Gran Libro de los Mejores Cuentos - Volumen 8 - Juana Manuela Gorriti - E-Book

Gran Libro de los Mejores Cuentos - Volumen 8 E-Book

Juana Manuela Gorriti

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Beschreibung

Este libro contiene 70 cuentos de 10 autores clásicos, premiados y notables. Los cuentos fueron cuidadosamente seleccionados por el crítico August Nemo, en una colección que encantará a los amantes de la literatura. Para lo mejor de la literatura mundial, asegúrese de consultar los otros libros de Tacet Books. Este libro contiene: Juana Manuela Gorriti:Quien escucha su mal oye. Una apuesta. Un drama de 15 minutos. El postrer mandato. Una visita al manicomio. La ciudad de los contrastes. Caer de las nubes.Ricardo Jaimes Freyre:Justicia índia. El Capitán del Segundo Batallón.La Hora Obligada. Páginas Íntimas. Zagbi, mendigo. Un Hermoso Día de Verano. Los Viajeros.Adela Zamudio:La conciencia. Corazón de mujer. El Diablo Químico. El vértigo.La razón y la fuerza. Rendón y Rondín. Yo te bendigo.Carmen Lyra:El Tonto de las Adivinanzas. La Negra y la Rubia. Por qué Tío Conejo tiene las orejas tan largas. Juan, el de la carguita de leña. La suegra del diablo. De cómo el Tío Conejo salió de un apuro. El pájaro Dulce Encanto.Carlos Gagini:A París. Espiritismo. La leyenda del prestamista. La bruja de Miramar. El tesoro del Coco. El silbato de plata. Marcial Hinojosa.José María Rivas Groot:La Hora Exacta. Julieta. Sueño de Amor. El Cura de Lenguazaque. Chimborrio. Caimanes y Cuervos. ¡Incendio!Rafael Ángel Troyo:De blanco y de rosa Después del crespúsculo... Los luceros.Los primeros versos.Nela.Supremo instante.Las manzanas.Ricardo Fernández Guardia:El cuarto de hora. El manantial. Lolita. El derviche. La princesa Lulú. Tapaligüi. ¿Neurosis?Enrique Hernández Miyares:La condesa de Jibacoa y Luis Felipe de Orléans. Rosa de la tarde. Monseñor Pepe. Los herederos. Beatriz. Tres poemitas. El tintero y la tinta.Julián del Casal:El velo de gasa. La felicidad y el arte. Una madre. El primer pesar. El hombre de las muletas de níquel. Esbozo de mujer. Los funerales de una cortesana.

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Table of Contents

Title Page

Juana Manuela Gorriti

Ricardo Jaimes Freyre

Adela Zamudio

Carmen Lyra

Carlos Gagini

José María Rivas Groot

Rafael Ángel Troyo

Ricardo Fernández Guardia

Enrique Hernández Miyares

Julián del Casal

About the Publisher

Juana Manuela Gorriti

Juana Manuela Gorriti Zuviria (Rosario de la Frontera, 15 de junio de 1818-Buenos Aires, 6 de noviembre de 1892) fue una escritora argentina, aunque también se ha hecho célebre por las peripecias de su vida.

Los historiadores no se ponen de acuerdo con la fecha de exacta de nacimiento, Tristán Valdaspe documenta en su Historia de la literatura castellana 1809 como su fecha de nacimiento y 1874 su fallecimiento. Por su parte Julio A. Muzzio afirma en su Diccionario histórico y bibliográfico de la República Argentina que el nacimiento fue el 15 de junio de 1818 sin precisar fecha de nacimiento; esta fecha la reitera José Arturo Scotto en Notas Biográficas de 1910 que también da fecha a su muerte, el 6 de noviembre de 1892. Mientras que el diario La Naciòn en su suplemento Sueños y realidades del año 1907 afirma que nació en junio de 1814 sin precisar fecha de fallecimiento. Por su parte Ricardo Rojas en Literatura Argentina solo da fecha a su fallecimiento, el 6 de noviembre de 1892.

En un estudio realizado para confeccionar una placa de bronce realizada a principios del siglo XX por la Sociedad de Ayuda Mutua del Personal Subalterno de las escuelas del CE16 para donar a la institución que lleva su nombre se utilizan las siguientes fechas y lugares de su nacimiento y muerte: el nacimiento el 15 de junio de 1818 en Horcones, provincia de Salta (según una información de Delfín Gorriti) y la fecha de defunción el 6 de noviembre de 1892 en Buenos Aires, de acuerdo a un aviso fúnebre publicado al día siguiente en el diario La Nación. En la Iglesia del Socorro se encuentra el acta de defunción.

Nació en Horcones (campamento fortificado situado en Rosario de la Frontera, Salta). Pasó allí su niñez, en la estancia que fue de su abuelo paterno el vasco Ignacio Gorriti, y en el antiguo fuerte de Miraflores, a orillas del río Pasaje (también llamado: río Juramento), donde su padre compró una estancia. Hija del general jujeño José Ignacio Gorriti y Feleciana Zuviría, tucumana hermana del jurisconsulto Facundo Zuviría, casados en Rosario de la Frontera. Fue la penúltima de ocho hermanos.

Su padre fue diputado representante de Salta en el Congreso de Tucumán que declaró la Independencia el 9 de julio de 1816, fue gobernador de la provincia de Salta y amigo personal del Gral. Güemes. Contribuyó a la causa de la independencia aportando dineros y hacienda y fue combatiente.

Juana Manuela Gorriti fue sobrina del célebre político y canónigo, también jujeño, Juan Ignacio Gorriti —quien bendijo la bandera de Belgrano (1812) y fue el único cura gobernador de Salta— y de José Francisco Pachi Gorriti, la primera lanza de los gauchos de Güemes. Su abuelo paterno murió en Horcones y fue sepultado en la antigua iglesia parroquial de Rosario de la Frontera en 1875.

Una tía la envió a Salta a los seis años para que estudiara en una escuela religiosa, pero no toleró estar encerrada, se enfermó y debió volver a su hogar, lo que fue el fin de sus estudios formales. A partir de entonces leyó numerosos libros y comenzó a escribir cuentos.

En 1831, siendo su padre unitario, y tras enfrentar en armas al federal Facundo Quiroga, su familia se vio obligada a emigrar de Horcones y Miraflores y radicarse en Bolivia. Allí vivió entre los libros de la biblioteca que su padre había trasladado desde Horcones, tierra a la que siempre evoca en su obra. Estudió brevemente en Salta pero aprendió a hacerse fuerte en el destierro.

Se casó muy joven en La Paz sin pompas ni ostentación, con el capitán Manuel Isidoro Belzú, hombre de temperamento vibrante e impetuoso, que poseía un valor temerario y a quien no arredraban los peligros. Su encuentro había sucedido en Tarija, mientras la familia Gorriti permanecía como huésped de Fernando María Campero Barragán, hijo del último Marqués de Yavi, en la casa ubicada frente a la plaza central de esa ciudad. El hogar que construyeron fue tranquilo en los primeros tiempos. Nacieron de esta unión dos niñas: Edelmira y Mercedes.

Belzú abandonó su hogar para ponerse a la cabeza de un batallón, presentándose en el palacio gubernamental para exigir la renuncia del presidente Ballivián. Su intentona fracasó, fue procesado, destituido y expatriado al Perú.

Aunque Juana estaba en desacuerdo con lo actuado por su esposo, porque iba contra sus principios, lo siguió a Perú. Sin embargo, su compañero preparó una nueva revuelta para ponerse al frente de un ejército con el propósito de derrotar al gobierno de su país. Entró triunfante en La Paz y se proclamó presidente de la República en el año 1848.

Juana quedó sola en Lima, donde abrió una escuela mixta de educación primaria. Allí tuvo origen su ya famoso salón literario, que congregó a las personalidades más sobresalientes. Sus cuentos y novelas fueron publicados y difundidos en Chile, Colombia, Venezuela, Argentina, Madrid y París.

Su matrimonio con Manuel Isidoro Belzú fue desgraciado, pues éste, en afán de permanecer en el centro de la vida boliviana, no dudó en conspirar y fomentar rebeliones en Bolivia con tal de recuperar el poder en la naciente República, sumiendo al país en una permanente inestabilidad política, luego del derrocamiento del mariscal Andrés de Santa Cruz (en 1838).

Belzú, con su talento y carisma logró fanatizar a las masas. Indígenas y mestizos7​ de La Paz lo veneraban llamándolo el Tata Belzú (papá Belzú). A su esposa, le correspondió demostrar su pétrea fortaleza, en los trágicos sucesos del 26 de marzo de 1865. Ese día, Belzú logró que un levantamiento popular tomara la ciudad de La Paz, ocupando los edificios públicos y declararando depuesto al dictador Mariano Melgarejo y proclamando a Belzú como presidente. Sin embargo, los sublevados no contaron con el arrojo de Melgarejo, quien sable en mano y al frente de una pequeña división de coraceros, secundados por el coronel Narciso Campero Leyes, se abrió paso desde las lomadas de El Alto hasta la Palacio de Gobierno frente al cual, en la plaza, la multitud se emborrachaba como festejo del triunfo. Melgarejo ingresó al Palacio y desoyendo las súplicas de Campero, ultimó de un disparo a Belzú, tomó el cadáver ensangrentado y lo presentó a la multitud. Narciso Campero en sus memorias describe que luego de este hecho, el cadáver de Belzú fue ultrajado y abandonado en el primer piso del Palacio, hasta que su esposa Juana Manuela Gorriti se presentó para reclamarlo.

Ante estos trágicos sucesos, la escritora traza una línea al pasado y lo despide con elocuentes palabras:

El 27 de marzo de 1865, dos días después de la fecha de la carta de Ud., Belzú, mi marido, el hombre que enlutó mi destino entero, vencedor de un combate en el que el pueblo derrotó al ejército, fue asesinado por el general que mandaba este. Vinieron a decirme que Belzú había caído atravesadas las sienes de un balazo, y yo corrí en medio del combate; llegué hasta donde yacía el desventurado ya cadáver, lo levanté en mis brazos y en ellos lo llevé a casa: a ese hogar que él había abandonado tanto tiempo hacía! Con mis manos lavé su ensangrentado cuerpo, y acostándolo en su lecho mortuorio, lo velé y no me aparté de él hasta que lo coloqué en la tumba. La misión de la esposa parecía ya acabada; mas he aquí el pueblo que me rodea y me pide más: me pide que lo vengue. Sí: lo vengaré con una noble y bella venganza, haciendo triunfar la causa del pueblo que era la suya.

Juana Manuela Gorriti de Belzú

En 1874 se estableció en Buenos Aires, donde se dedicó a recopilar e imprimir su producción y a escribir relatos autobiográficos, como el texto titulado Lo íntimo, editado luego de su muerte, acaecida en Buenos Aires, en 1892.

En 1879 regresa a Lima, donde fallece su hija Mercedes. Entre 1880 y 1886 alternó entre Lima y Buenos Aires. En 1886, anciana y enferma, regresó desde Buenos Aires a Salta en ferrocarril, acosada por el presentimiento de la muerte, para visitar los escenarios de su infancia. Si en Juana Manuela se gestó con tanta fuerza el dolor es porque tuvo un gran asidero en su casi opuesto sentimiento, el amor, que es el eje de sus movimientos hasta la gran batalla con la soledad. En sus últimos años, busca los lugares de su felicidad, y no cesa de viajar mentalmente hacia ellos, recordandolos. Con ella se cierra la etapa de los precursores de la novela argentina, por el solo hecho de haber tenido que valerse por sí misma, encontrando un mundo hostil e insensible a sus aspiraciones.

Juana Manuela Gorriti se ha hecho célebre no solo por su vida llena de vicisitudes y por su innegable valor como literata, y por ser en su madurez una política progresista sino por su interesante libro de arte culinaria llamado La cocina ecléctica, el cual, además del valor gastronómico, tiene un gran valor documental, ya que aporta muchas recetas folclóricas argentinas, de otros países latinoamericanos e incluso cocina europea de su época.

Sus restos, que estaban en el Cementerio de La Recoleta, primero depositados en la bóveda perteneciente a la familia Posch,descansan en el Panteón de las Glorias del Norte, en la Catedral de la ciudad de Salta. Una estrofa del Himno a Rosario de la Frontera la evoca encendidamente como la máxima personalidad de la cultura surgida de esta tierra del sur de la provincia de Salta.

Quien escucha su mal oye

-Cuando hemos caído en una falta -me dijo un día cierto amigo- si la reparación es imposible, réstanos al menos, el medio de expiarla por una confesión explícita y franca. ¿Quiere usted ser mi confesor, amiga mía?

-¡Oh! Sí -me apresuré a responder.

-¿Confesor con todas sus condiciones?

-Sí, aceptando una.

-¿Cuál?

-El secreto.

¿Oh! ¡mujeres!, ¡mujeres!, ¡no podéis callar ni aun a precio de vuestra vida!; ¡mujeres que profesáis, por la charla idólatra, culto!: ¡mujeres que... mujeres a quienes es preciso aceptar como sois!

-Acúsome, pues -comenzó él, resignado ya a mi indiscreta restricción-, acúsome de una falta grave, enormé, y me arrepiento hasta donde puede arrepentirse un curioso por haber satisfecho esta devorante pasión.

I

Conspiraba yo en una época no muy lejana y denunciado por los agentes del gobierno, vime precisado a ocultarme. Asilóme un amigo, por supuesto en el paraje más recóndito de su casa. Era un cuarto situado en el extremo del jardín y cuya puerta desaparecía completamente bajo los pámpanos de una vid.

Sus paredes tapizadas con damasco carmesí tenían el aspecto de una grande antigüedad. Ha servido de alcoba al abuelo de la casa, cuyo inmenso lecho dorado, vacío por la muerte, ocupaba yo..., mas ¡de cuán diferente manera! El Anciano caballero dormía -pensaba yo- un sueño bienaventurado entre las densas cortinas de tercipelo verde, agitadas ahora por el tenaz insomnio que circulaba con mi sangre de conspirador y de algo más: de curioso. Juzgue usted.

Desde mi primera noche, en aquel cuarto, oía sin que me fuera posible determinar dónde, una voz, una suave y bella voz de mujer que hablaba mezclándose con voces de hombres; después de parecer sola, leía prosa y versos como hubiera declamado Rachel, y cantaba como Malibrán los trozos más sublimes del repertorio moderno, entre ellos una serenata de Schubert cuyas notas graves tenían una melodía celestial.

Pasé varios días en investigaciones, escuchando entre las molduras doradas que ajustaban la tapicería, tentando las paredes y buscando por todas partes el sitio por donde me llegaba el eco de aquella voz.

Parecióme, al fin, que acercándome a un grande armario colocado en un ángulo, oía más clara y cercana la voz, y no me preocupaba. Mas era aquel mueble tan pesado que juzqgué inútil el intentar removerlo yo solo; pero de ninguna manera renuncié a la idea de conocer lo que había detrás.

Así, cuando por la noche, el viejo negro encargado de servirme en mi escondite me hube traído el té, puse en su mano un doblón y le rogué me ayudara a cambiar de sitio aquel armario.

Al escucharme, el negro abrió grandes ojos y palideció.

-¡Ay! No, señor -exclamó con voz sorda-, ni por todo el oro de este mundo. La señora vieja está viva todavía; y si llegara a saber que por ahí ha pasado la infidelidad de su marido, sería capaz de adivinar también que yo, ¡ay, Jesús!, que yo fui quien abrió esa puerta para que el amo, ¡pobre señor!, entrara al monasterio... ¡María Santísima! No, no, señor. Además, el armario está incrustado en la pared, y es imposible moverlo.

Costóme gran trabajo para calmar su espanto; y cuando le hube prometido un profundo secreto, me refirió cómo la casa vecina hizo en otro tiempo parte de un convento de monjas donde su amo tuvo la temeridad de amar a una esposa del señor y cómo, no contento con la enormidad de ese crimen, había profanado la casa de Dios con el auxilio de su esclavo albañil y carpintero, abriendo en la pared una puerta que correspondía al interior del armario.

-Así es, señor -concluyó el negro-, que desde que el amo murió, este armario es mi pesadilla. Siempre temiendo que tire el diablo de la manta, siempre temblando de que una innovación a la casa descubra esta puerta y el nombre de su artífice, pues la señora sin duda me asaría vivo.

-No temas, Juan -le dije para tranquilizarlo-. ¿Quién se lo diría? Yo seré callado como la muerte, y cuando me haya ido de aquí, el secreto se habrá ido conmigo para siempre.

-¡Ah, señor! -repuso el negro, cediendo a pesar suyo al deseo de charlar-, ¡qué tiempos aquellos! El amor del amo duró toda la vida entera de la monjita, que por otra parte no fue larga. La pobre tortolita (así la llamaba el amo, y así llamaban entonces los galanes a su amada), la tortolilla cautiva amaba demasiado, y su amor no pudiendo respirar más la mefítica atmósfera del claustro, llevó su alma a otra región. El amo estuvo primero inconsolable; pero luego hizo lo que todos; olvidó a su tórtola, y fue a casa de otras que amó no menos, pero en cuyos amores no intervino ya su esclavo.

-Juan -le dije, interrumpiendo sus confidencias-, recuerda que debes ayudarme y marcharte en seguida.

Entonces el antiguo Mercurio del seductor de monjas, como quien lo entendía bien, abrió el armario; y quitando el tablero del fondo, dejó descubierta una puertecita cerrada por un postigo en el lado opuesto de la pared.

El negro me mostró el resorte que le abría, y huyó de allí con terror.

Al encontrarme solo y dueño de aquella misteriosa puerta, mi corazón latió con violencia, no sé si de gozo o de temor. Tenía ya en mi mano la extremidad del velo que tanto deseaba levantar.

Pero ¿cómo hacerlo?, ¿con qué derecho iba yo a introducirme en la vida íntima de la persona que dormía confiada, a dos pasos de mí?

La mano en el resorte y el oído atento, dudé largo tiempo entre la curiosidad y la discreción.

De repente oí en el cuarto vecino el roce de un vestido, y la voz de siempre murmuró cerca de mí:

-¡Dos meses sin noticia suya! El ingrato partió sin darme un adiós. ¿Dónde está ahora? En su helada indiferencia no ha creído necesario decirme el paraje donde mi amor podía ir a buscarlo; mas yo lo sabré. Esa ciencia cuyo poder niegan los hombres sin fe, y él entre ellos, esa ciencia me lo dirá. ¡Sí, yo lo quiero! -añadió con enérgico acento.

Cerróse la puerta y todo quedó en silencio.

¡Cómo resistir a la invencible curiosidad que se apoderó de mí al oír la expresión de aquel amor singular, revelado en esas misteriosas palabras? Nada pudo ya detenerme; todo cedió ante el deseo de tocar con las manos los secretos de esa extraña existencia.

Con la frente apoyada en el postigo, esperé un cuarto de hora. El mismo silencio: nada se movía allí. Entonces, arrojando lejos de mí todas las ideas que pudieran intimidarme, comprimí resueltamente el resorte que me había indicado el negro.

El resorte, olvidado durante medio siglo, me asustó con un agudo chillido; pero cediendo al mismo tiempo abrió un postiguillo angosto como la portezuela de un carruaje, y yo, dando un paso, me encontré en la morada de mi vecina.

II - La Alcoba de Una Excéntrica

La pálida luz de una lamparilla alimentada con espíritu de vino y puesta sobre un velador a la cabecera de un pequeño lecho adornado con cortinas blancas, alumbraba suavemente el cuarto cerrado y desierto. Al pie del lecho y sobre el mármol de una cómoda, había una pequeña biblioteca cuya nomenclatura, en la que figuraban los nombres de Andral, Huffeland, Raspail y otros autores, entre cráneos de estudio y grabados anatómicos, habría hecho creer que aquella habitación pertenecía a un hombre de ciencia, si una simple mirada en torno no persuadiera de lo contrario; y aquí, sobre una canasta d labor, una guirnalda a medio acabar; allí, un velo pendiente de una columna del tocador; más allá, una falda de gasa cargada de cintas y arrojada de prisa sobre un cojín; flores colocadas con amor en vasos de todas dimensiones, el suave perfume de los extractos ingleses, el azulado humo del sahumerio exhalándose de un pebetero de arcilla, todo revelaba el sexo de su dueño.

A la cabecera del lecho y al pie de un cuadro que representaba al niño Dios, estaba el retrato de un bello joven, y estas imágenes de las dos edades en que tanto amor se prodiga al hombre, parecían presidir en aquella sencilla y pobre morada artística.

Las paredes de aquel cuarto desaparecían completamente bajo sombríos tableros de madera esculpidas; y el misterioso postiguillo era un medallón oblongo, cercado de una corona de rosas en relieve. Hallábame, pues, en la antigua celda de la monja: era un santuario de sus amores, templo ahora de un amor no menos apasionado. Había en esta coincidencia motivo para que la fantasía se echara a volar en pos de las escenas pasadas, ante los ojos inmóviles de las robustas cariátides y los mofletudos querubines de aquella vetusta escultura. Pero yo no tenía tiempo que perder. Pues que era criminal, no quería serlo a medias y había resuelto abrir un pasaje para que mis miradas pudieran penetrar a toda hora en la morada de mi excéntrica vecina.

Fuime, pus, a su canasta de labor, que, dicho sea de paso, estaba en un espantoso desorden. Dedos nerviosamente crispados habían enredado las madejas de seda, al arrancar, más bien que cortar, las hebras; y más de diez agujas, que se revoloteaban entre blondas y cintas, me picaron los dedos al buscar las tijeras que encontré al fin, y con las que hice un agujero en el centro de una de las rosas esculpidas en el medallón.

Era ya tiempo; pues apenas cerré la puerta y me encontré en mi cuarto, saliendo del armario, mi huésped entró a hacerme la compañía ordinaria de la noche.

Confieso que nunca la presencia del ser más antipático me fue tan insoportable como la de mi amigo en aquella ocasión. Su plática tan interesante y animada, pues era un hombre de talento y de vastos conocimientos, parecíame pesada y monótona. Mi malestar creció cuando sentí que en el cuarto vecino se abría una puerta. Sin duda era ella, su misteriosa habitadora. ¿Había cumplido su designio? ¿Cuál era esa ciencia de que hablaba y qué le habían revelado sus arcanos?

El silencio que sucedió me parecía de mal agüero, ¡y yo, que clavado en un sillón delante de mi amigo, no podía averiguarlo! Consumíame de ansiedad, y respondía a mi amigo con una distracción, de la que éste se apercibió al fin.

-¿Sufres? -me preguntó.

-No, de ninguna manera -me apresuré a contestarle.

-Pareces preocupado. En todo caso, duerme.

-¡Hasta mañana!

-¡Hasta mañana! -dije con una efusión tan pronunciada, que lo sorprendió, y se alejó sonriendo.

Apenas me vi solo, corrí a encerrarme en el armario y miré por el agujero hecho por la tijera.

Todo se hallaba en el mismo estado; pero el cuarto no estaba ahora solo. En el centro, y sentado en un sillón, un hombre paseaba en torno una mirada de asombro. Nada más decía esa mirada, nada tampoco la expresión de su grande boca de labios delgados y pálidos. Sólo su frente, ancha y elevada, habría preocupado mucho a un observador frenólogo.

Abrióse de repente una pequeña puerta que cubría un tapiz encarnado, y en su fondo oscuro se dibujó la figura de una mujer. Era alta y esbelta. Cubierta de un largo peinador blanco, cuyos undosos pliegues sujetaba a medio lazo un cinturón azul, con sus negros cabellos arrojados en largos rizos sobre la espalda, con su paso rápido y su ademán ligero, habríasele creído el ser más feliz de la tierra; pero mirándola con más detención se conocía que había lágrimas tras de su sonrisa, y que .

Entrando en el cuarto, sus ojos posaron en los del hombre que allí se encontraba una mirada grave, fija y profunda que lo hizo estremecer. Muy luego los ojos del joven, como fascinados por aquella mirada, permanecieron clavados en ella, mientras una extraña languidez los fue cerrando por grados hasta sombrear con el párpado la mejilla.

Entonces aquella mujer, acercándose a él, con paso lento pero seguro, elevó tres veces sobre sus ojos cerrados la mano derecha, haciéndola descender otras tantas a los largo del rostro y desviándola en seguida hacia el hombro, para elevarla de nuevo. Después, alargando horizontalmente la izquierda a la altura de la región posterior del pecho, dijo con blando pero imperioso acento:

-¡Samuel!

-¿Qué me quieres? -respondió el joven con voz oprimida.

Ella alzó de nuevo y repetidas veces la mano sobre su pecho, y él añadió entonces:

-¿Qué me quieres? Pronto estoy a obedecerte.

-Pues bien -dijo ella colocando sobre la frente de aquél el pulgar y el índice de su mano derecha-, penetra ahora en mi corazón y busca en él una imagen.

El joven inclinó la cabeza sobre el pecho y pareció dormir profundamente. Después, una convulsión violenta sacudió su cuerpo y sus labios murmuraron un nombre. Ella sonrió con tristeza, enviando al retrato que tenía enfrente una tierna mirada. Luego, asiendo la mano del dormido:

-¡Samuel! .dijo-, penetre tu vista el inmenso horizonte en esta dirección (su mano señaló el Norte) y busque a aquel cuyo nombre acabas de pronunciar.

La cabeza del hombre, dormido, cayó otra vez sobre su pecho; su respiración se volvió por grados anhelante, fatigosa, y copioso sudor bañó sus sienes.

La mujer, de pie y con los brazos cruzados, seguía con una mirada tenaz e imperiosa las emociones que rápida y sucesivamente se pintaban sobre aquellos ojos cerrados.

La hora, el lugar y los objetos que allí se presentaban, todo contribuía a dar a esa escena un carácter verdaderamente fantástico, y al contemplar a ese ser débil dominando con una influencia misteriosa al ser fuerte, al mirar a esa mujer envuelta en los largos pliegues de su flotante y vaporosa túnica, de pie y la mano extendida sobre la cabeza de ese hombre sometido al poder de su mirada, habríasele creído una maga celebrando los misterios de un culto desconocido.

La misma convulsión vino a interrumpir la inmovilidad del dormido.

-Hele allí .exclamó.

-¿Dónde?

Los rayos plateados de la luna juegan con las olas del inmenso río que pasea su plácida corriente entre el bosque y una ciudad fantástica cual un febril ensueño. A sus pies, y sujeto por pesadas anclas, un navío suavemente mecido por blandas oleadas envía hasta las frondas de la opuesta ribera los reflejos de una brillante iluminación. Sobre su ancha cubierta, adornada con verdaderas y perfumadas guirnaldas, cien hermosas mujeres, vestidas de blanco y coronadas de flores, se abandonan lánguidamente en los brazos de sus compañeros de placer a las ardientes emociones de la danza. ¡Oh! ¡cuán bellos son sus ojos! Diríanse que han robado al sol de los trópicos su deslumbrante fulgor.

-Pero él, él, ¿dónde está?

-¡Oh! -replicó el dormido con acento suplicante-, déjame ver el cuadro mágico de esta danza sobre las aguas y bajo un cielo de fuego. ¡Cuán hermosas son!... ¡cuán hermosas!... He allí una que se aparta del encantado torbellino. Aléjase hacia la proa con su caballero, e inclinándose sobre la borda tiende la mano para mostrarle la trémula imagen de las estrellas reflejada en el agua profunda. ¡Ah!

-Samuel -dijo ella interrumpiéndolo, porque una convulsión violenta contrajo de repente las facciones inmóviles del dormido-. Samuel, ¿qué ves?

-Es él, él, quien la acompaña.

-¿Y por qué tiemblas? -¡Oh! -repuso el dormido con sordo acento-, no lo preguntes... tú no debes saberlo.

-No importa; ¡quiero que lo digas! ¡Dilo!

Entonces, él bajó la cabeza con pesarosa resignación, pro al hablar empleó una lengua extranjera, quizá para que sus palabras sonaran menos dolorosas al corazón de aquella a quien obedecía con tan visible pesar.

Mientras hablaba, una nube oscureció la frente de aquella mujer. Sus ojos brillaron como relámpagos de una tempestad y sus labios murmuraron palabras confusas e inarticuladas. Pero serenándose de repente:

-Samuel -dijo-, lee en el corazón de ese hombre.

El joven se reconcentró profundamente; habríase dicho que su espíritu había descendido a un abismo.

Después, sus labios vertieron lentamente, como gotas de plomo, estas palabras:

-Ama a esa mujer.

Pero una nueva convulsión ahogó sus palabras cual si lo hubiese herido el mismo golpe que acababa de asestar al alma de aquella mujer.

Ella, sin embargo, permaneció inmóvil y silenciosa; ni un solo músculo de su rostro se contrajo; y sin la extrema palidez que cubrió su semblante, nada habría revelado el dolor en ese corazón de extraña fortaleza.

Paseóse dos o tres veces a lo largo del cuarto, acercóse al retrato, lo contempló largo tiempo con una mirada indefinible, y luego, cual si se arrancara un recuerdo querido, se llevó la mano a la frente, se echó hacia atrás los rizos de la cabellera, cubrió el retrato con un velo negro, y yendo a abrir una puerta enfrente de aquella por donde había entrado, volvióse al dormido tendiendo la mano y replegándola hacia sí, mientras él se levantaba y seguía la dirección que aquella mano le imprimía.

Cuando hubo traspuesto el umbral, la puerta se cerró tras él, y oí la voz de aquella mujer que decía:

-¡Samuel, despierta!

Vila después sentarse al pie del lecho y ocultarse el rostro entre las manos.

Nada tenía ya que ver ni averiguar allí; la lamparilla se había apagado, yo no veía a esa mujer, y permanecía aún pegado a aquel postigo que me separaba de ella; el silencio reinaba en torno; no obstante en mi cerebro zumbaba un ruido tumultuoso como el de las olas del mar en una borrasca. Eran los latidos de mi corazón, era una rabia inmensa, desesperada, que rugía en mi alma, era... eran los celos, era que yo amaba a esa mujer que amaba a otro con el amor ardiente que inspira un imposible; que la codiciaba para mí, een tanto que otro poseía su alma.

-"Quien escucha su mal oye" -dije yo con el aire sentencioso de un confesor.

La luz del día, penetrando en su cuarto, me la mostró en el mismo sitio. Ni ella ni yo habíamos cambiado de actitud...

-Pero... ¿no oye usted? -dijo mi penitente, interrumpiéndose de improviso-. ¿No oye usted?

-¿Qué?

-El pito del tren. Hoy llega el vapor del Sud y debemos tener noticias interesantes de Arequipa.

Dijo, y sin escuchar mis ruegos, mis gritos, mis protestas y la formal amenaza de negarle la absolución, el impío tomó su sombrero y en seguida la calle, embarcándose luego para islay, de donde dirigiéndose a Arequipa se deslizó furtivamente en la plaza, batióse en las trincheras el siete de marzo, y librándose milagrosamente de la carlanca "libertadora", pasó a Chile, donde es fama que por no perder la costumbre tomó parte activa en la revolución que poco después estalló en aquel país. Cuando la revolución fracasó, fuese a Europa, acompañó a Garibaldi en su expedición a Sicilia, siguióle también y cayó con él el Aspromonte, no muerto sino prisionero. Evadióse, y ahora anda extraviado como una aguja en esos mundos de Dios.

¡Incorregible conspirador! Guárdelo el cielo que un día termine su confesión, y podamos saber, bella Cristina, el fin de su culpable y bien castigado espionaje.

Una apuesta

I

¿Quién no ha oído hablar del genio burlón y aventurero de la hermosa Eleonora de Olivar, duquesa de Alba? Emanación brillante del sol andaluz, la hechicera sevillana entró un día como un ardiente torbellino en la austera corte de Carlos III despertando los graves ecos de su alcázar con las risas de su inagotable alegría.

Los cronistas de la época se extienden con delicia en relación con la graciosas locuras de aquella amable aturdida que por tanto tiempo tuvo en continua agitación, en perpetua zozobra, la corte y la ciudad; porque fastidiada algunas veces de sus travesuras aristocráticas, descendía con frecuencia del mundo brillante que habitaba para buscar otras más picantes en la plebeya atmósferas de las callejuelas.

En nuestros días Eleonora habría sido horriblemente calumniadas; pero en aquellos benditos tiempos se tenía más confianza en una mujer honrada, y el duque de Alba y a ejemplo suyo toda la corte, veneraban profundamente la virtud de la duquesa, ¡Honor a la fe de nuestros mayores!

Pero si Eleonora era burlona no era maligna, como lo son generalmente aquellos que tienen ese odioso carácter. Ni con sus chistes, ni con sus locuras, jamás hirió el amor propio, ni la sensibilidad de nadie. Al contrario, si ella gustaba de reír era más bien para alegrar a los otros y sus travesuras eran tan benévolas y lisonjeras que cautivaban siempre el corazón de aquel que era su objeto. Así, el estudiante a quien en tan ligero equipo hizo bailar aquella célebre zarabanda la debió su fortuna y el capitán de guardias la restitución del regio amor que le había robado.

— ¿Duque, ¿te parezco bien así? -dijo un día Eleonora presentándose a su marido, vestida de peregrina.

— ¡Encantadora! -respondió el duque contemplándola admirado.- ¡Oh! Jamás la túnica de la viajera cubrió un cuerpo tan gentil.

— ¡Gracias, mi bello caballero! -respondió la irresistible andaluza, rozando con su delicada mejilla la negra barba del castellano.- Pero no es para oír tus amables galanterías que me presento a ti vestida de esta manera... Mi objeto es alcanzar una piadosa concesión.

— Pide lo que quieras, hermosa mía, con tal que me permitas besar esos piececitos calzados con sandalias.

— Están a tu disposición, duque, si quieres dejar a la mía un mes de mi existencia.

— ¿Y qué harás de ese mes? Supongo que no querrás robármelo.

— Iré sola y a pie en peregrinación a Santiago de Compostela.

— ¡Sola... ¡Y a pie!... ¡A Santiago!...

— Sí, señor.

— ¿Eleonora piensas en lo que dices?

— Con toda la seriedad de que soy capaz, duque.

— ¿Has olvidado la adorable revelación que anoche me hiciste?

— Te dije que tenías ya un heredero.

— ¿Y no sería destruir esa esperanza el ceder a la locura que imaginas?

— Precisamente para que esa esperanza se realice debes consistir en mi peregrinación.

— ¿Cómo?

— Es un antojo. Ya sabes que, si no lo cumpliese moriría nuestro hijo.

— ¿Y crees tu que viviera si fuese bastante insensato para exponerle a las fatigas y accidente de ese largo y penoso viaje.

— Sin embargo, será necesario que me des permiso... ¡Es un antojo!

— ¡Qué delirio! ¿Cómo puedes, querida mía, persistir en esa extravagancia? Sin contar que en el estado en que te hallas, tu posición y tu empleo en la corte te retienen cerca de la reina. ¿Qué diría su Majestad si le hablaras de tal extraña rareza?

— Tengo ya su permiso para pasar un mes en nuestros estados.

— ¿Y la princesa de Asturias?

— La princesa de Asturias está envidiosa de mí y me aborrece lo bastante para alegrarse de mi ausencia, aunque yo fuera hasta la Meca.

— Eres demasiado hermosa para justificar la envidia de la princesa. Donde tú apareces, toda belleza se eclipsa.

— ¡Vamos señor de Alba! No piense Vuestra excelencia adormecerme, con sus lisonjas... ¡El permiso, señor, el permiso!

— Imposible, hermosa mía; tan imposible como que "ría el conde de Girón" -dijo el duque creyendo cortar la cuestión.

— ¿Quién es el conde de Girón y porqué no ha de reír? Cuéntame eso, duque -Dijo volublemente Eleonora echando uno de sus brazos al cuello de su marido y dejando sobre sus rodillas el sombrero adornado de conchas.

— El conde de Girón, amada mía, es un señor del antiguo régimen tan apegado a las costumbres de su tiempo, que no pudiendo sufrir las innovaciones que el progreso ha traído a los nuestros, abandonó la corte y los empleos que en ella tenía, retirándose a unos de sus castillos que tenía cerca de Aranjuez donde vive como en el tiempos del Rey Rodrigo y cercado de escuderos, pajes y dueñas tan anticuadas como pide el gusto de su señor, cuya gravedad por otra parte incontrastable ha pasado a proverbio y es fama que nunca quiso casarse por no tener que sonreír a su novia siquiera el día de la boda. Así, cuando se quiere calificar algo de imposible en grado superlativo se le compara con la risa del conde de Girón.

— Muy bien. Y si el conde de Girón riera, ¿Qué dirías, duque?

— Dijera que el buen apóstol Santiago, enamorado de tu hermosura, hacía un milagro para lograr la dicha de verte.

— ¡Oh! Duque, por esta vez caí en el lazo de tu lisonja. Acepto la hipótesis. Besa mis sandalias y has mañana una visita la conde de Girón.

— ¿Es una apuesta Eleonora?

— Sí, duque... es una apuesta.

II

En la tarde del siguiente día, el duque de Alba, de vuelta de la caza, pidió hospitalidad en el castillo de Girón y fue recibido con todas las ceremonias de la antigua usanza.

El cuerno del vigía tocó la fanfarria que anunciaban la visita de un gran señor; el puente levadizo se bajó con estrépito; los escuderos acudieron al estribo; los pajes de rodillas descalzaron las espuelas del duque; las dueñas envueltas en sus blancas y reverendas tocas le presentaron el aguamanil de oro y el pebetero de sahumerio, y más allá, en fin, de pie en la puerta del salón de honor, el viejo castellano recibió al duque con toda la rigidez de la etiqueta que Felipe V heredó de su bisabuelo; con todos esos requisitos del paso y del asiento que hicieron al duque sonreír más de una vez pensando en su mujer, porque el grave personaje hacía todas aquellas evoluciones de la antigua ordenanza palaciega con una seriedad imperturbable que prometía al del Alba un triunfo seguro en su apuesta.

El cuerno del vigía se dejó oír de nuevo y un momento después, el portero de estrados anunció al conde que un joven con trazas de estudiante en vacaciones se había presentado a las puertas de castillo, pidiendo ser introducido cerca del señor a quién tenía que comunicar un asunto importante a la casa de Girón.

— ¡A la casa de Girón! -observó gravemente el conde.- Yo soy el único representante de esa casa y tengo obligación de escucharlo, hacedle entrar.

El portero de estrados transmitió la orden y un momento después, abriéndose la puerta de las entradas ordinarias, apareció en el umbral iluminado por los últimos rayos de sol, un muchacho cubierto con una opalanda desgarrada en todos sentidos, pero que el picarillo llevaba tan gallardamente como el conde su capa de grana. Cubrían la mitad de su rostro las anchas y agujereadas alas de un gran sombrero que se quitó al entrar, mostrando unas facciones llenas de malicia y dos hermosos y ardientes ojos negros que guiñaron solapadamente al duque de Alba, aturdido ante aquella aparición.

— Señor conde -dijo con desenfado el estudiantillo avanzando hacia el castellano;- tengo el honor de presentaros en mi humilde persona a uno de vuestros más próximos parientes.

— ¡Tú! -exclamó el conde arqueando las cejas y alargando desdeñosamente el labio.- ¿Qué es lo que dices?

— Vuestro más próximo pariente -repitió el diablillo.- ¡Qué! ¿no conocéis los rasgos de familia?

— En fin -replicó severamente el conde.- ¿Quién eres tú?

— Un Girón por los cuatro costados, y sino miradme...

Y dando una rápida vuelta ostentó uno a uno a los ojos del conde los mil "girones" de que se componía su vestido.

Entonces, un acontecimiento inaudito, un extraño fenómeno se efectuó en el castillo de Girón. Los labios del conde se dilataron, sus dientes vieron por primera vez la luz del sol, y con espanto del duque de Alba oyose un ruido insólito, una carcajada que atrajo a aquel sitio a los escuderos, pajes y dueñas y hasta dicen que despertó asustados a los murciélagos que dormían en el antiguo artesonado.

El diablillo se volvió radiante hacia el duque y le dijo inclinándose graciosamente:

— El apóstol Santiago hizo el milagro y he ganado mi peregrinación.

Y sonriendo maliciosamente recogió sombrero y desapareció.

Un drama de 15 minutos

En una tarde apacible de mayo, mar tranquilo y viento en popa, el velero bergantín «Alción» dejaba las floridas costas de Corfú, y surcando las encantadas aguas jónicas, dirigía su rumbo a Occidente.

Tripulábanlo doce hombres, al mando del capitán Brunel, antiguo oficial de la marina francesa, enérgico y decidido militar, curtido al sol de los trópicos, retemplado en las tormentas, y largamente fogueado al calor de cien combates en las guerras del imperio.

La catástrofe de Waterloo y la traición del Belerofonte, lo arrojaron a tierra, vencido, pero no humillado. Sí, porque no pudiendo soportar la presencia de ejércitos extranjeros en el seno de la Francia, imponiéndola leyes y soberanos, alejose de ella, y fue a pedir a la patria de Arístides, esa tierra clásica de los gloriosos recuerdos, consuelo para su pena.

Y a fe que lo encontró en el amor de una griega, bella como Aspasia, que se unió a su destino y le dio horas de una felicidad desconocida hasta entonces para él en su vida borrascosa de marino.

Pero ¡ay! la dicha es fugaz como un celaje de verano; y la del capitán Brunel fue de corta duración. La hermosa griega murió dando a luz una niña que él acogió como su sola esperanza.

Y le consagró su vida; y se dio para ella a un duro e incesante trabajo, con que en pocos años hizo una fortuna considerable, consistente en una quinta situada en esa isla deliciosa, donde el poeta asentó la morada de Calipso, vastos huertos y jardines, y un coqueto bergantín, mixto entre mercante y guerrero, que surcaba los mares riéndose de los piratas por las troneras de cuatro buenos cañones, y allegando a su dueño sendas cantidades de cequíes.

Cuando la caída de los Borbones hubo alejado de Francia a los enemigos del imperio fenecido con su César, Brunel sintió el deseo de volver a la patria.

Arregló sus negocios comerciales, vendió su quinta, se dio a la vela para Marsella, su país natal, llenas las bodegas de su barco de valiosas mercaderías.

Pero el capitán Brunel llevaba consigo un objeto más precioso que el bergantín y su rico cargamento.

Su hija.

Elena poseía a la vez la belleza académica del Ática y la gracia irresistible de la Francia. Silenciosa y recostada en los cojines de su diván, semejaba a la Venus de Praxiteles. Hablaba, y la Provenza sonreía entre las largas pestañas de sus ojos negros, y en los graciosos contornos de su boca.

Soberana en la casa paterna, vivía feliz, dividiendo su culto entre la Virgen de la Guarda y la santa Panagia; su amor, entre su padre y un gallardo joven, con quien, desde la rada al balcón, tenía organizada, por medio de setales, una deliciosa telegrafía.

Así, aunque amaba su hermosa patria, abandonábala sin pena, porque allá bajo las blancas velas del «Alción» Renato la aguardaba.

Aguardábala impaciente; pues el capitán Brunel había aplazado su unión hasta su vuelta a Francia.

-¡En fin! -exclamó Renato en un arrebato de gozo, tendiendo la mano a su novia para recibirla a bordo.

-¡En fin! -creyó Elena oír, como un eco fatídico entre el grupo de marinos que la rodeaban.

Y tuvo miedo.

Pero la voz alegre de su padre disipó su penosa emoción.

-Teniente -exclamó, poniendo la mano de su hija en la de Renato-, he aquí tu esposa. Mirad allá esas doradas nubes que velan el horizonte: tras de ellas está la Francia. En su amada ribera, bajo la calurosa región del Mediodía se asienta una ciudad de blancas cúpulas y de aspecto oriental: Marsella.

Allí, rodeada de vergeles, a la sombra de dos palmeras, una misteriosa casita está diciendo a los recién casados: ¡Habitadme!

¡Y estrechó en un solo abrazo a los dos amantes!

-Entretanto -añadió con entusiasmo- la cubierta del «Alción» es ya el suelo de la patria. ¡Viva la Francia! ¡Abrazadme, hijos míos! Y tú, Demetrio, mi valiente piloto, deja por un momento ese aire sombrío, y da la mano a mi hija. ¿Por qué huyes de ella? Se diría que la aborreces. Siempre te vi así, esquivo y huraño en su presencia.

El extraño personaje a quien el capitán se dirigía, se acercó a Elena, que sintió pesar sobre ella una mirada de fuego.

Y sentada sola en la cámara, mientras que Renato y su padre se ocupaban de la maniobra, pensaba todavía en la expresión, a la vez feroz y codiciosa, de aquella mirada; y por más que rechazaba como pueril aquella preocupación, un vago terror se apoderaba de su ánimo.

La noche había cerrado, y el puente del «Alción» estaba desierto. Dos hombres velaban solos: uno en el timón, otro en el castillo de proa. Profundo silencio, el silencio solemne del mar reinaba en torno. Sin embargo, de la escotilla iluminada de la cámara del capitán se elevaban de vez en cuando rumores de voces que venían a interrumpirlo.

Y así pasaron las horas.

El hombre del timón consultó de pronto su reloj, y dejando la barra, fue hacia el del castillo de proa. Acercose al hombre que allí velaba, y:

-La hora ha llegado -dijo quedo. Y deslizándose como una sombra, bajó a la cámara donde dormía la gente, y abrió una linterna sorda que llevaba consigo.

En el mismo instante, de cada hamaca saltó un hombre armado.

-¡Bien! -exclamó Demetrio, que alumbrado por la luz rojiza de la linterna, tenía un aspecto feroz-, bien, camaradas. Estabais listos. Arriba, pues, y a ellos. Para vosotros las riquezas: para mí esa mujer que jure hacer mía desde el momento que la vi. Por ella abandoné la bella «Urca», de sombrías velas, terror del Archipiélago; por ella, disfrazado bajo el vestido de marino calabrés, manejo el timón de esta bicoca, esperando el día que debía traerla a nuestro bordo. Vosotros me obedecéis con el miserable nombre de Demetrio Dandini: ¿qué haréis cuando os diga que soy Cerninio de Lesbos, el jefe de todos los piratas que espuman los mares desde Chipre hasta Cerdeña?

A ese nombre formidable aquellos hombres palidecieron. Más o menos piratas todos ellos, ninguno sin embargo, conocía sino de nombre al terrible corsario tan temido en las costas de Oriente.

Doblada una rodilla y las frentes inclinadas, llevaron la mano al corazón, en señal de homenaje.

El corsario apagó su linterna, y seguido de sus bandidos, ganó la escalera, llegó al puente, y se dirigió a la cámara donde el capitán, su hija y Renato, sentados a la mesa, comenzaban a gustar una cena compuesta de frutas y deliciosos vinos.

-Padre -dijo Elena, sin poder dominar la extraña inquietud que a pesar suyo invadía su ánimo-, ¿por qué has llenado tu barco de griegos?

-Son buenos marineros, hija mía. El isleño del Archipiélago es fuerte y sufrido en el rudo trabajo del mar. Por lo demás, mía no es la culpa. Demetrio reemplazó uno a uno con ellos a los pobres bretones que me arrebató la peste.

Al nombre de Demetrio, Elena se estremeció porque creyó ver al través de la escotilla dos ojos de fuego que la contemplaban entre las tinieblas.

De repente, estrechando con temor el brazo al capitán:

-¡Padre! -murmuró a su oído-, escucha. Se diría que andan sobre el puente.

-Y bien, es el vigía de cuarto que se releva.

Renato, que notó la inquietud de su amada, abrió la puerta, y antes que ella hubiera podido detenerlo, se puso en dos saltos sobre el puente.

En ese momento, sonó la detonación de una arma, escuchose el rumor de una lucha, y luego el ruido que produce un cuerpo al caer en el agua.

-¡Renato! -exclamó la joven, con acento desesperado, abalanzándose a la puerta.

Pero al mismo tiempo cerrola una mano vigorosa y el capitán ebrio de rabia sintió que la echaban barra y cerrojos, dejándolo a él encerrado y en completa inacción. Miró entorno, como una fiera acorralada, y no encontrando salida, armose de una pistola, tomó en brazos a su hija que estaba postrada en tierra casi exánime, sentola en un sitial, se colocó a su lado y esperó.

En el mismo instante el grupo de amotinados rodeó la escotilla.

-¡Capitán! -gritó una voz-, estás en nuestras manos, y nada puede salvarte. El teniente cayó al agua luchando, ¿sabes con quién? con Cerninio de Lesbos, que ya habrá dado buena cuenta de él. Date, pues a razón, entréganos tu hija y el itinerario del «Alción», toma una lancha y lárgate, que no queremos matarte.

Mientras el bandido hablaba, el semblante del capitán se iluminaba gradualmente con los siniestros tintes de un gozo lúgubre.

-¿Has acabado? -gritó.

-Sí, y esperamos.

-¡Pues escuchad! Son las nueve menos diez minutos. Si a las diez no han bajado por esta escotilla quince fusiles, otros tantos puñales y hachas y treinta pistolas, el «Alción» con todo lo que lleva consigo habrá saltado, lo menos media milla sobre el nivel del mar.

Y uniendo a la voz la acción, abrió la trampa que cerraba la santabárbara, colocada al pie de su cama, cogió un botafuego, encendiolo, tomó en la otra mano su reloj abierto, bajó la primera grada del terrible depósito, y gritó:

-¡Va uno!... ¡van dos!... ¡van tres!

Extraños murmullos se oyeron en lo alto; deliberaciones desesperadas, gritos de rabia, de temor; ¡imprecaciones, blasfemias!

Y el capitán de pie sobre la santabárbara, con el botafuego ardiendo en una mano, el reloj en la otra y la frente radiante de una serenidad terrible, gritaba con el acento inexorable del destino.

-¡Cuatro!... ¡cinco!... ¡seis!

Y la superficie de un gran espejo, colocado en la cámara, permitía a los bandidos, verlo en aquella actitud; y la temerosa llama de la mecha que descendía cada vez más bajo la trampa.

-¡Cuatro!... ¡cinco!... ¡seis!

Al escuchar este guarismo de terrible proximidad, una general dispersión se efectuó en el puente, y luego el piso de la cámara se llenó de armas que caían una a una de lo alto de la escotilla.

El capitán las contó con sublime sangre fría, y gritó cuando hubo pasado por sus manos la última pistola.

-¡Franca la puerta, y la gente en su puesto!

La puerta se abrió, y Renato pálido y los vestidos descompuestos destilando agua se precipitó en la cámara.

-¡Elena! -exclamó.

-¡Hela ahí! -díjole el capitán-. Se ha desmayado. Déjala así, y a restituir arriba el orden perdido. ¿Qué fue de ti cuando te separaste de nosotros?

-Demetrio me recibió con un balazo; luché con él, dimos ambos en el agua, y mi puñal fue más afortunado que el suyo...

-¡Dios mío! -exclamó Elena, volviendo en sí de repente-. ¿Renato ha muerto? ¿mi padre ejecutó, acaso, su terrible designio?

-Te dormiste, hija mía, al hacernos los honores de la cena: pero nosotros como galantes caballeros, hemos velado tu sueño, guardándonos de tocar a estos deliciosos manjares.

-¡Es posible! -exclamó la joven, llevando las manos a su frente-. ¿Cómo puede uno soñar así con los vivos colores de la realidad? ¡Oh! yo te he visto, Renato, luchando con un terrible bandido, caer al agua, debatirte y sucumbir bajo sus golpes. A ti, padre mío, de pie ahí, sobre la puerta abierta de la santabárbara, con una mecha encendida en una mano y el reloj en la otra, contando los minutos que nos separaban de la muerte. Y yo presa de una profunda angustia «¡Virgen santa de la Guarda! -exclamé-, consérvame a mi padre y a mi esposo; y si me permites poner el pie en el suelo de esa patria que voy a buscar, mis primeros pasos se dirigirán a tu sagrado templo». ¡Ah! ¿qué ha sido esto? ¿delirio? ¿realidad?

-Una pesadilla, hija mía -díjola el capitán-. ¿Qué hora contaste al comenzar la cena?

-Las diez menos cuarto, padre.

-Has dormido un cuarto de hora. Son las diez. Cenemos...

* * *

Una mañana esplendente de junio, tres viajeros desembarcaban de un bergantín de blancas velas en el muelle de Marsella.

Era un anciano de bigotes canos y marcial continente, un apuesto joven, y una bellísima niña, que realzaba sus gracias con el pintoresco traje de las hijas de la Grecia.

-Por aquí, teniente. Sigamos esta alameda de acacias que conduce al sagrado monte.

-¿Dónde me llevas, padre?

-Al santuario de Nuestra Señora de la Guarda. Recuerdas que hicistes un voto.

-Sí, en aquella horrible pesadilla.

-Esa pesadilla, Elena, fue una realidad.

El postrer mandato

El reinado de los Incas había pasado para siempre; consumada estaba la traición que hiciera caer al último de ellos en un infame lazo. Despojado de su poder, arrancado del solio de sus padres, Atahualpa yacía cautivo en las prisiones de su imperial palacio de Cajamarca.

El desventurado monarca, había visto cada vez estrecharse más en torno suyo, el radio mezquino de esa sombra de libertad que el vencedor aparentaba dejarle. Del círculo amurallado del alcázar al de los ejercicios gimnásticos, que debía servir de medida al oro de su rescate; de allí a las tinieblas de un calabozo, donde, separado de los suyos, dejáronlo solo, cargadas de cadenas sus augustas manos.

-Mi última hora se acerca -dijo, ese día a Hernando, aquel generoso hermano de Pizarro, el solo amigo que su infortunio hallara en aquel cubil de fieras.

-Nada temas -respondió el noble español-, que mientras yo aliente, tu vida es sagrada.

-¡Magnánimo corazón! -replicó el prisionero-: eres solo entre esos hombres feroces, y tus esfuerzos serán vanos... Han resuelto que yo muera, y moriré.

Hase apoderado de mí, al mirarte hoy, una tristeza de siniestro agüero... ¿Qué quiere anunciarme? Lo ignoro: pero de cierto algo funesto me predice...

Un guerrero que entró en el calabozo interrumpió al Inca.

-Hernando -dijo aquel-, el Consejo te encarga la misión de llevar al rey nuestro señor el quinto del botín conquistado, y me envía a ti para prevenirte que el convoy te espera y que debes disponerte a partir.

Hernando volvió hacia el cautivo una dolorosa mirada.

-¿Lo ves? -dijo este-, no me engañaban mis presentimientos: te alejan para darme la muerte.

-¡No! -exclamó el joven-. Aquí y en todas partes yo seré tu guarda. Cerca de ti, mi espada te habría defendido; lejos, reclamaré tus derechos; me arrojaré a los pies de mi rey y demandaré justicia de la dignidad soberana profanada en tu persona.

-¡Generoso amigo! -replicó el prisionero, sonriendo tristemente-, tú no cuentas con que ellos tienen prisa. Cuando hayas llegado cerca de tu dueño, Atahualpa dormirá ya con sus padres en el seno del gran Pachacámac. Además, ¿qué es, pues, este simulacro de vida que me queda? Hanme quitado el trono, la libertad, la familia, la luz... después de esto, morir es un bien; y los que me aman, lejos de lamentar mi suerte, deben regocijarse conmigo porque se aproxima el fin de mis desventuras. Pero antes de alejarte, concédeme una gracia.

-¡Habla! ¿qué puedo hacer por ti?

-¿Tú conoces a Yupanqui, aquel hijo de un cacique inmolado por mi hermano, que yo adopté y que estaba a mi lado cuando era prisionero?

-¿Quién? ¿aquel heroico adolescente que en ese día de iniquidad se arrojó delante de ti, recibiendo en su pecho los sacrílegos golpes que te asestaban?

El prisionero levantó los ojos al cielo, y una lágrima surcó su pálida mejilla.

-¿Él también, como mis más fieles súbditos, habrá perecido?

-No -repuso Hernando-. Cayó acribillado de heridas, y fue hecho prisionero; pero su juventud interesó a mi hermano, que le dio la libertad, después de haber cuidado de su vida.

A estas palabras el semblante del Inca se iluminó, y un rayo de gozo brilló en sus ojos.

-¡Y bien! -exclamó dirigiendo a Hernando una suplicante mirada-, deseo antes de morir, ver a este hijo de adopción; estrecharlo en mis brazos, y enviar con él a mis súbditos, que son también hijos míos, mi postrera voluntad, ¡mis últimos adioses!

-¡Ah! -dijo Hernando con acento de despecho-, si yo partiera con mi hermano el poder como parto los peligros, ni una gota de sangre se habría vertido entre los tuyos y los míos; y tú sentáraste en tu trono todavía; y peruanos y españoles serían una sola nación, una sola familia. Mi hermano es bueno y generoso; mas tiene cerca de sí malos consejeros, que han subordinado a los temores de la religión las decisiones de su política...

Pero al menos, serame dado cumplir tu anhelo: el joven Yupanqui tendrá libre acceso, hasta ti, para recibir tus órdenes y darte cuenta de su ejecución.

Al arrogarme este acto de autoridad en obsequio tuyo, seguro estoy de que, en mi ausencia, mi hermano lo ratificará.

-Noble guerrero -exclamó el Inca, tendiendo a Hernando los brazos encadenados-, ¡que tu Dios y el mío derramen sobre ti la más amorosa de sus miradas! ¡que la patria donde tornas te guarde un tesoro de amor y felicidad!... Y ahora... aléjate, que el ánimo comienza a faltarme, y no quiero que otros ojos que los tuyos miren mi debilidad.

Hernando se apartó del Inca, profundamente conmovido. Por más que procuraba rechazarlo, un lúgubre presentimiento invadía su alma.

Poco después el calabozo se abrió, dando paso a un joven de arrogante presencia, de negros y profundos ojos, que fue a caer a los pies del cautivo, y besó con doloroso fervor las cadenas que aprisionaban sus manos.

-¡Hijo mío! -díjole el Inca atrayéndolo a sus brazos-, el tiempo huye, y la hora avanza. No te entregues a vanos lamentos, cierra el labio, esfuerza el corazón y escúchame.

El joven ahogó un gemido, pasó la mano por su frente y levantando la cabeza, mostró al Inca su bello semblante, triste, pero sereno.

-Heme aquí, padre mío -le dijo-, pronto a ejecutar aquello que te plazca mandarme.

-Escucha -prosiguió el prisionero-. Tú sabes que estos hombres cruentos están devorados por una sed inextinguible de oro, que no se sacia con los inmensos tesoros que, de ese funesto metal, los míos han amontonado a sus pies. Iniciados por algunos traidores en el secreto de la ciudad subterránea, búscanla con feroz codicia. Los caciques que conocen su entrada están en poder suyo; y para vencer su constancia, sujétanlos diariamente a los más atroces tormentos. Hasta hoy han sido fuertes; pero su valor puede sucumbir. Y entonces aquel emporio maravilloso de riquezas acumulado por mis mayores; sus sagrados restos, desde el hijo del Sol hasta mi heroico padre, sacrílegamente profanados, serían el pasto de su inmunda codicia. ¡Oh! ¡Gran Pachacámac! ¡por tu divina luz eso no será! En verdad, yo estoy aprisionado, próximo a morir; pero he aquí, cerca de mí un hombre libre y fuerte...

-¡Habla! padre -interrumpió el joven-, ¿qué debo hacer?

-¡Huye! Para mayor presteza y seguridad, toma nuestra vertiginosa vía de las alturas; corre noche y día, sin detenerte ni aun para mojar tu sediento labio al paso de los torrentes, y llega a la Ciudad Santa antes que la flor de ariruma cogida al atravesar los jardines de este palacio, haya perdido su frescura. Muy niño eras todavía cuando yo te hice ver la metrópoli de los tesoros. ¿Has olvidado su entrada?

-No. Tras el lado occidental del Saxsa-huaman, entre un grupo de cerros peñascosos, en el fondo de una cañada sombreada de molles, álzase aislada una roca negra, que los viejos dicen es un destello de la luna. Su mole oculta la sagrada puerta.

-Haz, en el curso de una noche, levantar sobre ella una montaña, cuya cima alumbrará el primer rayo del sol.

El Inca sacó de su seno una trompa de oro, y entregándola al joven:

-He aquí la pucuna imperial. Su voz tiene el poder de realizar lo imposible. Y ahora, hijo mío, que el Grande Espíritu te ilumine y guíe tus pasos...

El Inca tendió la mano al joven, y velose el rostro con su manto.

Poco después, el hijo adoptivo de Atahualpa corría con pie ligero al través de los aéreos senderos suspendidos sobre dos abismos, que serpentean en las cimas de los Andes. Desde aquel sublime observatorio sus miradas se extendían sobre el encantador panorama de esas montañas; esos valles, esas selvas, esos ríos, esos lagos que se ostentaban rientes a la luz del sol, mientras su dueño yacía en el fondo de un calabozo, cautivo, encadenado. Y lágrimas de dolor y de rabia surcaban las mejillas del joven y regaban su camino...

Un día, a la hora del crepúsculo, cuando el sol desaparecía de la quebrada, dorando solo las cúpulas de la ciudad y la elevada planicie del Rodadero, un viajero, terciado el morral, usado el coturno y el semblante fatigado por un largo viaje, llamó a la puerta de una cabaña. Abriola una hermosa joven que al verlo exhaló un grito de gozo y se arrojó en sus brazos.

-¡Yupanqui!

-¡Suma!

-¡Ah! ¿es un sueño? ¡No! ¡Estoy despierta y te estrecho en mis brazos! Mírame vestida de luto; ¡creíate muerto!...

-Muerto estoy, amada mía -respondió el joven con triste acento-, y vengo a decirte que desatados están ya los lazos de amor que nos unen.

Suma dio un grito de terror y cayó sin sentido a los pies de Yupanqui.

El joven fijó en el rostro de su amada una mirada de dolor; besó su pálida frente, colocó entre sus negros cabellos la flor de ariruma, fresca aun, y se alejó.

Al cerrar de aquella noche, oyose en las alturas de Saxsa-huaman el sonido de una pucuna que tocaba un aire guerrero. A su voz, los habitantes de las quebradas y los moradores de las alturas, prosternáronse con la frente en el suelo: habían reconocido la llamada del Inca.

Enseguida, todos aquellos que podían voltear una onda o blandir un chuzo alzáronse con presteza, armáronse y siguieron la voz del instrumento, que recorría el valle, traspasó las alturas y se detuvo, al fin, en la cañada sombreada de molles sobre la roca negra que los viejos decían ser un destello de la luna.

La multitud se apiñó ansiosa en torno de la roca sobre cuya cima se hallaba un hombre de pie e inmóvil como un fantasma.

-¿Sabéis quién soy yo? -dijo con voz breve.

-¡Un enviado del Inca! -respondió la muchedumbre-. El hijo del Sol habla por tu boca. ¿Qué nos ordenas?

-¿Veis estas cuatro montañas que nos cercan? Sobre esta roca donde siento mis pies, el primer rayo del sol de la mañana alumbrara la cima de la quinta, tan semejante a las otras, que el ojo más penetrante no pueda distinguirla.

A estas palabras la multitud desapareció silenciosa, y la cañada quedó solitaria; y luego, en el mismo silencio volvió a invadirla, no una sino muchas veces, ejecutando, en el curso de la noche, una obra maravillosa.

Al siguiente día, el primer rayo del sol alumbró la cima de la quinta montaña, tan agreste como las otras y, como ellas, cubierta de cactus y musgos seculares.

Al mediar de la venidera noche oyose todavía la pucuna imperial. Los pueblos, después de haber adorado postrados su sacra voz, siguiéronle por las estrechas gargantas de una montaña sombría, en cuya cumbre la trompeta se detuvo al borde de un abismo que los habitantes del valle denominaban con terror, Supai-simi1.

La noche era sombría, y negras nubes cubrían el cielo. En el lejano horizonte alzábase una tempestad cuyos relámpagos alumbraban el inmenso hacinamiento de hombres reunidos en torno del abismo.

La trompa calló, y la voz del enviado del Inca se alzó entre el silencio de la noche.

-Anoche el Inca os ordenó levantar una montaña. ¡Hoy os ordena morir!

El mensajero calló, y la multitud prosternándose, en torno a media voz un himno de muerte.

Y el inmenso grupo comenzó a estrecharse en torno de la profunda sima...

Y, en fin, un relámpago alumbró la cumbre de la montaña desierta y al enviado del Inca, solo, inclinado sobre el negro cráter de Supai-simi.

Como Hernando lo había presentido, como el Inca lo había predicho, la muerte del cautivo estaba decidida; y solo aguardaban, para ejecutarla, que el generoso hermano de Pizarro se hubiese alejado.

Un día, con una mano arrojaron sobre él, el agua sagrada del bautismo, y con la otra presentáronle la sentencia.

Aquella noche, la última que debía pasar entre los vivientes, el desventurado monarca pidió que lo dejaran solo para recoger su espíritu. ¡Vana esperanza! El infame Valverde le impuso su odiosa presencia, importunándolo con las impías amenazas de una condenación eterna.

El prisionero apartaba los ojos del cínico semblante del fraile, para volverlos al rostro divino del Crucificado; y se preguntaba como un Dios de amor podía ordenar tanta iniquidad.

De repente, la puerta del calabozo se abrió y el Inca vio aparecer a Yupanqui.

El joven palideció. Había comprendido con una mirada la situación; y adelantándose, grave y triste, fue a prosternarse a los pies del cautivo.

-Tu voluntad está cumplida -le dijo en el sagrado dialecto de la imperial familia-. La mole de una montaña reposa sobre la entrada de la ciudad subterránea, y muertos están los que piedra a piedra la elevaron.

-Que el gran Pachacámac te bendiga, hijo mío, como te bendice tu padre -exclamó el Inca, posando sus manos sobre la cabeza del joven-. Vete en paz: vuelve a nuestros deliciosos valles, y sé feliz con Suma.

-No, padre -respondió Yupanqui-; la misión que me diste no está cumplida aun.

-¡Qué dices!

-Los caciques han perecido en los tormentos; y los artífices de la montaña en la profunda sima de Supai-simi; pero tu mensajero vive todavía. Su alma es fuerte; mas el rigor de los suplicios puede vencerla. Quitemos, pues, a nuestros verdugos ese placer.

Y sacando de su seno una flecha envenenada, se atravesó el corazón, y espiró sonriendo al prisionero con amor.

El Inca se inclinó sobre el cadáver de su hijo adoptivo, y besó su frente llorando.

-Que arrojen al campo a ese infiel -exclamó Valverde-; y que las aves de rapiña devoren su cuerpo.

Pero una mano misteriosa robó con el cadáver del Inca el de su hijo de adopción.

Una visita al manicomio

I

En el lindo pueblecito