramente “trascendental” que en cuanto tal pueda recibir una solución crítico-trascendental? Si tomamos el concepto de lo “trascendental” en sentido rigurosamente kantiano, entonces resulta francamente paradójico el solo planteamiento de la cuestión. Pues el planteamiento trascendental kantiano de los problemas se refiere expresamente a las condiciones de posibilidad de la experiencia, circunscribiéndose a estas condiciones. Pero ¿cuál “experiencia” puede señalarse en la que el mundo de lo mítico pudiera legitimarse y dar pruebas de poseer alguna especie de verdad objetiva, de validez objetiva? Si acaso se puede señalar tal experiencia para el mito, en todo caso no parece que se le pueda encontrar en algún otro lugar que no sea su verdad psicológica y en su necesidad también psicológica. La necesidad con que el mito surge, en formas relativamente concordantes, en determinadas fases del desarrollo del espíritu parece constituir en última instancia su único contenido objetivamente aprehensible. De hecho, desde la época del idealismo especulativo alemán el problema del mito solamente ha sido planteado en este sentido y sólo se le ha tratado de resolver por este camino. En lugar de la búsqueda de los últimos fundamentos absolutos del mito, se practica ahora la búsqueda de las causas naturales de su surgimiento: la metodología de la psicología étnica toma el lugar de la metodología de la metafísica. El verdadero acceso al mundo de lo mítico y a su explicación pareció abrirse una vez que el concepto dialéctico de evolución fue sustituido definitivamente por el concepto empírico de evolución. Entonces ya no se ponía en cuestión el hecho de que el mundo mítico fuese un conjunto de meras “representaciones”; pero estas “representaciones” quedaban comprendidas únicamente cuando se les lograba explicar a partir de las reglas generales de formación de las representaciones, a partir de las leyes elementales de asociación y reproducción. Ahora el mito aparece en un sentido del todo distinto como “forma natural” del espíritu, la cual para entenderlo no necesita de métodos diferentes de los de la ciencia natural y la psicología empíricas.

Y no obstante, puede pensarse todavía en una tercera “determinación formal” de lo mítico que ni esté encaminada a explicar el mundo de lo mítico a partir de la esencia del absoluto ni tampoco se limite a reducirlo simplemente al juego de fuerzas empirio-psicológicas. En caso de que esta determinación coincida con Schelling y con la metódica de la psicología en que no puede buscarse el subjectum agens de la mitología en algún otro sitio que no sea la conciencia humana, ¿tenemos que tomar necesariamente a la conciencia misma sólo en sentido empirio-psicológico o metafísico, o hay una tercera forma de análisis crítico de la conciencia que se mantenga al margen de esos dos modos de consideración? La epistemología moderna, el análisis de las leyes y principios del saber se ha ido separando cada vez más marcadamente de los supuestos de la metafísica y de los del psicologismo. La lucha que se ha librado entre el psicologismo y la lógica pura parece hoy definitivamente decidida; y podemos atrevernos a afirmar que ya no volverá a presentarse en la misma forma como hasta ahora. Pero lo que vale para la lógica vale también para todos los campos independientes y para todas las funciones originarias del espíritu. En todos ellos la determinación de su contenido puro, la determinación de lo que son y significan, es independiente de la cuestión de su devenir empírico y de sus condiciones psicológicas de surgimiento. Así como puede y debe inquirirse de modo puramente objetivo por un “ser” de la ciencia, por un contenido y principios de su verdad, sin que nos pongamos a reflexionar en qué orden cronológico brotan en la conciencia empírica las verdades individuales, los conocimientos particulares, el mismo problema vuelve a plantearse para todas las formas del espíritu. Tampoco aquí puede acallarse la pregunta por su “esencia” con sólo transformarla en una pregunta empirio-genética. Para el arte y para el mito, lo mismo que para el conocimiento, la hipótesis de semejante unidad de esencia significa admitir una legalidad general de la conciencia que condiciona toda configuración de lo particular. De acuerdo con la concepción crítica, sólo obtenemos la unidad de la naturaleza “introduciendo” dicha unidad en los fenómenos; como unidad de la forma lógica, no la extraemos de los fenómenos particulares sino, por el contrario, la establecemos y la creamos en ellos. Pues lo mismo vale para la unidad de la cultura y para cada una de sus direcciones originarias. Tampoco basta con sólo mostrarlas fácticamente en los fenómenos, también debemos explicarlas a partir de una unidad de una determinada “forma estructural” del espíritu. Al igual que en la teoría del conocimiento, la metódica del análisis crítico se encuentra situada entre los métodos metafísico-deductivo y psicológico-inductivo. Como estos últimos, debe partir siempre de lo “dado”, de los facta de la conciencia cultural empíricamente establecidos y asegurados, pero no puede detenerse ante esto meramente dado. Partiendo de la realidad del factum pregunta por sus “condiciones de posibilidad”. En ellas trata de presentar una determinada estructura graduada, una supra y subordinación de las leyes estructurales del campo en cuestión, una conexión y una interdeterminación de cada uno de los momentos constitutivos. En este sentido, preguntar por una “forma” de la conciencia mítica no significa buscar sus últimos fundamentos metafísicos ni tampoco sus causas psicológicas, históricas o sociales; por el contrario, con ello sólo se plantea la pregunta por la unidad del principio espiritual que en última instancia rige todas sus configuraciones particulares en toda su heterogeneidad e incalculable multiplicidad empíricas.7

Y con ello, la pregunta por el “sujeto” del mito toma también otro giro. Dicha pregunta es respondida en sentido opuesto por la metafísica y por la psicología; en aquélla nos hallamos en el terreno de la “teogonía”; en ésta, en el terreno de la “antropogonía”. En el primer caso el proceso mitológico se explica interpretándolo como caso particular, como una fase determinada y necesaria del “proceso absoluto”; en el segundo, derivando la apercepción mítica de los factores y reglas generales de la formación de las representaciones. Pero ¿con ello no estamos regresando esencialmente a aquella misma concepción “alegórica” de lo mítico que la Philosophie der Mythologie de Schelling creyó haber superado ya en principio? ¿Acaso en ambos casos el mito no queda “comprendido” únicamente refiriéndolo y reduciéndolo a algo distinto de lo que es y significa en sí mismo? “La mitología —dice Schelling— sólo es conocida en su verdad y, por tanto, verdaderamente, sólo si se la conoce en proceso; pero el proceso que aunque de modo particular se repite en ella, es el proceso universal, el proceso absoluto; consiguientemente, la verdadera ciencia de la mitología es aquella que describe en la mitología el proceso absoluto. Pero ésta es tarea de la filosofía, de ahí que la verdadera ciencia de la mitología sea la filosofía de la mitología” (pp. 209 y s.). En lugar de esta identidad de lo absoluto, la psicología étnica mantiene la convicción de la identidad de la naturaleza humana, la cual siempre y necesariamente engendra las mismas “ideas elementales” del mito. Pero al partir así de la constancia y unidad de la naturaleza humana, haciendo de éstas el supuesto de todo intento explicativo, va a caer en una petitio principii. Pues en lugar de demostrar por el análisis la unidad del espíritu estableciéndola como resultado del mismo, la emplea más bien como un dato existente en sí y evidente por sí mismo. Pero aquí, al igual que en el conocimiento, la certeza de la unidad sistemática no se encuentra al principio sino al final; no constituye tanto el punto de partida sino la meta de la reflexión. Dentro de los límites de la reflexión crítica no podemos concluir la unidad de la función a partir de la unidad preexistente o presupuesta del sustrato metafísico o psicológico, ni tampoco fundar aquélla en ésta, sino que debemos partir puramente de la función en cuanto tal. Si a pesar de todas las diferencias de factores particulares encontramos en la función una “forma interna” relativamente constante, no podemos inferir retrospectivamente la unidad sustancial del espíritu, sino que esta unidad es constituida y designada a través de la función. En otras palabras, la unidad no aparece como el fundamento sino solamente como otra expresión de esta misma determinación de forma. Ésta, como determinación puramente inmanente, tiene que aprehenderse también en su significado inmanente sin que tengamos que responder a la pregunta por sus fundamentos, sean éstos trascendentes o empíricos. Así pues, también en relación con la función mítica puede preguntarse en sentido socrático por su pura determinación esencial, su τί ἔστι, contrastando esta forma pura de la función mítica con la función lingüística, estética y lógico-conceptual. Para Schelling, la mitología pone verdad filosófica porque expresa una conexión no sólo pensada sino real entre la conciencia humana y Dios; porque el absoluto, Dios mismo, es quien pasa de la primera potencia del “ser-en sí” a la potencia del “ser fuera de sí”, y de aquí hasta el perfecto “ser consigo”. Para el punto de vista opuesto, para el punto de vista de la “antropogonía”, representado por Feuerbach y sus seguidores, ocurre al revés: la unidad empírico-real de la naturaleza humana es tomada como punto de partida, como un factor fundamental causal originario del proceso mitológico que explica cómo se desarrolla de modo esencialmente idéntico bajo las más distintas condiciones y desde los más variados puntos de partida espacio-temporales. En contraposición a estos puntos de vista, una fenomenología crítica de la conciencia mítica no puede partir ni de la divinidad como un hecho metafísico originario ni de la humanidad como hecho empírico originario, sino que ha de tratar de aprehender al sujeto del proceso cultural, al “espíritu” en su pura actualidad, en la multitud de sus modos de configuración, y asimismo tratar de determinar la norma inmanente que sigue cada una de ellas. Sólo en la totalidad de estas actividades se constituye la “humanidad” en cuanto a su concepto ideal y su existencia histórica concreta; apenas en dicha totalidad tiene lugar la separación progresiva de “sujeto” y “objeto”, de “yo” y “mundo”, a través de la cual la conciencia sale de su letargo, de su constreñimiento dentro de la mera existencia, dentro de la impresión sensible y la afectividad, para tomar la forma de conciencia cultural.

Desde el punto de vista de este planteamiento del problema, la relativa “verdad” que corresponde al mito tampoco puede seguirse poniendo en duda. Esta verdad ya no podrá seguir siendo basada en que el mito es la expresión y el reflejo de un proceso trascendente, ni tampoco meramente en el hecho de que en su devenir empírico operan determinadas fuerzas anímicas constantes. Su “objetividad” —y lo mismo vale, desde el punto de vista crítico, para toda especie de objetividad espiritual— no debe ser determinada de manera cosificada sino funcionalmente; dicha objetividad no reside ni en un ser metafísico ni en un ser empirio-psicológico que se encuentre tras de él, sino en aquello que es y logra, en la especie y forma de objetivación que lleva a cabo. El mito es “objetivo” en la medida en que sea reconocido también como uno de los factores determinantes en virtud de los cuales la conciencia se libera de su inhibición pasiva ante la impresión sensible y progresa hacia la creación de un “mundo” propio configurado de acuerdo con un principio espiritual. Si tomamos la cuestión en este sentido, desaparecen las objeciones que puedan dirigirse contra su significación y verdad fundándose en la “irrealidad” del mundo mítico. Es cierto que el mundo mitológico es y sigue siendo un mundo de “meras representaciones”, pero tampoco el mundo del conocimiento es otra cosa en cuanto a su contenido y su mera materia. Tampoco al concepto científico de la naturaleza llegamos aprehendiendo su arquetipo absoluto, el objeto trascendente detrás de nuestras representaciones, sino descubriendo en y por ellas una regla según la cual son determinadas en su orden y sucesión. Las representaciones adquieren para nosotros carácter objetivo cuando las despojamos de su contingencia e instituimos en ellas algo universal, una ley objetivamente necesaria. Consecuentemente, también respecto del mito la cuestión de la objetividad sólo puede plantearse en el sentido de que investiguemos si también él revela una regla que le sea inmanente y una “necesidad” peculiar. Ciertamente, también en este caso parece que sólo se puede tratar de una objetividad de grado inferior, pues esta regla ¿no está destinada a desaparecer ante la verdad auténtica, la científica, y ante el concepto de la naturaleza y del objeto tal como es alcanzado en el conocimiento puro? A los primeros albores de la visión científica, el mundo encantado y quimérico del mito parece hundirse para siempre en la nada. Sin embargo, esta relación aparece bajo otra luz si, en lugar de comparar el contenido del mito con el contenido de la imagen cósmica definitiva del conocimiento, contraponemos el proceso de estructuración del mundo mítico a la génesis lógica del concepto científico de la natura. Aquí existen grados y fases en los cuales los distintos grados de objetivación y los distintos campos de objetivación en modo alguno están separados por una tajante línea divisoria. Sin duda, también el mundo de nuestra experiencia inmediata —ese mundo en el cual todos nosotros vivimos cuando nos encontramos fuera de la esfera de la reflexión consciente crítico-científica— contiene una multitud de rasgos que, desde el punto de vista de esta misma reflexión, sólo pueden designarse como míticos. Particularmente, el concepto de causalidad, el concepto universal de fuerza, debe recorrer toda la esfera de la intuición mítica del influjo antes de disolverse en el concepto lógico-matemático de función. Así pues, por todas partes, hasta en la configuración de nuestro mundo de la percepción, esto es, hasta en ese campo que desde el punto de vista ingenuo solemos llamar la auténtica “realidad”, aparece esa supervivencia peculiar de elementos míticos fundamentales y originarios. Por consiguiente, por poco que a estos elementos correspondan directamente objetos, están, sin embargo, en camino hacia la “objetividad” en cuanto tal, en la medida en que en ellos está representada una determinada modalidad de conformación espiritual no casual sino necesaria. Por tanto, la objetividad del mito consiste predominantemente en que parece alejarse lo más posible de la realidad de las cosas, de la “realidad” en el sentido de un realismo y dogmatismo no ingenuos; tal objetividad se basa en que no es la copia de un ser dado sino una modalidad típica propia de creación en la cual la conciencia sale de la mera receptividad de la impresión sensible y se opone a ella.

Ciertamente, la demostración de esta conexión no puede intentarse desde arriba, en una estructura puramente constructiva, sino que supone el material empírico de la investigación mitológica comparada y de la historia comparada de las religiones. El problema de una “filosofía de la mitología” ha experimentado un ensanchamiento extraordinario a través de este material, que de modo especial ha venido apareciendo con riqueza creciente desde la segunda mitad del siglo XIX. Para Schelling, que principalmente se apoya en Symbolik und Mythologie der alten Völker [Símbolos y mitología de los pueblos antiguos], de Creuzer, toda mitología es esencialmente doctrina e historia de los dioses. Para él, el concepto y el conocimiento del dios constituye el comienzo de todo pensamiento mitológico, una notitia insita con la cual propiamente comienza. Vehementemente se vuelve contra aquellos según los cuales el desarrollo religioso de la humanidad, en lugar de partir de la unidad del concepto de dios, parte de la multiplicidad de representaciones parciales o hasta locales en un comienzo, del llamado fetichismo o de una deificación de la naturaleza, la cual deifica no conceptos o géneros sino objetos naturales aislados, como, por ejemplo, este árbol o este río. “No, la humanidad no partió de esa miserable situación; la majestuosa senda de la historia tiene un comienzo totalmente distinto, el tono dominante en la conciencia de la humanidad siempre fue aquel gran Uno que todavía no conocía su igual, que llenaba verdaderamente el cielo y la tierra, es decir, todo”.8 También la investigación etnológica moderna —en la teoría de Andrew Lang y W. Schmidt— ha tratado de renovar esta tesis básica de Schelling acerca de un “monoteísmo original” primario, apoyándola con un copioso material empírico.9 Pero a medida que avanzaba se iba poniendo de manifiesto la imposibilidad de reducir materialmente las configuraciones de la conciencia mítica a una unidad y de derivarlas genéticamente de allá como raíz común. El animismo, que a partir de la obra fundamental de Tylor ha privado por largo tiempo en toda la interpretación de los mitos, creyó haber encontrado esa raíz, no en la intuición primaria del dios, sino en la representación primitiva del alma. Pero hoy también este modo de explicación aparece cada vez más rechazado y quebrantado, al menos en su validez exclusiva y universal. Cada vez más definidamente fueron perfilándose los rasgos de una concepción mitológica que desconoce