Guerra y emancipación - Abraham Lincoln - E-Book

Guerra y emancipación E-Book

Abraham Lincoln

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Beschreibung

Marx y Lincoln mantuvieron correspondencia al final de la Guerra Civil estadounidense. Aunque los separaban más cosas aparte del Atlántico, coincidían en la causa de los trabajadores libres y en la urgente necesidad de acabar con la esclavitud. Estos escritos señalan el importante papel de los comunistas internacionales en oposición al reconocimiento europeo de la Confederación. Frente a la presuntuosa opinión del Londres liberal de su tiempo, que afirmaba que el verdadero motivo del conflicto eran los aranceles, Marx sabía que la crisis tenía que ver con la esclavitud. Era consciente de que el capitalismo podía fácilmente apoyar e incluso prosperar a costa de ésta y otras formas de servidumbre humana. Sus numerosos escritos sobre la Guerra Civil, lejos de propugnar un socialismo de raza blanca, demuestran una intención universalista: "sólo el rescate de una raza encadenada llevaría a la reconstrucción de un mundo social". Poco después, los ideales del comunismo atrajeron a miles de adeptos por todo EE.UU., y la Asociación Internacional de Trabajadores trató de radicalizar la revolución inacabada de Lincoln promoviendo los derechos de los trabajadores blancos y negros, nativos y extranjeros, contribuyendo a una crítica profunda de los magnates que se enriquecieron con la Guerra, e inspirando una extraordinaria serie de huelgas y luchas de clase en las décadas siguientes.

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Nota a la edición

Andrés de Francisco

Esta edición consta de diez textos de Lincoln, otros diez de Marx y el intercambio epistolar entre Marx (en nombre de la AIT) y Lincoln (quien contesta a través de su embajador en Londres). Como se indica a pie de página en cada capítulo, parte de los textos de Lincoln corresponden a la traducción de J. Alcoriza y A. Lastra de Abraham Lincoln (2005), El Discurso de Gesttysburg y otros escritos sobre la Unión, Madrid: Tecnos. El resto son traducción propia y directa del original en inglés de los Collected Works of Abraham Lincoln. Vol. 3. Ann Arbor, Michigan: University of Michigan Digital Library Production Services, 2001. Respecto de los textos de Marx —artículos suyos (uno en colaboración con Engels) publicados en Die Presse entre 1861 y 1862—, hemos aprovechado la traducción de Paulino García Moya en la edición de Carlos Marx/Federico Engels (1973), La Guerra Civil en los Estados Unidos, I y II, México: Roca; pero la hemos sometido a una revisión sistemática a partir del original alemán de la MEW. Las cartas de Marx en nombre de la Asociación Internacional de Trabajadores y la contestación del embajador americano, Charles Francis Adams, a la primera carta de Marx, son traducción propia a partir del original inglés. En toda la edición, las notas a pie de página en los textos de Lincoln y Marx son notas del traductor, por lo que no se dice explícitamente en cada caso.

Prólogo

Andrés de Francisco

El gran teatro de la política tiene una peculiar propiedad. Ella es que a menudo sus actores cambian de papel, de libreto y de escenario, y al final tanto las retóricas como las ideologías y las estrategias políticas resultan extraordinariamente fluidas y mudables. Abraham Lincoln recuerda uno de esos cambios de escena. Ya antes de la guerra civil americana, el Partido Demócrata fundado por Jefferson se ha olvidado de Jefferson y de aquel principio constitucional según el cual «todos los hombres somos creados iguales».[1] Bien al contrario, en menos de 50 años se ha convertido en el partido de la esclavitud, el partido que prioritariamente defiende los intereses de una exigua oligarquía de propietarios de esclavos y, por lo tanto, promueve su política imperialista de anexión de tierras. Mutatis mutandis, es el Partido Republicano —el heredero de los whigs, de los federalistas liderados por Hamilton y poco amigos de la igualdad democrática— el que retoma aquel principio jeffersoniano y ondea la bandera abolicionista. Los actores han intercambiado sus papeles en el teatro de la política estadounidense de mediados del siglo XIX. A su vez, Marx, el revolucionario del 48, el crítico radical del liberalismo y hasta de los derechos humanos como derechos burgueses, no tiene dudas y está con Lincoln, con el ejército nordista, pese a su industria capitalista, sus bancos y sus sociedades mercantiles. Toma partido desde el comienzo, cuando Europa, también la izquierda europea, tiene dudas sobre si debe apoyar al sur, con su democracia de pequeños granjeros y asambleas participativas, y su principio de soberanía popular.

Marx no se deja engañar. Sabe que el principio de autodeterminación de los pueblos es bueno en abstracto, pero que hay que evaluarlo en concreto. Y esta vez, muy concretamente, ese principio no sirve a los intereses de la libertad y la democracia, sino a los de una minoría de 300.000 propietarios de esclavos, que anhelan servirse del poder estatal para saciar su hambre de nuevas tierras en las que extender sus plantaciones y el sistema esclavista. Bueno, sirve mientras sirve, porque también es socavado cuando socavarlo conviene a los intereses de esos mismos propietarios de esclavos. Así ocurre, en efecto, con la sentencia Dred Scott (1857), que antepone el derecho de propiedad a las leyes estatales, expresiones del autogobierno popular, cuando estas son antiesclavistas. Pero cuando el principio de autogobierno —como en el decreto de Kansas–Nebraska de 1854— abre la puerta a la esclavitud, entonces es un principio incuestionable. El principio de autodeterminación de los pueblos —siempre incuestionable en abstracto— se ha concretado muchas veces en versiones execrables. A él apeló Carl Schmitt para justificar las leyes raciales de Nüremberg, en él se basó el militarismo nacionalista alemán de las dos guerras mundiales del siglo XX. Y, salvando las distancias, desde luego, subyace a lo que hoy en día se ha llamado con acierto el «separatismo de los prósperos».[2] En todos estos casos, la dirección a que apuntan estas concreciones es una dirección particularista, que separa y no une, que excluye y no integra, y que aspira a perpetuar privilegios, étnicos, raciales o simplemente económicos. Es una dirección que rompe con el gran proyecto ilustrado de razón y justicia universal. Stalin no era muy entusiasta de ese proyecto ilustrado y a los que, como Trotsky, defendían causas universales los llamaba despreciativamente «cosmopolitas sin raíces».[3]

En estos textos, como en otros muchos, tanto Lincoln como Marx convergen en un discurso y una estrategia cosmopolitas. Si la esclavitud es mala es porque los negros son seres humanos y comparten una misma humanidad con el resto de seres humanos, sean del color que sean, pertenezcan a un sexo o a otro. En cuanto que seres humanos, negros y blancos, tienen derechos. Y entre ellos, el derecho fundamental a no ser oprimidos. La libertad de la opresión hace humano al ser humano. Por lo tanto, la condición de esclavo es contradictoria con la de humanidad; la esclavitud —dicho de otra forma— animaliza al hombre. Marx, obviamente, va más lejos en esa dirección cosmopolita, pues considera que la abolición de la esclavitud es la antesala de la abolición del trabajo asalariado, el cual, en la tradición europea de la crítica de la economía política, Marx entiende como trabajo esclavo disfrazado de trabajo libre. Marx aspira a la emancipación del mundo del trabajo —digo «mundo» para recalcar su dimensión universal—; de hecho, rescata del baúl filosófico de su juventud el término Emanzipation, que había quedado apartado de su léxico revolucionario, y con esa bandera entiende que la causa del norte es la causa de la humanidad, porque es la causa de la libertad. Por eso para él la guerra de secesión americana no es una guerra cualquiera sino un punto de inflexión en la historia de la humanidad como tal. Y como los ejércitos de Lincoln vencen, Marx no reprime estas palabras: «La razón triunfa, pese a todo, en la historia universal».[4]

La convergencia cosmopolita con Lincoln se facilita por las comunes convicciones republicano–democráticas de ambos. Lincoln, en efecto, recuerda en su conmemoración de Jefferson, que el Partido Republicano antepone los derechos del hombre a los derechos de la propiedad. Ningún hombre puede ser propiedad de otro, ningún derecho de propiedad debe concluir en un derecho de opresión. Porque eso es despotismo. No solo la propiedad no da derecho a oprimir a otro hombre; tampoco la voluntad lo da, por más popular y democrática que sea dicha voluntad. En verdad, el meollo filosófico–moral de la guerra civil americana queda perfectamente encerrado en un triángulo cuyos vértices son el derecho humano y personal a la libertad de la opresión, el derecho de propiedad individual y el derecho al autogobierno democrático. Lincoln, claramente, ciñe los dos últimos a la primacía del primero, y hace de la abolición de la esclavitud una cuestión de derecho natural. Marx acompaña en ese tramo a Lincoln, y sigue por su cuenta en una dirección revolucionaria o democrático–radical. Es la vía que une la abolición de la esclavitud con la emancipación del trabajo asalariado, y hace del derecho a la libre existencia de todos un derecho fundamental que ningún otro derecho, individual o colectivo, puede comprometer.

En uno de esos clichés decantados por la inercia académica, tan exenta de fibra intelectual, se nos repite aquello de que Max Weber habría complementado a un Marx demasiado materialista, rescatando a las ideas, la cultura o la religión como factores explicativos del cambio social, como motores de la historia. Aquí vemos a un Marx —lo vemos en muchos otros lugares— que hace añicos ese cliché, el cual por lo demás simplifica y deforma tanto a Weber como a Marx. La guerra de secesión es una guerra moral, guiada por principios morales. Eso no quiere decir que las partes no tengan otros intereses. Que sea una guerra moral, no quiere decir que la libren ángeles y querubines. Lincoln quiere la Unión antes que la abolición de la esclavitud, y defiende la libertad del trabajo o la política arancelaria favorable a los industriales del norte; los secesionistas del sur quieren mantener su modus vivendi y sus privilegios. Hay intereses materiales y simbólicos implicados. Naturalmente. Pero la guerra de secesión es una guerra moral porque la cuestión de la esclavitud está en su núcleo. Esta —dice Marx— es una guerra «esencialmente de principios».[5] Por eso, tiene alma.[6]

Ahora bien, la revolución que inició de la mano de la abolición de la esclavitud —la emancipación del mundo del trabajo— es una revolución inacabada. Siglo y medio después de la guerra civil americana, la concentración oligárquica de la riqueza es mayor que nunca, y la plutocracia internacional gobierna un mundo en que los derechos humanos, civiles y sociales, lejos de anteponerse a los sacrosantos derechos de propiedad, son crecientemente vulnerados, cercenados o pisoteados por ellos. El proyecto emancipatorio de un mundo armonioso de ciudadanos libres e iguales parece hoy día en quiebra o muy alejado del presente. Pero es el proyecto que —con todas sus diferencias— compartieron Lincoln y Marx.

[1]Véase A. Lincoln (1859), «Carta a Henry L. Pierce y otros», en esta edición.

[2]Tony Judt (2005), Posguerra, Madrid: Taurus, p. 1008.

[3]Robert Service (2005), Stalin: a Biography, Londres: Macmillan, p. 576.

[4]Véase K. Marx (1862), «Comentarios sobre los acontecimientos norteamericanos», en esta edición.

[5]Véase Karl Marx (1862), «Asuntos americanos», en esta edición.

[6]Véase Karl Marx (1862), «Crítica de los asuntos americanos», en esta edición.

Introducción

Karl Marx y

Abraham Lincoln:

Una curiosa

convergencia[7]

Robin Blackburn

(Universidad de Essex)

[7]Este artículo está basado en una conferencia para el bicentenario del nacimiento de Lincoln impartida como parte de una serie organizada por el Departamento de Historia de Illinois en Urbana–Champaign en 0ctubre de 2009. Quisiera agradecer a David Levine y sus colegas su invitación así como sus múltiples y útiles comentarios (aunque naturalmente quedan absueltos de toda responsabilidad por los juicios o errores particulares). Traducción de Andrés de Francisco.

Karl Marx y Abraham Lincoln mantuvieron actitudes diametralmente opuestas respecto de lo que entonces se llamaba la «cuestión social». Lincoln representó felizmente a las corporaciones ferroviarias en calidad de abogado. Como político, era un paladín del trabajo asalariado libre y de la revolución mercantil. Karl Marx, por el contrario, era un enemigo declarado del capitalismo, e insistía en que el trabajo asalariado era en realidad esclavitud asalariada ya que el trabajador se veía forzado por la necesidad económica a vender su distintivo atributo humano —su fuerza de trabajo— si no quería ver a su familia afrontar rápidamente el hambre y la falta de techo.

Huelga decir que la crítica de Marx al capitalismo no niega que tenga rasgos progresivos, y la defensa de Lincoln del mundo empresarial no se extendía a los negocios cuyos beneficios se derivaban directamente de la posesión de esclavos. Ambos situaban un concepto de trabajo no recompensado en el centro de su filosofía política, y ambos rechazaban la esclavitud en razón de que era intensivamente explotadora. Lincoln creyó su deber defender la Unión, la cual consideraba como un experimento providencial en el terreno de la democracia representativa que había que defender por cualesquiera medios al alcance. Marx concebía la república democrática como la forma política que permitiría a la clase obrera desarrollar su capacidad de liderar a la sociedad en su conjunto, y ello pese a que veía muchas limitaciones en las instituciones políticas de los Estados Unidos. Con su «corrupción» y sus «farsas» dieron un barniz popular al gobierno de los ricos, con privilegios especiales para los propietarios de esclavos. Lincoln creía que la Constitución de los Estados Unidos tenía recursos sobrados para enjaular y contener al «poder esclavista», hasta que llegara el momento en que fuera posible finiquitarlo.

En este texto quisiera analizar por qué dos hombres que pertenecían a mundos tan diferentes y tenían perspectivas contrarias, coincidieron no obstante en un tema de importancia histórica e incluso hicieron que esos mundos tuvieran mutuamente un contacto fugaz. Me propongo escudriñar las opciones y las oportunidades que la Guerra Civil ofreció a Marx y a los partidarios de la Internacional tanto en Europa como en los Estados Unidos. La Guerra Civil y su inmediata secuela tuvo mayor impacto en Marx de lo que a menudo se piensa; y asimismo las ideas de Marx y Engels tuvieron mayor impacto en los Estados Unidos, un país célebre por su impermeabilidad al socialismo, de lo que normalmente se admite.

Es desde luego harto sabido que Karl Marx era un partidario entusiasta de la Unión en la Guerra Civil americana y que, en nombre de la Asociación Internacional de Trabajadores, redactó un mensaje de apoyo a Abraham Lincoln con ocasión de la reelección de este en 1864 y que el embajador de los Estados Unidos en Londres transmitió una respuesta cortés aunque muy breve de parte del presidente.[8] Pero los antecedentes y las implicaciones de este intercambio apenas se han tomado en consideración.

Hacia finales de 1864 los liberales y los radicales europeos empezaron a apoyar al norte, pero Marx lo había hecho desde el principio. Para empezar, la causa del sur atraía de forma clara a liberales y radicales, en parte porque muchos de ellos desconfiaban de los Estados fuertes y defendían el derecho de las naciones pequeñas a la autodeterminación. El propio Lincoln insistía en 1861 en que el norte luchaba por defender la Unión, no por liberar a los esclavos. Muchos liberales europeos estaban impresionados por el hecho de que las secesiones las habían llevado a cabo asambleas razonablemente democráticas. Hay que reconocer que los esclavos del sur no contaban en absoluto, pero entonces muy pocos negros en los Estados leales tenían voto alguno, y muchos seguían siendo esclavos. También había corrientes minoritarias en el movimiento obrero y socialista europeo que preferían el agrarismo sureño a la sociedad comercial del norte.

Si la Guerra Civil no era sobre la defensa de la esclavitud, entonces el puro argumento unionista carecía de fuerza. La opinión progresista en Europa no se alteró lo más mínimo cuando Bélgica se separó de Los Países Bajos en 1830 o, más tarde, en 1905, cuando Noruega se escindió de Suecia. Si los Países Bajos o Suecia hubieran recurrido a la guerra para defender esas uniones habrían sido condenados por doquier. El propio Marx denunció la dominación británica de Irlanda contra los deseos de su pueblo.

En diciembre de 1860, Horacio Greeley, el editor radical del New York Tribune, un periódico en el que Marx colaboraba con frecuencia, declaró que la secesión estaba mal pero que no debería resistirse por medios militares. Abolicionistas veteranos tales como Frederick Douglas, Wendell Phillips y William Lloyd Garrison aceptaban la secesión porque creían que debilitaría el funesto poder que la esclavitud tenía sobre el Estado federal. Para muchos fuera de Norteamérica, la actitud hacia la guerra dependía ampliamente de si se la consideraba un conflicto en el que estaba en juego principalmente la esclavitud. Algunos miembros del gobierno británico se inclinaban a reconocer a la Confederación y, de haberlo hecho, habría supuesto un gran espaldarazo para el sur. Pero a partir de 1807, cuando Gran Bretaña hubo abolido su comercio atlántico de esclavos, el gobierno británico hizo de la supresión del tráfico esclavista un punto central de la Pax Britannica. Cuando Lord Palmerston, como ministro de exteriores o como primer ministro, negociaba un tratado de libre comercio con un Estado atlántico lo acompañaba invariablemente con un convenio de prohibición del comercio de esclavos. Si se hiciera patente que la Confederación en realidad luchaba simplemente por defender la esclavitud sería extraordinariamente difícil que el gobierno de Londres la reconociera.

Marx como crítico de las explicaciones económicas de la guerra

Desde el principio, Marx desdeñó profundamente a los que apoyaban lo que él entendía era básicamente una revuelta de propietarios de esclavos. Insistió en que era bastante erróneo decir, como algunos decían, que se trataba de una disputa sobre política económica. Resumiendo lo que consideró era la obstinada visión adoptada por influyentes voces británicas, escribió:[9]

La guerra entre el norte y el sur [dicen] no es más que una simple guerra de aranceles, una guerra entre un sistema proteccionista y otro librecambista, en la que Inglaterra se pone, naturalmente, del lado de la libertad comercial... Le estaba reservado al Times hacer este brillante descubrimiento, aplicándose el Economist [de Londres] a desarrollar el tema en detalle. ¡Ciertamente [sostenían], todo sería muy distinto si esta guerra se librase por la abolición de la esclavitud!, pero [afirman]... esta guerra nada tiene que ver con la cuestión de la esclavitud.[10]

Entonces, como ahora, The Economist era una publicación quintaesencialmente liberal.

Marx optó sin vacilaciones por el norte, pero ello no significaba que no fuera consciente de sus graves defectos como bandera del trabajo libre. Atacó abiertamente la timidez de sus generales y la venalidad de muchos de sus servidores públicos. No obstante, vio la Guerra Civil como un punto de inflexión decisivo en la historia del siglo XIX. Una victoria del norte sentaría las bases para la emancipación de los esclavos y supondría un gran paso adelante para la causa de los trabajadores a ambos lados del atlántico. El apoyo al norte era una cuestión vital, a su entender, y resultó primordial en sus esfuerzos por construir la Asociación Internacional de Trabajadores.

La opción política de Marx surgió de un temprano análisis de las raíces de la guerra, que se negaba a definir en los términos inicialmente adoptados por los propios contendientes. La conocida convicción de Marx según la cual la política echa raíces en relaciones sociales antagónicas lo llevó a centrarse en las propiedades estructurales de las dos secciones, y en el surgimiento a partir de ahí de intereses y formas de vida social contradictorios. Marx y Engels estaban bastante bien informados sobre la evolución de los acontecimientos norteamericanos. Muchos de sus amigos y camaradas habían emigrado a los Estados Unidos en los años de reacción que siguieron al fracaso de las revoluciones democráticas europeas en 1848. Con pocas excepciones, esos émigrés fueron al norte, especialmente al noroeste, no al sur. Marx y Engels mantuvieron una intensa correspondencia con los émigrés, leían sus periódicos y escribían para ellos.

Ambos eran bien conscientes de la posición privilegiada de los propietarios de esclavos en la estructura del Estado norteamericano, pero pensaban que estaba amenazado por el crecimiento del norte y el noroeste. La elección de Lincoln era una amenaza para el dominio sureño de las instituciones centrales de la república, tal cual se manifestaba en los fallos del Tribunal Supremo, en los alineamientos del Congreso, en la legislación sobre esclavos fugitivos y en los decretos represivos. En julio de 1861 Marx escribía a Engels: «He llegado a la conclusión de que el conflicto entre el sur y el norte —este no ha hecho más que retroceder en los últimos 50 años, haciendo una concesión tras otra— por fin ha llegado a un punto crítico… debido al peso que el extraordinario desarrollo de los Estados del noroeste ha puesto en la balanza. La población allí, con su rica mezcla de alemanes e ingleses recién llegados y, más aún, compuesta en su mayoría de granjeros que trabajan para sí mismos, no se dejaba por supuesto intimidar tan fácilmente como el caballero de Wall Street y los cuáqueros de Boston».[11]

Habría sido deseable ver esto expresado de una forma algo más delicada y elogiosa —los cuáqueros mostraron un gran coraje en su resistencia a los propietarios de esclavos— pero es bastante cierto que muchos de los alemanes e ingleses que buscaron refugio en los Estados Unidos después de 1848 trajeron consigo un radicalismo secular que cambió y fortaleció la causa antiesclavista en los Estados Unidos ampliando su base de apoyo. Antes de considerar la naturaleza de lo que podríamos llamar el correctivo alemán, será útil que nos detengamos en la evolución del análisis de Marx.

La premisa clara del argumento de Marx es que el norte se estaba expandiendo a mayor velocidad que el sur, como de hecho así era. Pero Marx sostiene que es el sur el que está urgido por la necesidad de expandirse territorialmente. La expansión territorial del norte y el noroeste, como muy bien sabía Marx, era el reflejo del trascendental proceso de industrialización capitalista. El sur podía hablar del «Rey Algodón», pero la verdad era que el crecimiento sureño en absoluto tenía una base tan amplia como el del norte. Las exportaciones de algodón crecieron, pero poco más.

En opinión de Marx, el sur tenía tres motivos para la expansión. En primer lugar, su agricultura era extensiva así que los colonos andaban permanentemente en busca de nueva tierra. En segundo lugar, los Estados esclavistas necesitaban mantener su poder de veto en el Senado, y para este fin necesitaban acuñar nuevos Estados esclavistas al mismo ritmo en que eran reconocidos los nuevos Estados «libres». En tercer lugar, la numerosa clase de inquietos jóvenes blancos impacientes por hacer fortuna persuadió a los líderes de la sociedad sureña de que debían encontrarles una salida externa si no querían que terminaran causando problemas en casa.[12]

Por sí mismo, el argumento de que había escasez de tierra en el sur tiene una validez limitada. La construcción de más líneas férreas podría haber puesto más tierras en cultivo. Alternativamente, los colonos podrían haber hecho un mejor uso de los fertilizantes, como hicieron los plantadores en Cuba. Si había escasez, era una escasez de esclavos, en relación al auge de la economía de plantación de algodón de la década de 1850.

Combinado con el punto tercero —la masa de impacientes filibusteros— el argumento de la escasez cobra más fuerza. No había una escasez absoluta de tierra y esclavos, pero era lo único que los colonos podían ofrecer a sus hijos. Los blancos del sur tenían grandes familias y había excedente de «hijos jóvenes» que querían abrirse camino en el mundo. En la década de 1850 estos jóvenes —con lo que Marx llamó sus «turbulentas nostalgias»— se habían visto atraídos al «filibusterismo» —expediciones dirigidas a Cuba y Nicaragua— al igual que otros aventureros parecidos habían buscado gloria y fortuna en Texas y México. Sus padres no siempre aprobaban sus métodos oportunistas pero sí veían el atractivo de adquirir nuevas tierras.

Sin duda, el argumento más contundente de Marx era el que se refería a factores políticos: «Para mantener su influencia en el Senado y, a través del Senado, su hegemonía sobre los Estados Unidos, el sur ha menester de crear incesantemente nuevos Estados esclavistas. Ahora bien, esto solo es posible conquistando países extranjeros —por ejemplo Texas— o transformando los territorios pertenecientes a los Estados Unidos, primero en territorios de esclavos, y luego en Estados esclavistas»[13] Marx concluía: «Como se ve, todo el movimiento reposaba —y todavía reposa— sobre el problema de los esclavos. Es cierto que no se trata directamente de emancipar —o no— a los esclavos en el seno de los Estados esclavistas existentes; se trata, antes bien, de saber si veinte millones de hombres libres del norte van a dejarse dominar más tiempo por una oligarquía de trescientos mil propietarios de esclavos».[14]

Como ciencia social y como periodismo esto podría resultar impresionante, pero no le permitía a Marx sacar la conclusión política que buscaba. La subordinación política de los norteños no era el equivalente de la esclavitud e incluso podría verse aliviada con la secesión del sur. Marx además insistía en que era una locura imaginar que los propietarios de esclavos quedarían satisfechos con el reconocimiento norteño de la confederación. Antes bien, eso abriría la puerta a un sur agresivo que pugnaría por incorporar los Estados fronterizos y asegurar la hegemonía esclavista en toda Norteamérica. Recordaba a sus lectores que fue bajo el liderazgo del sur como la Unión había intentado introducir «la propaganda armada de la esclavitud en México, América Central y el sur.»[15] La anexión de la Cuba española, con su floreciente sistema esclavista, siempre había sido un objetivo sureño.

Lo que Marx pensaba y sostenía verdaderamente era que dos sistemas sociales se enfrentaban mutuamente, el sistema de esclavos y el sistema del trabajo libre: «La lucha ha estallado porque los dos sistemas no pueden coexistir en paz por más tiempo sobre el continente norteamericano. Esa lucha solo puede terminar con la victoria de uno o del otro.»[16] En esta lucha mortal el norte, por muy moderadas que fueran sus inclinaciones iniciales, al final, se vería empujado a tomar medidas revolucionarias.

Marx creía que el modelo de Estado pretendido por los propietarios de esclavos del sur era muy diferente de la república a la que aspiraban los norteños. No desgranó todas sus razones, pero sobre esto estaba esencialmente en lo cierto. Los propietarios de esclavos del sur querían ver un Estado federal que preservara la propiedad esclavista, que devolviera a los esclavos fugitivos e impidiera sus fugas, tal como se establecía en la Ley de Esclavos Fugitivos de 1850, que permitiera a los sureños acceder a una porción equitativa de los territorios federales. Los colonos estaban felices con el modesto tamaño y las escasas competencias del Estado federal de Estados Unidos antes de la guerra, pues ello suponía impuestos reducidos y poca o ninguna interferencia en su «peculiar institución». No querían ni aranceles altos ni mejoras internas onerosas. Ahora bien, esta visión restringida del Estado venía acompañada de disposiciones que afectaban a las vidas de los ciudadanos de los Estados del norte incluso en aspectos íntimos. La Ley de Esclavos Fugitivos de 1850 exigía que todos los ciudadanos cooperaran con las autoridades federales para aprehender a los huidos. En la opinión del sur, los propietarios de esclavos deberían tener la libertad de llevar esclavos a los territorios federales, algo que los emigrantes de los Estados del norte veían como una intrusión injusta y desagradable, ya fueran antiesclavistas o simplemente anti–negros. Los sureños también querían la censura del correo federal, negando su uso para la literatura abolicionista. Apoyaban una política exterior que promoviera futuras adquisiciones aptas para el desarrollo de las plantaciones. Lo que no querían era un Estado con el poder de intervenir en los especiales arreglos internos de los propios Estados esclavistas. Para ellos un presidente republicano, con el poder de nombrar a miles de funcionarios federales en los Estados del sur y con ninguna intención de suprimir a los abolicionistas radicales, suponía un gran peligro.

En su calidad de Whig crecido en Kentucky y el sur de Illinois, Lincoln estaba bastante familiarizado con las tensiones de las tierras fronterizas entre el sur y el norte. Él y su esposa tenían parientes cercanos que poseían esclavos, y uno de ellos —un tío de su esposa— poseía cuarenta y ocho. Lincoln estaba dispuesto a reconocer los derechos legales y constitucionales de los propietarios de esclavos, pero a la vez rechazaba el repertorio de ilegalidades en el comportamiento de los propietarios de esclavos y sus aliados del norte. En su primer gran discurso, pronunciado en 1838 en el Liceo de la Juventud de Springfield, denunció los linchamientos de negros y el asesinato de un editor abolicionista. Estos sucesos violaban el imperio de la ley que debería ser la «religión política» de todo ciudadano.[17] También insistió en que sería perfectamente constitucional que el Congreso prohibiera la esclavitud en el distrito federal de Washington. Lincoln creía que deberían encontrarse los medios para la emancipación gradual de los esclavos, con compensación a sus propietarios y ayudando a los otrora esclavos a establecerse en África. Algunos propietarios de esclavos, Henry Clay notablemente, un hombre al que Lincoln admiraba enormemente, abogaban por lo que se conocía como la «colonización» de los afro–americanos, tratándolos como extranjeros en la tierra en la que la mayoría de ellos había nacido. El apoyo de Lincoln a la colonización lo separaba de las principales corrientes del abolicionismo, pero su compromiso con la integridad del Estado federal, su temprana desaprobación de la ilegalidad de los defensores de la esclavitud, y su rechazo de la demanda de trato especial por parte de los propietarios de esclavos, eran todos temas señalados que, de una forma más desarrollada, serían asumidos por el Partido Republicano en la década de 1850. A diferencia de los radicales, no fulminaba al «poder esclavista», pero sí alimentaba un nuevo ideal más exigente de nación y de república. Mientras que el sentimiento nacional estadounidense anterior a la guerra difería del de los propietarios de esclavos, los republicanos patrocinaban una nueva visión de la nación que desafiaba la creciente inclinación al excepcionalismo del sur.

Marx no comparó directamente las pretensiones de norte y sur como nacionalismos en competencia. En lugar de ello, cuestionó que el sur fuera una nación. Escribió: «“El sur”, sin embargo, no es ni un territorio geográficamente bien diferenciado del norte ni una unidad moral. No es un país en absoluto, sino una divisa de combate».[18] Estando mucho más cerca de la situación que Marx, muchos compartían el mismo juicio en los años anteriores a 1861, pero pronto tuvieron que reconocer que la Confederación de hecho adquirió rápidamente muchos de los símbolos ideológicos de una nación completa con una pretendida «unidad moral» basada en la exaltación de la raza y los valores de una sociedad esclavista, y en la convicción de que los sureños blancos eran los verdaderos americanos. Sus valores eran una extraña mezcla de patriotismo y paternalismo tradicionales y —solo para los blancos— de libertarismo. Cientos de miles de sureños blancos que no poseían esclavos, sin embargo pelearon y murieron por la rebelión en el convencimiento de que la Confederación era la encarnación de sus privilegios raciales y de su civilización rural. Los rebeldes luchaban por una causa que representaba una forma de vida. Dentro de la Unión, la mayoría de los propietarios de esclavos defendían una tributación mínima y amplios derechos «estatales». La masa de blancos sureños sin esclavos no solo tenía el voto sino que además disfrutaba de la «libertad de la pradera», es decir, que podían pastorear a sus animales y cazar en las vastas extensiones de tierra pública y de tierra privada inculta. Estos privilegios les permitían vivir, como ellos decían, «a lo grande», cazando jabalíes y entreteniéndose con otros juegos. Engels le hizo ver a Marx que el movimiento secesionista tenía respaldo popular en gran parte del sur.[19] Por supuesto, los negros estaban excluidos del proceso político, pero también lo estaban en la mayor parte del norte.

El nacionalismo sureño en sí mismo respondía a, y estimulaba, el nacionalismo unionista o yanqui. Las nuevas prensas a vapor vertieron un torrente de periódicos, revistas y novelas, que evocaban imaginarias comunidades rivales.[20] El capitalismo impreso se hizo aún más dinámico gracias a las comunicaciones por cable y por vía férrea. Mientras que La Cabaña del Tío Tom de Harriet Beecher Stowe provocó las lágrimas del lector del norte, a los sureños les pareció un grotesco libelo. La comunidad imaginaria del norte no podía acoger al propietario de esclavos, no digamos ya al tratante de esclavos. La del sur caía presa del miedo y la indignación ante el abolicionista y el editor radical de periódicos, con sus calumnias contra el honor sureño y su apoyo abierto a las fugas y la resistencia de los esclavos. El que ambos imaginarios nacionales incompatibles desempeñaran un papel en el desencadenamiento del conflicto en absoluto resta importancia a la discrepancia de fondo entre dos formaciones sociales que dieron origen a tales imaginarios.

Que la Guerra Civil fue un «conflicto irreprimible», que sus raíces están en los dos diferentes regímenes laborales de las dos secciones, y que cristalizó en imágenes opuestas de la buena sociedad, no son proposiciones novedosas. Han sido muchos los que han sostenido versiones parecidas, entre ellos, historiadores tan notables como David Potter, Don Fehrenbacker, Eric Foner, Eugene Genovese y John Ashworth.[21] Los marxistas que han estudiado los orígenes de la Guerra Civil norteamericana han tendido a considerar, como el propio Marx, que el conflicto no remitía a intereses económicos rivales sino a los presupuestos políticos e ideológicos más amplios del orden social de las dos secciones. De hecho, los fabricantes y comerciantes de Europa y del norte no tenían ningún reparo en hacer negocios con los plantadores del sur. El enfrentamiento nacía más bien del evidente antagonismo de clase entre los propietarios de esclavos y los trabajadores libres o independientes. Los ideólogos del sur consideraban que los trabajadores asalariados del norte padecían una humillante dependencia, en comparación con la «libertad de la pradera» y el reconocimiento de que disfrutaban los blancos del sur. La «ideología del trabajo libre» de los antiesclavistas y republicanos del norte, por el contrario, hacía hincapié en que el laborioso trabajador del norte tenía la perspectiva de convertirse en un artesano, un pequeño empresario, un profesional o un granjero. La disponibilidad de tierra para asentamiento en los territorios federales era parte de esa promesa. La disponibilidad de una buena educación pública también ayudaba a dotar de realidad a la perspectiva de movilidad social y desarrollo artesanal. Los valores sureños tales como el valor marcial, el patriotismo y el honor se enfrentaban a los ideales norteños de desarrollo e industria, porque las relaciones sociales que los producían demandaban estructuras políticas diferentes para mantenerse y reproducirse.

La idea de que los nacionalismos rivales desempeñaron su papel surge por extensión de esas concepciones, pero Daniel Crofts señala la dificultad de precisar el momento exacto de su nacimiento:

Resulta tentador proyectar sobre los meses prebélicos los apasionados nacionalismos que surgieron a mediados de abril [1861]. Hacerlo no sería un completo error, pero invitaría a la distorsión. Los irreconciliablemente antagonistas norte y sur descritos por historiadores como Foner y Genovese eran mucho más fáciles de detectar después del 15 de abril. Entonces, y solo entonces, pudieron los norteños empezar a pensar en términos de un conflicto instado en nombre de «los intereses generales del auto–gobierno» y las esperanzas de la humanidad y los intereses de la libertad entre todos los pueblos por los siglos de los siglos.[22]

Pero los términos citados en esta interpretación conceden demasiado a la retórica unionista. El objetivo bélico de la Unión era con toda sencillez la preservación de la Unión, no «los intereses del auto–gobierno», una idea a la que también se adhería la Confederación. Ambos nacionalismos rivales tenían un carácter marcadamente expansivo, siendo el unionista continental en esta fase mientras que la Confederación ansiaba nuevos territorios esclavistas hacia el sur (sobre todo Cuba) y hacia el oeste. El conflicto era pues un conflicto entre imperios rivales y no solo entre nacionalismos en competencia.

El sentimiento nacional no hace buena la opresión. Lincoln había enunciado principios que tenían una relación directa con el derecho a la auto–determinación del sur cuando declaraba lo siguiente:

La doctrina del autogobierno es correcta —absoluta y eternamente correcta—, pero no tiene una aplicación justa como aquí se pretende. O tal vez debería decir que la justa aplicación depende de si un negro es o no es un hombre. Si no es un hombre, en ese caso, el que lo sea puede, en virtud del autogobierno, obrar con él como le plazca. Pero si el negro es un hombre, ¿no es en tal sentido una destrucción del autogobierno decir que tampoco él se gobernará a sí mismo? Cuando el hombre blanco se gobierna a sí mismo, tenemos el autogobierno, pero, cuando se gobierna a sí mismo y también gobierna a otro hombre, eso es algo más que autogobierno, eso es despotismo. Si el negro es un hombre, ¿por qué me enseña entonces mi antigua fe que «todos los hombres han sido creados iguales» y que no puede haber derecho moral alguno en relación con que un hombre esclavice a otro?[23]