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La muerte de Matías marca una serie de recuerdos, culpas y terrores en sus amigos de la infancia. El pasado y el presente se entrelazan en seis relatos que exploran sensaciones extremas. La narrativa transcurre como una pesadilla surrealista y obsesiva entre la delgada línea de la memoria y la locura. Las vidas de los personajes muestran fragmentos de un universo asfixiante, que le da forma a una inmensidad que no tiene límites.
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Seitenzahl: 170
Veröffentlichungsjahr: 2025
IGNACIO POMI
Pomi, IgnacioInmensidad / Ignacio Pomi. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-5775-9
1. Novelas. I. Título.CDD A860
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Nada se desvanece
El costurero de la abuela
El Lechuga
El último viajedel Hombre Araña
Lo que no te matate fortalece
Cóndor vigía
Epílogo
Me gusta estar a un lado del camino
Fumando el humo mientras todo pasa
Me gusta abrir los ojos y estar vivo
Haber sobrevivido millones de resacas
Entonces navegar se hace preciso
En barcos que se estrellen en la nada
Vivir atormentado de sentido
Creo que esta sí, esta sí es la parte más pesada
En tiempos donde nadie escucha a nadie
En tiempos donde todos contra todos
En tiempos egoístas y mezquinos
En tiempos donde siempre estamos solos
Habrá que declararse incompetente
En todas las materias de mercado
Y habrá que declararse un inocente
Y habrá que ser abyecto y desalmado
“Al lado del camino”, canción de Fito Páez.
Matías recibió un disparo en la cabeza. Solo había salido a comprar un kilo de tomates, el sonido de los disparos de la casa contigua a la verdulería fue premonitorio y uno de ellos perforó el cráneo de mi amigo.
Esa noche íbamos a juntarnos a celebrar el Día del Amigo. Hacía años que no lo veía. En cambio, me llamó su hermana para darme la noticia, Matías estaba internado en el hospital Lucio Melendez de Adrogué. Al principio no entendí nada, luego comencé a sentir miedo.
La ambulancia lo había trasladado a un UPA 24 y tardaron siete horas en derivarlo. El primer diagnóstico fue muerte cerebral. Todo fue cuestión de tiempo. Matías enfrentaba dos opciones: quedar el resto de su vida como un vegetal o morir.
Un globo verde a medio inflar se atrancó a una rama que descansaba sobre el cordón de la calle. Casi no había viento y permanecía casi inmóvil. Iba de la mano de mi hija. El continuo mirar a ese globo me llevó a pensar en “It”, un payaso perverso que se ocultó en el desagüe, a la espera de quitar la inocencia o la vida de cualquier niño curioso. Las ramas secas, bien podrían ser los dedos que daban la apariencia de estar secos, pero que ante el menor asomo… cobraban vida para llevar a la víctima a lo más profundo del sufrimiento.
Las asociaciones, decía mi psicólogo, eran la perdición de los pensamientos retorcidos que me torturaban. También sostenía, que las vinculaciones absurdas y las sensaciones de pérdida representaban miedos de mi adolescencia. Sí, en cierta forma le pagaba semana a semana para desentrañar el típico cliché de: los traumas están en la niñez.
—Los amigos de la adolescencia, a veces, son recuerdos fragmentados y aislados, que los vinculamos con otras experiencias y expectativas. Pero nada fue, tal cual lo recordamos –solía decir mi terapeuta.
Esa frase la anoté, suelo tener esa maña, porque pienso que en algún momento me va a servir de algo. Aunque muchas veces termine en un cúmulo de papeles, que luego de varios días, son residuos.
Volviendo al globo y a Matías, ambos representaban el miedo a la ilusión.
—Papá… ¿qué pensás? –de esa manera, mi pequeña hija de tres años, me sacó del trance de asociaciones.
—En nada, chiquita, solo me colgué un poco, sigamos –luego de esa pausa, seguimos caminando hacia el supermercado chino, cuando de repente escuchamos una explosión, el globo había reventado.
Cuando me dirigía a la salida del cementerio, Cintia la hermana de Matías, me mostró algunas fotos en su celular, era de la chica, que según ella había efectuado los disparos. En su declaración ante la policía dijo que los disparos fueron en defensa propia.
—Disparé porque estaba drogado e intentaba violarme –esas fueron las palabras textuales que figuran en la denuncia.
No hubo pensamientos alternos que me alejaran de aquella conversación, era puro oídos –como decía mi abuela–.
Los vecinos de Matías no tardaron en emitir su juicio e incendiaron la casa de la chica. Padre e hija fueron detenidos por tenencia de drogas y armas. Sin embargo, la hija, que contaba con solo veintidós años, fue liberada a las cuarenta y ocho horas. No tardó en publicar por Facebook que ella era la víctima de lo que ocurrió y ahora no tenía dónde vivir.
Y volvieron los pensamientos…
Althusser decía que “la ideología tiene existencia material” y se construye como tal en las creencias, que son manifiestas en las prácticas, rituales, formas de hablar y pensar que le dan materialidad al cuerpo.
Las frases: “fue un buen hijo, varón, trabajador y padre de familia”, “la vida es así”, “no somos nada”, “te acompaño en el sentimiento” y otras tantas, tan típicas y comunes de todos velatorios y entierros se escucharon por parte de los familiares que nos rodeaban.
—¿Qué vamos a hacer ahora? –dijo su hermana.
¿Cuántas veces los hechos se presentan? De joven pensaba que la historia se presentaba como una serie, conectada de hechos. Con el transcurso de los años y con el oficio de profesor de historia, llegué a pensar que: no todo es tan así. La mayoría de los pensamientos responden a intereses, posturas políticas o ideologías, algunas más claras y otras muy difusas.
¿Qué hecho es más importante? Todo y nada.
¿Nada, es un hecho no reconocido? –otra vez los pensamientos semifilosóficos asaltaron mi mente perturbada, la muerte de Matías y la existencia misma la potenciaban.
¿Existimos realmente si ignoramos las ideas que nos estructuran? ¿La vida es una matrix? –el pensamiento nunca para, no hay lugar o tiempo que lo regule, solo es.
El cajón pasó frente a mí, y, aún así, no podía evitar seguir haciéndome preguntas sobre la existencia…
¿Ser es solo materialidad?
¿Qué hizo Matías de su vida?
Nada complejo, vivió de una manera simple, ya casi no cuestionaba a nadie, se jactaba que no le gustaba leer y su vida transcurrió según se presentaban los hechos.
Algunos familiares depositaron flores sobre la tapa del cajón, el sacerdote –según recuerdo– balbuceaba algún versículo de la biblia, eran los últimos rayos de sol que impactaban sobre el cuerpo inerte de Matías.
¿La ignorancia es ideología?
Algunos sostienen que es un mecanismo de alguna ideología. Otros dicen que la ideología anula a la ignorancia. Entonces se puede pensar que la ideología es una representación, que se vuelve a presentar continuamente, como si se volviera a cero, como una impresora que reimprime en continuo nuestras mentes.
El cajón descendió al pozo de tierra húmeda y el llanto de la multitud se mezcló con la sonoridad del canto de los pájaros.
Una hora más tarde estaba en casa, mis hijos jugaban a la play, Santi intentaba meter un gol en el FIFA, Nina tenía un control que no funcionaba, pero ella con su inocencia de los tres años creía que competía contra su hermano.
Nina reía, saltaba y decía “papi mirá”, mientras Santi continuaba compenetrado en el partido. Ceci intentaba sacar fotos a los desayunos que armó para vender en el día del niño. Una escena más de la cotidianidad hogareña, como si todo lo vivido: la niñez y la adolescencia hubiera sido parte de otra vida. Me sentí como un extraño en mi existencia. De repente, todo pensamiento fue interrumpido. El celular comenzó a vibrar y en la pantalla se podía leer: llamada entrante de Matías.
Era imposible.
Era imposible, aún para alguien… como él. El teléfono sonó cinco veces y se cortó.
¡Y si fue enterrado vivo! –fue una idea que pasó fugazmente por mi mente.
Tanta literatura y documentos que han citado casos de entierros prematuros, como en el relato de Edgar Allan Poe. Pero, esa llamada perdida, también podía significar otro tipo de materialidad. Tal vez, las capacidades de Matías se manifestaron en su estado natural, muertas.
—Hola, ¿cómo te llamás vos?
—Ignacio.
—¿Qué hacés Nacho?, ¿viniste con Guido?
—Sí, somos vecinos. ¿Qué están haciendo?
—Cubiles.
—Cu… ¿qué?
—Cubiles.
—Ahhh, ¿Y vos… sos?
—Matías, yo empecé en los scout hace un año, bienvenido.
Al principio no entendí nada, era como estar en una realidad alterna, pero se sentía bien, todos parecían ser amigos. Matías era el provocador, nunca se quedaba quieto. Raúl, que se hacía llamar Akela, era el dirigente de mayor responsabilidad que teníamos en los lobatos. La gracia de Matías era hacer enojar a Akela, para que este lo corriera por todo el campito. La única forma de salvarse de un castigo era trepándose a un árbol y esperar que Raúl se calmara. El árbol de las moras era el más famoso entre todos, no solo porque devorábamos sus frutos relamiéndonos los labios, sino también por las vertiginosas escaladas de los escapes de Akela. Hacer enojar a Raúl era un juego inagotable de adrenalina y diversión.
—Puto, puto, puto, puto… –decía Matías cada dos palabras y lo pronunciaba con la velocidad de una ametralladora. En 1988, decir puto era un insulto, la expresión “perspectiva de género”, no existía y el modelo de hombre era el prototipo de “machos” de las películas de Olmedo y Porcel.
En fin, Matías era una máquina de escupir insultos, era su forma de saludar, dar las gracias, decir por favor y permiso. Lo convertía en algo, literalmente, insoportable. No había filtros entre su mente y su boca, parecía que pensaba como hablaba. En el imaginario colectivo se decía que vivía en un tacho de basura. Pero no, el imaginario colectivo era solo eso: una ilusión.
Los padres de Matías se parecían a mis abuelos, lo habían tenido de grandes y no le daban margen a ser chico, siempre se esperaba más de él.
—Exigencia… puto, hace esto… puto, pórtate bien… re puto… –acentuaba Matías en cada frase.
—Pará de putear, que no se te entiende nada –le respondía. –Se nota que estás enojado, pero así no vas a solucionar nada.
—A ver señor reflexivo, come mocos, ¿cómo harías vos para decir lo que te pasa? –era la pregunta repetida en cada crisis existencial que atravesábamos en nuestra niñez. Luego seguía un largo silencio.
Esos momentos, viéndolo en la distancia, eran como un diálogo metódico, preguntar para descubrir el conocimiento de la vida. Una especie de mayéutica juvenil y ochentosa.
—Habla tonto –insistía Matías.
—Tenés razón…, no sé cómo decir lo que pienso. Vos tenés el valor que yo no tengo.
Después seguía otro silencio, entre ambos. Para luego, miramos de manera: “bueno, ya está, ¿qué le vamos a hacer?”. Y la escena terminaba con el puñetazo en el hombro que, por lo general, me daba Matías.
Eso quería decir que éramos amigos.
La noche de la llamada perdida, no pegué ni un ojo. El cansancio, el sueño y la paranoia hicieron un coctel de insomnio y tortura mental, insoportable.
—¿Era de verdad él?
Así empezaba, de manera sutil, pero en constante ascenso de tensión.
—Volvió para cobrarse viejas deudas –esa frase le añadía un poco de ansiedad.
—Vino… a matarnos a todos –esa era para desatar el miedo.
—O tal vez, es una confabulación de su hermana con otros parientes, es el inicio de una venganza –así se unía al grupo la desconfianza.
—¿Por qué a mí? Es como un puñal que atraviesa el alma de los corazones putrefactos que negaron su existencia, durante tanto tiempo.
La poética negativa siempre tiene su parte, como un trago amargo de agua tónica con limón. El gusto amargo de la muerte. En mi caso es una contradicción porque me encanta lo amargo.
—Solo en las tinieblas de la oscuridad, esperando el asecho de la bestia que devora desesperación y ansiedad –esa frase ya raya con el aislamiento, la soledad y el delirio. Pero la no noche de insomnio no podía terminar sin el: “nada importa ya, el olvido es inevitable”. A la depresión le siguió la fatiga física, que mi mente trasladó al cuerpo.
Los cubiles eran un estilo de refugio hechos con ramas no tan secas y llanas o soguines. Sábado tras sábado debíamos reconstruirlos casi íntegramente, por causa del mal tiempo, alguna lluvia fuerte o de algunos adolescentes que se divertían destrozándolos durante la semana.
Las trepadas al árbol de moras de cada sábado, teñían nuestras ropas de morado. La diversión se reducía a correr, saltar, jugar y al final de la actividad: ir a misa. Desde ya, esa era la parte más aburrida, salvo por los mocos que dejábamos debajo del banco y los sonidos de pedos que le hacíamos al cura.
Nunca entendí, de niño y menos aún de grande, porque al sacerdote o cura se le dice también padre, cuando justamente es lo que más se niegan a ser, sobre todo, con la prédica de la castidad. Cuánta contradicción descansa en la fe y su institucionalización.
Los campamentos, simplemente, eran lo más. Matías se colgaba del travesaño principal del carpón, y en plena noche, al grito de “Tortuga Ninja”, se dejaba caer encima de cualquiera que estuviese dormitando. Estar en penitencia era como respirar para él.
A media mañana, con la vista cansada y los dolores de las contracturas, un nuevo mensaje ingresó al celular. En apariencia no era de Matías y decía así: ¿Nos vemos en María Bonita mañana a las 17 h? No tenía el número registrado, pero imaginé que era de Juan Pablo, Cristián, Fernando o Fede. Unos minutos más tarde llegó la firma: soy Juan.
Eso respondió a mi suposición. Tantos años sin vernos.
Sin embargo, la tragedia une.
En el velatorio nos habíamos cruzado con Juan Pablo, nos saludamos, pero la conversación no fluyó naturalmente.
Cuando alguien dejaba el grupo scout, también se alejaba del grupo de amigos. Para el que se iba era perder todo vínculo desde la niñez. Para los que se quedaban, el que partía, se convertía en casi un hereje.
Pero, más allá, del camino que tome cada uno… todo se sabe. Y yo fui contra todo lo que creía el grupo. Algunos interpretaron, ciertas definiciones, como si fuera una secta. Durante más de veinte años estuve en aquel grupo cerrado, que tiempo atrás, también negó a Matías.
Lo único que respondí al mensaje, fue algo tan concreto como: Dale Juan. Nos vemos mañana. Tal vez faltó el saludo final, como: un abrazo, pero simplemente no me salió. De inmediato respondió: ¿Le avisás a Cristián y Francisco?
No esperaba que respondiera eso y, en ese momento, me puso en una situación incómoda.
El sonido de la tierra que cae sobre el cajón, risas de niños, llantos de los grandes, un globo que explota, un zumbido en el oído derecho que crece hasta que la realidad se torna difusa. Oscuridad y silencio. De repente la cara de Matías en estado de descomposición, me susurra: nada muere en esta vida.
El sudor que circula por mi cuerpo y presión de las uñas sobre las palmas de las manos cerradas, se fusionan con los charcos de sangre.
—Estás en la estación Lanús –anunció la voz grabada del tren Roca. Me había dormido. Todo era tan real, tan tangible. Las puertas del tren se cierran y arranca. Unos asientos más adelante, un globo del hombre araña trepa por la pared del tren, el techo es su límite, pero no impide que se mueva irregularmente por el vagón. Observa con sus grandes ojos, como si el sentido arácnido hubiese detectado peligro…
—“Pañuelos descartables elite, en el mejor papel tissue, dos unidades por quince pesos”.
La sensación de vaguedad y ensueño era tan tangible como el sudor frío de mi frente.
—Estás en la estación Darío Santillán y Maximiliano Kosteki –otra vez la voz femenina del tren. Había llegado a mi destino sin saber de dónde había partido.
La luz es cegadora.
Es el pasado y el presente, lo que fue y lo que pasa en un mañana de locura. La inmensidad de la incertidumbre fluye hacia una idea que no quiere materializarse, pero a la vez es parte necesaria. Todavía no me había comunicado con Cristián y Francisco.
Las últimas veces que hable con Francisco fueron de forma indirecta, por Facebook. Hace unos años, empezó el seminario para convertirse en sacerdote. Cuando se ordenó como fraile, también me enteré por las redes. Los últimos dos años estaba viviendo en España y su conexión con el entorno local ha sido mediante publicaciones provida. Este dato no es menor, porque la postura ideológica ha sido y es parte de la distancia del grupo de amigos al que pertenecí. No podía creer las cosas que publicaba Francisco. ¿Cómo la vida nos unió en algún momento? Tal vez, de cierta forma, la adolescencia y los amigos que elegimos tener, son una proyección de deseo bajo una estructura que nos une, en este caso por los scouts.
Volver a reunirnos, era en cierta forma, suprimir el debate sobre algunas elecciones individuales. El prejuicio siempre fue parte del contexto y los vínculos. El miedo a perder los amigos, fue un sentimiento constante durante mi adolescencia, sobre todo, aquellos que me han acompañado en los momentos de mayores definiciones en la vida. Por eso, de manera paulatina, fui cediendo en algunas convicciones, que quedaron al descubierto el día que dejé el grupo.
Ser o estar, esa es la cuestión.
El miedo a la ausencia nos unió durante mucho tiempo, y ahora ¿qué nos une? Los recuerdos, las culpas, Matías. Sobre todo, la responsabilidad de lo que le hicimos a Matías. Cada uno de nosotros colaboró en su sufrimiento.
La misma tierra que cae sobre su cajón está encima nuestro, sobre nuestras conciencias.
Once minutos sin respirar.
No era posible, pero volvió a la vida.
Algunos nos repetimos en el tiempo que había sido un accidente.
Solo estábamos enterrando un cofre, que contenía cosas que cada uno quería dejar atrás. Sin embargo, las peleas entre adolescentes son más comunes de lo que solemos recordar. Teníamos solo quince años.
Matías perdió el equilibrio y cayó a la fosa. Se escucho su cuello quebrarse. Nadie podía sobrevivir a ese golpe. En la desesperación, lo empezamos a cubrir de tierra.
Había sido un accidente, no fue un asesinato, pero quién nos iba a creer.
Las miradas todos, estaban perdidas en un sin saber qué hacer, simplemente, ninguno quería renunciar a una vida plena por un accidente. La impotencia del hecho dio origen a un secreto más por enterrar.
Francisco no lo pudo contener, se meó en los pantalones. El olor a orín era insoportable, parecía que se mezclaba con el miedo del ambiente. Cristián no dejaba de hablar, intentaba contar un chiste como siempre lo hacía, para no pensar en lo ocurrido.
En el grupo scout se hablaba de mística, para tapar ciertos temas incómodos. Desde muy temprana edad habíamos aprendido bien a ocultar. Entre los rumores más escuchados, estaba el caso de un dirigente que fue inducido a renunciar por su condición sexual. El jefe del grupo, Cóndor Vigía, y el sacerdote de ese entonces, consideraban a la homosexualidad como una enfermedad, como algo no natural, una desviación, el mismo concepto que reivindicaba la Iglesia católica. Hace veinticinco años, lo que no se decía, no existía. Y sobre esa idea acordamos guardar el secreto de lo que había pasado. Nunca más se dijo una palabra sobre ese hecho.
Juan Pablo siguió tarareando una canción del coro de misa.
Fernando intentó controlar su asma, que se profundizaba a raíz de los dos atados de cigarrillos que fumaba por día.
Fede se persignó, rezó y tiró tierra sobre Matías. Ernesto no se había enterado de nada, dormía plácidamente y despatarrado en la carpa.
Por mi parte, no sé, tal sea parte de un recuerdo construido para aliviar la culpa, pero creo que intentaba sacar tierra del pozo que los demás llenaban. O tal vez… también contribuía a llenarlo.
La tierra se movió, un espasmo nos silenció a todos, el cuerpo de Matías convulsionó. Y de repente, abrió los ojos. No eran los mismos ojos, no había brillo en ellos. Algo no volvió con él.
Solo la cara quedaba por cubrir con tierra, lo habíamos enterrado vivo. El sonido del arroyo, que pasaba a escasos metros de la fosa, cubrió cualquier grito o sonido de nuestra aventura. Sin perder tiempo, frenéticamente desenterré la mano de Matías y lo ayudé a incorporarse.
Francisco volvió a mearse los pantalones.
Otra frase de Sztajnszrajber viene a mi mente: “(…) Todos vivimos vigilados y castigados por la ley. Menos la ley…”. Innumerables hechos sociales pueden ser atravesados por esta argumentación. Y la respuesta clave es ¿quién es la ley? ¿Qué es natural y qué no lo es? Entonces me viene a la mente otro filósofo, Vincent Josep Márquez, que en su texto “No es natural” sostiene que la sociedad marca un grado concreto de satisfacción de las necesidades, una forma sentir y canalizar los deseos.
Entonces, ¿qué regula la ley?
Tal vez, solo regula una forma de aceptar y canalizar la frustración de la mayoría de la población, que ante la vista de una minoría privilegiada ve la imposibilidad del acceso a la propiedad privada. Una propiedad obtenida sobre una ley, que sobre todo, legitima la opresión de las mayorías. La ley siempre expresa un interés y un beneficio. ¿De quiénes? De los que tienen ante los quienes no tienen. Como diría una pensadora contemporánea: “lo dejo a tu criterio”.