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Abel carga con el estigma de su papá, un mujeriego con siete hijos. Aunque con poco éxito, intenta zafar de la reproducción del modelo. La hija de un repollo aparece casi como un accidente en su vida que, entremezclando detalles de su azarosa existencia, intenta retomar el relato de esta historia casi monstruosa, dejando paso al absurdo.
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Seitenzahl: 188
Veröffentlichungsjahr: 2024
Julia Bárbara Rial
Rial, Julia BárbaraHija de un repollo / Julia Bárbara Rial. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-5148-1
1. Novelas. I. Título.CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
1– Una y otra vez
2– Con el animal cansado
3– Huevos de lagartija
4– El regazo de Vicente
5– Polvo de estrellas
6– Coral
7– La inquilina de los García
8– El Hornacal
9– Nunca máis
10– Eructo
11– El ser y el tiempo
12– Antojos
13– Hija de un repollo
14– Usurpador de cunas
15– Brujas 1
16– El personaje malo
17– Brujas 2
18– Carnavalito estúpido
19– Blanco resplandor
20– El matadero (paren de matarnos)
21– Nueva vida
22– Algo atorado en la garganta
23– Hermosa
24– Dejá de volar y volvé
25– Diario de Mercedes
26– Efecto Mandela
27– Negocios
28– Poemas de Lucy
29– Personajes (por orden de aparición)
Advertencia al lector:
• Este es un libro de cuentos. Usted puede abrirlo en cualquier página y, si le aburre el relato, dejarlo y continuar con otro.
• Esta es una novela que narra las aventuras de una familia. Es importante que lea de principio a fin y que preste atención a los detalles.
A mí hija Julieta,
La princesa de todos mis cuentos,
Y a mi hijo Jerónimo,
El rey sol,
A las mujeres que me salvaron
Y a las que me inspiraron:
Alicia Ferrón y Ana Basualdo
A mis ancestras
A mis compañeras
A todos los hombres
Que vivieron, viven y vivirán
Junto a nosotras.
A Mercedes, durmiendo en el jardín.
Y a Nahuel, mi angelito de la guarda.
Gracias
Un destello iluminó su mirada cansina.
Lo primero que vio fueron los ojos de su papá, atisbando desde el borde del abismo en el que se suspendía su vida. Casi no la cuenta.
Papá se sobresaltó al verlo reaccionar; preguntó, atropellado, si estaba bien y corrió llamando a gritos a la enfermera. Abel miró, desde su cama de hospital, como Coco se preocupaba por él, con esa urgencia mezcla de alivio y felicidad. Sonrió. No era tan malo parecerse a él. Al fin de cuentas, era un superhéroe. SU SUPERHÉROE.
Sale el sol todos los días y todos los días cae la noche.
Una y otra vez.
Se secó el sudor de la frente y cerró los ojos. Estaba mareado. Su vida desfiló en un instante por su mente.
Coco, su papá, llegó al país escapando de los militares. Había mandado a su esposa e hijos cuatro años antes, creyendo que no los volvería a ver. Deseaba morir luchando por su patria, pero más que eso, vivir la vida como si fuera el último día, llenarse de mujeres y alcohol, perder la conciencia y salir aullando a las calles a pintar paredes, sin importar el toque de queda.
Abel tenía tres años cuando llegó de Uruguay con Diana, su mamá, y Braulio, su hermano. Tenía una vaga idea de su padre, pero cuando su madre abrió la puerta cuatro años después y vio al barbudo y sucio señor que tenía enfrente, no lo reconoció.
—Llevá a tu hermano a la plaza– le dijo Diana. Abel, en otro momento, hubiera protestado, pero ahora se apuró a salir arrastrando a Braulio. Cuando volvieron, el barbudo ya no tenía barba y estaba tomando mate en la cocina.
—Papá volvió a casa, saluden.– dijo Diana y fue la única explicación que recibieron.
Coco era hijo de un hombre con diez hijos, que a su vez, era hijo de un hombre con trece hijos. Hombres fuertes que sabían ocuparse de las mujeres, pero no de los niños.
Sale el sol todos los días y todos los días cae la noche.
Una y otra vez.
—Yo no soy como él, no soy como él.– la mano de Abel temblaba. Gritaba, daba piñas a las paredes. Se resistía a dar rienda suelta a sus impulsos.
Tres años le duró a Coco la fachada de la familia. Luego conoció a Gloria y se fue con ella a la provincia de Catamarca. Tuvo tres hijos más con esta mujer.
Mientras tanto, con 13 años, Abel llevó a su primera novia a casa y todas las semanas una distinta. A los 16 fue papá de Ezequiel y, a pedido de la familia, tuvo que casarse y empezar a trabajar. Cuando Ezequiel tenía 2 años, Abel se enamoró perdidamente de Fabiana, la novia de su mejor amigo. Tras un período de clandestinidad, dejaron a sus parejas y viajaron juntos a trabajar a la costa y a disfrutar de la vida.
Para ese entonces, Coco, que siempre había mantenido contacto con Abel (aunque no con Braulio que estaba lleno de reproches), abandonaba a su última mujer por amor a otra, con la que tuvo dos hijas más.
Con Fabiana, Abel se sentía el hombre más feliz de la tierra, pero la fiesta se terminó cuando vieron venir a Diana caminando por la playa con Ezequiel en los brazos; la madre del pequeño había sido arrollada por un colectivo y estaba en coma en el hospital. Diana dejó al pequeño con su padre y volvió a su casa. Fabiana y Abel tuvieron que acomodar su rutina a la de Ezequiel y, pese a su juventud, lo lograron. Al finalizar la temporada de trabajo en la costa, volvieron a Buenos Aires con dinero, un nuevo retoño en el vientre de Fabiana y unas inmensas ganas de formar una familia. Pero una familia de verdad. Aunque adoraba a su padre, Abel no quería ser como él; quería criar a sus hijos en el amor y estar atento a la necesidad de los pequeños.
Sale el sol todos los días y todos los días cae la noche.
Una y otra vez.
Yo no soy como él, la situación me está forzando. Tengo que calmarme, no puedo pensar. Abel apretaba con furia sus dientes y trataba de no mirar a Fabiana. La mato o me mato; no me puede estar pasando esto.
Abel y Fabiana se instalaron en la casa de Diana, cosa que a ella no le agradó mucho. No entendía por qué su hijo, antes de embarazar a una nueva mujer, no buscaba un trabajo decente y se hacía una casa propia. Estaba siguiendo los pasos de su padre. Cuando la convivencia con Diana se hizo insostenible, Abel llamó a su papá y le contó la situación.
Coco le dijo que agarrara su familia y que vinieran a vivir con él, que no le diera más pelota a la loca de su madre, qué costumbre tenía la vieja de andar jodiendo; el hombre es lo que es y hace lo que tiene que hacer, nada tiene que opinar una mujer. Así lo hicieron, pero dejaron a Ezequiel con Diana.
Se acomodaron en lo de Coco junto con Kendra, su última esposa, y con Olivia y Niceto, sus hijos más pequeños. Hasta que nació Coral, Abel y Fabiana fueron la pareja perfecta. Con la pequeña entre sus brazos, Fabiana tuvo miedo del futuro y comenzó a presionar para tener una casa propia. Abel tomaba el miedo de Fabiana como un insulto personal; ella lo tenía a él y a su amor, que es mucho más de lo que tiene cualquier mujer.
Tres meses después de haberse estrenado como madre, Fabiana quedó embarazada otra vez y con el nacimiento de Samanta, la presión de Fabiana por la casa propia se acentuó. Abel tomó doble turno en el trabajo y, al tiempo, lograron comprar un terrenito en cuotas y pusieron una casilla de madera. No tenían ni agua ni luz, pero nadie podía echarlos de ahí. Abel estaba aburrido; era joven y tenía la vida de un viejo. Llegar a casa era encontrarse con una mujer gruñona y dos nenas chillonas. Además, necesitaba sexo del bueno, ¿qué le pasaba a Fabiana? Antes no era así, seguro estaba saliendo con otro.
Fabiana se la vió venir: Abel iba a seguir los pasos del padre (era el latiguillo familiar), la iba a dejar por otra. Entonces tuvo la fantástica idea de dejar los anticonceptivos y quedar embarazada otra vez.
Así llegó al mundo Joaquín, en medio de la guerra entre sus padres. Todo lo que Abel odió a Fabiana en su embarazo, la amó al tener a Joaquín entre sus brazos: ¡era un varón! Por un tiempo, hicieron una tregua de paz para que funcionara la familia. Pero esta vez, la que empezó a aburrirse fue Fabiana; ¿esta iba a ser su vida hasta que la muerte los separe? Una cara de orto detrás de otra cara de orto y cada vez que se le ocurría reclamar algo, era porque seguro andaba con otro.
Entonces, aquello por lo que Abel la acusaba injustamente, fue verdad. Fabiana se enamoró de otro y enfrentó a Abel: “o te vas vos o me voy yo. El que se quede con la casa, se queda con los chicos”.
Sale el sol todos los días y todos los días cae la noche.
Una y otra vez.
El mundo de Abel se deshizo en mil pedazos. Esta no era su idea del amor. Había sacrificado su vida, su sueño, su juventud para que esta yegua hija de mil puta que le encajó tres hijos a la fuerza tuviera una casa y un futuro y ahora puta de mierda, como carajo pudiste hacerme esto, pedazo de trola, me lo tendría que haber imaginado cuando me cogías estando de novia con mi amigo. Te gustó la poronga, sucia, ya no te sirve más y te buscaste una nueva ¿es más joven, no? ¡decime si es más joven! ¿la tiene más grande? es eso, seguro que la tiene más grande, a vos es lo único que te importa.
Abel se apoyó en la mesada de la cocina, le costaba respirar. Hija de puta, hija de puta, hija de puta. Golpeaba el mármol con sus puños hasta sangrar. De repente la cuchilla cayó entre sus manos; era un mensaje del destino. Esta clase de mujer no podía seguir viviendo.
¿Qué vas a hacer? Fabiana lloraba y al verla, vio las lágrimas de Diana y se vio a sí mismo como Coco. Qué curioso, era un aspecto de la relación de sus padres que tenía completamente olvidada. Abel ya no peleaba con Fabiana, sino consigo mismo.
Sale el sol todos los días y todos los días cae la noche.
Una y otra vez.
Abel corrió con el cuchillo en la mano y se encerró en el baño, y mientras escuchaba los gritos de Fabiana golpeándole la puerta, hundió la cuchilla lentamente en su pecho.
Poco a poco sintió que dejaba de existir. Y eso le dio un infinito placer.
Sale el sol todos los días y todos los días cae la noche.
Una y otra vez.
Estuvo, en total, seis meses en el hospital; tres meses inconsciente y tres meses más en observación. Cuando, por fin, le dieron el alta, Fabiana vivía con otro hombre en su casa y con sus hijos y él no tenía a donde ir.
Sale el sol todos los días y todos los días cae la noche.
Una y otra vez.
El animal de Kendra es una mountain bike anaranjada.
Tenía por regla no prenderse un pucho antes del almuerzo, pero cuando entró a la Quilmes, en donde no dejaban fumar a los empleados hasta las 5 de la tarde, empezó a prender el primer cigarrillo del día 6:45 de la mañana de camino al trabajo.
Kendra agarraba el animal y le daba despacito, despacito; saboreando cada pitada antes de llegar al laburo; esas llantas parecían flotar. En la empresa, la obligaban a usar una campera gigante de ciré que flameaba con la brisa y el movimiento del animal. Siempre amó el viento de la mañana en su rostro; lo sintió casi una década arriba de la mountain bike que flotaba mientras el tabaco quemaba su garganta y todo giraba al ritmo de la campera de Quilmes que se agitaba como bandera, musicalizando sus oídos, de manera que Kendra, a veces, imaginaba que estaba frente al mar, oyendo el ruido de las carpas playeras al agitarse con el viento.
Después, las 6:45 empezaron a ser un horario peligroso; un golpe en la cabeza y el animal caído. Al abrir los ojos, el sol ya estaba alto y la mountain bike no estaba, igual que su billetera y sus zapatillas. Al día siguiente apareció la cachirula, un animal prestado con ruido de cadenas rotas que no flotaba y era muy pesada.
La brisa empieza a penetrar en la sien de Kendra, pero la cachirula solo la acompaña hasta fin de mes y, con el cobro, llega la playera amarilla. Esa animalada viene con ganas de volar, de salir del recorrido habitual.
El animal le guiña un rayo a Kendra y ella piensa que son dos colectivos y 10 cuadras a pata hasta la casa de Coco. El animal parece decirle: “nena, úsame” y ese úsame es una orden; Kendra se atreve por la Gaona, cruza el puente, cinco cuadras por ruta 25 y 20 cuadras por la calle Ecuador. Desde la esquina, se ven las cañas que Coco no va a cortar nunca y ese nudo de pastos y árboles frutales que rodean la casa de ventanas inmensas y revoques caídos.
El animal frena tres cuadras antes y Kendra le manda un mensaje a Coco para que vaya poniendo la pava. Le gusta que la esté esperando en el portón con los ojitos brillosos y los brazos largos que apartan la playera y se enroscan en su cintura. Kendra y su animal van y vienen, y a veces, solo van porque se quedan a pasar la noche en lo de Coco. Total ya no salen más 6:45 para la Quilmes. Kendra ahora se va con Coco en el auto, al local de comidas que pusieron juntos. Eso le permite a Kendra volver a su antigua regla de no fumar antes del almuerzo. Piensa también, que ya no le conviene el viento matutino al contorno de sus ojos. Se mira en el espejo; ni el matutino, ni el vespertino. Empieza a usar lentes negros y grandotes para no arrugarse más, pero no se resigna del todo a bajarse del animal, ni a renunciar al viento en su rostro.
Pasa otro año y otro año y la panza se le infla como un globo y, de repente, el animal queda arrumbado entre los frutales de Coco y le crece el pasto entre los rayos. Kendra piensa que ya habrá tiempo para volver a andar, pero los días se dilatan y apenas tres meses después de la explosión del globo en su vientre, la doctora le informa que otro globo explotará en nueve meses.
Kendra piensa que la familia le llegó demasiado tarde y muy pronto. Olivia y Niceto, los nuevos integrantes de la familia, ocuparon todos sus espacios físicos y mentales. Olvidó el batir del viento y abrazó el confort del hogar.
Mientras tanto, el animal se oxidaba y el pasto que Coco nunca cortaba, la cubría por completo.
Pero eso no impidió que algún guachín saltara la cerca y se llevara la bici. Y esa mañana, Kendra lloró y volvió a fumar, hábito que había abandonado con la maternidad. Se miró al espejo; con ese cuerpo todo gordo que no la reflejaba.
Al robarle el animal, le habían robado la libertad, la posibilidad del “algún día”.
Empezó la época de los ejercicios matutinos de un programa de cable que la pusieron flaca como siempre. Entonces apareció una bici inglesa de dama que Coco consiguió en la compra y venta. Le puso el asientito del bebé en el manubrio y otro asiento en el portaequipaje.
Kendra lo mira arreglando ese animal cansado, de señora, y piensa que no hacía falta; ella no se lo pidió. Coco pinta está bici de rojo y se la entrega con ojitos suplicantes, diciéndole que ya es hora de regresar al ruedo.
Kendra la rodea, huele al animal distante. Rozan sus hocicos y se aceptan mutuamente. Este animal es fuerte, seguro; la cría puede montarse con tranquilidad.
“Patitas para que las quiero”, dice y besa a Coco. Otra vez la libertad y la aventura; Kendra adora volver a sentir el viento en su rostro y la sangre bullendo en sus muslos.
El regreso al pedal es un volver a gastar el cuerpo; el acople de su culo al asiento cuadrado le sienta bien, la espalda recta, los brazos extendidos, los espejitos que le muestran si Olivia está bien sentada, al mismo tiempo que vigila si Niceto le chupa el manubrio. Este animal no está tan mal. Nada mal, la verdad. Honestamente, el animal anda muy bien.
Kendra no mira tanto las arrugas en sus ojos; mágicamente, se siente tan bella ha regresado, por fin está de vuelta. Y lo que ve ahora son los ojitos de la cría que se entornan con el viento, mientras asoman luminosas sonrisas de pocos dientes y mucha baba. Piensa que serán grandes personas; tal vez, hasta estudien alguna carrera y se conviertan en los primeros profesionales de la familia. El futuro al viento se siente excitante, rebosa de sueños nuevos.
Ya no importa si va despacio o muy cargada; si va derecho o da muchas vueltas. Lo importante es ir cada vez más lejos.
El portón se abrió para que pasaran. A Margarita le pareció inmenso, terrorífico y al mismo tiempo, inquietante y misterioso. No quería entrar, pero se moría de ganas de entrar. Del otro lado del portón, se veían los pajaritos revoloteando entre las enfermeras y al fondo, el enorme edificio con mil habitaciones, como nidos sin nombre.
Ya había estado antes ahí con Gloria, su mamá, cuando le explicó que pronto moriría y que, llegado ese momento, ella tendría que vivir allí. Margarita no sabía si le gustaba o no el lugar, sólo se preguntaba si su papá se mudaría con ella al faltar mamá.
Gloria había sido diagnosticada con cáncer cinco años atrás, luego de que Coco se fuera. Margarita rogó y suplicó por irse con él, pero Gloria dijo que el lugar dónde iba papá no era apto para niñas de su condición.
“Su condición”, como si fuera tonta, le daba rabia oírlo porque no era tonta, se daba perfecta cuenta del asunto; sólo era niña eternamente. La niña de los ojos de papá. La niña con cerebro de pajarito.
Alargó su pico como queriendo sorber el aire. Era aire nomás, se daba cuenta; no era tonta. Pero sorber el aire le daba una perspectiva del ambiente; se respiraba pulcritud.
Ella había esperado ansiosamente la muerte de mamá, para que fuera papá el de las decisiones porque sabía que, de no ser por Gloria, nada los separaría. Pero ahora estaba acá, de la mano de Coco que miraba fijamente el suelo, goteando de a ratos por los ojos. ¿Por qué lloraba papá? De seguro no era por mamá.
La tarde de la tormenta se había quedado como pollo mojado con su hermana Hebe mientras mamá, que volvía del hospital con su otro hermano Ignacio, traía las noticias de la vida con cáncer.
El problema era que Gloria no se terminaba de tragar la lagartija. Se le había atorado en la garganta y no había forma de sacarla. A los pocos días de entrar, la lagartija empezó a echar huevos y se le llenó de bultos la garganta. Cuando los huevos se rompieran para dar lugar a las pequeñas lagartijas, la garganta de mamá explotaría y sin garganta nadie puede vivir, como efectivamente ocurrió.
Cerebro de pajarito o de niña eterna; Margarita lo comprendía muy bien.
Ese día, Margarita esperó en vano que papá volviera. Sentía en su pico el aire de tormenta y quería que entrara el sol por la puerta, pero Coco no estaba ni cerca del picaporte.
El sol recién volvió a entrar por la puerta el día que nacieron las lagartijas. Coco se encerró a hablar con Hebe e Ignacio en una de las habitaciones sobre los arreglos que Gloria había hecho para este momento y todos salieron con los ojos rojos por la lluvia arrasadora de la tormenta pasada. Sólo Margarita sonreía con los ojitos brillando por la luz de papá. Ella corrió a abrazarlo y Coco la rodeó con sus enormes y cálidos brazos. Era su lugar en el mundo. Luego vinieron tres días maravillosos de mates con papá en casa y largas caminatas llenas de pío–pío. “¿Las ranas pueden tocarse el codo con la lengua?”
“¿Qué va a pasar cuando el sol se apague?”
“¿Es verdad que hay un perro viviendo en la luna?”
“¿Cuántas servilletas de papel se necesitan para un kilo de papas fritas?
Coco adoraba el trinar de Margarita. Su conversación lo transportaba al barrio arachán de su abuela en el Uruguay de su infancia, donde era normal hablar y sentir como pájaro. Era normal vivir en libertad. Quinientos años de colonización e higiene burguesa fueron incapaces de hacer que dejara de correr la sangre en las venas. Antes de morir, tenía que cruzar el charco una última vez. Visitar las tumbas de los parientes, mirar los ojos del mar en la playa más limpia del mundo. Le habían hablado tan bien de Buenos Aires, pero era una roña; la copia impía de la oxidada Europa.
Ahora apretaba la mano de su hija con fuerza abrumadora.
—Te prometo venir todos los domingos a verte.
Coco no podía dejar de gotear por los ojos y envidiaba la falta de inteligencia de su hija que parecía no comprender los motivos de su tristeza. Se equivocaba; está vez, el tonto era él. Ella sabía que siempre que lloramos, es por nosotros mismos.
Margarita no lloró en ningún momento porque no quería que Coco se sintiera peor.
En la primera posguerra y tras la creación de la organización internacional del trabajo, la vinculación de las instituciones argentinas con el ámbito internacional cobró nuevo impulso. Vicente Batistessa trabajaba para ese entonces en el Departamento Nacional del Trabajo que tuvo un importante rol en el desarrollo transnacional de la política laboral argentina.