Frankenstein - Mary Wollostonecraft Shelley - E-Book

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Mary Wollostonecraft Shelley

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Beschreibung

Tras dos siglos de creado, regresa el monstruo de Frankenstein a contarnos su verdadera historia, tantas veces tergiversada en adaptaciones cinematográficas y víctima de disímiles interpretaciones. Concebido en el verano de 1816 en medio de la atmósfera irreal e insólita que envolvía las veladas nocturnas de Villa Diodati, este relato gótico nos muestra mediante diferentes niveles narrativos toda la arrogancia, la irresponsabilidad y el desprecio a las consecuencias de «jugar a ser Dios» que impulsan al verdadero monstruo causante de tanto sufrimiento y muerte, y quien es castigado por su propio engendro. La novela va más allá del simple cuento de terror y entrelaza importantes temas de interés humano vigentes en la actualidad: la relación del hombre y la naturaleza, la fina línea que separa las investigaciones científicas y la ética y, sobre todo, el compromiso que conlleva toda creación. Resulta interesante descubrir cuántas nuevas y profundas explicaciones pueden desprenderse de una lectura moderna de esta obra del siglo XIX, escrito por una talentosa y poco convencional mujer.

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FRANKENSTEIN

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Mary W. Shelley

FRANKENSTEIN

C I E N C I A F I C C I Ó N

 

 

 

 

Edición y corrección: Surelys Álvarez González

Composición: Ofelia Gavilán Pedroso

Diseño de cubierta: Lisvette Monnar Bolaños

Diseño de colección: Rafael Lago Sarichev

Versión EPUB: Rubiel G. Labarta

 

Primera edición, 1979

© Sobre la presente edición:

Editorial Arte y Literatura & Cubaliteraria, 2018

 

ISBN: 9789590309441

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

 

Colección DRAGÓN

EDITORIAL ARTE Y LITERATURA

Instituto Cubano del Libro

Obispo no. 302, esq. a Aguiar, Habana Vieja CP 10 100,

La Habana, Cuba

e-mail: [email protected]

ADVERTENCIA

 

 

El acontecimiento imaginario en que se basa este relato es un hecho que ha sido considerado por el doctor Darwin1y algunos de los escritores científicos alemanes como perteneciente, en cierta medida, al dominio de lo verosímil. Ahora bien, ni remotamente deseo que se pueda llegar a creer que me adhiero de algún modo a tal hipótesis y, por otra parte, tampoco pienso que al basar una narración novelesca en este hecho me haya limitado, en tanto que escritor, a crear una sucesión de horrores pertenecientes a la vida sobrenatural. El acontecimiento que confiere interés a esta historia carece de las desventajas de los relatos de espectros o encantamientos, y, en cambio, posee el atractivo de la novedad de las situaciones que en él se producen. Así, pues, por muy imposible que resulte este hecho desde el punto de vista físico, lo cierto es que concede a la imaginación la oportunidad de dibujar las pasiones humanas con una mayor comprensión y un mejor dominio que los que le ofrecería el relato sencillo de otros acontecimientos reales.

Por mi parte, me he esforzado en conservar la verdad elemental de la naturaleza humana, aun cuando no he tenido ningún escrúpulo a la hora de crear ciertas innovaciones dentro de las posibles combinaciones que dicha verdad admite. El trágico poema épico de la antigua Grecia que es la Ilíada, Shakespeare en La tempestad y El sueño de una noche de verano, y sobre todo Milton en El paraíso perdido, se rigen también por esa norma. Por tanto, ni siquiera para el más humilde narrador que pretende distraer al lector y obtener al mismo tiempo una satisfacción personal, puede constituir un motivo de presunción excesiva el emplear en sus novelas ciertas libertades —o por mejor decir, normas— que le hagan posible conseguir las sublimes combinaciones de afectos humanos que brotan de las más hermosas páginas de la poesía.

Las circunstancias que inspiraron mi relato surgieron en el transcurso de una conversación ocasional, y si llegaron a tener forma narrativa fue tanto para conseguir momentos de distracción, como para ejercitar mi imaginación y poner a prueba mi inspiración y recursos literarios. No obstante, ello no fue óbice para que, a medida que la narración tomaba forma concreta, otros motivos se añadieran a los dos iniciales. En cuanto a las posibles reacciones del lector ante las creencias morales de mis personajes, no me son en modo alguno indiferentes, aunque mi primer cuidado en este sentido ha sido evitar los perniciosos estragos que causan las novelas actuales, y también exaltar la bondad del amor filial y las excelentes virtudes universales. Así, pues, las opiniones sostenidas por mis personajes, que como es natural emanan siempre de su carácter individual y de la situación en que viven, no deberían considerarse en ningún caso como inspiradas en mis propias y personales convicciones.

Tampoco deben representar una excusa que permita extraer —de lo que se manifiesta en las páginas siguientes— conclusiones más o menos justas, pero perjudiciales para las doctrinas filosóficas vigentes.

Por lo demás, no me es posible dejar de lamentar el hecho de que esta narración transcurra entre la sociedad humana y en el grandioso escenario donde se desarrolla la parte más importante de su acción. Todo ello debe tenerse en cuenta, puesto que lo redacté estando entre compañeros a los que me es muy difícil olvidar y disfrutando del mismo paraje que enmarca nuestra historia.

En efecto, pasé el verano de 1816 en los aledaños de Ginebra. La estación se presentó fría y lluviosa, por lo que nos vimos obligados a reunirnos cada atardecer en torno al fuego del hogar y, ocasionalmente, a buscar entretenimiento en la narración de los cuentos alemanes de espíritus y fantasmas que cada uno había oído en el curso de sus correrías. Fascinados por ese juego, pronto se nos ocurrió la excitante idea de redactar algunas historias sobre estos mismos temas. Y así fue como otros dos amigos —uno de los cuales posee una capacidad tal que cualquier escrito que brote de su pluma será mucho más aceptable que mi más ambicioso empeño literario— y yo decidimos escribir cada uno de nosotros un cuento fundado en alguna manifestación de la vida sobrenatural.

No obstante, el tiempo mejoró de improviso y mis dos amigos me abandonaron para dedicarse a explorar los Alpes, entre cuyos magníficos parajes olvidaron nuestro compromiso con las evocaciones espectrales. Por ello, el relato que se ofrece a continuación es el único que llegó a concluirse.

Marlow, septiembre de 1817

PREFACIO

 

 

CARTA PRIMERA

A la señora de Saville, Inglaterra

San Petersburgo, 11 de septiembre de 17…

Te complacerá el saber que ningún desastre ha acompañado el inicio de una empresa a la que tú has presagiado tan graves resultados. Llegué aquí ayer, y mi primera preocupación ha sido asegurar a mi querida hermana el perfecto estado de mi salud, así como la creciente confianza que tengo en el éxito de mis propósitos.

Me encuentro muy al norte de Londres, y en mis paseos por las calles de San Petersburgo siento en el rostro las caricias del viento helado del norte, que fortalece mis nervios y me llena de agradables sensaciones. ¿Verdad que no te resulta difícil comprender mis sentimientos? Esta brisa, procedente de las regiones a las que me dirijo, es el preludio del sabor de aquellos climas helados y me inspira la agradable sensación de que mis ilusiones crecen en vigor y fervor. Intento en vano persuadirme de que el polo norte es el imperio de los hielos eternos y de la desolación, pero mi imaginación se niega a aceptarlo ofreciéndome la visión de que es allí donde reinan la belleza y el placer. Allí, Margaret, el sol está siempre presente, con su amplio disco rozando apenas el horizonte y difundiendo su esplendor sin interrupción. Allí —y otorgándome tu permiso, querida hermana, confiaré por lo menos un poco en navegantes anteriores—, allí no existen ni la nieve, ni los hielos, y navegando por una mar en calma se puede llegar a una tierra que sobrepasa en belleza a cualquiera de las regiones hasta ahora descubiertas. Incluso sus mismos productos y las características de su geografía pueden carecer de parangón para el hombre, ya que es en aquellas regiones ignoradas donde únicamente puede darse el fenómeno de los cuerpos celestiales. ¿Hay algo que no pueda esperarse de un país en el que el sol brilla eternamente? Quizá encuentre allí al maravilloso poder que atrae a la brújula, o tal vez consiga mil observaciones astronómicas que precisan de este viaje para dejar resuelto de manera definitiva el misterio de su absurdidad aparente. Es así como saciaré mi ardiente curiosidad, contemplando por vez primera una parte del mundo jamás hollada por el hombre. Estas son mis ambiciones, lo suficientemente importantes para que haya vencido todo temor a los peligros y a la misma muerte, iniciando este viaje con la alegría de un chiquillo que se embarca en un bote por vez primera, con sus amigos, para explorar las regiones por él ignoradas del riachuelo de su villa natal. Todavía más, aunque mis suposiciones fueran falsas, no puedes imaginar el enorme beneficio que proporcionaré a la humanidad futura descubriendo un camino más corto por el que llegar a otros países en la actualidad tan distantes, o descubriendo el secreto del magnetismo, lo cual solo será posible —si lo es de alguna forma— mediante un viaje como el que ahora emprendo.

Todas estas reflexiones han disipado la agitación con la que empecé a escribirte la presente carta, y ya puedo percibir con toda serenidad el entusiasmo que enardece mi corazón, porque nada contribuye en tan alto grado a tranquilizar la mente como el poseer un propósito constante en el que el alma pueda fijar sus ansias. Ya sabes que esta expedición ha sido el sueño favorito de mi juventud, y que he leído varios relatos de los viajes emprendidos hasta el norte del océano Pacífico, cruzando los mares que rodean el polo. Sin duda recordarás un libro con la historia de todos los viajes de exploración, que figura en la biblioteca de nuestro querido tío Thomas. Aunque mi educación fue desordenada en extremo, mi apasionamiento por la lectura atenuó en parte estos defectos, y libros como ese fueron mis textos de estudio durante días y noches enteras, hasta que la familiaridad con que llegué a conocerlos aumentó el pesar que ya sentía cuando de pequeño supe la última voluntad de mi padre: que mi tío impidiera la realización de mi sueño, es decir, el que me entregase a la vida del mar.

Aquellos deseos perdieron intensidad cuando conocí por vez primera a los poetas cuyos escritos incendiaron mi alma, elevándola hasta el cielo. Entonces también me convertí en poeta, y durante todo un año viví en un paraíso creado por mí, soñando con llegar a ocupar un sitio en el templo donde son venerados los nombres de Homero y Shakespeare. Tú ya sabes de mi fracaso y de cuán dolorosa fue la decepción que sufrí. Afortunadamente, por aquel entonces heredé el patrimonio de mi primo, y mis antiguos pensamientos volvieron a tomar forma en mi mente.

Han transcurrido seis años desde que decidí entregarme de lleno a esta empresa y todavía recuerdo con claridad ese momento. Empecé por acostumbrarme al mar embarcándome en buques balleneros que salían de expedición hacia el mar del norte; sufrí, voluntariamente, hambre, sed, frío y falta de sueño; trabajé durante todo el día con más ahínco que el marinero mejor avezado, y dediqué las noches al estudio de las matemáticas, la medicina y aquellas derivaciones de las ciencias naturales que pueden ser útiles a un aventurero del mar… Me alisté dos veces como piloto en un ballenero groenlandés, ganándome la admiración y el respeto de todos, hasta tal punto que el capitán llegó a ofrecerme el puesto de segundo de a bordo, insistiendo con el mayor interés para que permaneciese en su barco, cosa que me llenó de orgullo.

Y ahora te pregunto, mi querida Margaret, ¿no crees que merezco, al fin, llevar a cabo una gran empresa por mí mismo? Sé que mi vida podría haber transcurrido cómodamente, pero he preferido la gloria a todos los placeres que la fortuna pueda poner en mis manos. ¡Oh, cuánto daría por escuchar una voz que coincidiese con la que proclama mis deseos! Mi valor y mi decisión son firmes, pero mis esperanzas vacilan a veces y mi ánimo decae con frecuencia. Piensa que estoy a punto de emprender un largo y difícil recorrido, y que los incidentes que en él se produzcan, exigirán toda mi fortaleza. Todavía más, no tan solo se me pide que levante mi propio ánimo, sino también que lo mantenga firme cuando el de los demás decaiga.

Esta es la época más conveniente para viajar hasta Rusia. La gran cantidad de nieve hace que los trineos vuelen sobre ella con suaves movimientos; en mi opinión, estos vehículos son mucho más cómodos que las diligencias inglesas. El frío no es excesivo si se adopta la indumentaria del país, es decir, si se abriga uno con pieles como yo he hecho. Es muy distinto pasearse por el puente del barco a permanecer sentado durante horas y horas sin que el ejercicio evite que la sangre se hiele en las venas. ¡Nada hay más lejos de mi intención que el perecer helado en el camino de San Petersburgo a Arcángel!

Es en esta última ciudad donde estaré dentro de unas dos o tres semanas, y allí trataré de fletar un buque, cosa fácil si se paga el seguro al propietario, y de contratar algunos marineros de entre los que se dedican a la pesca de la ballena. No zarparé hasta el mes de junio; pero, ¿cuándo volveré...? ¡Ah, mi querida hermana! ¿Cómo podría contestar a esa pregunta? Si el éxito corona mi empeño, es posible que pasen muchos, muchísimos meses, quizá años, antes de que volvamos a encontrarnos. Si lo que me aguarda es el fracaso, entonces me verás pronto… o nunca.

Adiós, amantísima hermana. Que el cielo derrame sobre ti todas sus bendiciones y me proteja para que pueda, una y mil veces, darte pruebas del agradecimiento que tu amor y tu bondad han inspirado en mí. Tu afectuoso hermano,

Robert Walton

CARTA SEGUNDA

A la señora de Saville, Inglaterra

Arcángel, 28 de marzo de 17…

¡Cuán lento es aquí el transcurrir del tiempo, rodeado como estoy de nieve y de hielo! Me mantiene la esperanza de haber dado ya el segundo paso para la consecución de mis proyectos. He fletado un barco y me ocupo del reclutamiento de sus tripulantes; los que hasta ahora he contratado me dan la sensación de ser hombres merecedores de confianza y dotados de intrépido valor.

A pesar de todo ello, sigo sin poder colmar un deseo que nunca me ha importado tanto satisfacer como ahora, y que es lo único que me produce malestar en estos momentos. No me acompaña nadie, Margaret, a quien pueda llamar amigo. Pienso que cuando me embargue el entusiasmo que provoca el éxito, no habrá nadie a quien hacer partícipe de mi alegría, y que si la decepción irrumpe en mi ánimo, nadie acudirá en mi ayuda para conseguir que recobre el valor y el coraje perdidos. Si bien es verdad que puedo trasladar mis pensamientos al papel, no lo es menos que este es un medio bien pobre para dar libre curso a los sentimientos más íntimos. Desearía tener junto a mí a un hombre que simpatizase con mis ambiciones y cuyos deseos coincidiesen con los míos. Es posible que cuando leas estas líneas me consideres demasiado romántico, querida hermana, pero no sabes cuán amarga es la ausencia de un compañero de tales características en los momentos que vivo. No puedes imaginar lo que supondría para mí tener ahora a mi lado a un hombre agradable y valiente, poseedor de un espíritu cultivado y capaz, cuyas preferencias armonizasen con las mías y que pudiera aprobar o criticar mis proyectos. ¡Cuánto bien le proporcionaría a tu hermano un amigo así! Es verdad que soy demasiado fogoso ante la acción y demasiado impaciente ante las dificultades, pero no es ese el peor de mis males, sino el de la educación que yo mismo me he proporcionado. Recuerdo que a los catorce años corría como un salvaje por los campos sin leer otra cosa que los libros de viajes de nuestro tío Thomas… En aquellos tiempos comencé a tener noción de los más famosos poetas de nuestro país, pero no fue sino cuando ya no me era posible disfrutar de tales conocimientos que llegué a la convicción de lo importantes que es aprender otras lenguas además de la propia. A mis veinte años soy más inculto que muchos escolares de quince, y aunque sea cierto que mis pensamientos han ido más lejos que los de ellos y que mis ilusiones abarcan mucho más, también lo es que ambos, pensamientos e ilusiones, necesitan de eso que entre los pintores se suele llamar equilibrio. Y yo no poseo al amigo dotado del suficiente sentido como para no despreciarme por romántico, y que esté bastante unido a mí para no escatimar ningún esfuerzo por regular las locuras de mi imaginación.

¡Pero cuán inútiles son estás quejas mías! Porque no será en las soledades del océano donde pueda hallar a ese amigo que me es tan necesario, ni tampoco entre los marineros y los mercaderes que pueblan Arcángel. No quiero decir con esto que entre estas almas sencillas, tan características de los hombres de mar, no se encuentren sentimientos elevados. Un buen ejemplo de ello lo ofrece mi segundo, un hombre emprendedor y valeroso, cuya gran ambición es alcanzar la gloria o, más exactamente, la posibilidad de ascender dentro de su profesión. Se trata de un inglés a quien los prejuicios nacionales y profesionales no impiden que disfrute de las más nobles virtudes humanas. Lo conocí en un buque ballenero, y sabiendo que se hallaba en este puerto a la espera de un trabajo, le interesé en mi empresa.

Y también el contramaestre es un hombre de gran talento, cuya característica principal es la suavidad con que impone su disciplina a bordo. Esta circunstancia, unida a su integridad y valor ilimitados, me obligaron a no cejar en mi empeño de contratarlo. Nadie sabe mejor que tú que mi niñez transcurrió en el sometimiento a tus femeninos cuidados, y mi juventud en la soledad; nadie conoce como tú hasta qué punto ha contribuido esto a dotarme de un carácter refinado y enemigo de toda acción violenta, y, en consecuencia, incapaz de vencer la repugnancia que me inspiran los actos de brutalidad con que, como tónica general, se impone la disciplina a bordo. Jamás creí que este proceder fuese necesario... Pues bien, comprenderás cuál no sería mi alegría cuando tuve noticias de un marinero cuya opinión coincidía con la mía en este sentido y que era conocido por su magnanimidad y gentileza, cualidades que nunca habían impedido la obediencia y el respeto de sus subordinados. Por ello, cuando oí hablar de él, quizá de una forma algo romántica, a una dama que según dijo le debe su felicidad, consideré que sería muy afortunado si conseguía sus servicios. Voy a contarte brevemente su historia.

Hace algunos años, nuestro hombre se enamoró de una joven rusa de no muy sólida posición económica, con la que decidió contraer matrimonio. El padre de la dama vio con buenos ojos aquel matrimonio, puesto que el pretendiente de su hija aportaba una considerable fortuna amasada en el curso de sus viajes. Sin embargo, en su primera entrevista con la muchacha, se quedó tristemente sorprendido por la actitud de ella, que lloraba desconsoladamente a sus pies. Al indagar sobre las causas de tan profundo pesar, ella le confesó que amaba a otro hombre, pero que su padre había impedido esa boda por causa de la pobreza de su enamorado. Mi bondadoso amigo calmó como pudo a la desolada joven y renunció de inmediato al proyectado matrimonio. Luego, para remediar la causa de tan infortunados amores, se informó del nombre de su rival y le obsequió a la pareja la granja que había comprado para tener un lugar tranquilo donde poder pasar el resto de su vida. Pero no contento con este gesto, les regaló también el dinero que conservaba para adquirir ganado, e incluso se comprometió a solicitar al padre de la joven la autorización para que esta pudiera casarse con su enamorado. Pero el viejo, fiel a la palabra que le había dado, no quiso ni oír hablar de un matrimonio de su hija que no fuera con el hombre a quien la había prometido, por lo que mi amigo se vio obligado a ausentarse de la ciudad hasta que, transcurrido el tiempo, el anciano dio su consentimiento para la tan deseada unión de los dos enamorados. «¡Qué nobleza de corazón!», exclamarás cuando leas esta historia. Y, en efecto, tendrás razón. Sin embargo, incluso con todas sus virtudes, en mi opinión este hombre tiene una personalidad incompleta, puesto que carece de educación, es silencioso y reservado como un turco, y, en consecuencia, no inspira el interés y las simpatías que de no poseer tales defectos despertaría sin duda alguna.

No quiero que supongas que porque me lamente un poco o porque espere hallar consuelos que nunca encontraré en estas latitudes, mi decisión flaquea; al contrario, es tan firme como lo que el destino me reserva, y los únicos retrasos que sufro son los impuestos por el tiempo. Sí, el invierno ha sido terriblemente crudo, aunque ahora la primavera se ofrece, según dice la gente de aquí prometedora y muy adelantada. Así, pues, quizá logre hacerme a la mar antes de lo que yo espero. No debes temer que emprenda nada irreflexiblemente; me conoces lo bastante como para confiar en mi tino y en mi prudencia, sobre todo en un caso como este, en que la seguridad de otros recae bajo mi responsabilidad.

Quisiera hacerte partícipe de mis sensaciones ahora que se aproxima el momento de iniciar mi aventura. Pero ni siquiera soy capaz de expresar mis sentimientos, tan agitados como están por esas sensaciones que van desde el placer más intenso hasta el temor más oscuro. Me estoy preparando para un viaje «al país de las nieves y los hielos», pero no sufras, no mataré ningún albatros… Por lo tanto, mi seguridad no debe inquietarte en absoluto, aunque bien pudiera ser que volviese a tu lado tan derrotado y triste como el «Ancient Mariner». Quizá esta alusión al poema de Coleridge te haga sonreír, y por ello voy a contarte un secreto. Con harta frecuencia he creído que mi apego, mi apasionado entusiasmo por las cosas del mar y sus misterios, se deben en parte a la producción de uno de nuestros más imaginativos poetas modernos. Hay algo en mí que no acierto a comprender. Soy un hombre práctico hasta el límite, un ejecutor perseverante y capaz de un esfuerzo continuado… y no obstante, junto a estas características, poseo también la de amar lo maravilloso, dejando que interfiera en todos mis proyectos y me aparte del camino trillado que siguen otros, conduciéndome a mares salvajes y a regiones desconocidas como las que estoy a punto de estudiar.

Pero volvamos a cosas más queridas. ¿Te encontraré de nuevo después de haber surcado los inmensos mares, y a mi regreso por el extremo más meridional de África o de América? Casi no me atrevo a esperar tanto éxito, aunque tampoco oso pensar en lo contrario. Lo único que deseo es que sigas escribiéndome como hasta ahora, en cuantas oportunidades te sea posible, pues tus cartas pueden ser las que mantengan mi ánimo despierto. Te quiero con verdadera ternura… Recuérdame con afecto, aun cuando no sepas nunca nada más de mí.

Tu afectuoso hermano,

Robert Walton

CARTA TERCERA

A la señora de Saville, Inglaterra

7 de julio de 17…

Mi queridísima hermana: solo unas líneas, apresuradamente escritas, para decirte que estoy bien y que nuestro viaje está ya en una fase muy avanzada. Te remito esta carta por mediación de un navegante que regresa a su hogar desde Arcángel. ¡Feliz mortal, más afortunado que yo, que quizá no pueda volver a mi país natal en muchos años! Pero esto no me pesa, y sigo tan optimista como de costumbre. Mi tripulación es valiente y se muestra dispuesta a continuar hasta el fin, pues ni los témpanos que pasan flotando continuamente por nuestro lado, indicando los peligros que esconde la región donde nos encontramos, parecen amedrentarla. Hemos alcanzado una latitud muy al norte; pero como estamos en pleno verano, la temperatura, sin ser tan cálida como en Inglaterra, se mantiene en un grado para mí imprevisto gracias a los vientos del sur, los cuales nos empujan hacia las costas que tan ardientemente deseo conocer.

Hasta el momento no hemos sufrido ningún incidente digno de tenerse en consideración. Uno o dos ventarrones y alguna vía de agua son cosas que un marinero avezado apenas recuerda, y me sentiré muy afortunado si no ocurre nada más en nuestra travesía.

Adiós, querida Margaret. Ten la confianza de que, tanto por tu bien como por el mío propio, no iré al encuentro de los peligros ni dejaré de ser en todo momento prudente y perseverante. El éxito vendrá a coronar mis esfuerzos. ¿Acaso no ha sido siempre así? Hasta hoy he avanzado a la búsqueda de un camino seguro en medio de estos mares vírgenes, y el único testigo de mi triunfo son las estrellas del cielo. ¿Por qué no seguir avanzando, pues, a través del indómito y a la vez dócil elemento? ¿Qué puede detener a un corazón humano dispuesto a todo?

A mi corazón le resulta imposible explicarse de otro modo... Ahora debo acabar esta carta. ¡Que el cielo colme de bendiciones a mi amada hermanita!

Robert Walton

CARTA CUARTA

A la señora de Saville, Inglaterra

5 de agosto de 17…

Ha ocurrido un incidente tan extraño que no puedo dejar de comunicártelo, aunque es muy probable que estemos juntos antes de que estas líneas lleguen a tu poder.

El lunes pasado (31 de julio) nos encontrábamos completamente rodeados de hielos. Los témpanos se cerraban sobre nosotros amenazando con aplastarnos y dejando apenas espacio suficiente para que el buque pudiese flotar. La situación era extremadamente comprometida, pues además la intensa niebla aumentaba a nuestro alrededor, por lo cual tuvimos que permanecer al pairo esperando que se produjese algún cambio en la atmósfera y nos permitiese salir del atolladero.

Serían las dos cuando, al aclararse la niebla, pudimos contemplar una inmensa y quebrada llanura de hielo que parecía no tener límites. Algunos de mis hombres comenzaron a lamentarse, e incluso yo mismo empecé a preocuparme. De pronto, vimos un espectáculo que atrajo nuestro interés. Como a media milla de distancia observamos un trineo tirado por perros y conducido por un ser de formas humanas, pero de gigantescas proporciones, que se dirigía hacia el norte. Gracias a nuestros catalejos pudimos seguir su rápido avanzar sobre los hielos durante algún tiempo, hasta que desapareció de nuestra vista ocultándose tras uno de los desniveles tan característicos de esta región.

Ni qué decir tiene que semejante aparición nos produjo una gran excitación, acompañada de un ilimitado asombro. Según nuestros cálculos, nos hallábamos lejos de cualquier costa, siendo así que la aparición de este ser parecía desmentir por completo todo lo que hasta entonces habíamos considerado como cierto. Pero por causa de lo aprisionados que estábamos por el hielo nos era de todo punto imposible seguir al viajero, a pesar de que con ello hubiéramos podido satisfacer nuestra curiosidad.

Transcurrieron dos horas, y entonces sentimos agitarse el mar bajo nosotros. Antes de que cayera la noche, el hielo se había roto ya, dejándonos en libertad. Mi primer impulso fue el de navegar inmediatamente, pero el temor de chocar contra los inmensos bloques flotantes me obligó a permanecer inmóvil, aprovechando esta ocasión para disfrutar de merecido descanso.

Por la mañana, apenas amaneció, subí al puente y allí me encontré a los marineros, inclinados sobre la borda, hablando con alguien que al parecer estaba fuera del barco. En efecto, así era. Sobre un témpano a la deriva, se hallaba un hombre con un trineo tirado por un solo perro, que había llegado junto a nosotros durante la noche y a quien los marineros intentaban convencer para que subiese a bordo. En contraste con el viajero que habíamos visto antes, este hombre no parecía un salvaje procedente de alguna isla desconocida, pues sus características eran las de un hombre europeo. Cuando aparecí en el puente y me vio el contramaestre, este le dijo:

—Aquí llega nuestro capitán, y no lo creo dispuesto a consentir que perezca usted en el mar.

—Antes de subir al barco —respondió, hablándome en inglés aunque con acento extranjero—, díganme qué rumbo llevan, por favor.

Podrás suponer el asombro que sus palabras me produjeron, teniendo en cuenta que estaba en inminente peligro de muerte si persistía en su actitud, y que lógicamente la aparición de nuestro buque debería haber supuesto para él una fortuna más grande que la mayor de las riquezas. Le expliqué que formábamos una expedición exploradora y que nos dirigíamos hacia el polo norte.

Mi respuesta pareció satisfacerle, porque consintió en que lo izáramos a bordo. ¡Buen Dios, Margaret! Tendrías que haber visto a aquel hombre que solo a condición de hundirse más en el peligro había aceptado nuestros deseos de salvarlo. Tu sorpresa no habría tenido límites. Sus extremidades estaban casi heladas, y su cuerpo, casi aniquilado por el agotamiento. ¡Jamás he visto a un hombre en peores condiciones! Al intentar meterlo en un camarote, y como consecuencia de la costumbre de respirar el aire frio, se desmayó. Lo subimos de nuevo al puente, reanimándolo con fricciones y obligándolo a beber algún licor. Cuando por fin volvió en sí, lo colocamos envuelto en mantas junto a la chimenea de la cocina, y al calor de la lumbre fue recobrándose poco a poco hasta conseguir tomar un poco de sopa.

Así pasaron dos días, durante los cuales permaneció sin poder hablar y sumido en un sopor tal que lo creímos privado de toda capacidad de comprensión por causa de los padecimientos que debía haber sufrido. Cuando notamos una ligera mejoría, lo trasladé a mi propio camarote y lo cuidé tanto como mis deberes me lo permitieron. Nunca he visto una criatura humana tan interesante. Sus ojos expresan casi siempre una ferocidad rayana en la locura, pero hay momentos en los cuales, si alguien se muestra bondadoso con él o le presta el más insignificante servicio, todo su rostro se ilumina con una expresión de benevolencia que jamás he observado en nadie. No obstante, por lo general su estado de ánimo es melancólico y desesperado, llegando a veces en su frenesí a rechinar los dientes como impulsado por un odio interno que lo consumiese.

A medida que su mejoría fue haciéndose patente, una de las más arduas tareas que hube de soportar consistió en mantener alejados de él a mis hombres. Todos querían interrogarlo para satisfacer su inconsciente curiosidad; pero yo no podía permitirlo, pues en su estado de salud cada minuto de reposo absoluto suponía un progreso en su recuperación. Sin embargo, en una ocasión mi segundo consiguió preguntarle el porqué de su llegada en tan extraño vehículo.

El rostro del paciente se cubrió de tristeza mientras respondía:

—Voy tras el que huye de mí.

—¿Y ese a quien persigue viaja en las mismas condiciones que usted?

—Sí.

—Entonces, creo haberlo visto, lo mismo que mis compañeros. Sí, el día antes de recogerlo a usted, vimos un trineo tirado por varios perros y en el que viajaba un hombre.

Ante esta palabra de mi segundo, se despertó un profundo interés en mi huésped por saber la ruta que seguía el monstruo —así fue como lo llamó—, y al quedarse a solas conmigo me dijo:

—No hay duda de que he despertado su curiosidad y la de su gente. Sin embargo, observo que es usted demasiado considerado y discreto para hacerme preguntas.

—Por supuesto, creo que un exceso de curiosidad por lo que haya podido ocurrirle sería algo impertinente e inhumano.

—Pero me ha salvado usted de una extraña y peligrosa situación, y su benevolencia me ha devuelto la vida…

Después me preguntó si el rompimiento de los hielos podía ser causa de que se destrozase el otro trineo, a lo cual le respondí que no podía asegurarle nada, puesto que el hielo no se había roto hasta medianoche y para entonces el viajero podía haber llegado a alguna costa desconocida para mí.

A partir de aquel momento, su ánimo pareció revivir de nuevo, y manifestó su gran deseo de subir al puente para poder vigilar los campos de hielo con la esperanza de ver reaparecer el trineo de su enemigo. No obstante, conseguí convencerlo de que permaneciese unos pocos días más en el camarote, teniendo en cuenta su delicado estado de salud y su gran debilidad, que lo incapacitaban para soportar la crudeza del clima. Pero únicamente desistió de su empeño cuando le aseguré que uno de los tripulantes vigilaría por él, y que sería inmediatamente avistado en caso de que apareciese alguien o algo a la vista.

Hasta aquí mi diario por lo que se refiere a este extraño incidente. El extranjero continúa recuperándose poco a poco, pero sigue sin cambiar de actitud, encerrado en su silencio y alterándose siempre que penetra en el camarote alguien que no sea yo. Con todo, sus maneras son tan conciliadoras y suaves que es motivo de interés para todos los marineros, aunque no hayan podido tener con él más que pequeños contactos. En cuanto a mí, he comenzado a apreciarlo como a un hermano, pues su constante melancolía me llena de compasión y me obliga a sentir por él una gran simpatía. Pienso que en sus mejores tiempos debe de haber tenido una fuerte personalidad, ya que ahora, casi derrotado, me parece muy atractivo e interesante.

Recordarás que en una de mis anteriores misivas te decía, querida Margaret, que no me sería posible encontrar un amigo en la inmensidad del océano. Pues bien, ha sido aquí precisamente donde el azar ha puesto en mi camino a un hombre a quien, antes de que la desgracia quebrara su espíritu, hubiera considerado un privilegio tener como hermano.

Continuaré consignando en mi diario cuanto haga referencia a nuestro extraño huésped, siempre que haya algo que merezca la pena ser contado.

PÁGINAS DEL DIARIO DE ROBERT WALTON

 

 

13 de agosto de 17…

Mi afecto por ese hombre aumenta día a día, al mismo tiempo que despierta en mí una admiración y una compasión realmente asombrosas. ¿Acaso alguien podría ver a un ser tan noble hundido por la desgracia, sin sentirse embargado por una profunda pena? Es tan sensible e inteligente que al hablar escoge cuidadosamente sus palabras, lo cual no impide que su conversación fluya con tal elocuencia que la convierte en un arte.

Se ha recuperado bastante y pasa el tiempo sobre cubierta, vigilando la aparición del trineo que le precedía. Sigue sintiéndose tan desgraciado como en los primeros días, aunque ya empieza a interesarse por los proyectos de los demás. Por mi parte, en las frecuentes conversaciones que hemos mantenido le he ido exponiendo, sin olvidar detalle, todos mis planes; pues bien, siempre ha mostrado un gran interés, y ha querido conocer hasta las mínimas eventualidades que yo haya previsto para asegurarme el éxito. La preferencia que manifiesta por hablar en nuestro querido idioma es otra de las causas que contribuyen a la facilidad con que me dejo guiar por él. Y lo mismo ocurre con la posibilidad que me ofrece de dar rienda suelta a las ardientes angustias de mi alma, cuando le digo con todo mi entusiasmo la alegría que me produciría sacrificar mi fortuna, mi existencia y todas mis esperanzas con tal de ver realizado mi objetivo. La vida y la muerte del hombre no son más que un bajo precio que se paga por la adquisición de los conocimientos que yo pretendo obtener, y que me darían la posesión de un gran poder sobre los enemigos de nuestra raza, poder que además transmitiría a mis semejantes… Estas palabras solo consiguieron oscurecer el rostro de mi amigo. Al principio fue evidente que trató de ocultar sus emociones, intentando contener las lágrimas y escondiendo el rostro entre sus manos, al tiempo que de su pecho salía un doloroso gemido. Mi voz se quebró en presencia de su emoción, y mis palabras murieron en mis labios, dando lugar a una pausa que él interrumpió:

—¡Desgraciado! —exclamó—. ¿También participa de mi locura? ¿Acaso ha bebido el mismo embriagador elixir que yo? ¡Escúcheme, por Dios! Permita que le relate mi historia y verá cómo su conocimiento hará que aleje de sus labios la maldita copa.

Como podrás imaginar, dichas palabras excitaron mi curiosidad, mas el profundo dolor que lo sobrecogía debilitó sus energías y fueron necesarias muchas horas de reposo y conversaciones tranquilas para que pudiera recuperar su serenidad.

Cuando al fin todo hubo pasado, expresó el desprecio que sentía hacia sí por permitir que su apasionamiento lo dominara, y volvió a mostrar interés por las cosas que se relacionaban conmigo. Me pidió que le contara la historia de mi juventud y, aunque cumplí sus deseos rápidamente, el tema dio lugar a largas reflexiones. Le descubrí mis deseos de encontrar un amigo, mis ansias de simpatizar con alguien que poseyera una mente semejante a la mía y que hubiera tenido la misma suerte que yo. Le expuse mi creencia de que no es posible considerarse feliz si no se disfruta de esa bendición.

—¡Estoy de acuerdo con usted! —respondió—. Jamás podremos considerarnos seres completos, si alguien más lúcido, más sabio y dueño de nuestros afectos, pues así debe ser el amigo, no nos apoya en el perfeccionamiento de nuestra naturaleza, tan plagada de defectos. Tuve un amigo que era el más noble de los seres humanos, y creo estar en condiciones de dar una opinión sobre la amistad… Usted tiene esperanzas y toda una vida por delante sin causa aparente por la que se deba desesperar; pero yo..., yo lo he perdido todo y me está vedado el comenzar una vida nueva.

Al pronunciar estas palabras, su rostro fue adquiriendo un tinte de tristeza mezclada de serenidad que me conmovió. No habló ya más, y se retiró a su camarote.

Lo que encuentro verdaderamente asombroso en él es que, a pesar de su derrota espiritual, sigue estando atento a la observación de las bellezas naturales. El cielo cubierto de estrellas, el inmenso mar, en fin, cuanto se le ofrece a la vista en estas maravillosas latitudes parece tener el poder de elevar su ánimo y alejarlo de los sufrimientos. No hay duda de que vive una doble existencia: puede sufrir lo indecible por causa de sus desgracias y sentirse desmoralizado por la decepción, sin que esto le impida encerrarse en sí mismo y permanecer al abrigo de la tristeza y la desesperación, como si fuese un ser celestial rodeado de un halo que lo aislara de todo.

¿Verdad que te hace sonreír, querida hermana, el entusiasmo con que hablo de este divino errante? Pues bien, estoy seguro de que si lo conocieras no sonreirías, porque eres una mujer que ha recibido una relevante educación y que ha leído mucho, y a pesar de que se hace un poco difícil satisfacerte, tus otras virtudes no quedan incapacitadas para apreciar los extraordinarios méritos de un ser tan asombroso como este hombre. He intentado averiguar cuál de sus virtudes es la que lo hace sobresalir por encima de cualquier persona a la que yo haya conocido hasta ahora, y creo que su capacidad de discernir, la precisión y rapidez con que emite sus juicios, así como la absoluta penetración en las causas que le es característica, son las que lo elevan de ese modo. Si a esto añades su gran facilidad de expresión y una voz atrayente por la tonalidad y matices que adquiere, no creo poder decirte más.

19 de agosto de 17…

Ayer el extranjero me dijo:

—Creo capitán Walton, que se habrá dado cuenta de que he padecido grandes y singulares desventuras. Hubo un tiempo en que decidí que el recuerdo de tanto mal moriría conmigo, pero usted me ha convencido y estoy dispuesto a variar mi decisión. Va usted en busca del conocimiento y la sabiduría, al igual que yo hice en otro tiempo, y en verdad espero que el resultado de sus esfuerzos no sea una víbora que envenene su sangre como a mí me ha sucedido. No sé si el relato de mis desdichas podrá serle de alguna utilidad, pero creo que está en condiciones de extraer la experiencia necesaria para que guíe sus pasos en esta empresa si obtiene el éxito, o el consuelo más imprescindible en el caso de que fracase. Y si lo hago partícipe de lo que voy a referir es porque lo veo a usted abocado a la persecución de los mismos fines que yo perseguí, y expuesto a los mismos peligros que yo he vivido y que han hecho de mí lo que ahora soy. Así, pues, dispóngase a escuchar el relato de unos acontecimientos que son considerados, por lo general, como parte del mundo de lo fantástico. Si nos hallásemos en un escenario de la naturaleza más benigno que este, temería encontrar en usted a un oyente incrédulo e incluso dispuesto a considerarme un loco; pero en las regiones salvajes y misteriosas en que nos hallamos, no hay duda de que muchas de las cosas que oirá le parecerán posibles y no provocarán su risa, como sucedería a quienes no conocen los poderes siempre mutables de la naturaleza. Por otra parte, hay un factor que no permite dudar de la veracidad de mi historia, y es que este lleva consigo pruebas evidentes que lo confirman…

Podrás imaginarte, Margaret, cuánto me agradó aquel ofrecimiento de confesión tan espontáneo, aun cuando el espectáculo de tantos sufrimientos, como sin duda alguna pondría nuevamente de manifiesto el relato, no podía tener para mí atractivo alguno. Yo sentía la mayor ansiedad por oír su narración, en parte por simple curiosidad y en parte por un fuerte deseo de mejorar su suerte, si estaba en mis manos el hacerlo. Así se lo hice saber en mi respuesta.

—Le agradezco —me dijo— la muestra de consideración que acaba de darme, pero todo es inútil. Mi suerte está echada, y lo único que espero es un último suceso que me permita descansar en la paz eterna. ¡No crea que no comprendo sus sentimientos! —añadió, dándose cuenta de mi deseo de interrumpirlo—. Está en un error, mi buen amigo, si me permite que así lo llame. Nada hay en el mundo que pueda alterar mi destino. Escuche mi relato, y entonces se dará cuenta de lo irrevocable de mi decisión.

Me propuso comenzar su narración al día siguiente, en los ratos libres que mis ocupaciones me dejasen. Agradecí su gesto con la mayor efusión de que fui capaz, y por mi parte me prometí trasladar a mi diario lo que él me fuera contando, teniendo buen cuidado de conservar sus propias palabras con exactitud. Así, pues, si mis obligaciones me lo impiden, por lo menos trataré de dejar unas notas. Sin duda te causará placer leer este manuscrito, pero para mí, que conozco al protagonista y que lo he escuchado de sus propios labios, el efecto que me producirá leerlo algún día será mayor. Ahora, en el comienzo de esta tarea voluntariamente impuesta, me siento influido por su voz, tan rica en inflexiones y tonos, por sus ojos brillantes, que me parecen continúan mirándome con su melancólica dulzura, y por sus delgadas manos, las cuales veo agitarse con animación, al tiempo que la expresión de su rostro irradia por todos sus poros la intensa luminosidad de su alma. ¡Extraña y dolorosa en verdad debe ser esta historia! ¡Y terrible debió ser la tormenta que hizo naufragar a tan gallardo bajel, dejándolo tan desmantelado!

RELATO DEL DOCTOR FRANKENSTEIN

 

 

Capítulo I

 

 

Soy ginebrino de nacimiento, y pertenezco a una de las más distinguidas familias de aquella república. Mis antepasados fueron consejeros y síndicos durante muchas generaciones, y mi padre desempeñó con honor numerosos cargos públicos, haciéndose siempre acreedor de una notable reputación. Era respetado y considerado por todos cuantos lo conocían, a causa de su inquebrantable integridad y también por sus constantes desvelos en las gestiones públicas. No en vano había dedicado por entero lo mejor de su vida, incluso su más temprana juventud, al servicio de su país. Y lo había hecho con tan absoluta dedicación, con tan absorbente rigor, que no fue hasta el declinar de su vida cuando pudo preocuparse por contraer matrimonio, pues diversas circunstancias le habían impedido convertirse en amante esposo y padre de familia a la temprana edad en que lo hacen la mayoría de los mortales.

Sea como fuere, el hecho es que algunos de los pormenores que rodearon su matrimonio resultan muy ilustrativos de su personalidad, y por ello no quiero pasarlos por alto. Uno de sus mejores amigos era un comerciante que, de haber gozado de la más floreciente y desahogada posición social había caído en la más agobiadora miseria, por causa de múltiples reveses de todo orden. Se llamaba Beaufort, y su carácter era de lo más orgulloso, intransigente y poco presto a la conformidad. Así pues, resulta lógico que cuando la ruina lo hubo hundido definitivamente, no pudiera soportar la idea de seguir viviendo entre quienes habían conocido su rango, distinguiéndolo por su magnificencia. Y por esta razón, tras haber pagado honorablemente sus deudas, decidió retirarse a la ciudad de Lucerna en compañía de su hija, para vivir allí, ignorado por todos sus amigos, la triste condición a que se veía abocado.

Mi padre sentía por Beaufort la más sincera y profunda amistad, y por ello le resultó sumamente penosa la desventurada situación en que se encontraba su amigo. Además, este hizo gala de un orgullo tan falso como deplorable, al negarse a aceptar la ayuda y el crédito que le hizo mi padre para que pudiera resarcirse. Ciertamente, tal modo de comportarse estaba muy poco en consonancia con el afecto que les unía, no obstante, mi padre hizo cuanto pudo para dar con el paradero de su amigo, porque tenía la esperanza de que si le hablaba podría convencerlo. Pero Beaufort había tomado las máximas precauciones para impedir ser localizado, y no fue hasta transcurridos diez meses cuando mi padre logró averiguar donde se encontraba.

Lleno de alegría a causa de su descubrimiento, mi padre se dirigió a la casa donde habitaba su amigo. Estaba situada en una calleja más bien sucia y abandonada, junto a la orilla del Reuss. Pero al entrar en ella solo la miseria y la desolación salieron a recibirlo, disipándose de inmediato su gozo de ánimo. Y es que Beaufort únicamente había salvado de la ruina una pequeña cantidad de dinero que ni siquiera le había alcanzado para asegurar su sustento y el de su hija, durante los meses en que anduvo buscando afanosamente un empleo respetable en casa de algún honrado comerciante. El dinero se había ido agotando sin que él encontrara trabajo, y aquella inactividad forzada le había proporcionado todo el tiempo posible, y más, para abandonarse a sus sombríos pensamientos e intensificar así su desdicha. Al cabo de tres meses, tales obsesiones le habían hecho caer gravemente enfermo, debiendo guardar cama ante su incapacidad para realizar el menor esfuerzo incluso moral.