Imposible resistirse -La hija de la doncella - Janice Maynard - E-Book

Imposible resistirse -La hija de la doncella E-Book

Janice Maynard

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Beschreibung

Imposible resistirse El imponente doctor Jacob Wolff había levantado un muro alrededor de su corazón, tan inexpugnable como la montaña donde habitaba. Hasta que, con una sola petición, la belleza de Hollywood Ariel Dane lo derrumbó. Ariel necesitaba que Jacob fingiera ser su amante. Pero, tras pasar unas semanas con una mujer tan hermosa y seductora, el esquivo médico comenzó a arder en deseos de hacerla suya. Ariel lo había contratado para que la protegiera, no para que se acostara con ella. Y, de pronto, Jacob se encontró a sí mismo entre la espada y la pared, ansiando poseer a la única mujer que nunca podría tener. La hija de la doncella Devlyn Wolff creía haber dejado atrás su costumbre de rescatar a damiselas en apuros. Después de todo, el millonario ya había tenido bastantes problemas por jugar a ser héroe. Aun así, cuando Gillian Carlyle tuvo un accidente de coche delante de sus narices, no pudo abandonarla… ni siquiera cuando supo de qué la conocía. Ofrecerle un trabajo no era su manera de librarse de la sensación de culpa por lo que había ocurrido en el pasado. Tampoco era una artimaña para tenerla cerca. Al menos, eso quería creer él, a pesar de que seducir a la hija de la criada iba a transformar su vida por completo.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 426 - julio 2019

© 2012 Janice Maynard

Imposible resistirse

Título original: Impossible to Resist

© 2012 Janice Maynard

La hija de la doncella

Título original: The Maid’s Daughter

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2012

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiale s, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-366-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Imposible resistirse

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

La hija de la doncella

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Jacob Wolff había visto a muchas mujeres desnudas en su vida. Conocía el cuerpo femenino por dentro y por fuera. Después de todo, era médico.

Pero, cuando Ariel Dane puso los pies en su consulta, vestida por completo, Jacob reaccionó como hombre y no como médico.

–Tome asiento, señorita Dane –invitó él, refugiándose detrás de su escritorio.

Ella actuó como si no lo hubiera oído. Con paso rápido y nervioso, se acercó a la ventana que daba al bosque, dándole la espalda.

Jacob aprovechó la oportunidad para observarla. Estaba delgada, quizá demasiado. Sin duda, era por influencia de la moda que imperaba en Hollywood. Ariel Dane era una estrella. Y, al verla en carne y hueso por primera vez, entendió por qué. Era exquisita. Etérea.

Llevaba el pelo recogido en una sencilla cola de caballo que resaltaba sus hermosos rasgos y la delicada curva de su nuca.

Jacob se acomodó en la silla, un poco inquieto. El silencio no le molestaba. Podía esperar a que ella quisiera hablar. Lo que le molestaba era su erección. Llevaba años sin estar con una mujer. Había aprendido a dominar su sexualidad a voluntad y casi nunca dejaba que su instinto tomara las riendas. Sin embargo, en presencia de aquella musa sexual de la gran pantalla, tuvo que reconocer que también era humano.

–¿Cómo ha sabido dónde encontrarme, señorita Dane? –preguntó él al fin, intrigado por su silencio.

Ella se giró un poco, dignándose a contestar.

–Conoce a Jeremy Vargas, ¿verdad? El actor.

–Un poco. Mi cuñada Olivia es amiga suya.

Ariel asintió y volvió a posar la mirada en el bosque que se veía por la ventana.

–Me vio en una fiesta hace poco y me dijo que tenía un aspecto de m… –comenzó a decir ella y se interrumpió de golpe. Miró a su interlocutor a la cara–. Lo siento. Digamos que lo que me dijo no fue muy halagador. Me aconsejó venir a verlo e insistió en darme sus datos de contacto.

–Hay médicos en Hollywood, también.

–Jeremy dice que, a causa de lo que su familia ha sufrido con la prensa a lo largo de los años, es usted muy discreto. ¿Es así? Sé muy bien que la prensa del corazón daría una gran suma de dinero por tener mi informe médico. No tengo nadie más a quien recurrir. No confío en nadie.

–No necesito su dinero, señorita Dane. Y mi familia y yo despreciamos a la prensa amarilla. Así que no se preocupe, su secreto está a salvo conmigo.

–Gracias –repuso ella y dejó escapar un suave gemido–. No sabe lo que eso significa para mí –añadió y se rodeó la cintura con los brazos.

El vestido le llegaba a las rodillas y dejaba entrever unas piernas interminables y esbeltas. El fino tejido se ajustaba a sus pequeños pechos y dejaba traslucir la silueta de sus pezones. Lo más probable era que no llevara sujetador, pensó Jacob con la boca seca.

–Tengo que decirle, señorita Dane, que no tengo mucha experiencia con desórdenes alimentarios. Pero podría aconsejarle un centro especializado.

–Mi aspecto debe de ser peor de lo que pensaba –señaló ella, sorprendida.

–Es usted preciosa –observó él, tratando de sonar distante–. Pero es obvio que está enferma. Un médico como yo se da cuenta de esas cosas.

Ella lo miró a los ojos con la cabeza bien alta.

–Me encantan los batidos, las patatas fritas y la pizza. Mi metabolismo funciona a la perfección. Y no me gusta vomitar. No tengo ningún desorden alimentario –afirmó ella y esbozó una sonrisa casi imperceptible–. Muéstreme un plato de comida basura y se lo demostraré.

Jacob se sintió aliviado. La anorexia y la bulimia eran muy peligrosas. Además, no estaban dentro de sus especialidades.

Entonces, le asaltó otra idea. ¿Sería adicta a las drogas? Su reputación de amante de las fiestas era bien conocida por todos, incluso por un hombre que vivía recluido en su fortaleza. Pero Jacob no era tonto. Sabía que a la prensa le encantaba exagerar, para lo bueno y para lo malo. Así que le daría el beneficio de la duda.

–Por cierto, ¿quiere algo de comer? Puedo prepararle un bocado rápido aquí o llamar a la casa principal para que nos envíen algo.

–Estoy bien –aseguró ella y posó la atención en las fotos que había en la consulta. Tomó un retrato enmarcado de la mesa–. ¿Quiénes son estos?

–Mis hermanos y yo, cuando éramos adolescentes –contestó él. Esa foto era una de sus favoritas–. Nuestro padre nos llevó a hacer rafting al río Colorado. Que yo recuerde, fueron nuestras únicas vacaciones juntos. Nuestra madre y nuestra tía fueron secuestradas y asesinadas cuando éramos niños. Mi padre siempre ha temido que sus hijos fuéramos los siguientes.

–Lo siento mucho –susurró ella con tono sincero–. He oído algunas cosas sobre el sufrimiento de su familia. Pero, al conocerte, me impresiona más todavía.

–Eso fue hace mucho tiempo –indicó él, encogiéndose de hombros–. Casi todo el mundo conoce nuestra historia. ¿Qué edad tiene?

–Veintidós.

Cielos. Ni siquiera había nacido cuando los Wolff habían padecido su gran tragedia.

–Le envié esa información por correo electrónico –le recordó ella, afilando la mirada–. En un informe muy completo de siete páginas.

–No esperaba verla tan pronto –confesó él. Había recibido el mensaje la noche anterior–. Y no he tenido tiempo de leerlo –añadió–. Tenemos más en común de lo que cree, señorita Dane. Mi familia ha sido perseguida por los paparazzi durante años, desde que mi madre y mi tía fueron asesinadas. Los asesinos no fueron capturados, por eso, de vez en cuando, la historia vuelve a saltar al ruedo.

–Lo siento –repitió ella–. También sé que debería haber esperado a que me llamara para darme cita, pero no tengo mucho tiempo.

–¿Tiene ya un diagnóstico? –inquirió él, presa de un miedo irracional.

Ariel asintió, incapaz de dejar de dar vueltas por la habitación. Jacob la escrutó, buscando señales de una enfermedad terminal. Aunque estaba muy delgada, tenía buen color y no parecía que el cáncer hubiera dejado huellas en su cuerpo.

Al pensarlo, el médico se encogió de terror y trató de mantener a raya sus recuerdos del pasado.

–¿Sufre alguna adicción?

Ella se quedó petrificada. Se acercó a él despacio y se dejó caer en la silla.

–Cielos, va usted directo al grano, ¿verdad?

Separados solo por unos centímetros, él podía percibir el color lavanda de sus ojos. Su belleza era clásica, intemporal. Por desgracia, la mayoría de los directores de cine no sabían aprovechar esa imagen y la convertían en un ídolo sexual para sus éxitos de taquilla.

–No puedo ayudarla si no me dice la verdad.

Sin responder, Ariel se levantó y comenzó a dar vueltas por la habitación de nuevo.

–¿Por qué se hizo médico?

Jacob tragó saliva, conteniéndose para no obligarla a sentarse y poder, así, inspirar su aroma.

–Cuando mataron a mi madre, lloré y le pregunté a mi padre por qué los médicos no hacían nada. Yo era pequeño y no entendía que había muerto al instante a causa de un disparo. Mi padre me dijo que nadie podía haberla salvado.

–¿Y usted no lo creyó? –adivinó ella con mirada compasiva.

–Era un niño –repuso él, encogiéndose de hombros–. En ese momento, decidí que sería médico para que otras familias no tuvieran que pasar por lo que nosotros pasamos.

–Qué bonito.

–Pero equivocado.

–No puede negar que es un buen médico.

–Los médicos no somos dioses, a pesar de lo que algunos de mis colegas crean.

–Si tanto duda de su profesión, ¿por qué sigue ejerciendo?

–Sé bien lo que es no tener vida privada y que el mundo entero especule sobre tus seres queridos. Por eso, cuando puedo, ayudo a la gente que no tiene donde ir para recibir atención médica sin que los medios lo sepan. Cuando no estoy en consulta, mi pasión es investigar sobre la leucemia. Tengo tiempo y dinero para ello.

–¿Por qué la leucemia?

–Cuando tenía siete años, mi mejor amigo era el hijo del hombre que se ocupaba de los establos. Se llamaba Eddie. Le diagnosticaron leucemia y, a pesar de mi tío y mi padre lo llevaron a los mejores médicos y pagaron su tratamiento, murió con ocho años.

–Es muy admirable.

–Amo mi trabajo –reconoció él.

–¿Y qué pasa con las personas que son pobres y desconocidas?

–La familia Wolff hace grandes donaciones a la organización Médicos sin Fronteras. Mi hermano Kieran y yo hemos construido varias clínicas aquí y en el extranjero. No le damos la espalda a los más necesitados. No tiene por qué sentirse culpable por recibir atención médica privilegiada en mi consulta.

–Demasiado tarde –replicó ella con una sonrisa–. Soy una mujerzuela malcriada y promiscua, ¿no lo sabía? –apuntó con amargura.

–¿Le molesta el constante escrutinio de la prensa?

–Sí. Aunque debería estar acostumbrada, después de tantos años –señaló ella, nerviosa. Se secó las lágrimas que le saltaban con el dorso de la mano.

–Siéntese, señorita Dane, por favor –ofreció él, tendiéndole una caja de pañuelos.

–Llámeme Ariel –invitó ella y se sentó.

Jacob trató de no fijarse en cómo la falda se le subía un poco, dejando al descubierto unos muslos esbeltos.

–Es un nombre muy bonito. ¿Te gusta tu trabajo?

–El trabajo perfecto no existe, doctor Wolff. Usted debería saberlo.

–Tiene razón –reconoció él y se recostó en su asiento, preguntándose si iba a ser capaz de ofrecer atención médica a esa mujer. Por el momento, solo podía pensar en el sabor que tendrían aquellos labios–. ¿Va a decirme por qué ha venido a Montaña Wolff?

–Hábleme de este lugar –pidió ella, haciéndose de rogar–. La casa principal parece un castillo.

–Es el lugar donde crecimos.

–Bastante impresionante. Está rodeado de acres de bosque salvaje. La carretera más cercana está a muchos kilómetros de distancia. No está mal.

–Fue una prisión para nosotros –admitió él y se mordió la lengua. No tenía por qué compartir sus sentimientos con sus pacientes–. Creo que debemos centrarnos en usted, Ariel. Por cierto, puedes llamarme Jacob.

–¿Y si yo prefiero llamarlo doctor Wolff?

–Creí que la gente del cine huía de los formalismos –observó él, frustrado consigo mismo por lo excitado que estaba.

–Prefiero mantener las distancias con un hombre que puede que me vea desnuda.

Jacob tragó saliva.

–Creo que has hecho el viaje en balde, Ariel. No puedo ayudarte.

–No te he dicho todavía qué me pasa –señaló ella, mirándolo con desconfianza.

–¿Vas a hacerlo? –preguntó él con brusquedad.

–¿Por qué estás enojado?

–No estoy enojado. Estoy ocupado. Estaba trabajando en un proyecto cuando llegaste.

–La mayoría de los hombres encuentran tiempo para mí.

–Pensé que buscabas un médico, no un hombre –le recordó él, sin dudarlo.

–Tal vez necesite ambas cosas.

–Creo que no nos estamos entendiendo, Ariel. ¿Vas a decirme por qué estás aquí?

Ella se sonrojó. Echó la cabeza hacia delante con un gesto de derrota y resignación. ¿Estaría actuando para llevarlo a su terreno?, se preguntó él.

–¿Ariel? –llamó Jacob, reprendiéndose a sí mismo en silencio por ser incapaz de manejar mejor la conversación. Pero esa mujer era demasiado bella, parecía diseñada para volver loco a cualquier hombre–. Habla conmigo. Lo que tengas que decir, no saldrá de esta habitación, aunque no sea yo quien te trate. Lo juro.

Ella se humedeció los labios con la punta de la lengua y levantó la cabeza.

–Necesito contratarte durante los próximos dos meses.

–¿Como tu médico personal? –inquirió él, sin comprender.

–No. Como mi novio.

 

 

Ariel se encogió un poco. Había sido demasiado brusca. Pero había algo en Jacob Wolff que la desequilibraba.

Por una parte, no se parecía en nada al médico que ella había imaginado. Había esperado encontrarse con un cuarentón de bata blanca y gafas, alguien en cuyo hombro pudiera buscar consuelo.

Jacob Wolff eran joven, muy atractivo y la ponía muy nerviosa. Sus ojos grises parecían ver a través de ella.

Tenía el pelo moreno y bien cortado. Y llevaba un traje de chaqueta hecho a medida que resaltaba sus anchos hombros, su vientre plano y sus fuertes muslos.

Ariel se pasaba la vida rodeada de hombres guapos con abdominales de gimnasio. Pero Jacob Wolff superaba a la mayoría de los varones que ella conocía. Su calma, su seguridad y su intensidad lo hacían irresistible.

En ese momento, sin embargo, él no parecía muy contento con la situación. Había fruncido el ceño y su cuerpo estaba tenso, como si estuviera deseando que aquella entrevista terminara cuanto antes.

–Disculpa, pero no te entiendo. ¿Tu novio? –preguntó él, tras aclararse la garganta.

–Ya lo sé, el término «novio» es un poco infantil –admitió ella, sonrojándose–. Y tú eres un hombre maduro.

–¿Quieres decir viejo? –replicó él, picado–. Mira, Ariel, sé muy bien que yo he entrado en la treintena, mientras tú todavía eres una niña.

–No me hables como si fueras mi padre –se defendió ella–. No soy una ingenua. En Hollywood, se comen a los niños para desayunar. He crecido rápido.

–Pareces tener unos dieciséis años.

–Bueno, pues no los tengo. Nadie pondría en duda que somos pareja. Mi madre dice que mi alma es muy vieja.

–Estás alejándote del tema. ¿Por qué necesitas un novio? ¿No estás saliendo con ese rapero famoso?

–Fue solo una foto. Me sorprende que las hayas visto –comentó ella con curiosidad.

–Puede que viva como un ermitaño pero, incluso los vejestorios como yo, sabemos lo que es internet. Sales en las noticias todos los días. ¿No lo sabías?

–No veo las noticias –apuntó ella con una seductora sonrisa.

–Me sorprende –repuso él y se recostó de nuevo en su asiento, entrelazando las manos–. Por suerte para ti, no cobro por horas. No se te da muy bien el papel de paciente.

–Y tú haces fatal de novio.

Él se encogió de hombros.

–¿Ya te has cansado de mí? –preguntó él y fingió un largo suspiro–. Es la historia de mi vida.

–No me lo puedo creer. No me imagino a ninguna mujer rechazándote.

Jacob puso gesto inexpresivo y se miró el reloj.

–Sé sincera conmigo o vete, Ariel.

Ella se sonrojó otra vez ante su brusquedad.

–Estoy enferma –dijo Ariel en voz baja, adivinando que había hecho el viaje en balde. Jacob Wolff no era la clase de hombre que se dejaba manipular por los encantos femeninos, pensó.

Él la miró con desconfianza.

–¿Es una broma? Me siento como si estuviéramos representando una obra de teatro de la que no conozco el guión.

–La verdad es que me intimidas bastante. ¿No se supone que los médicos son atentos y comprensivos? –preguntó ella, lanzándole una sensual sonrisa.

–No estamos en la cama, Ariel. Sigue hablando –insistió él–. Explícate.

–Es verdad –susurró ella, estremeciéndose por el modo en que él había pronunciado la palabra cama–. Estoy enferma. Por eso, necesito que seas mi novio.

Quizá, él se dio cuenta de lo cerca que Ariel estaba de derrumbarse, pues habló con voz suave.

–Empieza por el principio. No te juzgaré y no te interrumpiré, lo prometo. Quiero ayudarte, Ariel. Puedes confiar en mí.

La habitación se quedó, de pronto, en completo silencio. Sintiéndose sofocada, Ariel quiso abrir la ventana y dejar entrar aire fresco, junto con los sonidos del bosque. Pero se contuvo.

De acuerdo, pensó. Si él quería que empezara por el primer capítulo, lo complacería.

–Llevé a mi madre al Amazonas hace unos meses. Le han diagnosticado cáncer avanzado de mama y yo quería que hiciéramos juntas un último viaje.

–Lo siento –apuntó, observándola con atención.

–Ella está preparada para morir –aseguró ella, moviendo la mano como para quitarle importancia.

–¿Y tú?

Con un nudo en la garganta, Ariel se quedó callada unos segundos.

–Lo intento. Hemos pasado casi toda mi vida solas las dos, así que me cuesta imaginarme sin ella.

–En algún sitio, leí que fue tu madre quien te llevó a hacer anuncios cuando eras una niña. ¿Es verdad?

–Sí. La mayoría de la gente cree que fue por el dinero… ya que mi padre nos abandonó.

–¿Y no fue así?

–El dinero era importante, lo sé. Pero creo que fue su manera de darme salidas en la vida. Mi madre no tenía muchos recursos, pero un primo suyo trabajaba en la industria del cine y ella le pidió que nos echara una mano.

–¿La culpas por eso?

Ariel rió, sorprendida por su pregunta.

–Claro que no. Me encantaban los focos desde el principio, los aplausos, el público. Al actuar, me sentía valorada.

–Pero no has ido a la universidad, ¿verdad? Trabajas desde muy joven.

¿Acaso la estaba criticando?, se preguntó Ariel. ¿O era ella quien estaba demasiado susceptible?

–He hecho dos películas al año desde que tengo catorce. Por eso, mi educación terminó de forma abrupta cuando acabé el instituto. Además, no era buena estudiante, así que no fue una gran pérdida. Y hago mucho dinero con mi trabajo. Licenciarme habría sido una pérdida de tiempo.

–¿Estás tratando de convencerme a mí o a ti misma?

Perpleja por su perspicacia, Ariel se mordió el labio.

–Te estás saliendo del tema –apuntó ella, ignorando su pregunta.

–Tienes razón. Continúa.

–Mi madre adora viajar. Por eso, cuando tuve éxito, empezamos a hacer viajes juntas. Hemos estado en París, en Roma, en Johannesburgo y… bueno, en muchos sitios.

–¿Qué tal fue el viaje al Amazonas? ¿Tu madre tuvo fuerzas para hacerlo?

–Mi madre era una roca. Fui yo quien enfermó.

–¿Qué pasó?

–Cuando llevábamos allí cinco semanas y estábamos a punto de volver, contraje malaria.

–¿No te vacunaste antes de irte?

–Sí, pero parece que contraje una cepa resistente a la medicación. No recuerdo mucho de esos últimos tres o cuatro días. Fue terrible. Mi madre estaba muy asustada. Habíamos contratado a un guía y nos ayudó mucho. Pero estábamos en medio de la selva y yo estaba demasiado enferma como para movernos. Makimba encontró un curandero de una tribu que me curó.

–¡Cielo santo! –exclamó Jacob, impresionado–. Podías haber muerto.

–Lo sé. Sin embargo, las hierbas del curandero funcionaron. Quedé muy debilitada, pero me curé.

–¿Qué pasó después?

–Volvimos a casa –respondió ella, encogiéndose de hombros–. Me habían contratado para poner la voz de un personaje en una película de animación. Por suerte, era un trabajo de estudio en Los Ángeles, así que podía dormir en mi casa todas las noches. Y el horario no era tan duro como si hubiera estado filmando una película.

–Tienes que hacerte análisis de sangre –indicó él con tono de urgencia–. Para identificar el parásito exacto y para determinar la medicación adecuada. ¿Lo has hecho ya?

–No –negó ella.

–¿Por qué no? Cielos, Ariel, esto no es un juego.

–Por eso estoy aquí –replicó ella con toda la dignidad que pudo–. Tuve otro episodio de fiebre hace tres semanas. No fue tan malo como el primero, pero lo pasé bastante mal. No puedo ir a un médico cualquiera y arriesgarme a que la información salga a la luz.

–¿Por qué? Estás enferma. ¿Qué tiene de malo? –inquirió él, sin comprender.

–En diez días, voy a empezar un rodaje que puede cambiar mi carrera para siempre. Es el tipo de guion que puede darme un Oscar. Me han elegido entre seis actrices de primera línea. Si corre el rumor de que puedo quedar incapacitada en medio del rodaje, me quitarán el papel.

–¿Y tu carrera es más importante que tu salud? –le espetó él con una mezcla de sarcasmo y criticismo.

–Cuidado con lo que dices –le reprendió ella, acalorada y furiosa porque juzgara de esa manera sus motivos–. No sabes nada de mi vida ni de mis circunstancias. Menos mal que no ves pacientes a menudo, doctor, porque eres un arrogante.

Los dos se quedaron en silencio durante medio minutos, sus rostros casi tocándose. El enfado de ambos podía palparse en el ambiente. Jacob fue el primero en ceder.

–Lo siento –dijo él al fin, tenso–. Prometí que te escucharía sin juzgarte y sin interrumpirte y no he conseguido hacer ninguna de las dos cosas. Por favor, continúa.

Ariel, que había estado dispuesta a presentar batalla, se quedó desarmada. No estaba acostumbrada a conocer hombres que supieran disculparse. Al mismo tiempo, por otra parte, Jacob Wolff conseguía desprender un aire de superioridad que la dejaba sin argumentos. Aceptando sus disculpas, ella volvió a recostarse en su asiento.

–Me gusta lo que hago. Y te mentiría si te dijera que no me importa lo que arriesgo. He representado muchos papeles de rubia tonta, tantos que, a veces, creo que me estoy convirtiendo en una. Pero, además de las perspectivas profesionales de este nuevo papel, la película me daría mucho dinero. Mi madre no tiene seguro médico. Tengo que pagar todas las facturas de su tratamiento.

–¡Uf!

–Sí. Además, quiero hacerlo por mi madre. A lo largo de los años, ha tenido que leer todas las críticas negativas que la prensa ha escrito sobre mí. Por una vez, quiero que se sienta orgullosa. Cuando le conté que me habían dado este papel, lloró de emoción.

Jacob Wolff se quedó callado, su rostro parecía tallado en piedra. Al fin, suspiró.

–No puedo discutirte tus motivos, aunque tengo la sensación de que tu madre ya está orgullosa de ti. Parece que las dos estáis muy unidas.

–Lo estamos –afirmó ella con un nudo en la garganta, al pensar que, pronto, iba a estar sola en el mundo–. Por eso… tengo que hacer la película. Pero temo otro brote de malaria. Me gustaría contratarte como mi médico personal durante el rodaje.

–¿Como si fueras una diva?

–Céntrate, doctor. Ahí es donde entra en juego que seas mi novio. Nadie puede saber que estoy enferma. Por lo que respecta al director y al equipo, tú y yo estaríamos saliendo. Si tuviera un nuevo brote, tú me cuidarías y te asegurarías de que estuviera fuera de combate el menor tiempo posible. Todos sabrían quién eres, por supuesto. No hay manera de ocultar tu apellido. Y tu profesión no tiene por qué ser un secreto. Pero nadie debe averiguar lo de la malaria.

–¿Alguien te ha dicho alguna vez que eres muy fantasiosa?

–Todo mi mundo se basa en la fantasía –admitió ella–. Yo hago todo lo que puedo por no perder la noción de la realidad.

–Lo dices como si fuera un plan fácil –comentó él, meneando la cabeza–. Pero los hechos son los hechos, Ariel. Yo no tengo talento para actuar.

–Tal vez, no –susurró ella, deseando poder seducirlo allí mismo–. Pero eres muy guapo. Eso y tus dotes de médico son todo lo que necesito.

Si había esperado avergonzarlo, fracasó.

Jacob Wolff se quedó mirándola, sin dejarse impresionar por sus palabras.

–¿Qué te hace pensar que voy a considerar siquiera una proposición así? Tengo mi trabajo, Ariel, mis investigaciones. ¿Por qué iba a dejarlo de lado?

Ariel había aprendido a la tierna edad de dieciséis años que podía usar su aspecto y su sensualidad para conseguir lo que quería de la vida, sobre todo, de los hombres. Y, sin duda, podía ser un buen momento para poner en práctica alguna de sus artimañas de seducción. Sin embargo, la integridad que emanaba aquel hombre la impidió hacerlo.

–Por la misma razón que te convertiste en médico –repuso ella, encogiéndose de hombros y tirando su último cartucho–. Te gusta que te necesiten. Y yo te necesito, Jacob Wolff. Solo a ti. ¿Me ayudarás?

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

Para Jacob, era casi imposible seguir manteniendo su fachada de impasividad profesional.

Si Ariel moría, lo que era posible si sufría una recaída grave, no podría perdonárselo. Al convertirse en médico, había jurado no hacerle daño a nadie. Si la dejaba salir por esa puerta, estaría violando sus principios y su juramento de velar por la vida humana.

Había visto la muerte de cerca demasiadas veces. Su madre, su novia, su amigo de la infancia. Por no mencionar a los pacientes que había visto fallecer mientras estudiaba medicina.

Solo tenía una opción, a pesar de que sabía que era peligrosa. Si aceptaba, correría el riesgo de someterse a los impredecibles efectos secundarios que podía tener para su corazón el deseo que sentía por la deliciosa Ariel Dane.

–¿Cuándo me necesitarías? –preguntó él.

–Dentro de diez días, más o menos.

–¿Y dónde será el rodaje? Por favor, no me digas que la película de tus sueños tiene que hacerse en el corazón de la ciudad de Detroit.

–Has tenido suerte. Será en Antigua. Sol, arena, sangría…

–No bebo mucho. ¿Crees que eso será un problema… para dar el pego?

–Nada de eso. Yo apenas bebo tampoco.

Ariel debió percibir su escepticismo.

–He alcanzado la edad legal para consumir alcohol en Estados Unidos hace solo unos meses y, en ese tiempo, no he tomado más que una copa de vino en las fiestas.

Ariel era actriz, se recordó Jacob. Y muy buena. Representar el papel de joven inocente sería pan comido para ella.

Sin embargo, él quería creerla. Y la creyó.

–Si aceptara, ¿durante cuánto tiempo tendríamos que estar allí?

Un brillo de esperanza se asomó a los ojos de Ariel, provocándole aún más excitación.

–El director espera poder hacerlo en diez semanas y, luego, seguir en Los Ángeles. Las tomas de interiores se harán en un plató. Entonces, podrás volver a Montaña Wolff.

–¿Qué pasaría si enfermas al regresar a California?

Ella se encogió de hombros.

–Mi madre estará conmigo. Y tengo un par de amigas de confianza. Pero la verdad es que, a esas alturas, ni el director ni el productor podrían permitirse despedirme, después de haber rodado casi la totalidad de la película. No les quedaría más remedio que esperar a que me recuperara.

–Lo has pensado muy bien.

–Puede que no tenga una carrera, doctor, pero me he licenciado en la sabiduría de la calle. Ahí fuera, quien no aprende rápido, no sobrevive.

–No me comprometo a nada hasta que hagamos un examen médico completo. ¿Estás de acuerdo?

–¿Tengo otra salida?

La atmósfera estaba muy cargada. Jacob notó cómo la sangre se le agolpaba en las venas.

–No –negó él con decisión. Cuando estaba en juego la salud del paciente, lo tenía claro.

–Ya me han dado un diagnóstico –repuso ella, pálida, retorciéndose las manos.

–No importa. Tengo que hacerte mi propio reconocimiento. ¿Qué temes que encuentre?

Ella se puso tensa y levantó la barbilla.

–No tengo miedo de nada. Lo que pasa es que no me gustan los médicos.

–No me digas eso –replicó él, divertido por su reacción tan infantil–. No te haré daño, te lo aseguro.

–¿Y la aguja?

–¿Ese es el problema? ¿No te gusta que te saquen sangre? Tendré que hacerte un análisis, pero te prometo que tengo mucho cuidado cuando pincho a alguien.

–Me desmayé una vez cuando doné sangre para la Cruz Roja –confesó ella, nerviosa–. Me da vergüenza.

–Yo cuidaré de ti –afirmó él y se sorprendió a sí mismo por la profundidad de sus palabras–. En serio, Ariel. No tienes de qué preocuparte.

–¿Tendré que quitarme la ropa?

A Jacob le subió la temperatura al instante. Ariel desnuda bajo su techo. Por primera vez en su vida, tuvo ganas de poder llevarse a una paciente a la cama en vez de a la camilla. O, mejor aún, podía tomarla de pie, en el pasillo, pues no tenía paciencia para llegar al dormitorio.

La frente se le empapó de sudor. Las manos le temblaron.

–No –respondió él con un gallo en la voz–. No será necesario.

–Entonces, terminemos de una vez –murmuró ella y se puso de pie de un salto. Tomó su bolso.

–Déjalo –indicó él–. Volveremos enseguida y no hay nadie por aquí que pueda llevárselo.

Cuando salieron al pasillo que conectaba la clínica con el resto de la casa, Jacob miró por la ventana que daba a la entrada.

–¿Hay alguien esperándote? ¿Un chofer, tal vez?

–He conducido yo, un coche alquilado. Me puse peluca y gafas de sol y nadie me ha reconocido. He tenido suerte –comentó ella–. La verdad es que entiendo por qué tu familia y tú os habéis aislado aquí, para refugiaros de la atención indeseada de la gente.

–Al principio, mi padre y mi tío nos trajeron aquí por esa razón –admitió él, conduciéndola a la sala de exámenes–. Pero, al crecer, elegimos quedarnos por diferentes motivos. Mi hermano Gareth adora vivir en una tierra salvaje. Kieran ha descubierto que, a pesar de sus viajes por el mundo, donde más a gusto está es en su hogar.

–¿Y tú?

–Me gusta estar cerca para poder cuidar a mi padre y a mi tío. Los dos se están haciendo mayores… Además, el sitio es perfecto para mis pacientes, que vienen buscando privacidad.

–¿Quién más vive aquí?

Jacob supuso que ella trataba de distraerse del examen médico que tan nerviosa la ponía.

–Tengo dos nuevas cuñadas. Y tres primos que van y vienen.

–Necesitas un decorador –señaló ella, sentándose en la camilla.

–¿Cómo dices? –preguntó él, mientras sacaba el instrumental de un cajón.

–Los colores –repuso ella arrugando la nariz–. Parece una morgue. Blanco, negro y acero inoxidable. Y, por lo poco que he visto, tu casa es igual. ¿Por qué?

Jacob no lo había pensado nunca mucho, pero lo que Ariel decía tenía su lógica. Su vestido color rosa era el único toque de color que había en la habitación.

–El trabajo médico requiere limpieza absoluta –explicó él, poniéndose el estetoscopio–. Supongo que es un hábito.

–Limpio no quiere decir aburrido –observó ella, mirando al techo–. Eres rico. Cómprate algunos cojines de colores, te lo recomiendo.

Jacob posó una mano sobre su hombro y, con la otra, le colocó el estetoscopio en la parte superior del pecho.

–No aspiro a salir en las revistas de decoración. Respira con normalidad.

Ariel se quedó petrificada.

Él apartó el estetoscopio.

–No contengas el aliento –ordenó Jacob. No había ninguna señal de patologías en el latido de su corazón–. Inspira y espira.

Ella cooperó. Su piel era cálida, aun a través del vestido, y Jacob deseó tumbarla allí mismo y recorrerle la espalda con la lengua.

No estaba acostumbrado a tener tales fantasías. Pero, con Ariel, su cuerpo se rebelaba contra su ética profesional. Nunca en su vida había sentido una tentación tan fuerte.

–Los pulmones y el corazón suenan bien –comentó él, dando un paso atrás, notando todavía el cálido contacto de su piel–. Lo más importante es el análisis de sangre.

Ariel se encogió. Él le sujetó el brazo.

–Será rápido. No mires. Gira la cabeza.

–Ahora es cuando vendría bien en esta pared un Monet o cualquier cuadro con gusto, para centrar la atención en él.

–Cierra los ojos, si quieres –repuso él, riendo.

–Eso sería peor.

Jacob preparó la aguja.

–Háblame del viaje al Amazonas y fija la vista en ese armario de ahí.

–De acuerdo –dijo ella. Estaba tan nerviosa que comenzó a temblar.

–Relájate, Ariel –aconsejó él, acariciándole el brazo–. Solo sentirás un pinchazo. Aprieta el puño –pidió y le insertó la aguja con un diestro movimiento.

Ariel soltó un gemido sofocado y se quedó laxa. Fue tan rápido que Jacob apenas tuvo tiempo de reaccionar. La tomó en sus brazos antes de que cayera, pero tuvo que soltar la aguja y la sangre comenzó a brotarle del brazo, manchando el vestido de ella y la ropa de él.

–Maldición –rugió él y la colocó de nuevo en la camilla. Lo mejor era tomar otra aguja y conseguir la muestra de sangre antes de que ella recuperara la conciencia.

Cuando lo hubo hecho, tomó una pequeña toalla, la humedeció y le frotó en la cara y en el cuello.

–Despierta, Ariel. Despierta. Ya está.

Al fin, ella abrió sus largas pestañas, mirándolo confundida.

–¿Qué ha pasado?

–Te has desmayado.

–Lo siento –musitó ella, esforzándose por incorporarse.

–Tómatelo con calma. No hay prisa.

–Vamos –dijo ella, extendiendo el brazo y cerrando los ojos–. Hazlo. Esta vez, no me desmayaré.

–Ya he terminado –afirmó él, sonriendo.

–¿Qué quiere decir? –preguntó ella y abrió un ojo–. Pensé que tenías que llenar varias probetas.

Jacob deslizó un brazo debajo de ella y la ayudó a sentarse. Inhaló su aroma, a sol y a miel.

–Tomé la muestra mientras estabas desmayada.

Ariel lo miró con los ojos muy abiertos y se colocó el pelo y el vestido.

–¿Y por qué estamos los dos cubiertos de sangre?

–Solo son unas gotitas. Cuando te caíste, la aguja se salió de su sitio.

–Mmm. Tal vez, deberías contratar a una enfermera. Esto no parece tu punto fuerte.

Jacob contó hasta diez para no perder los nervios.

–¿Alguna vez te ha dicho alguien lo impertinente que eres?

Ella sonrió, haciéndolo estremecer.

–Mucha gente, doctor, mucha gente.

–¿Quieres cambiarte de ropa? –preguntó él de forma abrupta, temiendo no poder seguir manteniendo el control de la situación.

–Si me vas a ofrecer una bata de papel, la respuesta es no.

Ignorando su pulla, Jacob limpió todo, colocó los instrumentos en su sitio y etiquetó las probetas con sangre.

–¿Cuántas veces al año donas sangre?

–Siempre que me dejan. Cada cuatro o cinco meses.

–¿Por qué? –quiso saber él, perplejo.

–Tengo un grupo sanguíneo poco común –explicó ella–. Es importante.

Solo por eso, ella se merecía su ayuda, decidió Jacob. Cualquier mujer lo bastante valiente como para hacer lo correcto aun a riesgo de desmayarse, tenía todo su respeto. Su coraje lo desarmó, casi tanto como su impresionante belleza.

Aceptaría su propuesta, se dijo él. Pero mantendría al margen sus sentimientos. No permitiría que Ariel Dane fuera nada más que su paciente. Era demasiado joven para él. Ocho años era una diferencia muy grande. Además, ella necesitaba protección y él se la daría, tanto en lo físico como en lo emocional.

Solo en una ocasión con anterioridad había sentido esa necesidad de hacer de caballero andante. En ese caso, Jacob le había fallado a la mujer de su vida. Cuando Diane había sido diagnosticada, ya no había podido hacer nada. Solo había podido ofrecerle su amor y su apoyo durante semanas de dolorosa quimioterapia y sujetarle la mano en el momento de la muerte.

No volvería a ponerse en esa situación nunca más. Era demasiado doloroso. Por eso, con Ariel, tomaría precauciones. Sería su amigo, su protector, su médico. Y nada más.

 

 

Ariel observó a Jacob Wolff con atención. Lo cierto era que estaba fascinada con él. Emanaba poder y fortaleza. Y le daba deseos de lanzarse a sus brazos y cobijarse en su solidez. Para ella, coquetear era algo natural y, aunque fuera injusto para Jacob, no podía evitar ponerlo a prueba. Necesitaba comprobar si era capaz de romper su escudo.

Jacob terminó lo que estaba haciendo y la miró con cautela.

–Lo de cambiarte de ropa lo decía en serio –dijo él.

Ariel se bajó de la camilla pero, al momento, la habitación comenzó a darle vueltas. Alargó la mano para agarrarse a algo y dio con el pecho del médico. Era ancho y firme, con fuertes músculos.

Él la rodeó con un brazo e inclinó la cabeza hacia ella.

–¿Estás bien?

Estaban tan cerca que Ariel percibió cómo a él le subía el color. Se apartó de su abrazo.

–Nunca había estado mejor –repuso ella sin fuerzas–. Sí, me gustaría cambiarme de ropa.

Jacob la condujo al pasillo.

–¿Quieres que saque tu maleta del coche?

Ella asintió, aunque se sentía clavada al suelo por un inesperado brote de timidez.

–Por favor. Está en el maletero. El coche está abierto.

Mientras Jacob salía, Ariel entró en la consulta y agarró su bolso.

–Estás siendo muy amable, teniendo en cuenta que tienes reputación de ermitaño antisocial.

–No soy antisocial –se defendió él, titubeando–. Lo que pasa es que me gusta concentrarme en mi trabajo.

–Entiendo.

Ariel lo siguió al salón, cubierto con una moqueta negra y con sofás blancos de cuero. Bonitos, pero fríos. Con algunos toques de color y aquí y allá, aquella casa podría ganar encanto y sofisticación, pensó ella.

Lo atravesaron y salieron a otro pasillo. Él entró en la primera puerta abierta y dejó la maleta de Ariel junto a una cama.

–El baño es todo tuyo, si lo necesitas –ofreció él–. Te esperaré en el salón.

 

 

–No sé si intentas manipularme o si es que eres una ingenua.

–Vaya –repuso ella, encogiéndose–. ¿No tengo una tercera opción?

–¿Cómo cuál?

–Me gusta concentrarme en mi trabajo.

Cuando Jacob rio ante su respuesta, Ariel se sintió como si hubiera ganado la lotería.

–Touché –dijo él, con expresión más relajada–. ¿Por qué quieres quedarte aquí, Ariel?

–Mi vuelo no sale hasta mañana. Los hoteles más cercanos están a una hora de aquí. No quiero correr el riesgo de que alguien me reconozca.

Jacob asintió, pensativo.

–Cámbiate. Luego, lo pensaremos –sugirió él y cerró la puerta.

Ariel se quedó sola en el dormitorio color marfil, que tenia cierto aire femenino. Se preguntó si él llevaría a muchas mujeres a su casa.

De pronto, sintió celos y se sorprendió.

Para no perder tiempo, decidió no ducharse. Se quitó el vestido y se puso unos vaqueros, una sudadera y zapatos planos de cuero.

A continuación, se fue a buscar a Jacob, esperando que la dejara quedarse. Lo encontró sentado en el sofá, delante de la tele, con los pies descalzos encima de la mesita.

–Qué rápida –observó él y se puso en pie al verla llegar–. Siéntate.

En el entorno del salón, parecían más un hombre y una mujer que médico y paciente.

–¿Qué haces para divertirte? –preguntó ella con curiosidad.

–Leo revistas médicas. Y voy a pasear por la montaña con mis hermanos.

–¿Eso es todo?

–¿Qué esperabas? –repuso él, frunciendo el ceño–. No me gustan las fiestas. Por eso, tal vez no sea buena idea que finja ser tu novio.

–Jeremy Vargas me contó que tienes tres carreras universitarias. ¿Es verdad?

–¿Qué más da? –contestó él, tamborileando los dedos sobre el brazo del sofá.

–Eres muy inteligente, ¿a que sí? –continuó ella, se levantó y se sentó en el sofá junto a él, dejando solo unos centímetros de separación.

–¿Qué pretendes, Ariel? –inquirió él con desconfianza.

–Estoy reconsiderando mi proposición.

–¿Por qué?