Gente en el tiempo - Massimo Bontempelli - E-Book

Gente en el tiempo E-Book

Massimo Bontempelli

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Beschreibung

Corre el año 1900 en Coronata, y la Gran Vieja, matriarca orgullosa y autoritaria, yace en su lecho de muerte. In extremis hace llamar al notario, al médico, al sacerdote, a su hijo, su nuera y sus dos nietas para despedirse, además de para recordarles que también ellos morirán pronto. La advertencia turba a todos los presentes, especialmente al hijo, que teme que la alargada sombra de la madre, proyectándose más allá de la muerte, le impida tomar por fin las riendas de su vida. A partir de esta vaga aprensión infundida por la anciana, Massimo Bontempelli urde un relato, fabuloso como la vida misma, sobre la condición humana y la finitud. Publicada originalmente en 1936, «Gente en el tiempo» es una singularísima novela en que el escritor italiano despliega su portentoso ingenio para explorar el eterno dilema de los mortales, divididos entre el deseo de conocer su suerte y la necesidad de ignorarla. «El paseo por el amor, el miedo, la fe y la muerte de esta novela de aires góticos de Massimo Bontempelli se adelantó en décadas a la noción de lo real maravilloso que propuso Carpentier y consagró a García Márquez». Javier Aparicio Maydeu, Babelia El País «Basándonos solo en lo literario podríamos decir, sin temor a equivocarnos, que la obra de Massimo Bontempelli es una enorme novela con, a priori, toques extraños para su fecha de publicación. […] Gente en el tiempo tiene algo de experimental y, si se quiere, precursor, como si anticipara propuestas congeniales con el Nouveau Roman o el grupo Oulipo». Jordi Corominas, El Cultural «Gente en el tiempo indaga sobre el conflicto irresoluble entre el anhelo que nos consume por conocer nuestra suerte y la necesidad de ignorarla para merecer una vida plena». Ricardo Menéndez, El Periódico Abril «¿Puede alguien tomar las riendas de su vida si pesa sobre él la inminencia de la muerte? Esta es la reflexión que propone Massimo Bontempelli, un escritor intelectualmente inquieto». Fulgencio Argüelles, El Comercio «Gente en el tiempo se configura como un relato inquietante sobre la fatalidad, que invita al lector a reflexionar sobre la naturaleza del tiempo, la identidad y a cuestionar su relación con la memoria, el destino y el devenir temporal. La obra se presenta como una pieza clave dentro del panorama literario italiano de la primera mitad del siglo XX, y su reciente reedición subraya su calidad y relevancia literaria». Ana Calvo, El Debate «Considerada un exponente temprano del realismo mágico, esta novela es una visionaria saga familiar en la que una funesta maldición pesa sobre toda una estirpe». Corriere della Sera

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Seitenzahl: 247

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Ähnliche


MASSIMO BONTEMPELLI

GENTE

EN EL TIEMPO

TRADUCCIÓN DEL ITALIANO

DE ANDRÉS BARBA

ACANTILADO

BARCELONA 2025

CONTENIDO

PRIMERA PARTE

I. La Gran Vieja

II. Silvano

III. Vittoria

IV. Cinco años

SEGUNDA PARTE

V. El emigrado

VI. El inocente

VII. Nora

VIII. Cinco años

PRIMERA PARTE

I

LA GRAN VIEJA

La Gran Vieja murió el domingo 26 de agosto de 1900, el último día de una semana en la que había hecho un sol atroz. En vano los hombres rogaron cantando a coro y tocando con fuerza el órgano: el cielo se había quedado inmóvil, morían los manantiales de la agrietada montaña y las flores de los jardines estaban tan secas como bajo las campanas de cristal de los ataúdes. El calor partía las piedras bajo el vientre de los lagartos y los hombres miraban anonadados a la mujer desde lejos. Y es que los ruiseñores caían muertos de las copas de las encinas, las cigarras chirriaban hasta de noche.

El día en que murió la Gran Vieja la luz que se proyectaba en el cielo se puso opaca al atardecer por el gran esfuerzo y, un instante después, púrpura, para luego volverse repentinamente negra al caer el sol: ésa fue la hora en que comenzó la muerte, bajo algunas pesadas estrellas.

La muerte de la Gran Vieja fue memorable.

Sucedió el domingo, como ya he dicho, o tal vez el lunes, ya que eso no se supo en su momento y sólo consta con certeza en los registros del más allá. El 26 de agosto por la mañana no se vio a la Gran Vieja en la misa de mediodía y su lugar quedó vacante, algo que no había sucedido nunca en los doce años desde que se había instalado en Colonna, es decir, más de seiscientas misas.

Vivía a las afueras del pueblo, en una villa llamada la Coronata. Poco antes del avemaría de Coronata se mandó llamar al médico del pueblo: la primera y última vez en doce años.

Acudió inmediatamente. Algunos curiosos salieron de la taberna y lo acompañaron, pero luego se quedaron en la puerta a la espera de noticias. Él subió por el sendero del jardín, le hicieron pasar con cuidado y le acompañaron al primer piso hasta la puerta de la habitación.

Era una estancia muy alargada: desde el umbral el doctor vio al fondo una cama grande e inmaculada; allí estaba acostada la Gran Vieja, medio incorporada gracias a los almohadones que tenía tras la espalda y la nuca, y en la cabeza un gran gorro blanco atado bajo la barbilla con una cinta azul. Empezó a avanzar por la habitación para acercarse a ella, caminando con dificultad sobre aquel suelo demasiado brillante, pero a mitad de camino la voz de la Gran Vieja lo detuvo:

—No hay necesidad de que se acerque más.

—Pero, señora…—trató de replicar el médico.

—Deténgase. Sólo quería decirle que voy a morir. Sé qué enfermedad tengo, no hay nada que hacer, moriré esta tarde o esta noche.

El médico se sintió palidecer y a continuación se ruborizó mientras tartamudeaba:

—Mi modesto trabajo…

—No es necesario. He mandado llamarle porque cuando las personas mueren es costumbre que haya un médico presente. Siéntese por ahí.

La Gran Vieja señaló con la barbilla hacia un rincón oscuro de la habitación situado a espaldas del médico.

Él se quedó perplejo, pensó en despedirse y retirarse con dignidad, retrocedió unos pasos, luego se puso cada vez más colorado y se acabó sentando en silencio en el pequeño y remoto sofá que le había indicado la poderosa barbilla de la Gran Vieja.

Nada más sentarse, oyó el sonido de un timbre eléctrico y comprendió inmediatamente que lo había tocado ella, que guardaba el interruptor bajo las sábanas junto con el de la luz. Entró el notario y lo detuvo de la misma manera:

—Todos mis asuntos están en orden, no hay testamento, pero cuando muere una persona la norma es que haya un notario. Quédese ahí.

Y el notario también tuvo la tentación de marcharse, pero inclinando y moviendo la cabeza como quien busca un camino, acabó sentándose junto al médico.

Entonces se oyó un tintineo lejano procedente del exterior, luego se hizo el silencio y al poco volvió a oírse el tintineo acercarse. Realmente aquella maravillosa mujer había pensado en todo. Con el sacerdote que había venido a confesarla y a darle el viático tuvo un tono más amable, pero no fue menos severa. El sacerdote insinuó:

—Hermana, no estamos solos, y para la Santa Confesión…

—Padre, eso no importa, no tengo nada que confesar y la absolución se da por hecha. Ya me dará el viático al final, cuando le avise. Mientras tanto, que el monaguillo espere abajo, y usted tome asiento junto a esos dos.

Los dos se apartaron para que el sacerdote se sentara en el centro y el sofá quedó lleno.

—Muy bien. Ahora que entre la familia.

A la familia se le permitió recorrer toda la habitación hasta llegar al borde de la cama donde agonizaba la Gran Vieja. Había cuatro personas, dos adultos y dos niñas, a saber: el hijo de la moribunda con su esposa y sus dos hijas, las nietas, una de nueve años y otra de ocho.

—No llores, Vittoria—ordenó la Gran Vieja a su nuera—, y vosotras no abráis la boca, tontas—conminó a las nietas—. Y tú, Silvano, no te quedes ahí embobado—concluyó, dirigiéndose a su hijo, que no sabía adónde mirar.

Tras haber dispuesto así a los presentes, la Gran Vieja pronunció las últimas palabras de su vida:

—Como podéis ver, voy a morir en regla, así que no hay necesidad de hablar del asunto. No tiene nada de malo, todos vamos a morir y no hacerlo sería espantoso, además ya tengo setenta años. Mañana, cuando os pregunten de qué murió o cualquier otra cosa, decidles que yo ya lo sabía y basta, y que piensen en sí mismos y en sus familias, como yo he hecho siempre, porque nunca me ha interesado nada más que mi propia familia, eso es todo, Livio lleva muerto quién sabe ya cuántos años. Y tampoco va a nacer nadie más, eso ya lo sabíais, porque con los tiempos que corren, cuatro personas son multitud, sobre todo si son como vosotros, que nunca habéis servido para nada, y cuando yo muera seréis aún más inútiles, así que mejor que se acabe la familia, incluso esas dos de ahí, cuando sean mayores, mejor que no tengan ningún…

—¡¿Nosotras?!—exclamó Nora asustada al darse cuenta de que su abuela hablaba de ella, pero la mayor, para callarla, le dio tal empujón que casi la hace caer sobre la cama.

Las advertencias los dejaron a todos atónitos y petrificados. En mitad de aquello se escuchó la respiración del notario, que era asmático. La Gran Vieja dirigió una severa mirada a sus seres queridos y concluyó:

—Al fin y al cabo, ninguno de vosotros morirá viejo.

La habitación ya estaba a oscuras, excepto por la cabeza de la Gran Vieja con su gorrito y sus almohadas, iluminada por la lámpara de la mesilla de noche. La dura solemnidad de sus palabras había difundido a su alrededor un aura de estupefacción. Pasó un minuto de silencio total, tenso como un espasmo. Si hubiese durado un poco más la habitación habría explotado en pedazos, pero la Gran Vieja lo rompió pulsando de pronto el interruptor central de la luz. El repentino resplandor sumió a los presentes en la confusión; la familia se apartó un paso de la cama, los tres hombres se pusieron en pie de un salto. La Gran Vieja se rio a carcajadas y ante aquella risa las almas de todos se sumieron en un gran pánico. Habrían sido capaces de saltar por la ventana, pero ella los salvó de nuevo reanudando de pronto su discurso. Habló con una voz nueva, pálida como el cristal:

—Todo obedece a una regla, en la vida y en la muerte. —La Gran Vieja alzó la vista y se produjo un largo silencio, luego bajó la mirada y se despidió de todos con un tono sombrío—: Marchaos.

Todos respiraron por fin. Silvano intentó sollozar un poco, Dirce y Nora retrocedieron con la mirada perdida y la espalda contra la pared, a la nuera la consumía la ansiedad de estar muy lejos de allí. El sacerdote se atrevió a dar un paso adelante.

—No, padre—dijo la Gran Vieja—, no se moleste. Demos por hecho el viático. Ahora quiero estar sola. Cerrad la puerta, no toquéis la luz, y que nadie entre aquí hasta las seis de la mañana. Dejadme tranquila. Venga, venga, adiós.

Ninguna de aquellas siete personas, grandes y pequeñas, podía recordar cómo había salido de allí. Se quedaron reunidas tras el umbral. Vittoria se apoyó en el hombro de su marido, pero no encontró ningún consuelo en ese contacto e inmediatamente volvió a erguirse, alejándose un paso de los demás. El médico se acercó lentamente a la puerta de la habitación y tanteó el pestillo. Durante unos instantes permanecieron con el oído tenso pero terminaron alejándose de puntillas, aunque en más de una ocasión se volvieron para mirar la luz que se filtraba por las comisuras del umbral.

Avanzaban como una comitiva cautelosa. Nadie guiaba el camino, pero todos se encontraron bajando las escaleras. No se toparon con ningún sirviente. Sin duda aquello se debía a alguna orden precisa dada en su momento por la Gran Vieja. Encontraron al monaguillo perdido abajo. El sacerdote, que se había olvidado de él, lo despidió de mala manera y él, asustado, se fue a reunir con los curiosos que habían seguido el Sacramento y estaban esperando tras la puerta, en la plaza que en la época se llamaba Sottomonte. Delimitaba por un lado con el muro de la Coronata (más allá de la puerta comenzaba inmediatamente la pendiente del jardín) y por el otro con las primeras casas de Colonna.

Mientras tanto, nuestra comitiva se detuvo un momento en el salón. Nadie dijo una palabra, todos se dirigieron hacia la vidriera y salieron al jardín. Como la villa se alzaba sobre la ladera de la montaña, el jardín estaba disperso en pequeñas terrazas irregulares conectadas por caminos sinuosos que, en las cuestas, tenían algunos escalones tallados en la piedra. Los arbustos frutales y las copas de los árboles, que a la luz del día tan estériles lucían, parecían respirar de nuevo bañadas por la suave sombra de las estrellas, y entre el follaje más alto brotaba de vez en cuando el grito de la cigarra, convertida en ave nocturna.

—Las niñas tienen que acostarse—dijo Vittoria.

Pero la frase sonó extrañísima, como si hubiese sido pronunciada en un lenguaje inhumano e incomprensible, y se perdió sin eco entre las piedras. La comitiva había llegado a un estrecho claro rodeado de asientos de piedra, en un rincón del cual emergía un gran roble. Se detuvieron de una manera que parecía concertada. En uno de los asientos se sentaron el marido y la mujer, en el otro el médico, el cura y el notario. Las dos niñas ya habían corrido a sentarse en unas viejas hendiduras, bien conocidas por ellas, en la base del tronco del roble. De ese modo se dispusieron todos, sin decirse nada y sin saberlo, a pasar la noche a la luz de las estrellas; y los siete se colocaron del mismo lado, de cara a la oscura pared que por la noche se elevaba salpicada de largas manchas de moho hasta el primer piso, donde había una hilera de cinco ventanas negras. Tan pronto como se acomodaron, alzaron inmediatamente la vista hacia la tercera de aquellas ventanas, que era menos negra que las demás, pues allí todavía se filtraba una pequeña luz mortecina y terrible a través de las comisuras de los postigos entrecerrados.

Al cabo de unos minutos, el sacerdote preguntó al médico en voz baja:

—Básicamente, ¿de qué ha muerto?

El médico, pillado por sorpresa, pensó un instante y a continuación respondió:

—Tal vez no ha muerto todavía.

El primero insistió:

—¿Pero de qué?

—De una extraña enfermedad… contraída quién sabe hace cuánto…—respondió el médico, confundido.

A continuación el sacerdote se inclinó hacia el otro asiento y se dirigió a Silvano:

—¿Eres hijo único?

—No—respondió Silvano con dificultad—, hubo un hermano menor.

—Livio—intervino el notario—, ¿no la ha oído?

—Exactamente—prosiguió Silvano—. Huyó de niño, creo que a Alemania. Todas las búsquedas fueron en vano. Sin duda murió enseguida. Hace trece años.

—¿Y no hay más parientes?—preguntó entonces el notario.

—No, nuestra única pariente era una prima huérfana que se convirtió en mi esposa.

—Ésa soy yo—dijo Vittoria, en un tono tan afligido, que el sacerdote se sintió obligado a consolarla de alguna manera.

—Ánimo, señora.

La salida resultó tan lapidaria que durante un rato nadie se atrevió a decir nada más. Miraron hacia el roble y, a pesar de la poca luz, vieron que las niñas se habían dormido abrazadas, como dos nuevas raíces del viejo árbol. La corteza crepitaba de vez en cuando en la oscuridad.

De repente, un escalofrío recorrió el aire y Silvano exclamó:

—¡Dios mío!

Los cinco se pusieron en pie.

En la tercera ventana, la luz se había apagado de pronto.

Silvano, que había levantado los brazos al gritar, los dejó caer hacia atrás y dijo en un suspiro:

—Ya está: ha muerto.

—Son las once y cinco—advirtió el notario.

—¿De qué habláis?—interrumpió el médico con estrépito—. Es ella la que ha apagado la luz. Si la ha apagado, eso significa que está viva.

Se sentaron todos de nuevo y murmuraron:

—Es verdad.

Entonces se sintieron exhaustos. Un desierto negro se extendía frente a ellos. No había ya ninguna razón para que el tiempo pasara, para que aquella estúpida noche llegara a su fin. Cada una de aquellas cinco personas, tan distintas y ajenas, reunidas de golpe por un azar imprevisible, sintieron en su interior los mismos movimientos que las demás, tuvieron los mismos pensamientos o experimentaron la misma irritación, abatimiento y avidez. Buscaban afanosamente algo que hacer y no se les ocurría nada; decidían ponerse de pie y en ese preciso instante se arrepentían. El aire cuajado de estrellas se arremolinaba en rápidos torbellinos, brisas calientes que asfixiaban. Todas las plantas despedían su aroma con mayor intensidad en aquellas brisas, el aroma acre de los pinos, el amargo de los evónimos, el rancio de las adelfas; ninguna de aquellas plantas podía verse en la espesura de la noche, vivían sólo en aquel aroma mezclado, que avanzaba compacto, como una gran putrefacción que llegara de los confines de la tierra para asaltar las desoladas materias de aquellos cinco náufragos desvalidos.

En un momento dado, la sucesión de pensamientos, que hasta ese punto había sido la misma en los cinco, se dividió en dos actitudes distintas: por un lado el pensamiento de los dos miembros de la familia, por otro el de los tres ajenos. Cada uno de estos últimos pensó en ese momento que podía volver a casa, que no había nada que le detuviera, que lo único que tenía que hacer era levantarse, despedirse con rapidez y bajar por el empinado sendero (que incluso entre las sombras se distinguía blanquecino gracias a los guijarros) para verse poco más tarde en el pueblo, en su propia casa, lejos de aquel disparate, y dormir. Los tres, exactamente en el mismo momento, se vieron sacudidos por el mismo anhelo, pero ninguno se atrevió a moverse, ni supo si se quedaba por curiosidad o por sumisión a una voluntad demasiado fuerte.

Por otro lado, el pensamiento del matrimonio, del hijo y de la nuera, se empezó a formar. Al principio dio vueltas a su alrededor con cautela, luego, al solidificarse, les encaró completamente formado en sus cerebros con estas palabras: «Quizá no esté muerta, quizá no sea cierto que se está muriendo».

Los dos se sintieron tan sorprendidos al pensar de esa manera que por un momento permanecieron inmóviles con un gran temor de que el otro se percatara de esa extraña idea. Pero el cerebro siguió sumergiéndose en la idea y preguntó: «¿Quién nos lo ha dicho? Ella, sólo ella; no es suficiente. ¿Cómo lo sabe? ¿Cómo podía saberlo? ¿Por qué lo creía? Tal vez sea una locura. Quizá sea una nueva forma de intimidación. No hay ninguna razón para que sea cierto, no lo es, no puede ser cierto».

De esta manera, Silvano y Vittoria pensaban juntos sin saberlo. Ambos se habían recuperado de la sorpresa de ese primer pensamiento y ahora se decían para sí: «Lo voy a decir, lo voy a decir en voz alta; seguramente estarán todos de acuerdo conmigo, se maravillarán de nuestra credulidad, no aceptarán tan a la ligera una sugerencia tan absurda, una broma tan lamentable».

Ambos se pusieron en pie de pronto y ante aquel movimiento los tres hombres del otro asiento, que habían estado dormitando cabizbajos, se levantaron de un salto y preguntaron:

—¿Qué ha pasado?

—Nada—respondió Vittoria de repente—, ¿por qué?

—Es verdad, no ha pasado nada—murmuró confuso Silvano.

Estaba más confuso que ella, porque en él, sólo en él esta vez, había brotado una pregunta más desnuda: «Si nada de esto es cierto, ¿me alegraré de ello, como corresponde? ¿Acaso he sentido hasta ahora realmente el dolor?».

No pudo continuar con sus tormentosas indagaciones porque a su alrededor se produjo una gran agitación en la que también él se vio inmediatamente envuelto, ya que los cinco, presos ahora de una aguda inquietud, comenzaron a caminar por el escueto espacio, yendo y viniendo, chocando y esquivándose, como animales en un establo. El médico miraba al cielo y el notario respiraba con dificultad; el cura, extendiendo un gran pañuelo, se secaba el abundante sudor que le corría por las sienes y Vittoria se retorcía los brazos como una prima donna. El más inseguro era Silvano, que sentía un deseo persistente de regresar a la cruel investigación cuyo hilo había perdido y no sabía cómo retomar.

Todo aquel ajetreo despertó a las dos niñas: abrieron los ojos sorprendidas y al principio no entendían dónde estaban. Nora prorrumpió en un gran sollozo y estuvo a punto de echarse a llorar en el suelo, pero Dirce la reprendió:

—Tonta, ¿no recuerdas que estamos durmiendo en el jardín porque la abuela ha muerto?

Así que se levantó y ayudó a la otra a desentumecerse y ponerse en pie.

La madre se unió a ellas y se recuperó un poco de aquella violenta inquietud:

—Andando, nos vamos todos a casa, a la cama—dijo.

—¡¿Por qué?!—exclamó Nora—. ¿Ya no está muerta la abuela?

Al oír esa palabra, el resto de la comitiva, que ya se había calmado un poco y estaba dispuesta a seguir a Vittoria, se estremeció. Se detuvieron todos, alzaron la vista juntos y miraron hacia la tercera ventana. La ventana estaba oscura, más oscura y silenciosa que el resto de la pared; parecía muy lejana, hecha de toda la oscuridad del Érebo.

Pero antes de continuar, se detuvieron de nuevo todos a la vez y en aquella pausa inmóvil, exclamó el notario:

—¡Oh!—y mirando al cielo extendió una mano.

—¡Oh, oh!—se hicieron eco todos al instante.

El cielo se había puesto negro y de él cayeron un par de gotas grandes, y enseguida otras, rápidas y abundantes.

—¡Adentro, adentro!—gritó el sacerdote.

Vittoria empujó a las niñas, que estaban encantadas de mojarse. Cuando estuvieron dentro, la lluvia empezó a golpear las ventanas con gran violencia. Silvano cerró también las persianas y encendió la luz.

Las niñas durmieron en el suelo (nadie habría tenido el valor de acompañarlas a subir esa escalera). Fue fácil acostarlas, porque volvieron a dormirse enseguida. La habitación de Vittoria estaba al lado de la de las niñas, la de Silvano, en cambio, como la Gran Vieja había decretado que la familia no creciera más, estaba en el primer piso, junto a la de su madre.

Pero esa noche ni Vittoria ni Silvano se retiraron. Al otro lado del vestíbulo había una vieja sala de estar y allí mismo, unos tirados en un sillón, otros despatarrados en un sofá, no tardaron en quedarse dormidos como una panda de refugiados al son de la lluvia que caía sobre las paredes y entre los árboles.

Siguió lloviendo con fuerza toda la noche, hasta que al amanecer las nubes que enturbiaban el cielo se diluyeron y la lluvia cesó en todas partes, dejando el cielo lleno de praderas azules y las ramas goteando sobre la hierba en medio de una alegría esplendorosa.

Fue a esa hora cuando unos agudos chillidos bajaron por el hueco de la escalera despertándolos de improviso. Las criadas de la Gran Vieja—dos mujeres que la habían servido durante muchos años—entraron en la habitación de su señora a las seis en punto, como se les había ordenado, y la encontraron muerta. Aunque estaba previsto en las órdenes del día anterior, siguieron chillando como es habitual, bajando a toda prisa las escaleras, pero se sorprendieron al ver salir del vestíbulo al señorito, a la señora y a los otros tres, despeinados y con los ojos hinchados.

En la mesita de noche había una hoja de papel con detalles de lo más preciso para el funeral, que tendría lugar el día siguiente, 28 de agosto, a primera hora de la mañana. En consecuencia, el médico declaró que había fallecido antes de la medianoche del día 26, es decir, el domingo, no el lunes, y ésa fue a partir de entonces la fecha oficial.

Ni siquiera muerta, después de que Silvano le cerrara los párpados, la Gran Vieja perdió su poder; es más, aquella vasta palidez de cera bajo su gorro añadía majestuosidad al terror que emanaba de su rostro.

La certeza de la muerte, con unos pocos detalles puntuales, llegó por fin al oído de los distintos grupos de curiosos que pedían noticias, primero detrás del médico, luego del notario y después del cura. Los tres grupos se unieron y formaron pronto una gran multitud que permaneció durante mucho tiempo en el límite del pueblo, ladera abajo. El regreso del monaguillo desconcertado no había hecho más que avivar su curiosidad. La llegada de la noche no los había dispersado, la sorpresa de la lluvia los había hecho regresar, empapados hasta los huesos pero impávidos, a la posada del Gallo, que reabrió violentamente. Allí vieron llegar el alba y la aurora sin dejar de beber y recordar la figura y el esplendor de la Gran Vieja, a la que la mayoría apenas conocía de vista. Cuando se enteraron de la noticia, se dispersaron para contárselo a sus familias y al pueblo, todos muy achispados y contentos.

Fue extraño el gran interés que mostró Colonna por aquel acontecimiento, pues nunca se había preocupado demasiado por la Gran Vieja en vida. Habían sentido mucha curiosidad, aunque en vano, doce años antes, cuando ella había llegado de Génova—casi tenía sesenta años, tras la reciente pérdida de su hijo menor—para instalarse en Colonna con su primogénito de veintitrés años, al que trataba como a un niño. Había comprado la Coronata, que por entonces llevaba mucho tiempo vacía, y acondicionado sólo algunas habitaciones, dejando las demás cerradas y descuidadas. Supusieron que era rica y por eso al principio muchas de las esperanzas de las muchachas recayeron en Silvano, pero enseguida la Gran Vieja hizo venir a su jovencísima sobrina y la casó con su hijo sin esperar demasiado. En poco más de un año, nacieron las dos niñas, Dirce y Nora. Nadie visitaba la Coronata, muy pocas personas habían tenido ocasión de poner un pie allí.

Cosas poco interesantes, en las que ya nadie pensaba, pero ahora las mujeres las repetían en las puertas de las casas. En las calles florecían los corrillos y en los balcones las cabezas que se llamaban desde lejos, en todo el pueblo se respiraba un bullicio ligero y agradable. Los niños de la plaza jugaban a los funerales y la niña a la que habían elegido para hacer de Gran Vieja estaba encantada de blanquearse la cara con tiza y ponerse un sombrero de papel, y se tumbó luego con los ojos cerrados sobre la puerta de un viejo armario para que los más fuertes la llevaran a hombros, mientras el resto iba por detrás cantando con voces nasales. Al llegar la noche, muchos, en lugar de volver a casa, se dirigieron a la taberna, que en los pueblos se considera uno de los mayores placeres de la vida, y los maridos más afectuosos permitieron que sus esposas los acompañaran en esa alegría. En muchas casas se bailaba en el vestíbulo al son de una acordeón. Esa repentina celebración de los colonenses me sigue resultando inexplicable. Tal vez surgió en parte de la distensión que la lluvia nocturna había provocado en los nervios exasperados por la larga sequía y la muerte de la Gran Vieja fue sólo una coincidencia. Aunque también es cierto que en todas las cosas del mundo, tanto humanas como naturales, no existen las casualidades del azar; hasta el último movimiento y acontecimiento, hasta el más pequeño suceso que ocurre en el cielo o sobre la Tierra—el vuelo de un insecto o la germinación de una flor no menos que una guerra o el estallido de una pasión en el corazón del hombre—, todo está conectado como los dispositivos de un aparato dotado de inteligencia humana. Sólo cuando muramos comprenderemos, con súbito asombro, el alcance y tal vez la gran sabiduría de tantos de nuestros actos que creíamos haber hecho por casualidad y suponíamos erráticos e infructuosos en la gran construcción de la vida del mundo.

A la mañana siguiente, cuando el funeral descendió de la Coronata y desembocó en la plaza Sottomonte, se encontró a toda Colonna esperando. Silvano y Vittoria, consternados, se aferraron a las personas que tenían por íntimas, aquellos tres que habían pasado a su lado esa noche extraordinaria. Por su parte, las dos niñas, caminaban imponentes y chispeantes con sus nuevísimos vestidos negros. Colonna iba tras ellos. El funeral parecía una procesión de consagración, un rito tradicional o tal vez una acción de gracias. A las nueve todo había terminado. La mayor parte de la multitud se disgregó, pero cuando estaban a mitad de la colina, de vuelta a casa, Silvano y su familia se dieron cuenta de que un buen número de colonenses todavía les seguía y había cruzado la verja. Cuando la familia llegó a la puerta de la casa, no menos de cuarenta personas se agolparon alrededor de Silvano para expresarle sus condolencias. Al principio se sintió intimidado, no sabía quiénes eran, pensó que desconocía las palabras adecuadas para ese tipo de circunstancias. Miró a su alrededor buscando a su mujer, que se estaba poniendo nerviosa, y también a sus amigos, que se retiraron y lo dejaron en primer plano, bajo el umbral, pero había tanta gente que cada uno echaba al anterior sin darle oportunidad de hablar, así que la ceremonia se redujo a una serie de apretones de manos, algunos afectuosos, otros violentos o persuasivos o profundos. Silvano nunca había imaginado que hubiera tantas manos en el mundo. Le reconfortó no tener que hablar, bastaba con sonreír resignadamente.

Cada una de aquellas personas, después de darle su apretón, se alejaba, y entonces empezó a preocuparle el parloteo de la gente, pues una nueva pregunta surgía con temor: «¿Qué hago ahora? ¿Qué se supone que hay que hacer?». Por fin llegó el último apretón. Pero el último no se quedó satisfecho y quiso añadir unas palabras. Era un hombre ingenioso, vestido de domingo, y dijo con gran vehemencia:

—Anímese, señor, todo pasa, esto también pasará. Y alégrese, porque ahora es usted el amo y puede mandar.

Silvano alzó la mirada con asombro. El hombre ya se había dado la vuelta y se apresuraba a bajar la pendiente, pero Silvano quedó consternado ante aquellas palabras, que le habían golpeado en lo más profundo de su alma. Se quedó un momento mirando con asombro el vacío, luego se tapó la cara con las manos, completamente pálido, y bajo el mismo umbral se puso a sollozar desesperado.

II

SILVANO

A Silvano se le hizo muy largo el resto de la mañana, tan repleta de impresiones conmovedoras, cambios de ánimo, descubrimientos inesperados. Nunca había sabido que hubiera tantas cosas sobre las que fuera posible reflexionar, que el espíritu humano fuera tan rico. Ya no sólo veía un mundo nuevo, sino que se daba cuenta de que hasta entonces apenas había rozado lo poco que le rodeaba, que a pesar de tener la misma apariencia de siempre, estaba hecho de una sustancia inesperada, densa, extraña, y nacía en él un repentino deseo de atraparla. Hasta entonces había creído que la vida era algo pasivo y bastante tranquilo, pero esa mañana se dio cuenta de que hasta una hoja está viva gracias a un continuo esfuerzo de voluntad.