Hija de la bella Verona - Christina Dodd - E-Book

Hija de la bella Verona E-Book

Christina Dodd

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Beschreibung

«Una novela con tiene una trama que es una montaña rusa que nos lleva a un final de infarto.» Publisher´s Weekly  «Una historia donde Verona es una ciudad mítica y atemporal donde una joven valiente e independiente es capaz de hechizar a hombres distintos.» Kirkus Reviews    Érase una vez una joven pareja que se enamoró perdidamente pese a pertenecer a familias rivales. Probablemente conoces la historia y como acabó (pista: mal, fatal), pero en realidad no es así como termina: Romeo y Julieta viven felices y comen perdices… y también son mis padres.  Me llamo Rose y soy la mayor de sus siete hijos, con énfasis en «mayor», porque con veinte años ya me consideran una solterona. Pero ¿quién puede pensar en matrimonio cuando te has criado entre apasionadas declaraciones de amor, versos recitados a la luz de la luna y besuqueos constantes? ¡Es agotador!  Hasta ahora he logrado esquivar el altar presentando a mis pretendientes a prometidas más adecuadas, pero parece que no conseguiré deshacerme del viudo duque Stephano, cuyas anteriores esposas (tres, para ser exactos) han tenido «finales desafortunados». Sin embargo, la noche de nuestro baile de compromiso, mi futuro marido aparece con una daga clavada en el pecho. Media Verona tiene motivos para asesinarle, pero cuando todos a su alrededor comienzan a desaparecer, morir o volverse locos, sé que debo encontrar al culpable antes de que me encuentre a mí.     No es como te lo contó Shakespeare, pero hay cadáveres, intrigas y algo de amor a primera vista.   Los Bridgerton y Cuchillos por la espalda se unen en esta divertida, ingeniosa e irreverente comedia romántica de época. 

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Seitenzahl: 410

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Título original inglés: A Daughter of Fair Verona.

© del texto: Christina Dodd, 2024.

Edición original realizada por Kensington Publishing Corp.

La edición española se ha publicado gracias a un acuerdo a través de Sandra Bruna Agencia Literaria, S.L.

Todos los derechos reservados.

© de la traducción: Maria Rosich Andreu, 2024.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2024.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición en libro electrónico: octubre de 2024.

OBDO403

ISBN: 978-84-1132-962-0

Composición digital: www.acatia.es

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

Índice

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Nota de la autora

Agradecimientos

PARA ARWEN, HIJA DE SCOTT Y CHRISTINA,

RICA EN GENEROSIDAD Y APOYO. GRACIAS POR TU BRILLANTEZ Y TU AMABILIDAD.

QUE TENGAS UNA VIDA LARGA Y LLENA DE SOL.

1

EN LA HERMOSA VERONA,

DONDE SITUAMOS NUESTRA ESCENA

Me llamo Rosie, Rosalina cuando me meto en líos, y soy hija de Romeo y Julieta.

Sí, los famosos Romeo y Julieta.

No, no murieron en la tumba. Prepárate para un resumen largo, pero no te preocupes, es interesante en el sentido de que así verás que no te estoy tomando el pelo.

Mi madre era una Capuleto. Mi padre es un Montesco. Por algún motivo perdido en la noche de los tiempos, sus familias eran rivales irreconciliables. Sin embargo, mis padres se conocieron en una fiesta, se enamoraron al instante (nada malo sale del amor a primera vista, ¿verdad?) y se casaron en secreto. Esa misma tarde, papá mató al primo de mamá en un duelo, mamá odió a papá durante unos minutos realmente escandalosos y cargados de lamentos y luego lo perdonó con la misma poca discreción. Se acostaron juntos y, según cuentan, se pasaron la noche haciendo la bassa danza horizontal. Papá se exilió a causa del asesinato (a la ciudad de al lado, a pocas horas a caballo) y mamá se deprimió. Para animarla, mis abuelos decidieron que tenía que casarse, porque en mi mundo, lo único que una mujer necesita para ser feliz es un marido.

Lo cual me lleva a preguntarme si alguien en Verona se ha fijado en el penoso estado de los matrimonios de esta ciudad.

Mamá, con su melodrama típico, decidió suicidarse. El confesor de la familia la convenció de que se tomara un brebaje que la sumiría en un sueño que la haría parecer muerta.

Ya lo sé, estarás pensando... «¡Anda ya! ¡Eso no existe!».

Pero te prometo que sí. Trabajo con fray Lorenzo, el monje franciscano y boticario que le hizo la mezcla. Volverá a salir, no te preocupes.

Mamá tomó el brebaje, se sumió en un estado similar a la muerte, tuvo un funeral fantástico con todos los llantos y lamentos que su familia es capaz de expresar (y que quede claro que son unos llantos y lamentos impresionantes) y fue depositada en el panteón de la familia Capuleto.

Tenía trece años y, a todas luces, era un cadáver guapísimo.

Papá recibió en el exilio la noticia de que su flamante esposa había decidido de forma repentina e inexplicable echarse la siesta definitiva y, como él está hecho de la misma madera dramática, consiguió veneno «de verdad» y volvió a toda prisa a la hermosa Verona. Entró en el panteón, mató al prometido de mamá (mi padre es un espadachín de primera, lo cual es una suerte teniendo en cuenta que es capaz de ofender a un montón de gente en un día), se arrojó sobre el cuerpo de ella y se tomó el veneno de verdad porque su vida no merecía la pena sin mi madre.

Tenía dieciséis años y, según he observado, los chicos de dieciséis años son idiotas o algo peor. Pero bueno, qué sabré yo.

Así que ahí tenemos a mi padre abrazado al supuesto cadáver de mi madre, que en teoría está muerta, y ella se despierta y lo ve. ¿Os imagináis el potencial teatral de la escena?

Yo no. A menos que haya alguien mirando, no tiene sentido emocionarse.

Pero me estoy desviando de la historia que he oído innumerables veces en mi vida, contada casi sin respirar a la hora del desayuno.

Mamá desenvainó el puñal de papá y se lo clavó en su propio corazón. Sangró mucho y se desmayó, pero resultó que lo que más daño había sufrido era el colgante de oro con el que su familia la había enterrado, que desvió el cuchillo, de modo que solo se hizo un corte en el pecho. Todavía tiene la cicatriz y se empeña en enseñármela cuando pongo los ojos en blanco.

Al ver toda esa sangre, se desmayó y, cuando volvió en sí, todavía perfectamente viva, se arrastró hasta la tumba, se deshizo en sollozos de nuevo sobre el cuerpo de papá y se animó a volver a intentar el suicidio. En ese momento, papá se incorporó, se inclinó y vomitó en el suelo.

Es bien sabido que nunca se puede confiar en que un apotecario cualquiera suministre una dosis fiable de veneno.

Mamá entendió dos cosas a la vez: papá estaba vivo y estaba esparciendo lasaña por todas partes. En un frenesí de alegría y solidaridad, ella también sacó los escasos alimentos que tenía en el estómago.

Se podría argumentar que tuvo arcadas porque vomitar es contagioso... o se podría pensar que me estaba presentando al mundo, porque, al cabo de nueve meses, hice mi aparición en la casa Montesco.

¿Todo claro hasta aquí? Sí, ya lo sé. Pero juro por Dios que, si le quitamos el melodrama, esto es lo que pasó.

A lo mejor estás pensando: ¿por qué una chica tan joven como Rosie habla con tanto sarcasmo sobre el amor y la pasión?

Pues deja que te cuente un par de cosas.

1. Cuando todo el día tienes que escuchar las historias de amor verdadero y pasión salvaje, tragedias y corazones rotos que te cuentan la familia de tu madre, la abuela de tu padre, tus padres, que no paran de pelearse y reconciliarse, soltar monólogos y acostarse y copular tan ruidosamente que no dejan dormir a nadie... el amor y la pasión pierden un poco de gracia. De hecho, todo el asunto es claramente desagradable. Además, tengo seis hermanos pequeños y alguien con un poco de sentido común tiene que cuidar de ellos, ¿y quién va a hacerlo, en esta familia locamente romántica, si no lo hago yo?

2. En realidad, no soy joven. Mis padres llevan intentando casarme con un noble u otro desde que tenía trece años. Como una hija como Dios manda, yo hago una genuflexión y les doy las gracias... y enseguida me pongo manos a la obra para encontrar a esos caballeros otras esposas de las que enamorarse al instante y a las que adorar para siempre. Me enorgullezco de mi capacidad para emparejar a los aristócratas de Verona con sus almas gemelas, al tiempo que me salvo de la farsa del amor y la pasión, y de todos aquellos crujidos del colchón, gemidos, arañazos y... En fin. El caso es que soy vieja, tengo casi veinte años; soy una solterona empedernida famosa por haber tenido la mala suerte de que me hayan dado plantón varias veces, y estoy condenada a vivir en casa de mis padres hasta que mi hermano pequeño crezca, se case y ocupe el lugar de mi padre como cabeza de familia.

Tiene seis años. Yo he reunido todas las habilidades para quedarme soltera y tengo todo el tiempo del mundo...

Hasta el día en que me llamaron desde la alcoba de mis padres y oí a mi madre pronunciar las fatídicas palabras: «Hija, tu padre y yo tenemos una excelente noticia que darte».

2

Se me encogió el corazón. Era la quinta vez que oía el principio de esa conversación. Aunque ya hacía dos años de la última...

El caso es que mis padres habían vuelto a traer el tema a casa como el gato que trae una rata medio muerta. Una rata medio muerta a la que había que matar de una vez por todas.

Di la respuesta adecuada:

—Mi señora Madre, me muero de ganas de saber de qué se trata.

—Te hemos encontrado marido.

Siete hijos habían ampliado las caderas y habían redondeado la cintura de Julieta, pero en la hermosa Verona, sus ojos oscuros eran el epítome del amor. Los poetas les dedicaban versos... y acababan ensartados por la espada de Romeo. El problema, en mi opinión, es que tengo los ojos de mi madre.

«Y por eso volvíamos a estar en las mismas». Hice una genuflexión.

—No me tengáis más en vilo, queridos guardianes de mi corazón.

Papá anunció con una floritura:

—El duque Leir Stephano, de la casa de los Creppa, ha pedido tu mano.

Aquella genuflexión tan larga hizo que me diera un tirón, y casi me caí al suelo.

—¿El duque Stephano? ¡Si enterró a su tercera esposa hace dos semanas!

—Ha tenido mala suerte, es cierto —admitió papá.

—¿Mala suerte? —pregunté, levantando la voz. Al fin y al cabo, soy una Montesco. Tengo un buen volumen de voz y sé usarlo—. ¡Titania apenas ha tenido tiempo de enfriarse en la tumba después de haber comido anguilas envenenadas!

—No estaban envenenadas. Confió en el pescadero equivocado y comió lo que no debía. —Mamá creía lo que decía o fingía creerlo—. Sé que era amiga tuya, pero sufría del pecado de la gula. De todos modos, no entiendo cómo alguien puede comer anguilas. ¡Con esa textura!

Fingió una pequeña arcada.

—A mí siempre me había parecido que Titania no era muy de fiar —comentó papá, reflexivamente.

—Durante años casi vivía aquí —le recordé—. Sus padres son...

—¡Ya sé quiénes son sus padres! Fabian y Gertrude, de la casa de los Brambilia. Un matrimonio miserable entre personas miserables sin otro fin en la vida que hacer miserables a cuantos les rodean. ¿Por qué crees que toleré a Titania incluso después de que ella...? —se interrumpió y se quedó inmóvil como una liebre en una trampa.

—Cuando Titania... ¿qué?

Eso olía a historia.

Mamá intervino:

—Se enamoró de mi Romeo, para sorpresa de nadie. Con lo guapo y amable que es, estaba claro que atraería a una chica de origen infeliz. Tuve que hablar con ella y... no se lo tomó bien.

No me gustó cómo sonaba eso.

—¿En qué sentido?

—No supo encajar la decepción con elegancia. —Mamá estaba claramente incómoda—. Me amenazó.

—Te... ¿te amenazó? ¿A ti? —pregunté, tartamudeando—. ¡Si eres Julieta!

—Titania dio un puñetazo en la mesa y habló con un vigor poco femenino, y aunque no la expulsé de la casa Montesco por completo, ya que la chica era muy joven y sus padres no estaban por la labor, sí limité su tiempo con vosotros, los niños, y cuando venía de visita, yo la vigilaba de cerca.

—Por suerte, pronto centró su devoción en el duque Stephano y se olvidó de mí —dijo papá, con un profundo suspiro de alivio.

—No lo sabía. Lo siento, papá. —Esa conversación me estaba incomodando—. Titania y yo somos distintas. Venía de una familia infeliz y eso hacía que a veces se pusiera taciturna y melancólica. ¡Y su obsesión con aquel hombre tan malvado! Entiendo que amara a papá, les pasa a todas las mujeres, pero ¿al duque Stephano? ¿Un hombre famoso por su indiferencia hacia su propia familia, que nunca ha querido a nadie más que a sí mismo en toda su vida?

—Pobre chica. —Era evidente que el dulce corazón de mamá estaba acongojado por Titania—. Pensar que murió tan falta de amor...

—Tuvo amor. Dio amor.

Yo me acordaba perfectamente.

—Yo tenía la sensación de que Titania llevaba encaprichada del duque desde siempre. Hablaba de él continuamente, y no dejaba de vigilarlo y seguirlo en secreto.

—¿Tú le diste consejos? —preguntó papá.

Le hice una mueca.

—Ya me conoces, papá. Si tengo una opinión, todo el mundo tiene derecho a saberla.

—Solo si crees que va a ser útil.

Mamá era amable.

Papá no tanto:

—Es uno de tus rasgos más molestos, Rosie. Sobre todo cuando tienes razón.

—¡Pero él no tenía derecho a envenenarla, por mucho que ella lo adorara! —Recordé a la novia inocente, risueña y enamorada que había visto en la boda un año antes y levanté la voz—. Hizo lo mismo con su primera esposa, que murió misteriosamente tras una década de matrimonio.

—Eso sí me sorprendió. Creo que la amaba o, al menos, la amaba hasta el punto que ese hombre tan cruel puede amar.

A mamá se le había escapado sin querer lo que realmente pensaba de él.

—¡Envenenada! —insistí yo, más fuerte que antes—. Y su segunda esposa también fue envenenada. Y luego Titania. Las tres eran más jóvenes que él. Todas ricas. Despilfarra la dote y vuelve a casarse.

Papá también alzó la voz.

—¡No me grites, señorita! Las historias sobre sus dispendios y sus visitas a los burdeles y lo que le ocurrió a su amante no son más que habladurías.

Mamá abrió su abanico y se echó aire en la cara.

—¿Qué le pasó a su amante?

—Nada.

Papá se había precipitado.

—Me aseguraste que la reputación del duque Stephano no era merecida.

Mi madre era una Capuleto y sabía usar el tono de voz que correspondía a una mujer de su posición. Bueno, nuestra posición. Lo que sea. Sin embargo, ahora su tono se había endurecido.

—Puede que no sea el hombre ideal, pero... ¡mira a Rosie! —Papá señaló hacia mí con un gesto de la mano—. Antes de que termine el verano, habrá cumplido veinte años. ¡Veinte años y virgen!

—Eso es culpa tuya, Romeo. —Mamá casi nunca se dirigía a él con brusquedad, pero ese tema era la excepción—. Insististe en llamarla Rosalina en honor a tu primer amor, que juró ser casta... y ahora tenemos una hija casta. ¡Fue premonitorio! ¡A quién se le ocurre!

—Ya, ya.

Papá ya había oído todo eso antes.

Lo miré de reojo y vi que reaccionaba como se esperaba de él:

—Rosalina no fue un amor verdadero para mí, solo la distracción de un joven insensato. Solo he tenido un único amor verdadero, mi Julieta.

Asentí con la cabeza. «Mejor».

Por supuesto, papá no pudo morderse la lengua:

—Pero Rosalina no se mantuvo casta, así que supongo que el disgusto se le pasó rápido. —Obviamente, para él era una espinita clavada.

Mamá dijo:

—Se casó con veintiún años. Una vieja marchita...

—Bien podría haber estado muerta.

Quería decir, obviamente, que dentro de poco más de un año, yo también cumpliría veintiuno y me encontraba muy bien, gracias.

Mi amarga observación hizo que su atención se centrara de nuevo en mí. Mi defecto insalvable es mi incapacidad para mantener la boca cerrada. Decidí intentar distraerlos.

—Pero papá, ¿por qué me pusiste el nombre de tu novia?

Su rostro se suavizó y se llenó de emoción.

—Eras tan pequeñita y blandita, y olías tan bien... bueno, excepto cuando apestabas, pero incluso en esos momentos se veía claramente que ibas a ser tan guapa como tu madre. Con esos grandes ojos marrones... ¡y esas pestañas! Yo solo podía pensar en todos los hombres que querrían... —Se golpeó los puños—. Así que te puse el nombre de Rosalina, la casta. En aquel momento, me pareció una buena idea. Y tú, querida Julieta, ¡estuviste de acuerdo!

Ella se aseguró de lavarse las manos:

—Estaba tan locamente enamorada de mi joven marido que habría accedido a cualquier cosa.

A papá se le puso mirada de «eso es amor».

—¿Y todavía estás tan locamente enamorada? ¿Qué luz es luz, si a Julieta no veo...?

«Oh, no. Otra vez igual». Yo me burlé:

—¡Poesía! Qué pesadez. ¿De qué va? ¿Qué argumento tiene? ¡Ve al grano!

—Hija, ¡la poesía es el alma de la naturaleza expresada en palabras! —me reprendió papá.

—Ah, Romeo, Romeo... —Mamá puso una mano sobre la suya—. No estamos hablando de nuestro amor, sino de matrimonio, del largamente esperado matrimonio de Rosalina, que celebraremos con esperanza y fe.

—Rosalina, siempre nos despistas —protestó papá—. Si no te conociera tan bien, diría que lo haces a propósito.

—¿Por qué iba a hacerlo? —murmuré—. Distraeros no sirve de nada.

—Dos hermanas tuyas, más jóvenes, ya están casadas. —Papá volvía a hablar a gritos—. ¿Cómo es posible?

Pues era posible porque sus matrimonios anteriormente habían sido propuestas de mis padres para mí y yo había puesto a mis preciosas hermanas menores, tan bonitas, románticas y llenas de dones, delante de los pretendientes, con lo que me ahorré casarme. Había bailado en ambas bodas, pensando con arrogancia que había sido la más lista de todos, y ahora... ¿esto?

Miré fijamente a mi padre, lanzando chispas por los ojos.

—¿Cuánto le has ofrecido por casarse conmigo?

—Nada. Te vas a casar sin dote. Cuando me propuso la unión, le dije que tenía demasiadas hijas para hacer un gran dispendio en la boda de una tan vieja. —Me sonrió con complicidad—. En ciertas circunstancias, sale a cuenta escupir sobre la mercancía.

La frase podría haberme hecho gracia, que era lo que él pretendía, pero esa sarta de locuras no tenía ningún sentido.

—Pues entonces, ¿por qué quiere casarse conmigo?

Vi que los ojos de mi padre se desviaban hacia un lado y lo comprendí. O eso creí.

—Ah. Por mi cuerpo. Por pura lujuria.

—Rosie, hija... —Papá me cogió el rostro cariñosamente entre sus manos—. Sabes que te quiero.

—Sí.

Era cierto. Era un buen padre y quería lo mejor para mí. El problema era que... lo que era lo mejor para cualquier otra mujer no se me podía aplicar, y él era incapaz de entenderlo.

Me acarició la mejilla con el pulgar.

—Eres preciosa. Tu piel sin marcas de viruela, la curva de la mejilla, los labios sonrosados... cuando te miro, veo a tu madre y el sol y la luna y las estrellas brillando todo en uno.

Papá piensa que soy guapa porque me parezco a mi madre, y eso es lo malo de mis padres. Me convenzo a mí misma de que son el mayor fraude de la historia del romanticismo, pero entonces papá le recita un soneto de amor por su belleza y mamá le sonríe como una doncella tímida, y la pasión prende entre ellos como un fuego que podría calentarme el corazón.

«Maldita sea». Me resultaría mucho más fácil ser una solterona amargada si ellos fueran realmente un fraude. Y la verdad es que, en el fondo, abrigo la secreta esperanza de que yo también... Pero no, son la única pareja que he visto bendecida con un amor tan salvaje, verdadero, inquebrantable y eterno. Para el resto del mundo, algo así es una quimera.

—Rosie tiene tus cejas, Romeo. —Mi señora madre sonaba divertida—. Las cejas de Satanás.

Los hombres escribían sonetos sobre mi madre. Mujeres desprevenidas se quedaban boquiabiertas al ver a mi padre. Era uno de esos tipos que tienen todos los ingredientes como Dios manda: el pelo, la cara, el cuerpo hacían babear a las damas. Lo único que le impedía deslumbrar eran aquellas cejas... que yo había heredado. Subían oblicuas casi desde el rabillo del ojo hasta el nacimiento del pelo, sin apenas curva, y yo era la única de toda la prole que las había heredado. Me negaba a angustiarme por lo que eso podría significar...

Mamá continuó:

—Romeo, querido, tus cejas fueron lo primero que me atrajo de ti. Pensé que serías un buen pecador.

Papá la miró y esbozó su sonrisa chulesca.

—¿Y cumplí tus deseos?

—Luego tendrás que demostrar tu valía una vez más —replicó ella, tentándole.

En un pequeño estallido de exasperación, solté:

—¿Queréis dejarlo de una vez? ¡Soy vuestra hija y estoy aquí!

Papá dejó caer las manos a los costados, sin duda para evitar que se fueran hacia su querida Julieta, y volvió al tema que nos ocupaba.

—El duque Stephano es un hombre influyente.

Sus palabras contenían una profunda tristeza, y por fin entendí lo que pasaba.

—Influyente e indecente. Un hombre al que no solo temen sus esposas. No te atreviste a decirle que no.

—En efecto.

—Y qué, ¿voy planeando el funeral a la vez que la fiesta de compromiso? —Mis palabras estaban cargadas de amargura.

—Nada de funerales. Hay esperanza. Debemos mantener la fe.

Sin embargo, a mamá le temblaba la barbilla.

—¿Por qué?

Yo podía haberme resignado, pero aun así seguía enfadada.

—Hija, por mucho que finjas, no puedes ocultar la verdad. Sabemos que eres... —papá hizo una pausa, como si le doliera decir la palabra— inteligente.

Miré a mi madre. Ella asintió con tristeza.

—Entiendes las matemáticas.

—Lo siento, mamá. —Ese era un gran tema de discordia entre nosotras—. Necesito entenderlas si voy a llevar la casa.

—Cierto, estrella guía de mi corazón —dijo papá, mirando a mamá—. Según fray Lorenzo, tiene un talento inusual, incluso más que nuestro hijo.

Mamá empezó a abanicarse más deprisa.

Papá se volvió hacia mí.

—Tu madre y yo hemos hablado de este enlace y lo hemos analizado desde todos los ángulos. No tenemos elección. Debemos aceptar la oferta. El duque insinuó que, si nos negábamos, me esperaba una desgracia. A todos nosotros. A la familia. Lo que dijo me hizo temer que... No puedo protegeros a todos en todo momento. Pero sabemos que tú te las arreglarás —añadió, cogiéndome la mano con gesto apremiante—. De un modo u otro.

—Que me las arreglaré. ¿Y qué tengo que arreglar primero? ¿El baile de compromiso?

—También.

—Ya. ¿Y cuándo se celebrará?

—Dentro de dos noches.

Apretando los dientes, dije:

—Al parecer tienes una imagen muy positiva de mi eficiencia.

—El duque Stephano insistió en que el enlace se celebrara de inmediato.

—Yo te ayudaré —intervino mamá alegremente—. Ya sabes cómo me gusta organizar bailes.

Era verdad: le encantaba. Se le daba fatal, pero le encantaba.

—Sí, mi señora madre, confío en que te ocuparás de las flores. A lo mejor podríamos poner lirios blancos.

—¿Lirios? No, los lirios no son adecuados para un baile de compromiso, son más de... funeral.

La palabra quedó flotando en el aire.

Papá se aclaró la garganta y recondujo la conversación.

—Quería decir que te ocuparías de todo lo... de todos los detalles desagradables relacionados con el duque Stephano.

¿Qué se pensaba que podía hacer? ¿Matarlo?

—Porque nadie más puede.

Papá bajó los ojos, avergonzado de sí mismo.

—De acuerdo.

No me gustaba verlo avergonzado por cumplir su deber. Soy una persona eminentemente práctica y, en el fondo, lo entendía. Somos los Montesco. Somos una familia importante en Verona. Una familia rica, propietaria de extensos viñedos, y elaboramos los mejores vinos de la ciudad. Pero somos tan fértiles (no solo Romeo y Julieta, sino también mis tíos y tías, y sus maridos y esposas, y sus hijos) que la riqueza está muy repartida. Hasta él, Romeo Montesco, el hombre más romántico y menos prudente de Verona, había tenido que tomar una decisión basada en el sentido común y pensando en el bien del resto de sus hijos.

—Quizás cuando el duque haya consumado su matrimonio conmigo, podrías retarle, batirte en duelo con él y matarlo.

—Hija, ese hombre no sigue las reglas. Nunca se arriesgaría a una pelea justa. —Papá se animó—. Pero podría asesinarlo.

—Podrías. Pero lo de clavar un cuchillo por la espalda a otro hombre es su estilo, no el tuyo.

—Sin embargo, por ti...

Pero esa parte tan práctica de mí respondió:

—Gracias, papá, pero me temo que eso desencadenaría otra rencilla entre familias y volveríamos al principio de tu aventura con mamá, y esta vez alguien podría morir de verdad en la tumba... y, con un poco de mala suerte, sería yo. Y no tendríamos familia feliz.

Mamá soltó un sollozo.

Papá parecía desdichado. Y entonces, como es un hombre y las mujeres infelices y lloronas le incomodan, levantó la pierna y se tiró un pedo.

—¡Romeo!

Mamá sacó el pañuelo y lo agitó delante de su cara.

—¡Papá! ¿En serio?

Me apresuré a abrir todavía más la ventana.

Él, en tono altanero, replicó:

—Según fray Lorenzo, una persona sana expulsa gases diez veces al día.

Y se tiró otro pedo.

—¿Y tú cuántas personas eres, papá?

Y después de eso, hui de la habitación, dejándolos a él balbuceando y a mamá riéndose en su pañuelo. Lo cual era lo que yo pretendía, porque igual que a mi digno padre, no me gustaba ver llorar a mi madre.

Pero una vez en mi habitación, me escabullí de mi nodriza, que estaba preocupada por mí porque, como todos los demás en la casa, se había enterado de la noticia, y salí a mi balcón.

Nuestro jardín, situado en la parte trasera de la casa Montesco, constituía un espacio salvaje de rosales trepadores y árboles altos, bancos de piedra pulida y un gran columpio. Mayores y pequeños disfrutaban por igual del jardín, y yo me encargaba con mucho gusto de que siguiera siendo un lugar de dulces aromas y alegres ratos libres. Un alto muro de granito protegía los límites de nuestra propiedad, y cuando, como a veces ocurría, algún ladrón o canalla pretendía invadir nuestra paz, el espeso seto espinoso constituía una excelente barrera.

Me quedé mirando el jardín, soleado y luminoso, con sus senderos serpenteantes, sus álamos negros, las largas columnas de puntiagudos cipreses verdes y el robusto nogal que había frente a mi ventana. Tenía que recordarle al jardinero que tratara las rosas contra el pulgón (bastaría con una solución suave de jabón) y podara el alto seto espinoso que seguía el contorno del muro exterior. Apoyé los codos en la barandilla de piedra y suspiré.

Antes de preocuparme por el jardín, necesitaba organizar mi propio baile de compromiso con el cruel y lujurioso duque Leir Stephano.

3

Dos noches más tarde, mientras mi hermano y mis hermanas que aún vivían en casa se dedicaban a hacer comentarios sobre mi prometido sentados en mi cama, la nodriza me apretaba el vestido de terciopelo escarlata como si yo fuera un ganso de Navidad en la bandeja de un hombre rico.

—¡Tiene granos en el culo! —Cesario, el heredero de mi padre, daba saltos en la cama e insultaba con toda la sutileza del niño de seis años que era.

—Nadie en toda Verona tiene tantos pelos en la nariz y tantos mocos como él. —Imogene, de once años, tenía suficiente madurez para no limitar sus insultos a la escatología... pero poco más.

—¡Tiene granos en las orejas! —gritó Cesario.

—Levanta los brazos —me ordenó la nodriza.

Obedecí, y ella me subió las mangas de seda con incrustaciones de perlas hasta los hombros y las ató al cuerpo del vestido.

—Tiene una nariz mentirosa.

Katherina, de trece años, había pasado de los insultos infantiles a otros que pudieran proferirse en público. Se suponía que la nariz de un hombre era un indicio de sus dotes masculinas y la del duque Leir Stephano era, sin duda, una mole impresionante.

—¡Huele sus propios pedos! —añadió Cesario.

—No hay duda de que eres hijo de nuestro padre —le dije.

Emilia, de siete años, la más ingeniosa de todos, añadió su esperado y mortal insulto, ceceando debido a la ausencia de incisivos:

—No me acuerdo de su nombre. ¿Es duque Leir Stephano? O es... ¿duque lo Sterco?

Los niños la jalearon e intercambiaron golpecitos en los hombros y palmaditas en la espalda porque, vulgarmente, lo sterco significa estiércol, excrementos... mierda.

Mientras lo celebraban, yo me puse en el papel de hermana mayor y dije:

—No deberíais insultar a un hombre tan poderoso y rico.

Aun así, les sonreí, conmovida por el apoyo cariñoso que me brindaban.

Cesario dejó de saltar y se abalanzó sobre mí.

—Rosie, por favor, no te cases con él. Quédate con nosotros. Te necesitamos. ¡Te queremos!

Mis hermanas se le sumaron, abrazándome, y yo les devolví el abrazo con lágrimas en los ojos, y la nodriza chillaba y las reñía para que no arruinaran sus horas de trabajo. Éramos una familia, de eso no había duda. Nos parecíamos. Nos parecíamos a nuestros padres. Teníamos las mismas expresiones, hacíamos los mismos gestos, esbozábamos las mismas sonrisas, gritábamos con la misma voz. ¡Cuánto los quería! Qué pena iba a darme abandonarlos para irme a otra casa, o peor: al otro mundo.

La nodriza hizo salir a los niños, prometiéndoles que les enseñaría un escondite en el salón de baile desde donde podrían ver las celebraciones. Al cerrar la puerta tras ellos, se volvió hacia mí con aquellos ojos redondos en un rostro de líneas rectas y prácticas... y rompió a llorar.

Me apresuré a ponerme a su lado y la abracé.

—Nodriza querida, ¿tan fea estoy? —bromeé, intentando que se indignara al oírme criticar su trabajo.

Pero en lugar de eso, sollozó.

—Iré contigo a casa de tu malvado marido, como tu criada. Te defenderé de cualquier crueldad.

Me mostró la daga que llevaba en todo momento envainada bajo la manga. Decía que era su cuchillo de mesa, pero jamás una hoja de cuchillo se había fabricado con un acero tan fino, ni se había mantenido tan engrasada y afilada.

Me sentí conmovida y horrorizada al mismo tiempo. Mi nodriza era una mujer de edad avanzada, tal vez de sesenta años. Había sido la nodriza de mi madre antes de ser la mía, y su corazón bondadoso no debía sacrificarse por mí. Ambas habíamos grabado suficientes arrugas en su querido rostro.

—Nodriza querida, no hablemos de asesinatos antes del matrimonio —le dije—. Quién sabe si aún lograré librarme del peligroso yugo del duque Stephano.

Cogió el pañuelo que le ofrecí y se sonó la nariz con fuerza.

—Enterré a tu madre y la vi resucitar. Temo no tener tanta suerte contigo.

Se apresuró a buscarme otro elegante paño de lino blanco como la nieve.

—Esta noche será una gloriosa celebración de la vida. Comamos y bebamos mientras podamos. Prométeme que disfrutarás de la fiesta y que recogerás los frutos de tu trabajo.

Mi nodriza siempre ha sido mi mano derecha en la planificación de las fiestas.

—En cuanto haya metido a toda la patulea en la cama —prometió, y sacó los puños adornados con encaje blanco que decorarían los extremos de mis mangas.

Tendí las manos, primero una y luego otra, hacia ella.

—No deberías llamarlos así. Te adoran y sabes que no podrías irte y dejarlos.

La nodriza cerró los puños con más vigor del necesario.

—Voy donde hago falta, y cuando te cases con ese monstruo de Stephano, me necesitarás más que ellos.

Puse la mano sobre la manga de lino gris oscuro de la nodriza.

—Mi madre te necesitará. —Sacudí los brazos para que todo quedara en su sitio—. ¿Sabías que vuelve a estar embarazada?

—No. ¿Te lo ha dicho ella?

—No.

—Pero lo sabes. ¿Cómo puedes saberlo siempre?

La nodriza, con el tocado bien puesto y un pañuelo de un favorecedor tono azul que enmarcaba su rostro y teñía sus ojos grises como el invierno, me miró fijamente.

—Porque está radiante. —Me aclaré la garganta por la emoción del momento—. Así que no quiero oír nada de venirte conmigo. Si tú y yo no estamos, y mamá está ocupada con lo suyo, esta casa se vendrá abajo.

—Cierto. ¡Qué mal momento ha ido a elegir! —A la nodriza se le volvieron a escapar las lágrimas mientras me alisaba la falda, me ataba los puños a las mangas y me metía un rizo rebelde bajo el tocado con incrustaciones de perlas—. Eres incluso más guapa que tu madre.

—No es verdad. Me parezco demasiado a mi padre.

Enarqué las cejas satánicas para demostrarlo.

—Cierto. Pero no entiendo por qué el duque Stephano se ha obsesionado por ti.

No me ofendí.

—Yo tampoco. He vivido todo este tiempo sin que ningún hombre se enamorara de mí. ¿Por qué iba a pasarle a él? Y ¿por qué ahora? El duque Stephano no es de los que remueven cielo y tierra por amor o pasión. Solo le interesa el dinero y yo no puedo darle eso.

La nodriza entrecerró los ojos.

—Es verdad, señorita. Me pregunto por qué pide tu mano ese aprendiz del diablo.

Me sobresalté al instante.

—¡No deberías fisgonear!

La nodriza fingió que no me oía.

—Ve con tus padres y entra con ellos en la sala de baile.

—Pones en peligro tu vida —insistí.

—Asegúrate de no alejarte de tus padres y no permitas que el duque te acorrale.

—Nodriza querida, no dejaré que esa bestia se me acerque, pero quiero que me prometas que no te jugarás el cuello buscando un presunto plan malvado cuando lo único que quiere ese hombre es desflorar a otra virgen.

—Parece que aún no ha tenido suficiente —comentó ella, disgustada.

—Eso parece. Tengo entendido que la iniciación es bastante dolorosa.

—Donde hay amor... —empezó la nodriza, claramente pensando en mis padres y sus cópulas constantes, ruidosas y frenéticas.

—Aquí no lo va a haber.

—No. Pero si un hombre es hábil, hay que apreciarlo.

Empecé a criticar al duque, pero recordé el rostro resplandeciente de Titania y lo que me confesó en susurros tras su noche de bodas, y se me cortaron las palabras. Según dijo, la había complacido, una y otra vez, y yo no tenía motivos para no creerla.

—Ve, anda. Ya sabes que tienes que repasar los arreglos florales de mi señora. A veces parece que ve los colores como un hombre.

No del todo bien, quería decir eso.

—Yo también lo he pensado —admití.

La nodriza echó un vistazo al cielo a través de la ventana.

—Más vale que te des prisa. Los invitados estarán al caer.

Me apresuré.

La casa de los Montesco (como muchas casas de familias ricas de Verona) se construyó con una fachada fortificada en una calle de adoquines. Las familias se enemistaban, sus fortunas iban y venían, y entre sus sirvientes había mercenarios armados. Once años antes, en un tiempo turbulento que recuerdo bien, la familia Acquasasso conspiró para derrocar al príncipe Scala Leonardi el Viejo, podestà de Verona, con engaños y malas artes. Fracasaron, pero solo después de que él sacrificara su vida por su esposa, que estaba encinta, y por su hijo y heredero, el príncipe Scala el Joven.

La familia Acquasasso fue exiliada y la posición de sus aliados quedó muy debilitada. El príncipe Scala el Joven resurgió de las cenizas, escarmentado y decidido a vengarse e imponer de nuevo la paz en la ciudad. Y para hacerlo empleó todos los medios, por despiadados que fueran.

Por eso la casa de los Montesco tenía unas imponentes defensas exteriores, pero en su interior escondía una pasión por la belleza y el lujo. Verona había crecido a orillas del río Adigio y al lado de dos cruces de caminos, lo que dio riqueza y opulencia a la ciudad. Nuestra espaciosa casa se construyó en torno a un patio abierto con caminos de grava y parterres, árboles frondosos y claros donde encender un fuego en una fresca tarde de invierno. Mesas de mosaico y cómodos bancos invitaban a comer con tranquilidad.

La casa, de tres pisos, tenía muchos pasillos largos y amplios y columnatas decorativas; en la planta baja, había salas para recibir a invitados; en el primer piso, dormitorios y salones para la familia; y en el piso superior, estaban la cocina y las dependencias del servicio.

Como habrás deducido por esta descripción llena de amor, me encantaba mi casa y lo que más quería en este mundo era quedarme en ella y cuidarla hasta que pasara a otra generación de Montescos.

Corriendo por el pasillo hacia la sala de baile, me di cuenta de una cosa: mi nodriza, con su astucia, me había distraído para que yo no pudiera hacerle jurar que no intentaría descubrir las razones del duque Stephano para querer ese matrimonio. Y lo que es peor, le había dejado claro que no podía acompañarme a mi nuevo hogar para ayudarme a sobrevivir al malvado duque. ¡Ahora sería capaz de correr cualquier riesgo para garantizar mi seguridad!

Pensando en la daga, doblé la esquina y choqué contra un hombre que retrocedía a toda prisa. La fuerza del golpe hizo que se tambaleara; yo, al ser menos corpulenta, trastabillé y me di de bruces contra el suelo de mármol. El impacto me dejó sin aliento y, aunque lo intenté, no pude volver a respirar. ¡Maldito corpiño ceñido!

Cuando por fin volvió a entrar aire en mis pulmones, el hombre estaba de rodillas a mi lado, dándome palmaditas en la espalda, balbuceando disculpas.

—Os pido disculpas, bella dama. No estaba prestando atención. Iba...

Respiré hondo y por fin pude hablar:

—¡Caminabais hacia atrás!

—Me había parecido que alguien me seguía a escondidas.

Me tendió la mano.

Se la cogí y tiró de mí. Miré hacia un pasillo y luego hacia el otro.

—No parece haber nadie.

—No, pero me había parecido que...

El caballero se dio media vuelta, como Cesario cuando hacía algo malo.

Me miré y resoplé, disgustada. Todo el esfuerzo de la nodriza había sido en vano: estaba desaliñada, con el vestido arrugado, el pelo despeinado, y al levantar las manos, descubrí que llevaba el tocado de perlas torcido. Mientras me metía mechones de cabello debajo y los fijaba, alcé la mirada hacia mi agresor.

Él tenía los ojos clavados en el pecho que el escote mostraba generosamente. Por supuesto. Los hombres miran, si tienen ocasión.

Y entonces... oh, querido lector, me miró a la cara. Sus ojos verdes quedaron aturdidos, luego se centraron. En un instante, el cielo se abrió, un coro de ángeles cantó y nuestras almas se unieron para toda la eternidad.

Algún rincón sarcástico de mi cerebro me hizo notar que no estaba de más que fuera guapísimo, pero lo acallé y me dejé llevar por el momento.

—Mi señora. —Se pasó la mano por los ojos, como si no alcanzara a comprender mi belleza o no supiera cómo reaccionar a ella—. Perdonad la torpeza de este tonto que ha hecho caerse a una criatura tan reluciente y encantadora como las estrellas plateadas en un cielo de satén negro.

«No pares de hablar, por favor». Tenía la voz profunda y cálida, vibrante de sinceridad, pero al decir las últimas palabras, soltó un pequeño gallo que me ablandó el corazón.

Su pelo liso, rubio oscuro, tenía mechas pelirrojas. Su tez era clara, las orejas un poco demasiado grandes, llevaba ropa de la mejor tela y confección, aunque alguien debería haberle recomendado no ponerse un sombrero de aquel tono magenta. Tenía los labios carnosos y suaves, ideales para besarlos, y me di cuenta de que había llegado el momento que yo esperaba que no ocurriría nunca, pero con el que soñaba en secreto.

Santa María, Madre de Dios... acababa de enamorarme a primera vista.

4

Yo, Rosalina Montesco, que tanto me enorgullecía de mi sensatez, amaba a un hombre al que no conocía formalmente solo por la belleza de su semblante y porque había penetrado con su mirada hasta lo más profundo de mí, una mujer de carne y hueso y mente y espíritu y, aun así, no había echado a correr.

Era un milagro... y nunca me había sentido tan estúpida.

Yo era una Montesco. Una Capuleto. Era Rosie y amaba a...

—¿Cómo ha dicho que se llama?

Se quitó el sombrero e hizo una profunda reverencia.

—Bella dama, soy Lisandro, de la casa de los Marcketti.

Repasé mentalmente la lista de invitados.

—No está invitado.

—¿Cómo lo sabe?

—Los Marcketti de Venecia son enemigos tradicionales de los Montesco. Además, yo misma escribí las invitaciones.

Él inclinó la cabeza y me miró de arriba abajo y, en tono desafiante, preguntó:

—¿Es usted Julieta?

—Soy su hija. Rosalina. Me llaman Rosie.

—Rosie, la bella Rosie. —Pronunció mi nombre como se pronunciaría el de una persona amada sentenciada a muerte—. Me estoy colando en su... fiesta de compromiso.

—Sí, así es. Al menos admitís que os habéis metido donde nadie os llamaba.

—¿Está usted prometida?

—Eso dicen.

Y esa conversación me estaba sirviendo para recordarlo.

—¿Al duque Leir Stephano?

—Así es.

Con una expresión profundamente preocupada, Lisandro dijo:

—Señora, no puede casarse con él. La enviará a la tumba antes de que amanezca un nuevo día.

«Más pronósticos halagüeños. Muchísimas gracias, Lisandro».

—Mi padre ha acordado el compromiso. Yo soy una hija obediente y me casaré con quien me manden.

—Señora, es usted inocente, no sabe lo que hace.

Intentó cogerme la mano. No lo permití, así que se puso a gesticular como un loco, como para dar fuerza a sus palabras.

—El duque Stephano es un monstruo, un hombre que mata a sus esposas.

—La última, Titania, era amiga mía.

—¡Seguro que querría salvarla del destino que sufrió ella!

«Ojalá pudieras hacerlo tú». Enamorarme la misma noche en que se anuncia mi compromiso con otro: ¡cómo debían de reírse las antiguas diosas romanas! Pero aquella risita profunda que creí oír debía de ser de Dios mismo, la deidad que nos dio a su único hijo... y ambos eran hombres.

Esperé a ver si me partía un rayo, pero cuando vi que eso no iba a ocurrir, respondí con sensatez:

—Debe saber que salvarme sería una hazaña muy difícil —dije, deseando que Lisandro lo rebatiera.

Y así lo hizo.

—El amor verdadero encuentra el camino. —Esta vez consiguió cogerme la mano—. Debe venir conmigo ahora mismo y...

Detrás de mí se oyó el crujido de una puerta que se abría, y una voz de hombre gritó:

—¡Lisandro!

Tanto el hermoso Lisandro como yo dimos un respingo de culpabilidad y nos volvimos... para ver al príncipe de Verona.

5

Nadie podría decir que el príncipe Scala fuera un hombre apuesto.

Su duro semblante estaba marcado por las torturas infligidas por la familia Acquasasso: tenía un corte de cuchillo junto al ojo derecho y, sobre el mismo ojo, una mancha encarnada y rugosa daba fe de que le habían puesto algo al rojo vivo para quemarle y dejarle cicatrices. Y a pesar de los años que habían pasado, su tez morena seguía conservando un tono grisáceo de mazmorra. Cojeaba ligeramente, pues le habían roto los huesos de la pierna derecha con una barra de hierro. Solamente tenía veinticuatro años, pero su melena negra, larga hasta los hombros, presentaba mechones de un blanco prematuro en las sienes, y tenía fama de moverse sigilosamente y aparecer de repente cuando menos se le esperaba.

Como ahora, por ejemplo.

El príncipe Scala me miró y, en el reflejo de sus ojos críticos, me vi como me veía él: resplandeciente con el primer rubor del amor, despeinada después de haberme caído al suelo y, lo peor de todo, sola con un hombre que no era de mi familia.

Me metí el pelo en el tocado y me alisé el vestido apresuradamente.

A continuación el príncipe Scala se centró en el joven amante.

—Porque tú eres Lisandro, ¿no? ¿Lisandro de los Marcketti de Venecia?

—Sí, príncipe Scala.

Lisandro se quitó aquel sombrero tan mal elegido e hizo una reverencia demasiado profunda. Estaba nervioso, y yo también.

—Me alegro de que hayas decidido venir a esta celebración y poner fin a la rencilla entre los prósperos Marcketti y los nobles Montesco. —El príncipe Scala empujó la puerta para abrirla más y se dirigió a la habitación en penumbra, donde pude ver a sus tres fieles compañeros y guardaespaldas, Dion, Marcellus y Holofernes, y continuó—: Imagino que vos también os alegráis, ¿verdad, lord Romeo?

Mierda. La situación no podía ser peor.

—Estoy rebosante de alegría por este giro inesperado de los acontecimientos: el anuncio del compromiso de mi hija.

A medida que mi padre avanzaba hacia la luz, su tono se fue cargando de intensidad y advertencia, porque ahora otra persona se abría paso a empellones.

Supe quién era antes de verle la cara: mi futuro esposo y asesino, el duque Stephano. Tenía la cara roja y sudorosa, y lívida.

Ay, la ruina se cernía ahora sobre mí.

Incliné la cabeza para no verlos. Por todo lo sagrado, me había puesto en evidencia delante de mi prometido. Sería rechazada y condenada, me vería obligada a ponerme un velo de penitente, era una mujer caída.

Pero ¡atención! El príncipe Scala hablaba con aplomo, despacio, de forma autoritaria.

—Romeo, sé que la tradición manda que la futura novia entre detrás de sus padres en la sala en la que se va a anunciar el compromiso. Pero ya que yo carezco de descendencia y mantengo excelentes relaciones tanto con los Montesco como con el duque Stephano, de la noble casa de los Creppa, ¿me concederíais el privilegio de acompañar a los novios en esta bendita ocasión y presentarlos como pareja al pueblo de Verona?

Yo mantuve la cabeza agachada, pero espié a través de las pestañas.

Tanto mi padre como el duque se quedaron boquiabiertos.

Lisandro parecía un cachorro pateado.

El príncipe Scala se comportaba como si su intercesión no tuviera nada de extraordinario; sin embargo, cuando mi mirada se posó en la suya, su expresión severa me llamó al orden, así que volví a mirar al suelo y ya no alcé los ojos.

Mi padre se recuperó a marchas forzadas.

—Mi esposa, la dama Julieta, y yo agradecemos vuestro apoyo y generosidad, y contar con vuestra bendición pública para esta unión la hace doblemente feliz. Mi príncipe, es un placer cederos mi lugar.

Pasó un brazo alrededor de los hombros de Lisandro.

—Dejadme que os conduzca a la fiesta, muchacho; ahí podréis encontrar amigos de vuestra edad y retozar como el joven soltero, frívolo y tonto que sois.

Mientras se llevaba a Lisandro a la fuerza, papá iba enfatizando cada adjetivo, y yo ya me olía el sermón que me soltaría en tono iracundo, ya que, como haría cualquier padre afectuoso, él culpaba a Lisandro de la lamentable situación.

Llamaron a la nodriza para que borrara todo rastro de mi paso por el suelo.

El príncipe Scala se excusó para ir a orinar y sugirió encarecidamente al duque Stephano que lo acompañara; al parecer, temía que, si lo dejaban sin supervisión, el duque huyera al amparo de la noche y el escándalo que pretendía evitar nos alcanzara a todos.

Los hombres desaparecieron en dirección al jardín, donde se habían instalado letrinas Leonardo portátiles. (Yo estaba harta de que los hombres borrachos orinaran en mis rosales tan bien cuidados).

Llegó la nodriza. Era evidente que le habían informado de lo sucedido, porque me empujó hasta la habitación, ahora vacía, y se puso manos a la obra enseguida, susurrándome que debía hablar lo menos posible, no confesar mis pensamientos a nadie y recordar que había oídos poco amistosos esperando con ansias un nuevo escándalo.

Le recordé que yo era más sabia que lo que correspondía a mis años y entendía lo que se esperaba de mí... y cerré la boca bruscamente cuando me fulminó con la mirada y dijo:

—Has demostrado ser tan insensata como tus padres; una irresponsable alterada por la luna llena y un rostro y una figura apuestos.

¿Qué podía decir yo? Nunca habría creído que fuera posible, pero todo era cierto, hasta la última palabra.

—Lo único que he hecho ha sido hablar con él —murmuré.

—¡Sin supervisión de tus padres ni los suyos! Y si lo que cuentan es cierto, ¡le cogiste de la mano!

—Para ser precisos, me la cogió él a mí...

—No digas tonterías.

Obedecí.

Cuando volví a estar bien vestida, el príncipe y el duque ya habían regresado, uno adusto, el otro hosco, ambos en silencio.

Así fue como me encontré recorriendo el pasillo hacia el salón de baile, con el príncipe Scala entre mi prometido y yo, y mi mano en el brazo del príncipe.

El silencio era aplastante.

Al entrar, el príncipe Scala me dijo:

—Sonríe.

Tenía razón, así que sonreí, con la barbilla levantada, alegre, orgullosa, comportándome como una reina, como mi madre me había enseñado.

Toda Verona se había reunido en el magnífico salón de baile de la casa Montesco.

Gotitas de belladona hacían brillar los ojos. Las cejas depiladas revelaban frentes largas y nobles en los rostros femeninos, y la decoloración creaba melenas doradas donde había reinado el cabello oscuro como ala de cuervo. Los hombres también mostraban frentes largas y nobles, aunque en su caso se debía más a la caída del cabello que a cualquier intervención humana. Los músicos tocaban danzas alegres y los trovadores entonaban canciones sobre romances e idilios frustrados. Gruesas cortinas azules bordadas con el escudo de armas de los Montesco ocultaban alcobas donde un hombre y una mujer podían disfrutar de una cita secreta. En resumen, todo era como debía ser... excepto que Lisandro no estaba en ninguna parte.