Idilio en el bosque - Janice Maynard - E-Book

Idilio en el bosque E-Book

Janice Maynard

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Beschreibung

Se refugiaron el uno en el otro. Hacer negocios todo el tiempo era el lema del multimillonario Leo Cavallo. Por eso, dos meses de tranquilidad forzosa no era precisamente la idea que tenía de lo que debía ser una bonificación navideña. Entonces conoció a la irresistible Phoebe Kemper, y una tormenta los obligó a compartir cabaña en la montaña. De repente, esas vacaciones le parecieron a Leo mucho más atractivas. Pero la hermosa Phoebe no vivía sola, sino con un bebé, su sobrino, al que estaba cuidando de forma temporal. Y a Leo, sorprendentemente, le atrajo mucho jugar a ser una familia durante cierto tiempo.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 Janice Maynard

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Idilio en el bosque, n.º 2073 - noviembre 2015

Título original: A Billionaire for Christmas

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-7273-8

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Capítulo Diecisiete

Capítulo Dieciocho

Capítulo Diecinueve

Epílogo

Capítulo Uno

A Leo Cavallo le dolía la cabeza; en realidad, le dolía todo el cuerpo. Conducir desde Atlanta a las montañas del este de Tennessee no le había parecido tan pesado sobre el mapa, pero no había tenido en cuenta lo difícil que resultaba hacerlo de noche por carreteras rurales llenas de curvas. Y como estaban a principios de diciembre, oscurecía muy pronto.

Miró el reloj del salpicadero y gimió. Eran más de las nueve y no sabía si se hallaba cerca de su destino. El GPS había dejado de darle información quince kilómetros antes. El termómetro marcaba un grado, lo que implicaba que la lluvia que golpeaba el parabrisas se convertiría en cualquier momento en nieve. Y su coche, un Jaguar, no estaba diseñado para conducir con mal tiempo.

Sudando bajo el fino jersey de algodón, buscó en la guantera un antiácido. En su cabeza oyó la voz de su hermano, alta y clara.

«Lo digo en serio, Leo. Tienes que cambiar. Has tenido un infarto».

«Un incidente cardiaco leve», le había contestado Leo. «No dramatices. Estoy en excelente forma física, ya has oído al médico».

«Sí, lo he oído. Dice que tienes un nivel de estrés elevadísimo. Y nos ha hablado de la propensión hereditaria. Nuestro padre murió antes de cumplir cuarenta y dos años. Si sigues así, te tendré que enterrar con él».

Leo chupó la pastilla y lanzó un juramento cuando la carretera se transformó en un camino de grava. Forzó la vista en busca de cualquier señal de vida, pero reinaba una profunda oscuridad. Estaba acostumbrado a las luces de Atlanta. Desde el ático en que vivía había una vista magnífica de la ciudad. Las luces de neón y la gente eran lo que le proporcionaba energía vital. ¿Por qué, entonces, había accedido a exiliarse voluntariamente en aquel remoto lugar?

Cinco minutos después, ya a punto de darse la vuelta, vio una luz en la oscuridad. Cuando aparcó frente a la casa iluminada, le dolían todos los músculos de la tensión.

Agarró la chaqueta de cuero, se bajó del vehículo y comenzó a tiritar. Había dejado de llover, pero lo saludó una espesa niebla. De momento dejaría el equipaje en el coche. No sabía dónde estaría su cabaña.

Las suelas de sus caros zapatos se le llenaron de barro al dirigirse a la puerta de la moderna estructura de troncos. No vio timbre alguno, así que agarró el llamador en forma de cabeza de oso y dio tres golpes en la puerta. Se encendieron más luces en la casa. Mientras desplazaba el peso de un pie a otro con impaciencia, oyó una voz femenina procedente del interior:

–¿Quién es?

–Leo Cavallo –gritó. Apretó los dientes y buscó un tono más conciliador–. ¿Puedo entrar?

Phoebe abrió la puerta algo nerviosa, pero no porque tuviera que tener miedo del hombre que estaba en el porche, ya que llevaba varias horas esperándolo. Lo que temía era decirle la verdad.

Lo dejó pasar. Era un hombre grande, ancho de espaldas, le brillaba el pelo castaño y ondulado.

Leo se quitó la chaqueta y a ella le llegó el olor de su loción para después del afeitado. Él llenaba la habitación con su presencia.

Ella le miró los zapatos y se mordió los labios.

–¿Le importaría quitarse los zapatos? He fregado el suelo esta mañana.

El frunció el ceño, pero le hizo caso. Antes de que ella pudiera decirle algo más, lanzó una rápida ojeada a la cabaña para después mirarla a ella. Leo tenía unos rasgos agradables, muy masculinos: nariz fuerte, frente noble, mandíbula cincelada y labios hechos para besar a una mujer.

–Estoy agotado y muerto de hambre. Si me indica cuál es mi cabaña, me gustaría instalarme inmediatamente, señorita…

–Kemper, Phoebe Kemper. Llámeme Phoebe.

La voz baja y áspera de él la había acariciado como un amante, e indicaba que era un hombre que controlaba la situación.

Tragó saliva y se frotó las manos húmedas en los pantalones.

–Ha sobrado estofado de ternera con verduras. Hoy he cenado tarde. Si le apetece un poco… También tengo pan de maíz.

La expresión de contrariedad de Leo se dulcificó y esbozó una sonrisa.

–Me parece fantástico.

–El cuarto de baño es la primera puerta a la derecha. Voy a poner la mesa.

–¿Y después me enseñará mi cabaña?

–Desde luego.

Él se ausentó poco rato, pero ella ya lo tenía todo preparado cuando volvió: un mantel individual, cubiertos de plata y un plato humeante de estofado acompañado de pan de maíz y una servilleta amarilla.

–No sabía qué quería para beber.

–Un café descafeinado, si tiene.

–Por supuesto.

Preparó el café y le sirvió una taza mientras él comía. Se entretuvo recogiendo cosas de la cocina y llenando el lavaplatos. Lo que su huésped había dicho parecía cierto: estaba muerto de hambre, ya que se tomó dos platos de estofado y tres rebanadas de pan, además de unas galletas de postre que Phoebe había hecho por la mañana.

Cuando estaba acabando de comer, ella se excusó.

–Vuelvo enseguida –le dejó la cafetera en la mesa–. Sírvase más café.

El humor de Leo mejoró considerablemente al comer. No le apetecía salir para cenar y, aunque la cabaña estaría llena de provisiones, no era buen cocinero. En Atlanta, todo lo que quería comer lo tenía a mano, ya fuera sushi a las tres de la mañana o un desayuno completo al amanecer.

Cuando se tomó las últimas migas de las deliciosas galletas, se levantó y se estiró. Tenía el cuerpo contracturado de estar sentado tantas horas al volante. Recordó la recomendación del médico de que no hiciera grandes esfuerzos. Pero era lo único que sabía hacer: seguir hacia delante a toda velocidad sin mirar atrás.

Debía cambiar de forma de ser. Aunque le había irritado que tanta gente estuviera encima de él, compañeros de trabajo, médicos y su familia, sabía que se preocupaban porque los había asustado. Se desmayó mientras estaba de pie dando una conferencia a un grupo de inversores.

No recordaba con claridad lo que sucedió después. No podía respirar y sentía una enorme opresión en el pecho. Molesto por aquellos recuerdos, se puso a pasear por la cocina y el salón, que formaban una sola pieza.

Era un lugar agradable, con suelo de parqué, alfombras de colores y sofás cómodos. Una araña en el techo emitía un amplio círculo de cálida luz. En la pared del fondo había una chimenea de piedra y una librería. Mientras echaba un vistazo a los libros de Phoebe, se dio cuenta, con placer, de que tendría tiempo para leer, a diferencia de lo habitual.

Un leve ruido le indicó que Phoebe había vuelto. Se volvió, la miró y, por primera vez, reconoció que era una belleza. Era alta y esbelta, con una larga melena negra recogida en una trenza. No había en ella debilidad ni fragilidad alguna, pero Leo pensó que muchos hombres correrían en su ayuda simplemente para que sus labios, carnosos y del color de las rosas pálidas, les sonrieran.

Llevaba unos vaqueros desteñidos y una blusa de seda roja. Tenía los ojos tan oscuros que parecían negros.

–¿Se siente mejor ahora? –le preguntó ella con una sonrisa–. Al menos, ya no tiene pinta de querer matar a alguien.

Él se encogió de hombros.

–Lo siento. He tenido un día horrible.

–Y me temo que va a empeorar. Hay un problema con su reserva.

–Eso es imposible. Mi cuñada se ha encargado de todos los detalles. Y he recibido la confirmación.

–Llevo todo el día llamándola, sin resultado. Y no tenía el número de usted.

–Lo siento, pero mi sobrina ha tirado el móvil de su madre a la bañera, por eso no le ha contestado. Pero no se preocupe. Ya estoy aquí, y no parece que tenga un exceso de reservas –afirmó él haciéndose el gracioso.

Phoebe no hizo caso de la gracia y frunció el ceño.

–Anoche llovió a mares e hizo mucho viento. Su cabaña no está en condiciones de ser habitada.

–No se preocupe, no soy muy exigente. Seguro que me las arreglo.

–Supongo que tendré que enseñársela para convencerle. Venga conmigo, por favor.

–¿Llevo el coche hasta allí? –preguntó mientras se ponía los zapatos.

Ella agarró algo y se lo metió en el bolsillo.

–No hace falta –se puso una chaqueta muy parecida a la de él–. Vamos.

En el porche agarró una linterna grande y pesada. El tiempo no había mejorado.

Leo siguió a Phoebe. Se impacientó al darse cuenta de que podían haber hecho en coche los metros que separaban ambos edificios.

–Voy a por el coche –dijo–. Seguro que me las arreglaré.

En ese preciso momento, ella se detuvo tan bruscamente que estuvieron a punto de chocar.

–Ya hemos llegado. Eso es lo que queda de su alquiler de dos meses.

La potente luz de la linterna reveló el daño provocado por la tormenta de la noche anterior. Un enorme árbol estaba atravesado sobre la cabaña. Con la fuerza de la caída, el tejado se había hundido.

–¡Por Dios! –él miró hacia atrás pensando que la casa de Phoebe podía haber corrido la misma suerte–. Supongo que se daría un susto de muerte.

Ella hizo una mueca.

–He pasado noches mejores. Sucedió a las tres de la madrugada. El estruendo me despertó. No intenté salir, desde luego, por lo que no supe la magnitud del daño hasta esta mañana.

–¿No ha tratado de cubrir el tejado?

–¿Cree que soy una supermujer? –preguntó ella riéndose–. Conozco mis limitaciones, señor Cavallo. He llamado a la compañía de seguros que, como comprenderá, está desbordada por los daños causados por la tormenta. Parece que un agente vendrá mañana por la tarde, pero no las tengo todas conmigo. El interior ya estaba empapado debido a la fuerte lluvia. El daño ya estaba hecho. No podía hacer nada.

Leo se dijo que tenía razón, pero ¿dónde iba a alojarse? A pesar de lo mucho que había protestado ante su hermano Luc y su cuñada Hattie, la idea de tomarse un descanso no le desagradaba. Tal vez pudiera encontrarse a sí mismo al aire libre, incluso descubrir un nuevo sentido a la vida que, como había comprobado recientemente, era frágil y maravillosa a la vez.

–Si ha visto suficiente –dijo Phoebe–, volvamos. No voy a hacerle volver a la carretera con este tiempo. Puede pasar la noche conmigo.

Deshicieron el camino andado. Phoebe señaló su cabaña.

–¿Por qué no entra a calentarse? Su cuñada me dijo que ha estado usted en el hospital. Si me dice lo que necesita de su equipaje, se lo llevaré.

Leo se sonrojó de vergüenza y frustración. ¡Maldita fuera Hattie y su instinto maternal!

–Gracias, pero puedo sacar las maletas solo –replicó con brusquedad.

La pobre Phoebe no sabía que su reciente enfermedad era un tema del que no quería oír hablar. Era un hombre joven, y no soportaba que lo trataran como a un inválido. Y no sabía muy bien por qué le parecía muy importante que la encantadora Phoebe lo considerara un hombre competente y capaz, no alguien que necesitara cuidados.

De pronto se oyó el llanto de un bebé. Leo se dio la vuelta esperando ver la llegada de otro coche. Pero Phoebe y él seguían solos.

Pensó que tal vez fuera el grito de un lince rojo, que abundaba en esa zona. Antes de que pudiera seguir especulando, el llanto se oyó de nuevo.

–Tenga –le dijo ella tendiéndole la linterna–. Debo entrar.

Él la tomó y sonrió.

–¿Así que me deja aquí solo con un peligroso animal acechándonos?

–No sé de qué me habla.

–¿No es un lince rojo lo que hemos oído?

Ella se echó a reír.

–No –respondió ella, que se sacó del bolsillo el pequeño aparato que había agarrado antes de salir. Un intercomunicador–. El sonido que parece el llanto de un niño es exactamente eso: el de un bebé. Y será mejor que entre enseguida antes de que la cosa vaya a más.

Capítulo Dos

Leo se quedó mirándola con la boca abierta hasta después de que la puerta principal se cerrara. Solo reaccionó al darse cuenta de que las manos estaban a punto de congelársele. Buscó la más pequeña de las maletas que había llevado y también el maletín que contenía su ordenador y una bolsa con ropa.

Cerró con llave el coche, entró y se quedó inmóvil al ver a Phoebe junto a la chimenea con un bebé sobre el hombro al que acariciaba la espalda. Leo experimentó emociones encontradas. La escena era hermosa, pero un bebé implicaba la presencia de un padre. Se sintió decepcionado. Phoebe no llevaba anillo de casada, pero vio que el bebé y ella se parecían.

Era evidente que Phoebe no estaba disponible. Y aunque Leo adoraba a sus dos sobrinos, no era de esa clase de hombres que se dedicaba a columpiar a los niños en la rodilla.

Phoebe alzó la vista y sonrió.

–Este es Teddy, diminutivo de Theodore. Tiene seis meses.

Leo volvió a quitarse los zapatos y dejó el equipaje en el suelo. Se acercó al fuego y logró sonreír.

–Es guapo.

–No lo es tanto a las tres de la mañana.

–¿No duerme bien?

Ella reaccionó como si hubiera una crítica implícita en la pregunta.

–Duerme perfectamente para su edad. ¿Verdad que sí, amor mío? –el bebé se estaba chupando el puño. Phoebe frotó la nariz contra su cuello–. La mayor parte de las noches duerme de diez a seis o siete de la mañana. Pero creo que le está saliendo un diente.

–No lo estará pasando bien.

Ella se cambio al bebé al brazo izquierdo y se lo puso a la cadera.

–Voy a enseñarle la habitación de invitados. Creo que no lo molestaremos aunque tenga que levantarme con él durante la noche.

Leo la siguió por un pasillo que conducía, primero, a la habitación de ella y, al fondo, al otro dormitorio. Leo sintió un frío intenso al entrar en él.

–Lo siento. Pronto se habrá calentado.

Él miró alrededor con curiosidad.

–Es bonita.

Una enorme cama de madera dominaba la habitación. Unas cortinas verdes cubrían la ventana. El cuarto de baño tenía ducha y jacuzzi. El suelo era de madera, igual que el del resto de la casa, salvo el del cuarto de baño, que era de baldosas.

El bebé se había dormido.

–Está en su casa –dijo ella–. Si le interesa quedarse en la zona, le ayudaré a hacer llamadas por la mañana.

–He pagado un cuantioso depósito. No me interesa irme a otro sitio.

–Le devolveré el dinero, por supuesto. Ya ha visto cómo está la cabaña: no se puede vivir en ella. Aunque los del seguro se den prisa, buscar a alguien que lo repare será difícil. No sé cuánto tiempo tardará en volver a ser habitable.

Leo pensó en el largo viaje desde Atlanta. Él no quería haber ido allí. Solo tenía que contarles a Luc, a Hattie y a su médico que las circunstancias habían conspirado contra él. Podría estar de vuelta en Atlanta al día siguiente por la noche.

Pero algo, tal vez la obstinación, lo llevó a preguntar:

–¿Qué pinta el señor Kemper en todo esto? ¿No debiera ser él quien se preocupara de la reparación de la cabaña?

Phoebe lo miró, perpleja.

–¿El señor Kemper? –de pronto, se echó a reír–. No estoy casada, señor Cavallo.

–¿Y el niño?

–¿No cree que una mujer soltera pueda criar a un niño sola?

–Creo que los niños deberían tener dos progenitores. Pero también que las mujeres pueden hacer lo que quieran. Sin embargo, no me imagino que una mujer como usted tenga que ser madre soltera.

–¿Una mujer como yo? ¿Qué significa eso? –preguntó ella con los ojos brillantes de furia.

–Es usted una preciosidad. ¿Es que los hombres de Tennessee están ciegos?

Ella frunció los labios.

–Creo que es la frase más manida que he oído en mi vida.

–Vive usted en mitad de la nada. El padre de su bebé no está a la vista. Me sorprende.

Phoebe lo miró durante unos segundos. Él soportó el escrutinio con paciencia. De no haber sido por la tormenta del día anterior, Phoebe y él apenas habrían intercambiado algunas frases amables cuando ella le hubiera dado las llaves. En las semanas posteriores se hubieran visto ocasionalmente en el exterior, si el tiempo lo permitía, y se hubieran saludado con la mano.

Pero el destino había intervenido. Los antepasados italianos de Leo creían en el destino y en el amor. Puesto que a él le estaba prohibido trabajar temporalmente, se hallaba dispuesto a explorar la fascinación que sentía por Phoebe Kemper.

Ella dejó al bebé con cuidado en el centro de la cama y se apoyó en el enorme armario que había a su lado. Miró a Leo con recelo al tiempo que se mordía el labio inferior. Por último, suspiró.

–En primer lugar, no estamos en medio de la nada, aunque se lo haya parecido por tener que conducir hasta aquí en una noche tan desagradable. Gatlinburg está a menos de quince kilómetros. Pigeon Forge está aún más cerca. Le prometo que tenemos tiendas de alimentación, gasolineras y todas las instalaciones modernas normales. Me gusta vivir aquí, al pie de la montaña. Es muy tranquilo.

–La creo.

–Y Teddy es mi sobrino, no mi hijo.

–¿Por qué está aquí?

–Mi hermana y su marido están en Portugal para arreglar los detalles de la herencia del padre de él. Como el viaje sería duro para Teddy, me ofrecí a que se quedara conmigo hasta que volvieran.

–Le deben de gustar mucho los niños.

El rostro de Phoebe se ensombreció.

–Quiero mucho a mi sobrino –la sombra se desvaneció–. Pero estamos evitando el tema principal: no puedo alquilarle una cabaña en ruinas. Tiene que irse.

Él le sonrió con todo el encanto del que era capaz.

–Puede alquilarme esta habitación.

Phoebe tuvo que reconocer que Leo Cavallo era insistente. Sus ojos castaños inducían a error, ya que, aunque una mujer podría perderse en su calidez, ocultaban que su dueño era un hombre que conseguía lo que quería. No parecía haber estado enfermo. Su piel dorada y su nombre indicaban que poseía genes mediterráneos. Y en su caso, el material genético había producido un hombre guapo.

–Esto no es un bed&breakfast. Lo que alquilo no está ahora disponible. Ha tenido mala suerte.

–No tome decisiones precipitadas. Puedo serle útil a la hora de cambiar bombillas o de matar insectos.

–Para ser mujer, soy alta, y tengo un servicio mensual de control de plagas.

–Cuidar a un niño es mucho trabajo. Le vendrá bien algo de ayuda.

–No me parece que sea usted de esos hombres que cambian pañales.

–Touché.

Ella miró a Teddy, que dormía tranquilamente.

–Le propongo un trato –dijo mientras se preguntaba si había perdido el juicio–. Dígame el motivo real por el que quiere quedarse y me pensaré su propuesta.

Por primera vez, Phoebe observó una expresión de incomodidad en el rostro masculino. Leo era uno de esos hombres seguros de sí mismos que van por la vida como si fueran capitanes de barco y ante los que los demás bajan la cabeza. Pero la máscara se había movido ligeramente y había revelado un destello de vulnerabilidad.

–¿Qué le dijo mi cuñada al hacer la reserva?

–Que había estado enfermo. Pero, sinceramente, usted no parece haber estado a las puertas de la muerte.

–Menos mal.

Cada vez la intrigaba más aquel hombre.

–Ahora que caigo, tampoco es usted de esos hombres que se toman un descanso en la montaña por un motivo concreto, a no ser, desde luego, que sea artista o compositor. ¿Tal vez novelista?

–Necesitaba un descanso, eso es todo.