Ídolo en llamas - Rin Usami - E-Book

Ídolo en llamas E-Book

Рин Усами

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Beschreibung

Akari es una estudiante de secundaria con dificultades de aprendizaje que sólo tiene una pasión en su vida: su oshi, es decir, su ídolo. Su nombre es Masaki Ueno y es miembro de una banda musical muy popular en Japón. Akari escribe un blog dedicado a él y pasa horas buscando adictivamente información sobre su vida. Desesperada por analizarlo y comprenderlo, Akari espera llegar a ver el mundo a través de sus ojos. Es una devoción que roza lo religioso: Masaki es su salvador, su columna vertebral, alguien sin quien no podría sobrevivir. Sin embargo, cuando se rumorea que Masaki ha maltratado a una de sus aficionadas, éste se enfrenta a oleadas de reacciones violentas en las redes sociales y el mundo de Akari se desmorona… Escrito en un estilo inusualmente maduro, Ídolo en llamas ofrece una visión fascinante de la cultura otaku en Japón y, más universalmente, del fandom y la adolescencia. «Con una claridad inquebrantable, Usami transforma con maestría la devoción de Akari en una desconexión devoradora». Shelf Awareness «Lo impresionante de esta novela es la capacidad de la autora para empatizar con el amor que Akari siente por Masaki y, al mismo tiempo, mostrar lo dañina que es esta relación para ella y para todos los que la rodean». NPR.org «Espero que los arqueólogos del futuro puedan encontrar esta novela porque es una obra maestra que describe a la perfección la época en la cual estamos viviendo». Ryo Asai

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Mi oshi* estaba en llamas. Se decía que había agredido a una fan. Aún no se habían proporcionado los detalles, pero a pesar de no estar demostrada, la historia había estallado de la noche a la mañana. Yo había dormido mal. Tal vez fuera mi instinto que me avisaba de que algo iba mal. Me desperté, comprobé la hora en mi teléfono y noté la conmoción en mis mensajes de texto. Mis aturdidos ojos se encendieron con la línea: «Dicen que Masaki ha agredido a una fan», y por una fracción de segundo no supe qué era real. La parte posterior de mis muslos estaba pegajosa por el sudor. Una vez que revisé las páginas web de noticias, no pude hacer nada más que quedarme paralizada en la cama, de la cual se había desprendido la manta durante la noche, y observar las consecuencias a medida que proliferaban los rumores y los mensajes hostiles. Lo único en lo que podía pensar era en cómo estaría mi oshi.

< ¿todo bien? >

La notificación de texto apareció en mi pantalla de bloqueo, cubriendo los ojos de mi oshi como si fuera un criminal. Era de Narumi. Lo primero que salió de su boca a la mañana siguiente cuando entró corriendo en el tren fueron esas mismas palabras.

—¿Va todo bien?

Narumi se expresaba igual en persona que cuando lo hacía a través de internet. Observé su rostro: los ojos bien abiertos y las cejas arqueadas y desbordantes de tragedia, y pensé: hay un emoji así.

—Esto no tiene buena pinta —le respondí.

—¿No?

—No.

Los dos botones superiores de la blusa de su uniforme estaban abiertos y se sentó a mi lado desprendiendo una bocanada de desodorante con un intenso aroma a cítricos. Las redes sociales —que había abierto casi por reflejo después de teclear en la pantalla de bloqueo los números 0815, la fecha de cumpleaños de mi oshi, fantasmagóricos bajo el intenso resplandor—, estaban presas del aliento exaltado de la gente.

—¿Es tan grave?

Narumi se inclinó y sacó su teléfono. Había una Polaroid de color oscuro intercalada dentro de la funda de silicón transparente.

—¡Tienes una Instax!

—¿No es genial? —dijo Narumi, con una sonrisa tan natural como si fuera un sticker de LINE. Todo lo que Narumi decía era claro y sus expresiones faciales se transformaban como si estuviera cambiando sus fotos de perfil. Yo no pensaba que fuera falsa o poco sincera, ella sólo intentaba simplificarse todo lo posible.

—¿Cuántas conseguiste?

—¡Diez!

—¡Vaya! Espera, ¿pero cuestan sólo diez mil?

—Tiene sentido cuando lo piensas de esa manera, ¿verdad?

—Merece la pena totalmente. Es una ganga.

El grupo de ídolos independiente al que seguía, permitía a sus seguidores tomarse Polaroids con su miembro favorito del grupo después de los conciertos. Las fotos de Narumi la mostraban con el cabello cuidadosamente trenzado y el brazo de su oshi alrededor de ella, o a ambos, mejilla con mejilla. Hasta el año pasado, había sido fan de un grupo perteneciente a un sello discográfico importante, pero ahora tiene la idea de que hay que dejar a los ídolos de grupos masivos en sus pedestales y conocer más de cerca a los alternativos. «Pásate al lado oscuro», decía. «Es mucho mejor. Recuerdan quién eres y puedes conseguir hablar en privado o incluso salir con ellos».

La idea de tener contacto directo con mi oshi no me interesaba. Yo iba a los conciertos, pero únicamente para formar parte de la multitud. Quería estar inmersa dentro DE LOS APLAUSOS, DENTRO DE LOS GRITOS, Y LUEGO PUBLICAR ANÓNIMAMENTE MIS AGRADECIMIENTOS EN INTERNET.

—Entonces, cuando nos abrazamos, me puso el cabello detrás de la oreja y yo pensé, mierda, ¿tengo algo pegado en el pelo? —Narumi bajó la voz—. Y luego él dijo: «Hueles bien».

—No. Te. Creo —enfaticé la pausa entre las palabras.

A lo cual Narumi respondió:

—Increíble, ¿verdad? Bueno, simplemente ya no hay marcha atrás —e introdujo la Instax de nuevo en la funda de su teléfono. El año pasado, su anterior oshi había anunciado que se retiraba del mundo del espectáculo para ir a estudiar al extranjero. Ella estuvo tres días sin asistir a la escuela.

—Así es —dije en respuesta.

La sombra de un poste de luz se posó fugazmente en nuestros rostros. Como para sugerir que se había sobreexcitado, Narumi enderezó las rodillas y, con mucha más calma, examinó sus sonrosadas rótulas:

—De todos modos, Akari, lo estás haciendo bien. Es bueno que todavía estés aquí.

—¿En el tren para ir a la escuela, quieres decir?

—Sí.

—Por un segundo pensé que te referías a estar… entre los vivos.

Narumi se rio desde algún lugar profundo del interior de su pecho:

—Eso también.

—Todo lo concerniente a mi oshi es una cuestión de vida o muerte.

Las conversaciones entre fans podían llegar a avivarse demasiado.

< Gracias por haber nacido. >

< No he conseguido entradas, mi vida se ha acabado. >

< ¡¡Me ha mirado!! ES MI FUTURO MARIDO <3 >

Narumi y yo no éramos la excepción, pero no me parecía bien hablar de matrimonio y estas cosas sólo cuando todo iba bien, así que escribí:

< Apoyamos a nuestro oshi en la salud y en la enfermedad. >

El tren se detuvo y el sonido del canto de las cigarras se intensificó. Le di a «publicar». Un like me respondió al instante.

Por error traje mi mochila sin sacar lo que llevaba cuando fui a ver a mi oshi en directo hace unos días. Las únicas cosas que podía utilizar para la escuela de lo que tenía en su interior eran las hojas sueltas de papel y los bolígrafos que usaba para anotar mis impresiones del espectáculo, así que tuve que sentarme con una compañera en la clase de literatura clásica, pedir prestado un libro para la de matemáticas, y quedarme apartada en la piscina durante la clase de educación física porque no llevaba mi traje de baño.

Nunca antes me había dado cuenta cuando estaba en la piscina, pero el agua que se desbordaba sobre las baldosas parecía resbaladiza, como si algo se hubiera disuelto en ella, pero no se trataba de sudor ni protector solar, sino de algo más abstracto, como la carne. El agua lamía los pies de los estudiantes que estaban sentados fuera de la clase. La otra alumna era una chica del aula contigua a la mía. Estaba de pie en el borde de la piscina repartiendo tablas de nado, vestida con una fina sudadera blanca con capucha y manga larga sobre su uniforme de verano. Sus piernas desnudas despedían destellos cegadores de blanco cada vez que las salpicaban chorros de agua.

La multitud de trajes de baño oscuros también parecía resbaladiza. Las chicas se subían por la barandilla plateada o sobre la plataforma amarilla granulada, lo cual me hacía pensar en focas, delfines y orcas que se arrastran al escenario en el espectáculo de un acuario. Caían riachuelos de las mejillas y la parte superior de los brazos de la hilera de chicas que daban las gracias mientras descargaban mi pila de tablas de nado, dejando manchas oscuras en la gomaespuma seca de color pastel. Los cuerpos eran tan pesados. Las piernas que salpicaban el agua eran pesadas y los úteros que mudaban su revestimiento cada mes eran pesados. Kyoko, que era con mucha diferencia la más joven de las profesoras, demostró cómo «impulsarse desde los muslos», usando sus brazos como piernas y frotándolos juntos:

—Veo que algunas de ustedes agitan simplemente los pies. Así, todo lo que están haciendo es desperdiciar su energía.

También teníamos a Kyoko de profesora para la clase de salud. Empleaba palabras como «óvulo» y «tejido eréctil» sin perder la compostura, por lo que la conversación nunca se tornaba incómoda, no obstante, yo sentía que mi papel involuntario como mamífero me consternaba.

De la misma manera que una noche de sueño provoca arrugas en las sábanas de la cama, el simple hecho de estar vivo nos pasa factura. Para hablar con alguien tienes que mover la carne de tu rostro. Te bañas para desprenderte de la suciedad que se acumula en tu piel y te cortas las uñas porque no dejan de crecer. Me extenuaba al intentar lograr lo mínimo, pero nunca había sido suficiente. Mi voluntad y mi cuerpo siempre desertaban antes de que yo lo consiguiera.

La enfermera de la escuela me recomendó que fuera a ver a un especialista y me dieron un par de diagnósticos. La medicación me hacía sentir mal, y después de varias veces en las que no me presenté a las citas, incluso el mero hecho de acudir a la clínica comenzó a convertirse en una lucha. El nombre que le pusieron a la pesadez de mi cuerpo me hizo sentir mejor al principio, pero también me sentí apoyada en ella, dependiente de ella. Sólo cuando perseguía a mi oshi, era capaz de escapar de la pesadez durante un momento.

Mi primer recuerdo es mirar directamente hacia arriba, a una figura de color verde. Era mi oshi, cuando él tenía doce años de edad, que interpretaba el papel de Peter Pan. Yo tenía cuatro años. Se podría decir que mi vida comenzó en ese momento, cuando vi a mi oshi pasar volando sobre mi cabeza, suspendido por cables.

Dicho esto, no fue hasta mucho después que se convirtió en mi oshi. Acababa de comenzar la escuela secundaria y me había quedado en casa después de un ensayo para la jornada deportiva de primavera. Mis manos y pies sobresalían por debajo de una manta de felpa. Mi cansancio hosco y acartonado se había enganchado a las uñas demasiado grandes de mis pies. Desde afuera, los lánguidos sonidos del entrenamiento de béisbol llegaban a mis oídos. Mi conciencia se elevaba un centímetro en el aire con cada nuevo impacto.

La ropa de educación física que había lavado hacía dos días para tenerla lista para el ensayo no la encontraba por ninguna parte. A las seis de la mañana, a medio vestir con mi blusa de la escuela, escudriñé mi habitación de arriba abajo, luego me rendí y me volví a dormir. Lo siguiente que supe fue que era mediodía. La realidad no había cambiado. Mi caótica habitación era como el fregadero para lavar los platos del restaurante en el que trabajaba: imposible de manejar.

Busqué debajo de mi cama y encontré una polvorienta caja de DVD de color verde. Era la adaptación de Peter Pan a la que me habían llevado a ver cuando era niña. Introduje el disco en el reproductor y la pantalla del menú se iluminó a todo color. Probablemente el disco estaba un poco rayado, ya que de vez en cuando una línea aparecía a través de la imagen.

Lo primero que me hace sentir es sufrimiento. Una sensación momentánea y punzante, y luego un dolor como si me hubieran empujado: el impacto del empujón. Un niño pone sus manos en el alféizar de una ventana y se cuela por la ventana. Cuando deja que sus pies suspendidos se deslicen dentro de la habitación, las puntas de sus botines se clavan en mi corazón y patean descuidadamente hacia arriba. Conozco este dolor, eso creo. A mi edad, en mi primer año de secundaria, el dolor debería ser algo enterrado hace mucho, algo convertido en parte de mi carne a lo largo de los años que sólo hormigueara de vez en cuando como un recordatorio. Pero aquí está, exactamente igual que cuando tenía cuatro años de edad y un pequeño tropiezo me hacía llorar inmediatamente. El sentimiento regresa a mi cuerpo como si irradiara desde ese único punto de dolor, y el color y la luz se vierten en la imagen tosca, dando vida al mundo. La pequeña silueta verde corre con ligereza hacia la cama donde reposa la niña y le da un golpecito en el hombro. La sacude. Oye, dice la clara e inocente voz. Es Peter Pan. Sé, sin lugar a dudas, que éste es el chico que voló sobre mi cabeza ese día.

Había un brillo obstinado en los ojos de Peter Pan, y pronunciaba todas sus líneas a la carrera, como si intentara convencerte de algo. Entonaba cada frase de la misma manera. Su voz no tenía variaciones, sus gestos eran exagerados, pero verlo esforzándose tanto para respirar y hablar me hacía inhalar con él y exhalar con fuerza. Intentaba convertirme en él. Cuando él corría alrededor del escenario, mis perezosos muslos pálidos se contrajeron desde adentro. Lo vi llorar después de que el perro le mordiera su sombra y quise rodearlo entre mis brazos, junto con la propia tristeza que se había transmitido de él hacia mí. Mi corazón, que había comenzado a recuperar su ternura, manaba un fuerte flujo de sangre que latía y transportaba calor a través de mí. Este calor, imposible de disipar, se acumuló en mis puños y mis muslos plegados. Lo vi balancear imprudentemente su escuálida espada hasta que quedó arrinconado, y cada vez que el arma de su oponente rozaba su flanco, sentía una hoja fría contra mis entrañas. En la popa del barco, empujó al capitán Garfio al mar y miró hacia arriba, y ante la frialdad poco infantil de su mirada, un escalofrío me recorrió la columna vertebral. Me escuché gemir. Internamente, lo puse en palabras: Mierda. Es frío como el hielo. Ese niño podría cortar la mano izquierda del capitán y dársela de comer a los caimanes sin pestañear. Sabiendo que no había nadie en casa, intenté pronunciarlo en voz alta. «Mierda. Es frío como el hielo». Luego me dejé llevar y dije: «Quiero ir al país de Nunca Jamás», y casi me convencí de quererlo de verdad.

En la obra, Peter Pan seguía diciendo: «No quiero crecer». Lo dijo cuando partió en su aventura, y cuando regresó y trajo a Wendy y al resto a casa. Esa línea llegó a lo más profundo de mi interior y me abrió en dos. Volvió a configurar una secuencia de palabras que había repasado con mis oídos durante muchos años sin pensar realmente en ello. No quiero crecer. Vamos al País de Nunca Jamás. El calor se concentró en la punta de mi nariz. Estas palabras son para mí, pensé. Mi garganta resonó empáticamente, emitiendo un leve sonido. El calor se acumulaba en los conductos lagrimales de mis ojos. Las palabras que el chico espetaba a través de sus labios rojos intentaban extraer las mismas palabras de mi garganta. Pero en lugar de palabras, se derramaron lágrimas. Sentí que alguien me consolaba con la sensación de que estaba bien sentirse agobiado ante la idea de crecer, de cargar con ese peso. Las sombras de otros que llevaban esa misma carga parecían elevarse a través de su pequeño cuerpo. Estaba conectada a él y, a través de él, también estaba conectada con todos los que se hallaban al otro lado.

Peter Pan dio una patada en el escenario y un brillo dorado salió despedido de sus manos a medida que ascendía en el aire. Recuperé la sensación de mi yo de cuatro años saltando del suelo después de ver esta obra.

Me encuentro en el garaje de la casa de mis abuelos y el aire tórrido está impregnado del distintivo aroma de la planta camaleón que crece de forma exuberante en verano en esta zona. Me rocío con el «polvo de hadas» que pedí en la tienda de regalos y salto en el aire tres veces, cuatro. Cada vez que aterrizo en el suelo, el aire sale expulsado de las suelas de los zapatos que me obligaban a ponerme cuando era niña y emiten un fuerte chirrido.

Nunca creí que pudiera volar, pero una parte de mí esperaba que las pausas entre los sonidos se hicieran cada vez más largas, hasta que finalmente no se oyera nada. Mientras estaba en el aire, mi cuerpo quedaba en un estado de ingravidez, y esa misma ligereza todavía se encontraba en algún lugar dentro de mi cuerpo de dieciséis años, que estaba sentado frente a la televisión sin nada más que mi ropa interior y mi blusa de la escuela.

En la caja de DVD que busco está escrito «MASAKI UENO» en una fuente redondeada. Cuando encuentro su nombre, aparece con un rostro que he visto varias veces en la televisión. Así que ése es él. Una brisa sopla a través de las hojas nuevas y da cuerda al mecanismo de mi reloj interno, que últimamente ha estado desfasado. Me pongo en movimiento. Sigo sin encontrar por ninguna parte mi ropa de educación física, pero hay una columna inviolable que se eleva a través de mi torso, y pienso para mí misma: soy capaz de hacer esto.

Internet me informa que Masaki Ueno es actualmente miembro del grupo de ídolos Maza Maza. Fotos recientes muestran que el niño de doce años ha perdido sus mejillas regordetas y se ha convertido en un joven con aire de seguridad en sí mismo. Vi grabaciones de sus programas, sus películas, sus series de televisión. Ahora su voz y su cuerpo eran diferentes, por supuesto, pero la mirada sagaz que revelaba en momentos extraños, como si observara desde lo más profundo de sus ojos, no había cambiado. Cuando mis ojos se encontraban con los suyos, me recordaban cómo mirar realmente. Sentí un enorme arrebato de pura energía, ni positiva ni negativa, que crecía desde lo más profundo de mi interior, y de repente recordé la sensación de estar viva.

Mi oshi reveló un atisbo de algo similar en la grabación publicada a la una de la tarde de hoy. Las estudiantes regresaban de natación con las toallas mojadas colgadas de sus hombros, exudando cloro. El sonido de las patas de las sillas rechinando contra el suelo y sus pasos veloces por el pasillo marcaban el comienzo de la hora del almuerzo y resonaban en el aula vacía. Me senté en un escritorio de la segunda fila y me coloqué los audífonos. Mis entrañas se tensaron ante el imperfecto silencio.

El video comenzaba con mi oshi saliendo de la puerta principal del edificio de su agencia de representación. Expuesto por el destello de las luces de las cámaras, parecía exhausto.

—¿Puedo hacerle una pregunta? —dice alguien, y le extiende un micrófono.

—Hum.

—¿Es cierto que agredió a una de sus fans?

—Hum.

—¿Cómo ocurrió?

Aquí, su tono que hasta ese momento había sido tan inalterable que apenas se podía saber si estaba respondiendo o simplemente asintiendo, vaciló un poco.

—Es un asunto privado que debe ser resuelto entre las partes involucradas. Me disculpo por cualquier problema que haya causado.

—¿Qué tal si se disculpa con ella?