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"Fumando espero" es una novela sobre la libertad y la belleza, sobre la necesidad de trascender desde los más caprichosos motivos. El poeta Virgilio abandona Cuba para conseguir un preciado anhelo, el embalsamamiento de sus manos. Pedro Ara, un famoso embalsamador, se desempeña en la compleja Argentina de Borges y el general Perón. El protagonista debe desafiar, junto al resto de los personajes de la historia, el fanatismo político, la revolución de Perón y la propia muerte de Evita que le ha robado a su anatomista. Virgilio debe destruir la momia de la primera dama e involucrarse en la densa materia de la Historia para hallar la trascendencia, para poder convertir lo bello en una sustancia legítima para todos los tiempos. Es "Fumando espero" un texto que privilegia la anécdota, el viaje como finalidad, y que reconstruye una versión posible de una Argentina ambigua. En esa nueva búsqueda de lo real se libera la imaginación de un Virgilio que traza los acontecimientos desde la literatura, desde un sitio exterior donde se suscita un esencial descubrimiento de los hechos del pasado, de lo apócrifo del pasado y sus alteraciones. Esta novela resultó en 2005 primera finalista del Premio Rómulo Gallegos.
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Seitenzahl: 362
Veröffentlichungsjahr: 2017
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Una imaginación fuerte engendra sus
propios acontecimientos.
Montaigne
Ay, ¿qué es este guirigay que suena?
Qué lucha inútil. Dejen de evocar al
fantasma, que lo van a traer a la vida.
Eneida
Para Virgilio,
el más grande de mis héroes
Tales eran las dimensiones de mi ombligo que el médico usó término griego para definir el mal que me aquejaba:onfalitis, señora, su hijo sufre unaonfalitis.
Dos días llevaba en este mundo y desde ya me convertí en atracción para el vecindario y en motivo de discordia entre el médico y mamá. Su hijo sufre unaonfalitis, aseguró el médico a mi madre, haciéndola sentir culpable: «El cuerpo del bebé debió ponerse en contacto con gérmenes de su vulva, señora, toda la zona pélvica puede estar infectada». Dos horas duró el careo. Dos horas de confrontación y esclarecimiento. Mamá, severísima, increpando al médico por sospechar la existencia de gérmenes en su vulva, defendiendo su pulcritud como gato boca arriba, porque ella era limpia, la más limpia, y nunca sintió un escozor, ni siquiera una ligera molestia; jamás, fuera del aseo, llevó un dedo a sus partes, nada que denunciara la existencia de tal enfermedad. «Pregúntele a mi marido y observe a mis hijos. Tres partos sin la necesidad de un médico. Cada vez recibió la comadrona niños sanos y rozagantes».
¿Qué Parca dictó tan horribles presagios a este cuerpo? Yo hipando tras el llanto, quejoso por la inflamación, por el dolor, y exhibiendo un ombligo atroz y desproporcionado. Tan grande era la superficie infectada, tan roja y caliente, que el médico usó un término griego en lugar de referir que padecía de inflamación en el ombligo.Onfalitis, señora, su hijo padece de unaonfalitis, y mamá empecinada en desacreditar al médico: «La tijera estuvo lista desde varios días antes del nacimiento: afiladísima y desinfectada». Se encargó ella misma de la asepsia. Tan empeñada estaba mamá en que la tripa fuera separada de mi cuerpo con el mismo objeto con que zanjaron la de mis hermanos, que no dejó a nadie trabajar por ella. Los quince días previos al parto los ocupó sacando filo a ambas hojas de la tijera, para dejarla más tarde entre borbotones de agua hirviente. ¿Qué bacteria era capaz de soportar unahora de calor y burbujeo? El alumbramiento ocurrió en Mantua el 8 de agosto de 1912.
Nunca he dudado de la molestia de las Parcas ante el empeño aséptico de mi madre y por su devoción hacia la tijera que cortaría la tripa de mi ombligo. ¿Con qué hebras tejieron, entonces, mi destino? Dice mamá que chillé como un cerdo en el instante en que su matador le atraviesa el corazón con un cuchillo afilado. Gimoteando yo mi dolor y reídas Las Parcas por su venganza. Tan desgarrador era mi llanto que mamá me tomó en sus brazos llamándome Cucú. «Cucusito de mamá, pobre el niño al que le duele el ombliguito que cortó una bruja destripadora, no llore más mi Cucú, mamá lo va a curar». Mi hermana Eneida creyó, al escucharla, que mi nombre era Cucú, siempre tuvo muy buen oído y para entonces ya hablaba. Aunque me registraran el día del bautismo con el nombre de Virgilio, no he conseguido que Eneida me llame de otra forma, para ella siempre he sido Cucú. Tan en serio tomó los comentarios de mi madre que odió en lo adelante a la comadrona, dando como única razón el abuso que cometiera al cortar la tripa de mi ombligo con una tijera larga y muy afilada. «Al menos pudo haberte lavado un poco, Cucú, ¡estabas tan sucio!»
Después sí que me lavaron bien, y como mamá se negó a seguir los remedios que recomendara el médico, me embadurnaron la parte donde hicieran el corte con una loción: Ombligo de Venus, el aceite que hacía que sanara pronto y que no creciera. Según la comadrona, si no se unta Ombligo de Venus el tejido intenta crecer, regenerándose, igualito a la estrella de mar cuando le arrancan una de sus puntas. Parece que mi dosis de Ombligo de Venus fue exacta y buenos los masajes. A pesar de la infección de mis primeros días tengo un ombligo precioso, un ligero hundimiento en la parte baja de mi abdomen.
No recuerdo nada de ese día ni de los que sucedieron más cercanos. Por más que intento no consigo ver el rostro de la comadrona pidiendo a mamá que pujara, no percibo sus manos atrapando mi cuerpo ni cortando diestra el cordón. Creo en la importancia de ese instante, sobre todo por el énfasis que puse en los chillidos, al menos eso me contaron. Cualquier cosa puede ser trascendente, solo depende del énfasis. El corte de mi ombligo y su infección fueron trascendentes, pero no puedo detallar mucho, no consigo insistir, el énfasis se pierde en el intento. Me pregunto si sería capaz de mantener el interés de algún lector sobre este evento. El corte de mi ombligo y una enfermedad provocada por Las Parcas durante doscientas páginas sería demasiado retórico y carente de acciones.
Si me lo propongo puedo lograrlo, quizá haciendo conexiones entre mi ombligo y los de otros. El de Visnú sería una buena elección; el ombligo al que le crece la flor de loto de donde sale Brahma. Me apena que del mío no salga nada. A veces sí, cuando me descuido puede llenarse de una costra negra; húmedo el polvo, se va pegando al huequito. Si persisten en el abandono podría dar vida a un vegetal.
¿Qué tal si me dibujara a mí mismo sobre un papel, como si fuera el individuo de Da Vinci en Las proporciones del hombre? Será buenísimo, de esa manera conseguiré cierta conformidad con mi cuerpo y sus proporciones, pero creo que esa simetría en mí resultaría inexacta. Observando mi ombligo he comprobado que está más cerca de la pelvis que en el resto de los humanos, que la distancia de la cabeza al ombligo es mayor que la que existe del ombligo a los pies. Soy un hombre desproporcionado, definitivamente asimétrico. Talento tengo, y mucho, cómo podría negárseme la certeza de la existencia de mis aptitudes si soy inteligente. Sin embargo, es mi propia inteligencia la que me obliga a comparar el talento que poseo con mi fealdad. Soy feo y excelente poeta. Estoy seguro de que futuras generaciones quedarán admiradas con mis versos, pero yo no estaré para mirarlo, para disfrutar de sus encantamientos. Soy poeta perdurable y pobre mortal. Soy asimétrico. ¿Será también culpa de Las Parcas, de la enfermedad que provocaron el día de mi nacimiento y que el médico definiera con término griego?
Conozco lo que me han contado mi madre y mi hermana Eneida. Me gustaría que me asistieran, fluidísimas, esas imágenes, las imágenes siempre ayudan. Soy un voyeur que precisa de un resquicio por donde entrarle a las cosas. Un detalle mínimo puede despertar mi imaginación, su ausencia me anula. Si tuviera una foto sería distinto. Un retrato de la comadrona cortando el ombligo mientras mamá, con los labios recogidos hacia delante y en círculo, parezca pronunciar: Cucú. Mucho me ayudan las fotos, me encantan. He dedicado largas horas a la contemplación de fotos familiares. Como soy hombre de tradiciones, un espíritu atávico me anduvo rondando. Las conversaciones con mi hermana y las fotos fueron el centro de mi existencia. Ese atavismo me anuló durante un tiempo. En cada retrato intenté encontrar una explicación de los sucesos trascendentes de mi vida y de las vidas de los míos. Tengo uno que me encanta. Mi hermana y yo sentados en una poltrona, casi desnudos: ella con un blúmer, yo con un calzoncillo. En la foto, como si hiciera un pequeño giro, quedó mirándome a los ojos; algunas veces, cuando la observo, tengo la sensación de que me increpa y que está molesta con mi comportamiento, en otras ocasiones su expresión celebra mis actos, sus ojitos brillan admirados y me sonríe. Cuando debo solucionar un asunto, cuando dos posibilidades me asedian y mi hermana de carne y hueso no está delante, pregunto a la de la foto. Si sus ojos brillan, si en los labios consigo notar una sonrisa, tomo una determinación contraria a la que tomaría en el caso de que la notara seria y con ademán increpante. Si he roto con algunas costumbres y ciertos atavismos, no puedo abandonar este. En careo con la foto tomé decisiones en múltiples ocasiones. Ahora recuerdo, al descubrir mis largos y delgados dedos flexionándose sobre las teclas de esta máquina de escribir, una decisión importante.
Aunque tuve a Eneida parada frente a mí en incontables circunstancias, aunque la consultara una y mil veces mirándola a los ojos, fue el retrato el que me llevó finalmente a tomar una determinación. Me pregunto cuál de Las Parcas se posó en la foto, cuál de ellas ocupó el lugar de los ojos de mi hermana para hacerme viajar a Buenos Aires.
Mucho he mentido o evasivas han sido mis respuestas a quienes se interesaban por los motivos que me obligaron a marcharme. Aún hoy se empeñan en asegurar que la única razón que me impulsara al exilio, a pasar frío en Buenos Aires cuando en La Habana se morían de calor, fue la penuria de mi bolsillo; miseria de espíritu tienen quienes se limitan a dar esta como única razón. Una beca y la pobreza literaria de la ciudad me sirvieron para dar el salto y eso comuniqué a todos como pretexto. No faltó quien intentara persuadirme. «Si buscas una verdadera vida literaria el lugar es París». Quizá tuvieran razón, pero antes no había estado en el viejo continente para caminar cerca del Palais Royal, nunca pude sentarme y alargar la mano, para alcanzar una taza en el café de la Regence. No vi a Mayot jugar al ajedrez ni me interesó tal juego; soy apasionado a los naipes como las viejas damas francesas, sin embargo me hubiera gustado ver a Mayot en aquella sala de la Regence desafiando a Diderot. El escritor iba cada tarde a jugar una partida y a cumplir con la escritura de El sobrino de Rameau. En su lugar tuve la sala de ajedrez del Café Rex en la calle Corrientes; qué extrañas relaciones guardan las salas de ajedrez con la escritura. Tuve el café Rex, y en lugar de Diderot, a un conde polaco exiliado en Buenos Aires: Witold se llamaba, y su apellido era Gombrowicz. Pero ninguna de esas razones me llevó a la letrada ciudad del sur. Yo, Virgilio, mentí, intrigué, realicé pequeñas y grandes maniobras con tal de llevar a buen fin un proyecto, mi obsesión.
De esta obsesión poco conocía la Eneida. Algo le conté a punto de partir, también a mi amigo Pepe, bajo juramento de absoluta discreción. Quedaron espantados al enterarse de que el motivo de mi viaje a Buenos Aires tenía que ver con la presencia en la ciudad de cierto aragonés, de nombre Pedro Ara, attaché cultural de la embajada española en Argentina y famoso embalsamador, tanto que alguna vez le encargaron la restauración de la momia de Lenin sin que aceptara. Escuché hablar de él e incluso pude ver la foto de una de sus obras: el busto embalsamado de un mendigo. Era maravilloso, y al verlo quedé absorto; la atracción que en mí produjo me obligó a guardar cama durante varios días; no alcanzaba a pensar en otra cosa, ni siquiera la lectura ayudó a que apartara mi pensamiento de tal asunto; fiebre, sudores y la imagen del mendigo, resultaron mi única compañía. El viejo embalsamado parecía presto a cumplir con sus faenas de mendicante, que en cualquier momento, ataviado con sus ropas raídas, saldría a la calle. Pedro Ara, sin duda, era un eternizador, el más importante de los que yo hubiera oído hablar.
Abandoné la cama exclusivamente para buscar un fotógrafo: quería hacerme retratar junto a una calavera, un primer plano donde aparecieran el cráneo y mi cara detrás. Completada mi solicitud, inicié una comparación. En una mano tomé la foto donde aparecía el mendigo en lo alto de un pedestal; la que consiguiera de mí el fotógrafo lindante al cráneo, en la otra. En el retrato que encargué se apreciaba lo que más tarde sería yo mismo: hueso despoblado, amarillento y compacto calcio que llegarían también a descomponerse, y no sería más que granitos de calcio batidos por el viento. Aparecían en el retrato mi presente y mi futuro. Entendí lo que me quitaba el sueño, la causa de mis preocupaciones: estaba obsesionado con la trascendencia, o mejor, con la eternidad física, y digo mejor porque la trascendencia significa la aceptación de un pasado y un futuro, y yo quería que el primer predicamento de mi cuerpo estuviera en la existencia fuera del tiempo, que no tuviera un pasado ni un después, que siempre me nombraran en presente. ¿De qué serviría la permanencia de mis versos? ¿Para qué ser un grande de la poesía, admirado rapsoda, si mi cuerpo podía ser volatilizado por un ligero vientecillo? Yo no deseaba tan solo la eternidad que podían aportarme los versos, añoraba verme convertido en materia incorruptible.
No volví a separarme de las fotos, apetecía la eternidad del mendigo. En momentos de duda consulté el retrato de mi infancia, indagué en la mirada de Eneida cuando fue preciso decidirme. Antes realicé una prueba, y esa prueba contundente terminó por aclararme algunas dudas. En la máquina de escribir coloqué ambas fotos: la del mendigo y la mía con la calavera. Encerrado en mi cuarto movía los dedos golpeando los pulsadores. A la izquierda el retrato donde aparezco con la calavera, y a la derecha el mendigo eterno en su pedestal. Cada golpe en las teclas tratando de llenar el blanco de las páginas hacía que se desplazara el rodillo con mi foto girando junto a la página, alejándose cada vez más a la izquierda. En el instante de apretar la palanca la imagen del mendigo conseguía el centro: la eternidad lo asistía. Encerrado en mi cuarto, acompañado por aquellas fotos, un cigarrillo humeante y mi máquina de escribir, tuve la certeza de que asistía a un evento singular: estaba consiguiendo la permanencia de mis páginas y debía asegurar la de mi cuerpo.
Siempre he pensado en grande. Ubicada a la izquierda mi mortalidad, la alejaba. No la negué, no intenté esconderla, era ella, la angustia de saberme mortal, lo que me haría escribir mis mejores versos. Serían ellos los que me pondrían frente al embalsamador.
Como mi cara estaba por encima del cráneo era la primera en perderse con los giros del rodillo, la calavera emergía airosa, la muerte física me perseguía, la desaparición de mi cuerpo se volvía evidente. Sin embargo, cuando el mendigo era tragado por el rodillo permanecía el pedestal, también perpetuo. Solo los eternos, los incorruptibles inmortales, tienen la venia de descansar sobre un zócalo. Aquel que fue menesteroso alcanzó más apostura, su pobreza se transformó en garbo y una columna sostenía su donaire, mientras yo, pobre mortal, no sería más que puro hueso descarnado.
Eso fue solamente el inicio. Las visitas a Flora la manicura completaron mi idea fija. Adoro estas manos con las que escribí excelsas páginas. Son, por suerte, la parte más hermosa de mi cuerpo. Cada semana visité a Flora, ella notó la belleza de mis manos, adoraba las ajenas. «Las tuyas, Virgilio, son las más hermosas». Su casa, con cuadros de pintores famosos donde resaltaba esa parte del cuerpo, era un santuario de manos. Gustaba infinitamente de El caballero de la mano al pecho, el cuadro del Greco; de este mismo pintor tenía otra reproducción: San Ildefonso escribiendo. Según ella, el mismo amaneramiento del santo era el que imaginaba en los instantes de mi escritura. Sobre su mesita de trabajo tenía un Buda javanés absolutamente desnudo, que con las uñas de una mano limpiaba las de su contraria. Cierto día me esperó con una sorpresa: «Desde ahora tú serás la amante de Ludovico Sforza», y mostró displicente La dama del armiño colgando de una pared; la cara no era la misma que pintara Leonardo, no eran los ojos de la duquesa, ni la boca pequeña, ni su larga nariz. Transformando cada rasgo, ella misma trazó mi cara en el lugar de la de Cecilia Gallenari. Yo era La dama del armiño; el pelo ceñido y abierto al centro hacía resaltar la estructura abombada de mi cabeza; del cuello me colgaba un aderezo de perlas y los senos eran apenas perceptibles. Flora sonrió cuando me detuve a observar asombrado la mano que acariciaba al animalito, y miré también las mías: eran idénticas. Leonardo había admirado la belleza de unas que eran sinónimas de las mías. La visión de esas manos, los comentarios de Flora, me llevaron al recuerdo de Maxime du Camp visitando a su amigo Flaubert. Maxime no había reparado antes en las manos de su amigo, ni siquiera en tiempos de amistad gloriosa, en los instantes en que entregaba Madame Bovary a la Revue de Paris. Tenía conciencia de la grandeza de la novela pero nunca la relacionó con las manos del autor. No percibió su excelencia hasta aquellos días de amistad lastimada, hasta aquel día en que lo visitara en su casa de Ruan. Ese día imaginó a Flaubert escribiendo; sujeta la pluma hundiéndola en el tintero, luego al papel blanquísimo en el que tatuaría cada suceso memorable de la novela. Conmovido las miró por largo rato y debió de quedar perplejo imaginando el instante en que Flaubert describe la agonía y la muerte por envenenamiento de madame Bovary. Años después hablaría de tal encuentro.
Supongamos que acababa de releer la novela, que frente a él recordara el instante en que Carlos descubre las manos de Emma manipulando las agujas para coser unas almohadillitas. Emma se pincha y sale sangre de su dedo, lo lleva a la boca, chupa la sangre, vuelve a manipular la aguja para volver a pincharse, vuelve a chupar para cortar el sangramiento, para que Carlos descubra esas manos, para que lo sorprenda la blancura de esas uñas brillantes y de agudas puntas, más limpias que los marfiles de Dieppe y cortadas en forma de almendras. ¿Eran bellas las manos? No para Carlos Bovary. No tenían la palidez que lo habría deslumbrado, demasiado enjutos los dedos. ¿Acaso miraba Flaubert sus manos para describir las de Emma? ¿Eran sus dedos flacos o regordetes? ¿Describiría la forma que repudiaba para una mujer? ¿Será que al mirar las suyas describió las opuestas? El caso es que lo que más disfrutó de Emma el médico fueron los ojos que, aunque pardos, parecían negros. Lo que más gustó a Carlos fueron los ojos de la hija de Rouault, sin embargo se detiene más en las manos, las describe minucioso, con tanta pomposidad y fineza que el lector cree en el deslumbramiento que sufrirá luego con los dedos. Pero no, no gustó de sus manos a pesar de detenerse en ellas en ese primer encuentro, como en ninguna otra parte del cuerpo. ¿Cuál habría sido el modelo de belleza de manos al que aspiraba Flaubert? ¿Serían entonces sus manos, las mismas que impresionaron a Du Camp, merecedoras de ser embalsamadas? ¿Podría la visión de las mías inquietar a alguien del mismo modo en que impresionaron a Maxime las de Flaubert? La emoción de Flora tenía que ver con su oficio de manicura, con la belleza que suponía en mis dedos, con el placer que sentía al pedirme que me sentara frente a ella y cortar las cutículas, emparejar las uñas, bañarlas con un tenue brillo. «Para que sean tan limpias como los marfiles de Dieppe», observaría después de mi comentario de esa tarde. Pero yo quería más, no me conformé con saber del deslumbramiento de Flora por la tersura de mi piel, quería a miles de Du Camp extasiados con mis dedos, que los asociaran con los instantes en que en la soledad de mi cuarto me entregaba a la escritura. La mano en la frente dando vida a una historia; en el pecho, apaciguando el dolor de un personaje, quería a una Eneida du Camp, a un Pepe du Camp, a un Lezama du Camp. ¿Habría reparado Lezama alguna vez en mis manos? ¿Se habría preguntado cómo manipulaba el lápiz, cómo oprimía las teclas? Dudaba, y de tal duda salieron mis deseos de hacer eternas mis dos manos. ¿Qué hacer? Pregunté a Eneida. Mi hermana sonrió consentidora.
Esas fueron, lo confieso ahora, las causas que me llevaron a Buenos Aires. Nadie como Pedro Ara podía conseguir esa eternidad. Mis manos volverían a La Habana embalsamadas, escoltadas por páginas brillantes. Siempre anhelé que fueran exhibidas dentro de una urna en la Sociedad Económica de Amigos del País. Mi infinitud desafiante debía colmar la paciencia de todos mis enemigos y la impaciencia de mis admiradores. Lezama sería de los primeros en verlas. Imaginaba su vasto cuerpo subiendo las empinadas escalinatas, jadeando por el asma. He alucinado con la posibilidad de mirarlo por un huequito en el instante en que se detiene ante mis manos embalsamadas, protegidas por el cristal de la urna. Abajo una nota: «Manos del reputado». Reputado, palabra que me gusta, es definitoria. También podría decir: célebre, influyente, glorioso, renombrado, ilustre, prestigioso, famoso. Esa es mejor, famoso, porque eso soy yo, un escritor famoso, divino: eterno. Las manos del grafómano, las más excelsas manos de la literatura cubana, con las que escribiera tantos poemas, y obras de teatro, y cuentos, y novelas. Mis manos, desprendidas del cuerpo, un poco más allá de las muñecas, blancas sobre un cojín rojo. Soñaba con su reacción y lo imaginaba boquiabierto y sudoroso. Algo incrédulo, se agacha para reconocerlas. «Son las mismas», dirá. Recorre el curso de mis venas, por donde no circula más la sangre, Pedro Ara las llenó de algunas sustancias raras. Con trabajo se inclina para estar más seguro y mira a través del cristal. «Son ellas, son ellas», grita descompuesto. Yo sonriendo desde el otro mundo, porque las manos que garantizaron mi trascendencia están ahora allí, incorruptibles ante sus mortales ojos, tan mortales como sus metáforas, porque eso sí, mis metáforas son táctiles; las suyas, ópticas.
Buenos Aires, 4 de noviembre de 1946.
Monsieur Pepe:
Te supongo molesto por mi silencio; han sido días aciagos. Llegué el 24 de febrero, que si en Cuba es una fecha de alboroto, también lo fue aquí esta vez. La estrepitosa muchedumbre que colmó las calles no celebraba el Grito de Baire, sino la victoria de Perón en las elecciones. Debo confesarte que tuve gran miedo, la chusma diligente, como diría la queridita Gertrudis, gritaba, coreaba consignas peronistas. Una de ellas me asustó tremendamente: a coro vociferaban «Alpargatas sí, libros no», imagínate que yo llevaba un tomito en las manos: Boecio, De la consolación por la filosofía, y casi me lo trago, estuve a punto de deglutirlo de un bocado. ¿Puedes imaginar lo que es esto? Un desorden total; cuando la gentuza toma el poder hay que temer por todo. Han pasado meses y apenas me atrevo a salir a la calle, temo que descubran en mi cara mis filiaciones literarias y me linchen. Hasta el señor Borges ha quedado mal parado, lo echaron de su puesto de director de la biblioteca y le asignaron un simpático trabajito, él que aprendió a leer antes que a caminar, él que mientras succionaba la teta materna leía, en inglés, claro, La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy, ahora inspecciona pollerías. Me sonrojo imaginando a Borges ante el cloqueo incesante, una multitud de animalitos plumíferos cagando a diestra y siniestra, pero bueno, querido, este es el fervor de Buenos Aires.
Aunque han pasado unos mesecillos debo contarte los pormenores del viaje, que no fueron pormenores, más bien por mayores. La tripulación del barco era magnífica, una recua de bestias que para qué te cuento, prefiero que sufras imaginando cuerpos alemanes, ingleses, sevillanos, rusos de Odesa disidentes del comunismo llenos de tatuajes; todo el viejo continente con los torsos descubiertos, mostrando músculos. Solo permanecían completamente vestidos los tres chinos que se encargaban de la limpieza, y fue mejor así, al menos a mí no me conmueven esos cuerpos amarillos y esmirriados. El otro que permanecía completamente vestido y eternamente de gala era el capitán del barco, siempre dando órdenes y cerrado hasta el último botón. Las estrellas de su charretera se encargó de limpiarlas Caroline, cincuentona inglesa dueña de un condado en Kent y cuyo marido es propietario de varios frigoríficos en Argentina. Ella misma me contó que su familia es muy antigua; el condado fue reconocido durante el primer reinado de la casa Lancaster. Cuando no ocupaba su tiempo en las atenciones al capitán conversaba conmigo. Sentados en la cubierta, y después de mi observación sobre el impecable uniforme que nada dejaba entrever, la inglesa se despachó; es nuestra costumbre creer que actitudes como estas son propias únicamente de las mujeres del Caribe; tonterías, la condesa perdió toda compostura y bajo aquel sol ardiente me contó cómo lo despojaba del uniforme con el pretexto de lustrar los botones y las condecoraciones. La mujer, cuando viaja sola, llena su equipaje de «Blanco España». No te contaré las maravillas que me dijo del hombre, ni de las atenciones que ella le prodigó. El caso es que la cerrada vestimenta y las observaciones de la condesa me tuvieron ocupado todo el tiempo.
El barco atracó en el puerto de Valparaíso el día 23, y al siguiente tomamos un avión a Buenos Aires. En el aeropuerto me esperaba Matilde, hija de una catalana amiga de Flora la manicura. Fue esta última quien me recomendó que escribiera a la joven. Aunque la carta llegó dos horas antes de que aterrizara el avión, allí estaba ella esperándome. Es monísima y tiene inclinaciones por la literatura, le apasionan los libros de viaje, pero la pobrecilla no ha podido viajar hasta ahora; eso si descontamos el viaje que la trajo hace quince años de Barcelona a Buenos Aires. Flora y su madre se conocieron en la ciudad Condal y montaron un pequeño salón de belleza para damas; la madre de Matilde se ocupaba del pelo y Flora de las uñas; según la primera, el salón se llenaba de señoras que en la noche exhibían trajes y peinados en el Gran Teatro del Liceo, la otra me contó que, a falta de clientas, tomaron un barco en el puerto de Barcelona; Flora se bajó en La Habana, la peluquera y Matilde siguieron hasta Buenos Aires.
A mi llegada, Matilde me recomendó vivir en una pensión de la calle Mansilla casi esquina a Pueyrredón. Allí viven ella y su madre, quien como ha seguido con pocos clientes se la pasa peinando a su hija; la muchacha lee a Marco Polo y la peluquera se empeña en desenredar el cabello de la lectora. Una distorsión del camino del peine puede provocar una hecatombe; desmesurados escándalos arma Matilde si la progenitora lastima su cráneo con el peine. Lo peor es que se ofenden en catalán, y esa lengua, Pepe, no es de mi incumbencia.
La dueña de la pensión es una francesa, jura que noble. Más cierta es su pasión por la lectura. Una novela de madame de la Fayette ayuda a su casi perenne vigilia: La princesa de Clèves, varias veces la he visto pasar sin descanso alguno de la última a la primera página. Los más viejos en la pensión hablan del sempiterno hábito de la señora. Desde el belvedere en que culmina la casa vigila la entrada de cada uno de los inquilinos, a quienes llama con nombres de personajes de la novela. Ella es la princesa de Clèves, y hasta mi llegada estuvo compungida por la ausencia de un inquilino al que le sentara el título de duque de Nemours. Puedes imaginar lo tarada que es, compararme a mí con esa beldad. Lo cierto es que me gustaría ser la duquesa de Valentinois, sus intrigas y carácter insidioso me seducen. A decir verdad, en esta pensión son muchos los que merecieran ser comparados con la duquesa, son unos cuantos los que me disputarían el título, uno de ellos es Pedro, a quien yo apodo Pedro, el de Jesús. Con tanto miedo de salir a la calle y que me linchen los peronistas paso el tiempo compitiendo con la dueña de la pensión: pongo nombretes a los inquilinos. A Pedro la señora lo llama Caballero de Guisa, como un personaje que pretendía a la protagonista de su novela preferida. Te cuento. Resulta que Pedro para mi sorpresa es cubano, nació en un pueblo de la provincia de Las Villas, San José del Jumento, donde se dedicaba a labores detectivescas, y fueron tales los embrollos que armó, que tuvo que salir huyendo. La casa donde vivía fue cerrada por algunos de sus afectados, quienes se habían puesto de acuerdo para quemarlo dentro. Pero el detective, sabedor de su carácter lioso y de los problemas que podía traerle, construyó una salida secreta. El olor a tabla quemada y las llamaradas lo llevaron a escurrirse por ella. Fue a dar a la Sierra Maestra, y en el poblado de Guisa estableció su residencia. Allí estuvo hasta que recibió la visita de un amante despechado. Madariaga había sido abandonado por su amante, Jorgelina viajó a la Argentina con Anselmo Poitiers y hasta allí lo siguió Pedro. Madariaga pagó su pasaje en avión y le dio una cantidad inicial que iría creciendo con el avance de las investigaciones. El detective, con solo llegar a Buenos Aires, conoció que Jorgelina había viajado a Capilla del Monte, un precioso lugar en las sierras de Córdoba situado en las faldas del cerro Uritorco, el que, cuentan, es visitado por marcianos. Hasta allí viajó el detective y se echó todo a perder, las investigaciones quedaron inconclusas. Llegado a Capilla, el detective descubrió que Jorgelina la Cubana acampaba en la cima del Uritorco, desde allí miraba el valle de Punilla y la sierra que lo rodeaba. Pedro calzó botas y, cargando enseres de alpinista, se dispuso a escalar el cerro. No había alcanzado los primeros ochenta metros cuando entre la espesura divisó un cuerpo desnudo, negro y musculoso, sentado como un Buda. El negro blandía su arma, una morronga cabezona que desvió al detective de su proyecto. Aquella estatua de ébano emitía señales a los extraterrestres que suponía merodeando el cerro; moviendo el prepucio, cubría y descubría la cabeza refulgente. El brasileño Jesús Carvalho creía que los destellos luminosos que emitía su glande al descubrirse llamarían la atención de los marcianos. Confundido y feliz se mostró al descubrir a Pedro escondido tras un árbol. «Un marciano», gritó al ver el cuerpo larguirucho, ataviado de alpinista y lleno de instrumentos: había amarrado grampones a sus botas de goma y llevaba en las manos dos armellas que clavaría en la montaña en caso de necesidad, un Piolet, especie de pico con una estructura puntiaguda detrás, sogas de nylon, martillos, un libro de Jacques Malbat donde contaba su experiencia en el ascenso al Mont-Blanc y un poema de Reina María Rodríguez dedicado al más alto de Los Alpes. El pobre Jesús Carvalho quedó encantado con el atuendo y el instrumental del detective, ya no cubano sino marciano a los ojos del brasileño. Pedro no perdió oportunidad, se acercó lento y se dejó caer en la torre luminosa, el negro no cabía en sí de gozo, había conseguido a un marciano.
El cubano se las agenció para convencer al negro de que tenía una labor importante que realizar en la Tierra, exactamente en Buenos Aires. Ambos se fueron a vivir a la pensión de Mansilla. Jesús, para conseguir la atención de Pedro, no cesaba de excitarse; quería que fuera siempre un faro erguido que deslumbrara al marciano para que un día lo montara en su nave y se lo llevara al planeta Marte. Luego de aquellos escarceos amorosos, Pedro terminaba hundiéndose en el faro negro. Jesús, incontenible, le gritaba: «Pedro, tú eres mío, mío y de nadie más», a lo que respondía el detective con movimientos desenfrenados de cintura y un discurso incontenible sobre la libertad y el individuo. Muchas veces he escuchado la misma controversia. El atezado engarza a Pedro por detrás, se une a él mientras le asegura que su cuerpo, su alma, todo, le pertenecen. «Tú eres mío, coño, mío y de nadie más». El cubano, entre gemidos y movimientos grotescos, asegura que la libertad es absoluta, ilimitada, y que no permite condiciones, que uno de sus derechos como marciano libre es la elección. «No creas, negro brasileño, retinto rico y pingúo, que porque te deje unir momentáneamente a mi cuerpo a través del culo, significa ello una pérdida de mi libertad», y continúa: «¡Ay, papi, según Santo Tomás el libre albedrío es la causa de todo movimiento, porque el hombre, mediante el libre albedrío, se determina a obrar!» «¡Ay, papi, si no fuera libre no me podría sentar encima de tu rica pinga!» «¡Ay, papi, la libertad es absoluta, dame más, papi, coño, papi, la libertad se origina en los átomos, qué rico, papi! No me hagas esclavo, que solo la esclavitud aleja a los hombres de la libertad, de la pinga, pero dame más, papi, y no me niegues tu pinga, tu leche, dame tu morronga, coño, que la libertad es hacer lo que a cada cual le parezca». «La libertad, coño, es tenerte dentro». Todo eso dice sin que el negro deje de recordarle que él, Pedro, le pertenece, es por ello que cada vez que la princesa de Clèves lo llama caballero de Guisa, yo acoto: Pedro, el de Jesús.
El cuarto contiguo está ocupado por otros dos maricones, ya sé que estarás pensando que esta casa es una jaula, una gran pajarera, y llevas razón. A estas dos las llamo «Las esdrújulas enfermas». El primero de ellos, Mácula, es un maricón enfermo de vitiligo, la profusión de manchas o la despigmentación me llevó a nombrarlo de ese modo. Mucho me simpatiza, es un espíritu noble. Siempre quiso ser modisto, incontables veces se ofreció en la casa de Paco Jamandreu, que es costurero famoso y la gran sociedad argentina solicita sus servicios; las Ocampo, cuando no les queda tiempo para hacer un encargo a la casa Dior, visitan a Jamandreu. El hombre es un grande de la moda y una loca despiadada; llegó a pedirle a Mácula que se tiñera, que coloreara las zonas despigmentadas de su piel si quería al menos pulir el suelo de su casa de modas. Imagínate cómo llegó ese día a la pensión de la señora Clèves. Fue ella misma quien le recomendó a Mácula cierto ungüento, consistente en unir tierra de alguna zona tropical argentina, Jujuy escogió Mácula, con hielo de Ushuaia. Podrás imaginar que el pájaro encargó el hielo, pero cuando llegó a Buenos Aires era agua. La dueña de la casa dijo que no importaba, que uniera ambos elementos y esparciera la mezcla por las zonas dañadas. Común es ver a Mácula en las tardes, desnudo, llenando su cuerpo manchado con el bálsamo que le recomendaron. Él mantiene las esperanzas en una pronta curación, jura que cuando esté sano viajará a París para emplearse en las casas Dior o Chanel. Ojalá suceda, pero no espero lo mejor.
El otro miembro de «Las esdrújulas enfermas», Fécula, no tiene la bondad de Mácula, y aunque muchos lo disputaron, fue a él a quien la casera dio el título de duquesa de Valentinois. Es uno de los espíritus más negros que he conocido, capaz de cualquier cosa; hasta Pedro, el de Jesús, le teme. Para mayor desgracia es peronista. Todo comenzó el 17 de octubre del año pasado, día de una enorme movilización para exigir la excarcelación de Perón, el coronel estaba en la isla Martín García, como Napoleón en Santa Elena, otros serían los derroteros del militar argentino. El pueblo salió a las calles exigiendo su liberación. Ese fue el momento que escogió Fécula. En lo adelante sería peronista, nada como un movimiento que reclutara a tantos hombres de todas partes del país, una ciudad tan elegante y pacata le resultaba aburrida; los suburbios, los pueblos del sur de Buenos Aires, invadieron la Plaza de Mayo. Estaba encantado con tal profusión; aquel raudal masculino era ideal para él. Se personó en la plaza desde muy temprano, fue uno de los que gritó consignas revolucionarias. ¿A quién sino a Fécula se le ocurriría aquel lema: Que suelten al macho de Eva? Exaltado recorría la plaza, gritaba, se aprovechaba del espíritu solidario y de los abrazos de los «compañeros». Fécula esperó que arreciara el calor, bien sabía que aquellos cuerpos abandonarían los sacos, las camisas, que los torsos quedarían cubiertos únicamente por camisetas, y algunos se mostrarían desnudos. Fécula fue el primero que abandonó los zapatos y metió sus pies en la fuente de la plaza, una multitud lo siguió, más tarde se retiró aterrado cuando descubrió las cámaras fotográficas. A esas alturas nadie sabía qué podía pasar, qué deparaba el destino a los alborotadores. Él no apareció en aquella foto de La Nación, pero compró el periódico. Mirando la foto del diario tuvo una idea. Entre la multitud que rodeaba la fuente había tres muchachos de espaldas a la cámara, con los pies en el agua, dos de ellos aún vestían sacos, el tercero estaba en camiseta. Fécula se quedó impactado con el perfil del más cercano; tendría unos veinte años, algo morocho; con un lápiz rojo circuló su rostro. Era el primer elegido. Podía haberse marchado, deseaba que no fuera así, que permaneciera en la fuente y que el sol, el griterío y el hambre lo tuvieran exhausto. De esa manera podría acercarse, entablar una conversación, sugerirle un baño caliente, ofrecerle una cama, la suya, en la pensión de Mansilla. Era tanta la multitud que en un primer intento por reconocerlo fracasó. Volvió los ojos a la foto, un niño se le acercó, lo haló por la camisa, le habló: «Mira, yo soy ese, el que está inclinado». No pudo reconocerlo en la foto, el muchacho señalaba con un dedo al que tenía la cara metida casi dentro del surtidor de la fuente, estaba rodeado por otros niños, lo que más se notaba en la foto era su espalda, era demasiado pendejo, pasó una mano por su cabeza y continuó la búsqueda. Un hombre interrumpió el camino, le dio un abrazo. «Debemos resistir, che», dijo y Fécula le miró a los ojos. También era guapo. Le devolvió el abrazo, se pegó bien a él. «Resistiremos, che», le respondió.
Mácula tuvo que salir del cuarto, Fécula daría unos masajes al cuerpo del muchacho, para eso estaban los peronistas, para servirse los unos a los otros, y también se la chupó. De vuelta a Plaza de Mayo continuó su pesquisa. Esa tarde el pobre pájaro manchado tuvo que abandonar varias veces el cuarto, el peronista debía ser solidario con sus compañeros. Cada vez regresaba a la manifestación con el diario entre las manos, mirando la foto, indagando en el gentío. Fue durante el cuarto arribo a la plaza que lo vio, otra vez con los pies en la fuente. Llegó hasta el joven, que parecía cansado. Pronto supo que había venido de Avellaneda, que no había comido nada en todo el día y le dolían los pies; deseaba tanto un baño como la excarcelación de Perón.
A pesar de las protestas de la Clèves, Fécula preparó el baño, agua tibia, espumosa. Sus toallas se habían agotado con las visitas anteriores y agarró una de Mácula, el vitiligoso acostumbraba guardar jabones entre las toallas para que se les impregnara el olor, las suyas olían a Dior, sospechaba que solo Dior y el ungüento de la casera lo curarían.
Rodrigo se llamaba el joven. Pedro lo vio entrar, también a Fécula cuando fue por dulces a la panadería de la esquina, tan coqueto caminaba que el cubano recitó los últimos versos de «El jilguero» de Leopoldo Lugones, aquellos que dicen: Y con repentino vuelo/ que lo arrebata, canoro,/ como una pavesa de oro/ cruza la gloria del cielo.
El muchacho comió goloso. Fécula ofreció la cama para el descanso, podía darle masajes en los pies, él dijo que no hacía falta, que el baño lo había compuesto, que Perón esperaba por ellos en la plaza, pero se quedó dormido tal como deseaba el pájaro. Alelado lo contemplaba, con los anteriores había sido más fácil, pero este era bien arisco, además escuchó hablar muchas veces del espíritu bravío de los machos de Avellaneda. No podría contenerse todo el tiempo, la contemplación no era su fuerte. Rodrigo roncaba, no sintió el primer tanteo en la portañuela, de ahí el entusiasmo de Fécula, la resolución de sacársela. En ese empeño lo descubrió el revolucionario. Se levantó indignado, rabioso agarró una tranca, el palo surcó el vacío y golpeó recio la frente de Fécula, que quedó inconsciente, tirado en el suelo, y no pudo volver a la plaza, no consiguió ver a Juan Domingo Perón hablando al pueblo desde un balcón de la Casa Rosada, tuvo que ser asistido de inmediato por los médicos. Desde hace unos meses exhibe un tumor en la frente, un promontorio que es la risa secreta de todos en la pensión, tan grande que parece una papa, por eso lo nombro Fécula. Él no abandona su filiación peronista, las movilizaciones del Partido son constantes y de vez en cuando consigue traer algún descamisado a casa. Aún lleva consigo el retrato del diario, el de las patas en la fuente, también circuló la figura de los otros dos muchachos cercanos a Rodrigo; temeroso de que sean de Avellaneda, espera reconocerlos en las manifestaciones y escurrirse. Estas «esdrújulas enfermas» ocupan el cuarto más cercano al mío. Hay más inquilinos, pero si te cuento de todos se haría demasiado extensa esta carta. Algunos pasan pocas semanas y luego se marchan a otro lugar sin que consigan despertar mi interés. De los otros te contaré en próximas cartas.
Así andan las cosas, querido Pepe, pero ese es el fervor de Buenos Aires, en estos asuntos empleo el tiempo. Hasta ahora no he podido dar con Pedro Ara, al parecer ha estado ocupadísimo, pero una noticia trajo la paz a mi cuerpo. Acabo de leer en la prensa que Manuel de Falla murió ayer, su hermana lo encontró en la cama, el pobrecito no pudo concluir la «Atlántida», pieza que escribe hace mil años. En la nota de prensa se confirman los rumores de que Pedro Ara viajará hasta Alta Gracia para embalsamar el cadáver del músico. Supongo que si el cadáver hace escala en Buenos Aires para embarcar hacia España, mi embalsamador lo acompañe. Allí estaré yo, esperándolo. Ya te contaré de nuestro encuentro.
Ahora te abraza fervorosamente,
tu Virgilio.