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El segundo volumen de la apabullante saga de ciencia ficción y space opera de Craig Alanson nos trae la hazaña del coronel Joe Bishop, dispuesto a cumplir su promesa de llevar la nave estelar alienígena "Holandés Errante" de regreso a su lugar de origen. Sin embargo, la ONU ha decidido que en su viaje estelar, el coronel Bishop deberá llevar consigo casi 70 tropas de élite de Operaciones Especiales entre pilotos experimentados y científicos. Nadie, ni siquiera el coronel Bishop, espera regresar con vida de esta misión, pero al menos así conseguirán que la Tierra vuelva a estar a salvo... o eso creen ellos. -
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Seitenzahl: 801
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Craig Alanson
Translated by Rodolfo Martínez Fernández
Saga
Fuerzas Especiales - Fuerza Expedicionaria, tomo 2
Translated by Rodolfo Martínez Fernández
Original title: SpecOps
Original language: English
Copyright © 2016, 2022 Craig Alanson and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728063088
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
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El Holandés Errante se estremeció de nuevo. Oímos lo que parecía un gemido y el estremecedor chillido del metal cuando se parte. Los monitores del puente parpadearon a la vez que casi todos los sistemas emitían diversas alarmas y pitidos.
—¡Skippy! ¡Sácanos de…!
La nave se estremeció con fuerza de nuevo.
—Impacto directo en el reactor número cuatro —anunció Skippy imperturbable—. El sello del reactor está roto. Voy a eyectarlo. Sistema de eyección inhabilitado. Piloto, impulsores de babor preparados, encendido de emergencia a mi señal.
—Lista —respondió Desai, lo más tranquila que pudo.
—¡Adelante! —gritó Skippy.
El resultado de la maniobra, que en circunstancias normales ni habríamos notado, fue demasiado para la ya sobrecargada gravedad artificial de la nave y sus sistemas de compensación de inercia. Escoramos hacia la derecha, el sillón de mando dio un bandazo y tuve que sujetarme con fuerza. Se produjo un nuevo temblor, o más exactamente una oleada de ondulaciones que recorrieron la espina dorsal de la nave acompañadas de un gruñido bajo y armónico. Nunca había oído un ruido similar en ninguna nave.
—El puñetero reactor número cuatro ha salido disparado y de camino ha impactado con el número dos, así que lo ha cerrado. —Se notaba la tensión en la voz de Skippy—. Se acercan misiles. Redirijo toda la potencia disponible a los motores. Agarraos que va a ser movidito.
El monitor principal indicaba que el motor estaba al treinta y ocho por ciento de carga y Skippy nos había dicho que con el Holandés dentro del campo de amortiguación del destructor turanio necesitaríamos al menos un cuarenta y dos por ciento para un salto corto, y aún eso implicaría una elevada posibilidad de despedazar el motor. Por lo menos no nos enteraríamos, moriríamos sin más entre un picosegundo y el siguiente.
Los iconos de los misiles, siete en total, se movían con rapidez en la pantalla. Dos de ellos desaparecieron, destruidos por los haces de máser de las defensas de la nave. Los otros cinco, con el camuflaje activo que desorientaba nuestros sensores, seguían su camino. Otro misil destruido. Quedaban cuatro, cada vez más rápidos.
Motor al cuarenta por ciento.
Iba a ir por los pelos.
Me giré para levantar la tapa de plástico del botón de autodestrucción y mi vista fue más allá de la pared de cristal que me separaba del Centro de Información y Combate.
—Teniente coronel Chang.
El interpelado asintió y levantó la tapa del otro botón de autodestrucción, el de confirmación.
—Mi coronel —dijo mirándome directamente a los ojos mientras me saludaba militarmente.
Le devolví el saludo.
—Teniente coronel Chang, hemos recorrido juntos un camino largo y extraño. Ha sido un honor servir a su lado.
Mi pulgar izquierdo se detuvo a pocos centímetros del botón de autodestrucción. La nave estaba condenada y había sido culpa mía. ¿Cómo demonios nos habíamos metido en aquella movida?
Mejor empiezo por el principio.
Me llamo Joe Bishop y soy cabo primero del Ejército de los Estados Unidos, aunque me han ascendido temporalmente a coronel. El rango que tenga es irrelevante, porque me encuentro a bordo de una nave alienígena que hemos robado y estoy a más de mil años luz de la Tierra. Por difícil de creer que resulte, la Fuerza Expedicionaria de las Naciones Unidas me ha puesto al mando de la nave, un carguero turanio que bautizamos irresponsablemente como el Holandés Errante. Soy, creo, un tipo con sentido común y, eso piensa casi todo el mundo, con una cierta tendencia a meterme en líos. De los grandes. Y con la costumbre de salir de ellos. Si tengo que responder a eso, diría que simplemente he estado en el lugar equivocado en los momentos más inoportunos. Mis detractores os dirán que soy un cabrón con suerte. No soy ningún cabrón, pero no les falta razón. Skippy, nuestra combinación de lata de cerveza parlante e inteligencia artificial avanzada, dice que la suerte no existe, que los humanos solo creemos en ella porque somos monitos medio tontos incapaces de pensamiento no lineal y que no tenemos la menor idea de cómo funciona el universo.
Qué más da.
Cuando el Holandés Errante volvió a cruzar el agujero de gusano que había cerca de la Tierra y Skippy lo cerró tras nosotros, una minúscula parte de mí se sintió decepcionada al ver que la nave no saltaba inmediatamente en mil pedazos. En una de las bodegas de carga había una docena de nucleares tácticas procedentes del arsenal estadounidense. Habría bastado con detonar una para vaporizar la nave y eliminar cualquier rastro de presencia humana en la galaxia, pero, al parecer, alguien tenía un cupón de descuento o la docena salía más barata en Nucleares al Por Mayor, así que teníamos once más. No, no sirven como regalo de cumpleaños de última hora, gracias por la pregunta. Cuando Skippy confirmó que el agujero de gusano se había cerrado tras nosotros y lo desactivó de forma permanente en lugar de interrumpir temporalmente su conexión con la red, una parte de mí esperaba que la FENU se hubiera colado a hurtadillas de algún modo sin que Skippy se enterase y hubiese dejado una nuclear preparada para detonar en ese momento.
¿Habéis estado alguna vez en lo alto de un acantilado, o en un balcón en el piso más alto de un rascacielos, y habéis sentido el vientre lleno de mariposas que aletean con rabia, y os habéis muerto de miedo, pero al mismo tiempo os apetece saltar? ¿Solo una parte de vosotros, tal vez un pedazo minúsculo de vuestro ser que a lo mejor no podéis detener y que quiere saltar? ¿Os acojona estar tan cerca del borde porque pensáis que igual no lográis controlaros y os sentiréis obligados a saltar?
No sé dónde leí que eso se debe a que una parte de nuestra mente no soporta la tensión y quiere quitársela de encima, aunque sea matándonos en el proceso.
¿No habéis sentido nunca nada similar? ¿No? Bueno, a mí me dan miedo las alturas, por eso nunca me apunté al entrenamiento de paracaidistas. Volar en un blackhawk con la puerta abierta no me molesta gran cosa; siempre que pueda oír los motores, asumiré que todo va bien. Lo que me acojona de verdad es subirme al tejado de casa de mis padres para poner o quitar las luces de Navidad. Me asusta lo suficiente como para intentar convencer a mi madre cada febrero de que no hace falta quitarlas. «¿Para qué tomarse la molestia?», suelo decir. Vale que los vecinos se van a pasar buena parte del año quejándose de esos holgazanes de los Bishop, pero, cuando llegue octubre, o quizá noviembre, vamos a parecer auténticos genios. ¿A que sí?
Mi madre nunca se ha dejado convencer. Las luces de Navidad se quitan, como muy tarde, la semana anterior a la final de fútbol.
En este caso no eran las alturas lo que me daba miedo, sino lo desconocido, sobre todo la idea de ser responsable de todos los que estaban en la nave. Y me acojonaba pensar que, si por alguna de mis cagadas nuestros enemigos descubrían que había humanos tripulando una nave robada turania, sería responsable del exterminio de la humanidad. Si el Holandés hubiera saltado por los aires sin que yo pudiese impedirlo, no habría estado preocupado por mis casi inevitables meteduras de pata.
La FENU no había trampeado ninguna nuclear para que detonase o Skippy la había descubierto y la había neutralizado. Habría sido mucho más sencillo para todos si el Holandés se hubiese convertido a toda leche en una nube de partículas subatómicas.
En fin, el caso era que estábamos vivos y había que seguir adelante con la misión. Mierda.
De haber estallado el Holandés, habría matado a setenta personas. Nuestra ya no tan Alegre Banda de Piratas se componía de cincuenta y ocho militares y una docena de científicos civiles. Éramos más corsarios que piratas; todo el mundo usaba uniforme con el logo del paramecio con un parche en el ojo diseñado por Skippy. Hasta se les dio uno a los científicos para que se lo cosieran en las chaquetas que se les había proporcionado. No eran muchos los que usaban las chaquetas, pero era algo a lo que intentaba no darle importancia. Lo que más me preocupaba era que las unidades militares asignadas al Holandés procedían de las fuerzas especiales, tanto personal de tierra como pilotos.
Cuando me fui de la Tierra por primera vez, estaba más o menos al día en jerga militar, al menos en la de los Estados Unidos. Pero, al parecer, me había convertido en la única persona en toda la Tierra que no sabía que las siglas de la Fuerza Expedicionaria de las Naciones Unidas no se pronunciaban letra a letra, Efe-e-ene-u, sino como si fuesen una palabra de verdad: FENU. Algo que, se cree, había empezado a pasar antes de que me fuese. Me había tirado una eternidad separando las letras para nada. Seguramente a Skippy le dio un pequeño patatús, aunque he de decir en mi defensa que había tenido suficientes oportunidades para hacérmelo saber. En fin, ¿por dónde iba? Ah, sí, Fenu.
Tras nuestra marcha el Gobierno había querido empatizar la gloriosa contribución de nuestras Fuerzas Armadas a la guerra contra los horribles rujarras, así que dejaron de usar la NU de las siglas y nos llamaron simplemente Fuerza Expedicionaria o FuerEx. A la gente le gustó cómo sonaba eso último y fue el nombre que quedó. Más adelante, cuando tanto los ciudadanos como los Gobiernos empezaron a arrepentirse de la alianza con los kristangos, se intentó recuperar de nuevo la parte que hacía referencia a las Naciones Unidas, como si los Gobiernos individuales que habían contribuido a la FENU no tuviesen responsabilidad alguna en lo ocurrido. Para entonces era demasiado tarde; FuerEx era el nombre que usaba todo el mundo.
Técnicamente nuestra misión estaba bajo el mando del Directorio de Control de Operaciones Especiales de la Fuerza Expedicionaria de las Naciones Unidas. Probad a decirlo de corrido varias veces sin respirar. A la hora de la verdad, era yo quien estaba al mando sin supervisión alguna; una vez que el Holandés saltó fuera de la órbita terrestre, íbamos por nuestra cuenta. Si las cosas iban bien, seguro que el DCOE de la FENU se ponía la medida; si iban mal, me echarían la culpa. Así funcionan estas cosas.
Cuando Control de Operaciones Especiales ensambló la tripulación, al principio usé el término COE para referirme a nuestra Alegre Banda de Piratas, hasta que descubrí que los tipos guais usaban el término OpEs. Recibí varias miradas peculiares cuando intenté usarlo yo mismo para demostrar que también era guay; al parecer, como simple soldado que jamás había estado en las fuerzas especiales, no tenía derecho a usarlo. Bueno, ya iría aprendiendo.
Dejad que os hable un poco de las fuerzas especiales y os cuente lo que he aprendido observándolas. Ya sean SEAL de la Marina, Rangers del Ejército de Tierra, SAS británicos o miembros de cualquier otra fuerza armada del planeta, los soldados de las fuerzas especiales son tipos duros, y lo saben. Entrar en una de esas unidades requiere una dedicación extrema para dar la talla en los requerimientos físicos, por no hablar de los psicológicos.
Seguro que todos habéis conocido a un chaval o a una chica en el instituto, o incluso antes, que sabía exactamente lo que quería ser de mayor. Gente totalmente centrada, con una forma física excelente, que se levantaba a las cinco de la mañana para nadar o entrenar al hockey o correr o levantar pesas antes de ir a clase. Que sacaban buenas notas, hincaban los codos, nunca bajaban el ritmo y siempre les caían bien a los adultos. Que eran excelentes atletas e incluso en el entrenamiento lo daban todo. Y, sobre todo, que incluso de niños se lo tomaban todo en serio, no importaba el tema, mientras los demás íbamos de un lado a otro dando tumbos sin tener la menor idea de lo que queríamos.
De ahí es de donde viene el personal de las fuerzas especiales. Son mejores en todo que la mayoría de nosotros. Que yo desde luego. Soy un soldado con una entrega y dedicación razonables y me siento orgulloso de llevar el uniforme, pero nunca me cualificaría para entrar en las fuerzas especiales. Estoy casi seguro de que, con entrenamiento, podría dar la talla en lo físico. Pero jamás querría entrenar tan duro; no tengo la disciplina ni el impulso de trabajar tanto, ni lo deseo lo suficiente para intentarlo. Admiro muchísimo a la gente capaz de ese nivel de entrega, pero me alegro de no ser uno de ellos.
Son lo mejor de lo mejor y el Holandés contaba con el mejor personal de operaciones especiales procedente de las cinco naciones que componían la FENU. No me imagino cómo serían las pruebas a las que los sometieron para ver quién ocupaba los puestos disponibles en el Holandés, pero no me cabe la menor duda de que no me habría cualificado.
Me sentía intimidado por nuestra nueva Alegre Banda de Piratas, lo reconozco. Eran más duros que yo; más listos, más entregados, mejores soldados y mejores seres humanos en cualquier sentido que se me ocurriese. Y se suponía que aquellas superpersonas estaban bajo mi mando. El mío. No estaba a la altura, y lo sabía.
—Joe —me dijo Skippy al día siguiente de haber cruzado el agujero de gusano. Estaba en mi despacho intentando lidiar con los tediosos detalles administrativos que conllevaba la tarea de ser el comandante. Y es que dirigir una misión de la FENU en lugar de ser capitán de una nave pirata implicaba montañas de papeleo, aunque en este caso fuese electrónico. Lo odiaba; nunca se me ha dado bien lidiar con las cosas aburridas—. Tengo que hacer una pregunta. Bueno, técnicamente, es una queja.
—Vale. Ponlo por escrito y déjalo en el buzón de sugerencias.
—¿Tenemos un buzón de sugerencias? —preguntó, genuinamente sorprendido.
—Sip. Está en el agujero negro más cercano. Deja ahí tu queja y espera.
—Ja ja ja. Muy gracioso, Joe.
—El resultado de tirarlo al agujero negro va a ser el mismo que dejarlo en el buzón de sugerencias, así que…
—Vale, lo pillo. En cualquier caso, estaba echándole un vistazo al nuevo estadillo de personal en tu tableta…
—Uf, no me lo recuerdes. Ya he tenido suficiente mierda administrativa de esa por un día.
—Es una minucia, Joe. Me he dado cuenta de que no estoy incluido en el estadillo de personal. Ni siquiera aparezco como pasajero; y salta a la vista que soy indispensable para cualquier operación. Debería ser parte de la tripulación.
—Vaya, no sabía que te interesase eso, Skippy, perdona. —Mierda. Nuestra superpoderosa IA alienígena solía tener la piel muy fina para según qué cosas; y estaba claro que odiaba que lo tratase de forma diferente a la de cualquier otra criatura consciente a bordo—. Tienes razón, ha sido culpa mía. Incorporaré ahora mismo tus datos. Ah, veo que te me has adelantado y que has activado la pantalla de altas en mi tableta. ¿Has grabado el informe que llevo veinte minutos escribiendo?
—Como si la humanidad necesitase leer esa sarta de mentiras. Os haría a los monitos un favor borrando esa basura. Sí, claro que lo he grabado.
—Más vale, porque ya se me ha olvidado qué demonios puse. Bien, lo primero al dar de alta a alguien es el nombre, así que pondré «Skippy». Lo segundo es el apellido…
—El Magnífico.
—¿En serio?
—No puede ser más apropiado, Joe.
—Sí, claro, todo el mundo te llama así —respondí con sarcasmo mientras ponía los ojos en blanco. No quería discutir, así que escribí «El Magnífico»—. Lo siguiente es tu rango; el estadillo se creó pensando en el personal militar.
—Me gustaría Grande y Exaltado Mariscal de Campo Supremo.
—Ah… ya. Pondré «Lobato». Lo siguiente…
—¡Eh! Serás mamón.
—Lo siguiente es la especialidad.
—Bueno, está claro. El Señor tu Dios Controlador del Universo.
—Ahí tienes toda la razón. Creo que eso se deletrea C, A, P, U, L, L, O. Lo siguiente.
—¡Eh! Caraculo, debería…
—¿Edad? —pregunté.
—Al menos un par de millones de años. Eso creo.
—Mentalmente tendrás unos seis, así que pondré eso.
—Joe, acabo de cambiar tu rango en el expediente de personal a Gran Caraculo —dijo Skippy entre risas.
—Vale. Cinco años. Tienes cinco años.
—Supongo que es justo —admitió.
—¿Sexo? Iba a poner «n/a» —señaló.
—En tu expediente personal acabo de poner «Improbable» en la casilla de «sexo».
—Esto no va nada bien, Skippy.
—Has empezado tú.
—Muy maduro por tu parte. Venga, cuatro años. Igual dos.
—Me rindo —replicó Skippy—. Graba el puñetero expediente y lo dejamos así, ¿vale?
—Sin problema. Deberíamos hacer esto más a menudo.
—A la mierda.
Creí que con eso habíamos terminado, hasta que la sargento Adams me llamó cinco minutos después:
—Mi coronel, estaba mirando el estadillo de personal y veo que Skippy aparece como «Capullo, Primera Clase».
—Mierda. —No se me había ocurrido que alguien fuese a mirar el maldito estadillo—. Lo cambiaré.
—No hace falta, mi coronel. Sin duda es una buena descripción.
Adams se echó a reír.
—Sí que lo es.
—Además de eso, su plan de entrenamiento físico aparece ahora como «Uso del orinal». Me pareció que debía saberlo. También pone que necesita aprender lo de «las flores y las abejas».
—Joder. Estuve hablando con Skippy hace unos minutos; parece que necesita otra charla.
—¿Cree que va a servir de algo? —preguntó con escepticismo.
—Seguro que no.
Todos los miembros de la Alegre Banda de Piratas original se sentían intimidados por nuestra nueva y flamante tripulación, no era solo cosa mía. La segunda noche después de haber cruzado el agujero de gusano, ahora inactivo, el insomnio acabó llevándome a las cuatro de la mañana al comedor en busca de una taza de té y un poco de compañía. Antes de vestirme, comprobé en la tableta qué uniforme correspondía a aquel momento, información facilitada por el teniente coronel Chang, mi oficial ejecutivo. La mayor parte de los días íbamos de faena, salvo los lunes, que llevábamos uniforme de paseo. Vi que tocaba el uniforme de verano de faena, o su equivalente en cada ejército. Al llegar al comedor, me topé con el teniente coronel Chang, la comandante Simms, el capitán Giraud y la capitana Desai en una mesa, con la vista soñolienta y tomando café. Acababa de llenarme una taza cuando vi que entraba la sargento Adams, así que cogí una para ella.
Allí estábamos los seis, solos en la cambusa. Los miembros originales de la Alegre Banda de Piratas que iban en esta misión. Habíamos pasado juntos por un montón de cosas, a muchas de las cuales no habíamos esperado sobrevivir, y me dieron ganas de abrazarlos. Me contuve porque Adams me habría dado un puñetazo si hubiese intentado abrazarla. Así que me limité a chocar el puño con ella y tenderle la taza de café.
—Menuda coincidencia —comenté.
—Quizá para usted, mi coronel —respondió Adams, que se sentó frente a Giraud—. Mi turno comienza en una hora.
—Y el mío —dijo Simms mientras se tomaba el café.
—No podía dormir —se limitó a decir Chang.
—Tampoco yo —dije. Me senté junto a Desai y alcé la taza a modo de brindis—. Por la Alegre Banda de Piratas original. Especialmente por aquellos que cayeron por el camino.
Entrechocamos las tazas de café y dimos cuenta del contenido. Las tazas ni hicieron casi ruido, porque eran de plástico, pero tenían el logo oficial de la FENU en un lado y habían grabado «NONU Holandés Errante» en el otro. Si por algún increíble milagro conseguíamos volver a la Tierra, estaba seguro de que unos cuantos sacarían las tazas de la nave y las convertirían en valiosas piezas de coleccionista.
Nos pusimos al día; la mayoría no nos habíamos visto desde que habíamos dejado el Holandés para bajar a la Tierra. Nos habíamos encontrado de nuevo un par de días antes de irnos, pero ninguno había tenido tiempo para hablar. Los Gobiernos de la Tierra por fin habían caído de la burra y autorizado la misión, y apenas había tiempo para cargar la nave y prepararla para el despegue. Todos los supervivientes de la Alegre Banda de Piratas se habían ofrecido voluntarios para salir de nuevo en el Holandés. Tras un montón de discusiones, argumentos y reflexiones, por no mencionar todo el politiqueo de los distintos Gobiernos involucrados, acepté solo a los cinco que ahora se sentaban conmigo en la cambusa. Aunque todos los supervivientes se habían presentado voluntarios, no era necesario que viniesen con nosotros, y saltaba a la vista que sus Gobiernos querían conservar a muchos de ellos en la Tierra a causa de sus conocimientos. Muchos de los supervivientes estaban heridos, como Giraud, que aún llevaba el brazo en un cabestrillo curativo turanio, o Chang, cuyas costillas seguían tiernas. El pronóstico del doctor Skippy para Giraud era que podría sacar el brazo del cabestrillo y tenerlo funcional en dos días, lo que no era suficiente para el paracaidista francés, que afirmaba que el brazo le picaba como si un millón de hormigas lo estuviese mordiendo. Skippy dijo que eran imaginaciones suyas.
Estaba convencido de que este viaje era descabellado, además de ser una misión suicida. La Alegre Banda de Piratas originales había forzado la suerte hasta más allá del límite y forzarla más aún era una locura. Me había visto obligado a discutir en términos, digamos, fuertes con la sargento Adams, empeñada en venir. Le dije que no tenía nada que demostrar y que ya se había sacrificado bastante. No hizo falta decirle que, aunque ambos habíamos sido prisioneros de los kristangos, y estos nos habían condenado a muerte, a ella también la habían torturado. Había visto sus cicatrices. Se me echó encima y me acusó, casi gritando, de querer apartarla de la misión por ser una mujer; de haber sido un hombre, no lo habría intentado proteger. No era cierto, pero no me dejó decir una palabra más mientras seguía su perorata.
—Con todo el respeto, es cierto que lleva usted las águilas de coronel, pero los dos sabemos que no es más que un cabo primero. Me necesita.
Tenía razón por completo y me sentí aliviado al dársela. En realidad, estaba contento de que todos hubiesen venido; los conocía y confiaba en ellos. La nueva tripulación tal vez fuesen superestrellas, pero no los conocía. Antes del lanzamiento había evitado pasar tiempo con Adams y los demás porque no quería que el resto de la tripulación pensase que mostraba favoritismo con mis antiguos camaradas. Aunque, sin duda, lo mostré. Había pilotos en la nave con mucha más experiencia y cualificaciones que la capitana Desai que habían volado en los aviones más modernos y versátiles, que habían sido pilotos de prueba o ases del aire, pero ni uno solo tenía permiso para tocar un solo botón de la consola de control del Holandés a menos que Desai lo supervisase. Confiaba en las habilidades de todos de ellos como pilotos de una nave espacial alienígena, pero en Desai confiaba sin más. Skippy pensaba lo mismo. Fuese cual fuese el nombre en clave oficial que hubiera tenido cada uno antes de subir a bordo, Skippy los llamada a todos «Puñatos», es decir, puñeteros novatos. Hubo que explicarles que en realidad Skippy estaba siendo amable teniendo en cuenta que, bueno, se trataba de Skippy. Uno de ellos, no recuerdo el nombre, le tocó las narices a Skippy lo suficiente para que le cambiase el camarote y le asignase una de las esclusas de aire. Tuve que intervenir, por más que estuviese de acuerdo con Skippy. Al piloto empezaron a llamarlo Tidesclu por «el Tío De la Esclusa». Cosas de aviadores.
—¿Qué opináis de la nueva tripulación? —pregunté, sin dirigirme a nadie en particular.
Chang fue el primero en hablar, tras una diplomática pausa para sorber el café:
—Va a ser un interesante experimento de cooperación internacional.
Giraud asintió y se encogió de hombros:
—Ya veremos.
Setenta personas. Doce de ellas eran científicos. De esos, siete eran mujeres, y cinco, hombres, y sus especialidades abarcaban casi todo, desde la medicina y la biología a la física. La competencia para subir a bordo había sido feroz entre los científicos, aunque eso había cambiado un poco tras explicarles que no esperaba que fuésemos a volver. De haber dependido solo de mí, no habría permitido que subiese ningún científico. No los necesitábamos para cumplir con la misión, y simplemente engrosarían la lista de muertos si no lográbamos volver a la Tierra. El número total de miembros de la nueva Alegre Banda de Piratas no había dependido de mí. Los distintos Gobiernos habían insistido en que llevásemos científicos y la lista original había sido de varios miles de nombres. Limitarlo a doce había sido lo mejor que había conseguido. Mi decisión final acerca de quién venía y quién se quedaba dependió menos de la pura habilidad científica que de la capacidad para llevarse bien con otras personas. Lo último que necesitábamos era un grupo de genios o, como los llamaba Skippy, monos un pelín más listos, dotados de egos masivos que no hiciesen más que tocar las narices durante todo el viaje. Por eso en parte había elegido más mujeres que hombres; un buen número de los candidatos masculinos habían suspendido el examen de la FENU que medía las habilidades sociales.
—Cooperación internacional —repetí muy despacio—. Nuestra tripulación original se las apañó muy bien para cooperar —señalé.
—No nos quedó otra —dijo Chang—. Y nuestra misión era salvar la Tierra. No podíamos estar mejor motivados.
—En aquel momento la tripulación fue cualquiera del que pudiésemos echar mano —señaló Giraud—. Fue una casualidad que estuviese en la base de intendencia; mi comandante me había enviado a averiguar por qué los suministros tardaban tanto en llegar.
—Enviamos lo que teníamos —respondió Simms, a la defensiva.
Giraud asintió.
—Sí, me di cuenta en cuanto llegué, mi comandante. Lo que quiero decir, mi coronel, es que la tripulación original estaba motivada y tenía claro el objetivo. Se nos juntó de repente y por sorpresa, y se nos dijo que había que salvar el mundo. La nueva tripulación no tiene un objetivo tan claro.
—Y esos tipos de las fuerzas especiales se creen todos muy… bueno, especiales —comentó Adams con el café en la mano—. Los presentes excluidos, mi teniente —añadió en dirección a Giraud.
—Tranquila —respondió Giraud entre risas—. Lo cierto es que algunos me intimidan incluso a mí —admitió.
—¿En serio? —pregunté. René había sido paracaidista de élite del Ejército Francés antes de que lo enviasen a Paraíso—. A mí me intimidan todos. Y me preocupa que pueda haber rivalidades que se nos vayan de madre.
No me refería solo a rivalidades entre las distintas nacionalidades, también me preocupaba que los SEAL y los Rangers no se llevasen bien.
Adams chocó el puño con Giraud.
—No se preocupe, mi coronel, los enderezaremos.
Chang había asignado a Adams y Giraud, ambos con experiencia, la labor de organizar las fuerzas especiales y preparar un programa de entrenamiento. Los nuevos tenían que aprender cómo funcionaban el Holandés, la Flor y las lanzaderas, aunque fuese a un nivel básico. Luego tendría que familiarizarse con las armaduras de combate kristangas y nuestros drones de batalla, los robates.
Lo que más me preocupaba era que se aburriesen. Antes de dejar la órbita de la Tierra, había reunido a la tripulación y los científicos en una de las bodegas y les había vuelto a explicar que esperaba, con toda sinceridad, no tener que emprender ninguna acción de combate. De hecho, mi deseo era no encontrar nada especialmente interesante en todo el viaje. En mi opinión, una misión exitosa sería que encontrásemos la radio mágica de Skippy, que lo dejásemos en alguna parte y que volviésemos sin más a la Tierra. O que yo pulsase el botón de autodestrucción, en la tesitura bastante probable de que el Holandés se hiciese pedazos tras la partida de Skippy y nos quedásemos atrapados en mitad de ninguna parte con provisiones cada vez más menguantes. Cuando comuniqué esto a la tripulación, vi que las fuerzas especiales asentían de forma inquietante. También vi por sus miradas que no me creían del todo. Los habían entrenado para el combate y con eso era con lo que contaban. Yo contaba con decepcionarlos.
La nueva misión seguía la estructura habitual de mando de la FENU. Los científicos procedían de numerosos países, pero los soldados venían de cinco: los Estados Unidos, China, India, Reino Unido y Francia. Cada nación había proporcionado nueve efectivos de unidades especiales, excepto los Estados Unidos, que solo tenía a bordo cuatro Rangers y otros tantos SEAL, a cambio de que un estadounidense estuviese al frente de la misión. Cada país también había proporcionado cuatro pilotos. Tanto Giraud como Desai contaban como tales. Añadiéndonos a mí, Chang, Simms y Adams, había un total cincuenta y ocho militares a bordo.
Terminé el café y me levanté a rellenar la taza. Ya no quedaba mucho en la cafetera, así que la vacié y la arranqué para que preparase un nuevo lote. Aún no había desayunos disponibles, más allá de las tostadas que cada uno se hiciese.
—¿Quién tiene hoy turno de comedor?
Eran el tipo de detalles responsabilidad de Chang como Oficial Ejecutivo. Había un estadillo en alguna parte. Seguramente tenía una copia en mi zPhone, pero me daba pereza mirarlo.
—China —replicó Chang—. Empezaremos en una hora, más o menos.
—Bien, aún no tengo hambre —dije.
¿Cómo eran los desayunos chinos? Me moría por averiguarlo. En la tripulación había científicos, pilotos y fuerzas especiales, pero no cocineros. Cada día, uno de lo países que había aportado fuerzas de combate se ocupaba de cocinar en la cambusa y al sexto día se encargaban los científicos. El tema de la comida iba a ser interesante, porque las habilidades culinarias no habían sido requisito para subir a bordo; aunque esperaba que las fuerzas especiales, que no podían ser más competitivas, se esforzasen al máximo.
Me dirigí hacia la puerta con la taza de café en la mano.
—Voy hasta el gimnasio —anuncié.
Si iba a aquellas horas, seguramente me las apañaría para estar a mi aire, sin tener por todas partes a las fuerzas especiales, todos ellos en mucha mejor forma física que yo. Igual era buena cosa mantener también a raya mi ego, me dije.
Cuando acabé en el gimnasio, necesitaba una buena ducha. El ejercicio había sido doloroso, me había dejado jadeante, había convertido mis piernas en jalea y me había dejado los brazos temblequeantes. Me dolían hasta los dedos. Y los seis tipos de las fuerzas especiales chinas que estaban conmigo en el gimnasio habían hecho ejercicios mucho peores; llevaban un rato cuando llegué y, cuando me fui, se dirigían al pasillo de la espina dorsal del Holandés a echar una carrera. Yo estaba al borde del agotamiento.
En la ducha tuve que ponerme de rodillas, porque era de tamaño turanio, algo que no habíamos sido capaces de arreglar cuando reacondicionamos el Holandés mientras estaba en órbita terrestre. Las camas se habían alargado a tamaño humano por el método de cortar los mamparos y unir camarotes; no los necesitábamos todos, al fin y al cabo. Pero ajustar las duchas no estaba en la lista de tareas prioritarias de las que ocuparse en el poco tiempo que teníamos antes de que el carguero partiese. Mis temblorosos dedos intentaron varias veces en vano dar con los controles de la ducha. Al final acabé lanzando una maldición en voz alta.
—¿Ocurre algo, coronel Joe? —preguntó Skippy. Sonaba genuinamente preocupado—. Pareces especialmente torpe esta mañana.
—¿Especialmente? Muchas gracias, Skippy.
—No pretendía ofender. Mono torpe es mono muerto, Joe. Cuando os colgabais de los árboles en la selva, el mono torpe que se caía era devorado por un leopardo.
—¡Ja! —No me quedó más remedio que echarme a reír—. No es que haya muchos leopardos en esta parte de la galaxia, Skippy. Tengo los brazos cansados, eso es todo; me he esforzado demasiado haciendo ejercicio.
—Lo sé, he estado mirándote. ¿No crees que te pasas un poco, Joe?
—Ni de coña. Esos tipos de las fuerzas especiales son rápidos de narices, especialmente las mujeres. Joder, estoy en buena forma y soy más joven que la mayoría de ellos, y a pesar de eso me han dejado a la altura del barro. Me gustaría entrenar con ellos, pero la primera vez que uno de ellos me tumbase sobre el tatami sin tan siquiera sudar, me perderían el respeto.
—Uf, eres tonto hasta para ser un mono. Es que ni la pillas y la tienes delante. Joe, tienes tan acojonadas a las fuerzas especiales que se sienten resentidas en tu presencia. Y en la de los demás miembros de la Alegre Banda de Piratas original.
—¿Cómo? —exclamé bajo el chorro de agua—. Dame un minuto para secarme. —Corté el agua con un dedo tembloroso y retrocedí con cuidado en busca de una toalla—. ¿De dónde has sacado esa idea? Esos tipos han pasado por el entrenamiento militar más duro del mundo; son los mejores. Rebosan autoconfianza.
—La rebosan sobre casi todo, sí, pero no sobre vosotros. Míralo desde su punto de vista, Joe. Cuando la FENU se fue al espacio, ellos se quedaron en casa. Por una razón o por la otra, se quedaron y se perdieron todo el jaleo. Son ellos los que tienen que demostraros algo a ti, a Chang y a los demás.
—Hmmm. Supongo que tienes razón, Skippy, no se me había ocurrido.
—Y eso es solo el principio. No solo habéis salido de la Tierra, sino que habéis capturado dos naves alienígenas, habéis traído información de vital importancia y habéis rescatado a vuestra especie de los kristangos. Joe, esos tipos de las fuerzas especiales os miran a ti y a la tripulación original con arrobo y temor. Sí, han pasado un proceso de selección duro y riguroso, tanto físico como mental. ¿Han hecho algo más? ¿Cuáles son las probabilidades de que a lo largo de toda su carrera militar consigan algo remotamente parecido a lo que habéis hecho vosotros? Más o menos cero. Y lo saben. Y creen que los miráis por encima del hombro.
—Joder.
Tenía razón y yo no me había pispado. Había estado pensando solo en mí y no había considerado cómo veía la situación el resto de la tripulación. Cuando estaba en la Décima División de Infantería del Ejército de los Estados Unidos y nuestro batallón fue a Nigeria por primera vez para darle un empujón a los esfuerzos de «pacificación» en la zona, veíamos como semidioses a los tipos a los que íbamos a relevar. Habían estado allí, habían sobrevivido, conocían el territorio, habían entrado en combate. Lo suyo era real, yo solo había recibido una charla informativa. Se les notaba en los ojos. Sabían que la mayoría de los miembros de nuestro batallón, yo incluido, estaban verdes y nunca habían usado un fusil en un área hostil. Aquello lo cambió todo; cuando nuestro batallón volvió a casa, todos habíamos cambiado. Habíamos pasado por ello y sabíamos cómo era.
Las fuerzas especiales a bordo del Holandés Errante no habían estado allí, no habían salido de la Tierra, nunca habían visto un alien. Sí, habían pasado por un infierno en la Tierra ocupada por los kristangos, experiencia que yo no había tenido. Pero había servido bajo la FENU en Paraíso y ellos, no. Fueron muchas las fuerzas especiales que no se trasladaron a Paraíso, porque los kristangos no estaban especialmente interesados en ellos y los Gobiernos de la Tierra preferían guardarse un as bajo la manga, así que mantuvieron a la mayor parte de las tropas de élite al alcance de la mano, por así decir. Si el Holandés no hubiese aparecido y Skippy no hubiese aplastado como cucarachas a los kristangos, seguramente las fuerzas especiales habrían intentado atacarlos. Habría sido un gesto inútil ir contra sus búnkeres y habría resultado imposible atacarlos en sus naves en órbita. Cualquier acción de las fuerzas especiales habría sido un acto desesperado, un modo de plantar cara hasta a la muerte en honor a la raza humana.
No solía pensar a menudo en cómo había sido la vida de la gente que estaba en la Tierra mientras yo andaba por el espacio. Tuvo que haber sido terrible, horripilante. En Paraíso tuvimos que lidiar con el hecho de que eran los kristangos los que traían desde la Tierra todos nuestros suministros, especialmente la comida, y de que al final cada vez eran menos frecuentes y más escasos. Eso había sido bastante malo, unido al hecho de la progresiva concienciación de que estábamos luchando en el bando equivocado, de que nuestros «aliados» se habían convertido en los opresores de nuestro planeta y de que, si no seguíamos sus órdenes, podían interrumpir los envíos y dejarnos morir de hambre.
Tuvo que haber sido mucho peor en la Tierra. En Paraíso nos preocupaba la supervivencia de la Fuerza Expedicionaria. Los habitantes de la Tierra sabían que las apuestas eran mucho más altas; la supervivencia de toda nuestra especie estaba en juego. Cuando nos fuimos de casa con la FENU, no sabíamos en qué nos metíamos, pero esperábamos que fuese malo, muy malo. En la Tierra, al principio vieron a los kristangos como salvadores. Eran alienígenas con aspecto de lagartos enormes y feos, pero nos habían salvado de los invasores rujarras. Así que, cuando empezaron a presionar y a interferir en los asuntos humanos, a apoderarse de tierras, de minerales raros y de otros materiales, al principio la gente supuso que era el precio por apoyar el esfuerzo bélico, por impedir que los rujarras conquistasen nuestro planeta y esclavizasen a la humanidad. ¿En qué momento la mayoría de los habitantes de la Tierra tuvieron la sensación inquietante de que habían hecho un trato de mierda y de que los kristangos, que tenían el control casi completo del planeta, eran tan malos como habían imaginado que serían los rujarras? No lo sabía, y era algo que tendría que preguntarles a los nuevos tripulantes. Seguramente querrían hablar de ello; necesitarían hablarlo con alguien que no lo hubiese vivido.
—Tienes razón, Skippy, debería haberlo pensado. Soy el comandante en jefe, tengo que saber lo que pasa por la cabeza de mi gente. Y… Un momento. ¿Cómo sabes lo que piensan?
—Porque los oigo hablar. Mira que eres tonto.
—No puedes hacer eso. La gente tiene derecho a su intimidad.
—Joe, no puedo evitarlo. Monitorizo todos los sistemas de la nave en tiempo real, lo que incluye las entradas de audio y de vídeo. Ya sabes que te veo cuando duermes, en la ducha, cuando comes…
—Sí, ya lo sé. Y es malrrollero de narices.
—Como si me importase un pimiento la pinta que tenéis los monos desnudos.
—Vale. Lo que digas. Pero no puedes decirme, ni a mí ni a nadie, lo que le has oído comentar en privado a otras personas. Debemos mantener al menos una ilusión de intimidad. Si la gente supiera que ves cuanto hacen y dicen, podrían lidiar con ello porque al fin y al cabo eres una IA alien. Para muchos de ellos eres parte del mobiliario, un sistema más de la nave, invisible. Si se enteran de que sus compañeros o su comandante los espían y usan los detalles de sus vidas privadas para cotillear de ellos, eso destrozaría la moral. ¿Lo entiendes?
—No me parece para tanto. Vale, no te diré ni a ti ni a nadie lo que vea o lo que oiga. Una cosa, ¿y si me entero de que alguien está planeando algo estúpido que podría dañar la nave o la misión?
—En ese caso me lo dices, pero solo los detalles necesarios para solucionarlo. ¿Lo pillas?
—Sí, me parece que sí. Joder, los monos tenéis unas reglas sociales complicadas de narices para ser una especie tan poco desarrollada.
Acababa de llegar a mi despacho, un antiguo espacio de almacenamiento cercano al puente y al Centro de Información y Combate, cuando Skippy me avisó:
—Eh, coronel Joe, preparado. Ricitos de oro va a verte.
—¿Ricitos de oro? —respondí de buen humor—. ¿Quién es ese?
—El teniente de navío Williams, de la Armada de los Estados Unidos —me explicó.
Williams era el líder del equipo de SEAL y llevaba afeitada la cabeza, de ahí el mote de Skippy. Ya me había dado cuenta de que a la IA no le caía nada bien. Bueno, en realidad, el propio Skippy me lo había dicho. Williams y yo tampoco estábamos en los mejores términos. Tenía la sensación de que pensaba que yo no estaba cualificado para estar al frente de una misión tan importante, que era poco profesional, carente de dedicación, demasiado joven y sin experiencia, además de no tomarme en serio mis responsabilidades y ser una nulidad como soldado. No estaba de acuerdo con lo último.
—Gracias por el aviso.
Me erguí en la silla y ajusté la tableta para que ocupase la posición ergonómicamente correcta en la mesa, en lugar de en mi regazo, donde había estado hasta el momento.
Un minuto más tarde, allí estaba Williams llamando con los nudillos en la pared, ya que la puerta siempre estaba abierta. Era mi intención mantener de forma literal una política de puertas abiertas.
—¿Mi coronel?
Fingía leer algo en la tableta, ya que se suponía que Skippy no me había alertado de su llegada.
—Teniente Williams, pase. Siéntese, por favor. ¿Qué le parece el Holandés Errante de momento?
—Un tanto apabullante —admitió—. Cuando subimos a bordo, pensamos que, como SEAL, estaríamos en ventaja, ya que estamos acostumbrados a desplegarnos en diversos tipos de embarcaciones. Creo que eso no tiene mucho sentido aquí.
La charla duró unos cinco minutos. Él me contó lo increíble que era estar en el espacio a bordo de una nave alienígena capturada y yo le di la gracias por cómo habían puesto a punto el Holandés antes de partir de la Tierra. Habían arrancado o pintado de un modo más discreto buena parte de los ornamentos del puente y el CIC. Y ahora teníamos un comedor digno de ese nombre: un lugar donde se podía cocinar, servir la comida y comerla. Y era comida de verdad. Había varias bodegas llenas de alimentos, suficientes para que nos durasen varios años. Pero la mejor modificación habían sido las camas: se habían derribado los mamparos necesarios y ampliado los camarotes para poder meter colchones de tamaño razonable en lugar de seguir intentado dormir acurrucados en aquellas ridículas y estrechas camas hechas a la medida de los turanios.
Chang no tardaría en llegar para nuestra reunión diaria, así que decidí ponerme en faena y averiguar qué quería Williams.
—¿Para qué quería verme, teniente? Asumo que no ha venido solo a charlar sobre la nave.
—No, mi coronel. Aprecio la experiencia que aporta la sargento Adams —dijo él—, así como sus consejos. Sin embargo, no está familiarizada con los estándares de entrenamiento de los SEAL ni de los Rangers. Ni de los métodos de las SAS o de los paracaidistas franceses…
—Ya veo, teniente —lo interrumpí.
Chang era mi oficial ejecutivo y segundo al mando en la nave. Simms estaba al cargo de la intendencia y era la tercera en la cadena de mando. Desai era nuestro piloto y Giraud formaba parte del equipo de paracaidistas franceses. Por sugerencia de Chang había puesto a Adams a cargo del entrenamiento de las fuerzas especiales en lo referente a la nave y a las nuevas armas alienígenas que íbamos a usar.
—No debería ponerse tan gallito, teniente Williams —añadió Skippy—. Ni siquiera fue usted la primera opción para dirigir el equipo de SEAL.
Williams ni parpadeó.
—Mi coronel —dijo ignorando a Skippy… o quizá dándole el mismo rango que a mí, no estaba claro—. Sé que fui la segunda opción…
—La cuarta, en realidad —se apresuro a añadir Skippy, siempre deseoso de ayudar.
—¿La cuarta? —preguntó Williams, sorprendido.
—La primera opción fue el teniente Jerome Hansen —explicó la IA—. Rechazó el ofrecimiento porque no quería servir a las órdenes del coronel Bishop. Hansen pensaba que no tenías experiencia suficiente para asumir tal responsabilidad, Joe.
—Es comprensible —respondí.
Seguramente la mayor parte del equipo de operaciones pensaba eso mismo. Joder, hasta yo lo pensaba.
—El teniente Williams aquí presente accedió a servir bajo tu mando y originalmente fue la segunda opción. Sin embargo, se negó a cumplir ciertas condiciones secretas que vuestros militares querían imponerle.
—¿Qué condiciones secretas? —pregunté, taladrando a Williams con la mirada.
Williams se mordió el labio.
—Fue cosa de la DIA —explicó—. La inteligencia militar quería que asumiese el mando de la nave, en caso de ser necesario. Me negué.
—Cierto —añadió Skippy con alegría—. El tercer tipo al que se lo ofrecieron se negó también, así que volvieron a pensar en usted y por fin abandonaron la estúpida idea de planear un motín. Así que técnicamente es usted la cuarta opción para encabezar el equipo SEAL.
Williams me miró.
—No lo sabía, mi coronel. Creo que lo del motín es algo que quería la DIA… y tal vez también la CIA.
—Aprecio que no haya subido a bordo con el propósito de hacerse con mi nave, teniente.
Mi nave. Hablaba del Holandés como si me perteneciera. ¿Qué coño me pasaba?
—No puedo asegurarle que no haya alguien a bordo que lo piense. Tenemos otras cuatro unidades militares a bordo. Y tampoco puedo poner la mano el fuego por los Rangers, mi coronel.
—No le falta razón, teniente Williams —dijo Skippy—. Coronel Joe, tal vez debería hablar con todos por el intercom y preparar una demostración de lo que ocurrirá si algún soldadito con la cabeza a pájaros o cualquier otro mono intenta hacerse con la nave. ¿Qué tal si bloqueo todas las puertas de la nave y desconecto la ventilación? Bueno, y también la gravedad artificial, eso ralentizará a los amotinados.
—No puedes hacer eso, Skippy.
—Claro que puedo, Joe. Ah, vale, ya lo pillo, tienes razón. Dejaré la gravedad y la ventilación en el puente y el CIC.
—¡No me refiero a eso! No puedes, mejor dicho, no debes hacerlo. Si hay un plan para un motín, debo manejarlo por mí mismo. Tener una lata brillante de cerveza que me haga el trabajo sucio me hace parecer débil como comandante en jefe. No necesito tu ayuda, tienes que mantenerte al margen.
—¿Estás seguro, Joe?
—Al cien por cien. Lo tuyo son los temas científicos, pero déjame a mí tratar con los monos, quiero decir, con los humanos. Mantente al margen.
—Hagamos un trato, coronel Joe —dijo Skippy tras una pausa—. Me mantendré al margen, a menos que haya un intento real de amotinarse. Si eso ocurre, ciertos monos van a descubrir enseguida que no soy siempre una amistosa lata de cerveza. Cualquiera que intente joderme va a lamentarlo. Mucho. Pregúntale a la anterior tripulación turania de la nave, a ver si tienen algo que decir al respecto.
—Me parece bien, Skippy.
Un potencial motín era algo que tenía que discutir con mi equipo de mando: Chang, Simms y Adams. La idea de intentar tomar por la nave era completamente estúpida; sin la cooperación de Skippy nunca volveríamos a casa.
—Williams, no pretendo que la sargento Adams interfiera con el modo en que usted entrena a su equipo, pero ella supervisará los aspectos generales. Usted y su equipo quizás han estudiado el uso de las armaduras y los robates, pero no tienen experiencia alguna con ellos, ni siquiera como entrenamiento. Traiga su equipo a las mil trescientas a la bodega de instrucción y le mostraré lo que quiero decir.
A lo largo de la pared, aunque quizá debería haber dicho del mamparo, ya que estábamos en una nave, había diez armaduras kristangas activadas. Había más en otro compartimento; habíamos tomado cuarenta y seis armaduras de las tropas kristangas que estaban en órbita alrededor de la Tierra, pero no todas estaban en buen estado, así que teníamos cuarenta y dos funcionales. Las buenas noticias eran que una de sus naves tenía equipo para modificar los trajes y lo habíamos subido a bordo del Holandés. Nos las habíamos apañado para ajustar la mayor parte de los trajes a la estatura humana, de modo que cualquiera que midiese más de uno setenta podía usarlos. No habíamos tenido mucho tiempo antes de partir, así que no tenía mucha experiencia con los nuevos trajes. Pese a eso, tenía bastante más que la nueva tripulación.
Nos habíamos hecho con abundantes fusiles, munición y misiles zínger antiaéreos. Salvo por los robates turanios, nuestro equipamiento consistía casi exclusivamente en material militar kristango, incluyendo los zPhones y los visores de visión nocturna. La comida venía toda de la Tierra, evidentemente.
Cuando llegué a la bodega que usábamos para entrenar, eran las mil doscientas cincuenta, y tanto Adams como Williams se habían puesto la armadura, aunque tenían las placas faciales alzadas. En el ejército o llegabas antes de tiempo o llegabas tarde, así que Williams y los otros SEAL habían llegado media hora antes. Junto a Adams estaba Giraud, que comprobaba el traje de Williams y le explicaba sus características. Al otro lado de la bodega Adams estaba calentando; se agachaba, saltaba con facilidad hasta casi dar con el techo, a diez metros de alto, y hacía girar el fusil kristango como si fuese el bastón de la majorette líder. Básicamente se estaba exhibiendo y supuse que lo hacía para intimidar a Williams. A juzgar por el rostro de este, lo estaba consiguiendo.
Adams y Giraud le mostraron a Williams cómo funcionaba la armadura y luego realizaron una tanda de ejercicios para familiarizarlo con el traje. El cabrón era bueno, lo pilló todo mucho más rápido de lo que lo había hecho yo cuando me puse un traje por primera vez. El espectáculo empezó en cuanto Adams y Giraud vieron que Williams controlaba lo suficiente para no dañarse a sí mismo. Había un gran círculo pintado en el suelo y Adams dijo que el objetivo del ejercicio no era muy distinto de un combate de sumo: quien echase a su oponente más allá del círculo ganaba. Tomaron posiciones el uno frente a la otra, los dedos de los pies sobre el perímetro y Giraud anunció:
—¡Ya!
Williams, que sabía que Adams tenía más experiencia con las armaduras, se agachó un poco y luego se lanzó hacia adelante. No intentó enzarzarse en ningún tipo de combate cuerpo a cuerpo, sino que lo fio a la velocidad del traje, su potencia y su peso para sacar a Adams del círculo.
Esta tenía otras ideas. Se mantuvo en su sitio, pero en cuanto Williams se echó hacia adelante, se abrió una puerta en el mamparo tras la sargento y un robate cruzó el aire. El aparato no tocaba el suelo y se desplazó a toda velocidad hasta impactar contra Williams, quien fue lanzado contra el suelo. Tras caer, empezó a deslizarse, y por mucho que intentó detener el robate, la armadura no fue rival para la tecnología superior del dron turanio. De pie, sin dejar de controlar el robate con diversos gestos, Adams hizo que empujase con delicadeza pero con firmeza a Williams como si fuese una muñeca de trapo hasta dar contra el mamparo.
—¡Fin! —declaró Giraud.
Adams hizo un gesto y el robate liberó a Williams, quien se alzó la placa frontal, miró a Adams e hizo una reverencia.
—Bien jugado, sargento. Me avisó de que esperase lo inesperado.
—Todo cuanto pasa en el espacio es inesperado —dije—. ¿Alguna pregunta, teniente?
He de decir que Williams no se sintió insultado y no se lo tomó a mal, sino que reaccionó con una enorme sonrisa. Se daba cuenta de que familiarizarse con las armaduras y los robates iba a ser un desafío mayor de lo que había pensado. Y los de fuerzas especiales adoran los desafíos.
—Ninguna, mi coronel. —Luego se volvió a su equipo—. Atentos, muchachos, que la cosa se va a poner divertida.
Me quedé en la bodega una hora, que aproveché para ponerme al día con la armadura; habían pasado varias semanas desde la última vez que la había usado. Por suerte, me familiaricé con ella enseguida y me uní al equipo de SEAL mientras Adams y Giraud les marcaban una serie de ejercicios. Me dije que era buena cosa que los SEAL vieran que su comandante en jefe sabía lo que se hacía. Lo cierto es que estaba presumiendo, y no me importaba que se me notase. Pillé a Adams mirándome un par de veces, como cuando salté, toqué el techo, di una voltereta hacia atrás al caer y aterricé con los pies sin problemas. No todo era cuestión de habilidad; los sensores del traje detectaban el suelo y me habrían puesto en posición de no haberlo conseguido por mí mismo. Tras una hora de diversión, tuve que salir del traje e irme, pues mi turno en el puente empezaba en un par de horas y quería comer algo antes.
En el pasillo, me puse el pinganillo del zPhone.
—Dime una cosa, Skippy. Me llamas coronel Joe; llamas a Simms comandante Tammy, y a Chang, coronel Kong —era su nombre de pila— o directamente King Kong —mote que no le había funcionado nada bien a Skippy—. También llamas Ricitos de Oro al teniente Williams. Tienes algún tipo de apodo o de mote para casi todo el mundo. Pero a la sargento Adams siempre la llamas así. ¿Por qué? Su nombre de pila es Margaret. Podrías llamarla Meg o Peggy o, yo qué sé, sargento Marge.
—Impresionante. Creí que había llegado a lo más hondo de tu estupidez, pero acabas de batir un nuevo récord de gilipollismo. Asumo que conoces a la sargento Adams.
—Claro. La conocí antes que a ti. Ah, mierda, era una frase retórica.
—Uau. Qué agudo, Así que la sargento Marge, ¿eh? Dime, ¿qué crees que pasaría si me dirijo a la sargento Adams por ese pintoresco apodo?
—Hmmm. ¿Te patearía el culo?
—Lo más probable. Lo mío es la diversión, Joe, no el suicido.
—Vale. Ha sido una buena charla.
—Sí, seguro. Oye, me di cuenta de que estabas haciéndote notar cosa fina durante el entrenamiento.
—Privilegio del mando, Skippy. Además, necesito mantener mi habilidad en el manejo de la armadura.
—¿Para qué? Eres el comandante en jefe. Te vas a quedar en la nave.
—Ni de coña. No pienso pasarme aquí todo el tiempo. Además, ¿estás completamente seguro de que nunca voy a necesitar usar uno de esos trajes?
Suspiró.
—No, no puedo estar seguro del todo. Vale, diviértete, pero no te hagas daño. No voy a estar ahí todo el rato para protegerte cuando la cagues.
—Oído, Skippy. Gracias.
Tras dejar a nuestras espaldas el agujero de gusano recién desactivado, nos dirigimos a uno nuevo. No el más cercano, ya que este por desgracia conectaba con un lugar que no era el adecuado para llegar a nuestro destino. Pese a la broma de Skippy de que fuésemos en dirección a cualquier estrella azul, lo cierto es que teníamos un objetivo concreto en mente. Realizamos varios saltos programados por Skippy y luego, varados en mitad de ninguna parte, los humanos programamos nuestro primer salto y lo introdujimos en el sistema de navegación. Me conformaba con que el salto no reventase la nave.
Comprobé los detalles principales del estado de la nave en el monitor principal del puente. Podría haberlos consultado en mi tableta, pero me parecían más reales cuando los veía sentado en el sillón de mando del puente. En la esquina inferior izquierda del monitor se veía en letras minúsculas NONU Holandés Errante. Seguramente había sido cosa de Skippy en algún momento en que yo andaba a otra cosa. El mismo texto se veía, bastante más largo, en la nueva placa de metal que había sobre la puerta del puente y de los compartimentos del CIC. A la tripulación le gustaba, lo volvía todo más oficial, y a mí me parecía bien.
Los Gobiernos que formaban parte de la FENU habían decido de repente, unos días antes de la partida, que no les gustaba el nombre Holandés Errante y sugirieron varias alternativas. Tuve la sensación de que a su personal de relaciones públicas le habría encantado convocar un concurso a nivel planetario en la red, de no haber sido porque no había tiempo y, sobre todo, porque la naturaleza del enorme carguero estelar en órbita era alto secreto. Los oficiales de la Armada de diversos países protestaron por la idea, afirmando que cambiar el nombre de un navío acarreaba mala suerte. Skippy cortó de raíz la discusión cuando dejó claro que le gustaba el nombre, que controlaba los sistemas de datos de la nave y que las ONU podía llamar Al Rico Polo de Fresa a nuestra nave alienígena robada si quería, pero aquello no iba a cambiar nada. En el frenesí justo antes de la partida mientras intentábamos llenar la nave con el personal, el equipo y los suministros que necesitábamos, no tuve tiempo para chorradas como el puñetero nombre de la nave. Además, para nuestra Alegre Banda de Piratas siempre sería el Holandés Errante, lo llamase como lo llamase el resto del mundo. Al final, la FENU abandonó la idea, con lo cual me ahorró un dolor de cabeza.
No me cabe la menor duda de que en la Tierra en la ONU aún había un comité formado por personas muy bien pagadas que estudiaban la cuestión del nombre de la nave. Seguramente emitirían un informe antes de que el sol se convirtiese en nova. Seguramente.
—Salto realizado —anunció Desai desde el asiento del piloto.
—¿Todo bien, Skippy? ¿No hay hostiles cerca? —pregunté.
—Dímelo tú. Dijiste que necesitabais manejar la nave por vosotros mismos, así que comprobad vosotros los sensores.
Su tono era agrio. No tenía el menor deseo de discutir con él, aparte de que tenía razón, más o menos. La triste verdad era que no necesitábamos manejar nosotros la nave, nos bastaba con una migaja de esperanza de ser capaces de ello cuando Skippy nos dejase. Aquel pequeño matiz era la diferencia entre una misión sumamente arriesgada y una misión suicida. Toda la tripulación, yo incluido, se había apuntado a una misión arriesgada. Arriesgada hasta extremos absurdos, cierto. Hasta el extremo de que el menor contratiempo nos dejaría jodidos del todo.
—¿Piloto?
Desai reaccionó un poco más lento de lo deseable, y me di cuenta de que era consciente de ello.
—Hemos saltado al lugar correcto, con un margen de, eh, sí, setecientos mil kilómetros. —Su tono no inspiraba mucha confianza. Respiró hondo y muy despacio—. En efecto, confirmado. El salto ha finalizado con éxito.
Se volvió en la silla y me miró. Sonreía indecisa mientras me mostraba el pulgar en alto. Era la primera vez que Skippy no introducía el salto en el autopiloto y ella misma lo había programado. Skippy había gruñido y se había quejado por el retraso para luego negarse a chequear nuestros cálculos.
—Lo único que te digo es que no vais a saltar dentro de una estrella —fue todo lo que accedió a decir.