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"Tomás me hace reír. Y esa razón es suficiente. ¿Para qué? No lo sé bien. Este tipo tiene algo, quizá una intención o un deseo de acercarse a nosotros, los humanos, para modificar un poco nuestra cruda existencia y elucubrar a favor de nuestra felicidad, aunque sea por un rato. ¿Para qué? Tal vez la experiencia de diagnosticar al espectador que todos tenemos los mismos problemas sea algo revelador. Tomás es un maestro en eso, tiene un doctorado en ello. Y cuando se le ocurre ese diagnóstico, se ríe desde adentro hacia afuera, como si cada ocurrencia fuese una implosión. Le brillan los ojos, como si tuviera un plan. Uno brillante y sanador. Verlo en ensayo, cuando se le ocurre algo y le da la mano a esa idea, entrando en una borrachera de pensamientos hasta dar con la más certera, la que más se acerca a lo que todos pensamos, es increíble. Hace algo público que contiene una extrema intimidad. Lo charla uno a uno, con cada espectador. Celebra poner en valor lo ridículo, algo que ve por todas partes. Es como un tren fantasma en el que estás a salvo... pero dudas si es seguro o no. Te organiza un cuento, y vas perdiendo temporalmente la memoria hasta reírte como un niño. Te dan ganas de gritarle cosas, de lanzarle lo que tienes a mano, y de abrazarlo al final. Ya no sé si creo en la figura del payaso y todo eso que se organiza en academias, teatros y circos. Creo en personas que saben cómo sacarnos del laberinto de las horas y que nos hacen, instantáneamente, estar contentos. Estar en el presente. Eso hace Tomás con el humor. Fabrica presente. Me gusta pensar y decir que reírnos es la cancelación del tiempo, tal como nos lo enseñaron. Tomy logra detener el proceso del marchitamiento. Lo hace rescatando esta pavada monstruosa que hoy llama Irse en la espuma" (Toto Castiñeiras).
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Seitenzahl: 264
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Con la colaboración de Cristian Stamponi
Quint, Tom
Irse en la espuma / Tom Quint. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Galerna, 2024.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga
ISBN 978-631-6632-20-3
1. Cuentos. 2. Narrativa Argentina. I. Título.
CDD A863
© 2024, Quintín Palma, Tomás
© 2024, RCP S.A.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna, ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopias, sin permiso previo del editor y/o autor.
Diseño de tapa y fotografía de solapa de tapa: Nicolás Petrich y Sergio Bosco
Fotografías de interior: archivo personal del autor
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
ISBN 978-631-6632-20-3
Primera edición en formato digital
Versión: 1.0
Digitalización: Proyecto451
Diseño de interior: Pablo Alarcón | Cerúleo
Portada
Portadilla
Legales
Prólogo de Pablo Ramos
1. La sonrisa permanente
2. Un Tibaldi
3. Renó 12
4. Mi Pilar
5. Desarraigo (Mi Odisea porteña)
6. La caprichosa
7. Solo recordamos si sabemos olvidar (que podemos perder la memoria algún día)
8. Las aventuras de Quintín
9. Mi mamá de los lunes
10. Nos encontramos cuando nos perdemos
11. Héroes por casualidad
12. Macana
13. Vacaciones permanentes
14. Adiós
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Portada
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Tabla de contenidos
Comienzo de lectura
A los amigos,a las amigas,a los payasos,a las payasas,y a la cámara prendida.A todos ellos, que durante años me ayudaron a no estar a solas conmigo mismo. Hasta este momento, que por única y última vez me animé a irme en la espuma.Todo en este libro es verdad, excepto las partes que son mentira.
Una noche en Rosario, en el bar El Diablito, Tomás me dijo una frase que me resulta inolvidable: Nunca quise seguir el legado de mi familia de payasos. Pero laburo haciendo payasadas. Recuerdo que no le creí; y en la medida en que lo conocí más y más, y más y más lo quise (porque quien más conoce a Tomás más lo quiere) traduje esa frase en la siguiente: me gustaría que mi padre, mi hermano y mi madre, algún día se sientan orgullosos de mí. No sólo puedo asegurar lo que digo, sino que también puedo asegurar esta secreta jerarquía familiar que difícilmente Tomás me vaya a aceptar.
Lo conozco hace muchos años, y lo vi y lo viví en sus muchas facetas y los muchos momentos de su vida de adolescente. Una adolescencia que a esta altura creo y anhelo no vaya a terminar jamás. Desde orador etílico y gritón, pasando por enamorado conmovido y conversador dinámico y profundo cuando quiere, Tomás Quintín Palma no se detuvo nunca por nada del mundo. Y aunque eso suene bien, en su caso los movimientos no tuvieron siempre una dirección determinada y efectiva. Por el contrario, muchas veces siguieron el patrón impredecible de una bolita de flipper enloquecida, huyendo desesperada de las otras bolitas luego de haberse activado el multiball. Lo que pretendo decir es que la energía creativa de Tomás no lo tuvo siempre a bien traer, más bien, lo contrario. Por esto también sé que este libro es un intento de saldar deudas y re-jerarquizar a las personas de su vida, desde la infancia hasta los días actuales, reivindicando, entre otras cosas, a su “mamá de los lunes”. Al chisme como primera literatura y antigua forma de comunicación que acá se hace literatura. El Tomás que decide escribir es el Tomás que intenta romper la piel de goma espuma para convertirse, luego de haber escrito, en un artista más humano, de piel, de carne y de huesos sintientes.
Yo sentía al verlo venir a mis clases de escritura y desbordarnos con textos milagrosos pero infinitamente borradores, que todo le quedaba chico. Que tenía algo enorme que sacar a la luz pero sin ninguna idea concreta de cómo, ni de dónde, ni cuándo. Era payaso sí, pero eso no había sido una elección: él nació payaso porque es fruto del amor de dos payasos, y se crió payaso con una familia que llevó sus payasadas a límites insospechados hasta que, como todos los payasos del mundo, se separaron para siempre fragmentándose y fragmentando de manera definitiva el corazón de Tomás.
Entonces se fue a Buenos Aires. A jugarse la vida. A buscar su lugar. No sólo artístico, sino para tirar un colchón también. Deambuló por el centro como cualquier provinciano caído del catre pero sin catre. Buscó lugar en radios, teatros, bares que aceptaran lo suyo, y fue mascando una obra maravillosa, la siguió mascando en verdad, ya que la traía atragantada desde hacía muchos años ya. Sin departamento, sin más garantía que un viejo conchero de Moria Casán y una peluca que tal vez haya pertenecido al Negro Olmedo. Y que de verdad la ofreció como garantía y la puso seguro de su hazaña en la mesa de un agente inmobiliario. Porque una garantía era, porque él mismo, de tener algo que alquilar, le alquilaría a cualquiera que le ofreciera semejantes reliquias como garantía. Es que Tomás no fue hecho para funcionar en el mundo real, fue hecho para funcionar en un escenario, y si es adentro de un cabezudo de goma espuma, mucho mejor. De eso nos habla en su obra La violencia de la ternura. Porque antes de sus 30 años Tomás tenía pánico de poner la cara, y nunca hubiese imaginado la soltura de los días pos Maipo. Luego de pasar una situación que es de las más duras y significativas narradas del libro. De ser un chico tartamudo, que necesitaba el alcohol y escribir cada sílaba, a conectar con esa brújula interior, con la posibilidad del hecho estético que hay en el artista que lo arriesga todo.
Tomás es una especie de Rocky Balboa de la comedia. Salvando las distancias de porte físico, los dos comparten ciertas características que los marcan y que parecen no abandonarlos por más que pasen la vida tratando de rascárselas como a una sarna. Tomás al igual que Rocky es el matón bondadoso, ese que amaga pegarte pero no te pega, ese que te agarra del cuello y te pone contra la pared, porque es su trabajo, pero al final tira la piña al aire, afloja el ahogo, te suelta y te alisa la ropa con la palma de la mano, baja la mirada nerviosa y cambia de tema. Igual que Rocky, Tomás tiene que concentrarse para hablar bien, para que se le entienda. Y a los dos no les sale cuando se ponen nerviosos. Y la más importante, es que tanto Tomy como Balboa se sienten sapo de otro pozo sea cual fuere el lugar en donde se hayan metido. Uno porque quiere seguir peleando fuera de la edad, y quien nos convoca porque se siente varado en una ciudad sin nombre, a mitad de camino entre su amada Rosario y la inconquistable Buenos Aires. No es porteño, claro está, y hoy apenas es rosarino.
Y de todo esto, y de muchos más habla en este libro. De cómo la vida de su autor, Tomás Quintín Palma, es y seguirá siendo un constante Irse en la espuma. Narrado con talento, con chispa y con agilidad. Con muchos momentos de maestría y lleno de gracia, entendiendo lo más importante que debe entender un escritor, que más allá de cualquier inconveniente la literatura es un hecho destinado a los otros, y que de todo problema narrativo se sale narrando. Eso es muchísimo, más de lo que se ve habitualmente en estos días. La motivación es pura y lo apura, pues luego de llenar un par de Maipos, de convocar audiencias de radio y pantallas grandes y pequeñas, y de llevar su arte a muchísimos escenarios del país, Tomás sintió la necesidad que yo siempre supe iba a terminar por sentir: tener que escribirlo. Porque también es escritor, y sí, pertenece a una generación de escritores y escritoras rosarinos que tuve la fortuna de ayudar a formar y que tiene extraordinarias dotes de narradores, y entonces él, como muchos de sus antiguos compañeros que hoy editan páginas indelebles de la literatura argentina.
Irse en la espuma es equiparable a una de esas radiografías panorámicas que te mandan los odontólogos para ver si hay raíces grandes, o malas, o lugares careados por dentro de los arreglos. Tomás nos muestra las muelas careadas, las picaduras de escorpión detrás de la blanca sonrisa, las cegueras del alma detrás de sus ojos saltones y pícaros, las patadas a traición que disfrazó de pasos de baile, las ilusiones comunes y corrientes y sueños de felicidad rosada que escondió bajo la alfombra de tanta risa.
Por todo esto, estimado lector, usted no tiene tan solo un libro en sus manos, tiene una guía Filcar del corazón de un hombre que no sabe no ser payaso, que le sonríe a todo y a todos todo el tiempo, aun en las veces en que se siente morir, de resaca, de dolor, de soledad. Y exhibe entonces tan solo su color rojo pintado en la cara sin que nadie se dé cuenta de que detrás hay un desierto oscuro de desolación. Pero también sabe que todo pasa, y que, si logra que rían los de afuera, la risa va a atravesar la espuma del muñeco, y va a acariciarle al payaso la cara. Y entonces el aplauso es también para él. Porque Tomás detesta el cliché del payaso alegre por fuera y triste por dentro, él usa y usó al payaso de afuera para correr riesgos pero se muere de ganas de sacarse la careta de goma espuma y decir acá estoy, el gracioso soy yo, aunque los diarios porteños digan “un rosarino hijo de una familia de payasos que hace reír a los porteños”.
No suelte entonces este libro, estimado lector. Porque no va a salir defraudado, y seguro va a terminar queriendo a su autor, no tanto como yo lo quiero, pero sí lo suficiente como para sentirlo propio.
Soy una masa amorfa acostada en la cama que vive en Argentina. Ella sí tiene una forma precisa y es gracias a sus países limítrofes y al océano Atlántico. Yo no. Me cuesta reconocer mis límites, ponerlos, enfrentarme a sus consecuencias, entonces los demás hacen lo que quieren conmigo y paso a tener una forma que no reconozco de mí.
Es junio del 2011 y papá me despierta a los gritos casi vestido de payaso, más de Pipistrilo que de Marcelo. Da una patada, todavía sin las chalupas puestas, y me mete adentro del auto. Sé del evento al que estamos yendo a animar, pero no escuché la alarma por una borrachera larga que me dejó bobo. Me duele hasta la ropa. Voy puteando a los compromisos del mundo sobrio y llegamos al estacionamiento del estadio donde se llevará a cabo el evento de la fundación “Pupi” Zanetti. Esta resaca me va a llevar a la tumba, bajo una tarde de sol tremendo, en la que Messi y Scaloni jugarán un partido solidario. Todavía ni Messi ni Scaloni conocen el peso de la Copa del Mundo, mientras que yo sí conozco el peso de la copa vacía, el peso de la copa llena y los pesos argentinos que se van devaluando al igual que yo. Ellos van a crecer como el dólar y yo voy a bajar como el peso. El acto de beneficencia más que darlo, tendría que recibirlo. Lo que tenía para dar, lo di todo anoche en el bar. Los únicos billetes que tengo son ochenta mangos sucios, y los únicos dólares que he visto son uno de la suerte, arrugado en algún rincón de la billetera, junto a una estampita de San Expedito, tan desgastada que es imposible que me pueda ayudar con algo ahora. Soy un cachivache irremontable, necesito un yogur para bajar la locura. ¿Cómo es posible que haya llegado hasta acá?
En el vestuario local los futbolistas, deportistas, y figuras del espectáculo. Son treinta en un espacio donde entran quince. Es un reencuentro entre ellos, de personas con vidas profesionales exitosas que huelen caro. La mayoría viven en Europa y tienen plata para pagar sus cosas, pero el mundo habitualmente no se las cobra. Están junto a un banquete tope de gama que quizá ni vayan a comer, y sobran bebidas sin alcohol. Ni las cervezas tienen alcohol en el vestuario local. Como el café descafeinado, la crema descremada, o el yogur que es crema de coco. Le sustraemos a las cosas lo que son. Por eso los políticos en vez de militantes son administradores. “Seres descafeinados”, es la maravillosa definición que le puso Zizek a la subjetividad de esta época posmoderna. Hasta las pasiones se viven de manera edulcorada. Cerveza sin alcohol, música sin instrumentos, amor sin pasión, comedias aburridas, policiales sin misterios. En este partido de fútbol, bajo un sol tremendo, en el que no importa ni ganar ni perder, no cobran por jugarlo, e incluso el árbitro puede llegar a ser aplaudido por alguna boludez que haga.
Pero en cambio, nosotros estamos en el vestuario visitante, en dimensiones ínfimas, y ni un sandwichito de miga. Lo cual es sensato, porque la gente de circo está cagada de hambre, recién salidos de una película de Fellini. Somos visitantes de todo lo que nos pasa y en nuestra propia ciudad. Un reencuentro de personas que esperan del mundo aunque sea un centro. Nadie nos pide una foto y hay olor a culo. Está prohibido acercarse a las figuras mundiales. Con Messi no podés sacarte fotos, salvo algún dirigente que romperá el protocolo. Me lo contó mi amigo Dami que labura de prensa en el club pero no voy a quemar a mi amigo con esta infidencia. Nosotros sí quisiéramos que alguien se nos acerque con alguna demanda de algo. Y los únicos deportistas de este vestuario son una pareja de acróbatas venezolanos que harán su arte en el campo de juego antes del partido, y con las botas llenas de aserrín. En el ambiente del circo están a la espera de que se separen para bajarles la caña. Es que las disciplinas circenses brindan muchas posibilidades de revolcarse. Son muchos y se tienen ganas. Viven en un diario contacto físico el uno con el otro. Ni necesitan salir a conocer gente nueva. La doble E: endogamia y exposición. Lo único que hacen con carpa es el espectáculo. “Aserrín, aserrán, de la boca no se va...”.
Son corazones nómades y de hogares en movimiento, escapándole a la rutina pero llegando a ella como método de supervivencia. Sus rutinas duran cinco minutos pero estudiaron años y años para poder hacerla. De las pocas cosas que hacen bien. “¡Andá, disfrazate de Spiderman y tirate de la punta del Monumento a la Bandera, gil robado!”, fue un insulto largo y rosarino que le escuché decir a la maga Dulcinea luego de descubrir a su enamorado, el payaso Torniquete, hacerla mal. En el intervalo de una función tuvo sexo con la contorsionista Goma Eva Brillosa en un baño químico Basani. La rutina de ella era la de hacer la vertical, con muchísima plasticidad y sin mirar, tirar una flecha con los dedos de los pies a un blanco. A Goma Eva Brillosa le lustraba el arco y la flecha Torniquete con su propia lengua, en un indicio bastante explícito de que podían abotonarse juntos. Ni una lluvia danzante de chorros de soda los hubiera podido desabotonar.
Aprendí de las rutinas que salen brillantes y son hermosas de ver, que las vemos sencillas pero sus procesos fueron complejos. Sentimos que cualquiera podría hacerlas. Y ahí está el truco, creo. En algo bien hecho que parece simple, pero fue casi imposible llegar a ese swing. La triple T: trabajo, tiempo y talento. Es lo imposible haciéndose posible y como pueblo lo comprobamos subidos a La Scaloneta. Un proyecto con mística porque fueron llegando a ese estado y no porque era el objetivo del viaje. Hoy sobran proyectos de cualquier índole, con mucha guita encima, que pretenden lograr una onda genuina, orgánica, pero forzando la cosa. Dejando la energía en comprar bots, comentarios, y likes. Son la serpiente que se muerde la cola. Nada de eso fue La Scaloneta que vibró sola, como ese arte que surge del alma sin ser impulsado por el mercado. La Scaloneta, llena de rosarinos y santafesinos. Una selección sin porteños y con bonaerenses. Pero volvamos a la zona de vestuarios del evento de la fundación “Pupi” Zanetti en el 2011, una jornada que lo tiene a Scaloni casi como un anónimo más.
Estamos en el vestuario visitante y somos pocos. Estamos apretados y papá ya nos calmó: “Tranquis compañeros, compañeras, quince minutos en el césped, unas payasadas, y nos vamos a la mierda”. A punto de golpearnos en el pecho, a lo Timoteo Griguol, antes de salir a escena. Papá siempre que pudo mezcló el fútbol con los payasos. De hecho, su partenaire, el payaso Pataruco, llegó a jugar en la reserva de Newell´s pero no pasó de ahí. Esa frustración la llevó al escenario, con latiguillos del tipo: “¿Para qué lado patea usted?”. Se reía y nos reíamos mucho con Eber Ludueña, un exfutbolista que en realidad era otro rosarino que se había hecho a sí mismo escapando de la Chicago Argentina. Una vez vi la peluca y el bigote originales de Eber en una bolsa del supermercado Coto y quise borrar esa decepción de mi mente para siempre. Mi hermano fue Eber Vicente, el hijo de Eber, en una serie web. La rosarinidad se conecta en la Capital. Un mismo gremio. Sabemos lo difícil que es hacerse un lugar, sin tener un apellido que tenga una historia en el mundillo del entretenimiento nacional, ni una garantía para alquilar como tampoco tener cerca el lavarropas de mamá.
“Por unos billetes hacen cualquier cosa estos yosapas que están acá”, pienso, y veo a mi lado, en este vestuario visitante, a algunos que les vi pasar la gorra amenazando al público antes de cerrar un show: “Si no tienen dinero pongan lo que tengan: puede ser una tuca, una bufanda, o a la abuela”. Son los animadores que usan el odio y la queja para expresarse, y también existen quienes animan al público con el encantamiento y las gracias. A veces es una elección, otras veces no queda otra. La calle puede llegar a ser un lugar hostil para un artista callejero y entonces se tiene que comportar como un perro rabioso. Parte de la gorra se llena gracias a la culpa, la culpa del espectador que siente vergüenza de disfrutar un show de arriba sin dar alguno de los papelitos de colores que acordamos en llamar billetes.
Me siento en una primera chamba eterna, con una adolescencia que no se termina, y encarando la escalera hacia arriba con una resaca infernal. Vacío yo y vacía también una botella de yogur que llené de agua con la ducha del vestuario. A punto de incrustarme un cabezón dientudo llamado Meterete. Lo bajamos del auto hace un rato desde una bolsa anaranjada gigante. Es un muñeco con cara de tonto y sonrisa permanente. Voy a convertirme en él ni bien salga del túnel y sienta la luz del sol que temo frite mi cabeza. Ya tengo puestas dos manoplas grandes y dos zapatillas enormes de goma espuma como las de mi hermano (las mías son azules), y espero unos minutos para ponerme el cabezón porque estamos saliendo por el túnel, que está debajo de la popular, y es un pasillo tan estrecho que me puedo llegar a quedar atascado como una aceituna intentando entrar por la cerradura de una puerta. Antes de poner mi cabeza adentro de la cabeza gigante de Meterete, lo voy a mirar a sus ojos de telgopor pintados con fibrón y le voy a decir: «te odio, loco».
Se me había convertido todo en una profunda falta de límites en múltiples aspectos: personales, sociales, profesionales y existenciales, pintando un cuadro de desorganización y confusión que dominaba mi vida por completo. Uno cuando es un muñeco que no pone límites está permeable y es un imán a que te aparezca siempre algún forro dispuesto a manejarte. Personas que vienen por una libra de tu carne. A mí me pasó con falsos padres y también con directores artísticos de medios. Con los falsos padres pasaba que podrían atacarte cuando estabas presente pero después hablar bien de vos a tus espaldas. Hacen todo al revés estos falsos padres o amigos con tensión artística. Te aman y lastiman. «Vos tenés un muy buen lejos Tom, a diez metros estás hermoso», me dijo una vez uno de estos papás truchos. Te pisan para que no florezca tu brote. Y por eso quieren verte dando lástima. Para sentirse superiores cuando te ayudan. De esa prisión que a veces nos construyen, se escapa perdonándolos. Así es como, creo yo, uno se libera. Entendí que la intención puede estar en el tono y no en lo que te dicen. Por ahí, en vez de decirte te extraño, eligen rebajarte logros con alguna chicana. Te quieren pero dicen lo contrario. En esa ausencia de límites uno se siente acompañado, menos solo, y sin embargo por dentro te vas rompiendo.
Con la figura del director artístico en los medios pasaba algo distinto a los falsos padres, porque los veías como a un futuro jefe, un empleador. Te podían llegar a cagar pero ibas por ellos igual, intentando caerles bien con una falsa sonrisa política de muñeco. Siendo un agente de gusto general. La figura del director artístico representaba una especie de Dumbledore pero de remeras muy apretadas y te lo podías cruzar en un show de Hernán Cattaneo. Como figuras míticas en el ambiente, se vestían de negro y sin colores. Decían que sí y que no. Parecían comprender cosas difíciles, de tener una facultad sobrenatural de percibir cosas lejanas o no perceptibles con los sentidos, o hasta de adivinar hechos futuros o lejanos. Te miraban desde un pedestal desplegando toda su psicopatía. El psicópata puede verse muy humano también, puede llegar a ser muy empático, te observa desde ese pedestal, te analiza, conoce bien tus necesidades, tus carencias, va y rellena tus lugares vacíos, y después los utiliza para tenerte de alguna manera en sus manos. No eran tiempos de redes sociales ni de canales de streaming y ellos custodiaban las pocas puertas mágicas para que puedas expresarte. Mostrar tu arte. Hoy si siguen ejerciendo ese rol es solamente para administrar egos. Es que todo eso parece haber cambiado, aunque no tanto desde que el algoritmo actúa un poco como un director artístico invisible, dictando normas y decisiones que afectan varios aspectos de nuestras vidas, estableciendo límites y titiriteando nuestras percepciones de una manera casi omnipresente.
Piso el césped del campo de juego y ya soy Meterete. Es un hecho. La animación ha comenzado. Soy un muñeco con cara de tonto de sonrisa permanente. Del ridículo se vuelve y acá estoy otra vez. Envuelto en un infantil entusiasmo corro por todos lados sin pensar en el inminente ritmo taquicárdico que vendrá a apoderarse de mí. Sobra terreno para andar y son cada vez más las personas en las tribunas. Nos desparramamos por toda la cancha para ocupar territorios, pero desde el helicóptero que sobrevuela por la ciudad parecemos algunos pocos granos de una torta verde colosal. En el área vislumbro a mi hermano: patea penales con mi papá junto a la pelota inflable que tenemos para la pileta de Funes, la Miami rosarina. Cuando la patean lejos del arco, mi papá va a buscarla detrás de los carteles publicitarios y puede llegar a ser escupido por unos pibes de Barrio La Guardia que están colgados en el alambrado (los escupitajos no son agresivos en los partidos a beneficio, son más bien para reírse de una supuesta incorrección; y hasta los salivazos pueden lanzarse suavemente, desde algún dedo mojado que se sacude en el aire para salivar de manera prudente). Es el rato en que somos intérpretes, los mirados, y es porque son las dos de la tarde. Algunos futbolistas todavía no llegaron ni al aeropuerto. El calor es un turro que nos parte al medio, o al menos a mí, y girando mi cuerpo en un movimiento lentísimo veo a los estudiantes de circo haciendo un par de piruetas acrobáticas que no llegan a cautivarme por el bulto bien marcado de uno de los acróbatas; lo denota su calza deportiva, que se lleva todas las miradas y son las miradas de quienes están en las tribunas. “¡Que saque a respirar al caniche que tiene secuestrado!”, grita un plateísta, y es más gracioso que nosotros. Hizo reír más a la gente que de a poco iba llenando el lugar. Algunos plateístas tendrían que tener su propio show de stand up. Pero la puesta del escenario también tendría que ser una platea, y a su lado estar esa familia que no es su familia, pero se parece a una, porque se ven casi todos los domingos que hay partido. Todos plateístas con abono, una raza de barrabrava civilizada. Esto de no ser el más gracioso en la cancha me está haciendo enojar, y entonces siento la libertad e impunidad que me da estar dentro de Meterete. No existo para el estadio. Empiezo a dar unas vueltas carneras sosteniendo al cabezudo para que no se me salga y juego a que no llego a tocar el travesaño. Pero nadie se ríe. También voy metiendo tres o cuatro poses ridiculizando modelos de Milán a lo Sacha Baron Cohen en Bruno. Pero siguen sin reírse. Desfilo y se me va haciendo imposible con las zapatillas gigantes. A cada paso, levanto casi toda la pierna, mis pantorrillas pesan toneladas. Tiro una “mirada de Blue Steel” que tampoco garpa. El corazón al borde de salirse por mi boca y ya no tengo a nadie cerca. Cada uno la está remando en distintos sectores. Es un sálvese quien pueda total, de monerías sueltas en la inmensidad de la cancha de once. Ya ni sé qué hacer y en los bolsillos no tengo más recursos. Ni el dólar ni San Expedito podrían ayudarme. En el agotarse del cuerpo que me transpira, miro por el mosquitero -que está en la boca de Meterete- a mis compañeros animadores dispuestos a continuar con todo esto “no nos pusieron ni botellas de agua, ¡puta madre!”. Grito y nadie escucha.
Tengo miedo de caer desmayado en el césped, que se piense que es parte del show, que todos vuelvan al vestuario y yo me quede tirado ahí, esperando un carrito de lesionados que potenciaría aún más todo el chiste. “¿Viste la noticia del boludo ese que palmó ayer en el partido a beneficio de los amigos de Pupi y de Maxi? Era la mascota del estadio”, prefiero una muerte real como un ataque al corazón, a morir de forma ridícula digna de ser contada en la serie “1000 maneras de morir” que recrean muertes absurdas.
Voy directo al banco de suplentes, cosa de estar sentado ante cualquier catástrofe ya incontrolable por la mente y, llegado el caso, morir sin ser observado. Sentado, las pulsaciones parecen descansar. El cuadro del muñeco que soy mejora poco a poco hasta que, trotando, mi hermano se acerca a la zona del banco. Mientras inventa una serie de piruetas me va puteando porque estoy inmóvil. Lo hace de manera muy sutil, el asquerosamente buen actor. Desde adentro de Meterete le digo que no puedo más de tanta resaca (si veo que no escucha le hago un ‘no’ gigante de manopla naranja). “Falta un rato más, bobo, le dan plata a papi por esto, quedamos todos mal por vos, ¡mirate, ‘borracho’ ahí echado en el banco!”, grita en ese grito sin autor que da la multitud mientras su cara la está pasando genial pero para con los demás. Insulto al cielo como si dios fuera el rejunte de falsos padres, directores, y algoritmos que van a enloquecerme, y vuelvo sobre mí al pararme y empiezo a darle indicaciones a mi hermano con el orgullo golpeado. Hago que soy un técnico moviendo los brazos a lo Marcelo Bielsa, vuelvo visible lo invisible como los fumadores lo hacen con el humo del cigarrillo, mientras mi hermano va y viene siguiendo mi payasada. Aspiro una línea de cal del banco de suplentes de manera exagerada. Vengo bien. Siento que estoy por hacer un chiste que va a funcionar. Lo tengo en los nervios. Ahí, en ese momento, es cuando al darle una patada en la cola a mi hermano, toda la platea de atrás larga una carcajada general de miles y miles de personas que me sacan del eje totalmente shockeado en la fugacidad instantánea de la felicidad. Mi primera ovación. Una ovación multitudinaria que no me llega, y no por la resaca, sino porque la risa se queda, es la espuma, se pierde en la goma espuma del cabezudo que seguro sonríe, siempre sonríe, le sonríe a los de afuera, y a mí me deja el lado más amargo del adentro. No puedo ver casi nada, no doy más, pero sigo. Y trato de absorber un mínimo de la alegría del pueblo con mi piel ausente de testosterona y de fuerza muscular. Quiero perderme en halagos. Se me va yendo la idea de morir, es una resaca que me está haciendo despertar. Un barrilete cómico. ¿De qué planeta viniste? Del planeta payaso. Un recordatorio de mi origen, de mi lucha contra la autodestrucción, de mi incapacidad para controlar consumos propios y ajenos que recaen sobre mí. Una batalla interna. Atrapado en compromisos que no deseo del todo, manipulado por figuras de autoridad que van marcando mi camino, y chupando mi voluntad propia. Alienado, cediendo ante las expectativas de los demás. Necesito articular la queja con el deseo, ir hacia un recuerdo en el que ponga un límite. Pienso en el fútbol, ese juego que comunica a las familias, en los abrazos de gol, en los chistes de varones, en la violencia del cancionero popular, toda esa gente acercándose a la literatura por cuentos futboleros, y en la paternidad llena de errores. Por primera vez encuentro un límite que puse para darme la posibilidad de recuperar el control sobre mi destino. Un límite que terminó con mi infancia y fue el gran secreto que nadie supo.
Lo que sigue comenzó como un secreto que el mundo exterior desconocía por completo. Cuando digo mundo exterior me refiero al colegio -el único lugar al que iba fuera de mi casa-, y el secreto que no compartía con nadie estaba en mi pieza. Solamente lo conocía mi familia, y fue el que iba a marcar el fin de la infancia. La muerte como el nacimiento de otra cosa.