Fuego sobre Nápoles - Ruggero Cappuccio - E-Book

Fuego sobre Nápoles E-Book

Ruggero Cappuccio

0,0

Beschreibung

Los Campos Flégreos, la vasta área volcánica al noroeste de Nápoles, están a punto de explotar y la ciudad no tardará en ser invadida por el fuego y por el mar. Nadie lo sabe todavía excepto Diego Ventre, un refinado abogado, amigo de políticos poderosos y de jefes de la Camorra. En apenas treinta días organiza el negocio del siglo: vender inmuebles en las zonas del centro histórico que se verán afectadas por el desastre, y comprarlos en las que no. Ventre se mueve con agilidad, convence a mafiosos y hombres de negocios, modifica planes urbanísticos, chantajea, y hasta le queda tiempo para cortejar a la hermosísima Luce, hija de una noble familia arruinada, atraída por ese hombre tan culto y seguro de sí mismo, que sabe sorprenderla regalándole un libro rarísimo o haciendo que se abran para ella las residencias más inaccesibles. Pero el objetivo de Diego Ventre no es únicamente enriquecerse: él ama Nápoles y quiere verla reducida a cenizas, destruida y purificada, liberada por fin de la codicia y de la violencia estética que la ha devastado durante siglos. «Mafia, amor y destrucción en una novela cuyo protagonista es un personaje que raramente aparece en la literatura, aunque sí en los periódicos: un abogado culto, refinado… y criminal.»La Repubblica

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 454

Veröffentlichungsjahr: 2012

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.


Ähnliche


Índice

Fuego sobre Nápoles

1. Pozzuoli. 13 de mayo. Mañana.

Una lancha motora blanca en el mar

2. Nápoles. 13 de mayo. Mañana.

El estudio del pintor Francesco De Mattia

3. Posillipo. 13 de mayo. Mañana.

Villa Sangrano

4. Nápoles. 13 de mayo. Tarde.

Comida en Villa Sangrano

5. Nápoles. 13 de mayo. Tarde.

6. Nápoles. 13 de mayo. Última hora de la tarde.

San Sebastiano

7. Nápoles. 13 de mayo. Noche.

Una fiesta en Villa Valenti

8. Posillipo. 13 de mayo. Noche.

Villa Sangrano

9. Nápoles. 14 de mayo. Primeras horas de la madrugada.

Lido Virgilio

10. Posillipo. 14 de mayo. Mañana.

Villa Sangrano

11. Nápoles. 14 de mayo. Mañana.

La casa de Diego Ventre

12. Nápoles. 14 de mayo. Mañana.

Las calles

13. Nápoles. 14 de mayo. Tarde.

Un ático en San Giovanni

14. Nápoles. 14 de mayo. Tarde.

Una jornada de Diego Ventre

15. Nápoles. 14 de mayo. Tarde

16. 14 de mayo.

Una jornada de Maria Amerigo

17. Nápoles. 14 de mayo. Tarde.

El bufete Ventre

18. Posillipo. 14 de mayo. Tarde.

Villa Sangrano

19. Nápoles. 14 de mayo. Noche

20. Posillipo. 14 de mayo. Noche.

Villa Sangrano

21. Nápoles. 15 de mayo. Alba

22. Nápoles. 15 de mayo. Alba

23. Nápoles. 15 de mayo. Tarde.

Consulta De Giuseppe

24. Nápoles. 15 de mayo. Tarde.

En la Milla de Oro

25. Roma. 15 de mayo. Tarde.

Casina Valadier

26. Nápoles. 16 de mayo. Mañana

27. Posillipo. 16 de mayo. Medianoche.

Villa Pollione

28. Posillipo. 17 de mayo. Medianoche.

Villa Pollione

29. Posillipo. 18 de mayo. Medianoche.

Villa Pollione

30. Los Ángeles-Santa Mónica. 19 de mayo. Tarde 174

31. Nápoles. 19 de septiembre. Alba

32. Cetara. 20 de septiembre. Tarde.

La Almadraba

33. Cetara. 20 de septiembre. Tarde.

La Almadraba

34. Cetara. 20 de septiembre. Noche.

La Almadraba

35. Salerno. 21 de septiembre. Mañana.

El bufete Ventre

36. Salerno. 21 de septiembre.

Primera hora de la tarde

37. Cetara. 21 de septiembre. Tarde.

La Almadraba

38. Cetara. 21 de septiembre. Noche.

La Almadraba

39. Salerno. 22 de septiembre. Mañana.

Clínica de Pontecagnano

40. Cetara. 22 de septiembre. Mañana.

La Almadraba

41. Templos de Paestum. 22 de septiembre. Mañana

42. Cetara. 22 de septiembre. Noche.

La Almadraba

43. Cetara. 23 de septiembre. Mediodía.

La Almadraba

44. Cetara. 23 de septiembre. Tarde.

La Almadraba

45. Cetara. 23 de septiembre. Las 19.15 horas.

La Almadraba

46. Salerno. 23 de septiembre. Las 20.40 horas.

En el puerto

47. Cetara. 24 de septiembre. Mañana.

La Almadraba

48. Salerno. 24 de septiembre. Tarde.

El bufete Ventre

49. Cetara. 24 de septiembre. Noche.

La Almadraba

50. Posillipo. 24 de septiembre. Noche.

Villa Pollione

51. Nápoles. 24 de septiembre. Noche.

En el agua

52. Nápoles. 24 de septiembre. Noche.

Lido Virgilio

53. Portici. 25 de septiembre. Alba.

Convento de San Pasquale

54. Roma. 25 de septiembre. Alba.

En via Nomentana

55. Un día de octubre

56. Un día de noviembre

Gracias

Notas

Créditos

Los personajes que aparecen en esta novela son puramente imaginarios.

Toda referencia a hechos o personas reales es mera coincidencia.

A Idolina Landolfi,

que nos enseñó sonriendo

cómo lo que ya no existe

puede seguir existiendo.

Esta historia tuvo lugar el año próximo.

Fuego sobre Nápoles

1

Pozzuoli. 13 de mayo. Mañana.

Una lancha motora blanca en el mar

–Dentro de cinco meses, como mucho, Nápoles dejará de existir. Dentro de cinco meses, como mucho, de Nápoles no quedará ni rastro. Los Campos Flégreos nos están preparando el finiquito. La ciudad será destruida. Habrá una violenta explosión inicial. Se formará una columna eruptiva que dará vida a gases incandescentes, fragmentos de magma y de rocas que serán lanzados a decenas de kilómetros de altura. Aquí, por lo general, los vientos dominantes soplan del noroeste, que coincide además con la orientación del maestral. Por eso, las erupciones vesubianas y las flégreas deforman sus columnas hacia el sureste y por eso, Nápoles, hasta hoy, se había salvado. Pero esta vez será distinto. Hace treinta cinco mil años, hubo una violentísima erupción en los Campos Flégreos: la toba gris que vomitó la hemos encontrado en el fondo de todo el Mediterráneo. La hemos encontrado hasta en Siberia. El material en caída alcanzará Nápoles de lleno. En esta ocasión, la columna eruptiva no aguantará mucho, caerá de nuevo al suelo y se deslizará en distintas direcciones. Podrá llegar a velocidades de hasta ciento cincuenta kilómetros por hora. Los flujos piroclásticos alcanzarán temperaturas de centenares y centenares de grados y arrasarán todo lo que encuentren a su paso. Ser arrollado por un flujo piroclástico es como ser arrollado por un tren incandescente. Pero aún hay más. Esta vez sufriremos una erupción y una inundación. Las cámaras magmáticas de los Campos Flégreos se vaciarán rápidamente y atraerán el agua de las áreas que las rodean. Atraerán el mar. El agua entrará en contacto con la elevada temperatura del magma, vaporizándose rápidamente y originando una ráfaga de explosiones difusas que proyectarán fuera del centro eruptivo nubes de baja intensidad. Nosotros las llamamos surges. Los surges pueden ser de dos tipos. Los hot and dry, es decir, calientes y secos, con temperaturas de hasta quinientos grados. O bien, cold and wet, es decir, fríos y húmedos, con temperaturas de hasta doscientos grados. ¿Se acuerda de los esqueletos de Herculano que se encontraron ocultos bajo restos de soportales? Tenían todos el cráneo partido a causa de profundas lesiones. En un primer momento, se pensó que habían sido alcanzados por el derrumbe de las edificaciones. No era eso. Las fracturas no habían sido provocadas por una presión externa sino por una interna. Esas personas fueron arrolladas por surges hot and dry. La muerte se debió a una vaporización de los líquidos cerebrales, cuya presión aumentó hasta estallar. El fallecimiento fue instantáneo. Todos descarnados, en un instante. Ahora, en los Campos Flégreos se formarán grietas en la corteza terrestre. Serán grietas largas, muy largas, que podrán superar los diez kilómetros. El magma saldrá por allí también. La toba amarilla napolitana salió a la luz así, hace once mil años. Todo lo que fue construido gracias a las grietas volcánicas, será destruido gracias a las grietas volcánicas. Probablemente se produzca un hundimiento del territorio flégreo. Algunos kilómetros cuadrados. Se creará una caldera de forma circular o elíptica. Se producirá un colapso volcánico-tectónico del área entera. El mar entrará en Nápoles. El mar entrará en las calles de Nápoles. Pozzuoli, estimado abogado, dado que la tenemos delante, contémplela bien. Porque tal vez sea la última vez que la vea.

El profesor Corso ha hablado en voz baja, girando entre las manos sus gafitas doradas. Las lentes, traspasadas por el sol, astillan dos clavos de luz en la camisa blanca de Diego Ventre. La lancha motora flota en la deriva serena de la mañana. La mano derecha de Diego acaricia el timón. Sus ojos oscuros no abandonan la frente del profesor. Ventre se desabrocha la camisa, se afloja el cinturón. Se quita los pantalones y se zambulle. Desaparece hacia abajo, hacia el fondo, en un momento. Enrico Corso se pone las gafas. Contempla los círculos de plata sobre el agua, allí donde Ventre acaba de sumergirse, y en esos círculos ve definitivamente atornilladas sus propias palabras: calderas, erupciones, marejadas apocalípticas. Se pregunta si será verdad todo lo que acaba de decir y se lo pregunta solo por el gusto de contestarse que sí, que todo es cierto, todo es cierto, se siente atrapado en las fauces del por desgracia humano y del orgullo científico. En el fondo de su conciencia aflora la sonrisa glacial de quien recoge una confesión de la naturaleza antes de que se cometa el pecado. El malecón ferroso de Pozzuoli está ahí delante. Serán trescientos metros. Todo parece muerto ya. Ventre emerge de nuevo. Se alza por el borde de la barca con la turgencia dorsal de un delfín. Los antebrazos secos y musculosos se extienden. Sus cabellos castaño oscuro, lisos y compactos hacia atrás en la cabeza salada, apenas dejan entrever en las sienes y en un mechón un guiño de ceniza blanca. Cuarenta y cinco años, inquietos como la movilidad bruñida de sus abdominales. La toalla roja interrumpe el chorreo de gotas.

–Profesor, ya sabe que le aprecio, pero ¿está usted seguro?

–Abogado, me hizo jurarle que sería usted el primero en saberlo.

Diego Ventre contempla el puerto de Pozzuoli. Aún lleva en los ojos la onerosa veladura del verdeazul que ha visto debajo del agua.

–Ponga en marcha el motor, abogado, costee las rocas.

Ventre se pone la camisa, que se empapa de la blancura húmeda de su piel clara. Presiona el botón de arranque de la Dafne, la lancha motora más hermosa del puerto de Nápoles. El estruendo del motor quiebra por un instante los presagios inmóviles del profesor. La lancha roza las callosidades milenarias de las peñas enarenadas de negro. Un cigarrillo para el profesor. Un purito para Ventre. Olas débiles gargajean espumas de marfil contra la costa. Nubes bajas aplastan el horizonte y provocan cansancio al sol. El dedo índice izquierdo de Corso señala allí, un poco más lejos. Seis lubinas flotan muertas casi a ras del agua. La tinta metálica de las escamas agoniza borrada por la palidez del final. A su alrededor, flujos de humo vibran sobre el mar en siniestros burbujeos.

–Apague el motor, abogado. ¿Lo ve? Fumarolas marinas. Es gas. Por eso mueren los peces. En los últimos meses hemos observado crecientes emisiones de gas radón. Es un gas pesado. Es más denso que el aire. Es un gas inodoro. Los huecos enterrados de la zona están repletos. Cada día que pasa están más llenos. Mire allí, por detrás de esa casa gris. Allí, las deformaciones del suelo son de locura. Deformaciones con elevaciones acampanadas. Los gases de las fumarolas van en aumento. Ha aumentado su temperatura también. El agua de los pozos de la zona se va calentando semana tras semana.

–¿Y usted dice que dentro de cinco meses Nápoles dejará de existir?

–Esta mañana hemos tenido una conferencia en el Observatorio vesubiano. Han venido a la ciudad los ocho mayores expertos del mundo. Más que ocho vulcanólogos, son ocho padres eternos. Y están todos de acuerdo conmigo. Discúlpeme, abogado, pero usted se ha quedado en los tiempos en que esas previsiones se hacían con un tal vez. ¿Se acuerda de hace once años? Se dijo: modesto fenómeno de bradisismo en Pozzuoli, con una elevación de cuarenta y cinco centímetros en el barrio Terra. Y así fue. En el verano de hace cuatro años se previeron dieciocho fenómenos sísmicos leves en el territorio vesubiano. Y tal como habían sido anunciados, así se manifestaron. Desde entonces ha pasado más tiempo, hoy las prospecciones tecnológicas son infalibles. Los japoneses y los americanos: nuestra ruina. Tal vez fuera mejor no saber. Pero así están las cosas. Prevemos los plazos de desarrollo de una destrucción igual que lo hace un médico con una enfermedad terminal. Mañana por la tarde nos reuniremos con las instituciones.

–¿Las instituciones?

–El alcalde de Nápoles, y los alcaldes de los dieciocho ayuntamientos en peligro. El presidente de la Región, el de la Provincia, el prefecto, el jefe de la policía y toda la gente necesaria. Abogado, está claro, ¿no? Hay que desalojar. La gente tiene que marcharse. Yo, en mi condición de director del Observatorio, es eso lo que sé y eso es lo que voy a contar.

–Así se hará, profesor, así se hará. Pero no mañana. Usted no dirá nada mañana. Me hacen falta treinta días. Treinta días de silencio. Nada de reuniones. Nada de entrevistas. Y, sobre todo, nada de alusiones. Ustedes son científicos. Gente escrupulosa. Esos treinta días les hacen falta también a ustedes.

–Abogado, me está pidiendo algo imposible.

–Profesor, se lo digo con una sonrisa en los ojos: las cosas imposibles se les piden siempre a quienes nos han pedido cosas imposibles. Yo le conocí hace ocho años, ¿se acuerda? Fui a verle al Observatorio. Llovía a mares y aquel día la amenaza del fuego y de las lascas parecía solo una fantasía. Fui a verle porque hacía algunos meses que algo me taladraba obstinadamente las sienes. Había comprendido que la riqueza de estas tierras, sus edificios, sus bancos, sus tiendas, la política, las actividades lícitas e ilícitas –que, como bien sabe usted, aquí son una sola cosa– tenían jueces con los que se podía discutir y jueces con los que no se podía discutir. Las negociaciones son la clave de todo. Las negociaciones son el agua que riega el control de las cosas, el control de los hechos y el control del poder. Pero verá, es usted un hombre inteligente. Con el gas y las calderas no caben las negociaciones. Es imposible. De eso me di cuenta yo antes que los demás. Aquel día de hace ocho años me entretuve con usted desde las nueve y veinte de la mañana hasta las cuatro y cuarto de la tarde. Profesor: seis horas y cincuenta y cinco minutos de electrónica, sismógrafos, filmaciones. ¿No lo habrá olvidado? ¿Qué opina usted?, ¿por qué cree lo hice? Nos caímos bien de inmediato y cuatro años después conseguí que le otorgaran la licencia municipal para que se construyera su casa de veraneo en Villa del Greco. Una licencia municipal imposible. Ni a un cardenal se la hubieran dado. Pero yo me empeñé a fondo. Le traté como a un amigo. Yo conocía al alcalde y se hizo el plan urbanístico que debía hacerse. Para construir la casa tal como la quería su mujer, sin embargo, hacía falta un préstamo hipotecario. Y se trataba de un préstamo serio. Ustedes, por desgracia, no cumplían con los requisitos. Pero mi amistad hacia usted era de las de verdad y el banco le dio un trato de favor.

–Abogado, disculpe, no sé si se da usted cuenta... Me está chantajeando.

–Profesor, no empleemos palabras pasadas de moda.

–Total, si nos vamos a quedar todos sin nada.

–Ahí es donde se equivoca. Usted puede prever lo que harán los volcanes. Pero lo que hará la gente, eso lo sé yo. También a usted le hacen falta treinta días. La casa de veraneo tendrá que venderla. Yo tengo que vender bastantes cosas. Y tal vez tenga que comprar también algunas otras.

–Pero los colegas...

–Los colegas esperarán. Disfrutarán de un estupendo ciclo de conferencias sobre Pompeya, sobre Herculano, usted convocará nuevas reuniones: les explicará que ha hablado con las instituciones y que por motivos de organización y de seguridad durante los próximos treinta días no se hablará del asunto. Naturalmente, será una cuarentena pagada. Mándelos a todos al Excelsior, haga que vengan sus mujeres y sus hijos para que pasen todos juntos unas estupendas vacaciones. Y que disfruten, antes de que el paraíso desaparezca. Ya me pondré yo en contacto con ellos cada tarde. Verá cómo esos treinta días les cambian la vida a ellos también. Estamos de acuerdo, entonces.

El profesor Corso se pasa la mano derecha por la calva, se enciende otro cigarrillo. El puro del abogado no ha llegado a apagarse.

–Profesor, habrá traído un mapa como es debido, por lo menos. A ver, explíqueme bien qué es lo que se quemará en Nápo–les y qué es lo que se inundará.

2

Nápoles. 13 de mayo. Mañana.

El estudio del pintor Francesco De Mattia

La mano del pintor era febril, como afectada por un morbo de la sangre que hinchaba las venas. Y, con todo, se movía con lentitud, buscando el pincel adecuado, probando con el dedo índice derecho los pelos vírgenes o los ya empapados en los azules, en los rojos, en los disolventes. Era el decimonoveno día. Era la decimonovena vez que Luce di Sangrano venía a posar para su retrato. La belleza de sus veintisiete años, durante diecinueve turnos de posado, había partido en dos el hastío de Francesco, como un limón verde, exprimiendo de su interior un jugo de desasosiego, un jugo de insomnio que, a sus ya desengañados treinta y ocho años, él desde luego nunca hubiera sospechado poseer.

Aquel era el día en el que el pintor buscaba la tonalidad de su tez. A la cita con los rosas, los marfiles y los pálidos llegó cansado, tal como había querido. Sabía perfectamente que solo la postración de todas sus fuerzas podía hacerle capaz de desplomarse en la parte más irracional y más instintiva de sí mismo, donde permanecía bien oculta la promesa del arte.

Durante diecinueve noches había jugado a tapar y a descubrir el cuadro. En ocasiones, tras apagar todas las luces de la casa, para mirarlo a la luz de las velas; otras, exponiéndolo, como en la mesa del depósito de cadáveres, sobre el tablero de trabajo de la habitación grande, bajo el ultraje deslumbrador de la araña del centro. Muchas veces se despertaba en plena noche como asaltado por un remordimiento incomprensible, caminando desnudo entre pilas de marcos y caballetes, con una linterna en la mano. Levantaba una extremidad del paño color amaranto que cubría la tela e iluminaba un dedo, un codo, un mechón de pelo de la joven. Sabía que la obsesión le estaba extorsionando el cerebro, sabía que la obsesión le estaba acuchillando el pecho, como si fuera una espada caliente capaz de traspasarlo de dentro hacia fuera, sabía todo eso, lo sabía y era feliz.

Para Luce di Sangrano quería pintar el cuadro más hermoso y estaba poseído por el horror de que, precisamente por esa abnegación suya, pudiera convertirse en un escupitinajo mediocre.

De esta forma, había perseguido el cansancio, caminando mucho, no durmiendo casi nada, comiendo lo mínimo que le permitiera soportar el peso de los párpados: esa mañana se le habían vuelto de plomo, y era eso todo lo que quería.

Luce di Sangrano era de una belleza que admitía ser vista un solo segundo y nada más. Todo estaba contenido en los ojos. Todo estaba en ese punto donde se producía el encuentro entre el arranque de la nariz y la frente. Durante los últimos diecinueve años había cruzado mañana y tarde via Chiaia, via Toledo, piazza del Gesù, hasta el cruce con via Benedetto Croce, y había sido arañada por ráfagas de miradas y ojeadas: varones de todas las edades. Pero en cada ocasión, una sola mirada, una ojeada sola. El vicio obligado de los hombres quedaba aprisionado de inmediato por los ojos de ella, como un imán atraído por el rigor del hierro. Y de ese hierro cataban los hombres el frío de una belleza que no admitía insistencias. Las piernas largas y fuertes, las caderas dulces, los trapecios firmes a lo largo de toda la espalda, tensa en un arco dorsal de hembra jovencísima y madura, quedaban borrados por sus ojos.

El obrero sudado, el empleado de banca aniquilado en el agua de colonia, el funcionario jubilado, se cruzaban con ella allí, entre los ojos, la nariz y la frente, hasta quedar confundidos. Un estruendo interior buscaba la blasfemia carnal, colgaba las palabras entre el cerebro y la voz, liberaba la idea de qué pedazo de tía, qué mujer, qué putón, pasemos un ratito juntos, virgen santa, qué almeja, qué maravilla, ven aquí agáchate un momento, solo el rato de un revolcón, sublime, sublime, sublime.

Pero Luce no era nada de todo eso, en semejantes pensamientos no encajaba, y quien los paría desde la superstición erótica del sur acababa apagándoselos en su cuerpo y notando su hedor, como si esas ideas fueran claveles secos retirados de las tumbas y arrojados para que se pudrieran entre la inmundicia de los camposantos.

Esos vocativos lanzados como piedras en medio del estanque de la propia sangre de los seductores, ese hombrear obstinado se retraía, tras haberla visto, como disgustado de sí mismo, acompañado por el sentimiento de la ocasión perdida, esa que te zahiere la conciencia mientras comprendes que podías haber dicho otra cosa, podías haber pensado otra cosa, podías haber hecho otra cosa.

Francesco De Mattia había hecho del «mirar» su religión. Y, por más que desde una altura distinta, su mirada hacia ella no estaba muy lejos de las ojeadas impetuosas que centenares de hombres astillaban cada día sobre el cuerpo de la muchacha. Francesco no la captaba, no conseguía situarla en el espacio. Cuando Luce llegaba al último piso del estudio de via Croce, cuando él le abría la puerta, cuando ella entraba con un hilillo de aliento reforzado tras subir las escaleras andando, De Mattia notaba en las fosas nasales la emoción de un escalofrío alcohólico. Luce desfilaba por delante de él sonriendo apenas y entraba en la sala de trabajo. Francesco se veía embestido por un sabor nasal de azúcares embriagadores, no excesivamente distinto a ese whisky que había sido capaz de abandonar dos años antes y del que existían testimonios decisivos en las miles de botellas vacías esparcidas por toda la casa.

Hoy, hoy también, mientras amasaba un amarillo de Nápoles con colorante azulado para obtener un blanco, le parecía advertir los vapores de un Pantelleria que le había gustado mucho. Memorias de vinos, memorias de licores, en cuyo interior se había hecho una cuna materna de nada, durante los largos veranos napolitanos, cuando los días carecían de promesas y las noches le dejaban huérfano de instintos. Hoy, hoy también recuerdos de bebidas, como si todas las botellas vaciadas estuvieran llenas, rebosantes, y exhalaran un chorro jubiloso mezclado con trementina.

–La idea del retrato ha sido de mi padre.

Luce hablaba al cabo de dos horas de silencio. Su voz vibraba baja, con una efervescencia sosegada. Francesco advirtió una leve expansión en el estómago.

–Los retratos han vuelto a ponerse de moda –dijo sin mirarla.

–Son recaídas de humanidad, Francesco. Recaídas en las sanas enfermedades de la humanidad, es normal, ¿no? Ahora que todo se hace sin manos, sin olores, sin esfuerzo. Mi padre me ha mandado aquí porque dice que todos tus antepasados pintaron a los míos.

–Es cierto. Tiene razón. Mi padre pintó a tu madre. Mi abuelo retrató a tu padre de niño. Cuando yo era pequeño, siempre me hablaba del primer día en que fue a la quinta que teníais en Cetara.

–Donde está la almadraba.

–Sí, allí, una tarde que estaba retratando a tu abuela, interrumpió el trabajo para ver la matanza de los atunes.

–Y tú, ¿cuándo empezaste?

–A los cuatro años ya hacía garabatos con el lápiz de mi padre. Pero en definitiva... nadie me empujó a hacerlo... nadie me dijo nada... los dibujos, sin embargo, los escondía todos debajo de la cama. De vez en cuando, mi padre sonreía: ¿dónde has dejado mis lápices? ¿Dónde has dejado mis carboncillos? Así comprendí que había comprendido. Una tarde reuní valor para enseñarle mi primer dibujo. Había pintado la cara de Ro–setta, una que estaba sirviendo en casa a media jornada. Entré en su estudio con la hoja, pero sin llegar a decidirme. Él alargó la mano y me lo quitó. Lo dejó sobre la mesa de trabajo. Se encendió un cigarrillo, lo miró, después cogió una chincheta de un tarro de cristal y lo clavó a una pata del caballete en el que estaba trabajando. No me dijo nada. Deambulé un rato por el estudio, en silencio, y me fui.

–¿Era guapa Rosetta?

–Era extraña. Tenía la nariz adunca. Sus ojos eran oscuros, muy profundos. Algunas semanas después, mi abuelo entró en mi habitación mientras estaba dibujando un caballo. El abuelo vivía con nosotros en la casa de la costa. Cuando se tomaba una pausa, iba a deambular por las habitaciones con una regla de madera en la mano. Se daba golpecitos en los muslos y silbaba. Apareció a mis espaldas, detrás de la silla. Miró y siguió con el dedo índice la línea del cuello del caballo. Dio la vuelta a la hoja por el lado blanco y dio dos golpecitos como diciendo «vuelve a empezar». Lo intenté. La mano me temblaba. Cuando acabé, el abuelo me cogió la muñeca de la mano derecha y me golpeó fuerte con la tablilla. Fuerte, sí, en la palma abierta. Tenía nueve años. Desde aquel día, no volví a dibujar. Cinco años después, mi abuelo murió. Permanecí desde diciembre hasta marzo en sus habitaciones mirando sus cuadros, sus sanguinas, sus acuarelas. El abuelo era un pintor extraordinario. Yo pensaba que tendría algún secreto en la mano, en los ojos, en la cabeza, y me convencí de que aquel misterio no lo comprendería nunca. Por la noche, después de cenar, salía a la terraza: desde detrás de una barricada de geranios miraba a mi padre sentado delante del caballete. Él también era extraordinario. Permanecía allí hasta bien entrada la noche. Algunas veces, incluso bajo la lluvia. Le espiaba. Pensaba. ¿Sabes que mi tatarabuelo le hizo un retrato a tu tatarabuelo, el duque de Sangrano?

–El cuadro que tenemos en el salón de la villa.

–Sí, ese. Fuera de lo común. Excepcional. Mi tatarabuelo le pasó el secreto a mi bisabuelo. Mi bisabuelo le pasó el secreto a mi abuelo. Mi abuelo se lo pasó a mi padre. Y yo le miraba pintar y pensaba en ese misterio de la sangre que en mí no se había disuelto. Me sentía impuro. Un portador de muerte, de interrupción. Podrá parecerte absurdo, pero era así. Pensaba: yo no me he merecido esa sangre. Me han transmitido el color sin la sustancia.

–¿Y no dibujabas?

–No. No dibujaba. Lo pintaba todo en el aire. Centenares de cuadros que tracé en mi cabeza. Los concebía hasta en sus mínimos detalles, pero si entraba en el estudio de mi abuelo y de mi padre y miraba los pinceles, si notaba la tentación de tocarlos, me sentía como alguien que hubiera ido a desbaratar los cadáveres dentro de sus tumbas.

–En definitiva, un profanador. ¿Y después?

–Después, cuando tenía veintidós años, murió mi padre. No quise verlo sin vida. Ni siquiera fui al entierro. Me encerré en su estudio días y días. Solo salía para ir al baño, y para ir a la cocina a por una botella de agua fresca o una manzana. Pero lo hacía cuando estaba seguro de no tropezarme con mi madre por la casa. No quería verla llorar. Me pasé así más de dos meses. Una noche, me di cuenta de que ya no me acordaba del rostro de mi padre. No lo recordaba ni siquiera vagamente, ni siquiera de forma aproximada. Cogí una hoja cuadriculada, una pluma azul e intenté rehacerlo. Quería saber si la mano, esta mano, podía devolverme lo que se había perdido dentro de mí. Esa noche comprendí que tenía a mi padre en mi mano, aquí, entre el pulgar y el índice, que su cara era esa simple pluma, que su cara eran las curvaturas y la inclinación de mi brazo mientras seguía las líneas. Su cara no estaba en mi corazón o, si preferimos decirlo así, en mi alma, solo estaba en mi cuerpo. Me percaté de que a mi padre no lo había visto nunca, ni siquiera cuando estaba vivo. Yo, a mi padre, mientras lo veía vivir, en realidad, lo dibujaba. Al día siguiente lo representé a lápiz, después con carboncillo, una semana después pasé al óleo sobre tela. Y cuando vi reaparecer su frente serena, sus cabellos blancos peinados hacia atrás, sus bigotes joviales y aquel extraño pliegue de la boca, tan inteligente, comprendí que él había dibujado los movimientos de mi mano. Sentía que era él quien dibujaba lo que yo estaba dibujando.

–En definitiva, no pintabas. Te pintaban.

–Cuando acabé el retrato, sentí miedo. Miedo de que fuera yo, solo yo, quien lo viera así. Pensé: «Si alguien de casa, mi madre o mi hermano, entra aquí y lo descubre, esta ilusión que me he fabricado morirá al instante». Por la tarde me iba de paseo por Nápoles y me decía: «Esta noche lo destruyo, lo quemo». Un día calurosísimo de julio, me senté en un bar de piazza Carità, en medio de un infierno de ruido, de humos, en medio del manicomio de vida que todos fingimos vivir en esta ciudad. Pedí seis whiskies uno detrás de otro. Y me decidí: «Lo quemo. Ese cuadro lo quemo». Volví a casa a medianoche. Subí las escaleras, crucé las habitaciones, entré en el estudio, que era este en el que estamos ahora. Encendí las luces y me encontré con mi madre allí sentada. Allí exactamente, ¿lo ves? Había un sofá rojo. Se había situado delante del cuadro, exangüe. Lo miraba, en la penumbra. Me quedé quieto. Ella se levantó, vino hacia mí. Me acarició el sudor de la cara, me abrazó y me puso los labios sobre la mejilla. No fue un beso. Fue un abrazo con los labios sobre la mejilla. Que estaban quietos, cerrados. Largo rato. A partir del día siguiente, fue como si estuviera más serena. Como si pensara que algo había regresado. Algo de él había regresado en mí. Y desde aquel día he seguido dibujando, sin parar. Tal vez sea la única forma que conozco para hablar con él.

»¿Sabes que mi tatarabuelo y el padre de mi tatarabuelo se veían obligados a menudo a hacer una cosa bastante rara? Pintaban retratos de condenados a muerte. Imagínate que un noble participa en una conjura contra la corona, que se cuela en medio de las revueltas revolucionarias de mil novecientos veintiocho o del cuarenta y ocho. Pues bien, lo atrapan, lo arrestan y lo condenan a la pena capital. Su familia es rica, desea una efigie de su allegado, una instantánea al óleo captada en los últimos días de su vida. El pintor entra en la cárcel con una autorización especial. Se coloca frente al reo y pinta sus ojos, su boca, sus manos. Siempre he pensado en las congojas sordas del uno y del otro. El detenido mira fijamente al pintor como si viera a su mujer, a su hijo, a su madre. Los ojos del artista son su última apertura al mundo, su última fuga.

La habitación había sido invadida por una efusión azulenca. La mañana sobre Nápoles estaba velada por una neblina hecha por entero de nubes insanas. El cielo estaba cubierto: los gases planetarios se estancaban sobre la ciudad con terca insistencia en los últimos años. Las dos amplias ventanas del estudio daban a cúpulas negruzcas acechadas por transfixiones de antenas parabólicas de diversos tamaños, de diversas formas, que parecían banderolas fúnebres clavadas sobre una tarta podrida. Pero el milagro de los cristales gruesos y de las cortinas ligeras creaba dentro de la habitación un efecto de singular blandura, como si el exterior fuera solo una fea patraña.

En el centro, entre las dos ventanas, Luce estaba sentada en un sillón cardenalicio de respaldo alto, tapizado de terciopelo negro. Sus cabellos, antes de decidir la manera definitiva en la que debían caer, habían sido peinados de mil maneras.

Francesco los había arreglado personalmente con un rodete enrollado y recogido en la base, lo había intentado con un moño alto, había inventado un tocado formado por trenzas, para decidir al final que la cabellera debía caer de forma natural por los hombros, extendiéndose en el movimiento leve de las ondas de color trigo hasta el escote del vestido negro, contrastando con las sombras de la seda.

Luce tenía el brazo izquierdo sobre el remate dorado del brazo del sillón, mientras el derecho estaba tendido hacia adelante como para invitar al observador a un besamanos. Solo que Francesco le había colocado sobre el dorso de la mano derecha una mariposa muerta. Era de color naranja y tenía en las alas una filigrana negra.

El pintor le había pedido a la muchacha un leve ademán de sonrisa. Una sonrisa en la que encerrara la sabiduría de tener un tesoro inmortal sobre la mano junto a la conciencia vivaz de que nada es inmortal en este mundo.

Cuando se acercaba el final de las tres horas previstas de posado, Francesco le pidió el favor de que se quedara un poco más.

Sacó de un armario una caja de madera estrecha y alargada, la abrió y, antes de mostrar su contenido a Luce, le dijo:

–¿Tú tienes miedo?

Ella sonrió. El pintor extrajo del fondo del contendedor de caoba una serpiente embalsamada, envuelta en tres espirales como un largo brazalete. Era un animal gris verdoso, con ojos vítreos de un amarillo reluciente y la boca cerrada. Se acercó a la muchacha sentada en el sillón, le quitó delicadamente la mariposa de la mano derecha, la dejó sobre un cenicero de cristal y le puso en el brazo la serpiente, como si fuera un brazalete oriental.

El animal quedó enrollado alrededor del antebrazo y con la cabeza en la mano donde antes estaba la mariposa.

Francesco se acercó a la mesa de trabajo, empuñó un lápiz y esbozó las líneas de un nuevo retrato. Después cogió una vieja Zenith, la cargó con un carrete en blanco y negro y disparó ocho veces encuadrando a Luce, que ofrecía el besamanos de la serpiente.

–Hemos acabado. Pero no te preocupes, te entregaré el retrato con la mariposa. Este es un capricho mío.

Como cada día, Francesco desapareció en la cocina. Luce se quitó el traje de seda, lo metió doblado en la bolsa de arpillera. Se puso pantalones, blusa y chaqueta blancos, alpargatas de cuña alta. Cuando se hubo vestido, enfiló la sucesión de las cuatro grandes salas y se despidió de Francesco. Desde el fondo de la cocina, él levantó la tacita de café para decirle hasta mañana. Ahora ella cerraba la puerta tras de sí. Francesco oía sus pasos alejándose por las escaleras.

Lentamente, saboreando el café, fue hasta el estudio grande. La serpiente yacía en el centro de la mesa de trabajo: la guardó en su funda de caoba. Se acercó al retrato y miró cómo Luce lo miraba.

Se sabía cada línea de su cuerpo y no sabía nada. Permaneció quieto delante de su sonrisa que parecía decir: es necesario amar el silencio.

Yo os ofrezco mi secreto depositado aquí, sobre el dorso de mi mano derecha.

Yo os ofrezco el secreto de la mariposa negra y anaranjada, yo os ofrezco el secreto de la mariposa, el único animal que conserva en la muerte toda la belleza que tuvo en vida.

3

Posillipo. 13 de mayo. Mañana.

Villa Sangrano

El funcionario judicial había llegado en taxi acompañado por dos ayudantes vestidos de gris. Había llamado a la verja que daba a via Posillipo, que se abrió tras un doble coloquio a través del telefonillo con Enza, la criada. El sendero del parque, de tierra batida, serpenteaba cuesta abajo entre matorrales de rosas de color rosa, naranjos en flor, campánulas blancas que esparcían un aroma agresivo bajo los singultos de la brisa.

Al llegar a la explanada con el enorme arriate central, se veían dos palmeras gemelas que servían de bastidores a la perspectiva de Villa Sangrano.

El funcionario judicial se detuvo un momento y empezó a limpiarse las lentes con un pañuelo. La edificación era de finales del siglo XVIII y presentaba a sus visitantes una alineación de trece balcones. Toda en toba enlucida de un color crema desvaído con órbitas de humedad y salitre.

La criada, de blanco con delantal azul, abrió la puerta a medias, después la abrió por entero y los tres se hallaron en un gran salón donde las estatuas de una Venus y un Mercurio de buena factura parecían lanzar a los visitantes una mirada de recelo.

Maria Amerigo apareció en las escaleras y bajó con arrogancia sujetándose en la nuca sus cabellos largos y oscuros.

–¿Tardarán mucho con este asunto?

El funcionario judicial se aventuró a un buenos días que quedó interrumpido por un expeditivo pasen.

–Empiecen por la biblioteca. Si necesitan algo, díganlo y me llamarán. Enza, prepara café, estaré arriba.

La criada desapareció en la cocina y la señora cruzó los salones con un contoneo de matrona que relució en los ojos de funeral de los funcionarios que venían a incautarse de los muebles. Se les esperaba desde hacía tiempo y no había nada que preguntar, nada que oponer. Se les sirvió un café y el funcionario judicial miró la tacita de Sajonia en la que acababa de beber. Intercambió una mirada de complicidad con sus dos subordinados, como diciendo: «Debería incautarme de esta también, pero el mío es un trabajo que requiere tacto y compasión».

Pasaron de salón en salón, anotando y ordenando en párrafos cada una de las piezas. Librerías de caoba, mesitas napoleónicas de arce, espejos con dorados originales, tapices franceses, cristalerías de Bohemia, terracotas florentinas. Después, entre un con permiso y un ¿se puede?, subieron a la planta de arriba y empezaron con la segunda parte del inventario: armarios gemelos Luis Felipe, camas de hierro forjado decoradas de estilo decimonónico napoleónico, alfombras, porcelanas de Capodimonte pasadas y presentes. Maria Amerigo entraba y salía de las habitaciones, fuera para contestar al teléfono, fuera para ponerse unos pendientes, con el móvil encajado entre la oreja y el hombro, soltando a ráfagas un nos vemos a las nueve, adiós, guapísima, pero ¿tú qué crees?, cosas absurdas y el inevitable o sea...

Avezada desde hacía una década al medio quintal de citaciones judiciales y decretos conminatorios que habían llovido sobre su marido Vincenzo di Sangrano como una granizada de marzo, seguía llevando la vida de siempre, una existencia en la que el afán de exhibicionismo crecía con redoblada obstinación a despecho de las hemorragias patrimoniales que, definitivamente, habían llegado al borde del desangramiento. La disolución en curso, al contrario, provocaba en su cuerpo una excitación singular, casi como si lo ineluctable de los embargos se enmaridara con lo ineluctable de su lujo. Se percataron de ello incluso los tres funcionarios estatales, que habían visto reacciones de toda ralea: lágrimas, imprecaciones, súplicas de aplazamientos. Sí, hasta ellos se dieron cuenta. Por la forma en la que ella no los miraba, no les hablaba, no los atendía, advirtieron una especie de exhalación de delirio tóxico que provenía de la voz y de los andares de aquella mujer. Hermosa aún, con sus pesados tacones sobre las antiguas mayólicas, una duquesa desafinada, en definitiva, un contrapunto de carne y me importa un carajo frente a un lugar que se esforzaba por relatar gracias y honores.

A las trece y cuarenta todo había acabado. En el salón de entrada, mientras Mercurio y Venus mostraban el ciego estupor del ojo marmóreo asaetado por el sol, Maria Amerigo firmaba las actas sobre la mesa central de lapislázuli. Luce apareció en el umbral.

–Que les vaya todo bien –dijo su madre a los embargadores.

Los tres desfilaron por delante de la muchacha recién llegada. El oficial judicial le lanzó una mirada por encima de las gafas empañadas, murmuró un buenos días y salió seguido por los funcionarios.

Delante del parterre central se encendieron tres cigarrillos y observaron cómo se alzaba el humo hacia las palmeras enfermas. Frente a ellos, Capri se extendía oscurecida en una niebla que le permitió decir al ayudante más gordo:

–Tiene cojones. Y eso que estamos en mayo.

4

Nápoles. 13 de mayo. Tarde.

Comida en Villa Sangrano

–Te has fijado en esos tres, ¿verdad? Es el último regalo que nos ha hecho tu padre. Él está en la villa de San Sebastiano, tan tranquilo. Fuma, contempla los pájaros y escucha la Tosca en las grabaciones del treinta y cinco, del cuarenta y ocho, del cincuenta y uno. A la música se dedica, el señor, tan tranquilo, y a nosotras nos embargan la quinta. Siéntate. Enza, haz el favor, entrantes pocos. ¿A ti te apetece un entrante? Hasta una hija muda me ha hecho esa nulidad de hombre. Ese currutaco resecado. Ese despicable man. Contra esta barraca había ya una cuaterna de hipotecas, con la de hoy hemos cantado bingo y si en un plazo de sesenta días a partir de hoy no pagamos, no tendremos ni donde echarnos a dormir. Y entre tanto, él haciendo de Cavaradossi y tú solo pensando en retratos.

Maria Amerigo pulverizaba una rebanada de pan en miles de migas mientras la criada les servía con diligencia. Luce se preguntaba cómo era posible que aquella mujer fuera su madre.

Sentada frente a ella, la duquesa llevaba un traje color oro y un collar de perlas grises. En su decidido escote, el bronceado de rayos UVA bajaba hasta el canalillo del pecho. Desde sus cuarenta y seis años, eructaba la histeria de una feminidad no dispuesta en absoluto a rebajarse a pactos con el tiempo.

Su voz era de una tonalidad tibia, pero las vocales se abrían con un desdén del labio inferior que adocenaba sus palabras en muecas y agudos repentinos. En ocasiones, era capaz incluso, durante horas enteras, de contener su forma de hablar en un registro bajo, artificial y cuidado, cerrando la «o» de buenos días y las «es» de tenedor con una afectación que decía mucho más de su ascenso social que un certificado histórico de nacimiento.

–Desde que se junta con esas dos mojamas embalsamadas del Círculo Náutico ha desmantelado nuestro porvenir. Y el dinero que no ha conseguido perder en la Bolsa, lo ha perdido jugando al póquer, donde es capaz de fracasar sin haberse arriesgado. Porque tu padre, en toda su vida, no ha sido nunca hombre ni para regalarme el placer del azar. Alguien de quien puedas decir que ha perdido, pero que en esos treinta segundos que preceden al desastre te ha hecho sentir en el pecho la emoción de los fuegos artificiales en el mar. Ha vivido sin sangre, siempre. Y sin sangre muere. Sin nada en las venas. Y tú que eres su hija debías habérselo dicho. Dado que por ti iría a robar hasta la túnica de la Dolorosa a la iglesia, dado que si tenías unas décimas de fiebre, se me convertía en Ulises hechizado por Circe, debías habérselo dicho, que no se tiran a la basura los dineros de nueve generaciones. Y en cambio, tú también te fuiste a vivir al país de ole mis cojones. Primero, la universidad en Florencia; después, los viajes al extranjero, las investigaciones, las bibliotecas y no sé qué más: idiotizada, colgada de las letras. ¡La historia de las palabras! ¿Y desde cuándo se ha comprado nadie nada con palabras? Las palabras no pesan, guapita. Las palabras son flores para adornar un poco esta cloaca de funeral que es la vida. Pero lo cierto es que tú eres de su cuerda, la cuerda de la nada. Que en el fondo es la cuerda que viene de tu abuela: tarambana ella, tarambana el hijo. Y tú eres igualita que tu abuela, la duquesa de Sangrano, que sin embargo tuvo la suerte de nacer a mediados del siglo veinte, cuando quien no era capaz de hacer nada aún conseguía engatusar a cuatro idiotas para quienes la nada y la finura eran una misma cosa.

Luce se levantaba ahora de la mesa sin haber rozado tan siquiera los cubiertos. Cruzaba las salas de la planta baja víctima de la náusea más ácida que hay en la naturaleza, la que genera la propia sangre cuando la propia sangre no se reconoce. ¿Desde hace cuántos años no se dirigía a su madre llamándola mamá, diciendo mamá? Ya ni se acordaba. Consideraba la saña de Maria Amerigo contra su padre el destino necesario de la ley conyugal.

Vincenzo di Sangrano la vio por vez primera en Ischia. María Amerigo tenía diecisiete años. Era guapa, guapísima. Se había detenido en una fuentecilla con una amiga después de un paseo por la playa. Se había quitado la sandalia del pie derecho y se había enjuagado la piel casi hasta la rodilla para desvaír la arena.

El duque de Sangrano estaba sentado en el bar Tre Sirene con los versos de Keats en sus manos. Por encima de las primeras dos líneas: «¡No! Aquellos días ya se fueron y las horas están viejas y grises y los minutos todos enterrados», vio la falda blanca de Maria levantarse en el torneado de su pierna para buscar el chorro de agua en el talón y en la pantorrilla, vio cómo se acariciaba una ceja con el dedo índice y eso fue todo. La hija del modesto constructor de provincias se encarnó como la promesa agreste de lo esencial, la ilusión de la madre eterna, toda dulzura y sabiduría por naturaleza. Casi ignorante y purísima.

Ahora su madre se le aparecía a Luce en las lindes entre lo vulgar y lo espontáneo, con un pie aquí y el otro allí, las piernas en forma de compás entre las dos tierras del mundo, cuerpo de bruja napolitana que afirma al hombre la ingenuidad perdida.

5

Nápoles. 13 de mayo. Tarde

«También nuestra Parténope, a la que, arribada de más allá del mar, mostró Apolo en persona esta tierra apacible mediante la paloma de Dione. Es a aquellos parajes (porque no es mi tierra natal ni la bárbara Tracia ni la Libia) donde intento llevarte, parajes que templan un invierno suave y un verano fresco y que baña un mar manso con sus olas en calma. Reina una paz serena en estas tierras y el descanso de una vida relajada, un reposo jamás perturbado y un sueño que nada interrumpe.»

Luce conducía, a las tres de la tarde, por la cuesta de Posillipo. Conducía e iba repitiendo para sus adentros las palabras de Estacio, el gran poeta latino nacido en Nápoles acaso en el año 40 d. C. o acaso en el 50. Eran palabras escritas en el 94, cuando, enfermo, cansado, serenamente desilusionado, deseaba poner fin a su larga estancia en Roma para volver a la tierra de mar en la que había nacido y donde soñaba morir con elegancia. Su mujer deploraba abandonar el gran mundo de la corte, deploraba abandonar el corazón del imperio. Estacio, entonces, le escribió una larga y apasionada carta en la que le regalaba una irradiante secuencia de fundidos encadenados, el jugo colorado de su memoria para contar de Nápoles toda la levedad medicamentosa capaz de liberar el espíritu y el cuerpo.

Ahora Luce pensaba que ninguna naturaleza se conserva igual a sí misma. ¿Dónde estaba ahora la beatitud de los sentidos prometida veinte siglos antes como eterna e inmutable? A su derecha, siguiendo la cuesta Pausilypon que en la semilla griega de la palabra promete pausa al dolor, aparecía el Palacio Donn'Anna. Visto hoy, le parecía un bajel de toba varado en los días de la historia, encallado entre pasado y presente.

La via Caracciolo estaba toda ella salpicada por mobiliario urbano de carbono, espejos y cristal, formas y signos importados de las arquitecturas japonesas, fruto a su vez de cruces e incestos repetidos con las escuelas visuales de lo contemporáneo según Nueva York.

En las continuas paradas, desde los coches a su derecha y a su izquierda, los flanqueadores lanzaban a Luce miradas rapaces. Los encuadres de los napolitanos se habían reducido. Los ojos de los hombres ya no se dirigían hacia lo alto, no buscaban ya terrazas emparradas. Y se había extinguido incluso el escrutinio sonriente del horizonte. Todos los conductores parecían aves silvestres encerradas en jaulas, picoteando contra los barrotes de metal que los aprisionaban, pájaros cuya belleza del más allá había quedado definitivamente borrada por el propio trauma de su captura.

Y más semáforos de fustes relucientes, y más frenadas, y más flanqueos, y más miradas. La muchacha era para los napolitanos el último encuadre posible de la belleza, el último primer plano de armonía, de jaula a jaula, de cristales tintados a cristales tintados: toda la polifonía del ver de Nápoles se constreñía a la cara de Luce, y allí, sin saberlo, los conductores, como en un mapa diminuto de golfos inmensos, de ensenadas cautivadoras, de islas sensuales, recobraban trozos minúsculos de remos azules, conchas desmenuzadas que no habían vuelto a ver, aromas salobres de ciertos domingos de natación que uno se llevaba a la cama al acostarse, todos con el mar en el pecho.

6

Nápoles. 13 de mayo.

Última hora de la tarde.

San Sebastiano

El palacete se presentaba olvidado entre los pinos bajo el Vesubio. El volcán se erigía como un fondo marino celeste a espaldas de la casa. Colocado allí abajo, a mediados del siglo dieciocho, parecía una joya dilapidada, abandonada. Rodeado por un viñedo que llevaba más de una década sin podarse, por naranjos y nísperos enfermos, sobre los que se apelotonaban mudas las hormigas, el edificio estaba rodeado por un muro de piedras de lava entrecortado en diversos puntos. Fue aquel muro el que salvó el palacete durante la última erupción, la del cuarenta y cuatro, cuando el relámpago ígneo se deslizó ladera abajo inexorable, densa crema ardiente por las paredes pétreas del jardín, erigidas como los bordes de un molde para proteger la tarta de balcones y ventanas amables.

La verja de entrada estaba entornada pero abierta. Luce apagó el motor y se encaminó a pie por el paseo enlosado. Por la ventana en esquina completamente abierta revoloteaba el verde pistacho de las cortinas de raso. Una música que conocía bien se derramaba entre el aroma asilvestrado de la uva aún verde. Era música de Mozart, el Concierto para flauta y arpa K 299. Notas que desde niña le habían dicho a flor de piel que la melancolía y el júbilo pueden ser una sola cosa. Aún recordaba cuando tenía nueve años y su padre le había dicho que aquella pieza fue compuesta por Mozart para el duque de Guines y su hija. El uno tocaba la flauta y la otra, el arpa.

Más tarde descubrió que Mozart había definido al duque como un «maravilloso instrumentista de flauta» y a su hija como «mozuela de gran talento y memoria de hierro, deliciosamente boba y cordialmente perezosa». A Luce aquella lectura le había hecho sonreír largo rato, porque el «cordialmente perezosa» hizo que esa muchacha que había vivido más de doscientos años antes le resultara inmensamente simpática.

Ahora subía por la escalera en penumbra, sonaba el andantino, el movimiento más querido y penetrante. De modo que de la Tosca emponzoñada por su madre no había rastro alguno. Vincenzo di Sangrano estaba sentado en un sillón, con la mirada perdida en el aire amarillento de más allá de la ventana. Oyó los pasos ligeros de su hija y le hizo un gesto con la mano para que se acercara. La muchacha se sentó enfrente, en el otro sillón. Su padre hizo ademán de levantarse, pero Luce le tocó una rodilla para decirle que no. Permanecieron así. Los ojos de él eran de un verde castaño, exactamente iguales a los de la abuela. Y era por la abuela Giulia, por la madre de su padre, por lo que Luce había abandonado su casa dos horas antes. Su bellísima abuela, que con sus ochenta y un años había acompañado las locuras de Vincenzo con palabras firmes, más tarde con miradas dolorosas y ásperas, al final con un mutismo que le había llevado a cerrar todo diálogo con su hijo. Se había retirado a su piso de piazza San Domenico Maggiore. Se había negado a las visitas, a las cartas, a las llamadas telefónicas. La ruptura definitiva tuvo lugar cuando el hijo vendió la almadraba de Cetara, el lugar donde la abuela se había casado y donde había plantado las semillas de esos recuerdos que se creen sagrados e intocables.

Tres años antes, en una visita al Museo Arqueológico de Nápoles, contemplando una escultura de Apolo le había dicho a su nieta:

–Hay quien ve las cosas y quien ve el alma. Tu madre no ve ni lo uno ni lo otro.

Maria Amerigo, que ahora desflemaba rencor contra su marido, nunca dejó de empujarle para trasformar sus propiedades en dinero y el dinero en la salsa caliente de la representación social. A Vincenzo no le gustaban las barcas, pero ella quiso una costosísima para atracar donde hubiera mundo y gente de mundo. Desvalijó la paz hogareña por una villa en Montecarlo, a la que no fueron, en total, más de cinco veces.

Puso en escena fiestas paroxísticas, pieles, deportivos deslumbrantes. Daba la impresión de que su única emoción consistía en abrasar el pasado, en matar la memoria, porque todo aquello que no era presente, más presente que el presente, le causaba una agitación claustrofóbica. En la ostentación de antigüedades y de historia de los Sangrano, Maria Amerigo sentía una familiaridad con la muerte que la inquietaba como un atentado a su propia juventud. Sobre la pálida delicadeza ducal los tacones franceses a la última moda de Maria Amerigo habían pisoteado con todo el desprecio neurasténico del que era capaz.

La música había terminado. Vincenzo se levantó para pulsar el off. Dejó circular una mirada de sombras por la casa y dijo:

–Nos han embargado esta también. Dentro de unos meses dejará de ser nuestra. ¿Qué tal estás? Ya lo sé, me he equivocado en todo.

Hubo una larga pausa. Después Luce dijo:

–Pero ¿cuánto haría falta? Para salvarlo todo, ¿cuánto haría falta?

Su padre se sirvió un whisky y susurró:

–Dejémoslo correr.

De repente, la muchacha pensó en su hermano Giacomo, dos años menor que ella. Huyó a Barcelona en cuanto acabó el bachillerato para no regresar jamás. Tampoco por su parte hubo una sola carta, una sola señal de vida. Pero ahora se le venía a la cabeza como un salvador mágico, y mientras la cara de su hermano se suavizaba con los rasgos de la esperanza se dio cuenta de que un instinto desorientado la había llevado a evocar el último fantasma disponible de la familia, por más que el pobre Giacomo, desde luego, no pudiera curar el mal del que había huido.

Luce se guardó mucho de nombrarlo. Para su padre hubiera sido un salivazo de sal en una herida a la que ya quedaba poco que sangrar.

–Siempre he jugado al azar. Toda mi vida. Jugué al azar cuando me casé con tu madre. Jugué al azar en mis inversiones en Bolsa, jugué al azar en los casinos y en el póquer. Me he bebido la vida como un café y sin concederme tan siquiera el placer de sentarme un momento. Jugué al azar incluso como padre. Tú eres la última fiche que me queda. Pero sé que te perderé. Solo hoy me doy cuenta de que el auténtico jugador es aquel que sabe cuáles son los días en los que no debe jugar.