Hilos que unen - Kika Hatzopoulou - E-Book

Hilos que unen E-Book

Kika Hatzopoulou

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Beschreibung

Mitos griegos + ciencia ficción + una adictiva trama de misterio y asesinatos en una oscura ciudad semihundida. En un mundo donde los hijos de los dioses heredan sus poderes, una joven debe resolver una serie de asesinatos imposibles para salvar a sus hermanas, su alma gemela y su ciudad. Las descendientes de las Moiras siempre nacen de tres en tres: la primera hila la hebra de la vida, la segunda teje el hilo y la tercera lo corta. Las hermanas Ora no son una excepción. Ío, la más joven, usa sus habilidades predestinadas como investigadora privada en una ciudad semihundida en el mar. Cuando alguien empieza a secuestrar mujeres y a mutilar sus hilos vitales, Ío se dispone a investigar en compañía de Edei Rhuna, la mano derecha de una reina infame y el chico con el que comparte un destino inusual: el hilo que los une como almas gemelas... pese a que él ya esté con otra persona. A medida que la investigación progresa por los rincones más oscuros de la ciudad, Ío tendrá que indagar en los secretos que oculta su pasado para evitar que la destrucción llame a su propia puerta.

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Seitenzahl: 513

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Título original: Threads That Bind

Copyright © 2023 by Kika Hatzopoulou

This edition is published by arrangement with

Dystel, Goderich & Bourret LLC. through International Editors

and Yañez’ Co.

© de la traducción: Irina C. Salabert, 2024

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Medea, 4. 28037 Madrid

[email protected]

www.nocturnaediciones.com

Primera edición en Nocturna: diciembre de 2024

ISBN: 978-84-19680-92-1

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Para George y mi familia,

nuestros son los hilos que unen

HILOS QUE UNEN

PRÓLOGO

ZAS

El tranvía circulaba unos centímetros sobre la marea. Cuando frenó en la estación, los cables crujieron por el peso del atestado vagón. Los pasajeros se giraron y los fulminaron con la mirada. Justo hacía unos días se había roto un cable en la calle de la Salvia y había lanzado a la gente al sinuoso canal. Tres personas habían acabado en el hospital. El agua de la bahía era de una frialdad implacable incluso cuando faltaba tan poco para el verano.

La anciana de la parte trasera del tranvía iba retorciéndose sobre el pecho unos dedos sembrados de arrugas, como haciendo un nudo invisible. No descendía de las moiras, entre sus dedos no había más sustancia que el aire. Era un gesto común para mantener a raya a la hermana pequeña de las Moirae, la diosa del destino que decidía cuándo cortar el hilo de la vida.

«Haz un nudo —decía el refrán— y ella sabrá que sigues luchando».

En los Fangos, la gente añadía un segundo verso: «Haz mil nudos, que aun así ella te lo cortará».

La anciana no era de los Fangos. Llevaba una pelliza impoluta y sin remiendos, y su cabello gris estaba peinado al estilo de la clase alta, trenzado y recogido con horquillas en la nuca. Pero a las horquillas les faltaban las piedras de jade que deberían haberlas decorado, y en su ausencia quedaban piezas de bronce deslucido.

Los cables soltaron un chirrido de despedida cuando el tranvía se puso en marcha. La anciana esperó a que los pasajeros salieran de la estación y luego cruzó el puente, arrastrando un carrito de la compra cuyas ruedas resonaban con estrépito sobre todas las abolladuras del puente. Las calles estaban vacías, pero ella miraba de reojo cada sombra movediza y cada sonido fugaz.

Su marido, que era veinte años mayor que ella y disfrutaba asustando a su ingenua esposa, le había dicho que un horrible monstruo acechaba de noche las calles inundadas de la ciudad de Alante. Le tomaba el pelo diciendo que se escondía en las sombras de las chicas, se enroscaba en sus tobillos y nunca, jamás las soltaba. La mujer lo había enterrado hacía mucho tiempo. Rara vez pensaba en él, pero últimamente había empezado a pensar en aquel horrible monstruo a diario. Podría jurar que lo notaba: el peso muerto de un grillete en el tobillo.

Cómo deseaba haber nacido moira, sentir en los dedos los hilos vitales sólidos e intactos. Aceleró el paso, ansiosa por refugiarse en casa: arrebujada entre las mantas en el sillón, con un té mezclado con alcohol en la mano y el último episodio de su serie favorita en la radio.

Ya debía de haber empezado. Nada más entrar en el piso, se fue directa a la radio, que inundó la estancia con las voces familiares del elenco, y después se puso a guardar sus escasas compras —manzanilla, un paquete de galletitas de queso y un frasco de higos secos con descuento— cuando, de repente, atisbó un cuerpo moviéndose.

Una mano le tapó la boca. El frasco se le resbaló de los dedos y cayó al suelo con un estruendo. Luchó por soltarse pateando, dando codazos y arañando a ciegas a su agresor. El moño se le deshizo y varios mechones de pelo blanco flotaron ante sus ojos mientras los tacones de las botas se le quedaban pegajosos por los higos aplastados. Al otro lado de la pared, una vecina la llamó preocupada.

—No te preocupes —le susurró alguien al oído, aunque no supo si hablaba una persona o un monstruo envuelto en sombras—, esto no es el final.

Si la mujer hubiera cumplido su deseo, si hubiera nacido moira, habría sentido cómo tiraba de su hilo vital para separarlo de la maraña que formaban sus otros hilos. Habría visto cómo seguía el rastro de su hilo vital hacia arriba, donde se extendía hasta el techo y desaparecía en el cielo. Habría visto cómo cogía uno de sus propios hilos, plateados y puntiagudos como el acero, y lo estiraba entre dos dedos.

Pero lo único que la anciana oyó fue:

¡ZAS!

Y el hilo se cortó.

CAPÍTULO 1

DESHILACHADO

Ío estaba plantada en el borde del tejado, intentando convencerse a sí misma de dar el primer paso.

Lo había explicado mil veces: no eran las alturas lo que le daba miedo, sino… los bordes. No le suponía ningún problema subirse al tranvía, podría ponerse a bailar claqué por las azoteas, pero tenía que detenerse, respirar hondo unas cuantas veces y persuadirse para poder cruzar un puente colgante.

—Tontaina —le decía su hermana Thais cuando era pequeña—. Eres moira. Puedes ver los hilos de nuestro sino. ¿Acaso ves que tu hilo vital vaya a deshilacharse pronto?

Tras intercambiar una mirada de complicidad, Thais y su otra hermana, Ava, se abalanzaban sobre Ío y la tiraban al suelo. Las tres luchaban, con las extremidades enredadas y sonrisas feroces, hasta que Ío admitía la derrota. Ava sacaba entonces el hilo vital de Ío y le daba un par de tirones. Se estiraba como una cadena de plata y brillaba con la misma intensidad.

—Míralo —la amonestaba Thais—, igual de fuerte que siempre.

—Le gusta tener miedo —se reía Ava—. Eso le da una razón para no hacer nada.

Y la joven Ío siempre protestaba:

—¡Mentira!

Cómo odiaba protestar. La culpa era de ellas: la trataban como a una niña, así que se portaba como una niña. Antes de morir, sus padres habían trabajado en las llanuras de Neraida, a las afueras de la ciudad, y dejaron que sus hijas se hicieran cargo de sí mismas desde una edad temprana. Thais, la mayor, asumió el papel de tutora: limpiaba, cocinaba y administraba el dinero, mientras que Ava, dos años menor, se ocupaba de la diversión: se inventaba juegos para entretenerlas y le leía el futuro a la gente para ganar un poco de dinero extra. Y así Ío, la más joven, con seis años menos que Ava, se convirtió en la benjamina a la que cuidaban y tomaban el pelo. «Un alma dividida en tres cuerpos», susurraban con complicidad mientras juntaban las cabezas en la cama que compartían.

Por supuesto, eso fue hace años. Antes de que Thais se marchara de la ciudad, antes de que todo cambiara.

Ío subió con cuidado al puente. Rebotó bajo su peso, crujiendo con cada paso. En realidad, ese puente no estaba diseñado para humanos. Era una tira larga y fina de metal construida específicamente para gatos, para permitirles deambular por la ciudad durante las mareas altas: el plan maestro para frenar la creciente población de roedores que transmitían enfermedades.

El problema de los puentes para gatos era que no tenían barandillas. «Los gatos no pierden el equilibrio», declararon las autoridades municipales. Pero eso no era cierto. Los gatos podían resbalar y caerse como cualquier otra criatura; sencillamente, tendían a aterrizar de pie. A Ío todo aquello le parecía contradictorio: no había nada donde aterrizar bajo los puentes, solo las turbias aguas de la marea, que, como ya se sabe, los gatos odian.

Deberían tener barandillas y no las tenían. Una frase que, en opinión de Ío, resumía bastante bien la ciudad hundida de Alante. Las necesidades nunca se satisfacían. La gente exigía cosas, se les negaban y aprendían a apañárselas con lo que tenían.

Ío no tenía barandillas, pero tenía miedo, mucho miedo. Se envolvía en él, lo apretaba con fuerza a modo de escudo. Eso era lo que sus hermanas jamás habían entendido: el miedo no te paralizaba. Te volvía precavido, te hacía estar alerta. Ío siempre siempre estaba alerta. Por eso destacaba en ese trabajo. Cruzó el puente con pasos pequeños y metódicos e hinchó los carrillos con alivio cuando volvió a pisar tierra firme.

El tragaluz en el tejado del teatro abandonado estaba tapado con unas tablas distribuidas sin orden ni concierto; Ío se coló con facilidad. El moho y la podredumbre le asaltaron las fosas nasales mientras bajaba las escaleras, apoyando una mano en la pared para guiarse entre la densa oscuridad. La luz de la luna teñía de plata la sala principal. Los listones del escenario estaban hinchados por la humedad y el resto del teatro, las dos mil butacas, estaba completamente sumergido en el agua, por lo que solo se entreveían formas oscuras. Se tapó la nariz con el pañuelo y caminó por el gallinero hasta los palcos, virando hacia el del medio, que al desmoronarse años atrás había derribado también la pared.

Era un espectáculo desagradable: madera, alambres y cemento colgando como las entrañas de una bestia destripada. Pero las vistas al otro lado eran agradables. El palco descuajeringado del teatro de la calle del Espolón era uno de los pocos lugares en los Fangos con vistas despejadas a las tres lunas. Pandía, la mayor y más brillante; Nemea, que recorría la parte inferior del horizonte; y Ersa, que salía y se ponía en cuestión de horas. Ahora Ersa era la única que estaba despierta, tiñendo el mundo de un rosa lechoso. El papel pintado, cubierto de rocío, relucía con una tonalidad rosada; el agua de las calles, con un cereza tenue. Eso le confería a la ciudad, inundada hasta los topes por la marea nocturna, un aspecto casi hermoso. Algún día, Ío ahorraría lo suficiente para una cámara e inmortalizaría ese panorama ultraterrenal.

En el bloque de apartamentos frente al teatro se encendió una luz en la ventana situada más a la izquierda del tercer piso. Ío apartó la vista de la luna y se puso las gafas. En efecto, era el mismo apartamento para cuya vigilancia la habían contratado. Una figura se movió dentro…, ¿o quizá dos? Ío se deslizó hacia abajo y apoyó las palmas en la madera astillada del balcón. «Antes de entrar en la Colcha, asegúrate de estar a salvo —le había indicado Thais—. No queremos que te caigas de un tejado, ¿verdad?».

Ío parpadeó y la Colcha se desplegó, una red de hilos que se extendía sobre el mundo físico. Solo los moiras, descendientes de las diosas del destino, podían ver las líneas plateadas que brotaban de las personas y las conectaban con las cosas que amaban. Ío se centró en el apartamento del tercer piso. En la Colcha vio más allá del ladrillo y la madera, directamente a las dos personas del apartamento. De sus cuerpos emergían docenas de hilos que los vinculaban con los diversos lugares, objetos y personas preciados para ellos. Uno de los hilos más brillantes conectaba a ambas figuras y latía de una forma muy vívida con el tipo de resplandor que lo consumía todo. «El fulgor único de un hilo de amor», como diría soñadoramente Ava.

La pesadez única de un incordio, mejor dicho. Ío soltó un suspiro. ¿Por qué siempre había infidelidad de por medio? ¿Por qué no podía ser por una vez una afición extraña o una clase nocturna, algo que no dejara destrozados a sus clientes? Ío ya se imaginaba la escena: al día siguiente, su clienta, Isidora Magnussen, se hallaría en la mesa del fondo en esa cafetería de la calle de la Salvia, con el abrigo estrujado como un trapo de cocina en las manos, e Ío tendría que decirle: «Sí, su marido fue al apartamento que supuestamente vendió hace tres semanas. Sí, tenía compañía». Entonces vendría la parte más difícil: «¿La ama?». Cualquier otro detective privado se encogería de hombros y diría: «¿Cómo voy a saberlo?».

Pero Ío era diferente. Era moira. Por eso los clientes la elegían; no solo querían saber si sus seres queridos estaban engañándolos o apostando o bebiendo. Querían saber los secretos que solo la Colcha podía revelar: si sus cónyuges valoraban engañarlos, apostar y beber más de lo que los valoraban a ellos.

E Ío tendría que decírselo. «Lo siento, señora Magnussen. Su hilo es tan brillante que no pude soportar mirarlo durante más de dos segundos, lo que significa que su marido está enamorado de su amante. Lo que significa que quiero que me trague la tierra aquí mismo y no volver a salir jamás». Eso era lo que le daba un techo bajo el que vivir y comida en el plato: romperle el corazón a la gente.

Observó a las dos figuras un rato más para asegurarse. No distinguía ningún cuerpo en la Colcha, solo los hilos, pero no cabía duda: la pareja estaba unida, la plata los entrelazaba en un lento abrazo. A Ío le ardieron las mejillas y apartó la vista.

Algo le llamó la atención. Cerca de la pareja, en el tercer piso del bloque de apartamentos. Era una persona, pero al mismo tiempo… no.

La no-persona solo tenía un hilo. La gente amaba en masa; se apegaba a otros, a lugares, a objetos, a ideas. La media de hilos de una persona corriente era quince. Los recién nacidos eran los que menos tenían: el hilo vital, un hilo para su madre y un hilo para la comida…, y los dos últimos solían ser el mismo. Sin embargo, esta persona, plantada en lo que debía de ser el pasillo del edificio, tenía un único hilo. Eso ya de por sí era improbable, pero no imposible.

Lo que sí era imposible era que el hilo estuviese roto. Uno de sus extremos salía de su pecho y el otro caía sin más al suelo, donde se deshilachaba. Los hilos siempre se conectaban; no existían los hilos de un solo extremo.

Y lo peor de todo era que el hilo roto se inclinaba en un ángulo antinatural, como si la persona lo estuviera aferrando con ambos puños. Se estiraba tenso y afilado, como si fuera a cortar los hilos de otra persona. Esa persona de un solo hilo, esa imposibilidad, era cortadora. Ío lo sabía porque ella también lo era.

El cortador avanzaba despacio hacia el apartamento de los amantes, enarbolando su único hilo a modo de arma. Ío tensó los hombros. Se le cortó la respiración.

«Tontaina», la regañó mentalmente su hermana.

Exhaló y salió corriendo.

La puerta del apartamento estaba entreabierta.

El corazón le martilleaba en el pecho cuando entró. Había un largo pasillo con tres puertas abiertas y todas albergaban oscuridad. Ío había soltado la Colcha para concentrarse en llegar al edificio, pero ahora volvió a desplegarla. En la segunda habitación al final del pasillo se hallaban el cortador y su único hilo, agarrado entre las manos. Otra maraña de hilos se encogía en un rincón.

Ío podía paladear el terror, intenso y amargo. Notaba sus pasos lentos y desacompasados, como si estuviera bajo el agua. Agarró con los dedos uno de sus propios hilos (en ese momento daba igual cuál) y lo envolvió entre el dedo índice y el pulgar. Solo un hilo podía cortar otro hilo. Si esa persona iba armada, también ella lo iría.

La moqueta del apartamento amortiguaba el sonido de sus pasos. En el pasillo colgaba un espejo y debajo había una mesa estrecha, llena de frasquitos de cosméticos. En el reflejo, una mujer permanecía de pie en medio del salón, con mechones de pelo gris escapándose de un moño trenzado en la nuca y la cintura sobresaliendo hacia delante de un modo antinatural. El hilo único le caía de los dedos al suelo, con la punta deshilachada enroscada alrededor del tobillo como una serpiente domesticada.

Ío no entendía lo que estaba viendo. De cerca irradiaba el resplandor de un hilo vital, el hilo más importante de cualquier persona, un vínculo con la mismísima vida. Por lo general, los hilos vitales se elevaban hacia el cielo y desaparecían entre las nubes. Pero ese estaba tirado en el suelo, desconectado, una anomalía monstruosa.

Esa mujer debería estar muerta.

Ío vio un cuerpo en el suelo. Lo reconoció al instante: la señora Magnussen le había enseñado las fotos de su boda. No llevaba más que un par de calzoncillos a rayas y tenía el cuello doblado de una forma antinatural. Ersa coloreaba su piel desnuda de un rosa vivo, pero solo era una ilusión. No había hilos en la Colcha. El cuerpo era un cadáver. Una respiración entrecortada atrajo su atención hacia el dormitorio, donde una mujer en lencería se ocultaba detrás de un sillón y lloraba en silencio sobre sus rodillas. Ío tardó un momento en reconocer su pelo rubio platino: la secretaria del señor Magnussen. Los había visto juntos esa mañana fumando en la calle, frente a la oficina. En aquel instante, había parecido una charla inocente. Ahora era innegable que ella era su amante.

La anciana del hilo anómalo aguardó inmóvil como una estatua y contempló la habitación alzando la nariz. A la luz de Ersa, su pelo plateado parecía bañado en capullos de rosas. Ío debería irse. Debería retroceder hasta la puerta, despertar a gritos a todo el edificio, ingeniárselas para alejar a la anciana de la secretaria.

«Muévete», se suplicó a sí misma. Respiró hondo.

En medio del silencio, su fuerte inhalación fue un disparo. La mujer inclinó el cuello; sus ojos se fijaron en el espejo.

—Hay crímenes —dijo la anciana, ausente y como en trance— que no pueden quedar impunes. Yo resurgiré de las cenizas como una hija de las llamas.

Y antes de que Ío pudiera reaccionar, la anciana se abalanzó sobre ella en un torbellino de pelo blanco y huesos puntiagudos. Sus cuerpos chocaron e Ío cayó de espaldas. La mujer estaba sobre ella, atacándola como al azar, arañándole la cara y el pecho. Ío levantó los brazos e intentó apartarla de una patada, pero en su lugar golpeó la pared.

Ante el fuerte ruido, la anciana se detuvo por completo y la miró. O más bien miró el hilo entre su pulgar y su índice.

—Qué hilo tan bonito. Pequeña moira —dijo con voz áspera—, te veo. También veo tus crímenes.

Ío tuvo un segundo para pensar: «¿Qué crímenes?».

Para estremecerse: «¿Qué crímenes?».

Para que le entrara el pánico: «He cometido muchísimos».

Entonces la anciana volvió a atacarla con uñas cortantes. El dolor le aguijoneó la mejilla y el cuello, la espabiló. Agarró lo primero que pilló, el pelo de la mujer, y le dio un tirón. Con un grito feroz, la anciana se apartó. En cuestión de segundos, Ío se había incorporado y corría hacia la puerta abierta. La mujer se lanzó tras ella chocando contra las paredes.

—¡Escóndase! —le gritó Ío por encima del hombro a la llorosa secretaria, esperando que obedeciera.

En cuanto cruzó la puerta, Ío empezó a pedir ayuda a gritos sin dejar de mirar a la bestia maniaca que la perseguía. Desde luego, se movía como una bestia, arremetiendo a cuatro patas y con los dedos curvados. Y el hilo, ese espantoso hilo vital suelto, seguía en su mano; era un arma lista para atacar.

—Ayúdenme, maldita sea —gritó Ío, golpeando con ambos puños una puerta.

Llamar a la puerta tuvo un precio. Al instante, la mujer la alcanzó. Sus dedos le agarraron la pernera del pantalón. Ío cayó con un ruido sordo y aterrizó con fuerza sobre las palmas y rodillas. Se giró y vio, aterrorizada, que uno de sus hilos estaba en la mano derecha de la mujer.

Y entonces una puerta se abrió de golpe, derramando luz en el pasillo. Un hombre alto y de piel oscura les gritó en un idioma extranjero… ¿Kurkz?

La anciana hizo una pausa sobre Ío.

Eso era todo lo que necesitaba. Una pausa. Un momento. Un respiro.

Tomó impulso con la rodilla y le asestó una fuerte patada a la mujer en la mandíbula. Esta salió despedida hacia atrás trazando un arco. Ío salió en desbandada, poniendo distancia entre la anciana y sus pérfidos dedos. Se enderezó cuando su espalda chocó contra la pared al final del pasillo; el aire fresco entraba por la alta ventana abierta de detrás.

Otros residentes salieron de sus apartamentos. El hombre kurkz se dirigía hacia ellas. Ío quería indicarle que se alejara y pidiera ayuda, pero ¿por qué no le funcionaba la voz?

De repente, todo lo que pudo ver fue a la mujer arremetiendo hacia ella, con el hilo vital roto y similar a una cuerda de plata en su puño izquierdo. Cerca, tan cerca que Ío notó unos mechones de pelo en la cara justo antes de apartarse de la ventana abierta. La mujer se dio cuenta demasiado tarde; intentó detenerse, pero el impulso la empujó. Sus piernas golpearon el alféizar, su cintura se inclinó hacia delante y cayó de bruces por la ventana.

Sonó un chapoteo a lo lejos cuando impactó contra el agua que inundaba las calles. La respiración de Ío se volvió superficial, como si sus pulmones hubieran encogido a la mitad. Tenía las manos entumecidas; una sujeta al marco de la ventana y la otra cerrada en torno al hilo que había agarrado al azar para protegerse.

No se movió cuando el hombre kurkz la sacudió por los hombros, cuando se asomó por la ventana y anunció que la mujer había desaparecido. Se quedó allí, jadeando, y poco a poco, muy despacio, el mundo recobró su nitidez: gente que salía de sus apartamentos, sus batas y calcetines, su pelo revuelto, su mezcla de idiomas.

Seguía en el mismo sitio, de espaldas a la pared y con los puños cerrados, cuando notó una vibración en el pecho. Uno de sus hilos palpitaba… ¿Lo habría dañado la anciana? Ío se tensó, bullendo de pánico; no le quedaban fuerzas para otra pelea.

El hilo se tensó y fue directo por el pasillo hasta el pecho de un joven que acababa de subir corriendo las escaleras. De hombros anchos y piel morena, con nudillos de bronce en el puño derecho. Miró hacia el lado opuesto, luego hacia allí y la vio. Ío tuvo la sensación de que la reconocía, porque sus cejas se hundieron sobre sus ojos oscuros.

—¿Adónde ha ido? —preguntó.

Ío hizo un gesto con la barbilla hacia la ventana. Él se dio la vuelta y salió, llevándose consigo el hilo. Ío nunca lo había visto antes, pero aun así sabía quién era.

Su hilo del destino.

El chico al que estaba destinada a amar.

CAPÍTULO 2

UN ESPECTRO

Del baño del apartamento llegaban los leves sonidos de alguien sorbiéndose la nariz. Ío apoyó la frente contra la puerta, tratando de expulsar cualquier pensamiento sobre su hilo del destino y el chico en la otra punta de él; ahora no era el momento. Llamó una sola vez con suavidad.

—Ya puede salir —dijo contra la madera—. Se ha ido.

La cerradura chirrió y la puerta se abrió poco a poco. Los ojos de la secretaria eran dos amplios círculos de miedo en las sombras de la habitación, enmarcados por cejas finas y un pelo tan rubio que casi era blanco. Nina Panagou, recordó Ío por su investigación, de veintisiete años, secretaria del señor Magnussen durante los últimos ocho años. Nina se dejó caer contra la pared de azulejos, con las mejillas manchadas de maquillaje y un largo trozo de espejo en el puño. Inteligente por su parte; había roto el espejo del lavabo para crear un arma improvisada.

Ío se sentó en cuclillas en el marco de la puerta, a la altura de sus ojos.

—¿Se encuentra bien?

—¿Jarl ha…? —La mirada de Nina se desvió a la izquierda, a la sala de estar.

Ío apretó la mandíbula. Repartidora oficial de malas noticias, rompecorazones profesional.

—Lo siento mucho.

A la mujer se le llenaron los ojos de lágrimas y su voz se volvió aguda y nasal:

—Apareció de repente, de la nada. Jarl me dijo que me escondiera y yo… —Se calló.

—¿La reconoció? —preguntó Ío en voz baja—. ¿Es alguna persona a la que Jarl o usted pudieran conocer?

Nina negó con la cabeza.

—Yo no, pero ella no dejaba de hablar como si conociera a Jarl. No paraba de decir que veía sus crímenes. Que los crímenes exigían un castigo. ¿Qué significa eso?

—No estoy segura —susurró Ío—. ¿Le dijo lo mismo a usted?

—No. Me vio escondida detrás del sillón, pero no dijo más que: «A ti no puedo castigarte, niña. Tus crímenes no son verdaderamente tuyos». Entonces se concentró en Jarl. Dioses, Jarl. —Los hombros le temblaron por los sollozos y dejó caer la cabeza entre las manos—. Ella se encontraba al otro lado de la habitación, pero lo estaba estrangulando. No sé cómo…

La culpa asaltó la mente de Ío. No podía ofrecerle demasiadas explicaciones. Aquel encuentro secreto había culminado en la muerte de su amado a manos de una aterradora anciana. Pero Nina no era el objetivo: solo había estado en el lugar equivocado en el momento equivocado. La propia Ío sentía aún su cuerpo paralizado por el terror. No podía ni imaginarse por lo que estaría pasando esa mujer.

—La policía llegará pronto —le dijo—. ¿Le parece bien quedarse con ellos? Si no, puedo sacarla de aquí antes de que lleguen.

A ojos de la policía había pocos inocentes en los Fangos. Todos habían trabajado para las bandas en algún momento dado, aunque solo fuera limpiando las mesas de sus clubes o fregando los suelos de sus garitos. Para las personas como Ío y Nina, eran trabajos honrados, de los que no hacen daño a nadie y con los que ganarse el pan. Para la policía, sin embargo, eso equivalía a una condena. No te trataban con amabilidad ni aunque acabaras de presenciar cómo asesinaban a tu amante y de sobrevivir a una violenta homicida.

—No, pero por favor…

La mujer extendió la mano, clavándole las uñas esmaltadas cortadas en la muñeca. Tenía el brazo con la piel de gallina; debía de estar helada. Había que buscar su ropa por el salón y tal vez también encontrar una sábana con la que tapar el cuerpo de Jarl Magnussen.

Cogió la mano de Nina.

—No se preocupe. No me voy a ir a ninguna parte. Me quedaré aquí.

Los policías que acudieron a la escena tomaron declaración a todo el mundo, mandaron a Nina a su casa con refuerzos, alertaron a la guardia costera para que buscase a la anciana por los Fangos y luego insistieron en escoltar a Ío de vuelta a casa.

El edificio en el que vivían Ío y Ava era una antigua tabacalera. Los agentes arrugaron la nariz ante el persistente olor acre mientras Ío metía la llave en la puerta, que chocó con la cadena y rebotó. Ío llamó hasta que Ava, con el pelo revuelto y los ojos rojos, abrió la puerta. Fuera cual fuese la ocurrencia que se disponían a soltar sus labios sonrientes, se pulverizó cuando vio a los policías asomando sobre los hombros de Ío.

Dijeron que querían ver el expediente sobre el caso de Isidora Magnussen, pero Ío sabía que no era así. Querían investigarla. Era una cortadora; ese mero hecho la convertía en una posible amenaza. Podría haber abandonado la escena antes de que llegara la policía, pero ¿qué sentido tendría eso? Los testigos presenciales habían visto su cara. Lo único que los agentes tenían que hacer era buscar en los registros públicos a las moiras que residían en la ciudad y allí figuraría su dirección. Gracias al Tratado de Parentesco, la privacidad no existía para los descendientes. Además, quería asegurarse de que atendieran bien a Nina.

Ío esquivó a su hermana y empezó a rebuscar en el escritorio bajo su cama elevada. Transcurrieron dos largos minutos, durante los que fue muy consciente de cómo inspeccionaban los dos policías el piso, hasta que encontró el maldito expediente y se lo entregó.

—¿Usted también es moira? —le preguntó el agente a Ava mientras barría con la vista cada centímetro del apartamento.

—Ajá. —Su hermana estaba apoyada en la isla de la cocina, con un batín de satén verde que dejaba al descubierto sus piernas largas y voluptuosas. Arqueó una ceja, desafiante—. ¿También necesitan mis papeles?

En parte certificados de nacimiento, en parte registros médicos, en parte informes de salud mental evaluados por el tribunal y casi en su totalidad distintivos humillantes, los documentos de los descendientes estipulaban la naturaleza de sus poderes y sus parientes conocidos. Los descendientes siempre venían en un lote: dos, tres o más hermanos herederos de dioses hermanos. Los mitos también hablaban de la existencia de otros dioses, pero solo las divinidades gemelas, hermanas o hermanos, otorgaban poder a su progenie. Algunos creían que el poder era excesivo para que lo heredara una sola persona, pero Thais no estaba de acuerdo. «Más individuos, más poder —solía decir—. Juntos somos más fuertes».

Ignorando a Ava, el hombre dio una voz a la otra punta de la estancia:

—¿Algo interesante, inspectora?

La agente estaba hojeando las notas de Ío sobre el caso Magnussen, con los ojos entrecerrados y las cejas enarcadas, como si dudara de todas y cada una de las palabras de la página. Ío siguió muy erguida, intentando quitarse de la cabeza la idea de ponerse hecha una furia. Todo lo que tenía que hacer era esperar a que terminara esa humillación. Quizá durase un buen rato, según lo crueles que decidieran ser los policías, pero terminaría. Mantenía registros meticulosos y sus papeles de descendiente estaban impolutos. Los habían solicitado incluso antes de que naciera; sus padres ya tenían dos hijas que podían ver la Colcha, lo que solo podía significar que se avecinaba una tercera. Las herederas de las moiras siempre venían de tres en tres, como las propias Moirae, las diosas del destino.

La primogénita era la hilandera, capaz de formar nuevos hilos. La segunda era la tejedora; podía alargar o acortar un hilo, lo que intensificaba o debilitaba el sentimiento correspondiente. Y la más joven era la cortadora, capaz de segar cualquier hilo que quisiera, incluso los de la vida.

Las cortadoras eran las peligrosas. Las cortadoras eran las villanas de las radionovelas y las primeras sospechosas en las investigaciones criminales. A las cortadoras se las acompañaba a casa para comprobar sus papeles incluso aunque contaran con una licencia de investigadora privada, completa y actualizada, y una docena de testigos presenciales que confirmaban su inocencia.

Pero Ío blandía la paciencia como un arma. ¿Todo un día vigilando y varias horas hojeando registros? Para ser sincera, esa era su parte favorita del trabajo. Se quitó la cazadora de cuero y cogió un trozo de pastel de queso y espinacas de la encimera de la cocina. La masa filo estaba maravillosamente fresca y crujía bajo sus dientes. El agente apartó la mirada de Ava y la posó en ella.

—¿Qué has hecho, hermanita? —preguntó su hermana.

Ío se encogió de hombros. En su tono más tranquilo y comedido, respondió:

—Nada. Me contrataron para investigar a un hombre al que esta noche asesinó una anciana, que luego me atacó y huyó. Los agentes quieren ver mis notas sobre el caso.

—No dejan piedra sin remover, ¿eh? Los héroes de nuestra ciudad —dijo Ava con dulzura. Luego, alarmada—: ¿La anciana intentó matarte?

—Esa ni siquiera es la peor parte. Su hilo vital estaba roto. Le colgaba inerte de la mano.

—Eso es imposible. Estaría muerta.

Un escalofrío recorrió la piel de Ío.

—Pero no lo estaba.

—Un espectro. —Ese último comentario provino de la inspectora. Era iyen, de piel clara con ojos oscuros y una complexión musculosa que llenaba del todo el uniforme—. Así es como la llamó en su declaración, señorita Ora. «El espectro de pelo plateado».

Ío no se acordaba de eso. Por otro lado, no recordaba gran cosa después de que la mujer se cayera por la ventana: solo la estridencia de su corazón, el escozor de sus arañazos, las mejillas empapadas de lágrimas de la secretaria, la impresión de ver por primera vez al chico que se hallaba al otro lado de su hilo del destino.

—Curiosa forma de expresarlo —comentó el agente desde la puerta—. ¿Por qué espectro, cortadora?

—Suena mejor que fantasma —respondió Ava, y se echó los rizos negros sobre el hombro para dejar a la vista el lado afeitado de su cabeza.

Ío sabía que el gesto era deliberado: un pendiente trepador de bronce le cubría la parte superior de la oreja, y su característico color deslucido la señalaba como parte de la banda Fortuna.

El policía abrió los ojos de par en par y le susurró algo a su compañera. La mujer soltó un gruñido y se metió bajo el brazo el expediente del caso Magnussen.

—Voy a llevarme esto. Le sugiero que no salga de la ciudad, señorita Ora. Es posible que contactemos con usted en los próximos días.

Se marcharon sin añadir ni una palabra más. Incluso los policías titubeaban con Bianca Rossi, propietaria del Fortuna y reina indiscutible de la mafia de los Fangos.

Ava cerró la puerta y miró a Ío.

—¿Estás bien?

Ella asintió. Los arañazos le palpitaban y la parte posterior del cráneo le latía con fuerza, y había visto a su alma gemela por primera vez…, pero se recuperaría. Echaría el cerrojo de la puerta y cerraría las ventanas, y la presión sofocante de su pecho desaparecería. Siempre desaparecía. Pero aún no podía descansar. Se dirigió a la puerta.

—¿Adónde vas?

—La esposa —explicó Ío, colgándose del hombro la cazadora gastada con su familiar calidez. Era de su madre; demasiado pequeña para Ava y no del estilo de Thais, así que Ío la había heredado, unas sobras presentadas como un regalo. A ella le daba igual; el olor a cuero viejo y desgastado era de sus favoritos—. Tengo que informar a la mujer antes de que me pongan como la mala de la historia.

La cara de Ava se crispó por la preocupación.

—Te acompaño.

Sonó un golpe en la puerta.

—¿Qué pasa ahora? —masculló Ío en voz baja. Dejó la cadena puesta al abrir la puerta.

En la rendija que quedó entre la madera, lo vio.

El chico de esa noche, con el que compartía un hilo del destino.

Dioses, ¿en serio tenía que pensar en eso ahora mismo?

Él se mantuvo apartado de la puerta, como para mitigar la amenaza que representaba su corpulencia. Tenía la tez oscura, los ojos de un marrón intenso y unos rizos ensortijados y cortos. De un aro en el cinturón le colgaban unos nudillos de bronce. Ío fijó la vista en el arma, la opción predilecta de los miembros de la Fortuna, y se le cortó la respiración. Esa era la firma de la reina de la mafia: la huella curva de unos nudillos sobre la piel.

—¿Edei? —dijo Ava detrás de Ío—. Edei Rhuna, ¿qué haces aquí?

Oculta tras la madera, Ío le articuló con los labios a su hermana: «Qué demonios». Había logrado, con no pocos inconvenientes, evitar al chico en la otra punta de su hilo del destino durante casi tres años y ¿Ava lo conocía? ¿Se llamaban por su nombre de pila? Menuda traición.

Edei Rhuna hizo un gesto de saludo con la cabeza.

En voz baja y con una mirada furtiva, le dijo a Ío:

—La jefa quiere verte.

CAPÍTULO 3

LO CORRECTO

Ío no mentía a menudo, pero cuando lo hacía, se comprometía al máximo. Esta era la mentira que se decía a sí misma prácticamente a diario: el hilo del destino le daba igual.

Thais lo había distinguido por primera vez cuando tenía dieciocho años e Ío diez, apenas un año después de la muerte de sus padres. Estaban en la azotea de su antiguo bloque de apartamentos, holgazaneando en el primer día cálido tras quince días de un implacable neomonzón. El viento arrastraba el polen primaveral desde los jardines del distrito del Capitolio, por lo que Ío estornudaba sin parar.

—Qué raro —comentó Thais mientras estiraba uno de los hilos de Ío entre los dedos—. Este hilo parece llevar a algún sitio desconocido. —Le dio un tirón para enseñárselo: similar a una estela de luz plateada, trazaba un arco a través del techo y sobre la ciudad hasta desaparecer en el horizonte—. Debe de ser un hilo del destino. Qué emoción… Mi mentora moira dijo que son aún más raros que la triple puesta de luna.

Ío dio un saltito, con el entusiasmo de Thais endulzándole la lengua. Esos eran sus momentos favoritos: Thais instruyéndola con la Colcha sobre lo que podían hacer las moiras, Thais emocionada, Thais sonriendo.

—¿Qué es un hilo del destino? —preguntó.

Thais se reclinó sobre la pendiente de tejas.

—Los hilos conectan a las personas con lo que les importa. Una persona que conoces, un objeto que usas, un lugar en el que has estado. Cuando lo amas de verdad, se forma un hilo. Pero hay algunos hilos inusuales que existen antes de que se forme el vínculo. Conducen a alguien o a algo que estás destinado a querer algún día.

—¿Como tu hilo natal?

Thais también tenía un hilo especial del que mamá siempre hablaba con entusiasmo a cualquiera que quisiera escucharla: «¿Te he contado lo del hilo natal de mi Thais? Eso sí que es amor verdadero, ¿eh? Es dedicación a nuestra casa, a toda Alante. Algún día, mi pequeña hará grandes cosas por esta ciudad, espera y verás». La ciudad era parte de Thais, el núcleo de su alma.

—No se parece en nada a mi hilo natal. —Thais soltó el hilo—. Yo me gané mi hilo natal. Demuestro mi amor por esta ciudad a diario. ¿Qué has hecho tú para merecerte este hilo?

Y se fue, dejándola, por algún motivo, avergonzada.

Pero era difícil librarse de esa euforia inicial. La aguardaba una pasión desconocida, un amor que estaba destinada a sentir. Eso la tranquilizaba, como cuando uno despertaba de un sueño muy convincente. A medida que crecía, el hilo del destino originó una infinidad de posibilidades: descubriría un nuevo oficio, encontraría a un amigo entusiasta o a algún pariente muy lejano que las sacaría de las arenas movedizas de la pobreza. O (y se ruborizaba al pensar eso) a alguien que la abrazara y la besara como en las radionovelas.

Y un día, cuando tenía quince años, empezó a notar un… hormigueo en el pecho. Su hilo del destino se movía. Todos los días, después de clase, se subía al tejado y observaba cómo se aproximaba el otro extremo del hilo. Su encantador desconocido y ella eran objetos celestes que orbitaban cada vez más cerca, destinados a una colisión inevitable.

Él llegó la víspera de la fiesta del invierno.

Thais se había desplomado en el sofá, exhausta tras un doble turno, con la ropa apestando a comida frita. Dejó caer una pierna en el regazo de Ío, sobre los deberes que estaba haciendo.

—Es un chico. Tu hilo del destino.

Ío fijó la vista en el cuaderno, tragándose la sorpresa como si fuera una medicina amarga.

—¿Cómo lo sabes?

—No podía dejarte suspirando en el tejado noche tras noche, a este paso te morirás. Hoy he seguido tu hilo. Lleva hasta un chico.

Ava silbó sobre la sopa de alubias que estaba removiendo.

—¡Un chico! Cuéntanoslo todo.

Thais miró a su hermana con desdén.

—No hay mucho que contar. Es joven, de la edad de Ío o tal vez un año mayor. Acaba de llegar a la ciudad y se ha pasado toda la mañana en las oficinas de inmigración de la puerta oeste. —Luego volvió a centrarse en Ío y su mirada se suavizó—. Lo siento, pero… estaba con alguien, Ío.

Ío apretó los labios, esforzándose por no inmutarse. Su mente era un torbellino que no acertaba a comprender. Ni siquiera conocía a ese chico; no debería sentirse traicionada. Y aun así…

—¿Y qué? —replicó Ava.

—¿Qué quieres decir con «y qué», pagana? —la regañó Thais—. ¿Cómo te sentirías si una chica se te acercara y te dijera que estás destinada a amarla?

—Depende de lo guapa que fuera.

Thais puso los ojos en blanco.

—¿Es guapo? —preguntó Ava, moviendo las cejas.

De repente, Ío se sintió muy pequeña y muy sola.

—Ava, déjalo.

—Supéralo, Ío. —Ava la apuntó con el cucharón—. ¿Y qué si está con alguien? ¿No merece saber que hay algo entre vosotros, un hilo predestinado? Quizá ni siquiera sea un hilo de amor. No tiene por qué serlo, ¿sabes? Podría ser tu futuro mejor amigo, un valioso aliado, un fiel socio comercial o tu…, digamos…, musa. No puedes refugiarte en tus miedos para siempre; tienes que buscarlo y decírselo.

—Déjala tranquila, Ava —intervino Thais—. ¿No te parecería cruel que alguien se acercara a tu novia y le dijera que es su alma gemela predestinada?

—Bueno. —Ava bajó las comisuras de los labios con un gesto cómico de «uy».

Thais asintió; su instinto maternal estaba satisfecho.

—Decírselo no sería lo correcto.

La presión que constreñía la caja torácica de Ío se aflojó; había una opción correcta. Por supuesto que sí, y por supuesto que Thais sabía cuál era.

—¿Y qué debería hacer? —preguntó, ansiosa por darle una solución a ese problema indeseado.

—Cortar el hilo. Liberarlo.

Su cuerpo rechazó la idea al instante: el pecho se le contrajo, sus músculos se tensaron como para recibir un golpe. No podía evitarlo. Durante cinco años, el hilo del destino había sido su ancla, un recordatorio constante de que, con independencia de cómo se le complicara la vida (la muerte de sus padres, sus problemas económicos, el dolor que percibía en los ojos de sus hermanas), al final había algo esperándola, un hilo plateado que resplandecía contra el horizonte. Algún día llegaría y algún día ella sería feliz. Era el destino: imparable, sobrenatural y enteramente suyo. No, no pensaba cortarlo.

Thais descifró cada uno de los pensamientos y emociones que reflejó su cara. Frunció el ceño.

—Será duro, pero es lo mejor, hermana. No querrás privarlo de la posibilidad de elegir, ¿verdad?

Ío no dijo nada.

Al cabo de un rato, Thais se levantó y fue a asearse. Comieron sopa de alubias. Hablaron de una nueva serie de misterio en la radio. En los meses siguientes, Ío empezó a ignorar el hilo. Era de lo más difícil ahora que el chico estaba tan cerca; por lo que deducía, se había instalado en los Fangos y Ava lo veía con frecuencia en el restaurante donde trabajaba limpiando las mesas. El hilo del destino tiraba del pecho de Ío; a menudo se descubría dando un paso en esa dirección. Pero, a su manera despiadadamente sincera, Thais tenía razón. El chico podía elegir y había elegido a otra persona. Ío tenía que respetarlo.

Pero ella también podía elegir. Cortarlo o conservarlo. Los hilos del destino eran manifestaciones de lo que amabas y, a su vez, de quién eras. Ío tenía que descubrir cuál era su sino, en quién estaba destinada a convertirse. Ese hilo irradiaba más brillo que todos sus otros hilos juntos; era un ancla, un faro y una promesa de que llegarían cosas mejores. Decidió conservarlo.

Dejó de mencionárselo a sus hermanas, temiendo que Thais pudiera convencerla de cortarlo y temiendo que Ava pudiera convencerla de buscar al chico. Un año después de que él llegara a Alante, Thais se marchó y con ella se fue el miedo de Ío.

A veces sorprendía a Ava mirándola de reojo. Las palabras bullían en los labios de su hermana, listas para cobrar forma. Incluso ahora, casi tres años después, Ava iba y soltaba:

—Hoy lo he visto.

Ío siempre se quedaba callada.

—¿No quieres saber quién es y qué hace?

—Me da igual —mentía ella siempre, esperando que algún día fuera a decirlo de verdad.

CAPÍTULO 4

UN TRONO DE ORO HECHO DE DIENTES ROTOS

Uno no rechazaba a la reina de la mafia ni a los mensajeros que mandaba a su casa. Los que lo habían intentado ya no tenían lengua para rechazarla. Así que Ío se obligó a cerrar la puerta a su espalda, ignorando lo que su hermana intentaba decirle, y siguió a Edei Rhuna (un recordatorio de que en su día no había hecho lo correcto) fuera del edificio. Era sorprendentemente cortés para tratarse de uno de los agentes con mano dura de Bianca Rossi. Ajustó su ritmo veloz al de Ío. Mantuvo firme el puente colgante hasta que ella cruzó. La miraba solo cuando era necesario, para comprobar que no se había quedado atrás, lo cual era bueno: un contacto visual excesivo, al igual que uno inexistente, sería sospechoso.

Esa idea le resultó molesta. No tenía ningún motivo para sospechar de él. ¿Por qué lo estaba vigilando? Tardó unos segundos en darse cuenta: el hilo del destino. Se preguntó si él lo sabría, si eso tendría algo que ver con la razón por la que había ido al bloque de apartamentos frente al teatro abandonado.

Lo miraba de reojo, hiperconsciente de todos sus detalles: el cuello que dejaba a la vista su jersey de lana; el moratón que se desvanecía en su mandíbula; sus zapatos, unas botas de seguridad que deberían despertar a los vecinos pero no lo hacían. El olor de algún tipo de aceite reluciendo en sus rizos ensortijados. Su nariz, larga y recta, y sus labios carnosos…

«No te pongas rara, Ío».

Pero las cosas ya se habían puesto raras y habían entrado en la frontera de lo siniestro cuando lo vio en aquel pasillo oscuro, justo después de esa experiencia cercana a la muerte. Ahora iba caminando a su lado y conocía su nombre, su trabajo y su cara, y el mundo entero se inclinaba sobre su eje.

No podía saberlo, ¿verdad? Ava y Thais jamás se lo habrían dicho. Había otras moiras en la ciudad que podían distinguir el hilo del destino, pero Edei no parecía del tipo dispuesto a pagarle una cantidad ridícula de dinero a una adivina.

¿Debería decírselo? Dioses, la mera idea era demasiado aterradora para sopesarla. Averiguaría de qué iba esa convocatoria de la reina de la mafia y luego ya decidiría.

Subieron a la pasarela norte y se toparon con una fila de transeúntes esperando. Una banda atípica que cobraba un peaje a la gente que iba a cruzarla, lo que a menudo derivaba en violencia. Ella intentó apartarse para buscar otro camino, pero Edei deslizó los nudillos de bronce en su puño y golpeó la farola más cercana. Cuatro golpes, pausa; dos golpes, pausa; tres rápidos.

Sonó un golpeteo en respuesta desde el otro lado de la manzana; a los pocos minutos, una patrulla de la Fortuna salió de los callejones, cinco armados con barras de hierro. La banda Fortuna se comportaba como agentes del orden en los Fangos. Los policías rara vez se dignaban a poner el pie en aquel lugar hundido en la marea y lleno de quimerinos (pequeños híbridos de animales sedientos de sangre que acechaban en las profundas aguas de Alante) a menos, por supuesto, que estuvieran realizando una redada. Bianca Rossi reinaba en los Fangos y la verdad era que hacía un trabajo decente: evitaba que los atípicos impusieran peajes a los puentes, expulsaba a los delincuentes menores del distrito, daba caza a los quimerinos más peligrosos antes de que les entrara hambre y atacaran a la gente. Incluso apoyaba a los sindicatos de los trabajadores.

La banda atípica los vio y salió corriendo con todo el dinero que había podido cobrar por el peaje. Edei condujo a Ío hacia la recién liberada pasarela, donde los chicos de la Fortuna lo saludaron llevándose los nudillos de bronce a la frente.

¿Cuál era su rango en la jerarquía de las bandas? Todos los miembros de la Fortuna conocían los golpes con los nudillos, incluso Ava, que solo era cantante en su club y no participaba en ninguna de las actividades más nocivas de la banda. Pero Edei Rhuna no solo conocía los golpes. Tenía un puesto lo bastante alto en el séquito de la reina de la mafia como para ganarse el saludo militar de los miembros más jóvenes.

El Club Fortuna apareció ante ellos. Dos porteros de discoteca custodiaban la entrada principal en la azotea, teñidos del fulgor violeta que despedía el cartel de neón sobre sus cabezas. El edificio era uno de los sitios de moda en los Fangos, aunque un poco hortera, en opinión de Ío. Las paredes de ladrillo eran de diversas tonalidades negras, las ventanas estaban ribeteadas de pintura dorada con los cristales tintados de un gris oscuro. De la estructura brotaban cables eléctricos, semejantes a venas, que alimentaban los candelabros, los micrófonos y las docenas de máquinas de juego que había dentro. Los dos puentes que lo conectaban con los tejados al otro lado de la calle eran retráctiles, un gasto de mal gusto habitual en otros distritos más pudientes que debía de haberle costado una fortuna a Bianca Rossi. Se rumoreaba que tras su ascenso al poder durante los Disturbios de la Puesta de Luna, una violenta guerra de bandas que duró ocho días hacía doce años y que casi acabó con los Fangos, vivía con el miedo constante de que volvieran a atacarla.

Los gorilas se dispusieron a cachear a Ío (el Fortuna tenía la política de impedir el acceso con armas), pero Edei hizo un gesto de asentimiento y los dos hombres se apartaron sosteniéndoles la puerta. Edei la llevó por pasillos alfombrados mientras una música de piano ascendía desde la zona de juego de la planta baja. Llamó a una puerta corriente, pero no esperó respuesta antes de entrar.

El despacho de Bianca Rossi era tan recargado como el resto del club. El techo y las paredes estaban revestidos de madera negra y ornamentada, una extravagancia superflua para la rapidez con la que la humedad local iba a destruirla. Una mullida alfombra blanca ocupaba el centro de la estancia, rodeada de mobiliario pesado: un sofá y dos sillones, una barra con filas y filas de bebidas, un escritorio con incrustaciones de lo que parecían escamas de leviatán. Detrás del escritorio había una larga ventana.

El sol había iniciado su ascenso, bañando la oficina de una escala de rojos intensos y prendiendo fuego al pelo rubio de Bianca Rossi. La reina de la mafia de los Fangos contaba poco más de treinta años, era delgada como un gato y tenía varias decoloraciones en la piel del cuello y de los brazos. «Besos de Ersa», los llamaba la gente en referencia a la mayor luna de Alante. La leyenda decía que esas marcas iluminadas eran los escombros que cayeron del cielo la noche en que la luna se partió en tres.

Bianca nunca vestía más que trajes de corte masculino, confeccionados para ceñirle la cintura y ajustarse a sus largas piernas. Aquel día, el traje era de terciopelo verde oscuro y lo complementaba con una corbata de seda color lima. Desde que empezó a cantar en el Fortuna hacía un año, Ava volvía a casa todos los días con una nueva cantinela sobre lo genial que era su jefa, pero Ío no se lo tragaba: Bianca Rossi reinaba desde un trono de oro hecho de dientes rotos.

La reina de la mafia dejó su papeleo y habló con un marcado acento de los Fangos, arrastrando cada vocal:

—Ío Ora.

Ío tomó asiento donde Bianca le indicó y se fijó en que Edei permanecía de pie junto a la puerta.

—¿Por qué estoy aquí? —preguntó con más brusquedad de lo que pretendía.

El rostro de Bianca irradió júbilo.

—Las hermanas Ora me gustáis. Directas al grano, casi rayando la mala educación, pero sin llegar a cruzarla. Una vez, un cliente se estaba poniendo pegajoso con tu hermana. ¿Te ha contado esa historia? Mandé a Edei para ayudarla, pero cuando llegó, Ava ya le había roto la nariz al hombre contra la mesa. Y cuando le pregunté por qué no se había esperado a que la ayudaran, ¿sabes lo que dijo? «Mi madre me enseñó a ir de frente». ¿A ti también te caló hondo esa lección, Ío?

Daba la impresión de que le estaba dorando la píldora, lo que significaba que probablemente estuviera haciéndolo.

—¿Por qué estoy aquí, señora Rossi?

Bianca ladeó la cabeza hacia la izquierda. Era un movimiento exagerado, teatral, e Ío se preguntó qué intención tendría. ¿Intimidarla? No se atrevía a desplegar la Colcha para ver los hilos de Bianca. La mujer notaría en sus ojos el antinatural brillo de plata. Eso le recordaría que Ío era una cortadora, siniestra y poco fiable. «La paciencia es un arma», se dijo. La paciencia siempre daba sus frutos.

—Me han dicho que eres una sabueso.

Ío asintió, esperando. Ese no era el motivo de que se la hubiera escoltado hasta allí al amanecer.

—Y que anoche te atacó una agresora inusual. —Tampoco estaba ahí por eso—. Por suerte, no somos tan inútiles como las autoridades. —Ante un asentimiento de Bianca, la puerta de detrás se abrió—. Mira lo que Edei te ha pescado.

Y allí estaba la anciana. El espectro.

Dos pandilleros, un chico pelirrojo y una chica de piel oscura con un traje deportivo ajustado, la empujaron al interior con largas barras de bronce. De inmediato, el despacho se llenó del hedor a podredumbre. La mujer olía a abandono y ofrecía ese mismo aspecto: de los hombros le colgaba ropa hecha jirones, tenía los zapatos empapados de barro y el pelo mojado se pegaba a su piel pálida.

La mirada de Ío se posó en Edei y lo recorrió de la cabeza a los pies. Llevaba un jersey de lana distinto del que vestía la primera vez que lo vio y sus botas dejaban pequeñas huellas húmedas en la madera oscura. ¿Fue ahí adonde se dirigió justo después del ataque? ¿Se había zambullido tras el espectro? Sus miradas se cruzaron; Ío se ruborizó y fijó la vista en la mujer.

—¿Qué ve, señorita Ora? —preguntó Bianca.

De cerca, a la deslumbrante luz del amanecer, los labios de la anciana eran de un fuerte color púrpura, unas bolsas le hundían los ojos amarillentos, las venas azulaban sus brazos y tenía la ropa y el pelo cubiertos de piel muerta. Parecía estar pudriéndose: un cuerpo sin vida, una mujer muerta capaz de andar.

Ío entró en la Colcha, esperando contra todo pronóstico haberse equivocado. Que hubiera sido un truco de la luz. Pero allí, en la mano de la anciana, estaba el hilo vital roto. Manteniendo las distancias, Ío la rodeó para mirarla más de cerca. El hilo suelto caía sobre la alfombra blanca y yacía a los pies del espectro. Ío comparó su color con su propio manojo de hilos, luego con el de Bianca y con el de Edei. No cabía duda: era un hilo vital, con la misma plata lustrosa que eclipsaba todos los demás hilos que les salían del pecho.

—¿Qué pasa? —preguntó Bianca.

—Su hilo vital está cortado —aclaró Ío—. Sin embargo, está viva. Nunca había visto nada igual.

Para su sorpresa, Bianca no dudó de ella, a diferencia de Ava.

—¿Crees que por eso mató a ese hombre? ¿Que perder su hilo vital la volvió loca?

«No lo sé». Pero esa no era la respuesta que Bianca estaba buscando ni una que Ío pudiera permitirse dar. Causas, móviles, conclusiones, eso era en lo que destacaba. La gente le pagaba bastante por su mente racional, por su capacidad para ver lo que unía a las personas, tanto los hilos reales de la Colcha como los metafóricos. Los hechos eran: un hombre muerto, un hilo vital cortado, una asesina inmortal. La locura podía ser una explicación.

Pero la mujer había dicho: «Hay crímenes que no pueden quedar impunes». Ese era el móvil, por desconcertante que fuese.

—¿Por qué crímenes lo castigaste? —le preguntó a la anciana.

El espectro no respondió. Desde que había puesto el pie en el despacho, no había parado de mirar a Bianca con lo que solo podría calificarse de hambre.

Ío se detuvo frente a la reina de la mafia, bloqueándole la vista al espectro.

—Él te hizo daño —dedujo. La mitad del arte de la investigación consistía en inventarse la verdad—. Querías venganza.

La atención del espectro cambió, se clavó en ella como una daga en la garganta.

—La venganza es para los malvados —respondió la mujer—. Mi propósito es la justicia. Yo soy su servidora y mía es la justicia.

A Ío se le aceleró el pulso. Se obligó a quedarse quieta y a ordenar sus pensamientos, luego habló a la sala en general:

—¿Ha habido otras víctimas?

—Ah, eres buena, pequeña detective. —Bianca se metió las manos en los bolsillos con indiferencia—. Mató a uno de mis hombres hace unos días. Consiguió escapar, aunque no antes de que Edei obtuviera la misma información que tú: quería que mi hombre se arrepintiera. Pero esta no es la primera asesina que hemos encontrado acechando en los Fangos y soltando las palabras de un lunático. La primera llegó hace dos semanas. Otra mujer, tan andrajosa como esta, mató a un guardia fronterizo estrangulándolo justo delante de su familia.

—Nuestra gente me contó —dijo Edei— que no paraba de decir: «Tus crímenes exigen un castigo».

Ío sintió que un escalofrío le recorría la espalda.

—¿Sus manos estaban dobladas así? —Señaló con la barbilla al espectro, cuyos pálidos dedos se retorcían en torno al hilo, invisibles para cualquiera excepto para una moira—. ¿Tenía un aspecto similar, la misma… piel?

Edei asintió.

—Encontramos muerta a la primera mujer cinco días después…

—¡Estúpidos! —escupió el espectro. Con una sonrisa horrible, avanzó un poco.

Edei y la chica la rodearon al instante, empujándole el pecho con las barras de bronce. El pelirrojo buscó a tientas en la parte trasera de sus pantalones y sacó una pistola. Ío nunca había visto un revólver de cerca; era grande, con una culata de madera y un cañón largo. Al reflejar la luz del sol, el metal relucía de un fuerte color naranja.

—«Deja que vean tu arma», me dijeron. —La mujer habló con un siseo—. «Que vean lo que les espera», dijeron. No estoy loca ni muriéndome. He ascendido.

A la velocidad del rayo, el espectro dio un latigazo con el hilo cortado en dirección a Ío, como una lazada. El hilo cruzó la estancia; Ío dio un respingo y se apartó, pero el objetivo no era ella.

Pasó muy rápido: el hilo se enroscó en la garganta de Bianca Rossi. El pelirrojo disparó el arma e impactó en el torso del espectro. Bianca cayó de rodillas, rodeándose el cuello con las manos, y jadeó. Edei se lanzó contra el espectro, alguien gritó, sonaron muebles cayéndose.

Ío se golpeó el pecho para coger un hilo. Con dedos expertos, sacó uno, patinó con las botas por el suelo y lo acercó a unos centímetros del hilo vital cortado del espectro.

—¡Para! —gritó. Bianca Rossi estaba agarrándose el cuello y tenía la cara roja—. ¡Para! —le advirtió de nuevo.

El espectro no se detuvo; en cambio, se quitó a Edei de encima con una fuerza inhumana y bajó el hilo roto formando un arco. Bianca cayó al suelo y se quedó a gatas.

Ío no sabía si daría resultado, si el hilo roto la estaría atando de alguna manera a la vida o a la forma de existencia que fuera aquello, pero no había tiempo de hacerse preguntas: bajó el hilo como si fuera un cuchillo.

Ambos hilos se rompieron. De repente, la mano de Ío no contenía más que aire. En el suelo, Bianca resolló en voz alta, con los ojos desorbitados, y se alejó arrastrándose hasta chocar contra el escritorio. El espectro, al que ya no mantenía con vida ese hilo, se desplomó muerto en la alfombra blanca.

Bianca habló con voz ronca:

—Nico.

El pelirrojo, con el arma todavía apuntando al espectro, se puso firme.

—¿Sí, jefa?

—Recuérdame las reglas de la Fortuna. —Bianca estaba sentada en el suelo, con los codos apoyados en las rodillas, inspirando hondo y espirando. El cuello se le estaba amoratando y tenía los ojos inyectados en sangre, pero se lo estaba tomando sorprendentemente bien.