Inesperado milagro - Cara Colter - E-Book
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Inesperado milagro E-Book

Cara Colter

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Beschreibung

Un invitado del pasado… Tras un año difícil, Casey Caravetta tenía que hacer un esfuerzo para sonreír durante la ceremonia de renovación de votos matrimoniales de su mejor amiga. No había esperado encontrarse con Turner Kennedy, el primer hombre que le rompió el corazón. Turner era un hombre oscuro y peligroso, torturado por sus experiencias en la guerra. Ver de nuevo a la preciosa Casey era un doloroso recordatorio del camino que podría haber tomado su vida. Cuando se conocieron habían disfrutado de unos días robados y diez años después parecían tener otra oportunidad… si se atrevían a creer en los milagros.

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Seitenzahl: 183

Veröffentlichungsjahr: 2014

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 Cara Colter

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Inesperado milagro, n.º 118 - diciembre 2014

Título original: Snowflakes and Silver Linings

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-5568-7

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Prólogo

Navidad

TURNER Kennedy era un hombre que se enorgullecía de su habilidad para lidiar con el miedo.

Se había lanzado de aviones a ocho mil metros de altitud en la más absoluta oscuridad y sin saber dónde iba a aterrizar. Había luchado en territorio hostil soportando temperaturas extremas. Había pasado hambre, se había perdido en la jungla, guiándose por las estrellas, envuelto en la más impenetrable oscuridad, completamente solo.

No era que no tuviese miedo sino que había desarrollado la extraña habilidad de trasformar el miedo en adrenalina, en energía.

De modo que no se le escapaba la ironía de la situación. Después de un largo periodo lejos de casa, estaba de vuelta en Estados Unidos, un país en el que la seguridad era algo que se daba por sentado.

Y, sin embargo, tenía miedo.

Miedo de tres cosas: de dormir porque en sus sueños se veía perseguido por todo aquello de lo que se había negado a huir.

Tenía miedo de la Navidad.

No de aquella Navidad en concreto, sino de las navidades del pasado. Los recuerdos aparecían cuando menos lo esperaba y aquel día había sido un ángel navideño en el escaparate de una tienda.

De repente, Turner se había visto transportado más de dos décadas atrás…

Bajaban por la escalera a primera hora de la mañana, con los primeros rayos del sol iluminando el salón. El árbol medía más de dos metros y ese año su madre lo había decorado en blanco: luces blancas, adornos blancos, un angelito blanco sobre la última rama. La casa olía a las galletas que había hecho para Santa Claus mientras sus hermanos y él pasaban la Nochebuena patinando en la pequeña pista de hielo que su padre había construido en el jardín.

Eran más de las diez cuando su madre insistió en que entrasen en casa, pero incluso entonces Turner no quería hacerlo. No se cansaba de patinar, de sentir el hielo bajo los patines, el frío en la cara, el viento en el pelo mientras se lanzaba hacia delante. El mundo entero parecía imbuido de algo mágico…

Pero aquella mañana la magia no estaba por ningún lado. Aunque las galletas habían desaparecido y solo quedaban unas cuantas migas en el plato, Santa Claus no había pasado por allí. Bueno, ellos ya no creían en Santa Claus, pero sus regalos siempre estaban a la derecha del árbol, al lado de la chimenea, y aquella mañana ese sitio estaba vacío. No había nada para ellos.

Turner y sus hermanos pequeños, Mitchell y David, se miraron, preocupados.

¿Tan malos habían sido? ¿Qué habían hecho para que Santa Claus se olvidase de ellos?

Sus padres los seguían por la escalera, medio dormidos, sin darse cuenta de que pasaba algo raro.

–Vamos a abrir los regalos –dijo su padre–. Tengo ganas de ver lo que hay en esa caja.

Por supuesto, se había mostrado encantado con la nueva cámara de fotos que le habían comprado entre todos mientras su madre sacaba el frasco de perfume de Mitchell y un adorno de porcelana que le había comprado David.

Soltó una carcajada al ver el regalo que le había hecho Turner, un guante de béisbol, pero mientras ella reía le pareció oír algo…

Un gemido que llegaba del cuarto de la plancha. Turner se levantó de un salto antes incluso de que sus hermanos lo oyeran. En una cesta de mimbre, con un enorme lazo rojo, había un cachorrito de pelo negro rizado, sus ojos de un color marrón claro precioso. Cuando lo tomó en brazos, el animalillo puso las patas sobre sus hombros y empezó a lamer su cara, frenético de amor. Para disgusto de sus hermanos, Caos siempre lo había querido a él más que a nadie…

Turner sacudió la cabeza y se tocó la cara que de repente parecía húmeda, como si su perro, el compañero que lo había acompañado fielmente durante toda su infancia, acabase de lamerlo.

La última vez que Caos lo besó había sido doce años antes, con el mismo amor incondicional en su despedida que el primer día…

Por suerte, su cara no estaba húmeda. Porque la tercera cosa que más temía, tal vez más que dormir o las navidades, eran las lágrimas.

Turner se levantó, inquieto y enfadado consigo mismo. Ese era el miedo exactamente: que las navidades rompiesen el dique tras el que escondía sus sentimientos, desatando un torrente de debilidad.

Suspirando, se acercó a la ventana de las barracas, su alojamiento temporal entre misión y misión. ¿Habría otra misión? No sabía si podía seguir haciéndolo. Tal vez había llegado la hora de retirarse.

¿Pero para hacer qué? Había pasado mucho tiempo desde que tuvo algo parecido a un hogar.

No podía pasar las navidades allí, en la base militar. Odiaba que la emoción estuviera a punto de romper sus barreras y allí, a solas con sus propios pensamientos, había demasiado espacio para aquello que más temía: el anhelo por la vida de antes, las cosas de antes.

David y Mitchell no le habían dicho que no fuera a sus casas por Navidad, pero tampoco lo habían invitado a ir. Claro que seguramente pensaban que estaría fuera del país y él no les había dicho lo contrario.

Era mejor así. No tenía nada que aportar a la vida de sus hermanos, ni a la de nadie.

Había muchos sitios donde un hombre soltero podía evitar las fiestas. Un sitio tropical sería una buena distracción; la clase de distracción que solía llevar biquini…

Pero ni siquiera pensar en mujeres en biquini lograba sacudir esa sensación de hastío, de inquietud apenas contenida que no le permitía descansar.

En ese momento sonó su móvil y debía de tener ganas de partir hacia otra misión porque se encontró deseando que fuese el comandante de su unidad. Durante las fiestas habría más crisis mundiales, más problemas que resolver.

Pero no era el número del comandante el que vio en la pantalla, sino el de su amigo Cole Watson. Turner escuchó durante unos segundos y se sorprendió a sí mismo diciendo:

–Muy bien, allí estaré.

Cole Watson había sido su mejor amigo del pasado, de un momento que recordaba con el impotente anhelo de un hombre que no podía volver a las cosas sencillas.

Pero Cole llevaba semanas intentando ponerse en contacto con él y decía necesitarlo. Y Turner vivía en un mundo donde había una regla más importante que todas las demás: cuando un compañero te necesitaba, tenías que estar a su lado.

No era una petición de socorro, no estaba en peligro la vida de nadie, pero Cole lo había llamado porque estaba intentando poner su vida en orden. Había perdido casi todo lo que le importaba de verdad y, al parecer, tenía una segunda oportunidad que pensaba aprovechar.

Ah, el irresistible atractivo de las segundas oportunidades. Aunque la suya no estaba en Nueva Inglaterra, en ese hotel Gingerbread al que lo había convocado Cole, prefería ir a un sitio en el que no había estado nunca porque allí no habría recuerdos.

Su amigo le había dicho que el hotel estaba a la orilla del lago Barrow, helado en aquella época del año, y que podía ponerse los patines y patinar hasta caer agotado. Y esa le parecía una opción tan buena como cualquier otra de pasar las navidades.

Una opción tan buena como cualquier otra de lidiar con esa energía contenida que no lo dejaba dormir. Era casi irresistible.

Capítulo 1

CASEY Caravetta suspiró, contenta.

–Estar en el hotel Gingerbread con vosotras dos es como estar en casa –empezó a decir. Pero no añadió: «y me gusta mucho más porque esta siempre ha sido mi casa».

–¿Aunque el hotel se encuentre en un estado tan lamentable? –le preguntó Emily, mirando el salón con cara de pena.

Los muebles estaban desvencijados, la pintura se había pelado en algunos sitios, las alfombras habían visto días mejores…

–No te preocupes –dijo Andrea–. No reconocerás este sitio cuando haya terminado con él. En Nochebuena, durante vuestra ceremonia de renovación de promesas matrimoniales, el hotel habrá sido transformado en un sitio mágico.

–Es tan maravilloso que nuestros amigos vayan a dejar sus planes para estar aquí con nosotros…

–Nadie va a dejar nada –la interrumpió Andrea–. Vamos a pasar una Nochebuena mágica y luego cada uno irá donde tenga que ir en Navidad.

Salvo Casey, que no tenía que ir a ningún sitio. Y el hotel, a pesar de su triste aspecto, sería el sitio perfecto para pasar ese día.

La idea podría parecer deprimente si no fuera por el regalo que había decidido hacerse a sí misma…

Fuera había empezado a caer algún copo de nieve, pero en la chimenea del salón crepitaba un alegre fuego que lanzaba chispas hacia arriba.

Hasta que decidió ir al hotel Gingerbread para tomarse unos días libres y celebrar la renovación de promesas matrimoniales de Emily y Cole, Casey esperaba las navidades con la misma alegría que esperaría ir al dentista.

En otras palabras, como siempre.

Salvo, claro, por su plan secreto para encarrilar su vida de una vez.

Allí, con sus amigas, casi tenía ganas de ponerse a cantar un villancico.

–Este hotel es como un hogar –empezó a decir, deseando compartir su secreto con ellas.

Un hogar…

Ella nunca lo había tenido con sus padres y en el colegio siempre se había sentido como un bicho raro. Era la empollona, la que no pegaba. Y su trabajo, aunque muy interesante, era algo solitario.

Pero estar allí con Emily y Andrea, las chicas Gingerbread juntas otra vez, le hacía albergar esperanzas. Aunque, tristemente, Melissa ya no estaba con ellas.

¿Por qué hacía falta una tragedia para entender que la amistad y el cariño eran cosas que no debían darse por sentado?

Casey y Andrea habían pasado dos días allí a principios de diciembre; Casey buscando refugio en esa amistad para intentar superar el último fiasco familiar. En realidad, ella borraría el mes de diciembre del calendario.

Pero antes de su reunión con Andrea había pasado mucho tiempo desde la última vez que estuvieron las tres juntas. Las chicas Gingerbread, como se llamaban desde que eran niñas.

Le encantaba que se sintieran tan cómodas como si hubieran estado juntas el día anterior. Todas las frases que empezaban con: «¿os acordáis?» eran seguidas de carcajadas. La conversación fluía y se interrumpían las unas a las otras, deseando compartir todo lo posible.

–Por cierto, estás guapísima –dijo Emily.

–Deberías ser modelo –sugirió Andrea.

–¿Modelo? –Casey soltó una carcajada–. Creo que las modelos suelen medir algo más de metro sesenta.

–Pues el mundo se lo pierde –Andrea levantó su copa y tomó un sorbo de vino. Emily, embarazada, aunque apenas se notaba todavía, sonreía mientras tomaba un zumo de frutas.

«El año que viene podría ser yo», pensó Casey. Y esa idea la hizo sonreír.

–¿Cómo consigues tener el pelo tan liso? –le preguntó Andrea–. No lo tenías así cuando nos vimos a principios de diciembre. ¿Recuerdas que tus rizos eran una tortura para ti? Daba igual lo que hicieras, esa melena de leona se negaba a ser domada. ¿Recuerdas cuando intentaste alisártela con una plancha?

¿Tendría rizos su hijo? Casey esperaba que no fuera así.

–A mí siempre me encantó –dijo Emily–. Tenía celos de esos rizos tan bonitos.

–¿Celos de mis rizos? –exclamó Casey, incrédula.

Tenía una plancha de pelo último modelo, pero debía esforzarse mucho para conseguir ese alisado. Era una pesadilla.

–Me parecía muy exótico comparado con el de Andrea y el mío.

–¿En serio?

–¿Por qué te sorprende?

–Porque siempre me he sentido como un bicho raro. En este hotel maravilloso, lleno de familias como la tuya y la de Andrea… y luego el clan Caravetta, una ruidosa familia italiana siempre gritando, peleándose, cantando, riendo. Hiciéramos lo que hiciéramos siempre lo hacíamos a voces.

–Pero tú no eras así, doctora –dijo Emily–. Tú siempre fuiste contenida, discreta, la más inteligente. Siempre pensando y dándole vueltas a las cosas.

Casey hizo un gesto con la mano.

–No me refiero a eso sino al aspecto físico. Las dos erais altas y delgadísimas mientras yo era bajita y más bien gordita. Vosotras teníais coletitas rubias bien peinadas y yo unos rizos morenos que hacían lo que les daba la gana. Tú, Emily, con los ojos de color jade y los de Andrea como zafiros…

–¡Tú tienes unos ojos preciosos! –la interrumpió Andrea.

–¡Ja, ja! Mi abuela solía decir que mis ojos eran tan oscuros que podía ver al demonio en ellos. Y luego se hacía la señal de la cruz.

Andrea y Emily soltaron una carcajada.

–¿El demonio? –exclamó Emily–. Qué bobada. Además, yo siempre pensé que eras la más atractiva de las tres. Y vagamente misteriosa, además.

–Creo que deberías ser modelo –insistió An-drea.

–Modelo –repitió Casey, irónica–. No, déjalo, soy muy feliz en mi laboratorio.

–Por loable que sea la investigación médica, ¿no es un poquito aburrida? –le preguntó Emi-ly.

–A mí me encanta. Me levanto cada mañana deseando ir al laboratorio. No sé, tengo la sensación de que es mi aportación a un mundo mejor.

–¿No es un poco deprimente investigar el cáncer infantil? –le preguntó Andrea.

–Mi hermano gemelo murió de cáncer cuando tenía seis años –respondió Casey.

«Y así se destruye una familia».

–Ah, se me había olvidado. Perdona.

–Fue mucho antes de que nos conociéramos. No te preocupes –por el rabillo del ojo vio que Emily se llevaba una mano al abdomen en un gesto protector–. Y tú tampoco. El cáncer infantil es muy raro.

Casey sabía que había elegido ese trabajo para intentar arreglar lo que había destruido a su familia, pero fueran cuales fueran sus motivos, se sentía orgullosa de trabajar en ese campo.

Siguieron charlando sobre sus cosas durante horas pero, afortunadamente, el vino no le había soltado la lengua lo suficiente como para contarles a sus amigas por qué había decidido ir al hotel Gingerbread en lugar de pasar la Nochebuena con su madre.

–Tal vez podrías ser modelo a tiempo parcial –sugirió Andrea.

–Uf, qué horror. Eso sí tiene que ser aburrido; todo el día posando para fotos, maquillándote y peinándote… –Casey hizo una mueca. Ella tardaba horas en peinarse, pero su melena era un caso clínico–. Me moriría de aburrimiento.

–Pero conocerías a miles de hombres. ¿A cuántos hombres vas a conocer en un polvoriento laboratorio?

–¿Polvoriento?

No tenía sentido explicarle que en su laboratorio no había una sola mota de polvo, por supuesto.

–Podrías conocer al hombre de tu vida –siguió Andrea, con gesto soñador–. A Emily le gusta tanto estar casada que va a renovar sus promesas matrimoniales. Y Rick y yo seguramente nos casaremos en primavera. Si encontrases al hombre de tu vida nuestros hijos crecerían juntos y vendríamos aquí a pasar los veranos como hacíamos de pequeñas.

Cómo cambiaban las cosas. Unas semanas antes, Andrea estaba decidida a no enamorarse nunca. Y su amiga no era una inconsciente, de modo que el amor era capaz de cambiar hasta los planes más asentados.

–Pero el hotel está en venta –les recordó Emi-ly.

Andrea se encogió de hombros.

–Yo no estoy tan segura. He visto cómo Martin Johnson, el electricista, mira a Carol. Creo que es capaz de reformar el hotel y dejarlo como nuevo él solito.

–Pero Carol intenta resistirse –apuntó Emily–. Los he oído discutir.

–Bueno, pues yo voy a intentar que fructifique esa relación. Le he pedido a Martin que nos ayude con las luces para la fiesta y él ha aceptado enseguida.

–Bien hecho –dijo Emily, aunque no parecía convencida del todo–. Mientras intentábamos solucionar nuestros problemas, Cole hizo algunos arreglos, pero hay demasiadas reformas que hacer. Puede que esté tan deteriorado que ya no pueda salvarse.

Las tres contemplaron tan triste panorama. El hotel Gingerbread era un sitio especial, siempre lo había sido y ningún otro sitio podría ocupar su sitio en el corazón de Casey. Estaba lleno de recuerdos, de risas, de cariño. Había pasado parte de su infancia y primera juventud en las aguas del lago Barrow, nadando y tomando el sol en el muelle, jugando en la orilla…

Nunca habría otro sitio como aquel; un refugio de simplicidad en un mundo complicado.

–Podríamos encontrar otro hotel para pasar los veranos juntas –sugirió Andrea–. Donde sea y cuando sea. Las tres estaríamos allí con nuestras almas gemelas. Yo creo que eso es lo que Melissa hubiera querido, ¿no? Eso es lo importante, el cariño que sentimos las unas por las otras. Y espero que algún día eso incluya niños, familias… Rick y yo pensamos adoptar algún día. A Tessa le encantaría tener un hermanito.

Tessa era la hija de Rick, una niña de seis años que pronto sería su hijastra, y la niña más adorable del planeta.

–Eso es lo que yo quiero para mi hijo –dijo Emi-ly.

La sensación de ser de nuevo la que se quedaba fuera hizo que se le encogiera el corazón, pero se recordó a sí misma que no sería así durante mucho más tiempo porque iba a hacer las cosas a su manera.

Por feliz que fueran Emily y Andrea en ese momento, ella había sido dama de honor en sus respectivas bodas, pero los sueños de Andrea se habían roto durante su luna de miel y Casey había visto los problemas en la relación de Emily y Cole casi antes de que los viera la propia Emi-ly.

Sí, Emily y Cole se habían reencontrado y Andrea seguía en un estado de locura temporal con su nuevo amor, Rick, pero era demasiado tarde para que ella creyese en el amor.

Su corazón roto le había ayudado a cimentar la resolución de controlar su punto más débil… y no se trataba de su pelo.

–Vosotras podéis creer en cuentos de hadas si queréis, pero yo no –anunció.

–Te comprendo –dijo Emily.

–Yo también –asintió Andrea–. Pero el viejo dicho es cierto: todo está más oscuro cuando va a amanecer. Además, tú no tienes que ir con nadie. Puedes ir sola.

–En realidad, puede que no fuera sola –dijo Casey entonces.

Decirlo en voz alta era como comprometerse a hacerlo realidad, como grabarlo en piedra. Y, sin embargo, ¿quién mejor que sus amigas para compartir aquella decisión?

–¿Cómo? –exclamó Andrea–. ¿Has conocido a alguien? ¿Por qué me has dejado parlotear sobre tu polvoriento laboratorio si te has enamorado? ¡Me alegro tanto por ti! De verdad, un año es tiempo más que suficiente para olvidarte de un idiota como Sebastian. Ya te dije una vez que tarde o temprano verías esa ruptura como una bendición. Y yo soy la prueba viviente de que la vida puede dar un giro de ciento ochenta grados en un momento.

Había pasado un año desde la humillante ruptura de su relación con Sebastian, cuando una compañera de trabajo le advirtió que había visto a su prometido con otra mujer unos días antes de anunciar su compromiso.

–No he conocido a alguien exactamente –empezó a decir, sintiéndose extrañamente vulnerable.

–Entonces, ¿qué es? –le preguntó Andrea–. Me pediste que viniera aquí a principios de mes porque estabas triste, pero ahora tienes una sonrisa de oreja a oreja. ¿Quién es él?

–No hay ningún hombre. He tomado la decisión de hacerme el mejor regalo del mundo a mí misma: voy a tener un hijo.

–¿Qué? –exclamaron sus amigas al unísono.

–Voy a empezar a investigar la reproducción asistida en cuanto pasen las fiestas.

Emily y Andrea la miraron, perplejas.

–¿Quieres decir que vas a tener un hijo tú sola? –exclamó esta última.

–¿Por qué no? Tengo una profesión segura, soy económicamente solvente y puedo permitírmelo. Creo que podría darle a mi hijo una familia estable… o tan estable como lo son la mayoría de las familias.

–Eso suena muy científico –aventuró Emily.

–Me dedico a la ciencia –les recordó Casey–. Y, en realidad, la ciencia me ha dado una familia más estable que la mía propia. Estoy harta del amor romántico, voy a guardar todo mi amor para mi hijo.

Sus amigas se quedaron calladas de repente y Casey miró de una a otra.

–¿Por qué os habéis puesto tan serias? ¡He dicho que estoy harta del amor y que habrá un bebé en mi futuro, no que vaya a quemar el hotel Gin-gerbread!

–No podrías hacerlo –dijo Andrea–. Rick apagaría el fuego.

Rick, el padre de Tessa y prometido de su amiga, era bombero.

–He decidido olvidarme de las tonterías románticas, que es mi mayor defecto –anunció Ca-sey.

–¿Tu mayor defecto? –repitió Andrea, con el ceño fruncido.

–Creer en el amor. Peor, creer en el amor a primera vista. No me ha servido de nada y se terminó.

–¿Amor a primera vista? –exclamó Emily, sorprendida–. Pensé que Sebastian y tú habíais trabajado juntos durante un tiempo antes de empezar a salir.

Era cierto, pero su secreto, uno que ni Emily ni Andrea conocían, era que Sebastian no había sido su primer amor.

El primero había sido amor a primera vista. Él era el culpable de que, anhelando encontrar algo parecido, hubiera estado dispuesta a olvidar la historia de su familia y otorgarle a su prometido virtudes que en realidad no tenía.

–El amor se ha terminado para mí –insistió Casey.

–Pero ¿cómo puedes decir eso? –exclamó Emi-ly.

–Yo entiendo lo que siente –intervino Andrea–. Cuando Gunter murió, también yo quería olvidarme para siempre del amor, pero me alegro de no haberlo hecho.

Aunque Casey no podía decirlo en voz alta, la muerte del marido de Andrea era parte de esa desilusión. Entregar tu corazón era algo muy arriesgado.