Imposible resistirse - Janice Maynard - E-Book

Imposible resistirse E-Book

Janice Maynard

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Beschreibung

El lobo se empareja de por vida... El imponente doctor Jacob Wolff había levantado un muro alrededor de su corazón, tan inexpugnable como la montaña donde habitaba. Hasta que, con una sola petición, la belleza de Hollywood Ariel Dane lo derrumbó. Ariel necesitaba que Jacob fingiera ser su amante. Pero, tras pasar unas semanas con una fémina tan hermosa y seductora, el esquivo médico comenzó a arder en deseos de hacerla suya. Ariel lo había contratado para que la protegiera, no para que se acostara con ella. Y, de pronto, Jacob se encontró a sí mismo entre la espada y la pared, ansiando poseer a la única mujer que nunca podría tener.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Robyn Grady. Todos los derechos reservados.

PASIÓN EN PARÍS, N.º 1824 - diciembre 2011

Título original: The Billionaire’s Bedside Manner

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-110-0

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo Uno

Jacob Wolff había visto a muchas mujeres desnudas en su vida. Conocía el cuerpo femenino por dentro y por fuera. Después de todo, era médico.

Pero, cuando Ariel Dane puso los pies en su consulta, vestida por completo, Jacob reaccionó como hombre y no como médico.

–Tome asiento, señorita Dane –invitó él, refugiándose detrás de su escritorio.

Ella actuó como si no lo hubiera oído. Con paso rápido y nervioso, se acercó a la ventana que daba al bosque, dándole la espalda.

Jacob aprovechó la oportunidad para observarla. Estaba delgada, quizá demasiado. Sin duda, era por influencia de la moda que imperaba en Hollywood. Ariel Dane era una estrella. Y, al verla en carne y hueso por primera vez, entendió por qué. Era exquisita. Etérea.

Llevaba el pelo recogido en una sencilla cola de caballo que resaltaba sus hermosos rasgos y la delicada curva de su nuca.

Jacob se acomodó en la silla, un poco inquieto. El silencio no le molestaba. Podía esperar a que ella quisiera hablar. Lo que le molestaba era su erección. Llevaba años sin estar con una mujer. Había aprendido a dominar su sexualidad a voluntad y casi nunca dejaba que su instinto tomara las riendas. Sin embargo, en presencia de aquella musa sexual de la gran pantalla, tuvo que reconocer que también era humano.

–¿Cómo ha sabido dónde encontrarme, señorita Dane? –preguntó él al fin, intrigado por su silencio.

Ella se giró un poco, dignándose a contestar.

–Conoce a Jeremy Vargas, ¿verdad? El actor.

–Un poco. Mi cuñada Olivia es amiga suya.

Ariel asintió y volvió a posar la mirada en el bosque que se veía por la ventana.

–Me vio en una fiesta hace poco y me dijo que tenía un aspecto de m… –comenzó a decir ella y se interrumpió de golpe. Miró a su interlocutor a la cara–. Lo siento. Digamos que lo que me dijo no fue muy halagador. Me aconsejó venir a verlo e insistió en darme sus datos de contacto.

–Hay médicos en Hollywood, también.

–Jeremy dice que, a causa de lo que su familia ha sufrido con la prensa a lo largo de los años, es usted muy discreto. ¿Es así? Sé muy bien que la prensa del corazón daría una gran suma de dinero por tener mi informe médico. No tengo nadie más a quien recurrir. No confío en nadie.

–No necesito su dinero, señorita Dane. Y mi familia y yo despreciamos a la prensa amarilla. Así que no se preocupe, su secreto está a salvo conmigo.

–Gracias –repuso ella y dejó escapar un suave gemido–. No sabe lo que eso significa para mí –añadió y se rodeó la cintura con los brazos.

El vestido le llegaba a las rodillas y dejaba entrever unas piernas interminables y esbeltas. El fino tejido se ajustaba a sus pequeños pechos y dejaba traslucir la silueta de sus pezones. Lo más probable era que no llevara sujetador, pensó Jacob con la boca seca.

–Tengo que decirle, señorita Dane, que no tengo mucha experiencia con desórdenes alimentarios. Pero podría aconsejarle un centro especializado.

–Mi aspecto debe de ser peor de lo que pensaba –señaló ella, sorprendida.

–Es usted preciosa –observó él, tratando de sonar distante–. Pero es obvio que está enferma. Un médico como yo se da cuenta de esas cosas.

Ella lo miró a los ojos con la cabeza bien alta.

–Me encantan los batidos, las patatas fritas y la pizza. Mi metabolismo funciona a la perfección. Y no me gusta vomitar. No tengo ningún desorden alimentario –afirmó ella y esbozó una sonrisa casi imperceptible–. Muéstreme un plato de comida basura y se lo demostraré.

Jacob se sintió aliviado. La anorexia y la bulimia eran muy peligrosas. Además, no estaban dentro de sus especialidades.

Entonces, le asaltó otra idea. ¿Sería adicta a las drogas? Su reputación de amante de las fiestas era bien conocida por todos, incluso por un hombre que vivía recluido en su fortaleza. Pero Jacob no era tonto. Sabía que a la prensa le encantaba exagerar, para lo bueno y para lo malo. Así que le daría el beneficio de la duda.

–Por cierto, ¿quiere algo de comer? Puedo prepararle un bocado rápido aquí o llamar a la casa principal para que nos envíen algo.

–Estoy bien –aseguró ella y posó la atención en las fotos que había en la consulta. Tomó un retrato enmarcado de la mesa–. ¿Quiénes son estos?

–Mis hermanos y yo, cuando éramos adolescentes –contestó él. Esa foto era una de sus favoritas–. Nuestro padre nos llevó a hacer rafting al río Colorado. Que yo recuerde, fueron nuestras únicas vacaciones juntos. Nuestra madre y nuestra tía fueron secuestradas y asesinadas cuando éramos niños. Mi padre siempre ha temido que sus hijos fuéramos los siguientes.

–Lo siento mucho –susurró ella con tono sincero–. He oído algunas cosas sobre el sufrimiento de su familia. Pero, al conocerte, me impresiona más todavía.

–Eso fue hace mucho tiempo –indicó él, encogiéndose de hombros–. Casi todo el mundo conoce nuestra historia. ¿Qué edad tiene?

–Veintidós.

Cielos. Ni siquiera había nacido cuando los Wolff habían padecido su gran tragedia.

–Le envié esa información por correo electrónico –le recordó ella, afilando la mirada–. En un informe muy completo de siete páginas.

–No esperaba verla tan pronto –confesó él. Había recibido el mensaje la noche anterior–. Y no he tenido tiempo de leerlo –añadió–. Tenemos más en común de lo que cree, señorita Dane. Mi familia ha sido perseguida por los paparazzi durante años, desde que mi madre y mi tía fueron asesinadas. Los asesinos no fueron capturados, por eso, de vez en cuando, la historia vuelve a saltar al ruedo.

–Lo siento –repitió ella–. También sé que debería haber esperado a que me llamara para darme cita, pero no tengo mucho tiempo.

–¿Tiene ya un diagnóstico? –inquirió él, presa de un miedo irracional.

Ariel asintió, incapaz de dejar de dar vueltas por la habitación. Jacob la escrutó, buscando señales de una enfermedad terminal. Aunque estaba muy delgada, tenía buen color y no parecía que el cáncer hubiera dejado huellas en su cuerpo.

Al pensarlo, el médico se encogió de terror y trató de mantener a raya sus recuerdos del pasado.

–¿Sufre alguna adicción?

Ella se quedó petrificada. Se acercó a él despacio y se dejó caer en la silla.

–Cielos, va usted directo al grano, ¿verdad?

Separados solo por unos centímetros, él podía percibir el color lavanda de sus ojos. Su belleza era clásica, intemporal. Por desgracia, la mayoría de los directores de cine no sabían aprovechar esa imagen y la convertían en un ídolo sexual para sus éxitos de taquilla.

–No puedo ayudarla si no me dice la verdad.

Sin responder, Ariel se levantó y comenzó a dar vueltas por la habitación de nuevo.

–¿Por qué se hizo médico?

Jacob tragó saliva, conteniéndose para no obligarla a sentarse y poder, así, inspirar su aroma.

–Cuando mataron a mi madre, lloré y le pregunté a mi padre por qué los médicos no hacían nada. Yo era pequeño y no entendía que había muerto al instante a causa de un disparo. Mi padre me dijo que nadie podía haberla salvado.

–¿Y usted no lo creyó? –adivinó ella con mirada compasiva.

–Era un niño –repuso él, encogiéndose de hombros–. En ese momento, decidí que sería médico para que otras familias no tuvieran que pasar por lo que nosotros pasamos.

–Qué bonito.

–Pero equivocado.

–No puede negar que es un buen médico.

–Los médicos no somos dioses, a pesar de lo que algunos de mis colegas crean.

–Si tanto duda de su profesión, ¿por qué sigue ejerciendo?

–Sé bien lo que es no tener vida privada y que el mundo entero especule sobre tus seres queridos. Por eso, cuando puedo, ayudo a la gente que no tiene donde ir para recibir atención médica sin que los medios lo sepan. Cuando no estoy en consulta, mi pasión es investigar sobre la leucemia. Tengo tiempo y dinero para ello.

–¿Por qué la leucemia?

–Cuando tenía siete años, mi mejor amigo era el hijo del hombre que se ocupaba de los establos. Se llamaba Eddie. Le diagnosticaron leucemia y, a pesar de mi tío y mi padre lo llevaron a los mejores médicos y pagaron su tratamiento, murió con ocho años.

–Es muy admirable.

–Amo mi trabajo –reconoció él.

–¿Y qué pasa con las personas que son pobres y desconocidas?

–La familia Wolff hace grandes donaciones a la organización Médicos sin Fronteras. Mi hermano Kieran y yo hemos construido varias clínicas aquí y en el extranjero. No le damos la espalda a los más necesitados. No tiene por qué sentirse culpable por recibir atención médica privilegiada en mi consulta.

–Demasiado tarde –replicó ella con una sonrisa–. Soy una mujerzuela malcriada y promiscua, ¿no lo sabía? –apuntó con amargura.

–¿Le molesta el constante escrutinio de la prensa?

–Sí. Aunque debería estar acostumbrada, después de tantos años –señaló ella, nerviosa. Se secó las lágrimas que le saltaban con el dorso de la mano.

–Siéntese, señorita Dane, por favor –ofreció él, tendiéndole una caja de pañuelos.

–Llámeme Ariel –invitó ella y se sentó.

Jacob trató de no fijarse en cómo la falda se le subía un poco, dejando al descubierto unos muslos esbeltos.

–Es un nombre muy bonito. ¿Te gusta tu trabajo?

–El trabajo perfecto no existe, doctor Wolff. Usted debería saberlo.

–Tiene razón –reconoció él y se recostó en su asiento, preguntándose si iba a ser capaz de ofrecer atención médica a esa mujer. Por el momento, solo podía pensar en el sabor que tendrían aquellos labios–. ¿Va a decirme por qué ha venido a Montaña Wolff?

–Hábleme de este lugar –pidió ella, haciéndose de rogar–. La casa principal parece un castillo.

–Es el lugar donde crecimos.

–Bastante impresionante. Está rodeado de acres de bosque salvaje. La carretera más cercana está a muchos kilómetros de distancia. No está mal.

–Fue una prisión para nosotros –admitió él y se mordió la lengua. No tenía por qué compartir sus sentimientos con sus pacientes–. Creo que debemos centrarnos en usted, Ariel. Por cierto, puedes llamarme Jacob.

–¿Y si yo prefiero llamarlo doctor Wolff?

–Creí que la gente del cine huía de los formalismos –observó él, frustrado consigo mismo por lo excitado que estaba.

–Prefiero mantener las distancias con un hombre que puede que me vea desnuda.

Jacob tragó saliva.

–Creo que has hecho el viaje en balde, Ariel. No puedo ayudarte.

–No te he dicho todavía qué me pasa –señaló ella, mirándolo con desconfianza.

–¿Vas a hacerlo? –preguntó él con brusquedad.

–¿Por qué estás enojado?

–No estoy enojado. Estoy ocupado. Estaba trabajando en un proyecto cuando llegaste.

–La mayoría de los hombres encuentran tiempo para mí.

–Pensé que buscabas un médico, no un hombre –le recordó él, sin dudarlo.

–Tal vez necesite ambas cosas.

–Creo que no nos estamos entendiendo, Ariel. ¿Vas a decirme por qué estás aquí?

Ella se sonrojó. Echó la cabeza hacia delante con un gesto de derrota y resignación. ¿Estaría actuando para llevarlo a su terreno?, se preguntó él.

–¿Ariel? –llamó Jacob, reprendiéndose a sí mismo en silencio por ser incapaz de manejar mejor la conversación. Pero esa mujer era demasiado bella, parecía diseñada para volver loco a cualquier hombre–. Habla conmigo. Lo que tengas que decir, no saldrá de esta habitación, aunque no sea yo quien te trate. Lo juro.

Ella se humedeció los labios con la punta de la lengua y levantó la cabeza.

–Necesito contratarte durante los próximos dos meses.

–¿Como tu médico personal? –inquirió él, sin comprender.

–No. Como mi novio.

Ariel se encogió un poco. Había sido demasiado brusca. Pero había algo en Jacob Wolff que la desequilibraba.

Por una parte, no se parecía en nada al médico que ella había imaginado. Había esperado encontrarse con un cuarentón de bata blanca y gafas, alguien en cuyo hombro pudiera buscar consuelo.

Jacob Wolff eran joven, muy atractivo y la ponía muy nerviosa. Sus ojos grises parecían ver a través de ella.

Tenía el pelo moreno y bien cortado. Y llevaba un traje de chaqueta hecho a medida que resaltaba sus anchos hombros, su vientre plano y sus fuertes muslos.

Ariel se pasaba la vida rodeada de hombres guapos con abdominales de gimnasio. Pero Jacob Wolff superaba a la mayoría de los varones que ella conocía. Su calma, su seguridad y su intensidad lo hacían irresistible.

En ese momento, sin embargo, él no parecía muy contento con la situación. Había fruncido el ceño y su cuerpo estaba tenso, como si estuviera deseando que aquella entrevista terminara cuanto antes.

–Disculpa, pero no te entiendo. ¿Tu novio? –preguntó él, tras aclararse la garganta.

–Ya lo sé, el término «novio» es un poco infantil –admitió ella, sonrojándose–. Y tú eres un hombre maduro.

–¿Quieres decir viejo? –replicó él, picado–. Mira, Ariel, sé muy bien que yo he entrado en la treintena, mientras tú todavía eres una niña.

–No me hables como si fueras mi padre –se defendió ella–. No soy una ingenua. En Hollywood, se comen a los niños para desayunar. He crecido rápido.

–Pareces tener unos dieciséis años.

–Bueno, pues no los tengo. Nadie pondría en duda que somos pareja. Mi madre dice que mi alma es muy vieja.

–Estás alejándote del tema. ¿Por qué necesitas un novio? ¿No estás saliendo con ese rapero famoso?

–Fue solo una foto. Me sorprende que las hayas visto –comentó ella con curiosidad.

–Puede que viva como un ermitaño pero, incluso los vejestorios como yo, sabemos lo que es internet. Sales en las noticias todos los días. ¿No lo sabías?

–No veo las noticias –apuntó ella con una seductora sonrisa.

–Me sorprende –repuso él y se recostó de nuevo en su asiento, entrelazando las manos–. Por suerte para ti, no cobro por horas. No se te da muy bien el papel de paciente.

–Y tú haces fatal de novio.

Él se encogió de hombros.

–¿Ya te has cansado de mí? –preguntó él y fingió un largo suspiro–. Es la historia de mi vida.

–No me lo puedo creer. No me imagino a ninguna mujer rechazándote.

Jacob puso gesto inexpresivo y se miró el reloj.

–Sé sincera conmigo o vete, Ariel.

Ella se sonrojó otra vez ante su brusquedad.

–Estoy enferma –dijo Ariel en voz baja, adivinando que había hecho el viaje en balde. Jacob Wolff no era la clase de hombre que se dejaba manipular por los encantos femeninos, pensó.

Él la miró con desconfianza.

–¿Es una broma? Me siento como si estuviéramos representando una obra de teatro de la que no conozco el guión.

–La verdad es que me intimidas bastante. ¿No se supone que los médicos son atentos y comprensivos? –preguntó ella, lanzándole una sensual sonrisa.

–No estamos en la cama, Ariel. Sigue hablando –insistió él–. Explícate.

–Es verdad –susurró ella, estremeciéndose por el modo en que él había pronunciado la palabra cama–. Estoy enferma. Por eso, necesito que seas mi novio.

Quizá, él se dio cuenta de lo cerca que Ariel estaba de derrumbarse, pues habló con voz suave.

–Empieza por el principio. No te juzgaré y no te interrumpiré, lo prometo. Quiero ayudarte, Ariel. Puedes confiar en mí.

La habitación se quedó, de pronto, en completo silencio. Sintiéndose sofocada, Ariel quiso abrir la ventana y dejar entrar aire fresco, junto con los sonidos del bosque. Pero se contuvo.

De acuerdo, pensó. Si él quería que empezara por el primer capítulo, lo complacería.

–Llevé a mi madre al Amazonas hace unos meses. Le han diagnosticado cáncer avanzado de mama y yo quería que hiciéramos juntas un último viaje.

–Lo siento –apuntó, observándola con atención.

–Ella está preparada para morir –aseguró ella, moviendo la mano como para quitarle importancia.

–¿Y tú?

Con un nudo en la garganta, Ariel se quedó callada unos segundos.

–Lo intento. Hemos pasado casi toda mi vida solas las dos, así que me cuesta imaginarme sin ella.

–En algún sitio, leí que fue tu madre quien te llevó a hacer anuncios cuando eras una niña. ¿Es verdad?

–Sí. La mayoría de la gente cree que fue por el dinero… ya que mi padre nos abandonó.

–¿Y no fue así?

–El dinero era importante, lo sé. Pero creo que fue su manera de darme salidas en la vida. Mi madre no tenía muchos recursos, pero un primo suyo trabajaba en la industria del cine y ella le pidió que nos echara una mano.

–¿La culpas por eso?

Ariel rió, sorprendida por su pregunta.

–Claro que no. Me encantaban los focos desde el principio, los aplausos, el público. Al actuar, me sentía valorada.

–Pero no has ido a la universidad, ¿verdad? Trabajas desde muy joven.

¿Acaso la estaba criticando?, se preguntó Ariel. ¿O era ella quien estaba demasiado susceptible?

–He hecho dos películas al año desde que tengo catorce. Por eso, mi educación terminó de forma abrupta cuando acabé el instituto. Además, no era buena estudiante, así que no fue una gran pérdida. Y hago mucho dinero con mi trabajo. Licenciarme habría sido una pérdida de tiempo.

–¿Estás tratando de convencerme a mí o a ti misma?

Perpleja por su perspicacia, Ariel se mordió el labio.

–Te estás saliendo del tema –apuntó ella, ignorando su pregunta.

–Tienes razón. Continúa.

–Mi madre adora viajar. Por eso, cuando tuve éxito, empezamos a hacer viajes juntas. Hemos estado en París, en Roma, en Johannesburgo y… bueno, en muchos sitios.

–¿Qué tal fue el viaje al Amazonas? ¿Tu madre tuvo fuerzas para hacerlo?

–Mi madre era una roca. Fui yo quien enfermó.

–¿Qué pasó?

–Cuando llevábamos allí cinco semanas y estábamos a punto de volver, contraje malaria.

–¿No te vacunaste antes de irte?

–Sí, pero parece que contraje una cepa resistente a la medicación. No recuerdo mucho de esos últimos tres o cuatro días. Fue terrible. Mi madre estaba muy asustada. Habíamos contratado a un guía y nos ayudó mucho. Pero estábamos en medio de la selva y yo estaba demasiado enferma como para movernos. Makimba encontró un curandero de una tribu que me curó.

–¡Cielo santo! –exclamó Jacob, impresionado–. Podías haber muerto.

–Lo sé. Sin embargo, las hierbas del curandero funcionaron. Quedé muy debilitada, pero me curé.

–¿Qué pasó después?

–Volvimos a casa –respondió ella, encogiéndose de hombros–. Me habían contratado para poner la voz de un personaje en una película de animación. Por suerte, era un trabajo de estudio en Los Ángeles, así que podía dormir en mi casa todas las noches. Y el horario no era tan duro como si hubiera estado filmando una película.

–Tienes que hacerte análisis de sangre –indicó él con tono de urgencia–. Para identificar el parásito exacto y para determinar la medicación adecuada. ¿Lo has hecho ya?

–No –negó ella.

–¿Por qué no? Cielos, Ariel, esto no es un juego.

–Por eso estoy aquí –replicó ella con toda la dignidad que pudo–. Tuve otro episodio de fiebre hace tres semanas. No fue tan malo como el primero, pero lo pasé bastante mal. No puedo ir a un médico cualquiera y arriesgarme a que la información salga a la luz.

–¿Por qué? Estás enferma. ¿Qué tiene de malo? –inquirió él, sin comprender.

–En diez días, voy a empezar un rodaje que puede cambiar mi carrera para siempre. Es el tipo de guion que puede darme un Oscar. Me han elegido entre seis actrices de primera línea. Si corre el rumor de que puedo quedar incapacitada en medio del rodaje, me quitarán el papel.

–¿Y tu carrera es más importante que tu salud? –le espetó él con una mezcla de sarcasmo y criticismo.

–Cuidado con lo que dices –le reprendió ella, acalorada y furiosa porque juzgara de esa manera sus motivos–. No sabes nada de mi vida ni de mis circunstancias. Menos mal que no ves pacientes a menudo, doctor, porque eres un arrogante.

Los dos se quedaron en silencio durante medio minutos, sus rostros casi tocándose. El enfado de ambos podía palparse en el ambiente. Jacob fue el primero en ceder.

–Lo siento –dijo él al fin, tenso–. Prometí que te escucharía sin juzgarte y sin interrumpirte y no he conseguido hacer ninguna de las dos cosas. Por favor, continúa.