Hijos de Hansen - Ognjen Spahic - E-Book

Hijos de Hansen E-Book

Ognjen Spahic

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Beschreibung

En un remoto rincón del sur de Rumanía, los once internos de la última colonia de leprosos de Europa viven resignados a la espera de que se cumpla su inexorable destino. A comienzos de 1989, año destinado a marcar el rumbo de todo un continente, una serie de dramáticos acontecimientos trastorna el precario equilibrio de la pequeña comunidad. Con el telón de fondo de los últimos y delirantes días de la dictadura de Ceaușescu, las imágenes de la vida cotidiana dentro del gueto hacen de contrapunto a la conmovedora historia de amistad entre dos internos, de su intento de fuga y de las atrocidades que pueden llegar a cometer para mantener vivo un rayo de esperanza. Los efectos del bacilo de la lepra en los cuerpos y mentes de sus víctimas se convierten en una metáfora del desmoronamiento de la Europa del Este. Y, sin embargo, la compasión y la lealtad entre los dos personajes principales, atrapados por la enfermedad en un mundo enfermo, son lo que les salva de la desesperación. Una reflexión lúcida y penetrante sobre el valor de la libertad, la piedad y la amistad en una Europa descreída.

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Veröffentlichungsjahr: 2022

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Ähnliche


OGNJEN SPAHIĆ

Hijos de Hansen

Traducción de Luisa Fernanda Garrido y Tihomir Pištelek

www.armaeniaeditorial.com

Título original: Hansenova djeca (Nova Knjiga, 2004)

Primera edición: Marzo 2022

Edición ebook: Mayo 2022

Copyright © Ognjen SpahiĆ, 2004. Published by arrangement with Nova Knjiga, Crna Gora. All rights reserved.

Copyright de la traducción © Luisa Fernanda Garrido y Tihomir PiŠtelek, 2022

Copyright del prólogo: © Nick Thorpe, 2012

Imagen de cubierta: Self-portrait with fur collar © Adrian Ghenie, 2014

Copyright de la foto del autor © Ivan Cojbasic, 2014

Copyright de la edición en español © Armaenia Editorial, S.L., 2022

Armaenia Editorial, S.L.

www.armaeniaeditorial.com

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas por las leyes,la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

ISBN: 978-84-18994-34-0

Prólogo

Los hijos de Hansen existen realmente, pero en un mundo muy suavizado por el impacto de la Revolución rumana: la pequeña aldea de Tichilesti en el delta del Danubio. Allí, Vasile poda sus viñas con dedos que no sienten casi nada, pero recuerda bien lo que su padre sin piernas, llamándolo desde la orilla de la viña, le enseñó cuando tenía doce años. Las vides y los vinos de Vasile ayudan a los internos de la última colonia de leprosos de Europa a mantenerse cuerdos, junto con la medicación que los médicos y las enfermeras les administran a diario. Al otro lado del valle, Ioana tiene más de 80 años y corta la hierba para alimentar a sus gallinas con una pequeña hacha sin filo que sujeta entre los dos muñones de las muñecas donde una vez estuvieron sus manos. Ella llama a cada una de sus gallinas por su nombre; incluso hay una llamado Scumpa (la Coja). Los placeres simples de Ioana, cuando la visité por última vez en primavera, consistían en ver crecer sus plantas de tomate, cada una en su pequeño bote de yogur, y cuidarlas hasta que fructificaran en su pequeño jardín. «Todos los alaban», me dijo, «como los más dulces de toda la colonia».

Más abajo en el valle, Costica está ahora completamente ciega. La lepra afecta a cada una de sus víctimas de una manera diferente. Su ojo bueno explotó, me dice con naturalidad, durante la revolución de 1989, y sugiere con humor un vínculo: tantas cosas estaban explotando en ese momento, que ¿por qué no su ojo restante también? La radio junto a su sofá lo mantiene en contacto con el mundo exterior. Más que eso, es su compañera de día y de noche, y evita que se hunda en el olvido total.

Ognjen Spahić traslada el leprosario —suavemente, pero con firmeza, y con la sensibilidad de un poeta tanto para la fealdad como para la belleza— fuera del presente, situándolo de nuevo en el mundo de pesadilla de la Rumanía de Ceaușescu solo unos pocos meses antes de la Revolución que lo cambiaría todo para siempre. Al hacerlo, transforma a los leprosos y su aflicción en una alegoría de los marginados, los extraños, los afligidos a lo largo del tiempo. La lepra puede ser el sida, puede ser la Peste Negra, o puede ser simplemente lo que hace que cualquier minoría sea diferente de la mayoría y que sea odiada por ella. Pero la suya no es una visión romántica de un grupo maldito digno de nuestro respeto. Más bien, es una visión espeluznante de las profundidades hasta las que puede hundirse una comunidad cuando sus miembros se vuelven unos contra otros. Como tal, se hace eco de El señor de las moscas de William Golding, pero en este caso, es un mundo de adultos donde se relajan todas las restricciones externas, no uno de niños.

El baño de sangre de Spahić refleja otro: el de la Revolución rumana y, por extensión, el de la Revolución francesa o la Revolución rusa. Sin embargo, como montenegrino y exinterno de la gran leprosería de Yugoslavia, la alegoría de Spahić —y su pesadilla— va mucho más allá. Como un autor joven que crece en un país que literalmente se desgarra miembro a miembro, da rienda suelta a su imaginación en un leprosario de los Balcanes orientales para producir un Frankenstein digno de la guerra de Kosovo, la macedonia o la croata, o (Dios no lo quiera) incluso de la guerra de Bosnia. Pero todavía no ha terminado. Los supervivientes de su leprosario, los dos, viajan río arriba para infectar al resto de Europa en una visión profundamente oscura de la maldad tanto de la mayoría como de la minoría. La novela es un desafío para que todos nosotros pensemos de manera diferente sobre la naturaleza humana.

Los verdaderos leprosos de Tichilesti —los últimos diecinueve, de una población que alguna vez llegó a casi doscientos— se quedan allí no porque tengan que hacerlo, sino por el compañerismo que han llegado a sentir después de toda una vida de convivencia. Muchos nacieron allí de madres y padres leprosos, heredando la enfermedad (como Spahić ha narrado correctamente). Crecieron unos al lado de otros; algunos se atrevieron a creer por un tiempo que no estaban infectados. Sin embargo, cuando surgieron las señales reveladoras, terminaron en Tichilesti una vez más, y una vez que quedaron atrapados allí, como relata Spahić, no pudieron irse. Sin embargo, aquí la realidad disiente de la ficción. Nicolae Ceaușescu, el dictador demente de Rumania de 1965 a 1989, no quería que el mundo exterior supiera de la existencia de una enfermedad que su peculiar raza nacional comunista no podía curar, tanto más porque su esposa Elena le debía su posición en el Partido Comunista Rumano, y su propio culto a la personalidad como Primera Dama, a su prestigio cuidadosamente cultivado como «la Científica»: un título diseñado para atraer, sin duda, a aquellos que podrían haberse sentido ofendidos por el estatus de su torpe marido, hijo de un humilde zapatero.

Al igual que el vih/sida, la lepra no es una enfermedad que se pueda contraer «por casualidad» con un simple apretón de manos, en contraste con los temores expresados por los personajes enguantados de Spahić. Los medicamentos distribuidos por los médicos y las enfermeras de Tichilesti, ausentes en el retrato de Spahić, revierten la enfermedad después de un período muy breve de infección. Los medicamentos previenen el contagio de la lepra, pero solo pueden retardar sus efectos, incapaces de revertir su impacto en los cuerpos de las víctimas. Otro hecho extraño sobre la lepra es que, durante décadas, los animales permanecieron inmunes a los esfuerzos de los científicos para infectarlos, aunque ha habido un poco más de éxito en las últimas décadas con el uso de ratones desnudos y armadillos de nueve bandas. Ahora se trata en Rumania, como en todo el mundo, con una combinación de tres medicamentos: rifampicina, dapsona y clofazimina.

No hay una fábrica de fertilizantes junto a la leprosería real; de todos modos, no sería visible desde la mayoría de las casas individuales en este valle protegido donde los últimos leprosos pasan sus últimos años en la Tierra. Sin embargo, había muchas fábricas de fertilizantes en la Rumanía de Ceaușescu, en la Serbia de Milosevic y en la República Democrática Alemana de Honecker. Las representaciones brutales de Spahić no son producto de una imaginación enferma, sino de una sana; tienen mucho en común con las brutalidades de Srebrenica, Stolac, Ruanda, Abu Ghraib, Darfur y Homs.

En la segunda década del siglo xxi, los últimos leprosos se quedan en la colonia de Tichilesti no porque tengan que hacerlo, sino porque quieren: aquí crecieron, aquí se enamoraron, aquí se pelearon y aquí se enterraron unos a otros. Se sentirían extraños viviendo en cualquier otro lugar, aunque disfrutan de sus breves viajes al mundo exterior junto con cada gesto, cada mirada, cada negativa a mirar que sugiere que ellos también son normales, son reales, son tan perfectos, tan iguales como somos todos al morir. «Nunca olvides», advirtió el muy subestimado escritor y ensayista británico Theodore Powys, «que la muerte, cuando llegue, para quienquiera que llegue, es siempre una bendición».

Lea la extraordinaria, hermosa y horrible parodia de Europa, su Europa, mi Europa, de Ognjen Spahić, y tiemble.

Nick Thorpe, Tiflis (Georgia), abril de 2012

Nick Thorpe es el corresponsal de la bbc en Europa Central y Oriental y ha informado desde la región desde 1986.

Con la nieve lenta descienden los leprosos.

René Char, en el poema Victoria relámpago

La última leprosería de Europa se encuentra en el sureste de Rumanía, entre los igualmente leprosos paisajes de una tierra oscura, yerma, salpicada de orondas chimeneas de centrales térmicas y restos de bosques, antaño grandes. Hace mucho tiempo que han desaparecido los terruños fértiles que recordaban las pisadas profundas de los caballeros dacios Burebista y Decébalo, siempre dispuestos a clavar el hierro en los bruñidos flancos de los caballos romanos, en los vientres saciados de los fornidos legionarios de Trajano. Vlad iii el Empalador y Mircea el Viejo, Esteban el Grande, príncipe de Moldavia y campeón de la fe cristiana, y Miguel el Valiente, fieles apóstoles de la palabra de Dios, eran antaño constelaciones en la noche oscura que los ojos miraban llenos de esperanza mientras los curvos sables otomanos vertían ríos de sangre joven.

Según les gusta decir a muchos, unos leones viejos y malvados cuyas crines están manchadas con los cadáveres de millones de oprimidos despedazan entre sus garras la historia antigua de este país.

Rumanía, sin embargo, no ha olvidado la gloria de los valientes. Reza un proverbio rumano: «Los ríos discurren, pero quedan las rocas», por lo que aún hoy en día pueden oírse los recuerdos que relatan las hazañas heroicas de las legiones de Vlad iii decididas a entregar hasta el último aliento a la tierra que las vio nacer.

Mi querido compañero de habitación, Robert W. Duncan, suele decir que la historia es el tercer ojo de la humanidad y que con él se pueden discernir con más claridad las madrigueras insondables de nuestra melancólica época. Yo le contesto siempre citando a Emil Cioran, que escribe que en un mundo sin melancolía se harían los ruiseñores asados a la parrilla, y R.W. Duncan luego dice que le horroriza la imagen de un ruiseñor desplumado, aderezado con hierbabuena y ajo, y me suplica que deje de mencionar esta idea enfermiza. Empiezo a piar a través de mi dentadura mellada, aleteo con los brazos, doy vueltas por la habitación hasta que R. W. D. agarra las pantuflas y me las lanza a la cabeza. Él quiere dormir. Y yo no puedo.

Me gusta apostarme en la ventana mientras por mi cabeza rondan fragmentos de historia recién transformada en polvo que en las secas tardes estivales trae el fresco viento desde los Cárpatos o aquel más cálido que sopla uniforme cuando desciende por las laderas riscosas de los Cárpatos meridionales. Siento el olor de los bosques y de los arándanos, el aliento de los campos exuberantes, la flor del lilo enano; el sabor de las rocas cuyas partículas crujen entre mis dientes y se clavan en el delicado velo de mis cataratas. Cuando cierro el ojo derecho, que rebosa salud y alegría, una cortina de niebla cubre el paisaje: el claro de luna se convierte en un chicle aplastado y mi compañero de habitación, en una rata dormida. Las luces violeta de la fábrica de fertilizantes cercana titilan como estrellas moribundas, mientras que el busto de mármol de Alejandro Juan I de Rumanía plantado en medio del patio del hospital apenas revela señales de su presencia. Abro el ojo derecho, cierro el izquierdo. Guiño con uno y luego con el otro. Bajo y alzo los párpados disfrutando del dualismo privé del mundo.

Las siguientes páginas se han escrito con el ojo derecho y con la participación inquebrantable de la razón y de la conciencia.

Describiré a las personas que he encontrado y conocido en mi camino —hacen bien en suponer que ni sobre Decébalo y Burebista, ni tampoco sobre el rey Juan, puedo contarles algo de primera mano— como me dicte la conciencia, mientras que intentaré transformar en palabras aquellas con las que no he llegado a encontrarme y que, por casualidad o providencia, se han convertido en parte inseparable de mi vida, atento siempre a que ninguna letra impresa sea una cicatriz que lacre la inalterable hermosura de la verdad.

Capítulo Primero

El 16 de abril de 1989 me levanto antes que los demás. Tengo la intención de recoger unos narcisos que crecen junto al muro meridional del sanatorio y cuyas flores todavía no se han abierto. Quiero que florezcan en mi cuarto, y bajo los dos tramos de escaleras desde la segunda planta llevando una lata de conserva llena de agua hasta el borde. La noche previa estaba repleta de rodajas de piña que Robert y yo mordisqueábamos con deleite. Esta fruta no solía despertar el interés de los aduaneros y campesinos rumanos muertos de hambre, por lo que —después de que ellos rapiñaran los alimentos más apreciados del paquete de ayuda de la Cruz Roja Internacional— en el fondo de las grandes cajas quedaban solo las latas de la jugosa fruta tropical. Supongo que se trataba de algún tipo de superstición alimentaria: el café de la República de Sudáfrica es radioactivo o las manzanas de Nueva Zelanda están coloreadas artificialmente…

Era agradable observar las laderas nevadas de las montañas lejanas pensando en las manos de las muchachas caribeñas, en los dedos que solo unos pocos meses antes habían acariciado la rugosa cáscara de la fruta con cuyo corazón nos regocijábamos. Mientras devorábamos la piña también lamíamos en nuestros pensamientos las delicadas palmas de esas manos, por lo que no me avergüenza decir que, al saborearla, a menudo experimentaba una ligera erección.

Hay que recoger los narcisos antes de que apriete el sol, cuyos rayos mordisquean ya el elevado penacho de humo sobre la fábrica de fertilizantes. Se recogen mientras duermen con los pétalos cerrados y se llevan a otro lecho. El agua fría hace que permanezcan frescos varias semanas y florezcan cada mañana.

Los separo de la tierra rompiendo los tallos un centímetro por encima de la superficie. Lo importante es no dañar el grueso bulbo porque este esconde muchas flores amarillas para los años venideros. Para las tumbas que guardarán los huesos leprosos de mis amigos.

Desde 1981 nos sepultaban en el recinto de la leprosería para ahorrarse los gastos del transporte hasta el crematorio de Bucarest y evitar el envío de las urnas a las parentelas diseminadas a lo largo y ancho de los continentes. Recuerdo que este cambio no suscitó demasiados resentimientos porque todos —por fin tengo que decir los leprosos— pasaban aquí sus días gracias precisamente a sus parientes asustados por nuestra enfermedad bíblica. Porque la lepra solía evocar dos cosas en la mente de las personas: 1. Escenas del Ben Hur de Wyler —una colonia de leprosos que deambulan por el planeta como condenados por Dios al desprecio y a una muerte dolorosa en cuevas solitarias alejadas de la ciudad—; 2. El miedo a un monstruo biológico, un intruso en el siglo xx, que ha aterrizado en la época moderna por un error fatal de la naturaleza o tal vez gracias a la justicia suprema.

Creían que nuestros bultos de carne pálida, protuberancias coniformes en la espalda, en las manos y el cuello, contenían semillas de enfermedad listas para desperdigarse por el mundo expandiendo democráticamente la más antigua de las enfermedades. Los lerdos campesinos rumanos, con el cerebro carcomido por temores y supersticiones irracionales, nos consideraban unos renegados estigmatizados de la estirpe humana, además de personas muy malvadas, y prohibían a sus feos niños que jugaran incluso a cientos de metros de la verja del recinto de la leprosería.

Siempre tuve la impresión de que nuestro edificio y sus inmediaciones, más que como una institución médica, eran vistos como un viejo cementerio maldito por el que pululaban los espíritus. Creo que a eso también contribuían los largos mantos de lino: indispensable protección del sol y de las miradas de los enfermos. Quiero decir, al menos, de las miradas de aquellos que tenían ojos.

Todos los leprosos quieren saber de qué manera están desfigurados los cuerpos de los demás. Es un tema corriente en las conversaciones cara a cara, que, en algunos casos, son media cara a media cara. Los puntos más sensibles son los órganos genitales masculinos, en determinadas fases de la enfermedad muy parecidos a la raíz reseca de la genciana o tal vez a los deformados e impotentes dedos de un anciano. El estado de esta parte del cuerpo establecía tácitamente el estatus del paciente en la colonia.

Yo tuve la insólita suerte de que las «hechicerías del bacilo de Gerhard Armauer Hansen» no afectaran a mi virilidad. Y como ya antes de la enfermedad estaba dotado con unas dimensiones decentes, nada más llegar, a este narrador suyo se le otorgó el estatus de líder, cualquiera que fuera el significado de la palabra en ese lugar.

Cuando había que repartir la limosna que la comunidad católica dejaba en el portón, o había que estipular cuánta leña se necesitaba para la calefacción, o dividir la cosecha de patatas y de cerezas a partes iguales, acudían a mí para que decidiera. En la mayoría de los casos no suponía un problema. Nadie se quejaba, o nadie tenía suficiente fuerza para hacerlo. Los reproches se reducían a murmullos debajo de las capuchas de lino o a pequeñas riñas en los oscuros pasillos del edificio. Pero a veces las cosas escapaban al control, lo que exigía la aplicación de medidas más radicales con el consentimiento de los demás enfermos. Por ejemplo, en una ocasión, Cion Eminescu propinó a Mstislaw Kasiewicz un leñazo en la cabeza, debido a la duda sobre el tamaño de los tomates que se les había asignado. Este suceso requirió una reacción justa y rápida.

Abrí a regañadientes la puerta de la habitación n.º 42, ubicada en el sótano, que por decisión conjunta se había declarado posible calabozo en caso de comportamientos indebidos. Durante mi estancia en la leprosería no se abrió más que en cuatro ocasiones. El desdichado Cion pasó en el número 42 la noche merecida, pero también la mañana siguiente, ya que se negó a salir, ofendido por el castigo. Cuando M. Kasiewicz ofreció generosamente al preso su siguiente asignación de las jugosas bolas rojas, Cion salió entre sollozos. Los enemigos se abrazaron con afecto y todo volvió a la normalidad.

Los abrazos afectuosos de Mstislaw Kasiewicz y Cion Eminescu más adelante se intercambiaban en la intimidad de sus habitaciones de techo alto, sobre colchones rellenos de lana mohosa, en los baños y en los pasillos ciegos de la leprosería. Nunca entendí cómo superaban la monstruosidad de sus cuerpos bastante destrozados. Cion no tenía nariz, y en su lugar se le abría en la cara una cueva oscura y viscosa en la que podían introducirse al menos dos dedos. Tampoco el resto de él era muy atractivo. La pierna derecha, sin pie, se arrastraba por el suelo como un despojo, mientras protuberancias excepcionalmente voluminosas de carne endurecida separaban el lino del manto de su espalda.

Kasiewicz sufría otra forma de mutilación. Sus rasgos faciales estaban intactos, pero la enfermedad le había afectado a todas las articulaciones. Eso hacía que sus pasos evocaran los movimientos de un fantoche gigantesco en las pesadillas infantiles más horribles. Fuera lo que fuese aquello a lo que se pareciera la relación sexual entre estos dos infelices, estoy seguro de que M. K. nunca estuvo de rodillas.

Las primeras quejas a cuenta de sus relaciones empezaron por motivos pragmáticos, pero ridículos. El número treinta y seis de la Gaceta Médica (enero 1984), impreso en Bucarest y patrocinado por las Naciones Unidas, anunciaba pomposamente una nueva enfermedad que cambiará el rostro del mundo. Los días siguientes todos leyeron las páginas dedicadas al sida, algunos se burlaban, otros manifestaban una incomprensión indiferente. Noté que la aparición de la nueva epidemia biológica provocaba también cierta dosis de envidia. Se podía sentir que la lepra gozaba de un extraño respeto entre sus víctimas. Durante las agitadas discusiones en el patio, saltaban frases absurdas de desdén y odio que acusaban al síndrome de inmunodeficiencia adquirida de ser una farsa mediática destinada a descalificar las plagas famosas de la humanidad, como la peste, el cáncer, la sífilis y, por supuesto, la lepra. A ellos les gustaba su enfermedad y la respetaban como un enemigo digno.

—De sida enferman en su mayoría drogadictos por vía intravenosa, hemofílicos y homosexuales —leía en voz alta Ingemar Zoltán mientras otros asentían elocuentemente con la cabeza intercambiando susurros en los que, no por casualidad, se reconocían los nombres: Cion y Mstislaw. Después de esta noticia, la percepción de los amantes cambió de manera sustancial. Al no comprender la naturaleza de la nueva enfermedad, los demás creían que era el fruto malvado del propio acto sexual. Rehuían a Kasiewicz y a Eminescu como si fueran… Casi se me escapa: leprosos. Era una reacción comprensible.

El que no ha conocido al detalle las sutiles extravagancias del cuerpo y de la mente deformados por la lepra tendrá dificultad para comprender las conductas, en apariencia irracionales, en cuyo fondo se ocultan a menudo impulsos muy diferentes de los que pueden imaginar los habitantes de otro mundo, el mundo de los no leprosos. El diagnóstico es válido también para el caso de la excomunión de Cion y Mstislaw, cuya naturaleza se desvanecía cada vez más en la polvareda levantada por la nueva enfermedad y sus apóstoles, los homosexuales.

La regla que la realidad de los hechos había establecido a lo largo de los años dictaba que en la leprosería no podía y no debería haber emociones. Todos somos un mismo cuerpo que vive la enfermedad, duerme con la enfermedad y muere por ella. Me atrevo a decir que este mecanismo práctico es obra de las fuerzas de un equilibrio natural que tiende al mantenimiento básico de la frágil salud física y mental de la raza humana.

La degeneración del órgano sexual hacía desaparecer los instintos reproductivos y con ello también la posibilidad de engendrar en la comunidad de enfermos.

En mi leprosería, junto a once hombres, residía también una casi mujer.

La imprecisión se debe a la vieja rusa Margareta Iosipóvich, que —desde que tengo memoria de mi estancia en la leprosería— vegetaba en estado de semihibernación. Hacía años que no salía de su habitación, y la muerte no quería llamar a su puerta. El único que llamaba era yo, una vez a la semana; y después de esperar pacientemente que sus cuerdas vocales expulsaran un murmullo apenas audible, entraba para tomarle el pulso y echarle unas pocas cucharadas de sopa en la garganta. Margareta me correspondía con relatos: recuerdos que remitían a los últimos días de la Rusia imperial y los crueles gulags de las tundras siberianas, pero también a la historia temprana de la leprosería justo después de su fundación.

Su voz áspera llegaba desde lo profundo de sus entrañas y se propagaba por la habitación en frecuencias muy bajas. Al cabo de unos diez minutos tenía la sensación de oírla por todas partes. Hablaba con fluidez, en un tono uniforme que recordaba el sonido de un viejo disco de gramófono.

Su ruso a veces me desquiciaba. En su relato sobre la época zarista utilizaba un montón de términos arcaicos y adjetivos exóticos que socavaban hasta los cimientos mis nociones escolares de ese idioma. Si contaba algo sobre la Rusia roja, entonces desfilaban columnas de nombres insolentes de diversos comités y títulos de funcionarios subalternos de Stalin, que, si lo entendí bien, eran los responsables de que su trasero y el de su marido se hubieran congelado durante años en tierras siberianas. En el gulag número 32-A, Margareta Iosipóvich contrajo también el bacilo de Hansen. Rota por la pesada carga de la lepra, la valiente mujer logró no obstante mantener la cabeza sana hasta el final. Al renunciar al cuerpo y prescindir de él conscientemente con la esperanza puesta en la ayuda compasiva de sus colegas enfermos, Margareta Iosipóvich consumió los últimos diez años flotando en el mar negro de los recuerdos, quejándose sin cesar del frío, del frío siberiano para siempre instalado en su cráneo.

Los tormentos de los demás, y también los míos, empezaban al amanecer. Una larga fila de guardapolvos azules se marchaba al trabajo y nosotros aguardábamos el día con dolores de diferente intensidad. La comunicación con el mundo solía empezar contemplando si había nuevos cambios en el cuerpo. De acuerdo con los resultados, nuestro ánimo oscilaba entre la depresión suicida y una ligera alegría.

Los espejos en los cuartos de la leprosería habían visto horrores dignos del infierno. Cada habitación tenía uno, por lo que desde primera hora de la mañana podían escucharse maldiciones o gemidos de dolor, prueba de que Hansen había sido muy diligente la noche anterior. El miedo impulsaba a muchos a imaginarse que el bulto en el cuello acababa de surgir, que el trozo de nariz se había desviado a la izquierda o que la piel del dorso de la mano se había vuelto rugosa de manera poco natural. Lo que sucedía al otro lado de los ojos solo se podía suponer. ¡Basta recordar qué pensamientos oscuros puede evocar una simple jaqueca!

Por lo tanto, el Mycobacterium leprae esculpía no solo el cuerpo, sino también la mente, deformándola a veces cual heridas abiertas en el cuello y en la espalda. Es difícil esperar que estas circunstancias cultivaran la benevolencia y el optimismo tan propio del género humano; sin embargo, con ello no quiero decir que no los hubiera en la leprosería. Quizá con la fealdad física afloraba también la otra, asentada en la esencia humana.

A mi compañero de habitación Robert W. Duncan no lo pude juzgar en ningún caso según estos criterios. Él conservaba su naturaleza alegre a pesar de la enfermedad ignorando sus engaños y trampas. Por eso fue premiado con un progreso muy lento del bacilo, un bacilo que, sin embargo, volvía a anunciar su vuelta a voz en cuello, guiado por el inescrutable reloj de la naturaleza, o digo yo que de Dios, justo en los momentos en que uno pensaba que quizá se había curado.

Gracias a Robert W. Duncan los años pasados en la leprosería parecen más cortos. Nunca se olvidó de mi cumpleaños. De regalo recibía siempre cosas perfectamente adaptadas a mis necesidades o gustos. La más querida entre ellas, El álbum blanco de los Beatles editado por Jugoton, lo recordaré toda mi vida como el sonido de la bondad y de la amistad intacta. Me acuerdo de que el viejo Ingemar Zoltán, al oír por el altavoz de la megafonía Back in the U.S.S.R., gritaba de felicidad, creyendo que escuchaba una marcha propagandista que trasmitía el ultimátum a los tanques rusos en las calles de Budapest. Todos los días desfilaba por los pasillos pidiendo más y gritando jubiloso el estribillo, que rellenaba con sus propias consignas antisoviéticas.

Los regalos de Robert irradiaban una aureola insondable de potenciales joyas íntimas. Al manosearlos yo tenía la extraña sensación de haberlos poseído tiempo atrás y de que ahora regresaban para despertar mis recuerdos. Un viejo mazo de naipes de la marca Piatnik, un cortaplumas con la empuñadura de palo rosa, una pequeña acuarela china enmarcada en ébano, una pipa turca, cada uno de estos objetos ocupaba un lugar exclusivo en la mesilla de noche.

Rechazaba con tenacidad revelar cómo los conseguía, y al cabo de varios intentos yo dejé de insistir, calculando que también esa capacidad debía de ser una suerte de talento, como el literario o el musical. Unos días antes de mi cumpleaños seguía con atención todos los movimientos de Robert, pero nunca estuvo más de media hora fuera de mi campo visual, lo que era insuficiente para ir al pueblo más cercano o a la fábrica de fertilizantes. Durante su paseo por el patio esbozaba de vez en cuando sonrisas enigmáticas, consciente de lo que yo cavilaba conteniéndome para no preguntar cómo.

El regalo que recibí el 2 de abril de 1989 para mi cuadragésimo segundo cumpleaños no lo puse en la mesilla, sino que lo guardé en lo más profundo de mi colchón entre el relleno de lana. Robert lo había depositado junto a mi despertador, de manera que, cuando lo vi, a causa de la emoción, mi cabeza empezó a resonar también igual que el timbre histérico del reloj ruso de marca Raketa. No estaba preparado para este tipo de conmoción que convirtió los silenciosos días de primavera en un torrente de dudas, suposiciones y esperanzas. Además, el gran retrato de Nicolae Ceaușescu que llevaba años sonriendo desde el muro del edificio de oficinas de la fábrica estaba manchado de alquitrán hasta ser irreconocible.

Barajando las cartas observaba las montañas al oeste. Europa se hundía —allí detrás del contorno de los Cárpatos meridionales— en una noche más.

La sentía zumbar, cual una gran abeja reina, enviando series de señales codificadas. Cuando Robert W. Duncan se me acercó sigilosamente por la espalda, cuando me tocó el hombro, las cartas salieron de mis asustadas manos volando por la ventana. Parecía que tardaban mucho en caer, demasiado tiempo, levitando en el denso aire primaveral. Supe que algo cambiaría pronto.

Robert se reía del temblor de mis palmas. Tranquilamente abría las latas de piña, y yo me imaginaba que estaba a punto de destapar dos cajas de Pandora, una para cada uno. A la mañana siguiente, cualquiera habría podido verme bajar las escaleras balanceándome con una lata llena de agua para las flores, los maravillosos narcisos junto al muro meridional de la leprosería. Pero los narcisos no eran el único motivo por el que el 16 de abril de 1989 me levanté antes que todos los demás.

Capítulo Segundo

Me duele al tragar el trozo de piña, pero Robert dice que solo es una fase pasajera después de la cual llega el entumecimiento total del esófago. Por eso los leprosos en el pasado se ganaban unas monedillas tragando ascuas de carbón o comiendo cristal. Dice que con el tiempo me acostumbraré, aunque echaré de menos la quemazón agradable del té ardiendo. A él, lo que más le falta es la calidez que te inunda con un trago de Jim Beam Black, que le encanta. Robert es americano. Supongo que el único americano del planeta infectado de esta anticuada enfermedad. A los escasos amigos y a una anciana tía en Georgia les escribió que tenía sida y que pasaría el resto de su vida en el Viejo Continente. Quiere que lo recuerden tal como era y no como la sombra endeble del antiguo suboficial de la infantería estadounidense. En el verano de 1982 me dijo que se había contagiado de lepra en los burdeles de Ámsterdam, para continuar apresuradamente contando anécdotas de cuando hacía la instrucción en Arizona. No seguí indagando frenado por la buena educación, aunque sabía que ninguno de los hijos de Hansen explicaba la historia de su enfermedad con solo una frase. La narración es vasta y siempre estructurada con precisión. Los Aussätzige la tienen siempre a mano cuando se les pregunta, aunque sea de pasada, por el origen de su desgracia. Robert me contaría toda la historia años después de mi llegada alentado por la amistad.