Hora de pagar (versión española) - Celia Walden - E-Book

Hora de pagar (versión española) E-Book

Celia Walden

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  • Herausgeber: Motus
  • Kategorie: Krimi
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2022
Beschreibung

UN BEST-SELLER INSTANTÁNEO Y EL THRILLER MÁS ADICTIVO DEL AÑO El evento de la empresa está llegando a su fin. Las tres mujeres han bebido demasiado e inesperadamente se están confesando secretos. Terribles verdades sobre Jamie, el socio y "chico de oro" de la empresa, que revelan cómo las ha maltratado aprovechando su poder y su éxito. Hasta ese día ellas apenas se conocían, pero ahora las une la furia y la venganza. Juran hacer justicia, ha llegado la hora de pagar. Pero a medida que se ponen en acción, el plan se descontrola y corren el riesgo de perderlo todo: sus carreras, sus relaciones y su integridad. Comienzan a dudar de ellas mismas y entre ellas; después de todo, siempre hay más de un lado de cada historia. ¿Es Jamie un monstruo o hay algo aún más turbio e insospechado en todo el plan? ¿Fue un error confiar cada una en las demás? Ahora no hay vuelta atrás.   

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Ähnliche


HORA DE PAGAR

Celia Walden

Traducción: Carmen Bordeu

“Inteligente, convincente y escalofriantemente recomendable, Hora de pagar es un thriller elaborado con suma habilidad en el que la tensión va en aumento justo hasta llegar al inesperado final”.

—Ellery Lloyd.

“Absolutamente atrapante…. La serie con Nicole Kidman ya está escrita en sus páginas”.

—Sunday Telegraph.

“Imposible de soltar”.

—Helen Fielding, autora best seller de El Diario de Bridget Jones.

“Lo leí de una sentada. Un thriller inteligente y agudo sobre el #MeToo, con tres personajes fantásticamente desarrollados y giros de la trama totalmente geniales e inesperados hasta la última línea”.

—Trini Vergara, editora.

Título original: Payday

Edición original: Little, Brown Book Group Limited

© 2021 Celia Walden

© 2021 Little, Brown Book Group Limited

© 2022 Trini Vergara Ediciones

www.trinivergaraediciones.com

© 2022 Motus Thriller

www.motus-thriller.com

España · México · Argentina

ISBN: 978-84-18711-47-3

Índice de contenidos
Portadilla
Citas elogiosas
Legales
Personajes en Hora de pagar
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Si te ha gustado esta novela...
Celia Walden
Manifiesto Motus

Personajes en Hora de pagar

Jamie, gerente de BWL, una empresa inmobiliaria en Londres, especializada en la puesta en valor de edificios históricos.

Jill, socia fundadora de BWL y miembro del directorio. Fue promotora del ascenso de Jamie.

Alex, secretaria de Jamie. Es madre soltera de una bebé, Katie. Acaba de terminar su permiso de maternidad y está lista para volver al trabajo.

Nicole, vendedora estrella de la empresa. Ha tenido un affaire con Jamie.

Stan, marido de Jill y cofundador de la empresa. Está enfermo de cáncer y ya no trabaja.

Ben, marido de Nicole. Actualmente sin trabajo, cuida de Chloe, la pequeña hija de ambos.

Maya, esposa de Jamie y madre de la pequeña Elsa.

PRÓLOGO

—Te has olvidado la salsa de carne otra vez. —Terry inspeccionó su bocadillo de beicon, suspiró y le dio un mordisco—. Estos tienen que estar terminados al final del día. —Señaló el palé cercano de bloques de hormigón y miró a su cuadrilla sin mucha esperanza—. Ey.

Pero estaban reunidos alrededor de un iPhone, viendo un videoclip en YouTube.

—Vamos. ¿Dónde está la mezcladora? A trabajar.

Terry caminó entre los montones de ladrillos y madera hacia la parte trasera de la obra. En un rincón, a la sombra de un edificio grande y abandonado al que daba la obra, estaba la mezcladora.

—Cabrones inútiles —murmuró.

Entonces vio al hombre. Se fijó en su traje —“ostentoso”, habría dicho su mujer—, sus zapatos —como los mocasines de gamuza que usaban los escandalosos tipos de Chelsea, pero con una cadena dorada en la parte superior— y las rejas de hierro en las que estaba empalado. La amalgama de pan y beicon salió volando de su boca.

—¡Steve! —se oyó decir viendo el trozo de carne que la reja que atravesaba el abdomen del hombre empujaba hacia afuera. Y luego, emitió un gritó que sonó estridente, femenino. —¡Steve!

Para cuando el capataz se le acercó, Terry se estaba palpando los bolsillos de la sudadera.

—Dame tu teléfono, tío —logró pronunciar sin apartar los ojos del cuerpo.

Y cuando todo lo que Steve pudo hacer fue repetir “Mierda. Mierda”, Terry se lo quitó y llamó al 112.

Solo después de decirle a la voz impasible en el teléfono “Hay un tipo muerto en nuestra obra”, después de recorrer con la mirada el cadáver ensartado en las puntas de hierro frente a la fachada blanca que se alzaba detrás, después de darse cuenta y decirle al operador “Debe de haberse caído”, solo entonces, Terry vio que el pie del hombre se movía.

CAPÍTULO 1

JILL

Jueves 5 de agosto

“Contesta, contesta, contesta”. Sentada en el sendero de entrada de su casa, con una blusa, la falda de trabajo y unas pantuflas forradas de lana, Jill miraba con fijeza la única letra que aparecía en la pantalla de su iPhone. “A”. La inicial era como una admisión de culpabilidad. Como su empleada, habría sido natural que Alex figurara en su lista de contactos, profesionales y personales. Solo que la conexión de Jill con “A” no tenía nada de legítima, y mucho menos de justificable; y desde hacía media hora, sobraban motivos para ocultarla.

“Bienvenido al servicio de mensajería de O2. La persona a la que usted está llamando no puede atenderlo en este momento”. La gente no te cuenta que el caos tiene un sonido: un latido ruidoso, agitado, intravenoso. Y es ensordecedor. No te cuenta que una vez que has invitado a ese ruido blanco a tu vida, no hay manera de apagarlo.

Jill cortó —dejar un mensaje era demasiado arriesgado, y en los cuatro intentos anteriores para contactar a Alex, ya había tomado la precaución de ocultar su identificador de llamadas— y se dejó caer hacia delante para apoyar la frente en el volante, obligándose a respirar. Inspirar, espirar, inspirar, espirar… ahora despacio, despacio. Cada espiración empañaba el logotipo de cromo alado en el volante y Jill observaba cómo se disipaba la capa brumosa antes de volver a espirar.

“La policía dijo que nos llamarían”. Eso fue lo que había dicho Paul. Podían pasar horas. O minutos. Y no podía tener esa conversación sin haber hablado con Alex.

—¿Dónde estás? —En voz alta, las palabras sonaban alarmantes. Imperiosas.

Se preguntó qué pensarían los vecinos si la vieran sentada en el coche, hablando sola. Se preguntó si Stan, que estaba dentro, se habría dado cuenta de su ausencia, y cuánto podía soportar un ser humano antes de que, como un sistema eléctrico sobrecargado, estallara y se apagara.

El zumbido del móvil la devolvió al presente, pero solo era otro mensaje de Paul. “Está en las noticias”. Con dedos torpes, Jill introdujo la llave en el contacto, encendió la radio y se quedó sentada como atontada escuchando una conversación amplificada entre un presentador de la LBC y un activista vegano antes de que por fin pasaran a las noticias. Jamie era el tercero en la lista. Solo que ya no era Jamie sino “un hombre de cuarenta y seis años encontrado empalado en las rejas de una obra en construcción en el noroeste de Londres”.

Era solo cuestión de tiempo antes de que en la oficina descubrieran que el hombre muerto era el jefe, y mientras el “reportero en el lugar de los hechos” daba detalles que Jill no pudo dejar de oír, se imaginó la noticia propagándose de un escritorio a otro en forma de gritos sorprendidos y correos electrónicos desenfrenados y sin signos de puntuación. Vio las manos sobre las bocas, las lágrimas de incredulidad: la confusión. Como socios de Jamie, les correspondía a ella y a Paul hacer un anuncio; ‘controlar’ las repercusiones. Pero ir a la oficina era impensable, hasta que no hablara con Alex. Y después estaba Nicole.

El nombre de su colega no estaba disimulado con una inicial, aunque debería haberlo estado, y verlo en la pantalla de su móvil no hizo que Jill se sintiera menos tóxica. Su propio nombre tendría un efecto similar en estas dos mujeres, se dio cuenta. Ahora, eso las unía.

“Te has comunicado con Nicole Harper. No puedo atenderte en este momento, pero ya sabes lo que tienes que hacer…”. Que ambas mujeres derivaran las llamadas al buzón de voz, a pesar de los repetidos intentos, no era una buena señal. Pero nada de aquello lo era, ¿y qué podía hacer Jill sino intentar, intentar y volver a intentar?

—¿Hola? —La voz de Nicole sonó alegre, pero de una manera artificial, como si lo hiciera en beneficio propio. Entonces Jill recordó que tenía oculto su número.

—Soy… —Se aclaró la garganta—. Soy Jill.

—Un segundo. —Un matasuegras sonó en el fondo, seguido de un barullo discordante de alegría infantil—. ¿Perdón? ¿Quién es? —Jill oyó el tintineo de una puerta al cerrarse, y toda la algarabía quedó aislada detrás.

—Soy Jill. —Cerró los ojos.

—Lo siento. Estoy en una fiesta infantil con mi hija; justo van a traer la tarta. ¿Te puedo llamar después?

—No. —Tenía que impedir que Nicole siguiera hablando y lograr que la escuchara—. Jamie está muerto. Lo encontraron esta mañana. La policía quiere hablar conmigo. Querrán hablar contigo también. —Las palabras brotaban deprisa—. Y, Nicole… —Jill oyó cómo bajaba el tono de su voz—. No puedo localizar a Alex.

Se oyó un ruido sordo en el otro extremo de la línea, seguido de silencio. Luego otro ruido y un susurro.

—¿Cómo?

—Todavía no se sabe. Lo encontraron en el teatro Vale esta mañana. Hay una obra detrás…

—¿Estaba en el teatro?

El cambio de tono hizo que Jill se enderezara. No era solo alarma, sino reconocimiento.

—Si sabes algo…

Al otro lado de la línea, Nicole dejó escapar un leve gemido. Luego se oyó un ruido ahogado. Y mientras Jill esperaba, observó su propio pie con la pantufla que golpeteaba con impaciencia junto a los pedales. No había tiempo para esto.

—Tenemos que encontrar a Alex.

Silencio.

—Nicole, ¿estás ahí?

—El teatro… hay una pequeña cúpula de cristal en el tejado…

La llamada de unos nudillos contra la ventanilla la sobresaltó, cada sinapsis estaba ahora en máxima alerta, cada palabra que Nicole estaba diciendo estaba silenciada, y levantó la vista hacia la cara de Stan, que la miraba desde fuera.

CAPÍTULO 2

ALEX

Tres meses antes

El pelele rosa había sidoun error. También lo había sido tomar el autobús. Media hora atrás, cuando había dejado el apartamento con Katie amarrada a su pecho, Alex se había sentido pasable: la piel fláccida del estómago y de los muslos contenida por los tejanos de embarazada sin los cuales ya no concebía la vida; los pechos hinchados disimulados por una blusa azul comprada para la ocasión. Katie también se veía bonita con su pelele rayado… hasta que habían llegado a Hammersmith Broadway y había vomitado encima de las dos.

Para cuando Alex hubo encontrado los baños públicos y hurgado en su bolso en busca de una moneda de cincuenta peniques que no tenía, para después aguardar en la cola detrás de dos adolescentes italianas que contaban sus monedas en Tesco Metro, gran parte del entusiasmo con el que se había despertado se había evaporado.

Esa emoción se había ido acumulando durante más de una semana, desde que había recibido el correo electrónico de Jamie. Porque aunque su jefe había sido breve: “¿Por qué no te das una vuelta con la nueva integrante? Sería bueno ponernos al día”, Alex lo conocía lo suficiente para saber leer entre líneas.

Su sustituta por maternidad no estaba funcionando. Para el final de la jornada en la que haría el traspaso de funciones, Alex ya había adivinado que Ashley no duraría mucho. No era tanto que fuera demasiado joven y que hubiera empezado un par de sus correos electrónicos con un “¡Ey!”, sino que era la ley del mínimo esfuerzo. Alex nunca había entendido esa mentalidad de “hacer siempre lo mínimo posible”. ¡Incluso antes de empezar el trabajo! ¿Dónde estaba el orgullo? La tranquila satisfacción de saber que tenías cubiertas todas las eventualidades, de modo que cuando tu jefe se olvidaba un archivo o un número, tú lo tenías a mano. Que cuando, siempre ansioso por complacer al cliente, se comprometía para dos reuniones a la vez —“¡Nos vemos el jueves a la mañana entonces!”—, tú eras quien lo corregía: “El jueves por la mañana no va a ser posible, Jamie, pero podríamos hacer un hueco esa misma tarde”. Había poder en ese momento: el de ser la guardiana de la agenda de Jamie y anticiparse a sus necesidades con tanta eficiencia que se sentiría perdido sin ti.

Pero Ashley no hubiera entendido nada de eso. Y el día de esa reunión de traspaso, después de demasiadas preguntas del estilo de “¿En serio tengo que responder todos los correos electrónicos en menos una hora, como pusiste en el documento de traspaso?”. (Respuesta: “Sí, todos los correos electrónicos tienen que responderse en menos de una hora, incluso cuando no se pueda dar una respuesta completa hasta más tarde”) y: “¿A qué hora estamos libres de verdad? O sea, ¿cuándo se supone que ya podemos no atender el teléfono después del trabajo?”.

(Respuesta: “Nunca, incluso cuando Jamie estuvo dos semanas de vacaciones en las Maldivas, yo respondía sus llamadas después de las diez de la noche, escaneaba y enviaba documentos y retiraba las compras en línea de su esposa en la oficina local de Parcelforce”), Alex había girado su silla para mirar a su sustituta y le había hecho una pregunta personal.

—¿Quieres este trabajo?

La joven bajó la barbilla hacia el cuello, sorprendida por el tono de esta mujer que había supuesto que sería cómplice de su indolencia.

—Claro que sí. Quiero decir, me sirve para salir del paso, ¿sabes? Como planeas cogerte solo seis meses de maternidad… al menos, eso es lo que me dijo Jamie. Pero tal vez…

Alex la cortó. Sí, solo pensaba cogerse seis meses. ¿Por qué todo el mundo estaba tan convencido de que las mujeres cambiarían de opinión y se cogerían el año completo o no volverían a trabajar? Y los ojos de esa chica de veintitrés años habían emitido una valoración, estaba segura. ¿Basada en qué? En el tipo de certezas de colegiala engreída a las que todavía se podía aferrar a esa edad. Que cuando conocieras a alguien que te gustara, lo cual sucedería, tú también le gustarías. Que ambos estaríais listos para casaros y tener hijos al mismo tiempo y que, cuando tuvierais esos hijos, te sentirías como debería sentirse una madre que acaba de dar a luz.

Después del caos de los últimos meses, a Alex no le quedaban muchas certezas. Pero estaba segura de una cosa: cuando Jamie le pidiera que volviera al trabajo antes de tiempo (y no se lo pediría, lo sabía, sino que se lo ‘sugeriría’, con expresión compungida y un pequeño discurso acerca de que “entiendo muy bien que se trata de un momento muy especial, pero…”) ella diría que sí. Sí a tener una razón para vestirse por la mañana. Sí a días estructurados. Sí a que la necesitaran para algo en lo que sabía que destacaba, a volver a cobrar el sueldo completo y a poder quitarse de encima el peso del préstamo de su madre antes de lo necesario. Por supuesto que no le diría todo eso a Jamie, quien valoraría el sacrificio un poco más si ella le dijera que necesitaba unos días para pensarlo. Y cuando Alex giró para tomar Black’s Road y vio la fachada de espejo azul de BWL que se alzaba ante ella, sintió que recuperaba algo de su anterior entusiasmo.

—¿Lista para conocer dónde trabaja mamá? —murmuró en el sedoso cabello despeinado de su hija—. Creo que te va a gustar. Y sé que te va a encantar el jefe de mamá.

Durante algo menos de un año, cinco días a la semana, había atravesado las puertas giratorias del luminoso vestíbulo blanco de BWL con un café con leche en la mano. Y el recuerdo de esa mano libre —una mano con la que podía abrir puertas, saludar a Lydia en la recepción, apartarse el pelo de la cara, coger una tarjeta de transporte, subirse los pantalones o rascarse— ponía de relieve todo lo que Alex había perdido con la maternidad. Jamás volvería a sentirse despreocupada ni a ser del todo libre, y pensar en eso le daba ganas de seguir otra media vuelta en la puerta giratoria e irse directo a su casa. Pero Alex había visto desfilar por BWL a suficientes madres que acababan de dar a luz —“¡Mira lo que he hecho!”— para saber lo que se suponía que debía hacer, y aunque la mayoría esperaba hasta que el bebé tuviera al menos cuatro o cinco meses, era consciente de que hoy no se trataba de Katie. En cualquier caso, Lydia ya la había visto.

—Ay, ay, ay… —Ignorando el timbre de los teléfonos, su colega se escabulló de detrás del curvo mostrador de recepción de madera de nogal con el lema omnipresente de BWL: “Nuestra historia. Nuestro patrimonio. Preservémoslos” y se llevó una mano a la boca—. Esto es demasiado. —Un chasquido de tacones sobre el mármol cuando se acercó trotando—. ¿Es esta… la pequeña Katie? ¡Sí, lo es! ¡Sí!

Antes de tener a su hija, a Alex le hacían gracia los ojos desorbitados, el lenguaje de bebé y las repeticiones constantes. Ahora la irritaban. Pero se alegraba de ver una cara amable y estaba ansiosa por hacer alarde de su hija como lo habían hecho las demás.

—Por supuesto, vomitó en el camino. Es la emoción de ver dónde trabaja mamá, ¿no es así, Katie?

—Me dan ganas de comérmela. —Lydia pasó un dedo por el puño cerrado de la bebé—. Y tú, cariño, ¿cómo estás?

—Estoy durmiendo poco. Katie tiene el apetito de su madre, eso es seguro. Y un buen par de pulmones. Pero estamos bien, ¿no?

Lydia había inclinado la cabeza hacia un lado: una mezcla de lástima y curiosidad en sus ojos.

—De todos modos, me imagino que hacer todo sola debe de ser difícil. Aunque apuesto a que tu madre y tu padre están muy encima de ella.

—Muy encima.

Alex estaba acostumbrada a las punzadas de tristeza que le provocaban estas suposiciones casuales y hacía tiempo que había decidido que era más fácil seguir la corriente que intentar explicar por qué sus padres no eran como los de los demás.

—Maya vino el otro día con la pequeña Elsa, que debe tener… ¿cuánto… casi la misma edad? ¿Dos meses?

—Tres.

Alex todavía no conocía a la esposa de su jefe, pero en un par de ocasiones durante sus embarazos simultáneos, las dos mujeres se habían compadecido por teléfono por sus náuseas matutinas y tobillos hinchados.

—Pensé que se llevaban menos tiempo. En todo caso, Maya dijo que la pequeña Elsa es una santa y que ya duerme seis horas seguidas de noche.

—Genial.

—¡Lo siento! Si te hace sentir mejor, también comentó que se había olvidado de lo duro que era todo. Y que como Jamie trabaja hasta tan tarde…

—Veo que nada ha cambiado en ese sentido. Me imagino que él estará feliz, ¿no?

Mientras lo decía, Alex recordó lo mucho que su jefe había deseado un niño.

—Para ser honesta, creo que estaba un poco…

—¿Decepcionado? Ya se le pasará. Las chicas no somos tan malas.

—¡Muy cierto! Pero conozco a Jamie, y ya debe de estar planeando el tercero.

Lydia puso los ojos en blanco en un gesto de exasperación, pero no pudo reprimir la sonrisita que a menudo acompañaba la mención del nombre de Jamie por parte de cierto tipo de mujeres.

—Deberías haberlos visto a él y a Hayden en Firkin la semana pasada. Ya se habían bebido tres cervezas y… —Lydia se interrumpió en seco e hizo un gesto por su falta de tacto—. Lo siento, Alex, no quise hacerte sentir… No quise sonar desleal. —Sacudió la cabeza y continuó—: ¿Sabe Hayden que venías hoy?

—Lo sabe, pero tuvo que “salir por una reunión” muy oportuna. —Alex se esforzó para que su voz no delatara su resentimiento—. O sea, que Katie no conocerá a su papá hoy.

Lydia se quedó mirándola.

—¿Hayden todavía no la conoce?

—No. —Alex besó la cabeza de su hija en una actitud tranquilizadora. “Nadie te hará sentir lo mismo que yo”—. Ha dejado muy claro que no quiere saber nada.

—¡Pero es el padre!

Alex se plantea si contarle que incluso eso es dudoso; la idea de confiar en alguien, cualquiera, después de lo que habían parecido meses de conversaciones consigo misma, se le antojaba más atractivo que cualquiera otra cosa. Pero no era el momento.

—Y, Al, vais a trabajar en la misma oficina: Hayden no podrá fingir que no existes.

—Lo sé, lo sé.

Ya estaba deseando dar por terminado este encuentro, coger las escaleras mecánicas que la invitaban a subir más allá de las puertas de seguridad y tener la conversación para la que había ido allí. Lydia lo percibió, le entregó un pase de visitante que le resultó absurdo colgando de su cuello y la hizo pasar.

—Llámame cuando estés lista para unos gin-tonics, ¿vale? Ah… ¿Y has puesto en tu agenda la fiesta de jubilación de Joyce dentro de dos semanas?

En el último piso, las cabezas estaban inclinadas, se mantenían conversaciones telefónicas en susurros y se celebraban reuniones en los cubículos de vidrio. Alex no estaba segura de qué había esperado, pero sin duda no era esta sensación de invisibilidad en una comunidad de la que había sido parte integral pocos meses antes.

Se había marchado de este lugar en un estado de euforia: con una cesta de regalos de productos orgánicos para bebés y un globo de helio de “Futura mamá”. Y quizá había sido eso: el embarazo había hecho que Alex se sintiera digna de atención por primera vez en su vida. Los repartidores de UPS, los camareros de la cafetería, los clientes e incluso los socios, como Jill y Paul, se habían fijado en ella en cuanto empezó a notarse el embarazo y le preguntaban cuándo iba a nacer, qué iba a tener y cómo se sentía. Pero Alex empezaba a comprender que mientras que el embarazo te hacía relevante, la maternidad te hacía invisible. Y mientras escudriñaba la oficina en busca de alguno de sus amigos y colegas, solo percibió algunas miradas breves e indiferentes en su dirección.

Sentada en su escritorio —un escritorio que Alex siempre había mantenido despejado de objetos personales, pero que entonces estaba invadido por frascos de cosméticos, cactus en miniatura, revistas y un pequeño oso de peluche con un babero en forma de corazón y la frase garabateada “Solo para ti”— estaba Ashley. Y Alex estaba pensando en cómo saludar a una mujer que era su sustituta cuando Katie comenzó a llorar a todo pulmón y resolvió el problema.

En cuestión de minutos se vio rodeada de mujeres, y Joyce, que a sus sesenta y cinco años había sido la más veterana del personal durante décadas, empezó a mover a Katie de arriba abajo en un intento por detener el llanto.

—¿Dónde está Jamie? —preguntó Alex por encima del ruido.

—Está terminando una reunión con el equipo de Energía y Sostenibilidad —respondió Ashley.

Alex miró hacia la sala de conferencias principal. Podía ver la ancha espalda de su jefe, que estaba hablando con la supervisora de proyectos especiales de la empresa, Nicole, a través del cristal.

—No quiero molestarlo. Puedo esperarlo… o volver otro día.

—No seas tonta —la regañó Joyce—. Terminará en un segundo.

—¡Sé que está ansioso por conocer a esa bebé! —exclamó Ashley y sonrió a Katie desde su silla.

Aunque Alex se obligó a devolverle la sonrisa, no pudo evitar darse cuenta de lo llena que estaba la bandeja de entrada de su sustituta. En el tabique divisorio de detrás, había un collage de fotos de fotomatón; cada tira desplegaba imágenes de Ahsley con una paleta de rubio claro a rubio oscuro y cada rostro se inclinaba hacia la cámara con una mueca de Spice Girl. ¿Cómo era posible que esta chica hubiera durado tanto tiempo?, se preguntó Alex y enseguida se sintió culpable por pensar eso. De acuerdo, era obvio que Ashley no estaba compitiendo por ser la empleada del año, pero también estaba claro que no tenía ni idea de que sus días estaban contados o no habría convertido su escritorio en su dormitorio. Y conociendo a Jamie, tal vez le tocara a Alex comunicárselo…

—Me gusta el peluche —aventuró—. En serio, si no es un buen momento, puedo regresar en un rato…

—No irás a ir a ninguna parte. —Mientras mecía a Katie en un brazo como la abuela de cuatro nietos que era, Joyce pulsó tres números en el teléfono más cercano—. Jamie, querido, tenemos una visita. Dos, en realidad. —Un guiño—. Bueno, una y media.

La respuesta de Jamie hizo reír a Joyce de una manera aniñada, algo poco característico en ella, y recordó a Alex que el atractivo de Jamie era siempre mayor de lo que ella imaginaba. ¿Sería ese aspecto de niño bonito que todavía conservaba bajo los seis kilos extra que entonces llevaba alrededor de la papada y la cintura? ¿La altura desde la que inclinaba la cabeza para sostener tu mirada un poco más de la cuenta? ¿La sonrisa de depredador que te hacía sentir afortunada de compartir la broma con él? Alex no estaba segura. Pero había visto a todas, desde mujeres de negocios atiborradas de bótox hasta las sensibles milenials, emitir risitas tontas y nerviosas después de unos minutos con Jamie.

Para ella, al menos, el encanto de su jefe siempre había estado claro: Jamie te veía. Lo cual sonaba estúpido, pero a lo largo de los años, Alex había trabajado para hombres y mujeres que se las arreglaban para pasar ocho horas al día mirando por encima y a ambos lados de ella. Y desde el momento en el que Jamie la había hecho pasar a su oficina para una entrevista hacía poco más de un año, Alex se había sentido más valiosa: una persona real con opiniones e historias que merecían ser escuchadas.

—¡Al! —Allí estaba él, corriendo hacia ella en cámara lenta por la oficina. Por el rabillo del ojo, Alex vio cuerpos de mujeres que se enderezaban y dedos que peinaban—. Mírate. ¡Y mírate a ti!

Jamie bajó la vista hacia Katie, que seguía en brazos de Joyce, y puso cara de bobo.

—¿Un achuchón?

—Pensé que nunca me lo pedirías.

—A mí no, tonto. ¡A Katie! —Alex se rio; era agradable haber vuelto a las antiguas bromas.

Jamie levantó las manos con expresión de pesar.

—Mejor no, me he pasado toda la mañana estrechando la mano de agentes urbanísticos. Y ya sabemos lo sucios que son. No hay desinfectante de manos en el mundo que alcance. Pero, Al, ¡es diminuta! ¿Cuánto pesó? Elsa es un pequeño mamut.

—Dos kilos y medio, así que, sí, es chiquitita. Elsa es divina, Jamie. ¡Tan rubia! Enhorabuena.

Ambos asintieron, conscientes de que hablar de las bebés solo podía prolongarse hasta cierto punto… y que esa no era la verdadera razón por la que Alex estaba allí.

—¿Cómo está Maya?

—Muy bien, muy bien…, ya sabes. Es más fácil la segunda vez.

Joyce se las había ingeniado para tranquilizar a Katie, y mientras los tres contemplaban gorjear a su hija, Alex sintió que el nudo de tensión en su estómago se relajaba por primera vez en el día.

—Es una preciosidad, Al. Te felicito.

Jamie observó el círculo de piel pálido en su muñeca derecha, donde había llevado su reloj —un TAG Heuer que le había regalado su esposa para el aniversario y que les había quitado el sueño a ambos cuando él lo perdió— y señaló hacia su oficina con la barbilla.

—¿Quieres pasar para una charla rápida?

—Claro.

Alex se esforzó por no sonreír. Todo era tan transparente. Podrían haber tenido esta conversación por teléfono, sin que la pobre Ashley los espiara desde su escritorio y temiera lo peor. Pero Alex no podía mentirse a sí misma: la idea de que Jamie se sintiera nervioso por reunirse con ella, de que hasta hubiera ensayado el discurso para tentarla a regresar…, esa parte la estaba disfrutando. Con un “gracias” callado, volvió a tomar a Katie en brazos.

Pero Jamie no se movió.

—¿No prefieres… —sugirió, y se rascó la nuca con los ojos en Katie— … dejarla con Joyce?

—No te preocupes.

—¿En serio? Podría ser más fácil si…

—¡Jamie! —Alex se rio y se dirigió a la oficina—. Relájate, estará bien.

La última vez que se había sentado allí, en el sofá Roche Bobois gris antracita que era el orgullo y alegría de su jefe, Alex también había estado nerviosa, pero por un asunto muy diferente. Preocupada por dar la noticia de su embarazo a Jamie y contenta por primera vez en su vida de tener kilos extra detrás de los que esconderse, había pospuesto el momento más de lo debido. Pero una tranquila tarde de miércoles, con poco más de cinco meses de embarazo, lo había soltado mientras Jamie le dictaba un informe de la cartera. Había sido un accidente, había tartamudeado, consciente al hacerlo de que era demasiada información y que además no era del todo cierto. Y aunque no había planeado terminar siendo madre soltera a los veintinueve años, Alex le había asegurado que conseguiría una buena guardería pronto y volvería al trabajo lo antes posible. Su único error había sido suponer que Jamie ya conocía, por Hayden o por los rumores de la oficina, la identidad del padre.

—¿Hayden? —Un destello de algo entre incredulidad divertida y fastidio—. ¿Nuestro Hayden?

Había sonado como “mi amigo Hayden”.

—Lo siento. Pensé que lo sabías.

La sonrisa de Jamie era tensa.

—¿Por?

—Bueno, sé que vosotros dos sois… íntimos. —Se rascó el esmalte del pulgar y continuó—: Y la gente, quiero decir…, bueno, parece que saben lo nuestro. Aunque intenté…

—Genial. —Jamie se había reclinado con brusquedad en la silla—. Bueno, en respuesta a tu pregunta: no, no lo sabía.

Alex se había sentido desconcertada por la reacción de su jefe antes de recordar lo mucho que odiaba que lo mantuvieran al margen de cualquier cosa relacionada con BWL.

—Cuando digo ‘gente’, no quiero decir que…

—Para serte sincero, me sorprende que hayas esperado tanto tiempo para contármelo —la había interrumpido—. ¿Dices que estás de cinco meses?

Cuando los ojos de él bajaron a su vientre, Alex reprimió la pizca de vergüenza que la embargó, como si hubieran retrocedido un siglo y ella fuera una mujer de mala vida que hubiera hecho caer a todos en descrédito.

—Sí. Un poco más.

—Y Hayden… ¿qué dice?

—En realidad no estamos… juntos.

Alex sabía que los hombres no solían hablar de su vida privada ni diseccionarla como lo hacían las mujeres, pero no pudo evitar sentirse un poco dolida por el hecho de que Hayden ni siquiera hubiera mencionado de pasada la relación entre ellos, o el fin de esta.

—Pero, escucha, si te preocupa que haya algún tipo de malestar en la oficina, olvídalo. Ambos somos adultos y esto no afectará de ninguna manera mi trabajo en el futuro, Jamie. Te lo prometo. Me encanta este trabajo —concluyó ya sin aliento—. Y espero que sepas que siempre te responderé con lo mejor de mí.

Al cabo de una breve pausa, Jamie se había apresurado a asegurarle que por supuesto que sí (“Todo el mundo sabe que eres una máquina, Al, y sabes que estaría perdido sin ti”). Había parecido sorprendido, pero también aliviado, de que ella ya tuviera decidida su fecha de regreso, y agradecido cuando llegó la sustituta de que Alex hubiera sido tan minuciosa. Y, sin embargo, a pesar de la exhaustiva carpeta que había preparado y la tarde completa que había insistido en pasar con Ashley, Alex se había marchado con la duda de que su sustituta no fuera ni de lejos tan experta en el software del que dependía BWL como debería serlo. Lo que parecía un punto tan bueno como cualquier otro para iniciar la conversación de hoy: Jamie parecía necesitar un poco de ayuda.

—Escucha, hablaba en serio cuando me ofrecí a ayudar con cualquier cosa que Ashley no entendiera, Jamie. Sé que tuvo dificultades con la intranet.

—Alex —interpuso Jamie y se pasó una mano por la frente—. El problema no es Ashley. El problema eres tú.

Alex levantó a Katie contra su hombro y comenzó a frotarle la espalda. Su hija no había dado señales de tener gases, pero Alex era consciente de una necesidad imperiosa de hacer algo con sus manos; de simular, al menos, que su visión y audición periféricas no se habían bloqueado por completo y que las palabras que formaban los labios de Jamie no eran lo único en la línea de su visión en túnel. Y entonces un recuerdo resonó en algún lugar profundo de su interior. Las malas noticias, de esas que te cambian la vida, las que te da un hombre como si nada, las adivinabas siempre un milisegundo antes, tal como ella lo estaba haciendo entonces.

—Vamos a tener que invitarte a que te vayas, Alex.

CAPÍTULO 3

JILL

—¿Qué quieres decir con queempezaron hace una hora?

—El señor Ho llegó temprano —explicó Joyce—. Jamie pensó que en lugar de hacerlo esperar era mejor empezar.

—Bien.

No era raro que la asistente personal de Jill mantuviera toda una conversación sin apartar los ojos de la pantalla, pero algo en la dureza del tono de su jefa hizo que Joyce levantara la vista.

—Lo siento. Intenté llamarte, pero tu teléfono estaba apagado.

—Estaba en el hospital.

—Lo sé. Y le dije a Jamie que era probable que prefirieras que esperara, pero como no pude localizarte…

—Por supuesto. —Jill tocó el informe de un topógrafo en el escritorio de Joyce—. Ayer le recordé a la asistente temporal de Jamie que llegaría justo antes de la reunión.

—Mmm.

—¿Cómo dijiste que se llama?

—¿Ashley? La acaban de hacer fija. Ya sabes, como Alex ya no está…

Un estadillo de risas resonó desde el interior de la sala de conferencias, donde Jamie gesticulaba frente a la maqueta del Hotel Lots Road en la que Jill había trabajado los últimos quince días con su maquetista con vistas a la reunión de ese día.

No era fácil sacarles una sonrisa a esos empresarios malayos. En todos los años en que el señor Ho había sido su cliente, Jill solo recordaba un par de momentos de sonrisas ‘de oreja a oreja’ cuando por fin habían firmado un contrato que había sido largo y tedioso. Pero fuera cual fuera la broma que Jamie estaba contando en ese momento, tenía a Ho y a sus colegas de lo más sonrientes, dándose codazos unos a otros y repitiendo el chiste. Incluso Paul, reclinado en la silla mientras observaba a su carismático socio hacer lo que mejor sabía hacer, se reía y de alguna manera disfrutaba de un espectáculo que debía de haber presenciado miles de veces.

Eso era lo que tenía Jamie: era un artista. Además de su inusual habilidad para conectar con cualquier persona de cualquier clase o condición social, esta era la razón por la que ella y Stan habían incorporado a ese treintañero engreído que buscaba pasar de los bienes raíces empresariales a algo, según él, más “sustancioso”: un término con matices depredadores que a Jill no le había gustado demasiado en un principio. Pero los proyectos de valor arquitectónico que ella y Stan querían proteger y para los que habían creado la empresa estaban repletos de historia y cultura, así que, sí, eran algo a lo que hincarle el diente. Y cuando su esposo decidió jubilarse, ambos sabían que solo había un hombre capaz de ocupar su lugar.

—Escucha, al menos participaré del final. El señor Ho se estará preguntando por qué no estoy ahí.

Era como si le estuviera pidiendo permiso a su asistente personal. Y Joyce, que había vuelto a teclear, se limitó a asentir con la cabeza y dejó a Jill preguntándose por el tono tentativo de sus palabras y el hecho de que todavía no hubiera hecho ningún movimiento en dirección a la sala de conferencias.

En los tres años en los que el nombre de Jamie había figurado junto al suyo y al de Paul en las paredes de mármol y en el material de oficina, en el software y las pantallas de presentación, jamás habían tenido motivo para arrepentirse de su decisión, pensó, en tanto volvía a observar al protegido que hacía tiempo que ya no tenía necesidad de su mentor. ¡Qué no daría ella por tener esa energía! Jill siempre había estado segura de sí misma, había sido dinámica, incluso cuando necesitaba activar ese lado suyo para enfrentarse a una sala de reuniones llena de gente, sin sufrir ni una sola vez el ‘síndrome del impostor’ del que tantas mujeres se quejaban. Pero la capacidad de Jamie para animar a los clientes a tomar decisiones ambiciosas, costosas y a veces imprudentes… ella nunca la había tenido. Ni a los veinte ni a los treinta años, y mucho menos entonces, cuando la poca fuerza vital que había conseguido recuperar tras la menopausia había caído en picado tras el diagnóstico de Stan. Y si alguien en esa sala la había estado esperando, se vio obligada a reconocer, ya no lo estaba haciendo.

No importaba que hubiera sido ella quien había convencido al conglomerado malayo de vender la central eléctrica en primer lugar. O que gracias a ella el señor Ho hubiera vendido los antiguos cuarteles de Chelsea Barracks por algo menos del doble del precio de venta de hacía cinco años. Ahora que ella había dejado todo listo, tal vez era natural, correcto, que Jamie hiciera lo que mejor sabía hacer y tentara el apetito de su cliente con un festín de posibles compradores.

—¿Jill?

—¿Sí?

—¿Me das tu…?

Jill siguió la mirada de Joyce y se dio cuenta de que seguía con el abrigo de verano puesto y el bolso que colgaba de su codo. Se quitó ambos con movimientos rápidos y se los entregó a su asistente personal.

—Gracias.

Pero ahora que había decidido que sería mejor perderse la reunión que entrar en esa sala de conferencias y verse obligada a ponerse al día, estaba enfadada con la decisión. En realidad, ‘mejor’ significaba ‘menos humillante’, y la impotencia que sentía al ver desde fuera a esos hombres en su caja de cristal le resultaba horriblemente familiar. Le traía recuerdos de escenas idénticas de décadas atrás, cuando —con trajes más baratos y su pelo rubio natural— le habían hecho sentirse a menudo insignificante: que estaba de más.

—¿Joyce?

—¿Mmm?

—¿Qué pasócon la asistente personal de Jamie? Él no contó mucho.

—¿Alex? Ni siquiera sabía que se podía hacer eso: despedir a alguien con baja por maternidad. Entiendo que lo que ella hizo estuvo mal…

—¿Por?

—Disculpa. —Su asistente personal tecleó deprisa una última frase, pulsó “Retorno” y se volvió hacia ella—. Pues sí, al parecer hizo que Jamie firmara un informe de diligencia debida sin toda la documentación. Faltaban cosas claves como la confirmación del abogado sobre los controles de blanqueo del dinero, lo que sería impensable en el mejor de los casos, pero cuando tu comprador es un promotor de Georgia con el que nunca hemos hecho negocios…

—Ese tipo, Khalvashi —murmuró Jill.

—Podría haber sido un desastre si Paul no se hubiera dado cuenta.

Jill tenía su correspondencia en la mano y podría haber estado en su oficina abriéndola y empezando con sus llamadas matutinas, pero sentía una extraña incapacidad para hacer ninguna de las dos cosas.

—Lo raro es que Alex era buenísima. Mucho más eficiente que la anterior. —Joyce miró con gesto ceñudo la pantalla—. Tal vez fue “el cerebro de embarazada”, como dijo Jamie.

—No debería decir esas cosas. Además, ni siquiera sabemos si existe algo así. Aunque no soy la más indicada para decirlo.

—Se supone que te vuelves un poco olvidadiza —rio su asistente personal—. Pero por como hablan los hombres, es como si sufriéramos una lobotomía al momento de concebir. —Hizo una pausa y frunció el entrecejo—. Me sorprendió un poco. Le será difícil encontrar a alguien tan meticuloso como Alex. Volvía locos a todos los conductores de Addison Lee, les pedía que le avisaran en cuanto Jamie estuviera “en camino” para poder ir enviando mensajes de texto con actualizaciones de su hora de llegada a quienquiera que lo esperara, como si fuera el primer ministro o algo así.

—Estoy segura de que a él le encantaba.

En la sala de conferencias, los hombres estaban recogiendo los papeles y cerrando las carpetas, lo que indicaba que la reunión estaba a punto de terminar. Los malayos se pusieron de pie y se inclinaron haciendo sus pequeñas reverencias.

—Nunca le presté demasiada atención, excepto por todo ese asunto con Hayden. Fue la comidilla de toda la oficina. —Jill bajó la voz—. No puedo callármelo: sé que soy un vejestorio, ¿pero quedarse embarazada por accidente de un compañero de trabajo?

—No digas que en nuestra época no habría ocurrido.

—Bueno, pero es así, ¿o no?

Joyce dejó de teclear el tiempo suficiente para lanzarle a su jefa una mirada incrédula.

—Estoy segura de que ha ocurrido siempre en las fiestas de las compañías en todo el mundo.

—Ah, ¿ocurrió en la nuestra?

—En la cuadragésima de BWL, al menos eso es lo que he oído.

—Dios. Solía ser la primera en enterarme de estas cosas. ¿En qué momento me quedé tan al margen?

La respuesta permaneció en suspenso, sin ser dicha: “Cuando tu esposo enfermó de cáncer”.

Jill se pasó una mano por el pelo. Siempre se había sentido orgullosa de las pocas canas que tenía, incluso cuando se acercaba a los sesenta. Pero en los últimos meses había visto y sentido el cambio de color y textura, y con todo lo que ella y Stan estaban pasando, era como si la Madre Naturaleza estuviera hurgando en la herida con malicia.

—No estoy bien —murmuró más para sí misma que para Joyce—. Necesito quitarme de encima la sensación del hospital. ¿Puedes hacerme un favor y…?

—¿Un americano y un pastel danés de albaricoque?

—Eres mi salvación. —Jill sonrió—. ¿Cómo voy a arreglármelas sin ti?

—No lo hagas. He soñado con este momento durante años, y ahora la idea de marcar la casilla de “jubilada” en los formularios me da ganas de llorar. Tú dices eso, pero ¿qué voy a hacer yo todo el día?

Jill sacudió la cabeza.

—¿Subir fotos de los nietos a Facebook…?

Las voces masculinas ahogaron el final de la frase, y cuando todos empezaron a salir de la sala de conferencias, Jill se alisó la falda de Jaeger que había comprado en todos los colores —algo que hacía una vez cada dos años con los productos básicos de la oficina— y se acercó al grupo de hombres.

—Señora Barnes.

—Señor Ho. Me alegro de verlo y siento mucho no haber podido acompañarlos. Espero que el señor Lawrence les haya explicado que me retrasaría.

—No hay problema. Hemos planeado toda una estrategia de marketing, ¿no es cierto? Y el señor Lawrence parece estar seguro de que podremos vender para junio.

—Eso es en tres semanas.

—Dice que es posible. —El señor Ho se estiró y apoyó una mano con ligereza en la espalda de Jamie—. Y, señora Barnes, envíele mis mejores deseos a su esposo. No tenía ni idea de que había estado tan mal.

La sonrisa de Jill se congeló.

—Mi hermano pasó por lo mismo. —El señor Ho asintió con actitud compasiva—. Salió adelante, pero, bueno, la próstata: uno de los peores.

Cuando el señor Ho tomó su mano entre las de él, Jill sintió que la rabia le subía y le bloqueaba la tráquea. Una sola cosa, una sola cosa que el estoico y poco exigente Stan había pedido desde el principio: “Asegúrate de que ninguno de los clientes se entere, ¿vale, cariño? Sé que los socios tendrán que hacerlo y también los altos cargos de la oficina, pero si alguien más lo supiera, todos los clientes con los que he trabajado a lo largo de los años…, bueno, no creo que pudiera soportarlo”.

—Gracias —logró articular.

—Me sorprende que esté aquí ahora —continuó Ho—. Espero que no haya venido especialmente por mí, Jill.

—Oh, todavía…

—Porque Jamie me comentó que ha estado pasando todo el tiempo posible en casa, que es donde debería estar. No aquí en la oficina. Y este buen hombre se está ocupando de mí. —Sonrió y asintió en dirección a Jamie—. Pero no olvide enviarle al señor Barnes nuestros mejores deseos de recuperación.

Con otra pequeña reverencia, su cliente se encaminó hacia el ascensor, flanqueado por Jamie.

—Señor Ho… —El espanto por esas mujeres que se veían obligadas a trotar para seguirle el ritmo a los hombres hacía que Jill siempre usara tacones de cinco centímetros o menos y, sin embargo, los dos hombres caminaban tan rápido que le costaba mantenerse a la par—. Aunque confío en que Lots Road atraerá a muchos de nuestros compradores, todavía tenemos algunos obstáculos antes de poder empezar a mostrarlo, los obstáculos que les señalé a principios de año. Así que cuando hablamos de junio…

—Lo sé. Pero según el señor Lawrence, nos lo quitarán de… —El señor Ho giró sobre los tacones de sus pequeños y brillantes zapatos abotinados y se volvió hacia Jamie.

—De las manos. Lo harán, señor Ho. Lo harán.

—Jamie piensa ‘diferente’, como dicen ustedes. Nos gusta eso. Mis amigos de la oficina de Hong Kong me han contado que es una estrella en ascenso.

—¿En ascenso? —Jamie hizo una mueca.

—¡En lo alto! —rio el señor Ho—. En lo alto, señor Lawrence…

—Jamie.

—Jamie, estemos en contacto.

Mientras la pequeña tropa de hombres con sus trajes impecables e idénticos entraba en el ascensor y desaparecía de la vista, Jill se dirigió a su oficina, donde Joyce ya estaba esperando con su correspondencia olvidada y su bolso. Pero antes de que comenzaran con el ritual de décadas de confirmar la agenda del día, Joyce hizo una pausa y apretó los labios.

—¿Qué?

Joyce parpadeó.

—No sabía que a Stan no le importaba que los clientes lo supieran.

Sin quitar los ojos de la autocomplaciente espalda de Jamie, sin molestarse en disimular una emoción que hasta aquel día había sido confusa, cuando a Jill le había quedado claro como el agua que su socio no solo era insensible, sino que la estaba desautorizando de forma deliberada, murmuró:

—Le importa.

CAPÍTULO 4

NICOLE

—Las molduras. ¡Por Dios, miraesas molduras!

Nicole había aprendido a guardar silencio en la pausa que seguía a la exclamación de asombro de un cliente. A dejar que se deleitaran con los túneles solares, los tragaluces o los balcones franceses. A no romper el hechizo con palabrería. No era que Rupert Jones fuera el típico cliente. Estaba segura de que sabía más que ella sobre los detalles de la arquitectura neoclásica.

Lo de Nicole era el brutalismo: sus líneas limpias y equitativas no solo estaban más en consonancia con sus principios, sino que la apasionaban a un nivel más profundo, mientras que el teatro Vale, por muy imponente que fuera en su esplendor marchito, no terminaba de impresionar sus sentidos. Y al cabo del minuto que ella y Rupert se habían pasado contemplando en silencio el techo del teatro, el entramado arremolinado de frutas, follaje y flores había empezado a parecer un tanto ridículo.

—Es evidente que necesita ser restaurado —comentó ella—. Pero si te imaginas esto como el vestíbulo central y tal vez un bar aquí y otro allá…

Los tres inversores que Rupert había llevado con él asentían con la cabeza, pero el que le importaba a Nicole era el multimillonario con tejanos y Converse gastadas.

—Es mucho más factible de lo que pensé —precisó por fin su cliente—. Y Jamie me dijo que, en principio, el ayuntamiento no parece tener problemas con que se convierta en un club de socios.

—Al parecer no. Sé que lo investigó antes de que contactáramos contigo.

Había mucho más para mostrar y contarle a Rupert sobre la propiedad. Nicole sentía un orgullo particular por la peculiaridad arquitectónica que había encontrado oculta en el denso informe de Patrimonio Histórico.

En el tejado del teatro Vale, invisible para todos excepto para los pájaros y los aviones que pasaban por allí, había una pequeña cúpula octogonal de cristal que otrora había permitido la entrada de luz adicional antes de quedar oculta por una trampilla colocada con posterioridad. Esta estructura solo se repetía en un puñado de edificios históricos de todo el país, y Nicole la había encontrado tan fascinante que una semana antes había desafiado la escalera de Jacob que subía por encima del escenario hasta el falso techo. A solas, se había maravillado de la vista del noroeste de Londres y de las trampillas oxidadas que aún se abrían hacia el tejado después de todos estos años. Sin embargo, algo —quizá algo tan simple como guardarse el secreto un poco más— le impidió contárselo a Rupert en ese momento.

—Por cierto, ¿dónde está el señor Lawrence? Creí que vendría.

—Lo hará. —Nicole miró su móvil.

—¿O deberíamos llamarlo ‘El señor de las ventas Lawrence’?

—Viste el artículo de Property Week.

—Difícil no hacerlo. —Rupert inclinó la cabeza hacia atrás para estudiar la totalidad del arco del proscenio—. ¿Cuántas páginas tenía, cinco, seis? No es que no se lo merezca: lograr ventas por dieciocho millones hoy no es tan frecuente como antes. BWL debe estar fascinada con su chico de oro.

—Lo está. —Nicole asintió, con la sensación de que su sonrisa se iba a romper—. En cualquier caso, llegará en cualquier momento. Y te pondrá al corriente de las conversaciones con el ayuntamiento. —Hizo una pausa; menos era más con Rupert—. Pero tú fuiste la primera persona en quien pensé cuando nos dieron el Vale.

—Bueno, no sería la primera vez que das en el clavo. ¿Podemos pasar ahora a los palcos?

Nicole siempre había disfrutado de sus negocios con Rupert. Sabía que él era consciente de su atractivo como mujer, pero solo de la manera objetiva y pasajera en que uno lo hace con el sexo o la etnia de una persona, no con la intención de sacar provecho de eso, como la mayoría de los hombres. De voz suave, puntual y educado, el empresario hotelero llevaba su éxito con ligereza, lo que era raro en el mundo precario y competitivo en el que ella vivía y algo que a Nicole le gustaba pensar que sería capaz de hacer cuando por fin llegara a donde quería estar.

—Voy a necesitar un café —anunció su cliente cuando terminaron el recorrido—. Urgente. ¿Qué tal si llamas a Jamie y le dices que se reúna con nosotros en Lytton House dentro de diez minutos? —Uno de los exclusivos y lujosos clubes de Rupert, recordó ella, que quedaba justo al final de la calle—. Pediré que nos preparen unos refrescos en el comedor de arriba, así que avísale que lo esperamos allí.

Mientras Rupert daba instrucciones por teléfono, Nicole pulsó la tecla de acceso directo en el suyo y observó su pulgar suspendido sobre “Jamie” con la esperanza de que su jefe apareciera antes de que ella tuviera que hacer la llamada. Aunque, ¿por qué tenía que estar él allí? El teatro era un proyecto de Nicole.

—¿Todo bien? —Rupert enarcó una ceja y, a regañadientes, Nicole presionó el pequeño teléfono verde.

—¿Hola?

El odio se disparó como un fuego artificial en su interior.

—Jamie —pronunció con tono calmado—. Hemos terminado en el Vale y a Rupert se le ocurrió que podríamos reunirnos en Lytton House para repasar los detalles. —Nicole sonrió a su cliente—. El pobre necesita cafeína.

—Claro. Estoy en un atasco, pero debería llegar en veinte minutos.

Jamie tardó menos tiempo y atravesó la puerta doble del comedor con una sarta de explicaciones que a nadie le importaban, mucho menos a su cliente, ¿o no? Y, sin embargo, allí estaban los dos, absortos al instante en las penurias del tráfico londinense. “No estás atascado en el tráfico, eres el tráfico”. Nicole se clavó una uña en el muslo por debajo de la mesa, esperando la frase.

—Bueno, ya sabes lo que dicen —concluyó Jamie y chasqueó la lengua contra su paladar superior—. “No estás atascado en el tráfico, eres el tráfico”. Bum. Predecible como el cáncer.

—Estábamos mirando los números en la página cinco de tu propuesta —murmuró ella, y dejó a los dos con sus cosas y se inclinó hacia los inversores. Dos de ellos empezaron a hojear las páginas de inmediato, pero el tercero, el más simpático, tuvo la delicadeza de sonreír primero.

—Espero que no te hayas pasado el soleado domingo trabajando. Según las noticias, hacía más calor que en Barbados.

El tiempo había sido inusual para mediados de mayo, las flores de los castaños de Indias que bordeaban los caminos del parque estaban tan erguidas como conos de helado contra el voluminoso follaje nuevo. Ese domingo había sido el día más caluroso de esa época del año. Pero en el fondo, Nicole se había alegrado secretamente de tener una razón para irse antes. Habían estado paseando por las concurridas orillas del Serpentine cuando Ben había sugerido alquilar una barca de pedales. Chloe estaba fascinada, pero Nicole no podía enfrentarse a las colas, los formularios de exención de responsabilidad y el alquiler de chalecos salvavidas. La logística siempre parecía quitarles la alegría a las salidas familiares.

“Mamá se tiene que volver a trabajar”, le había explicado a su hija después de agacharse frente a ella. “¿Por qué no vais papá y tú en una de las barquitas y después cenamos todos juntos en casa?”.

Liberada por fin y embriagada de libertad, Nicole había caminado deprisa a través del parque hacia Bayswater Road, zigzagueando entre las familias diseminadas por las aceras con sus cochecitos, monopatines y niños pequeños fuera de control, y lanzando miradas furtivas a los padres que, imperturbables por el pandemonio, parecían estar disfrutando de verdad.

¿Era ella la única a quien la diversión del fin de semana le parecía tan forzada? ¿Ninguna de esas mujeres se sentía tan agotada al final de las reuniones familiares, tanto formales como informales, como debía sentirse una actriz después del último saludo final? Por otra parte, su madre siempre le decía que esperaba demasiado. Transigir, le gustaba señalar a su madre, no era “ni ceder ni rendirse: de eso se trata la vida”. Y tal vez tenía razón. Pero en el contexto profesional, transigir no tenía ninguna ventaja, lo cual era otra razón por la que a Nicole le resultaba más fácil desenvolverse en su vida profesional y por la que a veces se sentía más cómoda sentada alrededor de una mesa de hombres de negocios como esta que frente a Ben en casa. Incluso cuando Jamie era uno de esos hombres.

Aunque habían dejado el asiento en la cabecera de la mesa para Jamie, su jefe había optado por sentarse frente a ella y ahora estaba reclinado en su silla, con un mocasín de gamuza de Tom Ford apoyado en la rodilla opuesta y la parte inferior arrugada del pantalón que dejaba al descubierto cinco centímetros de tobillo pálido. Nicole trató de evitar mirar a Jamie todo lo que pudo, pero la blancura británica de aquel tobillo era como una llamarada en medio del color bermellón apagado de la habitación, y la tentaba a levantar la vista. Cuando por fin lo hizo, se topó con los ojos de él.

—Creo que Nicole ha explicado todas las restricciones grado II del Vale. Nuestra Nic es muy minuciosa. —Una pequeña sonrisa: ¿con qué intención? ¿Avergonzarla? ¿Intimidarla? En cualquier caso, no esperaba una respuesta, por lo que ella contestó con un ligero exceso de entusiasmo.

—Gracias, Jamie —respondió, y agregó—: Los edificios catalogados son una rara oportunidad, incluso para nosotros, y la historia de este edificio es alucinante.

—Dejemos que Rupert investigue todo eso a su debido tiempo —interpuso Jamie con una sonrisa zalamera hacia su cliente.

Los ventanales altos y arqueados del comedor habían aumentado el calor de media tarde, pero mientras que los otros hombres se habían quitado las chaquetas al comienzo de la reunión, Jamie se la había dejado puesta y unas gotas de sudor salpicaban ahora la parte delantera de su camisa azul claro. Cuando él alzó una mano para aflojarse el cuello de la camisa, Nicole sintió que le costaba respirar, como si se hubiera reducido el nivel de oxígeno en la sala.

—¿Te gusta esto? ¿Quieres más?

¿La misma camisa? Las mismas manchas de salpicaduras. Solo que las manchas habían estado a centímetros de su rostro y la mano de él se había alzado no hacia su propia garganta sino hacia la de ella.

—Puedo sentir tus ganas, Nic.

Le introduce el dedo. Y lo siente como una ofensa, del tipo que hizo que ella respondiera con una ofensa propia. Solo que cuando lo hizo y trató de empujar con fuerza hacia atrás el pecho húmedo de Jamie, él la giró con facilidad —la nariz de ella contra la pared de la sala de conferencias—, los dedos apretados alrededor del cuello, el anillo de boda frío contra su clavícula.

—¿Nicole? —Una hilera de rostros masculinos expectantes estaban vueltos hacia ella—. ¿Las paredes del jardín?

—¿Las…?

—¿Sabemos si se pueden derribar o mover?

—Me temo que no lo sabremos hasta que las autoridades de planificación se pongan en contacto con nosotros. Pero esperamos que sea una posibilidad. —Le temblaban las manos y tenía las mejillas tensas—. De todos modos —agregó y señaló con la cabeza a Rupert—, serás el primero en saberlo cuando tengamos esos detalles.

Mantener la charla durante el resto de la reunión ayudó a Nicole a recobrar una apariencia de compostura. Pero mientras señalaba hechos y cifras, sin dejarse acallar por los hombres ni permanecer en silencio durante demasiado tiempo, sintió que los ojos de Jamie se posaban en ella de forma inquisitiva. Tenía la sensación de que él le había leído la mente y había disfrutado de su incomodidad. Y que entonces le molestaba que se hubiera recuperado.

—Bien. —Rupert se puso de pie y los inversores lo imitaron—. Seguiremos la semana que viene cuando tengamos todos los detalles.

—Por supuesto. —Nicole quiso ser la primera en darle esa certeza. Mientras Rupert y sus hombres abandonaban la sala, ella recogió sus papeles tan rápido como pudo. Pero Jamie, siempre un caballero, ya se había apostado junto a la puerta.

—¿Te veré el jueves en la despedida de Joyce? —le preguntó en voz baja cuando ella se acercó.

—Allí estaré.