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Ballester ha sido capaz de guardar la memoria de un hecho: su breve encuentro con Ernest Miller Hemingway. Pero no solo eso, no, sino también reconstruye la reputación que deja esa persona tanto en él como en los muchachos del barrio que lo acompañaban. Lleva al lector de la mano a través de un detallado recuento, modo de disertación literaria. Es el recuerdo de la impresión que preserva en su memoria, como repaso intemporal. Alfredito, le dice que quiere ser escritor, pero también piloto de guerra. Quiere parecerse a Hemingway y describir los horrores de los conflictos bélicos. Y "el americano" le pide que escriba esta historia, "la nuestra" porque todos ellos tienen una historia en común, esa que Alfredo Ballester nos ha ido contando a lo largo de su novela. Y que hoy pone a disposición del público cubano.
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Seitenzahl: 218
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Edición: Bertha Hernández López
Diseño de cubierta e ilustraciones: Suney Noriega Ruiz
Realización: Yuliett Marín Vidiaux
© Alfredo Ballester, 2022
© Sobre la presente edición:
Ediciones Cubanas, Artex, 2022
ISBN obra impresa 9789593141994
ISBN E-book versión ePub 9789593142199
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Ballester ha sido capaz de guardar la memoria de un hecho: su breve encuentro con Ernest Miller Hemingway. Pero no solo eso, no, sino también reconstruye la reputación que deja esa persona tanto en él como en los muchachos del barrio que lo acompañaban.
Lleva al lector de la mano a través de un detallado recuento, a modo de disertación literaria. Es el recuerdo de la impresión que preserva en su memoria, como repaso intemporal.
Alfredito le dice que quiere ser escritor, pero también piloto de guerra. Quiere parecerse a Hemingway y describir los horrores de los conflictos bélicos. Y “el americano” le pide que escriba esta historia, “la nuestra” porque todos ellos tienen una historia en común, esa que Alfredo Ballester nos ha ido contando a lo largo de su novela. Y que hoy pone a disposición del público cubano.
Sinopsis
Agradecimientos
Los muchachos del barrio
Apuntes al paso de Los muchachos del barrio
Datos de la prologuista
Preámbulo
Algo caliente corría...
Epílogo
Aspectos a destacar, anécdotas y datos de interés sobre la vida del escritor
El fantasma de Hemingway
¿Muere por negligencia médica?
¿Qué decía Hemingway de la muerte?
Incógnitas y misterios de la muerte de Hemingway
Algo más sobre Ernest Hemingway
Gregorio Fuentes, destino del Pilar
Sobre el Museo
Otros aspectos de su vida
Testimonios
Algunas curiosidades de Cayo Hueso en la época de Hemingway
Obras de Hemingway
Galería
Sobre el autor
Como escritor he hablado demasiado.
Un escritor debe escribir
lo que tiene que decir y no decirlo.
Ernest Hemingway
Aquellos que se creen tener la verdad absoluta,
solo viven en su gran mentira.
Lo triste de esto es que su única verdad
es que se lo creen.
Alfredo A. Ballester
Sigan escribiendo. Alguien tiene que contar esta historia;
si tienen las agallas de pensar o de inspirarse,
sigan escribiendo, señores.
Ernest Hemingway
Para escribir sobre la vida, ¡primero hay que vivirla!
Ernest Hemingway
...A mis amigos de la infancia, que vivimos esos momentos
que aún no olvido 63 años después; a ellos que andan dispersos por ahí.
Hasta hoy no he podido localizar a ninguno, principalmente a Manolito
y a Luisito, ojalá este libro logre nuestra comunicación.
A la contribución de fotografías de Graciela Rey, Rafael González Ballester, y a los hermanos Raysa D, Alina y Carlos Manuel Peña Palacios, estos tres últimos quienes viajaron hasta la Finca Vigía para hacerlas, por dentro y por fuera del Museo en Cuba. A Otto N. Espino, no solo por estas, tomadas recientemente en Cayo Hueso, también por los testimonios ofrecidos a través de conversaciones que sostuvo con el capitán Brown (Harcourt Brown), la persona más allegada a Ernest Hemingway en la Isla Bimini, y curiosidades de la época.
“Los personajes son reales, incluyéndome a mí”, así nos explica el autor en el Preámbulo a su obra.
Ballester ha sido capaz de guardar la memoria de un hecho: su breve encuentro con Ernest Miller Hemingway. Pero no solo eso, no, sino también reconstruye la reputación que deja esa persona tanto en él como en los muchachos del barrio que lo acompañaban.
Lleva al lector de la mano a través de un detallado recuento, a modo de disertación literaria. Es el recuerdo de la impresión que preserva en su memoria, como repaso intemporal.
Son apenas cinco años en la vida de un niño y sus amigos quienes, de repente, conocen a un ser famoso, en la cumbre de su vida profesional, pero no lo saben. Los acompaña la inocencia de la niñez, la pureza de los pensamientos infantiles. Sin embargo, también les complace una tierna maldad: saben muy bien que lo que hacen no es correcto. Mas en sus mentes prevalece el sentimiento de que romper esquemas bien vale la pena. Y se lanzan a la aventura de robar mangos en un sitio prohibido.
La jarana estriba en, sin hacer ruido, jugarle cabeza al “señor alto, corpulento y canoso de cabellos y barba”. Y, de cierto modo y a través de sus travesuras, entran en la vida de este. Una gran aventura para ellos que transcurre, en paralelo, junto a la de un gran aventurero, de un famoso escritor. Eso no lo saben aún. Es algo que conocerán con el tiempo.
El autor recuerda cómo Hemingway se dirige a ellos en un lenguaje asequible a sus razonamientos de infantes. Porque ellos solo entraron a robar los mangos de Finca Vigía, aquellos que Hemingway cuidaba. Luego surge, lentamente, a partir de sus cada vez más continuas excursiones al sitio, el breve hilo conductor de una relación que pudiéramos calificar de filial. Esta permite a los muchachos tener confianza en sí mismos al extremo de invitar a otros amigos y amigas, como Margarita, Anita y Sonia para que se incorporen, esporádicamente, al grupo.
Ha tratado, infructuosamente de dar con alguna de las familias como la de Luis, el chapista, el papá de su amigo Luisito. Inútilmente, porque familias bien antiguas en el pueblo, como la de los Villarreal, no las recuerdan. Tal vez el apellido pudiera ayudarnos en ese pesquisaje. Pero el autor de estas impresiones nos deja imprecisa la figura como cuando la madre de Manolito pregunta a Luisito de quién es hijo, y este responde que, de Luis, el chapista. Pero que Ballester no nos permite conocer el nombre de la madre del amigo. Tal vez ni él lo recuerde.
En esa niebla de la remembranza y del misterio nos regresa a la finca. Y descubren que Manolito no tiene papá. Los sorprende la realidad del niño a quien, hasta ese momento, creían conocer a pie juntillas. En el camino Luisito confiesa que el suyo no vive con ellos. Es alcohólico.
Pero deberá bastarnos conque Luisito y Manolito viven aún en la imagen que de ellos guarda y nos trasmite el autor que vivía en el Cotorro, viajaba diariamente a San Francisco de Paula para cursar estudios de primaria en el colegio Santana.
Tanto en las Memorias escritas por René Villarreal Vergara (1929-2014)1, quien comenzara a trabajar para Hemingway desde que tenía 9 años hasta la muerte del escritor, como en las que publicara Oscar Blas Fernández Mesa2, el Cayuco Jonronero de Las Estrellas de Gigi, están presentes preceptos y normas éticas que el escritor trasmite a esos niños.
René era un niño cuando comenzó a trabajar en Finca Vigía, pero tanto sus padres como Hemingway definieron una norma disciplinaria, esas labores solo podían realizarse al concluir sus clases en la escuela. Los peloteritos jugaban con sus hijos, de igual modo, en las vacaciones. En el estadio Campoarmada o el Club de Cazadores del Cerro a donde Hemingway los llevaba a competir solo los sábados o domingos.
Cuando concluían las sesiones del tiro de pichón del Club de Cazadores del Cerro, Hemingway les entregaba las sartas de palomas para que las prepararan y comieran en sus casas.
Resulta interesante, en el recuento de Ballester, cómo el escritor norteamericano les explica que tomar lo que no nos pertenece es una acción que tiene un nombre bien feo: robo. De ahí que Papa les inculque que robar es horrible y que los niños jamás deben hacerlo. Más adelante, les muestra que pueden entrar a la finca, por la puerta principal y comer cuántos mangos quieran e incluso llevarse algunos a la casa. Eso sí, “tampoco quiero a nadie arriba de los árboles y mucho menos tirarles piedras a las frutas”, les recalcó el escritor. De este modo les da a conocer que deben cuidar los árboles, no dañarlos porque, de lo contrario, dejarán de dar frutos.
Inapreciable la observación que, en su narrativa, nos hace el autor al aclarar que “Apenas entendíamos lo que decía, solo cuando hablaba despacio podíamos comprender qué quería decirnos”. A pesar de que, en esa década del 50, refiriéndose a Finca Vigía, el escritor solía afirmar “aquí, en la casa siempre hablamos en español”, Hemingway no hablaba con fluidez el idioma español, pero lo entendía perfectamente.
El niño, del susto se había orinado en los pantalones. El ómnibus que lo llevaba de regreso a su casa ya se había ido. Lo había perdido. Eran varios los problemas que Alfredito tenía que afrontar: la fuga de la escuela, el robo de los mangos en Finca Vigía, la reprimenda que les diera Hemingway, la pérdida del ómnibus y, para colmo, tenía los pantalones mojados de orina. Por ahí va el desarrollo de la trama, cómo enfrentar con su padre el gran desaguisado de ese día.
Pero volvió a “la finca del americano” porque esta “tenía un ambiente mágico”, dice Ballester. Yo diría que tiene duende. Y este los subyuga y, disciplinados piden entrar por el portón de acceso. Invocan al “americano”, dicen que les dio permiso. Pero el que da acceso al boscoso e irregular terreno de Finca Vigía, no se los permite. Y vuelven a brincar, pero esta vez, no solo comerán frutas, explorarán el predio, abrigados por las sombras de los árboles.
Así llegan a la torre y descubren la cantidad de gatos que Hemingway tenía. Estos también reposaban por los alrededores de la piscina. En el último piso vieron la piel de un león, a modo de alfombra. Mostraba grandes dientes y ojos fieros. Fue su primera vez. Descubrió la escalera de caracol que conduce, directamente, a la azotea de esa construcción. Alfredito comenzó a ascender rápidamente. De repente, en una de las vueltas de la misma se encuentra en el vacío. Sí, muy cierto. Impresiona subirla por primera vez.
En boca de su padre conocemos del equipo de pelota, de la existencia de René Villarreal de que en ese equipo también jugaban Patrick y Gregory, los hijos menores de Hemingway y que todos tenían uniforme porque el escritor así lo había decidido. Y el padre de Alfredito lo describe.
También, a través del padre, el autor da a conocer al lector la existencia del Pilar, el yate de Ernest Hemingway, y les narra que, en una etapa de la Segunda Guerra Mundial este, junto a una tripulación se dedicó a la búsqueda de submarinos nazis. Cuenta que, se sabe, aunque no ha podido probarse documentalmente, que estos se reabastecían en parte de la costa noroccidental de Cuba3.
Y las anécdotas de los cohetes utilizados, como juego, en algunas partes del pueblo aparecen en Hemingway en Cuba, libro de Norberto Fuentes4. Ballester reitera una de esas acciones. Y aunque sí recibió un cálido homenaje en los jardines de la cervecería Hatuey del Cotorro, no creo le hayan prodigado otro en la Bodeguita del Medio, al menos no he tenido referencias sobre el mismo. Era ese un sitio que visitaba, pero donde ni Ángel Martínez, su dueño, lo reconocía como cliente del lugar que así me lo confirmó.
Ballester se apega nuevamente a Fuentes cuando pone en boca del escritor norteamericano la aseveración de que nunca escribió en el último piso de la Torre. Pero nunca digas nunca, porque en el Museo se conservan fotos en las que Hemingway aparece trabajando en ese sitio. Pero sí resulta cierto aseverar que no le agradó, por eso prefirió ese sitio, en su habitación, con la máquina sobre el librero que está junto a la cama. Espacio al que regresó una y otra vez.
Y, a pesar de cuanta crítica se le ha hecho, de cuánto se ha hablado acerca de su afición al alcohol, Hemingway fue muy disciplinado a la hora de escribir. Comenzaba bien temprano en la mañana, entre 6:30 y 7:00. Había que guardar silencio mientras él trabajaba. Solo René Villarreal era capaz de entrar en su santuario para llevarle el desayuno. Hemingway continuaba escribiendo hasta el mediodía. Anotaba, en la tablilla que se encuentra junto a la máquina de escribir, la cantidad de palabras escritas en esa jornada. También la idea que pensaba desarrollar para continuar la obra. Me contó René que Hemingway temía a lo que algunos escritores denominaban the lost idea, la idea perdida.
Solo al concluir su jornada de trabajo, contaba René Villarreal, era que se le preparaba el primer trago del día. Luego o bien se dirigía a la piscina, partía hacia el Floridita o decidía remontar la corriente del golfo, adentrarse en el Gran Río Azul en busca de algún buen ejemplar de aguja o un peto de excelencia, a bordo del Pilar, en compañía de su inestimable patrón, Gregorio Fuentes.
La tiradera de piedras hacia la casa de Frank Stinhaerdt, la bicicleta en la que se trasladó desde el Cotorro hasta Finca Vigía, y en la que montara a su amigo Manolito en busca del inseparable Luisito. Los tirapiedras, las bolas y la buena puntería… El guardia de Happy Hollow, era ese el nombre de la finca de Stinhaerdt, esta vez no vociferó a los atacantes, solo oyeron los ladridos amenazadores de los perros. Pero, a la retirada, una perseguidora se detenía ante el portón de la finca. Los árboles y el terreno irregular les sirvieron de abrigo a los niños.
De repente, el abuelo de Alfredito nos traslada al Floridita. Este le cuenta que visitó con frecuencia ese lugar, mientras laboraba en la Cuban Telephone Company. Explica que él lo vio antes de que pusieran “un busto de él en el bar”.
En realidad, la idea de preservar en el bar el sitio preferido de Hemingway surgió en 1957. Fue una propuesta que hiciera a Constante Ribalaigua, dueño del Floridita, el comerciante español Jesús Pernas, patrón de un almacén en La Habana y amigo de Papa, como solían llamarlo los amigos5.
El busto fue ejecutado en mármol por el escultor cubano Fernando Boada Martín (1902-1980). Graduado de Escultura en la Academia Nacional de Bellas Artes San Alejandro en el año 1925. Boada fue un excelente retratista. Autor de obras escultóricas importantes como la cabeza de Martí, así como la del filósofo Enrique José Varona y la de Julio Antonio Mella, y varios e importantes monumentos funerarios que pueden ser contemplados en el Cementerio de Colón, como el dedicado a Jeannette Ryder.
Hemingway y Boada trabaron relaciones amistosas y Papa aceptó posar para él. Fueron dos sesiones de trabajo y la última tuvo lugar el 17 de noviembre de 1955. Su escultura tiene el mérito de ser el “único retrato escultórico realizado al natural en vida de Hemingway”, según apunta el biógrafo ruso Yuri Páporov6. Fue expuesta, por primera vez, en el vestíbulo del desaparecido cine Rex, en el otoño de 1957, en ocasión de una exposición personal del artista.
Para dar fe de este testimonio, tomado por Páporov a Boada, se atesoran, en la biblioteca de Ernest Hemingway en Finca Vigía, dos ejemplares de un libro7dedicado a la obra artística del escultor cubano. Uno de los ejemplares cuenta con la siguiente dedicatoria manuscrita de puño y letra del artista visual: “Al ilustre novelista norteamericano Ernest Hemingway. Con el sincero afecto de F. Boada. 25-12-59”.
El sitio del Floridita fue inaugurado hace 64 años, en abril de 1958. Lleva una inscripción que dice: “A nuestro Ernest Hemingway laureado con el Premio Nobel. Sus amigos del Floridita”. Ernest Hemingway, enemigo de las celebraciones oficiales, no asistió ni a la inauguración de la exposición ni a la del sitio que le dedicaran sus amigos.
La escultura que preside, desde julio de 1962, el memorial a Ernest Hemingway en Cojímar, es copia de este busto que realizara el propio Boada. Y, como en esa fecha escaseaba el bronce, solo pidió a los pescadores cojimeros que consiguieran el material. Ellos fueron reuniendo propelas, tornillos, piezas y cuanta cosa vinculada a los barcos estuviera elaborada en bronce. Es así como se ejecuta este homenaje público y popular a Papa. Es también, luego de su muerte, el primer monumento que se erige al escritor norteamericano en el mundo. Fue develado el 21 de julio de 1962, el mismo día en que el autor de El viejo y el mar hubiera cumplido 63 años, coincidiendo con la inauguración del Museo Ernest Hemingway.
Luego, de la mano del abuelo y el padre, Ballester nos conduce a los sitios en los que Hemingway se alojara, entre 1928 y mediados de 1939, cuando decide residir en Finca Vigía. El 1 de abril de 1928, descubre el hotel Ambos Mundos. A partir de esa fecha, siempre que regresa a Cuba, allí se hospeda. Ambos Mundos, se convierte en algo así como su cuartel general. Incluso, durante los veintiún años que vive en la finca, muchos dirigen su correspondencia al hotel. Manuel Asper, el dueño y amigo del escritor, la conserva y se comunica con Hemingway. En algunas oportunidades el escritor, personalmente, la recoge. En otras, envía a Juan Pastor, su chofer, por la encomienda.
El hotel Sevilla sirvió de refugio, en 1939, a los amores prohibidos con la periodista, corresponsal de guerra y novelista, Martha Gellhorn. Es esa etapa turbulenta en la que se rompen los lazos matrimoniales entre él y Pauline Pffeifer, su segunda esposa. La Gellhorn, se convertirá en la tercera, para mí la más carismática. Es ella quien descubre Finca Vigía.
Hemingway asegura que resulta increíble hospedarse en un hotel y que todos estén convencidos que eres huésped de otro. Asper, su buen amigo y cómplice, acopiaba la correspondencia y se mantenía en contacto con él, mientras el escritor se alojaba en el Sevilla junto a Martha.
Ballester nos obliga a participar de sus preocupaciones. Una y otra vez nos inquieta ante la búsqueda o rescate de la bicicleta que dejara escondida en Finca Vigía. Y nos regresa a la narración: la policía indaga por el dueño de la misma. La preocupación era regresarla a casa sin tener que dar más explicaciones al padre. Finalmente, se las ingenia y mete a su progenitor y al “americano” en el esclarecimiento de por qué vino a buscarla. Afortunadamente, todo sale bien.
Como para clarificar la conducta de Hemingway hacia la educación de los niños, Ballester refiere cómo al narrarle lo acontecido con la perseguidora y los policías que viajaban en ella, el escritor norteamericano se percata de que fue algo incorrecto el haber inculcado, en esos muchachitos, la idea de lanzar piedras hacia la casa del “otro americano”, Frank Stinhaerdt, el dueño de los tranvías.
Recorremos la finca en la que, además de las diversas variedades de mangos, también se encuentran el mamey de Santo Domingo, el zapote, las casuarinas, la caliandra, la pétrea, la lluvia de orquídeas, la caña brava, las almendras, la pimienta africana, las orquídeas, las palmas y la ceiba. Sí, esa que muestra, a su izquierda, la puerta de entrada a la casa de Ernest Hemingway. Las rosas se cultivaban con muchísimo trabajo, la tierra de Finca Vigía no resultaba buena para ellas. También mantenían un área para el cultivo de vegetales que gustaban consumir frescos.
En ese paseo, se entremezclan la memoria y la leyenda de Hemingway en San Francisco de Paula. Y volvemos a la anécdota del circo Miguelito, que año tras año recorría San Miguel del Padrón, municipio donde está enclavada Finca Vigía.
La curiosidad infantil llega al cementerio de perros. Aunque, en la década del 50 debe ser uno solo el que se encuentra allí enterrado. Luego, Hemingway continúa el recorrido y les muestra, en la sala de la casa, su butaca preferida. Señala también el dormitorio de Mary y los conduce a su cuarto, despacho, baño, closet para las ropas y el sitio en el que escribe, en el que crea sus obras literarias.
Los ojos de los niños se asombran ante la rana toro y el chipojo que Hemingway preservara en pomos con formol. Igualmente el murciélago frutero que, colectó con esmero porque, al decir del doctor José Luis Herrera Sotolongo, quien fuera médico y amigo personal de Hemingway desde la Guerra Civil Española, el murciélago era albino.
No entienden, les resulta incomprensible que se escriba en la pared. Las madres solemos prohibir a nuestros hijos que hagan semejante cosa. Sin embargo, Hemingway lo hacía en la pared de su baño. Qué anotaba el escritor. Escribía la fecha y el peso. Y, en algunas ocasiones, señalaba algo que considerara fuera de interés. Así aparecen observaciones tales como: 5 días sin dieta, después de 200 ejercicios, sin pantuflas ni pijama... Iba perdiendo peso. Algo que preocupaba extremamente al escritor porque la pérdida de peso era señal de enfermedad.
Sí, realmente, en ese sitio radicó un fortín español, queda totalmente en la leyenda, al menos hasta ahora no ha sido probado documentalmente.
Existen opiniones diversas acerca de si los gatos aparecieron, por primera vez en Cayo Hueso o en Finca Vigía. De acuerdo a declaraciones de Patrick Hemingway, hijo del escritor y Pauline Pffeifer, en la casa de Key West, nunca tuvieron gatos. Ver con mark burrell artículo publicado.
Me adhiero a su aparición en Finca Vigía. Existe una foto de Martha Gellhorn, pequeña, abrazando a un bello gatito. Es ella quien descubre el sitio en La Habana. Además, en ninguna de las fotos que se han publicado de Ernest Hemingway, correspondientes a su etapa de Key West, aparece este con algún gato, tampoco se ven por la casa. Sin embargo, todas las fotos que conozco de gatos con Hemingway o andando estos libremente por la casa, se corresponden con Finca Vigía. Pienso, con total seguridad, que, si queremos continuar conservando el espíritu del dios de bronce de la literatura norteamericana, es preciso que reaparezcan los gatos en Finca Vigía.
Alfredito presta suma atención a su padre y a su abuelo. En medio de la conversación con el abuelo este le comenta al padre acerca de cierto escrito que dejó Hemingway, en la Bodeguita del Medio. La última vez que allí concurrí todavía se mantenía. Pero no, no fue el escritor norteamericano el autor del mismo. Sabemos por Martínez, quien fuera dueño de este restorán, que Ernest Hemingway no era su cliente, aunque sí aseveraba, que en algunas ocasiones concurría al mismo. Él nos contó que ese escrito fue una broma de Fernando G. Campoamor, periodista, escritor y amigo de Hemingway. Campoamor imitó la letra de su amigo y plasmó ese pensamiento que, Martínez, buen comerciante al fin y al cabo, conservó. Si se compara la característica de la letra del escritor norteamericano con la del cartel, salta a la vista la imitación.
Pero el abuelo y el padre de Alfredito no tenían por qué conocer este íntimo detalle. Fue una broma de Campoamor que Hemingway admitió y aprobó. Nunca mandó a retirar el cartel de ese archiconocido lugar. Me inclino a que, más bien, disfrutó del posible engaño.
Los hechos revelan a Alfredito lo compleja que es la vida. En medio de su inocencia presencia el encuentro entre los padres de Manolito. Él, borracho, ella resentida ante el abandono del hijo. Ella increpa, él solicita perdón… Alfredito descubre que sus dos grandes amiguitos: Luisito y Manolito son hermanos, pero ellos no lo saben.
Vuelven a la finca. Hemingway se despide, realizará un viaje. Pide recuerden por dónde entrar, por si, cuando decidan regresar a Finca Vigía él no está, y no los dejan entrar. Quiere que recuerden por dónde deben ingresar, escondidos.
Alfredito le dice que quiere ser escritor, pero también piloto de guerra. Quiere parecerse a Hemingway y describir los horrores de los conflictos bélicos. Y “el americano” le pide que escriba esta historia, “la nuestra” porque todos ellos tienen una historia en común, esa que Alfredo Ballester nos ha ido contando a lo largo de su novela. Y que hoy pone a disposición del público cubano.
La obra de Alfredo Ballester, presentaba una disyuntiva: hablaba de su novela testimonio o abarcaba los anexos que la acompañan. Decidí pues, abordar a priori, la novela. Luego de concluida esta parte solicité permiso al autor para recorrerlos y comentarlos al lector. Así que iré recorriendo uno a uno sus anexos.
Vemos cómo reciben, los muchachos del barrio la noticia de la muerte del “americano”. Pero sobre todo el razonamiento que de ella hace Alfredito. Hemingway brindó sus mangos y su amistad y ellos disfrutaron de ambos.
Me refiero a El fantasma de Hemingway. Hace años publiqué una crónica que titulé El fantasma de Vigía y, en ella, narraba algunos aspectos de esa leyenda que envuelve la finca. Pasé 17 años de mi vida en ese sitio en el que pernocté en noches de tormenta, en esas madrugadas hostiles en que ciclones y huracanes no solo amenazaban sino atacaban a La Habana y otras provincias. En aquellas largas jornadas de hasta 23 horas sin electricidad, que transcurrieron durante ese Período que los cubanos hemos denominado Especial. Confieso no haber tropezado jamás con el fantasma de Hemingway. Y asevero que, aunque no he visto su fantasma, sí se siente, fuertemente, su presencia.
Alfredito, ya adolescente e incluso adulto, continuó visitando Finca Vigía convertida en museo a partir del 21 de julio de 1962. Pero no nos dice si, en alguna de esas visitas, ha tropezado con él.
¿Muere por negligencia médica?, diversas son las hipótesis existentes acerca del tratamiento recibido por el escritor norteamericano en la clínica Mayo. De acuerdo a los criterios del Dr. José Luis Herrera Sotolongo, el tratamiento a base de electroshocks fue excesivo y él aseguraba que innecesario. Insistía, además, en que había sido un suicidio inducido. El Dr. Alex Cardoni, farmacólogo norteamericano, lleva años intentando, infructuosamente, acceder a la Historia Clínica de Ernest Hemingway que se preserva tal si fuera un secreto de estado.
Incógnitas y misterios de la muerte de Hemingway, y sobre este tema existen, concuerdo con Ballester, muchas y variadas versiones. Es muy cierto que es compulsado por el gobierno de los Estados Unidos a abandonar Cuba. Es Phillip Bonsal, embajador norteamericano en ese entonces, quien le comunica extraoficialmente, que su gobierno romperá relaciones diplomáticas con la isla caribeña. Y le dice que él deberá abandonar la isla. Hemingway se niega. A lo que el embajador responde que “si el escritor no podía asumir una posición como figura pública, tendría que asumir las consecuencias”. Por lo que “El escritor se ve obligado a tomar una decisión muy espinosa. Tiene que escoger entre su país y su hogar. Esto había quedado muy claro para él. Las opciones a su disposición eran muy estrechas”.8