Hambre - Juan Ramón Vera - E-Book

Hambre E-Book

Juan Ramón Vera

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Beschreibung

En la ciudad de Iq, cada semana reportan la desaparición de una niña, quien después es hallada con terribles mutilaciones. El fiscal Leal asume la responsabilidad de resolver el caso mientras arrastra su humanidad plagada de debilidades, heridas y torpezas. Para detener el terror que abruma el lugar, se ve obligado a echar mano de herramientas que rayan en lo fantástico y lo absurdo, en lo raro y lo escabroso. Y ese terror es producto del Hambre (Hambre en cursiva) que yace en todos, pero que se torna incontenible en los abusados, los abandonados, los rechazados, los desposeídos.

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©️2022 Juan Ramón Vera

Reservados todos los derechos

Calixta Editores S.A.S

Primera Edición Febrero 2023

Bogotá, Colombia

 

Editado por: ©️Calixta Editores S.A.S 

E-mail: [email protected]

Teléfono: (571) 3476648

Web: www.calixtaeditores.com

ISBN: 978-628-7631-04-5

Editora en jefe: María Fernanda Medrano Prado

Editor: Alvaro Vanegas

Corrección de estilo: Tatiana Jiménez

Corrección de planchas: Julián Herrera Vásquez

Maqueta e ilustración de cubierta: David Avendaño @art.davidrolea

Diagramación: David Avendaño @art.davidrolea

Impreso en Colombia – Printed in Colombia 

Todos los derechos reservados:

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

Contenido

AGRADECIMIENTOS 7

Pesadillas 13

Realidades 49

Revelaciones 99

Cuento de Luis 99

Cuento de Gloria 117

Hambre 143

AGRADECIMIENTOS

Adriana, mi esposa, aún ve algún potencial de escritor en mí. Le agradezco por eso, porque le sería imposible animarme si no fuera cierto.

A Julieta, mi hija, de quien

el silencio es mágico y poderoso,

como el silencio

de las palabras escritas.

«Si me das tu nombre, pequeño, yo te haré fuerte como un roble», le dijo el monstruo al príncipe del castillo.

«Si logras que me recupere y me haces un niño sano y fuerte, mi nombre es tuyo», replicó el príncipe enfermo.

Y así fue como el monstruo se introdujo en el interior del príncipe. Y éste se curó milagrosamente.

El rey estaba de lo más contento.

«¡El príncipe se ha curado! ¡El príncipe se ha curado!», se regocijaron todos.

Al monstruo le gustó el nombre del príncipe. Y la vida en el castillo le gustó también. Por eso, y aunque se moría de hambre, hizo esfuerzos por contenerse. Un día tras otro, cuando el hambre le acechaba, el monstruo se contenía y esperaba paciente a que pasara.

Pero un día el hambre era tan acuciante que el monstruo no pudo más.

«¡Mírame, mírame, mira qué grande se ha hecho el monstruo en mi interior!»

Y entonces se comió al rey y a toda la corte de una sentada.

Grush, grussh, ñam, ñam, gruupmf, grupmf... ¡plaf!

El Monstruo sin nombre, Franz Bonaparta

Pesadillas

Casi siempre tenía ojeras. Eran tan frecuentes que todos los compañeros de la universidad y, después, del trabajo, pensaban que hacían parte natural de su rostro. Pero no, no eran naturales. Sus ojos negros estaban suspendidos en esas cuencas que parecían hechas para otros más grandes y la causa de ello era el insomnio. Muy pocas personas visitaron su pequeño apartamento de soltero, y de ellas, casi nadie se percató de que la pequeña caneca para papeles, junto a su escritorio, hedía a cafeína y se la pasaba atestada de envases de energizantes.

Rara vez sumaba más de cuatro horas de sueño, entre pequeñas siestas y las dos o tres horas de la noche, desperdigadas en trozos dispares y diminutos. Él las sumaba para convencerse de que el insomnio no lo estaba matando. Lograba dormir siete horas un par de veces por año. En esos momentos, el cuerpo se lo agradecía, pero su mente no.

Al despertar, lo atormentaban criaturas imposibles y retorcidas, quelo acompañaban en visiones durante el día.

«Teresita…».

Las visiones lo llevaban a los recuerdos y los recuerdos lo llenaban de un dolor insuperable, aunque fueran imágenes lejanas y difusas.

La memoria escabrosa que lo ligaba a ella engendraba pesadillas que lo atacaban durante el poco tiempo de sueño, completando un ciclo, un ciclo que barrenaba su alma.

Había vivido así desde sus diez años cuando sucedió. A los dieciocho llegó a la ciudad. Llevaba diez entre universidad y trabajo, cuando llegó una pequeña familia a vivir en el mismo piso de su apartamento. A ella pertenecía una niña de dos años que le recordaba a Teresita. La viveza de sus ojos y el esplendor de su risa. La niña intentó demostrarle simpatía un par de veces, pero él la rechazó, lo que causó franco desagrado en la madre.

La evitaba porque cada vez que la veía, el insomnio se acrecentaba. Y si lograba dormir, las pesadillas eran insoportables. Y si estaba despierto, las aterradoras criaturas de sus visiones parecían tener poder sobre lo físico, sobre su escaza carne y sus huesos.

A los diez días de haber llegado la vecinita, logró dormirse poco antes del amanecer. Cuando despertó, no lo hizo en su cama y vio que no había estado durmiendo. Su razón se desencajó al ver a la vecinita debajo de él, muerta, horrorosamente muerta. Sintió la sangre tibia resbalar por la garganta desde sus dientes. Brincó hacia atrás, gritó. Después, escuchó que alguien venía. No había donde esconderla. El lugar no tenía muebles ni cortinas. Su corazón estaba a punto de estallar, se desesperó, chilló, se arrancó varios pelos de la cabeza; no encontró más opción, corrió, saltó hacia la ventana, el vidrio cedió ante la embestida de la cabeza y lo dejó caer por más de diez pisos, pero… justo antes de llegar al bello rosal al pie del edificio, despertó en su cama. Se había orinado.

El insomnio siguiente duró tres días y las visiones consecuentes fueron de un horror abismal.

Sin embargo, Luis Alfredo había aprendido a vivir con el insomnio. Incluso se repetía que le había sacado provecho, y en cierta forma era así. En la universidad y el trabajo siempre tuvo más tiempo que cualquiera. En la primera supo lo que era ganar dinero con cierta abundancia, pues las noches ofrecían el ambiente adecuado para hacer los trabajos de muchos compañeros. En el segundo, además del cargo de asesor contable en una dependencia estatal, llevaba la contabilidad de varias personas jurídicas y naturales. También iba a cine, visitaba prostíbulos, bebía cerveza y leía novelas de terror y ciencia ficción.

II

No era una ocupación permanente, pero lo hacía. Con cierta sistematicidad, de manera organizada. Una vez a la semana, como mínimo, dejaba su trabajo o sus estudios por unas dos horas y se ponía a garabatear y a escribir sobre las pesadillas y las visiones.

Con este oficio llenó varias decenas de cuadernos, aunque aún no le encontraba beneficio. No dormía más ni se disminuían las producciones retorcidas de su mente. Pero sentía la necesidad de hacerlo. Cuando venían las nuevas, le encontraba parecido con las que estaban registradas y las recordaba. Tal vez ese sea el único beneficio, pensó en varias ocasiones, poder recordar alguna escena o algún monstruo, y así disminuir el terror causado por la sorpresa.

Sin embargo, durante el insomnio de tres días, después de conocer a su vecinita, se vio obligado a revisar sus cuadernos anteriores en lugar de escribir. Su instinto le decía que encontraría alguna respuesta. Se aterró al ver la cantidad de registros. Diez años. Nunca había sido tan consciente de la magnitud de su tarea y de sus horrores. ¿Por dónde empiezo?, se preguntó. Buscó el cuaderno más viejo, el primero, tardó varios minutos en encontrarlo. La nota inicial lo sorprendió:

«Como el sueño es fundamental para fijar los recuerdos, y como estoy durmiendo tan poco, empiezo este y los cuadernos que sean necesarios para registrar las pesadillas y las visiones que estoy teniendo. Tal vez, cuando me atreva a buscar ayuda profesional, me pregunten por las pesadillas y no recuerde ninguna o recuerde muy pocas, y no me puedan ayudar. Y si mi consciencia se pierde, a quién encuentre estos cuadernos, espero que busque ayuda científica. No creo que me estén acosando espíritus o demonios, porque no existen. Son producto de mi mente y mi mente las produce porque está sufriendo, porque no pude hacer nada por ella, por Teresita».

Terminó de leer la nota y tragó saliva copiosamente. Concluyó que estaba empeorando. Que la predicción de la nota se estaba cumpliendo. No recordaba la mayoría de sus pesadillas. Muchas sí, pero, en definitiva, eran una ínfima porción de lo que había en los cuadernos. Dejó caer el cuaderno y se le desencajó el rostro cuando se dio cuenta de que no recordaba cómo había muerto Teresita. No pude hacer nada para salvarla… ¿de qué?, se preguntó. La muerte fue horrible. Su piel erizada se lo aseguraba. Pero… ¿cómo murió?

Elevó una mano para tapar el gran agujero de desconcierto descrito por su boca.

Recogió de nuevo el cuaderno y pasó las hojas con desespero. Lo tiró al suelo e hizo lo mismo con otros más. Jadeaba, espetaba maldiciones. «¡Mierda, grandísima mierda!», gritaba salpicando saliva espumosa aquí y allá. Se perdió lo meticuloso y lo organizado. Su cabeza se volvió un enredo monstruoso de sombras y figuras inenarrables. No veía la conexión entre ellas. Nada le recordaba qué había matado a Teresita. Cerró los ojos, respiró hondo y se dijo que, lo primero, era tratar de recordar con calma. Tomó de nuevo el primer libro, fue a la segunda página y empezó a mirar las sombrías figuras con más detenimiento.

Leyó uno de los párrafos bajo una de ellas. «Hambre, hambre, decía esta sombra…». De inmediato recordó la pesadilla correspondiente. El sonido gutural de aquella figura negra de ojos sangrientos retumbó de nuevo en su cabeza. Su cuerpo se estremeció, como en esa ocasión. Se erizó, se tensó. Después de unos instantes, concluyó que aquella voz tenía un matiz animal. No recordaba cuál especie, pero supuso que el animal tenía que ver con Teresita.

Aquella inferencia le procuró alivio, esa pizca de tranquilidad le hizo contemplar la posibilidad de dormir. Las pesadillas lo atacarían. Las visiones horrendas también. Pero el cuerpo le gritaba. Lo necesitaba. Lo merecía. Dejó los cuadernos ahí, en contra de su pregonada pulcritud.

Fue a su cama y se descargó. Con zapatos, con ropa. Hubo pesadillas, pero casi no lo persiguieron. Fueron más bien contemplativas y curiosas.

III

Yoann Leal, un agente de la fiscalía, dormía muy poco porque su cerebro era una máquina atronadora de producir hipótesis y conclusiones. Pero, últimamente, lo desvelaba la inminente revelación al público del secreto de los horrorosos asesinatos de varias niñas de la ciudad. Se notaba que el tipo no era de esos asesinos que querían ser descubiertos. Si fuera así, se hubiera encargado él mismo de difundir sus truculentas obras en redes sociales y un montón de blogs y diarios electrónicos que revelarían sin ningún costo los detalles atroces. Lo martirizaba la idea de que alguna evidencia se perdiera, que apareciera haciendo show en los medios, que el responsable ganara adeptos y, peor aún, causara linchamientos a cualquier sospechoso. También comía poco. Cualquier cosa y a cualquier hora. Los dolores de cabeza eran constantes, por lo que consumía aspirinas en abundancia.

Todos en la fiscalía expresaban la misma preocupación. Pero, algunas veces por azar y otras porque alguien le informó, se enteró de serias intenciones de sus superiores de convertir su caso en una tienda de fotos y archivos, que, por fortuna, pudo frustrar.

Era cuestión de tiempo para que se armara un escándalo. Ocho niñas asesinadas en nueve semanas, de la misma forma. En diferentes partes de la ciudad. Nada más que los cuerpecitos desgarrados y los ojitos congelados en una aterradora mirada al vacío. Sabían también que la sangre había abandonado completamente los cadáveres y que fueron anestesiadas antes de la carnicería. Hasta el momento, era un misterio qué instrumentos usaba el asesino para desgarrar, no había cortes ni perforaciones. Eran desgarros. La piel y los músculos estaban desgarrados, en todas las víctimas. Todo el tiempo pensaba cómo era posible que, a partir de algo tan horroroso, no se tuviera alguna pista de su autor. Movía la cabeza de lado a lado mientras fruncía los labios y después se tomaba la cabeza.

Entonces, duraba despierto gran parte de la noche –toda la noche– revisando fotos y declaraciones de quienes habían reportado los cadáveres. Y si lograba conciliar el sueño, sufría alguna pesadilla que lo despertaba. Después de dos o tres segundos de estar sentado en su cama o en el sofá, el horror de la pesadilla desaparecía, al igual que su recuerdo, y sentía la necesidad imperiosa de volverse a sumergir en las escabrosas y escazas evidencias.

A pesar de todo, el agente Leal dormía mucho más que Luis Alfredo. Su horror al despertar era la sensación abrumadora de haber perdido mucho tiempo y aumentar el riesgo de las niñas de la ciudad. El horror daba paso a la depresión y, la depresión, a la bebida. Trataba de emborracharse solo los fines de semana. Pero no era extraño que lo hiciera en días hábiles.

Sin embargo, en algunas ocasiones, se juntaban la bebida, la depresión, el horror, el insomnio. Entonces, no iba a trabajar.

Pero, en una de esas ocasiones, fue. El olor a licor se mezcló de forma embriagante con su colonia barata e impactó en las narices de sus compañeros. No era necesario mirarlo de cerca para darse cuenta de que estaba borracho. Sin embargo, su ropa informal estaba bien dispuesta y limpia. Entró sin saludar a nadie en específico y agitando la mano como reina de belleza mientras esbozaba una sonrisa pícara que, sin lugar a dudas, era inusual en él. Entró en el ascensor, se cerró la puerta y dejó de sonreír para dedicarse a contener el vómito hasta llegar a su oficina.

El ascensor bajó los dos pisos muy lento, y le proveyó un ligero y mortal movimiento para sus ya revueltas tripas.

La puerta se abrió. Él ladeó su cuerpo para salir más rápido y empujó con violencia la puerta del baño. Vomitó lo poco que había comido después de la ducha en medio de un torrente de licor. El palpitante dolor de sus sienes dimitió. Pudo ver con claridad. Se levantó y salió del baño. Mientras iba a revisar de nuevo las evidencias, se aclaró aún más la idea que le surgió mientras terminaba la última botella de whisky en la madrugada y que lo motivó a ir borracho a la oficina.

Buscó, pero no como cuando estaba sobrio. Mientras buscaba, organizaba de nuevas maneras el revuelto de fotos, testimonios, cartas anónimas, muestras biológicas, resultados de análisis forenses. El orden fue dándole más forma a su hipótesis. Se concentró en las fotos.

Cerca de la hora del almuerzo, se sintió muy cansado y no encontraba la evidencia que soportara lo que le rondaba y le martillaba la cabeza. Se descargó en el espaldar de la silla y dejó ir su cabeza hacia atrás. Cerró los ojos. Se durmió.

Soñó. Una niña de piel trigueña le sonreía desde la altura de sus rodillas y lo llevaba de la mano. Lo introdujo en una habitación. Lo invitó a charlar con sus muñecas. «Así no, papi», lo corregía cuando no obedecía las instrucciones del juego.

Despertó. Así se imaginaba a la hija que nunca nació. Miró el reloj. Eran cerca de las seis de la tarde. Su instinto disparó su mirada hacia la puerta. Unos ojos femeninos, eso se dijo, se sorprendió y emprendió la huida. Él quiso seguirla, pero se enredó con la silla y cayó, como si aún estuviera borracho. Dolor en la espinilla. Luego, dolor en la cabeza. «Vieja hijueputa», dijo entre dientes. Sacó dos aspirinas y se las tragó.

Y mientras lo azotaba la intriga de quién lo observó, se hizo la luz. Encontraron un fluido que parecía ser saliva en la piel de varias víctimas. El ADN del asesino se pudo obtener completo. Era un hombre, pero no había ningún sospechoso con quién compararlo. Aun así, que encontraran la saliva, le permitió concluir cuál era el instrumento con el que había mutilado el cuerpo de las niñas.

IV

Por supuesto, como fiscal que dirigía la investigación, se sintió mal por haber rechazado tajantemente, en días anteriores, la idea que dio uno de los auxiliares técnicos: «Las mutilaciones fueron causadas con dientes, con mordiscos». Se sintió mal porque haber aceptado esa idea, que ahora era la misma que estaba en su cabeza, les habría permitido hacer algún avance desde semanas atrás. Se estremeció. Se disparó en sus sienes el mareo por la borrachera aún viva y casi cayó de nuevo.

Era la primera vez, en tantos años de carrera, que encontraba asesinatos tan brutales. Brutales y extraños. Las niñas no tenían signo alguno de violación, no había semen ni en el cuerpo ni en la ropa ni en el lugar; es decir, no había placer sexual. Entonces, ¿cuál era el móvil para matar a las niñas? ¿Canibalismo? También cabía la posibilidad de un ritual satánico, de un sacrificio. La ciudad era mediana. Poco más de medio millón de habitantes. No obstante, la diversidad de sus gentes había aumentado considerablemente, sobre todo con la llegada de personas que huían de otros países aún más decadentes. Cualquier costumbre desconocida y macabra podía aparecer.

Se levantó cuando los dolores dimitieron un poco. Pronto anochecería. Salió de prisa para buscar al equipo técnico bajo su mando. Entró a la sala. Faltaban veinte minutos para las seis y ya se habían ido dos de los cuatro.

—Los otros dijeron que se iban porque terminaron la búsqueda —explicó uno de ellos— y no encontraron nada. Nosotros seguimos buscando, pero no creo que tengamos éxito.

Leal resopló. Se masajeó los ojos con el pulgar y el índice. Los otros lo miraron, esperanzados. Seguro podrían irse en ese momento.

—Estamos buscando mal. Definitivamente, como dijo Sánchez, el asesino mató a las niñas a mordiscos. No hay evidencia de abuso sexual. Lo más seguro es que sea un caso de canibalismo y, tal vez, la faena sea para adorar a algún dios. Busquen en todo y de todas las formas posibles. Si es necesario, contacten a la policía de todos los países. Sobornen si hay que hacerlo. Debe haber algún caso similar…

—Sánchez ya lo hizo —interrumpió la única mujer del equipo—, decidió buscar según sus sospechas porque no encontró nada basado en las instrucciones que usted nos dio.

Silencio. Yoann pensó en las palabras para reprenderlo, aunque no hubiera causa. Se interrumpió.

—¿Y qué encontró?

—Nada. Dijo que debía seguir buscando. Pero que aquí no podía.

Leal suspiró.

—Sánchez adelantó trabajo. También hay otras dudas que resolver. Una mujer estaba chismoseando en mi oficina. La puerta estaba a medio cerrar y cuando me desperté… Sí, no me vean así, la borrachera me dejó dormido. Cuando desperté, una mujer estaba mirando. No sé cuánto tiempo llevaba ahí ni mucho menos de sus intenciones. Ustedes saben que hay carroñeros detrás de este caso acá en la Fiscalía. Entonces, necesito que accedan a los videos de las cámaras de seguridad de todo el edificio. Busquen a una mujer con estas características —Describió a la mujer, rápidamente y con gran detalle—. Tal vez, nos podamos deshacer de los buitres. O, tal vez, tenga relación con los asesinatos de las niñas… Uno nunca sabe.

—¿Ahora?

—Sí. Ahora. Pidan comida, la que quieran, yo invito.

—Fiscal, Sánchez dijo que había que incluir la posibilidad de un enfermo mental… Sí, alguien que haga algo así, debe estar enfermo, pero no de la misma forma que un violador o un asesino común.

Silencio. Leal pensaba en ello mientras se rascaba su cabeza casi calva cuando recibió una llamada. Era de la policía.

Otra niña muerta.

La imagen de su hija no nacida le atravesó el pensamiento como un destello, pero esta vez no era como en un sueño de té y muñecas. Y sintió terror de que su único recuerdo inventado se viera destrozado como los cuerpos de las niñas.

La angustia le produjo sed de licor.

V

Las pesadillas de Gloria comprendían un amplio espectro. Un grupo –así las clasificaba– tenía que ver con la masacre. Su padre se había armado para que los duros de la caña de azúcar no le ‘compraran’ muy barata su finca de tres hectáreas. El sol les negreaba su ya renegrida piel cuando trabajaban, eran felices, iban a misa y no le hacían daño a nadie. Pero se quedó sin atajar lo inatajable. Llegó la tromba violenta que acabó con sus nueve hermanos, con el viejo, con la mamá, con cinco trabajadores. Solo la cocinera, con más de cincuenta años, y ella, con doce, pudieron huir.

A veces, se veía a sí misma con machete en mano, con botas de caucho, con sed de sangre, matando a sus hermanos. En otras, era la cocinera. Sentía patente la angustia causada por la lentitud de sus casi cien kilos y por la vida de Glorita, que pendía de su mano, entre un cañaveral lleno de mosquitos y víboras. Otras veces, era su madre o su padre. Sentía el horror y el dolor de ver a su pareja o a sus hijos asesinados. Y las sensaciones eran mucho peores que cuando era ella misma en las pesadillas.

También soñaba que ella había matado a la cocinera. En uno de los descansos de la huida de más de ocho horas a través de cañaverales y monte, Gloria despertaba y le descargaba una roca monumental sobre la cabeza. Y claro, también en muchas ocasiones, Gloria era la cocinera que moría aplastada. La realidad era que, al amanecer, después de ese descanso, la cocinera amaneció tiesa, mirando al cielo y con baba fría colgándole de su regordete labio inferior.

Otro grupo de pesadillas tenían que ver con el camino hecho hasta llegar a la ciudad de Iq. Los abusos en el orfanato, de dónde huyó con dieciséis años, con su primaria y con el recuerdo de una amiguita con la que se acariciaron sus vulvas con ternura y miedo. El trabajo en plazas de marcado de diferentes pueblos, con abusos incluidos, pero también almas amorosas y delicias sexuales. Los tres embarazos interrumpidos en barrios de drogadictos, en los que ella, en sus pesadillas, también era abortada, pero con toda la consciencia del proceso. El viaje, unas veces a pie, otras veces en bus, otras en cabina de camión con conductor abusivo o caritativo, a través de la cordillera central, para llegar a la ciudad de Iq.

Casi todo eso fue dolor y horror. Pero estos no acallaron el cariño de su padre ni sus enseñanzas, que ella evocaba para evitar otros consuelos como el del alcohol y las drogas.

Pero ahí estaban. El dolor y el horror casi todas las noches. Aun cuando todas las noches, antes de dormir, rezaba el santo rosario.

En Iq, empezó a ver cosas estando despierta. Entonces, fue a urgencias en el Hospital Fernando Llanos. En varias ocasiones, le recetaron los fármacos necesarios y las alucinaciones remitieron. Se sintió en confianza y preguntó si podía usar los mismos para disminuir sus pesadillas. Le contestaron que sí y agregaron que también debía pedir una cita con psiquiatría.

Ella estuvo de acuerdo mientras escuchaba la voz de su padre diciendo que nunca debía buscar brujas ni magos ni yerbateros para curar males. Pero no pudo hacer el proceso para ver al especialista debido a sus trabajos y al cuidado de sus mascotas. Además, los fármacos, efectivos para las alucinaciones, no sirvieron para las pesadillas.

Supuso que las podría manejar, hasta que un día despertó con la sensación de no tener ningún órgano. Como si la hubieran vaciado y aun así pudiera contar el cuento. Lo primero que pensó fue que las pesadillas le habían carcomido todo.

VI

Gloria... Gloria… ¡Gloria!

Gloria restregaba obsesivamente. La dueña de la casa decidió hablar con ella al ver que invertía mucho tiempo lavando el baño del segundo piso. Y que también invertía enormes cantidades de cloro y jabón.

Gloria levantó la mirada al escuchar el tercer llamado, que casi fue un grito. La señora se sintió algo perturbada al ver la mirada descompuesta de Gloria.

—¿Seño? —atinó a responder.

—¿Por qué últimamente se demora tanto lavando los baños? Hay mucho que hacer aún. Se va a las 11:30, son las diez y no ha hecho el almuerzo.

—Es que me parece que huele muy mal.

—No, Gloria. Apesta a cloro. Se va a enfermar.

Gloria sintió cierto alivio. No estaba haciendo mal su trabajo. Bueno, sí. Pero era por exceso y no por carencia, como le repetía su padre, «es mejor que sobre y no que falte, mejor atajar y no arriar». Pero ¿de dónde venía ese olor? Recordó una de sus pesadillas en la que, después de muchos esfuerzos, logró salir de una laguna atiborrada de cadáveres putrefactos y espasmódicos. Y fue cuando, por primera vez, la llenó esa sensación de vacuidad, de haber sido despojada de todos sus órganos. Mis pesadillas, se dijo. La angustia le hizo humedecer los ojos, pero no la detuvo y terminó su trabajo.

Tenía derecho a un almuerzo, pero como debía irse a las 11:30 a. m. para poder llegar a su otro trabajo doméstico, al otro lado de la ciudad, lo llevó empacado. Siempre salía de la casa con la esperanza de que en la buseta pudiera encontrar un asiento vacío para poder comer. En aquella ocasión, esa idea también ocupaba su pensamiento, pero más lo hacía el olor nauseabundo a muerto medio podrido y fugaces destellos que le mostraban la laguna de muertos podridos y espasmódicos.

Subió a la buseta. Había un par de sillas vacías. Se sentó. Abrió el portacomidas. El olor se acrecentó. Sintió náuseas, aunque la comida estaba en perfecto estado. La acercó a su nariz y el olor era delicioso. Ella se esmeraba para hacerla, le pagaban para eso, su vida dependía de ello, sus mascotas dependían de ello. Era buena comida. Su estómago la reclamó. Su cuerpo necesitaba de esos nutrientes. Pero cuando la alejó y la puso sobre sus piernas, volvió el olor putrefacto.

Náuseas.

La sensación de vacuidad.

¿Qué estómago recibiría el almuerzo?

Y los destellos de aquella pesadilla y de las otras pesadillas.

La masacre, la huida, los trabajos forzados.

Volvió y acercó el recipiente a su nariz y el placer de la comida bien y recién hecha volvió. Se dejó llevar. Con la cuchara comió lo que más pudo, lo más rápido. Tardaba unos diez minutos normalmente en almorzar. Devoró todo en menos de cinco.

Cerró el portacomida. Suspiró profundamente. Su cuerpo le gradeció el alimento, pero el olor tardó solo unos segundos en invadir sus sentidos. Y empezó a escuchar cosas tan desagradables como el olor: «Negra asquerosa, negra gamina, negra hijueputa, negra desgraciada, me quitó las ganas de almorzar». Todos hombres. Algunas mujeres se fijaron en su aspecto e hicieron una mueca de asco. Otras mostraron franca preocupación, pero no se atrevieron a desautorizar a la audiencia. El peso de las miradas y las palabras la lastimaron, le produjeron un dolor que creció como la onda de una explosión. Entonces, se tapó los oídos, cerró los ojos y gritó. Segundos después, libero sus oídos y abrió sus ojos, se encontró con nuevas miradas, que solo mostraban curiosidad.

El olor siguió durante el resto del día, pero no dejó que interfiriera con su trabajo. Lo hizo todo bien, aún con los destellos de las pesadillas y la sensación de haber sido vaciada.

Los animales la recibieron con gran entusiasmo. Cinco perros y tres gatos. Por la comida, claro está, pero también porque la amaban. Vivía en medio de la ciudad, pero el terreno era muy grande y la casa pequeña, de madera. Con todos los servicios, pero de otra época. Como una pequeña finca en medio de la urbe. Sin vecinos pegados a sus paredes.

Un perro y un gato dormían por turnos con ella. Sin embargo, a los que les tocaba, no se les vio el entusiasmo habitual por hacerlo. A Gloria le pareció extraño, pero el cansancio la venció. Tendría pesadillas, eso era seguro, pero su cuerpo descansaría.

Se durmió casi de inmediato.

Fue entonces cuando una voz le habló. No se vio a sí misma en ninguna parte ni vio o sintió a nadie.

Solo vacío.

Solo la voz.

Solo su mente.

La voz le dijo:

—Los labios gruesos. Sí. Los de la boca y los de la vulva. Esos son indicativos de tu desgracia. La boca prominente y la vulva abultada de mujer negra. Son indicativos… no, son causa de tu desgracia. ¿Crees que tu familia fue masacrada por ser pobre? No. Fue por ser negra. Es obvio que don Luis Carlos y don Álvaro hubieran sido mucho más condescendientes si tu familia hubiera tenido bocas y genitales decentes. Y con justa razón. ¿Cómo podría un grupo de animalejos parlantes como ustedes sacarle frutos a la tierra y, al menos, calmar su hambre? ¿Cómo podría Dios, nuestro señor, escuchar plegarias de esas bocas siempre sucias e inferiores? Era lo mejor que podían hacer, eliminar a toda esa negramenta de tu familia y de los trabajadores. La cocinera era blanca. Bueno, solo un poco teñida. Pero no era negra. Tal vez, solo por eso, te salvaste.

»Por ser negra y haber escapado a la justa muerte que atrapó a tu familia, están desapareciendo tus órganos. Tu cuerpo empieza a negarse a sí mismo. Se está difuminando para, claro está, no contaminar al mundo. Deberías ayudar. Esos labios gruesos y groseros de tu boca y tu vulva… Deberías hacer algo para, al menos, disminuir tal vulgaridad…

La sensación de que no tenía órganos fue acompañada durante muchas noches con esa voz que le hablaba mientras dormía y no la dejaba despertar. Y cuando lo lograba, el olor nauseabundo invadía su nariz.

VII

El cuarto era blanco. Las sábanas también. Las paredes no eran acolchadas. Tenía una mesa de noche metálica y de apariencia árida, una silla plástica y otra mesa más grande que el paciente usaba para leer. Estaba solo. Luis Alfredo recibía medicaciones en la noche y en la mañana. Venlafaxina, aripiprazol y diazepam. Llevaba una semana en confinamiento. En su interior se agitaban horrores. Se sentía poco optimista respecto a derrotarlos, pero los medicamentos le daban cierto alivio. Lo que más agradeció su cuerpo fue haber dormido profundamente las últimas tres noches.

Y esperaba dormir mucho más. Lo deseaba aún más cuando, después de dormir, tenía muy pocas alucinaciones. Eran muy pocas y sin horrores. Solo aparecía Teresita junto a su cama. Sin embargo, con el insomnio, se fue el olvido. Empezó a recordar… cosas. Cosas que estaban registradas en sus cuadernos.

Desde faltando quince minutos para las siete de la mañana, estaba sentado en su cama, mirando hacia la puerta. A las siete se abrió. Entró Manuel, un trigueño corpulento de casi dos metros, que era enfermero, y Emma, la psiquiatra. Los dos entraron con su uniforme azul claro. Emma tomó la silla de la habitación y se hizo frente a Luis Alfredo. Lo saludó con amabilidad y brevedad. El enfermero puso una videocámara en un trípode y la encendió.

La transcripción de la entrevista que quedó guardada en el archivo del hospital, fue la siguiente:

Hospital Fernando Llanos

Unidad Psiquiátrica Los Ocobos

Habitación 304

Entrevista No. 1 al paciente Luis Alfredo Pérez Molina

Martes, 20 de marzo de 2018

7:00 a. m.

Psiquiatra: Emma Aguirre

P: ¿Hace cuánto que no logra conciliar el sueño?

R: Poco después de los diez años… a los once, digamos… unos dieciocho años.

P: ¿Las pesadillas y alucinaciones lo acompañan desde entonces?

R: Creo que sí. Solo que las alucinaciones suceden cuando logro dormir varias horas. A veces, duermo plácidamente y al despertar me siento muy bien. Pero las alucinaciones me joden el resto del día, mucho más que cuando no duermo. Se vuelven mucho más reales y duraderas. Esa relación la encontré hace diez años, más o menos. Y creo que fue eso lo que me llevó a hacer el registro en los cuadernos.

P: Ha registrado usted diez años en los cuadernos… Sí, lo pudimos comprobar. ¿Por qué no había buscado ayuda médica?

R: Sin respuesta.

P: ¿Ha tenido alucinaciones desde que llegó aquí?

R: Pocas. Todo ha mejorado. He podido dormir bien. He visto algunas cosas… y he tenido pesadillas. Pero han disminuido.

P: ¿Por qué no ha tomado sus últimas dosis? ¿El tratamiento le está causando algún problema? Recuerde que todos los días tomamos análisis de orina y de sangre. Por supuesto, nos damos cuenta. Usted está bajo vigilancia.

R: (Sollozo) Es que… es que… no quiero recordar, ya estoy recordando, pero no quiero. Dormir me ha ayudado a recordar y no quiero (aumentan los sollozos). Esa es la peor pesadilla, el recuerdo de ella, la muerte de ella.

P: ¿De quién?

Luis da signos de estrés y angustia.

R: ¡Es mejor no dormir para olvidar! ¡Es mejor no dormir para olvidar!