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La deseaba como nunca había deseado a una mujer. El banquero italiano Vito Zaffari se había alejado de Florencia durante las Navidades, esperando que la prensa se olvidase de un escándalo que podría hundir su reputación. Para ello, había ido a una casita en medio del nevado campo inglés, decidido a alejarse del mundo durante unos días. Hasta que un bombón vestido de Santa Claus irrumpió estrepitosamente allí. La inocente Holly Cleaver provocó una inmediata reacción en el serio banquero y Vito decidió seducirla. Al día siguiente, cuando ella se marchó sin decirle adiós, pensó que sería fácil olvidarla… hasta que descubrió que una única noche de pasión había tenido una consecuencia inesperada.
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Veröffentlichungsjahr: 2017
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2016 Lynne Graham
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Hijo de la nieve, n.º 2579 - octubre 2017
Título original: The Italian’s Christmas Child
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises
Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-524-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
EL JEEP dejó atrás el nevado páramo de Dartmoor para tomar un camino de tierra que terminaba frente a una pintoresca casita medio escondida entre árboles de airosas ramas heladas. Serio y agotado, Vito bajó del coche y suspiró al escuchar el aviso de un nuevo mensaje de texto. Sin molestarse en mirar el móvil, se acercó a la propiedad mientras el conductor sacaba las maletas del coche.
Cuando el calor de la chimenea encendida lo recibió se pasó una cansada mano por la frente, aliviado. Él no era un cobarde. No había escapado de Florencia, como lo había acusado su exprometida. Se habría quedado si su presencia allí no hubiese alimentando la persecución de los paparazzi y los escandalosos titulares.
Además, su madre tenía suficientes problemas con su marido en el hospital después de un ataque al corazón y era mejor ahorrarle la vergüenza de esa recientemente adquirida notoriedad. Su amigo Apollo, que tenía mucha más experiencia lidiando con escándalos y mala publicidad, había insistido en que debía desaparecer y, a regañadientes, Vito le había hecho caso. El playboy griego había vivido una vida mucho menos contenida que él, que desde niño había sido educado para convertirse en el presidente del banco Zaffari.
Su abuelo lo había ilustrado en la historia y tradiciones de una familia cuyas raíces se perdían en la Edad Media, cuando el apellido Zaffari iba de la mano de palabras como «honor» y «principios». Pero ya no era así, pensó Vito con tristeza. Y si no podía solucionarlo, a partir de ese momento sería famoso como el banquero que tomaba drogas y se acostaba con prostitutas.
Aunque ese no era su estilo en absoluto, pensaba Vito mientras se volvía para darle una propina al conductor. En cuanto a las acusaciones de drogadicto solo podía contener un suspiro. Uno de sus mejores amigos del colegio había muerto después de tomar un poderoso cóctel de drogas y, por eso, Vito jamás había probado una sustancia ilegal. ¿Y las prostitutas? En realidad, apenas recordaba cuándo fue la última vez que mantuvo relaciones sexuales. Aunque había estado prometido hasta una semana antes, Marzia siempre había sido fría en ese aspecto.
–Es una Ravello y está educada como debe ser –le había dicho su abuelo con gesto de aprobación antes de morir–. Será una anfitriona perfecta y una estupenda madre para tus hijos.
Pero no lo sería, pensó Vito mientras recibía otro mensaje de texto. Dios santo, ¿qué quería ahora? Había aceptado la decisión de Marzia de romper el compromiso y, de inmediato, había puesto en venta la casa que compartían. Eso, sin embargo, había molestado a su exprometida, aunque le había asegurado que podía quedarse con los muebles.
¿Y el cuadro de Abriano?, le preguntaba en el mensaje.
Vito le había pedido que devolviese el regalo de compromiso de su abuelo porque valía millones. ¿Cuánto más iba a tener que pagar como compensación por el compromiso roto? Le había ofrecido la casa, pero Marzia la había rechazado.
A pesar de su generosidad Vito seguía sintiéndose culpable. Había destrozado la vida de Marzia y la había avergonzado públicamente. Por primera vez en su vida, le había hecho daño a alguien conscientemente y ni la más sincera disculpa podría cambiar eso. Pero no podía contarle la verdad a su exprometida porque no sabía si sería capaz de guardar el secreto. Había tenido que tomar una difícil decisión y estaba dispuesto a lidiar con las consecuencias. Desaparecer durante un par de semanas seguía pareciéndole turbadoramente cobarde porque su instinto natural había sido siempre ser activo y enérgico, pero si la verdad saliese a la luz su sacrificio sería en vano y la única mujer a la que quería sufriría por ello.
–¡Ritchie es un canalla y un mentiroso! –gritó la mejor amiga de Holly, Pixie, tan directa como siempre–. ¿Lo has encontrado haciendo el amor en su oficina con otra mujer?
Holly apartó el teléfono de su oreja mientras miraba el reloj para comprobar si aún tenía tiempo de salir a almorzar.
–No quiero seguir halando de ello –dijo con tristeza.
–Es tan canalla como ese chico que te pidió dinero prestado –le recordó Pixie, con su típica falta de tacto–. ¡Y como el anterior, que quería casarse contigo para que cuidases de su madre inválida!
Sí, su historia con los hombres era descorazonadora. No podría haberle ido peor si hubiera hecho una lista de idiotas, deshonestos y egoístas.
–Es mejor no mirar atrás –replicó, dispuesta a charlar sobre algún tema más positivo.
Pero Pixie se negaba a cooperar.
–¿Y qué piensas hacer en Navidad? Yo estaré en Londres y ya no puedes contar con Ritchie.
El rostro ovalado de Holly se iluminó.
–¡Voy a pasar las navidades con Sylvia! –exclamó, refiriéndose a su madre de acogida.
–Pero Sylvia está con su hija Alice en Yorkshire, ¿no?
–No, tuvieron que cancelarlo a última hora porque se rompió una cañería y la casa se inundó. Sylvia estaba muy disgustada, pero después de encontrar a Ritchie con esa fulana he decidido que a lo mejor es cosa del destino. Pasaré la Navidad con Sylvia y así no estará sola.
–Cuánto me irrita que seas tan optimista –Pixie suspiró dramáticamente–. Por favor, dime que al menos has mandado a Ritchie a la porra.
–Le he dicho lo que pensaba de él… brevemente –respondió Holly con su innata sinceridad. Porque, en realidad le había dado vergüenza mirar a su novio medio desnudo y a la mujer con la que la había engañado–. ¿Puedes prestarme el coche para ir a casa de Sylvia?
–Claro que sí. ¿Cómo si no ibas a ir? Pero ten cuidado, han dicho que va a nevar.
–Siempre dicen que va a nevar cuando se acerca la Navidad –replicó Holly, nada impresionada por la amenaza–. Por cierto, voy a llevarme el árbol y los adornos. Ya he preparado la cena y el almuerzo de mañana y voy a ponerme el traje de Santa Claus que te pusiste tú el año pasado. A Sylvia le gustará.
–Estará encantada cuando aparezcas en su casa –predijo su amiga–. Entre perder a su marido y tener que mudarse porque ya no podía llevar la granja sola, este ha sido un año horrible para ella.
Holly intentó animarse pensando que iba a darle una alegría a Sylvia, su madre de acogida, mientras terminaba su turno de tarde en el abarrotado café en el que trabajaba. Era Nochebuena y a ella le encantaban las navidades, tal vez porque habiendo crecido en casas de acogida siempre había sido dolorosamente consciente de que no tenía una familia de verdad con la que compartir la experiencia. Intentando consolarla, Pixie solía decir que las navidades en su casa habían sido una pesadilla y que, en realidad, estaba enamorada de un ideal de la Navidad. Pero algún día, de algún modo, Holly sabía que haría realidad su fantasía de celebrar la Navidad rodeada de su marido y sus hijos. Ese era su sueño y, a pesar de los recientes disgustos, se agarraba a él para seguir adelante.
Pixie y ella habían estado bajo el cuidado de Sylvia Ware desde los doce años y su cariño y comprensión habían sido un bálsamo después de vivir con otras familias que no les habían ofrecido consuelo alguno. Y Holly lamentaba no haber prestado más atención a las charlas de Sylvia para que estudiase más.
Había ido a tantos colegios diferentes, y se había mudado tantas veces, que acudía a clase sin prestar demasiada atención, convencida de que siempre iría por detrás en algunas materias. A punto de cumplir los 24 años, Holly había intentado subsanar ese error adolescente yendo a clases nocturnas, pero la universidad era de momento algo imposible y, por eso, había decidido estudiar diseño de interiores online.
–¿Y para qué va a servirte? –le había preguntado Pixie, que era peluquera.
–Me interesa mucho. Me encanta mirar una habitación e imaginar cómo puedo mejorarla.
–No te será fácil conseguir un empleo como diseñadora de interiores –había señalado su amiga–. Nosotras somos chicas de clase trabajadora, sin titulación universitaria.
Y tenía razón, pensó Holly un poco descorazonada.
Mientras intentaba embutirse en el traje de Santa Claus, que en realidad era un vestido rojo con un cinturón negro, dejó escapar un suspiro. Pixie envidiaba sus curvas, pero su amiga podía comer todo lo que quisiera y no engordaba un gramo mientras la suya era una lucha continua para evitar que sus curvas se la tragasen. Había heredado la piel dorada de un padre desconocido, que podría haber sido cualquiera. Su madre le había contado tantas versiones diferentes que nunca sabría la verdad. Y de ella había heredado la estatura, menos de metro y medio.
Suspirando, Holly se puso unos leotardos negros bajo el vestido de satén rojo, unas botas vaqueras y un gorro de Santa Claus. Debía reconocer que tenía un aspecto cómico, pero eso haría reír a Sylvia y, con un poco de suerte, la ayudaría a olvidar la decepción de no poder estar con sus hijas en Navidad. Eso era lo único importante.
Suspirando, metió algo de ropa en una bolsa de viaje y, con cuidado, colocó los adornos navideños y la comida en una caja tan pesada que se dirigió hacia el coche trastabillando.
«Al menos la comida no se perderá», pensó, intentando ser optimista. Hasta que el recuerdo de la fea escena que había interrumpido en la oficina de seguros apareció en su cerebro. Ritchie haciendo el amor con su recepcionista…
Su dolido corazón se encogió. En mitad de la jornada laboral, pensó, sintiendo un escalofrío. Ella jamás se daría un revolcón sobre una mesa de oficina en pleno día. Posiblemente no era una persona muy aventurera. De hecho, Pixie y ella eran bastante estiradas. A los doce años habían llorado juntas por el horrible caos de relaciones rotas en las vidas de sus madres y habían jurado solemnemente no pensar siquiera en los hombres.
Por supuesto, cuando llegó la pubertad con sus confusas hormonas, ese juramento se fue por la ventana. A los catorce años se habían olvidado del juramento y habían decidido que el sexo era el verdadero peligro. Por lo tanto, lo mejor era evitarlo a menos que tuviesen una relación. Una relación seria.
Holly puso los ojos en blanco al recordar lo inocentes que eran. Por el momento, ninguna de las dos había tenido una relación seria con un hombre y esa decisión no les había hecho ningún favor, pensó, sintiéndose insegura. Algunos hombres que le habían gustado de verdad salían corriendo al conocer sus anticuadas expectativas y otros, los que se quedaban unas semanas o unos meses, solo querían ser los primeros en su cama.
¿Habría sido solo un reto para Ritchie?, se preguntó. ¿Cuánto tiempo llevaba liándose con otras mujeres?
–¿Crees que voy a esperar para siempre? –le había espetado, culpándola de su traición porque no había querido acostarse con él–. ¿Qué tienes tú que es tan especial?
Holly torció el gesto al recordarlo porque sabía que no había nada especial en ella.
Estaba nevando mientras conducía el viejo coche que Pixie había bautizado como Clementine y Holly hizo una mueca de fastidio. Le encantaba la nieve, pero no conducir mientras nevaba y, además, odiaba el frío. Menos mal que iba en coche, pensó, mientras salía del pequeño pueblo de Devon donde vivía y trabajaba.
Nevaba con fuerza cuando llegó a la casa de Sylvia, que estaba inquietantemente oscura. Tal vez había ido a la iglesia o estaría visitando a algún vecino, pensó. Encasquetándose el gorro, llamó a la puerta y esperó dando pataditas en el suelo para que no se le congelasen los pies. Después de unos segundos volvió a llamar y, cuando no obtuvo respuesta, se dirigió a la casa de al lado y llamó al timbre.
–Siento molestarla, pero no encuentro a la señora Ware…
–Sylvia se marchó esta tarde. Yo la ayudé a hacer la maleta –respondió la vecina.
–¿Se ha ido a casa de sus hijas? –preguntó Holly, con el corazón encogido.
–No, no, vino a buscarla su hijo. Un chico alto con traje de chaqueta. Iba a llevarla a Brujas, Bélgica o algo así.
–Su hijo Stephen vive en Bruselas. ¿Sabe cuánto tiempo estará fuera?
–Un par de semanas por lo menos.
Desinflada como un globo, Holly se volvió hacia el coche.
–Conduce con cuidado –le recomendó la mujer–. Esta noche va a nevar mucho.
–Gracias, lo haré. ¡Feliz Navidad!
Sí, menuda Navidad feliz estando sola, pensó con tristeza. Pero Sylvia iba a pasar unas maravillosas navidades con su hijo y sus nietos, a los que veía en contadas ocasiones, y se alegraba de que Stephen hubiera ido a buscarla. Su mujer y él no iban a menudo por allí, pero al menos no tendría que estar sola esas navidades, después de haber perdido a su marido.
Holly parpadeó para controlar las lágrimas, regañándose a sí misma por ser tan egoísta. Ella era joven, estaba sana y tenía un trabajo, así que no podía quejarse.
Tal vez echaba de menos a Pixie, razonó, mientras conducía por la carretera helada que bordeaba el páramo. El hermano pequeño de Pixie se había metido en líos y su amiga había pedido unos días libres para estar con él e intentar solucionarlo. Seguramente serían problemas económicos, pero Holly no quería preguntar ni ofrecer un consejo que nadie le había pedido por respeto hacia Pixie, que adoraba al egoísta de su hermano.
Todo el mundo tenía problemas, se recordó a sí misma, nerviosa, cuando los neumáticos empezaron a patinar sobre la resbaladiza carretera. ¿Ritchie? Bueno, sí, le había hecho daño, pero Pixie siempre decía que era demasiado blanda, demasiado dispuesta a pensar bien de los demás y por eso se disgustaba tanto cuando alguien la decepcionaba. Pixie solía ser cínica y desconfiada, salvo cuando se trataba de su hermano.
Los limpiaparabrisas se movían a toda velocidad, pero estaba nevando tanto que Holly apenas veía por dónde iba. Y la carretera estaba más resbaladiza que antes porque la ligera nevada que había esperado se había convertido en una tormenta de nieve…
Entonces, de repente, el coche patinó y, como a cámara lenta, cayó en una zanja y quedó encajado con un atronador crujido de metal. Después de apagar el motor, Holly intentó calmarse. Estaba viva y no se había hecho daño. Debería estar agradecida.
Tristemente, esa convicción desapareció cuando salió del coche con gran dificultad y comprobó que sería imposible sacarlo de allí. Estaba hundido en la zanja y tendría que llamar a una grúa.
El miedo la asaltó mientras miraba alrededor. La carretera estaba desierta, hacía mucho frío y era Nochebuena, de modo que no pasarían muchos coches. Mientras sacaba el móvil del bolso, preguntándose qué iba a hacer, se sintió más sola que nunca. No tenía a nadie a quien llamar en una noche tan especial. No, estaba sola y tendría que solucionarlo sola, pensó. Pero se quedó consternada al ver que no había cobertura.
Nerviosa, se dio la vuelta para mirar el camino y al final, como un borroso faro en medio de la oscuridad, vio las luces de una casa y dejó escapar un suspiro de alivio. Con un poco de suerte habría un teléfono y desde allí podría llamar a la grúa.
Vito estaba saboreando una copa de buen vino y preguntándose qué hacer esa noche cuando alguien llamó a la puerta. Sorprendido, frunció el ceño porque no había oído ruido de neumáticos y fuera no veía ninguna luz. ¿El guardés viviría cerca de allí? Cuando se acercó a la mirilla solo vio un gorro de Santa Claus. Genial, pensó, alguien había ido a la casa equivocada porque él odiaba la Navidad.
Abrió la puerta de un tirón y unos enormes ojos azules, como pensamientos de terciopelo, se clavaron en él. Al principio pensó que era una niña, pero cuando bajó la mirada y vio las curvas bajo el vestido se dio cuenta de que, aunque muy bajita, era una mujer.
Holly miró sorprendida al hombre que acababa de abrir la puerta. Era como si todas sus fantasías se hubieran hecho realidad. Era increíblemente atractivo, alto, con el pelo negro y unos ojos oscuros y misteriosos. Pero no parecía agradable, atento o nada que pudiese animarla. Que llevase un traje de chaqueta oscuro que parecía hecho a medida y una corbata tampoco ayudaba mucho.
–Si está buscando una fiesta, ha venido a la casa equivocada –anunció Vito, recordando la advertencia de su amigo sobre lo astutos que eran los paparazzi. En realidad, no debería haber abierto la puerta.
–Necesito un teléfono. No tengo cobertura y mi coche se ha caído en una zanja, al final del camino –le explicó Holly a toda prisa–. ¿Puedo usar su teléfono?
Vito iba a sacar el móvil del bolsillo, pero tenía demasiada información confidencial como para prestárselo a nadie.
–Esta no es mi casa. Espere, voy a ver si hay un teléfono fijo –murmuró.
Cuando se dio la vuelta, sin invitarla a entrar, Holly pateó el suelo en un vano intento de entrar en calor. Estaba temblando de frío porque solo llevaba una gabardina sobre el vestido y el extraño no era precisamente amable. Había notado su tono impaciente, como si estuviera a punto de soltarle una grosería.
Nunca había visto un hombre tan guapo, ni siquiera en el cine, pero en cuanto a personalidad… en fin, dejaba mucho que desear.
–Hay un teléfono. Puede entrar para usarlo –la invitó él con evidente desgana, su acento extranjero extrañamente atractivo.
Holly sacó el móvil para buscar el número del mecánico de Pixie, Bill. Distraída, no vio que había un escalón y tropezó, cayendo hacia delante hasta que unos fuertes brazos la sujetaron.
–Cuidado… –Vito la tomó por la cintura y se vio envuelto por un aroma a naranjas, dulce y cálido. Pero al verla bajo la luz del porche se dio cuenta de que tenía los labios morados–. Maledizione… ¡Está helada! ¿Por qué no me lo había dicho?
–Ya le he molestado suficiente llamando a su puerta…
–Sí, bueno, me habría molestado mucho más pisar su cuerpo congelado por la mañana –replicó Vito–. Debería habérmelo dicho.
–No me gusta molestar y usted da un poco de miedo.
Holly se frotó las manos para entrar en calor antes de seguir buscando el número entre sus contactos.
Vito la miró desde su metro ochenta y cinco. Le hacía gracia que lo criticase cuando solo estaba intentando ser amable. Además, no podía recordar la última vez que una mujer lo había criticado. Ni siquiera Marzia lo había condenado por el escándalo. O era una mujer muy tolerante o le importaba un bledo con quién se hubiera acostado a sus espaldas. Y ese era un pensamiento deprimente.
¿Sería cierto que daba miedo? Su abuelo le había enseñado a mantener las distancias y siempre había pensado que era muy útil cuando se trataba de dirigir a un grupo de empleados, ninguno de los cuales se tomaría libertades con su autoritario jefe.
Irritado por tales pensamientos, por la inesperada visita y por incómodas esas preguntas, le quitó el teléfono de las temblorosas manos.
–Vaya a calentarse frente a la chimenea antes de llamar a nadie.
–¿Seguro que no le importa?
–Tendré que soportarlo.
Holly se dirigió hacia la chimenea sacudiendo la cabeza.
–Es usted un poco sarcástico, ¿no?
A la luz de la chimenea sus ojos eran brillantes como zafiros y la sonrisa que iluminaba su rostro hizo que Vito se quedase sin aliento durante un segundo. Él no era precisamente un mujeriego y siempre había sido capaz de controlar sus impulsos, pero ese tono juguetón y esa radiante sonrisa lo dejaron sorprendido y se encontró mirándola fijamente. Se fijó entonces en la gloriosa melena rizada que escapaba del gorrito de Santa Claus antes de bajar la mirada hacia los generosos pechos, la delgada cintura, las bien formadas piernas y las incongruentes botas vaqueras.
Vito echó los hombros hacia atrás, el pulso en su entrepierna latiendo de forma incontrolable.
Holly miró los ojos dorados rodeados por largas pestañas oscuras y sintió un extraño cosquilleo entre las piernas. Su rostro era sorprendentemente masculino, desde las rectas cejas oscuras a la arrogante nariz clásica o la fuerte y cuadrada mandíbula. De repente, experimentó un escalofrío de emoción y, avergonzada, se dio la vuelta para extender las manos hacia la chimenea. Era un hombre muy guapo, ¿y qué? No tenía por qué quedarse mirándolo como una tonta. Solo había entrado allí para usar el teléfono, se recordó a sí misma, avergonzada.
–¿Dónde ha puesto mi móvil?
Él se lo dio y Holly marcó el número, dándose la vuelta para no seguir mirando a su anfitrión como una tonta.
Vito tenía que hacer un esfuerzo para contener su excitación, sorprendido por la necesidad de hacerlo. ¿Había vuelto a la adolescencia? Aquella chica no era su tipo… si tuviese alguno. Las mujeres de su vida eran siempre altas y elegantes rubias, y ella era muy bajita, voluptuosa y muy, muy sexy, tuvo que admitir involuntariamente mientras la veía hablando por teléfono, su precioso pelo cayendo sobre los hombros. Estaba disculpándose por molestar a su interlocutor en Nochebuena y no paraba de hacerlo en lugar de ir directamente al grano.
¿Podría ser un miembro más de la brigada de paparazzi? Vito había viajado hasta allí en un avión privado, había aterrizado en un aeropuerto privado y había ido a la casita en un coche alquilado. Solo Apollo y su madre, Concetta, sabían dónde estaba. Pero su amigo le había advertido que los paparazzi eran capaces de todo para robar una foto que pudiesen vender. Al menos debería comprobar si había un coche tirado al final del camino, pensó, apretando sus perfectos dientes blancos.
–¿Después de Navidad? –exclamó Holly, horrorizada.
–Y solo si la quitanieves ha ido antes –respondió Bill con tono de disculpa–. ¿Dónde está el coche exactamente?
Por suerte, el hombre conocía la zona, de modo que fue fácil explicárselo.
–¿De verdad no puede venir hoy?