Gancho ciego - Antonio Flórez Lage - E-Book

Gancho ciego E-Book

Antonio Flórez Lage

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Beschreibung

«Antonio Flórez Lage ha escrito la novela policiaca que se merecía el Puerto de la ciudad en la que crecí. Siempre estuvo ahí, agazapada, y él ha sabido encontrarla».  Alexis Ravelo El Puerto es uno de los lugares más peligrosos del planeta. Y está justo aquí al lado, en cualquier ciudad costera europea. Con solo atravesar el control de acceso, abandonas la ordenada vida del primer mundo para adentrarte en un salvaje estado independiente, un hostil territorio regido por su propia ley. Para sobrevivir en él es necesario conocerla. Y respetarla. En el Puerto, el Gallego, un curtido aduanero, hace y deshace a su antojo. Manejando los hilos desde un discreto segundo plano, mantiene a raya a las distintas mafias y saca tajada de las decenas de operaciones ilegales que se suceden diariamente. Nada ocurre en el Puerto sin pasar antes por sus manos o, de no ser así, sin que alguien pague las consecuencias por ello. El Puerto tiene incluso su propia comisaría. Allí trabajan el resabiado inspector García, que conoce de memoria cada enredo, y su aún inexperto compañero, Santamaría. Cuando la hija de un gerifalte aparece asesinada en el Puerto, poniendo así el foco sobre ese oscuro epicentro de corrupción, la pareja de investigadores se hace cargo de un caso que, a lo largo de una semana, los sumergirá de lleno en las entrañas del Puerto, un violento universo que escapa por completo a su autoridad… La excelente y veraz ambientación de Gancho ciego, novela auténtica, dinámica y visual, perfila a Antonio Flórez Lage como una de las figuras más prometedoras del género negro en español.

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Seitenzahl: 399

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Índice

Cubierta

Portadilla

Lunes

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Martes

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Miércoles

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Jueves

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Viernes

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Epílogo

Agradecimientos

Créditos

Verás que todo es mentira,

verás que nada es amor,

que al mundo nada le importa,

yira, yira.

Aunque te quiebre la vida,

aunque te muerda un dolor,

no esperes nunca una ayuda,

ni una mano, ni un favor.

Tango de Enrique Santos Discépolo

Si se nos pide que citemos las ciudades más peligrosas del mundo, a muchos les vendrá a la cabeza Tijuana por las noticias que salen en la prensa, otros pensarán en algún lugar de Venezuela, Colombia o Brasil; pero pueden apostar a que ninguno incluirá jamás una urbe europea en la lista.

Los que observan el Puerto desde la distancia no imaginan lo que ocurre dentro y los trabajadores portuarios no hablan. Como hay demasiado dinero en juego, el truco reside precisamente en mantenerlo todo oculto. Sin embargo, los niveles de corrupción, contrabando, violencia y delincuencia lo sitúan entre las peores barriadas del planeta. Y no se encuentra en un país exótico, está justo aquí al lado. Un sencillo muro hace de frágil cordón sanitario y marca la frontera entre lo infectado y lo sano. Con solo atravesar el control de acceso de la Guardia Civil, abandonas la apacible vida del primer mundo y te adentras en una jungla siniestra y salvaje.

El Puerto es un engendro de hormigón y cemento que ocupa una extensión gigantesca. Sus miles de hectáreas están salpicadas de grúas en movimiento que provocan una permanente sensación de inestabilidad y peligro. El chorreo con arena a presión para eliminar la pintura de los buques en el astillero desprende un negruzco polvo tóxico que flota en el ambiente. El aire es denso, pesado como el plomo, y llueve pintura; las gotas se depositan sobre coches y edificios convirtiendo en lija las superficies lisas. Allí todo es hostil.

El Puerto se extiende a partir de una avenida principal de la que salen ramales hacia sus cuatro grandes áreas de actividad: los muelles de atraque, la terminal de contenedores, el astillero y los depósitos de combustible. A pesar de que desde la distancia no lo parece, allí todo es descomunal. Muelles kilométricos, buques portacontenedores mayores que un estadio olímpico, cruceros con más pasajeros que habitantes tiene un pueblo pequeño, plataformas petrolíferas que se elevan cual rascacielos, una terminal de contenedores del tamaño de cien campos de fútbol y depósitos de gasoil con suficiente combustible como para volar media provincia. Al sur de la avenida principal, en la zona más próxima al mar, es muy fácil perderse entre almacenes, naves industriales, solares y viejos edificios de oficinas. Allí trabaja el personal que hace que el complejo mecanismo ruede sin detenerse —estibadores, mecánicos navales, agentes de aduanas, consignatarios, navieras…—, junto con los funcionarios encargados de administrar y controlar su funcionamiento: Aduanas, Autoridad Portuaria, Capitanía Marítima…

La actividad en el Puerto nunca cesa, a diario salen y llegan barcos con tripulantes de lejanos países. Se mueven millones de toneladas de las más variadas mercancías, mientras un torrente continuo de vehículos circula sin parar entre la zona portuaria y la ciudad. Semejante flujo dificulta el control, haciendo que las posibilidades de sacar tajada sean infinitas. Allí dentro nada es imposible, todo queda impune.

El Puerto es un estado independiente que se rige por sus propias normas. Para sobrevivir es necesario conocerlas y respetarlas.

Lunes

1

Son las doce y dos minutos, el lunes acaba de comenzar. La tenue luz de las farolas proyecta siniestras formas sobre las naves industriales del Puerto. Harry se encuentra en uno de esos grandes almacenes. Está descalzo, sentado con las manos atadas a la espalda, a merced de los que lo golpean. La sangre mana a borbotones de su nariz reventada mientras un millón de agujas incandescentes irradian los latidos de dolor hasta el cerebro. El puñetazo que le ha roto el tabique lo ha dejado desorientado, aturdido, pero la angustiosa sensación de asfixia hace que se espabile. Como no puede respirar por la nariz, boquea desesperadamente intentando que el aire llegue a sus pulmones.

Pensaba que al tratarse de los japoneses se salvaría, que todo quedaría en un aviso, un escarmiento; pero ahora, con las pupilas dilatadas por el dolor y la oscuridad, es capaz de verlo todo muy claro. Se estaba engañando, va a morir. La única incógnita es saber el dolor que le espera. Por desgracia, cuando abres la caja de las verdades incómodas ya no puedes volver a cerrarla, y tiene la horrorosa certeza de que no va a ser rápido. No le van a quitar la vida, se la van a arrancar a golpes. Está a punto de sollozar, compadeciéndose de sí mismo; pero no le da tiempo, un nuevo puñetazo lo saca de sus conjeturas. Ha sido en las costillas. Vuelve la angustiosa falta de oxígeno y el grito se le queda mudo en la boca. Tiene los ojos desencajados; un hilo de baba sanguinolenta cuelga de sus labios. Pocos segundos después le destrozan las rodillas a martillazos. Loco de dolor, chilla como un cerdo. Antes de poder recuperarse, recibe un nuevo puñetazo en el costado. Los golpes empiezan a ser tan seguidos que no le da tiempo a pensar. Eso es bueno, la mente solo trae terror.

Cuando los japoneses terminan con Harry, su cuerpo apenas es reconocible, solo un desfigurado montón de carne sanguinolenta. Sin cerciorarse de que ha muerto —aunque parece lo más probable—, el jefe da la orden de trocearlo. En la misma nave hay instrumental y maquinaria de sobra para ello. No es una operación profesional ni especialmente cuidadosa, pero tampoco hace falta; las instalaciones cumplen la normativa: son de fácil limpieza y desinfección. Meten los pedazos en bolsas de basura, y estas, a su vez, dentro de un par de enormes macutos de lona. Completado el proceso, lo trasladan al muelle pesquero en una furgoneta. Los marineros suben la escala de acceso al buque con los pesados petates en los que suelen llevar sus pertenencias sin levantar la más mínima sospecha.

A los pocos minutos, en plena oscuridad, zarpa el gran atunero de bandera japonesa. Abandona el Puerto muy lentamente, escoltado por el práctico.

En ese instante, el Gallego hace la llamada:

—Los japos han resuelto la mitad del problema. Ahora hay que ocuparse del otro…

—El socio de Harry está escondido dentro del Puerto. Alguien le dio el chivatazo… Necesitamos encontrarlo cuanto antes.

—Ese pobre idiota se va a arrepentir de haber logrado escapar. Aviso al Serbio.

2

Aunque aún es temprano, no hay rastro de la habitual brisa fresca de las mañanas. Los portuarios se dirigen resignados y soñolientos a sus puestos de trabajo. Después de un tórrido domingo de playa, el lunes se afronta con desgana. Las previsiones dan ola de calor para la semana y la sofocante humedad pegajosa que se avecina no invita al optimismo.

El Gallego atraviesa por el control de la Guardia Civil el muro que separa la ciudad del Puerto. Va conduciendo con una sola mano, en la otra sostiene el cigarro. El codo izquierdo, apoyado sobre la ventanilla abierta, sobresale ligeramente. Su reluciente Ford Mustang del 68 color granate no está equipado con aire acondicionado, es el precio que debe pagar por tener un elegante vehículo de coleccionista que resulta inconfundible. Le gusta hacerse ver para transmitir a todo el mundo que siempre está vigilando, controlando. Cuando termina el pitillo, lo lanza con fuerza contra el asfalto.

Ha quedado para desayunar en el bar del Sucio, pero antes debe hacer varias gestiones. Avanza lentamente con su vehículo por las rotondas de la avenida principal del Puerto, respetando la norma de velocidad —un límite de cuarenta kilómetros por hora que nadie cumple jamás—, mientras coches, furgonetas y camiones lo adelantan como cohetes. Cuando las aseguradoras no cubren los accidentes en los recintos portuarios, es por algo… Conducir en el Puerto es como sobrevivir en la sabana: o eres grande o eres rápido. Únicamente él, con su elegante Ford Mustang, puede permitirse una opción diferente. Mira por el retrovisor central de su coche, del que cuelgan un alfil y un caballo de ajedrez, antes de girar por una bocacalle. Se dirige a Friomil: la mayor nave refrigerada del Puerto, una construcción colosal en cuyas enormes salas se almacenan millones de kilos de pescado congelado.

La gran explanada frente a Friomil está ocupada por una tumultuosa acumulación de camiones que maniobran hasta dejar los contenedores posicionados en los muelles para la descarga que tiene el edificio. Son como cachorrillos que se acercan a la nave para amamantarse, pero en vez de succionar leche, lo que hacen es vomitar miles de cajas de pescado. El Gallego atraviesa la zona evitando por milímetros a uno de los pesados vehículos y aparca directamente sobre la acera; luego saca la cajetilla de tabaco y enciende un nuevo cigarro con su Zippo mientras pasa bajo el cartel que prohíbe fumar en las instalaciones.

Entra en la nave y accede directamente a la sala de recepción de mercancías: un amplio espacio diáfano con ocho grandes huecos. La sala está un poco elevada del suelo, justo a la altura de los camiones para que, al dar marcha atrás, puedan dejar los contenedores encajados frente a cada una de las aberturas. De esa forma, la descarga es mucho más sencilla.

Allí dentro el barullo es monumental. Los operarios, tipos fibrosos de aspecto rudo y mirada peligrosa, están vaciando a mano los contenedores. Una a una, colocan las grandes cajas de pescado sobre los palés de madera. Alrededor de ellos, cual enrabietadas abejas, se mueven sin cesar las transpaletas y los toros industriales con sus largas varas de metal para transportar los palés. Todos giran y circulan a una velocidad vertiginosa desde la zona de descarga hasta las cámaras de congelación, al fondo de la nave. Los pitidos de las máquinas al meter la marcha atrás, multiplicados por el eco que se produce allí dentro, generan un ruido atronador.

—Buenos días, Raúl —grita el Gallego para que el encargado de la sala lo escuche.

—Vamos a mi despacho.

El Gallego sonríe, llamar despacho a ese cuartucho con olor a rancio es algo solo al alcance de ese estúpido pretencioso de melenita rubia. Camina tras el encargado mirando al suelo. Sobre el pavimento de color rosa fuerte —un tono inapropiado y cursi para el Puerto, pero ideal para disimular las manchas de sangre— hay dibujada una franja amarilla que no debe abandonar en ningún momento si no quiere ser atropellado. Se supone que los conductores de las máquinas respetan esa angosta línea gualda de seguridad y dentro de ella no se corre peligro, pero la protección que ofrece la pintura es muy poco real.

—¡Aaaahhh! —Un grito terrible sobresale por encima del bullicio de la sala.

Las máquinas se detienen una tras otra y a los pocos segundos ya se ha hecho un extraño silencio solo interrumpido por los inquietantes alaridos. El Gallego intenta averiguar lo que pasa, pero solo observa una aglomeración de gente en una de las esquinas de la nave. Sale corriendo hacia allí junto al encargado. Los gritos continúan, son una mezcla de dolor y horror, como si estuvieran despellejando vivo a alguien.

Como los trabajadores se han congregado en un círculo cerrado, necesitan forcejear para abrirse paso. En el suelo, sujetándose la pierna con ambas manos y chillando sin parar, hay un chico herido. La pierna le hace un doble ángulo absurdo, como si tuviera dos rodillas.

—¿¡Qué cojones…!? —grita el encargado.

—Se me ha metido detrás. Al girar le he golpeado con la vara de la transpaleta… Ha sido solo un toquecito…

—Pues le has tronchado la pierna.

—No puede ponerse ahí. ¡Estos chavales nuevos no tienen ni idea!

El encargado se inclina sobre el herido, que sigue chillando como un cochino, y saca un gran cúter amarillo de su bolsillo. El otro lo mira aterrado.

—¡No! ¡No voy a decir nada! ¡No!

—Tranquilo. Solo quiero ver la herida.

El encargado le quita el chaleco y corta de arriba abajo la tela del mono de la empresa para arrancárselo entero. Logra completar el trabajo con bastante maña y lo deja en calzoncillos y camiseta. El otro lo mira con ojos desorbitados por el dolor.

Al ver el hueso blanco asomando por la piel, el pobre chico pierde el conocimiento. Aprovechan ese momento para envolverle la pierna con rapidez, usando uno de los trapos sucios que hay amontonados sobre los cartones viejos. En ese instante, el chaval recobra el sentido y se revuelve.

—¡No mires! —le ordena el encargado agarrándole la cabeza con fuerza. Te vamos a llevar al barrio del Carmen. La fractura te la ha hecho un coche al cruzar la calle, se ha dado a la fuga y no has visto nada. Si guardas silencio todo va a ir bien, ¿vale?

El otro lo mira espantado sin responder, pero el encargado le mantiene sujeta la cabeza hasta que balbucea una aceptación.

—¡Rápido! Hay que llevárselo de aquí. Tú y tú —ordena señalando a dos de los presentes—: lo metéis en el maletero del coche y lo sacáis fuera del Puerto. Ahora hay mucho movimiento, no os van a parar…

Los elegidos vacilan por un instante.

—No os preocupéis, yo me encargo de que os cubran en el control de salida. Los picoletos no serán un problema —interviene el Gallego mostrando su teléfono.

Sin parecer demasiado contentos, agarran al herido para sacarlo en volandas de la nave. El pobre chaval, incapaz de contener los sollozos, se tapa la cara con las manos.

En cuanto desaparecen, el encargado se mete los dedos en la boca y proyecta un estridente silbido.

—¡Se acabó el espectáculo! ¡A trabajar!

El Gallego cuelga el teléfono, regresa rápidamente a la línea amarilla y avanza de nuevo tras el encargado hasta el cuartucho que ocupa una esquina de la nave. Una vez dentro, cierran la puerta para amortiguar el molesto ruido de fuera.

—No tenía contrato, claro —afirma el Gallego.

—Por eso lo primero era quitarle toda la ropa de la empresa. El pobre muchacho pensaría que me preocupaba por su pierna, pero me importa una mierda. Lo he hecho bien, ¿eh? Eso es lo que hago yo constantemente: solucionar problemas…

—La fractura tenía mala pinta… —interrumpe el Gallego, que no piensa dorarle la píldora.

—Se va a quedar cojo, pero si mantiene la boquita cerrada le buscaremos un trabajo…

—Claro.

—Espera un momento. Perdona…

El encargado sale del cuarto y silba hasta lograr que uno de los trabajadores se acerque.

—Limpiad inmediatamente la sangre que ha quedado en el suelo. Lo quiero reluciente.

Luego entra de nuevo, pero no se sienta. Permanece de pie, mirando a través de la ventana que da a la nave.

—Vaya día de limpieza de sangre llevamos… Primero Harry y luego este… Por cierto, ¿ha zarpado ya el atunero japonés?

—De madrugada. Lo de Harry ya está resuelto —responde secamente el Gallego.

—¿Y el otro socio? Dicen que alguien lo avisó y logró escapar por los pelos.

—Está escondido en algún lugar del Puerto. Pronto lo encontraremos.

El encargado sonríe mientras mira distraídamente hacia la zona en la que Harry fue descuartizado.

—Harry duerme con los peces. Nadie lo encontrará jamás.

—Eso es lo que ocurre cuando te pasas de listo en el Puerto…

—Ya. Podrán decir lo que quieran de los jodidos japos, pero son unos profesionales serios. Castigan sin alardes innecesarios y el aviso queda igual de claro. Incluso ordenaron la nave después del trabajo, apenas tuvimos que darle un par de pasadas. Esa sí es forma de actuar…

El Gallego desconecta del parloteo pensando en el imbécil de Harry. Hay algo en todos esos delincuentes de poca monta que no deja de asombrarle, un patrón de conducta que se repite sin cesar: siempre se creen capaces de engañar al sistema, siempre piensan que son más listos que los demás y siempre, sin excepción, se terminan equivocando. En el fondo Harry ha tenido suerte, de su socio se va a encargar el Serbio…

Cansado de la cháchara del encargado, cambia nuevamente de asunto con brusquedad.

—Bueno. Quiero las cajas de pescado para el bar. Ya sabes…

—Esta vez tenemos una cantidad del carajo. La carnada que han dejado en la cámara estaba bastante magullada. Ningún buque de la flota japonesa la va a querer, con lo maniáticos que son con su adorado atún rojo…

—¿A qué hora envío a Jonás para que recoja las cajas? —le corta una vez más.

—Hoy necesito que salga pronto o tendré problemas. Dile al Sucio que lo cocine bien antes de servirlo, no está como para hacer sushi precisamente…

—Vale. Cuenta el dinero —ordena mientras deja el sobre en la mesa.

Cuando el encargado termina de contar billetes, el Gallego se levanta y se larga sin despedirse. Apresura el paso, sin abandonar en ningún momento la delgada línea amarilla del suelo hasta llegar a la puerta.

La salida resulta molesta: el sol lo ciega momentáneamente mientras recibe la tremenda bofetada de calor. Entrecierra los ojos para intentar acostumbrarse a la incómoda claridad y, cuando lo hace, lo primero que descubre es al inspector García a pocos metros de distancia. Está aparcando el coche patrulla justo detrás de su Mustang.

3

Se encuentra en una esquina del amplio taller de reparación naval, intentando contener los temblores para no delatarse. Escondido detrás del montón de chatarra oxidada que hay acumulada en el rincón de la vieja nave, ha adoptado una posición fetal. Está aterrorizado. Tiene un corte muy profundo en la palma de la mano derecha, se lo ha hecho con el borde de una de las planchas de acero al esconderse. Malditas prisas. Aunque no resultó sencillo, logró ahogar el grito de dolor para meterse allí al fondo sin hacer ruido. El problema es que salir con rapidez tampoco va a resultar sencillo, está atrapado.

La herida gotea sin parar en el suelo asqueroso de tierra y óxido que lo rodea. Aprieta el puño y los dientes, aguantando el dolor como puede, para ver si con la presión se corta la hemorragia. No le conviene perder demasiada sangre, necesita unas piernas rápidas y una mente lúcida para salir de esta. Sabe que lo están buscando y, lo que es peor, sabe cómo terminará si lo encuentran. Harry jamás se habría chivado sin tortura. Son socios desde hace muchos años y no podría implicarlo en nada sin quedar también señalado. Seguro que se lo han sacado a golpes. Lo más probable es que ya esté muerto.

No le resultó extraño que Harry lo convocara a esa deshora del domingo, así que acudió sin más. En el tipo de negocios que se traen, las oportunidades se presentan cuando se presentan y es imprescindible ser rápidos. Él se ha salvado de milagro gracias a la llamada que ha recibido justo después de entrar en el Puerto. Cinco minutos antes y habría evitado entrar en la boca del lobo; cinco minutos después y ya estaría muerto. Aunque llevaba trapicheando con Harry desde que eran unos niños, nunca los habían pillado. Siempre fueron muy discretos, jamás hablaron con nadie de sus negocios. Solo ellos dos, socios y amigos hasta la muerte…

Necesita pedir ayuda, pero no sabe a quién acudir. Se trata de una cuestión importante: si se equivoca, muere. Le lleva dando vueltas desde que se escondió y aún no ha tomado una decisión. Lo primero era esperar a que amaneciera para intentar escapar aprovechando el bullicio del Puerto, eso era lo único que tenía claro; ahora que ya hay movimiento, sigue sin decidirse. No se puede fiar de nadie, ni siquiera de los picoletos, los que lo persiguen tienen contactos de sobra. Necesita hacer una llamada. Entonces recuerda que el sonido de su teléfono está activado. ¡Debe apagarlo ya mismo! Es increíble que no se haya dado cuenta antes, pero con todo lo que ha ocurrido, se le ha pasado. Con mucho cuidado, contiene la respiración para acercar la mano al bolsillo. Introducirla le genera un intenso dolor, pero no es nada comparado con la angustia que le produce descubrir que el teléfono no está. ¿Dónde coño se le ha caído? Mira a su alrededor, pero apenas puede incorporarse. Palpa con cuidado, paseando la herida de su mano por toda la porquería del suelo, y no lo encuentra.

En el coche lo tenía, eso está claro. Recibió la llamada mientras conducía por la paralela a la avenida principal y entró en pánico. Aparcó de inmediato e intentó alejarse lo más posible. A partir de ahí, corrió todo lo que pudo hasta que, al pasar por un callejón, vio luz en la portezuela abierta de uno de los talleres. Tras asomarse con temor para comprobar que no había nadie mirando, se coló con sigilo y logró esconderse sin que lo vieran.

Puede haber olvidado el teléfono en el coche o puede habérsele caído en cualquier momento durante la huida. Si suena, delatará su posición; su única esperanza es que esté fuera de la nave. Son las ocho de la mañana y el Puerto estará a rebosar de tráfico a esas horas. ¿Es mejor salir ahora o esperar escondido un par de días hasta que piensen que ha escapado? ¿Aguantará con esa herida? ¿Logrará beber algo cuando llegue la noche? Tiene la boca seca como un trapo…

En ese instante, escucha la melodía de su teléfono. Suena muy fuerte, debe de estar cerca. Es inconfundible: Hotel California, de los Gipsy Kings. Si quiere tener alguna mínima oportunidad de salir vivo de esta, ya no le queda otra opción que salir de su escondite y correr con todas sus fuerzas.

4

La pequeña comisaría ocupa un coqueto edificio de paredes blancas y ornamentos de piedra situado en la zona noble del Puerto, la más próxima a la ciudad. Su aspecto solariego y sus modestas dimensiones destacan entre las construcciones circundantes. Se ha forzado el diseño interior para acomodarlo a los requerimientos modernos, creando curiosos contrastes: diminutos cubículos acristalados encajonados entre gruesos muros de piedra, modernos equipos informáticos bajo artesonados de madera y endebles mesas de contrachapado junto a puertas de roble macizo.

El inspector García está sentado en su covacha, un diminuto almacén sin ventanas reconvertido en despacho. Situado al final del pasillo en una zona por la que ningún compañero pasa por casualidad, está muy apartado del resto. A García le gusta permanecer allí escondido para evitar relacionarse. Lee el periódico, dormita, navega por internet con poco entusiasmo y solo sale de vez en cuando a patrullar por el Puerto —una simple excusa para desayunar y hacer que el tiempo pase más rápido—. Vive en el cómodo hábitat que se ha creado, una ociosa existencia en la que nadie le da trabajo a cambio de que él no toque los cojones. Lo único que interrumpe su plácida rutina son las nuevas camadas de novatos. No le gustan, ha aguantado a demasiados a lo largo de su carrera y cada vez vienen más verdes. Como apenas se relaciona con los otros policías, siempre le asignan a los que llegan y le toca hacer de canguro, un trabajo molesto que nadie le paga. Luego, cuando los niñatos se van con sus tatuajes y sus inseparables teléfonos multimedia a otra parte —todos terminan pidiendo pronto un nuevo destino—, ni siquiera dan las gracias. Aunque, para ser sinceros, siempre supone un alivio que se larguen.

El inspector García está mirando con desgana la pantalla del ordenador cuando, de pronto, la puerta se abre de golpe y el último novato de la Academia se cuela en su despacho sin pedir permiso.

—¡Buenos días, sensei! —saluda con alegría.

El inspector García suspira, mira al techo y se levanta para cerrar la puerta con resignación al ver que el chaval se repantinga en la silla frente a su mesa. Tiene que quitarle esa molesta costumbre.

—Buenos días, Tempranillo. Creo que madrugas demasiado…

—Solo imito a mi añejo maestro —responde risueño.

García lo observa durante unos instantes. El chaval ha sido así desde el primer día que llegó. Posee el desparpajo y descaro propio de la juventud más irreverente, pero no es capaz de enfadarse con él por esas salidas confianzudas; en el fondo ha de reconocer que es divertido. Le hace gracia. Es de lo mejorcito que le ha llegado en muchos años, es alegre y tiene ganas de aprender sin entorpecer demasiado.

—Muy contento te veo para ser lunes…

—Vengo con ganas de trabajar.

—Pues hoy nos lo vamos a tomar con mucha calma, así que te voy a contar un chiste del Puerto para que te vayas a meditarlo fuera de mi despacho, ¿vale?

—No te ofendas, sabio mentor, pero no tienes pinta de ser bueno contando chistes…

—En realidad es más una historia graciosa que un chiste…

—Venga, dispara.

—Verás, había un tipo que cada día salía del Puerto con un cubo lleno de arena y el guardia del control siempre lo obligaba a vaciarlo para ver si había algo escondido dentro. Como nunca encontraba nada, un día decidió quedarse con una muestra para mandarla a analizar a un laboratorio. Sin embargo, tras muchas pruebas, los resultados confirmaron que era simplemente arena, sin ningún valor especial, sin nada añadido. Así pasaron los meses y los años, con uno sacando diariamente la arena del Puerto y el otro sin descubrir de qué se trataba. Llegó el día en el que el agente se jubiló y poco después ambos se encontraron de nuevo, esta vez en la calle. El guardia civil no pudo evitar preguntarle por el negocio de la arena, prometiendo que jamás se lo contaría a nadie. Está bien —le respondió el otro—. ¿Quieres saber de qué se trataba? Era contrabando de cubos. ¡Contrabando de cubos!

El inspector García ríe a carcajadas con su propia anécdota y el Tempranillo termina sonriendo.

—Ahora debes largarte a meditar sobre esa historia para extraer sus enseñanzas, pero antes de irte necesito que le eches un vistazo a mi ordenador. No logro acceder a…

Una llamada de teléfono los interrumpe. La conversación es bastante forzada, García solo responde con monosílabos.

El novato le hace un gesto y se dispone a salir del despacho, pero el inspector cuelga bruscamente.

—Espera. Nos vamos.

—¿A dónde?

—Acompáñame y punto.

El inspector García avanza por los pasillos con su ligera cojera, el Tempranillo lo sigue en silencio. Suben al coche patrulla —un modesto Citroën bastante cascado— para dirigirse a la zona de oficinas, naves y almacenes. Permanecen callados dentro del vehículo hasta que el veterano inspector rompe por fin el silencio.

—Parece que ayer mataron a Harry, uno de los habituales del Puerto. Estaba metido en el gancho ciego y en varios trapicheos más.

—¿Gancho ciego?

—¿En serio? —El inspector García lo mira con incredulidad—. ¿Es que nadie hace los deberes antes de empezar a trabajar?

Suspira antes de ponerse en plan didáctico.

—Tanto los contenedores como sus precintos están marcados con unos dígitos que se repiten en todo el papeleo que acompaña a la partida. El precinto prueba que el interior ha permanecido inalterado desde la inspección en origen. Por eso, en el puerto de salida crean un par de precintos gemelos al que lleva puesto el contenedor. Rompen el que ya consta en la documentación, introducen la droga y uno de los precintos idénticos, y cierran el contenedor con el otro. En el puerto de destino, antes de que lo compruebe la Aduana, rompen el precinto, sacan la droga y colocan el gemelo que ha viajado dentro. Es un método muy sencillo, nadie se entera: ni el transportista ni el destinatario.

—¿Cómo es posible?

—Ten en cuenta que encontrarán un precinto con un número que concuerda con toda la documentación de salida y que demuestra que el contenedor no ha sido abierto en ningún momento. La ventaja de este sistema es que no necesitan crear empresas fantasma para ocultar la droga entre mercancías legales de exportación, como ocurre con los grandes cargamentos. Es mucho más sencillo. Un par de sobornos y un par de personas para introducir la mercancía en origen y otros tantos en destino.

—Tan fácil no será si ese tipo ha muerto.

—No sabemos si lo han liquidado por el gancho ciego o por otro de sus trapicheos. En todo caso, es verdad que siempre hay algún idiota que se pasa de listo e intenta quedarse con algo… También hay torpes que la cagan… Ese tipo de cargamentos son los que más pillamos. Son cantidades asumibles, enviamos a peleles de poca monta a la cárcel y quedamos bien en las noticias.

—¿Cómo sabes que lo han matado?

—Aquí todos tenemos nuestros informadores, tanto ellos como nosotros. Chivatos y soplones encuentras en todas partes. Lo que ocurre es que nosotros siempre llegamos tarde.

—¿Insinúas que también hay topos dentro de la comisaría?

—Yo no he dicho eso —responde muy serio—. Tú mismo tendrás tiempo para darte cuenta de lo que hay y de lo que no hay…

Llegan a su destino —un enorme almacén frigorífico— y aparcan detrás de un llamativo Ford Mustang granate que desentona mucho en aquel lugar. Su dueño se está subiendo al coche en ese preciso momento; es un señor alto y delgado, con un porte elegante impropio del Puerto. Viste de marca. Lleva una camisa blanca muy bien planchada y ligeramente remangada, pantalones de pinzas color cámel y unos náuticos marrones casi nuevos. El inspector García cambia bruscamente de actitud. Su cuerpo se pone rígido, su cara se ensombrece; en la mirada que le lanza al dueño del Mustang se palpa el odio. El otro le mantiene el pulso durante unos largos segundos antes de despedirse con una sonrisa gélida.

—¿Quién era ese tipo? Menudo coche…

—Un agente de aduanas.

—Curiosa pinta tiene para trabajar en el Puerto…

—Ten cuidado con lo que dices de él.

—No parecíais amigos —protesta el Tempranillo.

—No lo somos. Te aviso para protegerte.

5

El teléfono no para de sonar con la estúpida melodía del Hotel California, de los Gipsy Kings. Esa canción siempre le había encantado, pero ahora la va a odiar el tiempo que le quede de vida. Se oye alto, ha de estar cerca, muy cerca. Tuvo que caerse al entrar entre todos esos bártulos metálicos acumulados. Necesita salir para silenciarlo antes de que lo oigan los trabajadores y se acerquen a curiosear. ¿O ya lo habrán oído? Desde su escondite no es capaz de ver nada.

La salida es un desastre. Después de tantas horas agazapado en un espacio diminuto, sus piernas están entumecidas y no se mueven con la agilidad que la mente ordena. Al tropezarse con una cadena, derriba una plancha de metal. La chapa cae de forma estruendosa y genera un efecto dominó con las planchas adyacentes. Todos lo han visto, ya no puede hacer nada que no sea correr. Se le acaba el tiempo. Aprovecha el desconcierto de los operarios del taller para salir lo más rápido que le dejan las piernas.

Como la luz del sol lo deslumbra, utiliza la mano sana a modo de visera. En ese instante se da cuenta de que no ha recogido el teléfono. No se puede ser más inútil. Se gira en un amago para regresar, pero hay varios trabajadores mirándolo y uno de ellos sostiene un móvil en alto. ¿Está llamando? Sale corriendo sin mirar atrás. A la mierda el teléfono.

Corre sin rumbo, después de toda la noche en vela no ha sido capaz de trazar un plan definido. Apresuradamente, decide dirigirse a la avenida principal; transitar por zonas concurridas le parece menos peligroso. Se mira. Su ropa está asquerosa y manchada de sangre, llama mucho la atención. Si tuviera la oportunidad de entrar en un baño podría asearse un poco para parecer más presentable, y de paso beber agua…

Por fin, sin saber muy bien cómo, logra alcanzar la amplia avenida que cruza el Puerto. Enfrente ve un cartel: BAR JULIO CÉSAR. Como atraviesa la calzada en diagonal sin apenas mirar, un camión está a punto de atropellarlo; se salva en el último instante subiéndose a la mediana. El camionero hace sonar el claxon de forma repetitiva y estruendosa. ¡Maldita sea! Está siendo de todo menos discreto.

Entra con la mano ensangrentada dentro del bolsillo, intentando aparentar calma, normalidad. Le duele a rabiar. Va directo a la barra, pide un café con leche en un vaso con hielo y pregunta por el servicio. El fornido camarero de pelo rapado le entrega las llaves, que cuelgan de un trozo de madera. Camina hacia allí cabizbajo, evitando cruzar la mirada con el resto de clientes.

Nada más entrar en el baño, cierra la puerta con pestillo y se abalanza sobre el grifo para beber con ansia. Una vez saciado, se limpia la cara con la mano sana y se humedece el pelo. En ese proceso de adecentarse, sacude con fuerza su ropa llena de polvo; por desgracia, con las manchas de sangre no hay nada que hacer… Ha llegado el momento de atacar la herida. Pone la mano bajo el chorro de agua fría y siente los pinchazos. Se fuerza a lavarla a fondo con jabón, conteniendo los gritos de dolor. Aquello sangra de lo lindo. Necesita vendarla. Agarra el rollo de papel higiénico y le da vueltas hasta dejarla completamente envuelta, pero la sangre mancha el papel enseguida, no va a servir de mucho…

Devuelve las llaves del baño, se bebe el café de un sorbo, deja un billete sobre la barra y sale del local antes de que se acerque el camarero.

Nada más abandonar el bar, una furgoneta se detiene a su lado. Del interior sale un gigante que lo coge en volandas como si fuera un muñeco. No le da tiempo a hacer nada. Sus gritos de terror apenas se escuchan en la avenida mientras se cierra la puerta corredera. Está perdido.

6

Tras saludar con frialdad al inspector García, el Gallego arranca su coche. Se aleja sonriendo mientras observa por el retrovisor. El Coyote siempre llega tarde, pero esta vez casi alcanza al Correcaminos: solo unos minutos antes, García se habría encontrado el espectáculo del chaval con la pierna rota. Era necesario hacer que le dieran un chivatazo creíble, como el de la muerte de Harry, para entretenerlo en Friomil; como es el agente más imprevisible del Puerto, conviene mantenerlo ocupado mientras buscan al socio de Harry. Pero aquí siempre surgen inconvenientes de última hora…

Cada vez que ve al inspector, le sube la autoestima. Está gordo, tiene grandes bolsas bajo los ojos y camina con esa cojera que arrastra desde que se partió la rodilla haciendo surf. García solo le lleva cinco años, pero parece su padre. Ser un inútil, vago, amargado, fracasado termina envejeciendo a cualquiera. Él se conserva mucho mejor.

Mientras le da vueltas a los asuntos pendientes que tiene para hoy, conduce con calma hacia la gran terminal de contenedores. Necesita hablar con Jonás, el vigilante de seguridad de la terminal. No le va a decir que en cuanto termine su turno debe llevar las cajas de pescado de Friomil al bar del Sucio, eso lo sabe el vigilante perfectamente. Lo único que quiere es mostrarle que lo tiene todo controlado y que siempre se preocupa en persona por cada detalle. Cuando lo que dejas al azar es tan nimio que apenas puede cuantificarse, la suerte deja de tener importancia: ese es su mantra.

Ve a Jonás sentado en la frágil caseta de vigilancia de la entrada a la terminal. Detiene el coche lentamente a la espera de que el otro salga. Cuando el vigilante se acerca, le ofrece un pitillo a través de la ventanilla.

—¿Todo bien, Jonás?

—Todo bien.

Al Gallego le gusta llamar a la gente por su nombre. Los portuarios se sienten importantes cuando se dirige a ellos y de paso les recuerda que los tiene controlados. Obligado por la nutrida nómina de trabajadores del Puerto, los apunta en una libreta hasta memorizarlos. En el caso de Jonás no ha supuesto esfuerzo alguno porque conoce al vigilante desde que eran unos chavales. Jonás cumplió la Ley del Puerto hace mucho y no le ha faltado trabajo desde entonces. Solo es un par de años mayor que él, pero las drogas lo dejaron machacado. Lleva impresa la frágil y desaliñada apariencia de un yonqui: delgado, sudoroso, desdentado… Sabe de buena tinta que no se mete nada en vena desde hace décadas, pero por su aspecto parece como si lo hiciera a diario.

—La próxima vez vendrá el Lapas con un compañero nuevo. Harry ha sido sustituido. Será pronto, no puedo retrasar más la inspección de la Aduana.

—Vale. Sin problema.

—Perfecto. Estamos en contacto.

Suena su teléfono. Al ver quién lo llama, el Gallego arranca inmediatamente; no quiere hablar hasta estar solo. Mientras se aleja, se despide de Jonás sacando la mano por la ventanilla.

—¿Qué pasó? —pregunta nada más descolgar.

—Solucionado.

—Cuéntame.

—El socio de Harry estaba escondido en el taller Barlovento. Cuando ha salido lo han interceptado en la avenida. Ya se está encargando el Serbio…

—¿Dónde lo tiene?

—Lo ha llevado a la trasera de su taller.

—Vale. Dile que ha de ser rápido. Yo me encargo de todo.

Cuelga sonriendo, asunto resuelto. Ahora solo tiene que introducir el cadáver, o lo que quede de él, en uno de los contenedores refrigerados de cuarenta pies que se cargan mañana para Mauritania. Con una pequeña cantidad de dinero estará todo arreglado, en ese tipo de países no se andan con remilgos. Lo más importante es hacer que los kilos totales cuadren para que la Aduana no sospeche nada. También necesita llamar a Juanito el Mierda, el jefe de los inspectores veterinarios, para asegurarse de que sus subordinados no estén presentes en la carga de los contenedores, no sea que vean lo que no deben… Pero eso no va a ser problema, sabe que Juanito el Mierda siempre está dispuesto a complacer a los poderosos.

Precisamente tiene ahora una reunión con los veterinarios, porque el trabajo oficial del Gallego es el de agente de aduanas: se encarga de gestionar la documentación que las empresas han de entregar a Aduanas para que se abra la barrera que deja que la mercancía entre y salga. Gracias a esa labor, tiene la excusa perfecta para hablar con todo el mundo; operando de enlace entre lo privado y lo público, entre los chanchullos y la ley, aportando a ambos bandos lo que necesitan en cada momento. Conoce los defectos del sistema, los agujeros de la normativa, las debilidades de los que la aplican y el margen de engaño que el mecanismo es capaz de soportar.

El Gallego abandona la terminal de contenedores para dirigirse por fin al bar en el que se había citado para desayunar. Tiene hambre, parece que el día empezó hace una eternidad.

Aparca frente a la puerta, pero no entra; permanece dentro del coche mientras hace una breve llamada.

Saluda en voz alta nada más atravesar el umbral del bar. El local está lleno a esa hora: fundidores, reparadores navales, trabajadores de los astilleros, estibadores… Rudos y fuertes, enfundados en sus grasientos monos de trabajo, son la clientela habitual del local. El dueño de ese tugurio es el Sucio, un tipo gordo de higiene descuidada con la cara grasienta y el pelo aceitoso. En el Puerto se dice que la limpieza lo persigue, pero él es mucho más rápido. La estampa que ofrece el local está en consonancia con su dueño: sillas y mesas viejas, paredes desconchadas con fotos antiguas del Puerto y un suelo pegajoso de baldosas melladas. Bajo el techo ennegrecido por la mugre, un par de grandes ventiladores mueven sus aspas perezosamente sin disipar el calor en absoluto. El Gallego se sitúa en una mesa desde la que controla bien la entrada y en ese momento ve que aparecen los inspectores veterinarios de Sanidad. Bien, son puntuales, como a él le gusta. El Sucio se acerca a atenderlos.

—Buenos días, caballeros —saluda, excesivamente servil, a los veterinarios—. ¿Qué desean tomar?

Al Gallego no le pregunta, sabe que toma café solo y un pan tostado con aceite de oliva virgen extra. En el bar guardan siempre una botella especial para él; para el resto de clientes existe otra, de la misma marca, que se rellena convenientemente con un aceite que, según se dice, tiene de virgen lo que la Tacones.

Tras un par de minutos hablando de banalidades, el Gallego encara el asunto que lo ha llevado allí. Quiere preguntarles por su interpretación de ciertos aspectos de la normativa del etiquetado de los alimentos que desea importar una gran empresa. Prefiere tantearlos de una manera informal, por eso ha elegido el bar.

Mientras charlan, ve entrar a Jonás, el vigilante de la gran terminal de contenedores. Está metiendo en el bar las cajas de pescado de Friomil. Hacerlo con los inspectores de Sanidad en el local supone un divertido atrevimiento. Sonríe al observar la sudorosa cara de angustia del Sucio y el apuro con que recibe la mercancía.

En cuanto termina la reunión y los inspectores abandonan el local, el Sucio se dirige al Gallego para recriminarle.

—Traes a los inspectores al bar cuando sabías que me llegaba ese pescado… ¡Ya te vale!

Uno de los que están apoyados en la barra, que mastica con la boca abierta haciendo mucho ruido, interviene gritando:

—Estás pálido. ¡Tienes menos sangre que las compresas de la Veneno!

La carcajada es general.

—Huele muy mal, Sucio —salta otro—. ¿Te has cagado o es tu aliento?

Continúa el cachondeo, las estruendosas risotadas animan la insulsa mañana del lunes. Tras darles cancha para un pequeño rato de diversión, el Gallego se acerca al Sucio en confidencia.

—Está todo controlado, Paco, tú no te preocupes —asegura poniéndose serio—. Recuerda cocinarlo muy bien, nada de tonterías. Por cierto, ¿cuándo te llega el caviar de los Rusos?

—Pronto. Yo te aviso. El único inconveniente es que esta vez va a ser más caro. Los marineros siempre han traído caviar de estraperlo, pero ahora han espabilado y en vez de venderlo cada uno, se lo dan a Vladimir para que negocie un precio mejor.

—Vale —responde sabiendo que su cliente, el restaurante más elitista de la ciudad, asumirá la subida de precio.

Cuando el Gallego paga el desayuno, recibe de vuelta una cantidad mucho mayor que la entregada. Cuenta allí mismo los billetes, se mete el fajo en el bolsillo y enciende un pitillo al salir del local.

Sonríe satisfecho mientras consulta el reloj que se ha puesto hoy —siente pasión por los relojes caros, aún conserva su primer Omega—. Su trabajo es el de un relojero habilidoso. Los cambios en el complejo engranaje son continuos e imprevisibles, y no resulta sencillo hacer que todo se equilibre constantemente para que el reloj marque siempre la hora exacta con una precisión suiza, pero cuando llevas mucho tiempo en esto eres capaz de conseguir que cualquier alteración termine beneficiándote de una u otra forma. Ese es su don.

En ese momento suena su teléfono. Sabe de quién es la llamada y se le quita la sonrisa de la cara. No puede descolgar porque no lo ha vuelto a hacer desde que a Vladimir —el capo de la mafia rusa— le pincharon el teléfono los de la UDYCO, la Unidad de Drogas y Crimen Organizado de la Policía Nacional.

7

El inspector García y el Tempranillo están en Friomil. Acaban de preguntar por el encargado de la sala.

Se les acerca un tipo con el pelo largo. Su melena rubia intenta infructuosamente disimular las gigantescas orejas de soplillo que hay debajo. El individuo camina con una chulería irritante. Puede que sea la forma de balancearse al andar o la manera excesiva en la que mueve los brazos, pero provoca una repulsión inmediata.

—Buenos días —grita García para vencer el ruido de la sala.

—Vamos a mi despacho.

Caminan siguiendo la delgada línea amarilla del suelo. Una vez dentro, el inspector decide no perder tiempo con formalidades

—Queremos informarnos del incidente de ayer.

—¿Incidente?

—Sí, ya sabes a lo que me refiero. Lo que pasó anoche con Harry.

—Ni idea, te lo juro… —miente con un descaro que invita a quitarle a golpes su sonrisa prepotente.

—Enséñanos la grabación de la cámara de seguridad —ordena señalando la que se ve en la esquina de la nave.

—Hemos tenido un problema de mantenimiento y no ha grabado nada. Los malditos programas informáticos, ya sabes… ¿Quién te ha dicho que ha pasado algo? Quizá ha ocurrido en otra nave…

—¿¡Crees que nos chupamos el dedo!? —El novato no es capaz de contenerse—. ¡Tenemos informadores dentro, imbécil! Sabemos que lo mataron.

—Estás muy equivocado —responde el otro sin inmutarse.

—Lo mismo en la cárcel te arrancan esa sonrisita de listillo —amenaza el Tempranillo mientras le da un par de suaves pero provocadoras palmadas en la cara.

—¡No me toques o te denuncio! —Ahora es el encargado el que pierde los papeles.

—¡Basta! —grita el inspector García con una repentina ira que los desconcierta.

Tras dejar unos segundos para que la situación se tranquilice, el veterano inspector se dirige de nuevo al encargado:

—Podríamos precintar la nave y detener la actividad de Friomil para investigar, pero supongo que la información era errónea y que la fatalidad informática es una simple casualidad. Eso sí, ten en cuenta que cuando algo se repite ya no es una coincidencia. Así que la próxima vez traeré a la caballería. Te dejo mi tarjeta por si acaso… Buenos días.

Salen sin más preguntas. El Tempranillo apenas logra contenerse hasta que llegan al coche y se le encara en cuanto cierra la puerta.

—¿¡Eso es todo!? ¿Permitimos que ese orejotas nos mienta y se ría de nosotros?

—Vamos a ver —resopla el inspector hastiado—. Necesitas abrir los ojos al mundo real. Pregunta de examen, novato: ¿qué es lo mejor que le puede suceder a un corazón?

—¿Latir?

—Exacto, muy bien. El Puerto es un gigantesco corazón que bombea dinero continuamente, sin parar, y lo más importante para un corazón es no dejar de latir. La mercancía debe seguir circulando para que la economía global se mueva y la regional prospere. Cualquier control que ralentice o bloquee las venas o arterias de ese corazón es malo, como el colesterol. Creo que es fácil de entender. Un celo excesivo solo desplazaría el flujo hacia otro puerto con controles más laxos y el perjuicio económico que conllevaría no es asumible para un poder político que se sustenta en el dinero. En todos ocurre lo mismo, no existen grandes diferencias, no te creas que en Róterdam o en Hamburgo mean colonia. Solo debemos vender un mínimo orden para tener a la opinión pública contenta y que la Unión Europea no se alarme. Se trata de ser lo más permisivo posible sin llamar la atención.

—Somos policías, ¡siempre podemos hacer algo!