Frau Alcaldesa - Michael Harris - E-Book

Frau Alcaldesa E-Book

Michael Harris

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Beschreibung

Érase que se era una España en la que Europa interviene. Tras la corrupción, la crisis, etc. se crea el PALO (Plan de Ajustes, Liberalización y Ordenamiento) y España es intervenida. Desde los países nórdicos se envía una serie de candidatos vía internet y televisión (las elecciones del plasma) para que todo municipio vote a sus regidores. Dos municipios, Villasur de arriba (los becerros) y Villasur de abajo (los lagartos), comparten elección: una alemana comprometida con su labor y honesta. Su intención es salvar las cuentas públicas, y decide hacerlo desde el sentido común y la humanidad, lo que le acarreará problemas entre casi todos los sectores. Más humana que ácida, más equilibrada que maniquea, esta es una parodia ucrónica de la España municipal, de lo que... ¿pudo haber sido? Una novela que se leerá siempre con una sonrisa dibujada en la boca.

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Seitenzahl: 521

Veröffentlichungsjahr: 2015

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Frau alcaldesa

Michael Harris

A Soledad

Agradecimientos

Escribir una novela en un idioma que no es el tuyo es una tarea apasionante aunque complicada, y raya en una epopeya de locos cuando es tu primer intento literario.

He tenido la gran suerte de contar con la ayuda de varios colaboradores en mi larga lucha con las complejidades de la bella lengua de Cervantes: Soledad García Pérez, Mª José Santamaría, Álvaro Blázquez, Víctor Claudín y Javier Baonza de Ediciones Evohé.

También quiero agradecer a otras personas que han leído y comentado versiones anteriores de Frau Alcaldesaa a lo largo de los últimos dos años: Mario Ojeda, Mª José Moyano, Iñaki Arzak, Juan Andrés Castro, Yolanda Castelló y Carlos Regueira.

A Soledad y a Guillermo por aguantar la convivencia con un ser obsesivo que se levanta a las tres de la madrugada para escribir.

Finalmente, quiero dar las gracias a este país que me ha dado cobijo durante los últimos treinta y tres años. Los inmigrantes damos mucho a nuestros nuevos hogares, pero recibimos mucho más. Sin la belleza de su entorno, la riqueza de su cultura y la calidez de sus gentes, mi vida habría sido mucho más pobre. Además, aquí he encontrado amistad, amor y al Atleti, el mejor equipo de fútbol del mundo.

Dramatis personae

Kerstin Wolf(la Prusiana): alcaldesa de Villasur de Arriba y de Villasur de Abajo.

Su entorno

Gustavo Bosch Peñafiel (el Cabrito): exlegionario, intérprete de Kerstin Wolf.

Simón Serrano (Pelopincho): pluriempleado policía municipal.

Cristina Serrano: secretaria del Ayuntamiento de Villasur de Arriba.

Fernando Serrano (el Aguilucho): informático y ornitólogo.

Cid: el mastín de Fernando.

Gumersindo Gómez (George Clooney): exmisionero y párroco de Villasur de Arriba.

Wolfgang: la pareja de Kerstin y profesor de Sociología en Berlín.

Stefan: el hijo adolescente de Wolfgang.

Jacobo Serrano: ganadero del Monte de La Maliciosa.

Boogie: el perro de aguas de Jacobo.

Miembros de la Asamblea Popular del 15M de Arroyo Muerto

Ángela: una amiga de Fernando Serrano.

Edith: la novia francesa de Ángela.

Jesús Ángel Serrano: amigo de Ángela.

Margarita: moderadora del 15M y empresaria ecológica.

Carlos: la pareja de Margarita.

Camilo Serrano(el Tigre): exalcalde de Villasur de Arriba, emprendedor.

Su entorno

Agapito Sánchez Serrano (Pito): exconcejal de festejos de Villasur de Arriba.

Blas: el pitbull de Camilo.

Marina Solokova : directora del espá de Villasur y amante de Camilo.

Isabel: esposa de Camilo Serrano.

Álex Serrano: piloto y hermano de Camilo.

Alicia: hermana de Agapito.

Primi: servicio de información de Camilo.

Maribel y Bárbara: las cerdas favoritas de Camilo.

Militantes de Orgullo Nacional

Diego Serrano: hijo de Camilo y líder del grupo.

Gonzalo (el Jirafa).

Rafa (Rizitos).

Pitito Sánchez (hijo de Agapito).

David (Granito).

Otros personajes de Villasur

y de la Comunidad Autónoma de Guadalbóndiga

Las brujas de la Charca Verde: la negra, la roja y la azul.

El abad de San Simón el Albañil.

Kaspar Kokkonen (el Tiburón del Báltico): comisario regional de la COPA (Comisión de Países Acreedores).

Fausto Fidalgo (el Ocelado): secretario del Ayuntamiento de Villasur de Abajo.

Rodrigo Fidalgo: gemelo de Fausto y exalcalde de Villasur de Abajo.

Graham: profesor de inglés y asiduo cliente del espá.

El obispo de Guadalbóndiga.

Personajes madrileños

Torres: facilitador del partido de Camilo en Madrid.

Darío San Martín: el jefe de Torres.

Fito: manifestante republicano.

Angustias: señora mayor.

Yayo Segura: portavoz de Ecologistas Anticapitalistas.

Índice de contenido
Portada
Título
Dedicatoria
Agradecimientos
Dramatis personae
Mapa
Frau alcaldesa
I. La llegada
II. Complicaciones
III. La trama
IV. El referéndum
V. Desenlace
VI. El final

I. La llegada

1 Un jarro de agua fría

Todavía hacía fresco debajo de los castaños quemados y polvorientos. Las golondrinas volaban alto en su incesante búsqueda de insectos, incluso encima de las altas torres del castillo de Mariano Matamoros. En una esquina de la plaza, dos hombres de mediana edad estaban sentados en la terraza del bar España. Uno de ellos, un individuo grueso y fornido, con facciones rudas, tomó un sorbo de café, otro de coñac y miró a las hiperactivas golondrinas con ira, a través de sus gafas de sol.

—¡Toda la culpa la tienen esos cabrones de abajo, esos malditos Lagartos de los cojones! —gruñó con voz ronca, levantando su mandíbula de forma desafiante.

Su primo asintió con la cabeza y respondió con voz de pito.

—Tienes razón, Cami, esos muertos de hambre siempre nos joden el invento. Si no fuera por ellos, tú estarías todavía de alcalde y yo de concejal de fiestas.

Su acompañante vestía casi igual que Camilo, con una camisa de manga larga, gafas de sol Rayban y un Rolex, aunque su reloj era claramente de menor categoría. Los dos tenían un cierto parecido, aunque el exconcejal era un poco más bajo y bastante más gordo. Su cara era redonda comparada con el cabezón anguloso del otro y lucía un abundante cabello negro con rizos hasta el cuello, en lugar de tener la cabeza rapada.

Un pitido interrumpió la conversación y el exalcalde consultó los mensajes en su flamante móvil de última generación.

—¡Joder, mierda! Ya han llegado y vienen para acá. Me lo dice la Primi.

En efecto, dos figuras aparecieron en una esquina de la plaza en dirección al Ayuntamiento, un edificio de corte franquista que desentonaba con el resto de las sólidas casonas de los siglos XVII y XVIII. La primera figura era la de un hombre minúsculo, totalmente calvo aunque con un espectacular bigote blanco, vestido con un impecable traje negro. A pesar de sus sesenta y muchos años, caminaba con un paso militar firme y enérgico. La otra era una mujer alta y rubia, de unos treinta y tantos años y con poca pinta de ser vecina de Villasur de Arriba. Llevaba una cartera negra y en ningún momento miró a los dos cincuentones indígenas.

El primo sacó otro cigarrillo, observando a la forastera de la misma manera que un comerciante de carne ojea una ternera de raza exótica en una feria de ganado.

—Pues la alemana tiene mejor pinta en directo que en esos vídeos electorales que tuvimos que aguantar en julio —dijo, lamiéndose los labios—. Poca teta, es verdad, pero con unas buenas piernas y un culo bastante apetitoso. Tiene un par de buenos polvos, ¿no crees, Cami?

Su interlocutor ignoró los comentarios y estalló con rabia.

—¡Qué jeta tiene la cabrona! A mí me sorprende que no venga acompañada con un regimiento de la Wehrmacht. ¡A ver cuánto tiempo dura por aquí! Juro que voy a...

Su amenaza se disolvió en un ataque de tos. Para aliviarse, tragó un trozo de chorizo y echó otro a su pitbull, Blas, que esperaba paciente al lado de su amo.

—Además de guapa, esa tía no debe ser tonta —continuó Pito, con la voz cada vez más aguda y frotándose la barbilla como un sabio—. Fue la única de los tres candidatos en esas famosas elecciones de plasma que no mencionó la palabra «austeridad» durante su discurso electoral. El otro gilipollas, el sociata holandés, lo repitió muchas veces y el cristianodemócrata bávaro soltaba grandes frases como «sudor, lágrimas y sangre».

Acostumbrado a los deslices de su primo, Camilo le corrigió con paciencia.

—Sangre, sudor y lágrimas, Agapito. Bueno, sin darse cuenta, los gilipollas aquí eligieron una ecologista y ¿sabes qué dicen de esos subversivos? Son como las sandías: verdes por fuera y rojos por dentro. Si nuestro abuelo levantara la cabeza, cogería su Luger y les pegaría un par de tiros, y eso que a él le gustaban, y mucho, los alemanes.

La mujer en cuestión y su pequeño acompañante ya habían llegado a la puerta del Ayuntamiento. El reloj marcaba las once en punto y, desde el pueblo de abajo, se escucharon las campanadas de la abadía de San Simón el Albañil, sepulcro del venerado Santo Leproso.

Un policía municipal, con cara de sueño y los pelos de punta, abrió la puerta y la pareja cruzó el umbral. En ese instante, la rubia invasora tomó posesión del poder terrenal en el Ilustrísimo Ayuntamiento de la Leal Villa de Villasur de Arriba.

El policía observó a los visitantes como si fueran marcianos, intentando sin éxito tapar con la gorra su indomable pelo.

—¿No iban a llegar ustedes mañana por la mañana? —exclamó con sorpresa.

—¡Firmes! ¡Coño! No lo quiero repetir. ¡Firmes!

La orden militar salió del hombre pequeño cuyo gran bigote blanco tembló con irritación y, recordando su traumática experiencia en la mili, el agente se cuadró.

—Gustavo Bosch Peñafiel, exsargento de la Legión —declaró, antes de presentar la nueva alcaldesa de los dos pueblos de Villasur—. Soy su traductor. La señora Wolf es su jefa ahora. ¿Me entiende?

—Sí, señor; sí, señora —respondió el policía, con sus grandes ojos de sabueso clavados en la cara del militar jubilado.

La nueva regidora conversó unos instantes en alemán con su intérprete, agradeciéndole su ayuda, pero comunicándole que prefería practicar su castellano, por lo que necesitaba las traducciones solamente para los documentos oficiales y las reuniones formales. Bosch Peñafiel dio un brioso taconazo.

—A sus órdenes,mein hauptmann..., perdón: señora Alcaldesa.

La extranjera se pasó la mano por su rubio flequillo y empezó a hablar con evidente acento alemán.

—Soy Kerstin Wolf, aunque me puedes llamar simplemente Kerstin. —La alcaldesa dio la mano al policía atolondrado—. ¿Cómo te llamas? ¿Espero que pueda «tútete»?... quiero decir tutearte.

El hombre se relajó y miró con atención la cara delgada llena de pecas y los ojos intensamente azules de su interlocutora.

—Soy el agente Simón Serrano, señora, pero todo el pueblo me llama Pelopincho —dijo, cubriendo su boca para disimular un bostezo.

La alemana sonrió amablemente.

—Bueno, Simón, primero me gustaría ver el edificio, aunque no quiero, ¿cómo se dice?, «armar un sirio».

—Montar un cirio —le corrigió, amablemente, su atento intérprete.

Pelopincho, aliviado por haber podido escapar de la atención del temible legionario jubilado, enseguida comenzó la visita guiada.

—En esta planta está nuestra comisaría, la oficina de información municipal y la secretaría. Arriba, en la segunda planta, tenemos la sala de plenos y su despacho.

—Quisiera ir a la oficina de la secretaria primero, si eres tan amable —respondió la alcaldesa sonriendo.

Entraron a una oficina con varias mesas, cada una con su ordenador. Solamente una de ellas estaba ocupada, por una mujer de treinta y pico años, de estatura mediana, morena, de cara agradable y pelo negro recogido en un moño. Estaba tecleando, absorta en su trabajo, y tardó unos instantes en darse cuenta de la llegada del grupo.

—¡Señorita!

La empleada dio un salto y se puso de pie al oír la poderosa voz.

—Soy Bosch Peñafiel. Le presento a laFrauAlcaldesa, la señora Kerstin Wolf.

La mujer miró a los intrusos, parpadeando con sus grandes ojos de color café.

—Soy Cristina Serrano, la secretaria del ayuntamiento¬. Encantada de conocerla, señora Wolf.

—Llámame Kerstin, por favor —contestó sonriendo. Miró los papeles amontonados en su mesa y comentó que había muchísimo trabajo. La funcionaria agarró un fajo de facturas y encogió los hombros.

—La empresa eléctrica nos amenaza con cortar la luz y no tenemos un duro. Todo está muy mal. —Cristina suspiró hondamente.

Su nueva jefa puso cara seria y resoluta.

—Entiendo que la situación está fatal si no podemos ni siquiera pagar la luz eléctrica. Estamos «a dos bombillas» como decís por aquí.

Su traductor le susurró algo y Kerstin se puso colorada.

—Quiero decir a dos velas. Bueno, a ver qué podemos hacer para arreglar esta situación. Sigamos con la visita.

Subieron las escaleras y pasaron a una gran sala con cuatro banderas: municipal, autónoma, europea y nacional. Al fondo, detrás de la mesa de la presidencia, estaba el escudo del pueblo y dos fotos: a un lado el Rey Felipe VI y al otro una alemana regordeta, la jefa de facto de la Unión Europea.

—El viernes pasado recibimos la orden desde Madrid de poner ese nuevo retrato aquí —explicó la secretaria—. Dijeron que es para recordar que se ha terminado el despilfarro y que ha empezado el rigor presupuestario.

Todos se quedaron en silencio observando las fotos, inmersos en sus propios pensamientos. Kerstin, consciente de la delicada situación, cambió de tercio.

—¿Por qué está rota esa ventana? —Señaló al cartón que tapaba una hoja del ventanal hacia la calle.

Sin disimular su desagrado, la secretaria la miró con sus ojos cansados.

—Fue en junio durante el último pleno antes de la intervención europea. Don Camilo se subió su propio sueldo un treinta por ciento, aumentó las dietas de los concejales y despidió a diez trabajadores municipales. No dejaron entrar a la gente y hubo una manifestación en la plaza organizada por el 15M.

Kerstin escuchó con atención y ladeó ligeramente la cabeza.

—Ah, los famosos indignados. ¿Hay gente del 15M por aquí?

—Cuando las cosas se pusieron tan mal durante la primavera pasada, los del 15M empezaron a tener un poco más apoyo público, pero no duró mucho.

Siguiendo a Pelopincho, el grupo dejó el salón de plenos y Kerstin observó goteras en el pasillo y que las paredes necesitaban una mano de pintura. Cristina Serrano se dio cuenta.

—Realizaron una reforma hace cinco años con materiales malos. Sin embargo, dejaron muy bien la oficina del alcalde. Ahora lo verán.

—¡Damas primero! —corrigió el exsargento. Sin embargo, el agente de policía ya estaba a punto de entrar en el despacho.

Simón empujó con energía la puerta entreabierta, provocando un ruido tremendo. Un torrente de agua descargó sobre el desafortunado agente y a continuación un cubo de fregona le dio en la cabeza.

Pelopincho estaba empapado con agua sucia y jabonosa, sus rebeldes pelos aplastados.

—¿Qué pasa? —preguntó a los demás con una sonrisa resignada—. ¿Hoy es el día de los inocentes o qué?

2 La rojigualda ultrajada

La llegada de Kerstin Wolf a Villasur fue un acontecimiento histórico: un pueblo español intervenido directamente bajo el marco del Plan de Ajuste, Liberalización y Ordenación (PALO) impuesto a varios estados deudores del sur de Europa por la siniestra Comisión de Países Acreedores (COPA), recién formada después de la enésima crisis de la Unión Europea. Esta intervención fue presentada como la solución definitiva a los males endémicos de los países pecadores de la eurozona.

La plaza del pueblo recibió este hito tan señalado con una indiferencia absoluta. Los dos oriundos del pueblo seguían charlando, fumando y escupiendo. Debajo de un arbusto dos chuchos feos y pulgosos copulaban con frenesí, con Blas, el pitbull de Camilo, como único espectador interesado. Algunos gorriones limpiaban del suelo los restos de pan y patatas fritas que quedaban de la noche de juerga anterior. Debajo del toldo del bar España, un camarero senegalés con el cuerpo de un jugador de baloncesto y la piel color azabache, esperaba pacientemente las órdenes de los dos notables locales.

El primo, impactado por la importancia del suceso que había observado, reanudó sus reflexiones, ahora con el tono de un comentarista de fútbol.

—Lo más llamativo es que aquí no hay ni una cámara de televisión para presenciar esta escena que podríamos considerar como el peor momento de nuestra historia desde que Napoleón entró en Atocha a la cabeza de sus tropas o desde que Nelson invadió nuestro querido Peñón.

—No, Pito, fue Chamartín —rectificó Camilo, esta vez con menos paciencia—. Uno está al norte y el otro al sur de Madrid y Napoleón llegó desde arriba. Y Gibraltar fue ocupado un siglo antes de que ese maricón manco con un solo ojo nos derrotara en Trafalgar, gracias a la cobardía de los malditos gabachos. Siempre fuiste un auténtico zote en el colegio —concluyó, con su voz de fumador.

—Tú eras un listillo a pesar de no aprobar ninguna asignatura y hacer la vida imposible al pobre padre Gonzalo. —Agapito lanzó un suspiro al pensar en sus felices tiempos escolares—. Por cierto, organicé una pequeña sorpresita para la alemana en tu despacho. ¿Te acuerdas de la inocentada del cubo de agua encima de la puerta que hiciste tú una vez a nuestro profe?

Cami sonrió al recordar el éxito del truco y la cara del sufrido sacerdote al recibir una ducha inesperada. Felicitó a su primo por su iniciativa y comenzó a contemplar con satisfacción los múltiples triunfos de su vida.

—¿Quién tiene ahora dos bares, un restaurante, un puticlub, un campo de golf, una bodega, un bloque de pisos en Murcia y una finca de caza mayor en Extremadura, sin mencionar el resto de nuestro patrimonio familiar?

—Y las cuentas secretas en Zúrich y las Islas Caimán. —Pito acarició su barbilla filosóficamente y su voz, siempre aguda, llegó a falsete.

—¡No te metas donde no te llaman! —rugió el otro, enseñando sus fauces. Apodado el Tigre desde adolescente, fingió estar enfadado, aunque en realidad le encantaba hablar de los frutos de su dura labor de político.

—Pito, no te voy a contar nada de mis asuntos personales. Sabes que yo trabajo para el bien de toda la familia, para el bien del pueblo y para el bien de España, ¿no?

—Sí, y lo has hecho estupendamente. Empezaste currando en la churrería del tío Antonio a los dieciséis y luego estuviste casi treinta años de alcalde.

Cami se quedó callado unos instantes mientras recordaba sus largas jornadas de churrero y su primera y ajustada victoria electoral. Luego respondió con una voz grave y pausada, excavando con un palillo entre las muelas varios trozos de chorizo.

—Tú no te puedes quejar tampoco, Pitito. Si no fuera por mí, estarías todavía trabajando de autobusero en Guadalbóndiga.

—Lo sé, Cami, y estoy muy agradecido.

Otro nubarrón pasó por la cara del experimentado político que puso voz y pose de estadista con los brazos cruzados sobre el pecho.

—Pito, ya se han acabado los buenos tiempos. Primero ese lerdo del ZP, luego el imbécil de Rajoy, los múltiples rescates y ahora esta intervención en toda regla con la imposición de alcaldes de fuera. Esos gilipollas del norte no se fían de nosotros después de todo lo que hemos hecho por este país.

—Incluso aquí hay gente contenta con lo que está pasando, algunos de los rojos, por ejemplo. —La voz de Pito trinó como un petirrojo indignado.

Camilo también se enfadó y terminó su coñac de un trago.

—¡Son unos traidores! Y los peores son esos putos Lagartos del pueblo de abajo. Con «su» denuncia, ese cabrón de Rodrigo Fidalgo pretendió conseguir la revancha porque me tiré a su novia en BUP. Ahora él tampoco es alcalde de Villasur de Abajo y van a investigar también sus cuentas.

Agapito asintió, con su amplia papada moviéndose como un postre de gelatina.

—Y esa mujer quiere unir a los dos pueblos para ahorrar dinero. Y eso que llevamos mil años separados.

—¡Joder, Pito! Solamente son ciento y pico años. Desde que nuestro tatarabuelo, Leandro Serrano, se peleó con el abad de San Simón al fracasar su negocio de suministrar vino barato a las tropas en Marruecos. Pero te voy a decir una cosa, primito...

Camilo se quitó las gafas de sol de forma dramática, revelando unos pequeños, aunque penetrantes, ojos negros.

—Agapito, esa furcia verde no se va a comer una rosca en nuestro pueblo. Y estos cabrones del PALO no van a tocar ni un céntimo de nuestro patrimonio familiar. He tomado las medidas pertinentes y no van a encontrar nada, te lo aseguro. Nos quedaremos aquí unos meses tomando cafés tranquilamente y vigilándoles. Al final, esa tipa tendrá que volver a Berlín con las manos vacías. Te lo juro por la Virgen de La Maliciosa.

Camilo se santiguó con sentimiento y, para dar más énfasis a sus palabras, golpeó la mesa con su puño, acción que despertó al pobre Blas de sus sangrientos sueños caninos. Pito no se extrañó nada de las formas vehementes de su primo.

—Lo sabía, Cami. Todo está atado y bien atado —dijo aliviado—. Eres un auténtico lince para los negocios.

El anterior alcalde de Villasur de Arriba tocó el cuello de su camisa como si estuviera ajustando una corbata imaginaria y sentenció tajantemente:

—Es que soy todo un emprendedor, ¿a que sí?

Cristina Serrano explicó que algún gracioso debía de haber organizado la inocentada durante el fin de semana, porque el personal de limpieza no había llegado todavía. Llamó a alguien para limpiar el suelo y se ofreció a secar la camisa de Pelopincho, pero el policía quería terminar con la visita turística de su nueva jefa.

El nuevo despacho de la alcaldesa era enorme, con suelo de mármol y, en las paredes, librerías llenas de tomos legales encuadernados en cuero. En el centro había un escritorio y un ordenador con pantalla grande. En un lado los visitantes observaron dos sofás de cuero blanco, un mueble bar y un televisor Bang & Olufsen ultraplano.

—¡Gott im Himmel! ¡Vaya despachito! —exclamó el intérprete, acercándose al televisor con admiración. No obstante su jefa discrepó con vehemencia.

—¡Nein! ¡Es horroroso,HerrBosch! ¿Y este lugar es mi oficina ahora? —Kerstin miró con cara de pasmo, sacudiendo su cabeza con incredulidad.

—Es el lugar de trabajo del alcalde… o la alcaldesa —explicó Cristina Serrano—. Tiene aire acondicionado y detrás de esa puerta hay un baño con jacuzzi. Don Camilo utilizó esta sala para sus fiestas privadas. Por cierto, hay buenas vistas desde la terraza.

La secretaria abrió la puerta y todos salieron a un balcón grande donde se izaban las banderas y donde se apreciaba un panorama impresionante. A la izquierda estaba la montaña de La Maliciosa, con las laderas cubiertas de pinares que bajaban hasta el mismo pueblo de Villasur de Arriba. Dentro del núcleo urbano, se veían urbanizaciones de chalets entre los árboles, luego bloques modernos de cuatro o cinco pisos y finalmente el casco antiguo, un oasis de belleza en medio de un desierto de fealdad.

—No se puede observar el castillo desde aquí, pero sí se ve la abadía del pueblo de abajo —aclaró Cristina, señalando hacia el sur. Solo una franja de pinares separaba los dos pueblos y, bajando la cuesta un poco más, empezaban otra vez las urbanizaciones. Unos pocos tejados antiguos se agrupaban alrededor de una gran iglesia, con una gigantesca torre de estilo barroco.

—¡La bandera está mal! ¡Cámbienla inmediatamente! —exclamó Bosch Peñafiel, mirando con horror la rojigualda con su escudo al revés.

Rápidamente, el empapado policía Serrano trató de arriar la enseña nacional. Sin embargo, con su nerviosismo, se quedó enganchada y no había forma de moverla. Esperó con inquietud la siguiente embestida verbal del sargento retirado.

Por un momento la alcaldesa se olvidó de la gravedad de su cargo, recordó sus días como adolescente en losscoutsalemanes, y se quitó los zapatos. Exclamó algo en su idioma, trepó por el mástil hasta llegar a la cuerda atascada y, con habilidad, quitó el nudo, liberando la bandera de su cautiverio. Bajando otra vez, entregó el símbolo patrio a Pelopincho, pero el pobre agente estaba tan estresado que se lo dejó escapar de las manos. El trozo de tela comenzó a caer lentamente hacia el suelo de la plaza con las cuatro personas en el balcón como observadores impotentes.

—¿Qué has hecho, imbécil? ¡Mereces un mes en el calabozo por agravio a la bandera! —tronó Bosch, mientras su bigote bailaba con rabia.

La situación empeoró aún más cuando los dos perros callejeros, saciados por su coito matinal, se acercaron a la enseña ya tendida en el suelo. El macho, feo y pulgoso, levantó su pierna y, sin más ceremonia, meó encima de la tela rojigualda. En ese momento, el pequeño grupo del balcón observó cómo un hombre grueso con el cabezón rapado cruzó la plaza corriendo con sorprendente agilidad, acompañado por un pitbull que gruñía de forma terrorífica.

Los chuchos se esfumaron en un instante, dejando la enseña ultrajada en manos del antiguo dueño y señor de Villasur de Arriba.

3 La cabra tira al monte

Su mano izquierda se deslizó por unos muslos tan suaves como la seda, subió una pendiente y llegó a la cima de dos magníficas nalgas. Después desapareció entre las dos piernas e intrépidamente inició la exploración de unas zonas más oscuras. Mientras sus dedos trepaban por las laderas del monte de venus, la otra mano sujetaba un móvil y su dueño escuchaba con atención las noticias de su servicio privado de información.

—Vale, Primi. Cuéntamelo todo… ¡No me jodas! ¡A la Prusiana no le gustó mi despacho! ¿Qué dices? ¿Hortera? ¿Yo? ¿Y qué hizo la tipa después? ¿Un sándwich para comer? ¡Luego salió a pasear a las siete y pico con este calor! ¿Está loca o qué?

El Tigre quitó su mano del cuerpo de la morena tumbada en la cama y la olió con placer antes de coger un cigarrillo. La mujer, una ucraniana de 1.80 y poseedora de un cuerpo de fábula, alcanzó el mechero de oro y encendió el cigarro de su acompañante, vestido solamente con unos calzoncillos de rayas azules.

—Vale, vale, Primi. Llámame cuando tengas más noticias —dijo, rascándose su enorme barriga peluda y soltando su teléfono.

Su amante giró la cabeza, observándole con preocupación.

—¿Qué pasa, Cami? ¿Qué ha hecho esa alemana? ¿Ya hay problemas?

—No, tú tranquila, Marina. Todo está bajo control —respondió, echando un impresionante anillo de humo que flotó hacia el techo.

—¿Por qué estás preocupado? Algo te pasa.

Camilo elevó su mentón y miró con sus ojos penetrantes a la mujer desnuda.

—¿Tienes alguna queja, Marinita?

—No, mi amor, eres misex machinede siempre, pero noto que estás un pelín distante. Eso es todo —contestó, apresuradamente.

El Tigre empezó a hablar con un tono resuelto.

—Bueno, estos son tiempos duros, tiempos de crisis. No obstante, ganaremos. ¡Venceremos como venció don Pelayo!

—¿Quién es ese? No le conozco. ¿Es futbolista?

A pesar de su excelente castellano con leve acento del este de Europa, Marina nunca había estudiado la gloriosa historia nacional e ignoraba por completo la existencia de la Reconquista. Camilo no tenía ganas de embarcarse en una explicación histórica.

—Lo que quiero decir es que España saldrá bien de todo esto. Y yo saldré más fuerte que nunca. Lo verás.

Sin embargo, la cara de Marina seguía registrando inquietud y continuó con su letanía de problemas.

—¿Y mientras tanto qué va a pasar? Las cosas en el espá van fatal. Las chicas no saben qué hacer y apenas tenemos clientes. Si sigue el negocio así, tendré que despedir a la rumana y a la filipina que son un poco viejas. Y a esa brasileña que es muy puñetera —añadió, con tono quejica.

—¿Y qué pasa con los habituales? Ellos por lo menos irán.

Lamadamecomenzó a realizar un rápido repaso de los clientes regulares.

—Bueno, está tu primo Agapito y ese tío relamido del ayuntamiento de abajo.

—Fausto Fidalgo, el secretario municipal. Le llaman el Ocelado porque es el hijo de puta más grande de todos esos malditos Lagartos.

—También está el abad, por supuesto. Viene los sábados como un reloj, aunque paga tarde y mal. Y nos visita el profe de inglés, Graham, pero es más raro que un perro verde. A mis chicas no les mola todo ese rollo de látigos y máscaras y a mí tampoco —espetó, poniendo cara de asco—. Durante los fines de semana hay cada vez menos domingueros y el turismo está por los suelos. También estoy preocupada por lo de las subvenciones para turismo rural que conseguiste para montarlo. Ayer, vino por el espá un tío de Guadalbóndiga haciendo preguntas. No sé si era un inspector de Hacienda.

El empresario no se inmutó al oír la referencia a la temida agencia tributaria.

—Tú tranquila. Tengo un buen contacto en la delegación provincial y me informa de todo. Además tenemos controladas las investigaciones de la Prusiana —dijo con satisfacción, dando otra calada a su cigarrillo.

—¿Cómo es? ¿Es guapa? —A Marina le picó el gusanillo de la curiosidad y, por un momento, olvidó sus preocupaciones empresariales.

— La vimos hoy en la plaza. ¡Más fea que el pecado! Flaca y más lisa que una tabla de planchar. A Agapito le pone, pero ese es un auténtico omnívoro con las tías. Sabes cómo es, mucho ruido y pocas nueces —dijo, soltando un par de carcajadas, imaginando a Pito intentando ligar con la alemana.

—¿Qué ha hecho esa tía en su primer día?

—La fulana llegó al ayuntamiento sobre las once y dio una vuelta por el edificio. Visitó mi despacho, por ejemplo.

—Con lo bien que lo pasamos allí. ¡Qué recuerdos, Cami! —exclamó con nostalgia, riéndose y mostrando unos dientes torcidos: su indudable belleza sufría un importante revés cada vez que abría la boca.

—Después de la visita, la Prusiana empezó a trabajar con las cuentas municipales. Luego habló con algunos trabajadores. Comió un sándwich vegetal en su despacho y trabajó hasta las seis y pico.

—¿Un sándwich vegetal? —preguntó la extrañada ucraniana.

—Sí, dicen que es vegetariana. Por la tarde mandó unos correos a sus jefes en Berlín, aunque no los tengo traducidos todavía.

Marina se dio la vuelta y se incorporó, mostrando dos pechos impresionantes.

—No me fío nada de esa mujer, Cami. Conozco bastante bien a los alemanes. Son muy metódicos y ella encontrará algo. Estoy segura de ello.

Su amante ya estaba levantándose y le contestó con impaciencia.

—¡Bah! Tonterías. Esos lerdos teutones no son capaces de conocer los entresijos de este país. Son muy previsibles. Bueno, Marinita, tengo que irme ya porque tenemos invitados en casa esta noche.

Los dos se vistieron y salieron de la habitación, directamente a un patio con césped, una fuente y estatuas de juguetonas ninfas romanas. Camilo se dirigió al aparcamiento y se puso al volante de su potente Jaguar XF. A la salida pasó bajo un gran cartel luminoso en el que faltaban varias letras, «V llasu Well ess y Sp», y empezó a conducir con brío rumbo al pueblo por una pequeña carretera que serpenteaba entre pinares. Después de pasar por una curva empinada vio la figura de una solitaria excursionista, con el pelo rubio, subiendo por un camino.

«¡Ah! la Prusiana ya está explorando nuestro monte —murmuró—. Debería tener cuidado porque hay muchos lobos peligrosos en estos bosques».

El exalcalde sonrió y pisó el acelerador. Con un fuerte rugido su coche se lanzó cuesta abajo hacia las torres del castillo de Mariano Matamoros. Mientras tanto, la senderista siguió su caminata vespertina.

Kerstin había estudiado las rutas senderistas de la zona antes de coger su vuelo a Madrid. Llevaba una aplicación en su móvil para orientarse en las montañas, además de una mochila bien equipada. Hoy, en su primera salida, iba a subir hasta la Fuente del Renegado a unos mil trescientos metros, un lugar con excelentes vistas de los dos pueblos. Le encantaba el senderismo y solía pasar los domingos con su pareja Wolfgang y su hijastro Stefan andando por el bosque de Grünewald cerca de Berlín y en los montes Harz. Mientras subía por un estrecho y pedregoso camino, reflexionaba sobre el contraste entre los bosques alemanes, tan verdes con sus hayas, fresnos y abedules, y estos pinares tan secos. Sin embargo, esta vegetación tenía su propia belleza. Entre los pinos negrales y albares crecían varios arbustos, la mayoría de los cuales ella no conocía, aunque sí pudo identificar los escaramujos, majuelos y zarzamoras.

Después de cruzar una carretera, la senderista oyó el cercano rugido de un coche. Por lo demás, había una tranquilidad difícil de conseguir cerca de Berlín y solamente los cantos de los pájaros acompañaban su subida. Llegó después de una hora a una antigua casa en ruinas y una fuente de piedra seca donde sacó su cantimplora y bebió mientras admiraba las vistas del valle del Avispero. Abajo, los pueblos parecían juguetes, el pueblo de arriba dominado por el castillo medieval y el de abajo arrimado a la gran abadía barroca. Más lejos, después de unos campos de pasto y vides, empezaba una zona de cultivos intensivos, con plásticos. Al otro lado de un río, Kerstin distinguió un gran centro comercial, la autopista, la línea del AVE y un aeropuerto abandonado, todos monumentos a los años de euforia de la burbuja inmobiliaria. A lo lejos, la vista se perdía en un interminable paisaje de dehesas de encina y colinas pardas y grises.

La caminera miró la hora en su móvil. ¡Casi las ocho y media! Iba a anochecer dentro de poco y no había cobertura allí en el monte, algo que la previsora excursionista no había anticipado. Ahora, al no funcionar el GPS, estaba sin su aplicación para orientarse y tendría que recordar el camino de vuelta. Enseguida comenzó la bajada pero, después de un kilómetro, llegó a una bifurcación y, no recordando por dónde había subido, cogió la senda de la izquierda porque le pareció un poco más grande.

Mientras el sol desaparecía detrás de las montañas, la berlinesa anduvo por ese camino que cada vez se volvía más estrecho. Cruzando un barranco tuvo que pelear con las agresivas zarzas que cortaban sus piernas, haciéndolas sangrar. Paró unos instantes para probar otra vez el móvil, pero seguía sin cobertura y, cuando intentó volver otra vez por el mismo camino, tampoco tuvo éxito.

Kerstin se sentó sobre una roca y empezó a rabiar. Estaba completamente perdida en medio de un zarzal. ¡Cómo se iban a reír los de Villasur de Arriba y Abajo de su nueva alcaldesa perdida en el monte! Todavía tenía media cantimplora, aunque la noche amenazaba con refrescar y no llevaba ropa de abrigo. Decidió pedir ayuda y gritó con toda su fuerza en tres idiomas: «¡Socorro!¡Hilfe!¡Help!» Cuando no era capaz de chillar más oyó un ruido raro, quizás de un animal, dentro de la maleza. ¿Qué era? ¿Un jabalí? ¿Un lobo? A pesar de su gran amor por la fauna, no tenía ninguna gana de encontrar una bestia salvaje en medio del monte por la noche.

En la creciente penumbra del bosque, el animal avanzaba de forma implacable hacia ella, produciendo unos extraños y amenazadores gruñidos. Con resolución, la flamante regidora de Villasur de Arriba y Abajo cogió una piedra, preparándose para lo peor.

4 El rescate español

—¡Vaya día! Estos alemanes no son como los de antes, aunque siguen trabajando como auténticas máquinas. ¿Qué habría pensado de todo esto mi pobre madre que en paz descanse?

Gustavo Bosch Peñafiel hablaba con el espejo mientras atusaba su magnífico bigote blanco e inspeccionaba su cara, suave y poco arrugada a pesar de los largos años de legionario. Después de volver al Hotel Maliciosa y echarse una siesta, se había dado una ducha rápida. En vez del sobrio traje negro, ahora llevaba pantalones bien planchados y una impecable camisa de manga corta.

Dejó su llave en recepción y salió a la calle, o mejor dicho a la carretera que bajaba desde Villasur de Arriba hacia el pueblo de abajo. El Hotel Maliciosa (tres estrellas) era un edificio feo de los años ochenta y el aparcamiento estaba casi vacío excepto por unas adelfas tristes y unos cubos de la basura. El caminante subió la cuesta y pasó por una gasolinera y un almacén de materiales de construcción, cerrado desde hace años. Todavía hacía calor pero era un hombre de rutina: lloviera, tronara o relampagueara, a las ocho y media en punto siempre daba su paseo diario.

En el pueblo se extendía un aire triste de final de verano y, mientras paseaba entre los bloques de pisos, Gustavo observó unos grupos de familias reunidos alrededor de las piscinas, como las tribus primitivas en torno a las hogueras. Los múltiples carteles de «Se Vende» o «Se Alquila» y «Urge la venta» en los portales, aumentaban la sensación de melancolía colectiva. Dentro del casco antiguo, en las ventanas de varias antiguas casonas se colgaban los mismos letreros. Muchos pequeños comercios estaban cerrados, con sus escaparates mugrientos y tapados por viejos anuncios.

Pronto el militar retirado llegó a las puertas de la iglesia, un edificio sólido aunque sin personalidad arquitectónica alguna. Cuando entró en el templo recibió un golpe de oscura frescura y se santiguó, mientras sus ojos se acostumbraban a la falta de luz. Luego encendió dos velas, una por cada uno de sus difuntos padres y, mientras depositaba unas monedas en la colecta, se dio cuenta de que le observaba un hombre de unos cincuenta y tantos años, vestido con unos viejos vaqueros, camiseta y alpargatas.

—Bienvenido a nuestra humilde iglesia. Soy el párroco Gumersindo —le dijo con una voz melodiosa. A pesar de su vestimenta despreocupada, tenía más pinta de galán de Hollywood que de sacerdote católico, con un rostro de rasgos regulares y un cuerpo flaco aunque musculoso.

—Encantado, padre. Gustavo Bosch Peñafiel, a su servicio. ¿Qué pasa aquí? Parece medio muerto, un pueblo fantasma. Todo está en venta y los comercios están cerrados. Las cosas están mal donde yo vivo, pero no así —dijo, frunciendo el entrecejo.

—Bueno, es una larga historia —respondió el párroco, sonriendo y revelando unos perfectos dientes blancos—. El centro comercial de la carretera tiene mucho que ver, pero no soy el más adecuado para contarle cosas del pueblo porque solamente llevo unos meses aquí. Antes fui misionero en Sierra Leona durante muchos años, trabajando por los niños soldados.

Al oír la palabra «soldado» el bigote de Gustavo se puso en alerta.

—Yo fui miembro del ejército casi toda mi vida. Gracias a los contactos de mi padre, entré en la Legión con quince años y luché en África. A mí no me hizo ningún daño ser soldado joven —afirmó con orgullo.

El sacerdote le miró y pasó una mano por su bien peinado pelo moreno.

—Quizás, señor Bosch. Sería interesante escuchar sus experiencias en África. A mí me encanta y la gente africana es maravillosa, aunque sé que son muy distintos los del Sáhara y los africanos de más abajo. A pesar de las guerras y la pobreza, son más nobles que nosotros. Y como dijo Jesús, «bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra».

Al oír la cita bíblica, el traductor le contestó hábilmente.

—Está muy bien, padre, pero mi línea favorita del Sermón de la Montaña es «saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás con claridad para sacar la mota del ojo ajeno».

El galán, apodado el George Clooney del púlpito por algunas y algunos de sus fieles, levantó su ceja izquierda con sorpresa.

—Veo que usted conoce bien el evangelio, señor Bosch.

—Fue por mi madre. Una verdadera santa por aguantar a mi padre, un hombre de carácter fuerte —contestó, haciendo una imperceptible mueca de dolor que el rompecorazones eclesiástico notó.

—¿Por qué no viene a misa? Mañana a las ocho por ejemplo.

Gustavo le dio las gracias, aunque declinó la invitación por coincidir con su jornada laboral.

—Bueno, señor Bosch, ha sido muy agradable charlar. Que la paz de Dios vaya con vos.

El exsargento le agradeció la bendición y salió del santuario hacia la plaza del pueblo. Allí se sentó en una mesa debajo de los tristes castaños para tomar algo y se dio cuenta de la hora en el reloj del ayuntamiento.

—¿Dónde está laFrauAlcaldesa? —susurró irritado—. Había quedado en llamarme a partir de las nueve. Y verde o no verde, es una persona seria. ¡Carajo! ¡Vaya día!. —Tomó un sorbo de vermut y suspiró hondo.

Dentro del zarzal, el misterioso animal continuó su implacable avance hacia la cada vez más agitada excursionista. Ella sujetó la piedra y la tiró con toda su fuerza en dirección a la bestia. Enseguida oyó un bramido descomunal.

—¡No! ¿Qué haces? No tires piedras. ¡Maltratadora!

Aunque no pudo ver al autor del grito, respondió con tono ofendido.

—¿Qué me dices? ¿Dónde estás? ¿No ves que estoy perdida y atacada por un lobo? —protestó enérgicamente a pesar de su voz afónica. Con la poca luz que había adivinó la figura de un hombre en el borde del barranco que le espetó:

—¡Imbécil! No es un lobo, es mi mastín, Cid.

La cara pecosa de la alemana se ruborizó con una mezcla de vergüenza e ira.

—¡No me llames imbécil! Ayúdame. Por favor —le suplicó, cambiando a un tono más conciliador—. Estoy perdida, atrapada y me sangran las piernas.

Inmediatamente, el misterioso individuo empezó a bajar la cuesta hacia el fondo del barranco y la intentó apaciguar.

—Tranquila, ya voy. Pero no tires más piedras a Cid. Es un buenazo.

El perro, de cabeza enorme y cara simpática, alcanzó a Kerstin, moviendo su rabo, lanzándose encima de ella con lametones y cubriéndola de baba. Cuando el hombre llegó, ella había recuperado algo de calma, aunque todavía estaba enojada. Para colmo, el tipo se reía a carcajadas mientras se abría paso por las zarzas con su bastón.

—¿Pero, mujer, cómo has llegado aquí? ¡En un zarzal a estas horas!

Ella ignoró los comentarios. Respondió en un tono formal, sin darle la mano.

—Gracias por ayudarme. Me llamo Kerstin Wolf.

El individuo, con más o menos la misma altura que ella y rondando los cuarenta años, vestía pantalones cortos viejos, camiseta y botas de montaña. Unos prismáticos colgaban de su cuello, llevaba una pequeña mochila en la espalda, y, con la luz de linterna, Kerstin pudo discernir una tez curtida por el sol. La miró con atención al oír su nombre y soltó una nueva risotada.

—Ah, tú eres la nueva alcaldesa de los dos pueblos. ¡Qué divertido!

La alemana le respondió con una mirada feroz.

—Esta situación no tiene ninguna gracia para mí. Me perdí porque no funcionó el mapa en mi móvil. No hay cobertura aquí —se disculpó, sacando su teléfono de su bolsillo. Sin embargo, el español solamente encontró otro motivo de mofa.

—No te puedes fiar de la tecnología como en Alemania. Ven, te ayudo. —Se puso serio y ofreció su mano para sacarla del zarzal, pero la otra la rechazó.

—¡No me toques! Puedo hacerlo yo —afirmó, mirándole de forma desafiante.

Subieron por una pequeña senda casi escondida por la vegetación y pronto estuvieron otra vez en el pinar abierto. El hombre avanzó rápidamente y Kerstin le siguió con dificultad porque empezaban a molestarle los cortes en sus piernas, estaba cansada y tenía hambre. En unos veinte minutos llegaron a la carretera donde estaba aparcado un antiguo Opel Corsa color blanco. Su dueño abrió la puerta del pasajero y el mastín saltó a los desgastados asientos traseros, cubriéndolos con baba.

—Lo siento. Cid no es muy cuidadoso y el Corsa es un desastre. Pero a mí no me ponen los coches.

Por primera vez Kerstin se fijó de cerca en el rostro de su salvador: además de una barba rojiza, tenía unos grandes ojos verdes, una nariz aguileña y una cicatriz encima de su ceja izquierda.

—Por cierto, mi nombre es Fernando. Fernando…

—¿Serrano?

—¿Cómo lo sabías?

Ahora le tocó a Kerstin burlarse de su acompañante.

—Todo el mundo aquí tiene este apellido.

—Aprendes rápido, pero no. Mi familia es de Madrid y no tenemos nada que ver con este pueblo. Bueno, tenía un tío abuelo que me dejó en su testamento una casita en el pueblo de abajo y por eso vengo aquí.

Los dos se introdujeron en el vehículo y el conductor tardó unos segundos en arrancar el decrépito motor.

— ¿Dónde quieres ir, Kristin?

En vez de responder, ella corrigió bruscamente su nombre y, en ese momento, el coche sufrió un violento ataque de hipo. Por fin tranquilo el motor, Fernando le preguntó otra vez por su destino.

—Por cierto, deberías curar esas bonitas piernas —añadió, ojeando sus atractivos contornos.

—¿Hay un centro de salud abierto a estas horas?

—Sí, en la cuesta entre los dos pueblos. Pero, si vas allí, en un santiamén todo el pueblo se enterará de que se ha perdido su nueva alcaldesa en el monte.

—Eso me da lo mismo —dijo con orgullo, aunque su respuesta no fue convincente.

—Vente a casa y te las arreglo yo. He sido voluntario de la Cruz Roja, elRotes Kreuzen alemán, ¿no?

—No sé. —Kerstin dudó en aceptar la invitación para ir a la casa de un desconocido en su primera noche en Villasur—. Había quedado en llamar a mi ayudante… Pero bueno, vale... y gracias. Si no fuera por tu ayuda, estaría todavía atrapada en esa maldita «zarzuela».

—Zarzal, zarzuela es un tipo de ópera —el español se tronchó de risa otra vez.

—¿Siempre eres tan gracioso, Fernando? Por cierto, ¿qué demonios estabas haciendo tú en el monte a estas horas?

—Bueno, Kristin; perdona, Kerstin. Es una historia muy larga, te la cuento después de curarte las heridas y de darte una cervecita fría.

5 Uvas y queso saben a beso

Tres personas estaban sentadas en la terraza de un gran chalet en las afueras de Villasur de Arriba. Una mujer delgada, con la piel cetrina y los ojos achinados, servía café a dos varones, su marido y otro hombre de unos veintitantos años con camisa blanca de marca, arremangada. Era un hombre alto con una nariz que constantemente se levantaba como si estuviera oliendo algo. El invitado se frotó las palmas de las manos y felicitó a la anfitriona con el inconfundible acento de un vecino del madrileño barrio de Salamanca.

—La cena ha estado fenomenal, señora Serrano. ¿Los tomates del salmorejo son de su propio huerto?

La mujer le lanzó una mirada maternal mientras tocaba las perlas que rodeaban su cuello de gallina.

—Ya te lo he dicho varias veces, llámame Isabel. No, los tomates son del centro comercial. Hace mucho tiempo dejamos de cultivar nuestras verduras porque es de paletos. Además son más bonitas las que hay en los supermercados, ¿verdad, Torres?

El joven se puso nervioso y la punta de su nariz se crispó cuando intentó remediar su metedura de pata.

—Doña Isabel, no quería decir que usted los cultivara. Su jardinero…

El marido de la anfitriona le ayudó en su apuro.

—Torres, echamos a la calle al jardinero hace bastante tiempo y ahora tenemos una empresa de jardinería que viene una vez al mes con su maquinaria y sus productos fitosanitarios. Así contamos con buena productividad y lo último en tecnología: césped artificial y arbustos con riego automático. ¿Isabel?

—Sí, mi vida —respondió su media naranja mientras recogía platos de la mesa.

—Tráeme un coñac con hielo. ¿Qué quieres tú, Torres?

El madrileño pidió un licor de manzana sin alcohol porque tenía que coger el coche al llegar a Madrid.

—¡Bah, tonterías! No pasa nada si te tomas un par de copitas. ¿Un puro?

—No, gracias, don Camilo. Nunca he fumado —respondió el joven, añadiendo un ademán para pedir perdón.

—¿Qué pasa? ¿No tienes vicios? Seguro que sí —aventuró con una sonrisa lasciva—. Vamos al grano. ¿Qué tal todo en Génova?

—Todo está tranquilo por el momento y va bien la colaboración del gobierno con la COPA. —Con el nuevo decreto ley de Derechos y Libertades Ciudadanos vamos a eliminar casi todas las manifestaciones, porque tendrán que pedir permiso con un mes de antelación y todo serán pegas. Por supuesto habrá concentraciones ilegales, pero hemos triplicado el número de antidisturbios y ya han metido a unos cuantos subversivos en el calabozo.

—Bien —gruñó con agrado el otro—. ¿Y las huelgas?

Torres continuó recitando, como un empollón con los deberes hechos.

—Como sabe, la regulación de los paros voluntarios de los trabajadores es otro punto en nuestro programa reformista: habrá pocos después de la reforma de la seguridad social. Cada día de huelga contará como cinco días de trabajo y un mes de pensión. Además, los sindicatos están cagados desde que les hemos quitado las subvenciones e investigado sus cuentas.

—¿Y qué hacen los sociatas? —preguntó Camilo, pensando en sus enemigos jurados, Rodrigo Fidalgo y su hermano el Ocelado.

—No pueden hacer nada y se han hundido aún más en las encuestas. Ahora les tenemos cogidos por los huevos porque firmaron el pacto del PALO, el Plan de Ajuste, Liberalización y Ordenación.

Sé muy bien qué es el PALO. —Cami levantó su mentón y miró al joven con irritación—. Además, siempre he sido un político reformista, algo que se puede ver en este pueblo con todas las privatizaciones.

—Por supuesto, don Camilo. Continúo. Ahora los socialistas se tendrán que tragar la operación completa. Los primeros representantes de la COPA llevan varias semanas aquí y hoy han intervenido ciento y pico ayuntamientos.

En este momento Camilo entendió la falta de cámaras cubriendo la llegada de la Prusiana; había estado tan ocupado durante el día que ni siquiera había visto el telediario. Como si estuviera leyendo la mente del empresario, Torres prosiguió con su dosier informativo.

—Ni siquiera ha habido grandes incidentes. De todas formas, tenemos los medios controlados con el Pacto por la Libertad de Prensa que han firmado todos. Por supuesto, están los rojos dando por saco en Internet, pero hemos contratado un grupo de hackers rusos para jorobarles —concluyó Torres.

Camilo se puso de pie y cogió un mando automático de la mesa.

—Vamos, Torres, te voy a enseñar el jardín.

Los dos hombres empezaron a dar una vuelta por la parcela que se asemejaba a un centro de jardinería con esculturas, fuentes, tinajas, lámparas y farolas por todos lados. Cami pulsó varios botones y se encendieron y se apagaron unas luces de colores de feria. La piscina se puso rosa fucsia, las figuras neoclásicas se colorearon de verde y se encendieron unos patrióticos focos rojos y amarillos a lo largo de la verja. Con el mando, el empresario manejó las fuentes, entre ellas una Cibeles en miniatura para celebrar las victorias del Real Madrid con los amiguetes.

El madrileño elevó su nariz de conejo como si estuviera olfateando lechugas entre las estatuas.

—Muy bonito, don Camilo. Debería poner algo así en el jardín de Boadilla, aunque es mucho más pequeño que el suyo, por supuesto.

El empresario sonrió de forma condescendiente.

—Por supuesto, hijo, solo estás empezando en política.

Terminada la demostración, la pareja emprendió la vuelta hacia la terraza. El anfitrión hablaba por teléfono cuando Torres vio unos ojos luminosos en los espesos arbustos. Se puso en cuclillas y empezó a hacer ruidos:

—Ps... ps... ps.... Ven aquí gatito lindo. Vamos, bonito. No tengas miedo. Soy tu amigo.

El amante de los felinos se quedó de piedra cuando una fiera negra saltó como un pequeño puma hacia él, bufando y con las uñas fuera. La bestia se lanzó directamente hacia los ojos del invitado, que apenas tuvo tiempo para proteger su cara con el brazo. El animal hundió sus afiladas garras en el mullido antebrazo de Torres y, en un instante, había desaparecido.

El viejo coche de Fernando iba despacio y crujía cada vez que pasaba por encima de uno de los baches de la carretera. Kerstin sentía la respiración calurosa del mastín en su nuca y, de vez en cuando, un lametón cubría sus hombros de baba. El conductor se dio cuenta sin hacer nada para detener estas muestras de afecto.

—Parece que a Cid le gustas, algo excepcional porque suele ser bastante antipático con la gente, aunque es un ligón empedernido —dijo, riéndose.

La alemana intentó sin éxito alejar al gigante casanova canino.

—Bueno, me sentiré honrada. De todas formas, me gustan los animales y en nuestro piso en Berlín tenemos un gato.

—Ah, Kristin; perdona, Kerstin, ¿estás casada? —Fernando la miró de reojo, notando sus pechos pequeños y sus largas piernas blancas.

—No, no estoy casada, pero llevamos unos diez años juntos. No tengo hijos propios, aunque mi pareja tiene un hijo de quince años. ¿Y tú?

Después de un largo silencio el otro empezó a hablar, esta vez con tono serio.

—Si quieres saberlo, tengo dos hijos y llevo dos años separado. Trabajaba como informático en una gran empresa en Madrid, pero me despidieron y al mismo tiempo se fue al carajo mi matrimonio. Decidí cambiar de vida y vivo de mis ahorros y de unos trabajitos de informática que me salen de vez en cuando. Y tú, ¿por qué te has metido en este lío?

—Llevo tiempo implicada en política, en Berlín, en el Partido Verde, y me convencieron de presentarme a las elecciones porque hablo bien el castellano. Lo estudié en la universidad y, desde entonces, he pasado temporadas aquí.

—A mí no me gusta ni la política ni los políticos. Ni siquiera esos nuevos con coleta —contestó Fernando, poniendo cara de disgusto—. Yo paso de todo eso e intento vivir mi vida en paz.

—¿No quieres hacer nada? ¿Solamente quieres «ver los toros desde la vereda»?

—¡Desde la barrera! —corrigió el otro, soltando una carcajada—. Además, no me gustan las corridas para nada. —Cuando su pasajera no le respondió, se dio cuenta de que estaba ofendida de nuevo, y dejó de reírse.

—Mujer, no quería burlarme de tu castellano que es mucho mejor que mi inglés y mis cuatro palabras de alemán. Para contestar a tu pregunta, no hago nada porque creo que este país no tiene remedio.

—Personalmente, pienso que hay que intentar cambiar las cosas —declaró Kerstin, todavía irritada.

—¿Piensas que tú podrás cambiar algo aquí? Una guiri de jefa. ¡Ni de coña!

—No soy la jefa y solamente tengo el encargo para seis meses, nada más. Luego me voy y os dejo en paz. ¿Es porque soy extranjera o porque soy mujer que no te gusta que sea alcaldesa?

—Tranquila, Kerstin, no soy racista ni machista, todo lo contrario. No me gusta el poder y punto. Bien, aquí estamos —dijo, parando el vehículo fuera de una casa baja.

Entraron directamente a una habitación espartana con una mesa, varias librerías y un viejo sofá frente a una estufa de leña. El dueño de la casa señaló los montones de libros y revistas.

—Lo siento, este sitio es un caos. Te traigo algo para beber y comer. Siéntate aquí un momento —dijo, yéndose a la pequeña cocina.

Volvió con una bandeja con dos latas de cerveza, queso de cabra, pan y un racimo de uvas. Cuando se fue de nuevo para buscar unas tiritas Kerstin no pudo aguantar un segundo más: el primer trago de la cerveza fría fue fantástico y el queso riquísimo. Mientras bebía y comía observó unas revistas sobre aves y cuadernos con anotaciones. Al retornar Fernando, se dio cuenta de que su barba rojiza escondía una mandíbula poco pronunciada y que había canas en su pelo negro.

—¿Eres ornitólogo? —preguntó Kerstin.

—Sí, me gustan los pajaritos. Estaba observando un nido de águilas reales cuando te oí gritando como una posesa. Bueno, mi señora Alcaldesa, pon tus lindas piernas encima de esta silla para que te limpie las heridas.

El enfermero aficionado sacó agua oxigenada, se puso de rodillas en el suelo y empezó a trabajar. Aunque los rasguños escocían, la sensación de sus manos encima de sus muslos, rozando sus pantorrillas, fue muy agradable, demasiado placentero. Kerstin empezó a imaginar esos brazos morenos abrazando su cuerpo. Y esa boca sensual besando su cuello…

Fernando, todavía de rodillas frente a la alemana, acabó sus cuidados y estudió su trabajo con satisfacción, manteniendo sus manos en los muslos manchados con Betadine.

—Bueno Kerstin, el asunto no estaba tan mal. Mucha sangre y nada más.

—Ven aquí —susurró la alemana, con voz ronca. Cuando se acercó la cabeza de su enfermero, le besó con fuerza en los labios.

6 Todos a la cama

Torres examinó la herida en su antebrazo y utilizó el pañuelo para contener la sangre. Cuando volvió a la mesa, don Camilo estaba terminando su conversación y tomando una copa de coñac.

—¡Joder! ¿Qué has hecho, Torres? Te pierdo de vista unos momentos y te pones hecho una piltrafa —dijo, soltando una carcajada.

El ensangrentado invitado intentó explicar lo que había pasado, pero Cami le adelantó.

—Ah, ese es Nerón, mi gato. Le habrás caído mal. Vete a la cocina e Isabel te dará algo para ese rasguño.

Cuando Torres volvió con una tirita grande en su brazo, Camilo estaba utilizando una navaja para cortar un puro con la precisión de un cirujano.

—Con este cuchillo mi abuelo cortó las orejas de los rojos y dentro de poco habrá que volver a hacerlo.

El anfitrión tomó otro sorbo de coñac y preguntó por los planes del partido para el futuro, encendiendo el puro y creando una gran nube de humo.

—Vamos a colaborar plenamente con la COPA. —Torres enunció las palabras con dificultad entre un ataque de tos—. Así podremos culparles de las reformas impopulares, realizando los ajustes duros que necesita este país con el menor daño político posible. A la vez, nuestros jóvenes están metidos en organizaciones como Resistencia Española y Orgullo Nacional. ¿Sus hijos también, don Camilo?

—Bueno, el primero, Borja, no piensa más que en faldas. Sin embargo, el jovencito, Diego, está organizando a los chavales de la zona. Aunque lo diga yo, mi hijo pequeño tiene mucha cabeza para la política y llegará lejos.

El paterfamilias contó con orgullo las hazañas de su vástago: su grupo había empezado con el entrenamiento militar y había montado un eficaz servicio de información con topos incluso dentro del 15M local.

—¡Sabemos hasta el color de los calzoncillos y las bragas de los perroflautas!

—En este momento, la consigna desde Madrid es la tranquilidad —advirtió el hombre del partido—. Un poco de protesta contra los del PALO, quizás, pero nada violento. Es súper importante que no haya fiambres alemanes y holandeses. Si fracasa todo, entraremos como los salvadores de la independencia nacional. Ya tenemos contactos entre los altos mandos del ejército.

Camilo puso una cara seria al recordar una de las promesas del PALO.

—Me parece bien, Torres, pero durante seis meses tendremos que aguantar a esos extranjeros metiendo sus narices en nuestros asuntos. Después de todo lo que hemos hecho por este país…

—Es verdad que el tema de las investigaciones es espinoso. No obstante fue uno de los puntos claves del acuerdo del PALO y no podemos hacer nada desde Madrid para evitarlo. Cada uno tendrá que aguantar su vela como pueda aunque he oído que ustedes lo tienen todo controlado aquí, ¿no?

—Sí, supongo que sí. Pero será un tostón ese juego del gato y el ratón —masculló, tomando la última calada de su puro.

—Don Camilo, quizás lo mejor sería irse fuera con la señora. Un crucero por el Caribe, por ejemplo. ¡Ay! Son menos veinte. Tengo el último AVE a las once y cinco. —El joven político miró su reloj con el mismo pánico que el conejo blanco en el país de las maravillas.

—Tranquilo, llegaremos con tiempo de sobra —dijo Camilo, terminando su bebida sin prisas. Después, los dos se fueron al garaje, donde había una magnífica colección de coches de alta gama y Cami eligió el Mini Cooper de su hijo Borja.

Torres nunca olvidaría el viaje. Pasaron por los dos pueblos a ciento veinte, llegaron a ciento sesenta en la carretera y alcanzaron doscientos en la autovía. Cuando Torres salió del coche con su rostro pálido, casi verde, Camilo estaba muy contento de ver el efecto que había tenido su conducción sobre el joven «facilitador» de su partido.

En realidad, la estación del AVE no era más que un apeadero. La sala de espera ya tenía las ventanas rotas y las paredes cubiertas de pintadas.

—¡Ves! Te sobra un minuto —sentenció Camilo, mirando su Rolex.

El visitante observó el andén desierto y, cuando preguntó por la ausencia de viajeros, Cami le explicó que pocos podían pagar los billetes desde la última subida de la empresa que comercializaba la línea y que había eliminado los trenes normales. Torres dio la mano al político local que casi le rompió dos dedos con su apretón.

—Muchas gracias por la hospitalidad, don Camilo. Estamos en contacto. Recuerde, nada importante por correo electrónico.

—Vale. Buen viaje, chaval —respondió el Tigre metiendo su gran cuerpo en el pequeño coche con dificultad.

Con un rugido del motor, el Mini salió disparado y Torres observó cómo sus faros se distanciaron como los de un coche de juguete. Enseguida llegó el AVE y montó en el tren con gran alivio.

—¡Vaya velada más espantosa! —pensó el traumatizado madrileño al sentarse con un suspiro en su asiento de primera clase.

Aunque Fernando respondió con ganas a la iniciativa de su invitada, el beso no duró más de tres segundos. Súbitamente, Kerstin recordó quién era y se retiró bruscamente.

—Lo siento —balbuceó— soy una tonta. No quería…

Fernando rascó su barba y contestó tranquilamente.

—No pasa nada, Kerstin, a mí me ha gustado mucho. No te sientas mal, mujer. Es la primera vez que me besa un personaje público como tú, pero te advierto que deberías tener cuidado porque soy muy enamoradizo —confesó con una sonrisa irónica.

El anfitrión se fue al baño con el botiquín. Cuando reapareció, Kerstin había terminado su cerveza y esperaba impacientemente, mirando a su móvil.

—Lo siento, Fernando, tengo que «darte la bata» otra vez y pedirte otro favor.

—Lata, no bata —respondió, soltando otra risa. Sin embargo, paró en seco al ver la cara seria de su invitada—. Perdona, sigue. ¿Qué puedo hacer para laFrauAlcaldesa?

Kerstin, todavía incómoda, evitó mirarle a los ojos.

—¿Me puedes acercar a mi hotel? No me había dado cuenta de la hora y son casi las once y media.

—No es muy tarde para este país —dijo el otro, mientras comía un poco de queso—.¿Por qué no te quedas un rato y terminamos?

—Tengo muchas cosas que hacer mañana. De verdad —añadió con urgencia.

—Vale, te llevo, señora Alcaldesa. Pero tendrás que dejarme diez pavos. El coche está sin gasofa y no tengo un duro hasta mañana que me llega una transferencia.

Kerstin se sintió mejor por poder pagar a su rescatador.

—Gracias, te lo devolveré pronto y evitaré bromas sobre préstamos de los ricos alemanes a los pobres españoles —ironizó Fernando, tomando un sorbo de cerveza y cogiendo otro trozo de queso y un par de uvas.

—¿Cuál es el número de tu móvil? —preguntó la berlinesa.

—No tengo. No me gustan.

—¿Y tu teléfono?

—Tampoco.

—¿Cómo utilizas Internet? Veo que tienes portátil.

—Voy a casa de una amiga. ¿Alguna pregunta más? Si quieres verme, señora Alcaldesa, ya sabes dónde localizarme: aquí. No me voy de copas todas las noches —añadió con sorna.

—Gracias, Fernando. Una cosa más, no me llames señora Alcaldesa, por favor —pidió seriamente, mientras mordisqueaba su labio inferior—. He tenido un día muy largo y estoy «hecha un polvo»; perdona, hecha polvo.

Esta vez la alemana sonrió primero y los dos se rieron juntos.

Subieron al Corsa y Fernando lo arrancó con su habitual traqueteo. Cuando pararon en la gasolinera en la carretera hacia el pueblo de arriba, la cajera observó a la pareja con interés e inmediatamente envió un mensaje en su móvil.

Al llegar al Hotel Maliciosa los focos de fuera estaban apagados. Solo había luz en dos o tres habitaciones.

—Muchas gracias por todo, Fernando.