Jóvenes héroes de la Unión Soviética - Alex Halberstadt - E-Book

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Alex Halberstadt

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Beschreibung

Uno de los libros del año para The New York Times. La historia de cómo décadas de totalitarismo soviético y persecuciones fracturaron a tres generaciones de una familia. Con nueve años, Halberstadt le dice a su mejor amigo que va a abandonar la Unión Soviética, a lo que este responde entristecido: «Ya no podrás morir por tu país». Años después, el autor indaga en el pasado para dar respuesta a sus miedos irracionales, bloqueos emocionales y pesadillas recurrentes. De Moscú a Ucrania, de Lituania a Nueva York, lo personal es indiscutiblemente político en una narración a la vez divertida y aterradora. Los recuerdos de su abuelo de la KGB, las migraciones de su familia judía, las peleas de sus padres en el Moscú de los 70 y, finalmente, su propia experiencia: la de un niño que crece a caballo entre el Tío Sam y la Madre Patria, que carga con el miedo de tres generaciones, y que encuentra la forma de vengarlos de la mejor manera posible: viviendo y recordando. CRÍTICA «Una mirada bellísima, incisiva y radiante a un largo legado de sufrimiento y de guerra.» —Olivia Laing «Una extraordinaria memoria familiar… Un elegante testimonio de la subordinación de la vida humana a la voluntad de un Estado excesivamente poderoso.» —Robert Leigh-Pemberton, The Telegraph «Un absorbente relato que nos habla de la dictadura, la guerra y el genocidio, y de cómo el legado tóxico que dejaron se ha grabado en las sucesivas generaciones de ciudadanos soviéticos.» —The Guardian «Una soberbia evocación de la Unión Soviética en los años 60 y 70.» —The Jewish Chronicle «Un libro profundamente personal, una pieza de no ficción atractiva y sutil que está llena de historia y del propio ingenio de Halberstadt.» —John Jeremiah Sullivan, The Paris Review «Un relato cariñoso y triste que también es escéptico, sorprendente y, a menudo, muy divertido.» —Jennifer Szalai, The New York Times «Escrita con el estilo convincente característico de Halberstadt, la obra es en parte memoria, en parte incursión periodística, en parte análisis sociopolítico.» —Meredith Maran, Los Angeles Review of Books

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Para mis abuelos

Tú que no recuerdas el paso de otro mundo, te digo podría volver a hablar: lo que vuelve del olvido vuelve para encontrar una voz.

Louise Glück, «El iris salvaje»[*]

[*] Louise Glück, El iris salvaje

PRÓLOGO

LOS OLVIDADOS

[Imagen 1]

Cuando nos sentimos confusos o perdidos, las historias pueden dar sentido a nuestro desorden. Hace no mucho, yo encontré una de esas historias en las páginas de una revista científica. O quizá fue ella la que me encontró a mí. Narraba cómo un equipo de investigadores de la Universidad de Emory, en Atlanta, había insuflado aire mezclado con un producto químico que olía a flor de cerezo en una jaula que contenía crías de ratón, para luego administrar descargas eléctricas a los animales en las patas. Al cabo de un tiempo, los ratones aprendieron a asociar el aroma a flor de cerezo con el dolor y temblaban de miedo cada vez que lo olían. Lo sorprendente, sin embargo, vino cuando tuvieron crías. Expuesta al olor, la segunda generación también se echaba a temblar, aunque nunca había recibido descargas eléctricas. Además, sus cuerpos habían cambiado. Nacieron con más receptores olfativos en la nariz, y las estructuras cerebrales conectadas con estos receptores habían crecido con respecto a la generación anterior.

Perplejos ante semejantes resultados, los investigadores se plantearon si se hallaban frente a una anomalía. Así que se aseguraron de que la siguiente generación de ratones —los nietos— no tuviera ningún contacto en absoluto con sus padres; de hecho, fueron concebidos mediante fertilización in vitro en un laboratorio en el otro extremo del campus. Pero estos ratones también temblaban de miedo ante el aroma a flor de cerezo y presentaban idénticos cambios cerebrales. El experimento parecía demostrar que el trauma sufrido por una generación se traspasaba fisiológicamente a los hijos y a los nietos, incluso en ausencia de contacto. Lo que los investigadores no sabían explicar era cómo o por qué sucedía esto.

Tras la publicación de dichos descubrimientos en 2013, estudios en sujetos humanos confirmaron que los investigadores de Emory habían dado con algo: los marcadores fijados a ciertos genes se ven influidos por el entorno del individuo. Un estudio realizado en el Hospital Monte Sinaí de Nueva York descubrió que hijos de supervivientes del Holocausto mostraban cambios en los genes determinantes de la respuesta al estrés, cambios idénticos a los hallados en sus padres. Otro estudio reveló que algunas madres embarazadas que se encontraban en las cercanías del World Trade Center durante los ataques del 11 de septiembre de 2001 dieron a luz niños con alteraciones genéticas similares. En estos estudios, los niños demostraron una propensión a padecer trastorno de estrés postraumático que no era proporcional a su realidad cotidiana, una afección que un investigador describió como la tendencia a «sentirse inseguro en un entorno seguro». La mayoría de las teorías que aspiran a explicar tales hallazgos se basan en el campo relativamente nuevo de la epigenética, que estudia los cambios no tanto en el mismo código genético como en la expresión genética, pero ciertos aspectos de las teorías apenas se comprenden y son motivo de controversia.

Yo leí por primera vez sobre esos estudios en un momento especialmente agitado de mi vida, mientras intentaba juntar las piezas de la historia de mi propia familia. Los estudios parecían apuntar hacia algo en lo que yo empezaba a creer, algo en lo que quería creer porque lo sentía intensamente: que el pasado vive no solo en nuestros recuerdos sino también en cada célula de nuestro cuerpo. Era una idea determinista, qué duda cabe, pero ayudaba a explicar ciertas experiencias recurrentes y desconcertantes compartidas por las tres últimas generaciones de mi familia: tendencia a la ruptura de relaciones, presentimientos desastrosos, depresión clínica y ansiedad, trastornos crónicos del sueño, proclividad a guardar secretos y una incesante sensación de peligro.

Por alguna razón, no dejaba de pensar en el estudio de los ratones de Emory. Al final, me di cuenta de que lo que tanto me atraía de ellos no eran solo sus impactantes resultados, sino la poderosa metáfora que representaban. ¿Podría ser que también nosotros tembláramos de miedo ante estímulos que no podíamos identificar ni recordar, estímulos cuyo origen se hallara décadas antes de nuestro nacimiento? Desconcertaba pensar que el pasado pudiera vivir a través de nosotros sin nuestro consentimiento, e incluso sin nuestro conocimiento. Pero, si fuera cierto, significaba asimismo que con tiempo y esfuerzo esos remotos estímulos podían ser identificados y, a la postre, comprendidos.

Mi madre decía que en mis sueños siempre aparecían perros ladrando. Al menos, en las pesadillas. Comenzaron cuando cumplí los nueve años, en plena ruta nómada de Moscú a Nueva York con mi madre y mis abuelos. Tuve esas pesadillas en habitaciones de hoteles baratos de Austria, Italia y Manhattan, y luego en una larga sucesión de apartamentos situados en la baldía periferia de Queens.

La mayoría de mis sueños no eran dignos de recordar, pero había uno recurrente que destacaba sobre los demás. Se desarrolla en Stepanovskoye, un pueblo próximo a Moscú donde, en verano, mi familia alquilaba la parte delantera de una casa azul de chilla con postigos verdes. En el sueño está anocheciendo, y yo me encuentro frente a la portilla de la valla de madera que hay ante la casa, ansioso por entrar. Mis padres están dentro, y yo huelo el humo de leña de la cocina de mi bisabuela. Pero el bulldog de la casera se ha soltado de su cadena y ladra al otro lado de la valla; el miedo me atenaza la garganta. No sé qué hacer, pero está anocheciendo y tengo que volver a casa, así que acabo abriendo la portilla de golpe y me lanzo a la puerta con el bulldog detrás, gruñéndome en el cogote. Cuando me despertaba tenía el pulso desbocado y la almohada empapada de sudor. De inmediato, todo lo sucedido en el sueño se desmoronaba, convirtiéndose en polvo al tratar de asirlo. A veces, si mi madre estaba dormida, yo iba a hurtadillas a la cocina, cogía un cuchillo del cajón de los cubiertos y, dejándolo bajo la almohada hasta que amanecía, me quedaba allí acostado, inquieto, mirando la luz fría a través de las cortinas. Es un sueño que se niega a desaparecer, pese a todos los años transcurridos desde entonces.

Unos meses después de que todo aquello empezara, aterricé con mi familia en el aeropuerto John F. Kennedy de Nueva York. De inmediato, y durante muchos años desde entonces, sentí que Nueva York era mi hogar más que ningún otro sitio en el que hubiera vivido. Para mí, el resto de Norteamérica no era más que un territorio hipotético. Desde el primer día, amé casi todo lo que nos ofrecía nuestra nueva ciudad. El curso de la historia apuntaba hacia el futuro en lugar del pasado. En Moscú, el metro discurría únicamente bajo las calles, y las estaciones desempeñaban una doble función, pues a veces servían de refugio antiaéreo; en ciertas partes de Nueva York, en cambio, el metro circulaba por vías muy por encima de las aceras, a la altura de las vallas publicitarias, los neones y los frontones posmodernistas. Me maravillaba cada milagroso regalo que me hacía la ciudad: el apartamento de dos habitaciones a pie de calle en las Ravenswood Houses, un grupo de viviendas protegidas en Long Island City donde vivíamos los cuatro; los librillos repletos de coloridos y crujientes cupones de alimentos que recibíamos por correo; las cenas congeladas de Swanson’s Hungry-Man que mi abuelo materno Semión y yo compartíamos casi cada noche, embelesados con el reluciente papel de aluminio que las envolvía y con sus perfectas formas euclidianas.

En aquellos años, yo no quería saber nada de nuestro pasado soviético… y eso incluía a mi padre. Durante nuestros primeros cinco años en Nueva York, hablé con él por teléfono como mucho una docena de veces, y solo porque mi madre me plantaba el auricular en las manos y fruncía elocuentemente el entrecejo. En el colegio, le dije a todo el mundo que mi padre había muerto, primero de cáncer y luego en la guerra afgano-soviética. ¿Qué tenía de malo? Antes de embarcar en Moscú en el Túpolev Tu-154 rumbo a Occidente, habíamos renunciado a la ciudadanía soviética y a nuestro pasaporte, y con ellos a la posibilidad de volver al país. Mi padre había elegido quedarse, así que yo sabía que no volvería a verlo. La Unión Soviética tenía casi setenta años de historia, y por lo que se podía intuir en 1985, todo indicaba que duraría como poco otros setenta más.

El nombre que me traje conmigo de la Unión Soviética, el nombre de mi padre —Aleksandr Viacheslavovich Chernopisky— era una catástrofe tanto en nuestra vieja lengua como en la nueva. En tiempos más elegantes, nuestro apellido se podría haber traducido como «el de las espaldas morenas». Mis compañeros del colegio, en cambio, lo truncaron a Pissky, a Pissed On o simplemente a Piss,[1] y a veces, en aquellos años finales de la Guerra Fría, me llamaban «el Gran Rojo», por la marca de chicle y por mi creciente ancho de cintura.

Así, a los quince años, acabé en una oficina gubernamental con una mesa metálica, varias sillas metálicas y una fotografía enmarcada de Ronald Reagan. Mi madre tomó asiento a mi lado. De la mujer que se encontraba al otro lado de la mesa solo recuerdo que era guapa y negra y que llevaba chaqueta y un tono de pintalabios conocido como «Wild Raspberry». Era supervisora del Servicio de Inmigración y Naturalización, y me informó, muy tiesa bajo la sonrisa deslumbrante del presidente, que si quería podía cambiarme el apellido por el de mi madre, allí mismo, en ese instante, con la autorización del Gobierno.

Mi madre me miró y yo asentí. La supervisora escribió algo en un formulario y lo deslizó sobre la mesa hacia nosotros, mi madre firmó con un bolígrafo y eso fue todo. El patronímico extranjero y el apellido ante el que los hombres de mi familia se encogían de hombros y sobre el que bromeaban —además de aquellas sílabas eslavas— desaparecieron. Yo era el primer Chernopisky que no tendría que seguir siéndolo.

Mi nombre fue una de las muchas cosas que me había llevado conmigo y a las que intenté renunciar. Empezaba a comprender que el proyecto de todo inmigrante que quisiera interiorizar la nueva cultura tenía una inevitable cara B: erradicar su antiguo yo. Existir en dos culturas de manera simultánea resultaba desconcertante, molesto y raro a la vez, como escuchar una radio sintonizada justo entre dos emisoras. Y de adolescente, yo estaba encantado de olvidarme de Rusia y del ruso, pues creía que así dejaría espacio en mi cerebro para la nueva lengua y las nuevas costumbres.

Ayudó a mi proceso de olvido el desdén de mi madre por mi país de nacimiento. ¿Qué había hecho por ella, solía repetir, salvo privarla de su juventud? Había crecido en la Lituania soviética, un lugar que le gustaba casi tan poco como Rusia, redimida en sus recuerdos tan solo por la nostalgia de su infancia. Moscú le era tan ajena como Nueva York. Para ella, significaba poco más que discriminación estatal contra los judíos, déficit de consumo, arquitectura espantosa, meses ininterrumpidos de nieve y cellisca, y sobreabundancia de fibras sintéticas. Con mi padre, del que se había divorciado tras siete años de matrimonio cada vez más infelices, era incluso menos caritativa. Mis abuelos maternos tampoco lo tenían en alta estima.

Semión y Raísa, que emigraron a Nueva York con sesenta y tantos años tras una apacible mediana edad en Vilna, no lograron sobreponerse al desconcierto que les producía el nuevo entorno, pero no eran muy dados a la retrospección. Cuando les preguntaba por su juventud —yo conocía algunos detalles de la guerra y de los familiares a los que cada uno había sobrevivido— mis abuelos rara vez soltaban prenda. Creían en la capacidad del pasado para corroer el presente y me veían como un producto de la paz, es decir: puro y blando como una nube. Si yo insistía en preguntarles, apretaban los labios y se ponían melancólicos. «No tenemos más que recuerdos horribles», decía Raísa en esas incómodas situaciones, con una convicción que sonaba religiosa. «Es más prudente ser optimista.»

Mis mayores esfuerzos por olvidar iban destinados a mi padre, porque cuando lo recordaba, recordaba también que se había ausentado voluntariamente de nuestra vida. Durante más o menos el primer año y medio tras nuestra llegada a Nueva York, él llamaba por teléfono de vez en cuando, y en una ocasión nos mandó un paquete que contenía una carta para mí junto con varios libros, incluida una biografía en ruso de Pedro el Grande, que devoré. Más tarde, sus llamadas se redujeron a una o dos al año. Llamarlo a él habría sido carísimo, según decidió mi madre.

La mayor parte del tiempo, mi padre y yo nos comunicábamos solo en mi imaginación. Mi recuerdo favorito era de cuando me enseñó a nadar el verano que cumplí siete años. Fue en una de las charcas repletas de algas de Stepanovskoye. Mi padre se metió en el agua hasta que le cubrió por la cintura y me sostuvo sobre la superficie, con una mano bajo mi pecho y la otra bajo el vientre. «Patalea», me ordenó, y empezó a girar conmigo, trazando círculos, mientras el agua que yo levantaba al patalear le salpicaba la cara. La primera vez que me soltó, tragué una bocanada de agua y me hundí hasta el cieno del fondo; hicieron falta varios intentos hasta que pude mantenerme a flote sin su ayuda, batiendo los brazos y las piernas tan rápido como podía. «¡Movimiento continuo!», gritaba él por encima de mis chapoteos.

La mayor parte del tiempo, intentaba no pensar en él, hasta que se me empezó a olvidar cómo sonaba su voz, lo que por alguna razón me asustó. Para entonces debía de tener doce o trece años. Entonces por las noches, después de meterme en la cama y apagar la luz, me ponía a intentar oírlo repetir: «movimiento continuo». Al cabo de un rato me parecía que lo oía débilmente, como el mar dentro de una caracola, y eso siempre me reconfortaba.

Poco después de que me fuera a la universidad, mi madre me llamó para decirme que mi padre había sufrido un infarto y que llevaba casi dos meses recuperándose en un pabellón de cuidados intensivos. Ser consciente de la mortalidad de mi padre me llevó a decidir que quería conocerlo, así que, con una tarjeta telefónica, marqué su número de siete dígitos con el código internacional correspondiente. Seguí llamándolo cada dos o tres meses. Siempre se mostraba bastante amable, y tenía un punto gracioso e irónico. A veces se tornaba reservado cuando le preguntaba por su nueva familia o mencionaba el pasado, pero en general sonaba vacío de vitalidad, agotado por la mera tarea de tener que hablar. A veces parecía como si estuviera medio muerto. Lo que más le gustaba era hablar de películas antiguas, a menudo las mismas que en la anterior llamada; hasta que, al cabo de quince o veinte minutos de conversación, empezaba a sonar distraído y acababa diciéndome que tenía que colgar.

Yo no entendía por qué mi padre había renunciado a la paternidad. Supe por mi madre que él mismo había dejado de hablar de su propio padre, Vasili, meses antes de que yo naciera. Todos en mi familia mencionaban a mi abuelo tan solo de pasada, como si su existencia fuera un secreto a voces. Vasili solo me vio una vez, cuando yo tenía tres meses. Mi madre me dijo que fue una tarde de otoño en Moscú y que él me bañó y me peinó. Por supuesto, yo no guardo recuerdo de aquel encuentro. Juntando retazos de información, averigüé que había sido oficial en la organización que luego se llamaría KGB y que, durante más de una década, sirvió como guardaespaldas personal de Iósif Stalin. Yo era ya un adolescente cuando lo supe, y para mí eso convertía a Vasili en el equivalente moral a un oficial de la Gestapo, por lo que no vi como algo negativo, ni mucho menos, el no conocerlo. Nació antes de la revolución, recordaba mi madre, y tanto ella como yo suponíamos que había muerto en algún momento tras la caída de la Unión Soviética.

A principios de la treintena, mi reinvención parecía completa. Me había convertido en un escritor con docenas de artículos publicados en mi nueva lengua y estaba trabajando en un libro. Compartía un apartamento en Brooklyn con mi novio de la universidad, el nieto de un ministro luterano cuyos padres se conocieron en el instituto en Grand Forks, Dakota del Norte. Me había esforzado diligentemente en olvidar. Cuando nuestros amigos me preguntaban por mi infancia, yo no sabía explicar de forma convincente lo que había supuesto crecer en Rusia, ni por qué tenía un padre relativamente joven con el que casi nunca hablaba, y un abuelo al que no conocía, y una lengua natal que cada año hablaba peor.

Claro está que, en realidad, no conseguí olvidar gran cosa. En aquellos años, los sueños recurrentes de mi infancia se volvieron más insistentes y perturbadores, visitantes no bienvenidos que reclamaban mi atención desde los rincones desatendidos de mi cerebro. Una de aquellas mañanas, mucho antes de leer nada sobre los ratones de Emory, me pregunté si el miedo se podía heredar igual que un gen. El miedo se terminó extendiendo también a la vigilia: desarrollé, en primer lugar, un temor obsesivo al sonido de pasos desconocidos en el pasillo, luego a los ruidos que atravesaban las paredes de mi dormitorio procedentes de los apartamentos vecinos, y al final a los vecinos mismos. Lo extraño de aquel miedo es que no lo relacionaba con ninguna amenaza en mi entorno, por lo que no podía lidiar con él, ni superarlo a fuerza de racionalizarlo. En ocasiones lo sentía como una presencia externa, como una especie de posesión medieval.

Una mañana del verano de 2004, durante una de nuestras (apenas) trimestrales conversaciones telefónicas, mi padre mencionó a un primo segundo o tercero que vivía en alguna parte de Ucrania. Dijo que él casi no lo conocía, pero que aquel hombre lo había llamado por sorpresa unas semanas antes y le había exigido saber por qué mi padre no visitaba a Vasili. A sus noventa y tres años, Vasili conservaba la lucidez, le informó el primo en tono amonestador. «Y te echa de menos.» Me sorprendió oír que mi abuelo seguía vivo, y que además seguía viviendo en el mismo apartamento en el que se había criado mi padre, en Vinnytsia (conocida en la época soviética por su nombre ruso, Vinnitsa), una gris ciudad industrial próxima al centro de Ucrania. Habían pasado veintiséis años desde que mi padre y Vasili se escribieron por última vez; treinta y cinco desde que se vieron. Sin pensarlo, le dije que quería conocer a Vasili. Mi padre sonó casi tan sorprendido como yo mismo. «En ese caso», dijo, «primero tendrás que encontrarlo.»

Después de colgar, repasé lo que sabía de Vasili. No era mucho. Una noche, cuando yo tenía nueve años, mi abuela materna, Raísa, presa de una embriaguez poco propia de ella tras copa y media de Asti Spumante, dijo que Vasili había trabajado en la policía secreta y había hecho «cosas innombrables». Raísa era una mujer cauta y solo se permitió semejante indiscreción tras haber abandonado la Unión Soviética. Fue en el invierno de 1980. Por entonces vivíamos a veinticinco minutos en tren de Roma, en una ventosa ciudad costera llamada Lido di Ostia, un lugar lleno de rotondas repletas de palmeras y cuyas playas estaban cubiertas de basura y de caparazones de moluscos. Era una sede de las Brigadas Rojas y zona de paso en la ruta de miles de refugiados soviéticos que, como nosotros, se dirigían a Nueva York. Nadie en la mesa respondió a la repentina declaración de Raísa. Era lo habitual. Siempre que se sacaba a colación el nombre Vasili, la atmósfera se enfriaba. Dependiendo de quién hablara, se le describía como un fanático comunista, un cero a la izquierda emocional, un imbécil, un padre y marido negligente, un caballero de modales impecables, un dandi o un rigorista. Aunque mi padre, según comprobé, era el que menos hablaba de él. Y lo poco que decía estaba teñido de un resentimiento que lindaba con el odio.

La única evidencia física que yo poseía de la existencia de mi abuelo paterno era una fotografía en blanco y negro de un álbum que nos habíamos llevado de Moscú. En la foto, Vasili está sentado en una ladera cubierta de hierba junto a su segunda mujer, mi abuela Tamara. Es un hombre elegante, bien proporcionado, con gusto para la ropa; lleva pantalones de cintura alta, una camisa de manga corta y un sombrero de paja; mira hacia el objetivo de la cámara con una sonrisa ambigua, contenida. Los dos parecen llevarse bien, pero la foto ofrece pocas pistas sobre quién es el hombre que aparece en ella y qué podría estar pensando. En el dorso, una inscripción realizada con pluma y de caligrafía angulosa reza: «Vasili y Tamara, Vinnitsa, 9 de septiembre de 1953».

Yo no estaba seguro de lo que esperaba de él. Era un desconocido de noventa y tantos años cuyas facultades mentales yo no tenía muy claras, un oficial del ejército y de la policía secreta, un hombre del que mi padre dijo en alguna ocasión que no era más que un matón despiadado. Quería conocerlo, claro, pero no era solo eso. La vida de Vasili era un hilo que quizá me guiara hasta un pasado que yo no podía descifrar ni comprender pero que, de algún modo, pervivía en mí. ¿Podría ese pasado explicar los silencios de mis abuelos, la infelicidad de mis padres, mis pesadillas y miedos? ¿Podría suceder que el pasado no hubiera quedado atrás ni mucho menos, sino que continuara existiendo en el presente, en nuestras vidas, como una sobreimposición fantasmagórica? Pocos días después de aquella conferencia con mi padre, pese a mis muy razonables dudas, ya había tomado la decisión de buscar a mi abuelo. No estaba seguro de lo que haría cuando diera con él, pero me apresté a planear el viaje, temeroso de que el valor me abandonara.

A la mañana siguiente descolgué el teléfono, marqué el número de información y pedí que me conectaran con un operador en Ucrania. Después de una docena de largos y tenues timbrazos, una voz femenina procedente del otro extremo de la línea me preguntó, en un ruso trepidante, por una dirección. Yo no tenía ninguna; mi padre me había dicho que ya no la recordaba. Vinnytsia era una ciudad de medio millón de habitantes, me dijo la operadora. ¿Qué esperaba? Me colgó. Volví a llamar y me volvieron a pedir una dirección. Me colgaron y llamé de nuevo. La tercera operadora accedió a buscar el nombre. Me respondió casi de inmediato. «Solo hay un Chernopisky en Vinnytsia», dijo, y me dictó un número. Me quedé mirando el papel donde lo había anotado. Parecía demasiado fácil.

Marqué. Al cabo de dos timbrazos respondió la voz de un anciano. ¿Hablaba con Vasili Chernopisky? Así era. Apenas nos oíamos el uno al otro entre las interferencias en la línea. «¿Quién es?», preguntaba él levantando la voz. Gritando también, le respondí que era el hijo de su hijo Slava. Le dije que me había visto una vez cuando yo era un bebé, en otoño de 1970, y que estaba pensando en viajar a Ucrania para conocerlo. Oí su respiración. Parecía desconcertado. «Yo no tengo ningún nieto», dijo.

Me quedé escuchando los crujidos de estática en la línea durante lo que me parecieron minutos, pensando que había colgado, pero entonces oí una voz femenina. «Soy Sonya, su mujer», dijo. «Tenemos una fotografía tuya. Si vienes, se acordará.»

[1]Piss: mear o meado; piss on: mearse en. (Todas las notas son del traductor.)

1

EL GUARDAESPALDAS

[Imagen 2]

El avión viró a la izquierda y comenzó el descenso. Un diorama se dejó ver brevemente a través de una abertura en el manto de nubes: cabañas en parches de hierba de color guisante, una charca y un canal y unos edificios fabriles obsoletos en mitad de los pastos. La niebla lo cubrió todo. El aeropuerto de Sheremétyevo, un laberinto de linóleo iluminado con débiles fluorescentes, se hallaba guardado por unos soldados que apenas habían dejado atrás la adolescencia, apoyados lánguidamente contra las paredes con los rifles de asalto colgando del hombro. Esperé junto a un grupo religioso de Michigan, media docena de familias con prístinas zapatillas de deporte blancas que bromeaban cordialmente como si siguieran en Estados Unidos, esperando su turno en una apacible oficina de la dirección general de tráfico. En aquel momento, ese sentido de inviolabilidad tan estadounidense me resultó reconfortante.

Yo era consciente de que los nervios que sentía eran los de muchos emigrantes soviéticos que regresan a la madre patria: el temor de que las puertas no se vuelvan a abrir una vez llegue el momento de irse. Las caras opacas, vagamente familiares, de los inspectores de aduanas —caras profesionalmente inmunes a la interpretación— me decían que las libertades que la mañana previa yo no me cuestionaba ahora eran concedidas y revocadas de acuerdo al capricho de aquellos hombres, y de otros hombres con otros uniformes. Con mis Levi’s y mi cazadora, yo me confundía con el grupo religioso, pero era un refugiado que volvía, categoría de viajero a la que los inspectores de aduanas miraban con suspicacia y seguramente envidia. Fui cambiando el peso del cuerpo de un pie al otro y me esforcé por captar fragmentos de conversaciones. Cuando llegó mi turno, me acerqué a la ventanilla y deslicé mi pasaporte bajo el cristal. El inspector, de unos cincuenta años y con un peinado que intentaba disimular la calvicie, no levantó la mirada. Cuando leyó: «Lugar de nacimiento: Rusia», las comisuras de su boca se ensancharon en un asomo de sonrisa. Selló el pasaporte, me lo deslizó de vuelta y, levantando la vista por fin, dijo: «Bienvenido a casa, señor Halberstadt».

Esa tarde, mi padre y yo nos sentamos a fumar en su cocina. Yo había dejado los cigarrillos en la universidad, pero acepté uno de sus Winston y miré cómo el humo se elevaba hacia el techo, donde se acumulaba formando un nubarrón tormentoso. Mi padre fumaba desde los dieciséis. Se había vuelto a casar y tenía una hija en edad universitaria. Nunca se había repuesto del todo del infarto que sufrió casi quince años antes. «¿Por qué no dejas de fumar?», le pinché. Dijo que lo dejaría «cuando las cosas fueran más fáciles» y que «le volvían loco los cigarrillos». Los dos sabíamos que las cosas no iban a ser más fáciles y qué él no iba a volverse menos loco, así que por solidaridad encendí un cigarrillo.

A mi padre le gustaba una marca de vodka llamada Pedro el Grande, y mi primer día en Moscú bebí lo bastante como para que también a mí me empezara a gustar. Mi padre y yo no nos veíamos desde hacía siete años. Me preguntaba si lo reconocería, pensando en el modo cómo algunos hombres al final de la cincuentena pasan a parecer ancianos casi de un día para otro. Pero estaba tal y como yo lo recordaba, aún atractivo y sorprendentemente en forma, solo que con las sienes más grises y las arrugas alrededor de los ojos más marcadas.

Nos pasamos casi todo el día hablando en la cocina, pero nuestras voces me sonaban vacilantes y demasiado formales. Desde que me fui de Rusia, habíamos hablado de vez en cuando a través de una entrecortada línea de teléfono y nos habíamos visto en contadas ocasiones; en total, habríamos pasado tres o cuatro semanas juntos a lo largo de dos décadas y media. A diferencia de la mayoría de los padres e hijos que conocía, nuestra relación no se había asentado en la familiaridad. Éramos dos desconocidos a los que les unía un parentesco directo.

Para mi frustración, una vez más, volví a quedarme callado y extrañamente pasivo en presencia de mi padre; una circunstancia que empeoraba por mi escasez de palabras rusas para describir emociones adultas. Bueno, no se trataba de escasez de palabras exactamente. Lo que me faltaba era la capacidad de juntarlas de acuerdo a los diferentes registros de una conversación adulta: ironía, duda, ternura, reserva. Por lo tanto, en presencia de mi padre hablaba menos de lo que habría sido habitual en otra situación, y me avergonzaba de mi silencio, que no solo me hacía sentir mudo sino imbécil.

Me preguntó, como hacía siempre, si había visto alguna película últimamente. A mi padre le gustaban tanto las antiguas que había hecho de ellas su medio de vida: doblaba al ruso películas clásicas, tanto de Hollywood como europeas, y vendía los VHS y DVD no del todo legales en una tienda de uno de los nuevos centros comerciales de los alrededores de Moscú. A veces recibía encargos —de magnates de la chatarra o de abogados de las compañías gasísticas— para reunir colecciones de películas que almacenaba en carpetas de anillas con títulos como «Nouvelle vague» o «La primera etapa de Hitchcock». Antaño había sido una suerte de académico, pero ahora era empresario, miembro de la clase media que floreció tras la perestroika. Ambos compartíamos la afición por las películas antiguas, sobre todo por las estadounidenses, así que después de unos cuantos vasos de vodka empezó a recitar diálogos de películas con un acento hilarante —«¡Eh, tranquilo, amigo!»—,[2] y me habló de Melodías de Broadway, un musical de la MGM de 1953 con una escena de baile que le chiflaba, rodada en un escenario que recordaba vagamente a Central Park. Viéndola podías asegurar, dijo mi padre, que Cyd Charisse y Fred Astaire estaban enamorados, y entonces la expresión de sus ojos se animó y pareció transformarse en una persona mucho más joven, la misma que yo recordaba de cuando era niño. Siempre me había gustado lo dado que era a la risa. En cuanto se rio, toda la rigidez y la anómala formalidad de antes cedieron paso a algo cercano al júbilo —a la vez extraño y de una esencialidad infantil—, y yo vi que él también se dio cuenta. Pero unos momentos después, irrumpió de nuevo la inseguridad, y la euforia desapareció como por ensalmo.

Cuando le pregunté por Vasili, mi padre se tornó evasivo y triste. Me quedé callado hasta que recordé que había ido a Moscú precisamente para saber más de ellos dos. «No hay mucho que contar», me dijo, apartando la mirada. «Es todo demasiado aburrido.» Pese a mi torpeza con el ruso, supe que lo tenía pillado, entre la espada y la mesa barata de su cocina. Respondió a mis preguntas con gestos de incomodidad. Apartaba todo el rato la mirada tratando de cambiar de tema, pero yo le dije que para mí era importante, que necesitaba saber más. Hizo una mueca y encendió otro cigarro con la colilla del anterior. Fumó un rato en silencio. Se le notaba molesto. Cuando por fin habló fue como si una pesada puerta hubiera cedido.

El primer recuerdo que mi padre tenía del suyo era verlo contar dinero. Por aquel entonces vivían en un piso comunitario construido antes de la revolución, cerca del hotel Metropol a pocos pasos de la Plaza Roja, junto con familias de otros oficiales de la seguridad del Estado. Vasili juntaba los billetes en montones ordenados y los depositaba cuidadosamente en una caja de zapatos que guardaba en la balda más alta de un armario, junto con su pistola. Mi abuelo nunca llegó a saber cómo gastar su extravagante salario de mayor, así que despilfarraba mucho dinero en ropa, para la que tenía buen gusto; encargaba camisas con monograma y trajes de gabardina por docenas a los sastres del Kremlin. Mi abuela Tamara diseñaba ropa de mujer para un taller que proveía a las mejores boutiques de la ciudad. Cuando salían, eran como una de aquellas parejas elegantes y modernas que aparecían en las páginas de Harper’s Bazaar, revista que Tamara conseguía a través de un colega de Vasili que vivía unos pisos más arriba y cuyo trabajo consistía en inspeccionar el correo extranjero. Era 1949 y mi padre tendría tres o cuatro años.

Pensé que los recuerdos de mi padre eran muy poco habituales para alguien que había crecido en Moscú a finales de la década de los cuarenta del siglo XX. El noventa por ciento de los pisos de Moscú no tenían calefacción, y casi la mitad carecía de cañerías y agua corriente; en invierno, la gente que iba a por agua llevaba un hacha además de los cubos, para romper el hielo alrededor de las fuentes públicas; la leña traída del campo se apilaba en las esquinas de las calles, formando montones que en ocasiones eran más altos que los propios edificios; había familias en que los hermanos iban al colegio en días alternos porque compartían un único par de zapatos.

Pero la élite del Kremlin nunca se preció de ser igualitaria. La guerra había terminado. Vasili y Tamara solían salir a bailar e iban de vacaciones al mar Negro. En casa, recordaba mi padre, cada superficie estaba cubierta de jarrones de cristal tallado repletos de claveles rojos y blancos. Era habitual que cenasen caviar y esturión ahumado, que recibían como parte de las raciones asignadas a Vasili. En Nochevieja —la Navidad secular soviética— Tamara sacaba cuencos de porcelana llenos de granadas y naranjas y decoraba el árbol con espumillón y campanitas de cristal, con los regalos y a veces una piña colocados bajo las ramas bajas. Mi padre rompía el papel de regalo tras la cena del día 31, y cuando lo mandaban a la cama, los vecinos se reunían alrededor de la radio que había en el pasillo y esperaban la llegada de la medianoche, brindando por el Año Nuevo con un vino espumoso etiquetado como «champán sovietico». Moscú emergía del fango de la guerra. Por la ciudad empezaron a levantarse unas torres casi idénticas, conocidas como las Siete Hermanas, cuya forma escalonada recordaba a la típica tarta de boda. La mayor parte de la mano de obra eran prisioneros de guerra alemanes. El más suntuoso de todos esos edificios era el rascacielos que albergaba la Universidad Estatal de Moscú, en lo más alto de la colina de Lenin.

La familia vivía en una sola habitación: Vasili, Tamara, mi padre y su hermanastra, Inna, hija del primer matrimonio de Vasili. Igual que sucedía en muchas habitaciones similares en los pisos comunitarios de Moscú, una cortina separaba la cama de Vasili y de Tamara de la cama de los niños; el baño y la cocina los compartían con otras familias. No había mucha intimidad, pero el apartamento era más grande y estaba mejor amueblado que la mayoría. Los cuatro pasaban muchas horas juntos en aquel rectángulo de parqué, pero mi padre solo recordaba unas pocas conversaciones con Vasili. Tanto si se hallaba destacado en el extranjero como en los periodos en que trabajaba menos de una hora al día en la «dacha más cercana» de Stalin, en Kúntsevo, solía pasarse periodos de semanas e incluso meses fuera de casa. Mi padre no recordaba cómo ni cuándo supo cuál era el trabajo de Vasili; creía haberlo sabido, de algún modo, desde siempre, pese a que Vasili casi nunca decía nada al respecto.

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Pero una noche, después de cenar, Vasili les habló de un curioso altercado. Ese mismo día, había estado montando guardia en el vestíbulo del Presídium del Sóviet Supremo cuando el mariscal Zhúkov —alguien ampliamente reconocido por haber desequilibrado la balanza de la guerra a favor de la Unión Soviética y por haber impedido que Hitler llegara a Moscú— se le había acercado caminando con la cabeza gacha. Hoy en día, una estatua ecuestre de Zhúkov se alza ante el Museo Estatal de Historia de Rusia, justo al lado de la Plaza Roja. Pero Zhúkov no era miembro del Presídium y no tenía permitido el acceso al recinto, y Vasili le cerró el paso. Por un instante, ostentó un rango superior al del más alto comandante militar de la nación. «Le puse la mano derecha en el pecho y dije: “¡Camarada Zhúkov, no puede usted pasar de aquí!”», contó Vasili, sentado a la mesa con una sonrisa, para delicia de mi padre. «Tenía el pecho completamente cubierto de medallas.»

En general, mi padre apenas alcanzaba a atisbar a Vasili muy temprano por la mañana cuando, aún en duermevela, le daba la impresión de que su padre iba flotando por el piso. Cuando estuvo destinado en Moscú y tenía un horario más o menos convencional, Vasili volvía a casa a media tarde, guardaba su arma en la caja de zapatos, se cambiaba el uniforme por un traje y otro par de zapatos, se colgaba una Leica al hombro (era un trofeo de guerra, y a él se le daba muy bien la fotografía) y salía a pasear; habitualmente no regresaba hasta mucho después de que oscureciera. Salvo cuando comentaba las calificaciones semanales de mi padre —y solo si eran malas—, rara vez hablaba con su hijo, y prefería dejar su cuidado en manos de Tamara.

Vasili sí enseñó a mi padre a pelear. Estaba en casa una tarde cuando mi padre entró corriendo en la habitación, llorando porque un niño mayor que él, el hijo de otro oficial del NKVD, le había pegado en el parque. «La próxima vez que lo veas», le dijo Vasili, «coge un palo y golpéale tan fuerte como puedas en la espinilla.» Al día siguiente mi padre siguió al pie de la letra estas instrucciones. El niño, según me dijo, se fue del parque cojeando y aullando de dolor. No volvió a aparecer por allí en tres meses.

En marzo de 1953, Stalin yacía de cuerpo presente en el Salón de Columnas de la Casa de los Sindicatos. Multitudes dolientes atestaron Moscú; cientos murieron pisoteados en las calles. Unas semanas después, Vasili lo dispuso todo para que un chófer llevara a Tamara, mi padre y su hermanastra, junto con las pertenencias de la familia, a la estación de Kíevskaya, donde tomaron un tren nocturno. El traslado los pilló a todos por sorpresa; tuvieron menos de un día para hacer el equipaje. El tren viajó hacia el suroeste, a Vinnitsa, una ciudad ucraniana a orillas de un río fangoso, el Bug Meridional, cerca del pueblo donde Vasili había nacido. Si la ciudad era conocida por algo, era porque allí había vivido Nikolái Pirogov, que popularizó el uso del éter e inventó la cirugía de campaña (un servicio a la ciencia a cambio del cual sus restos yacen momificados en un ataúd de cristal en su antigua residencia). Para Vasili y Tamara, el traslado fue como pasar de la ciudad de Nueva York a Terre Haute, Indiana. Ocho años después de la guerra, cuadrillas de prisioneros seguían demoliendo edificios dañados por los bombardeos alemanes. Wehrwolf, el búnker más oriental de Hitler, aún continuaba en pie, escondido entre los pinares al norte de la ciudad. Las aceras seguían melladas por los impactos de la metralla. Las cartillas de racionamiento se mantenían en uso. Vasili alquiló un apartamento de una habitación cerca del centro de la ciudad, en el número 19 de la calle Voroshílov, bautizada así en honor del que fue comisario de defensa de Stalin, a quien él había tratado bastante.

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Vinnitsa ofrecía pocas diversiones, así que cuando terminaban las clases, mi padre, que ya era solitario a los ocho años, se dedicaba a caminar entre edificios bombardeados y jóvenes abedules hasta el cine. El deshielo de la época de Jrushchov se hallaba en sus inicios, y por primera vez se proyectaban películas de Hollywood. Mi padre vio Tú serás mi marido, protagonizada por Glenn Miller y su banda de swing, nueve veces. Una vez me dijo que recordaba casi toda la banda sonora nota a nota. En una ocasión, años después, cuando escuchó «Moonlight Serenade» de Miller en la radio de onda corta de un amigo, mi padre rompió a llorar.

Sus calificaciones eran pésimas. Detestaba el álgebra, pero no tanto como las asambleas matutinas, con sus juramentos al partido y sus excursiones al campo para recoger flores que luego depositaban ante la estatua de Lenin. Para mi padre, se trataba de una forma odiosa de control ideológico. En las últimas filas de su clase, trabó amistad con otros renegados y cínicos como él, a los que le unía su obsesión por las películas estadounidenses, el jazz y el rock and roll. Uno de aquellos chavales tenía acceso al magnetófono de su padre. Funcionaba con discos de laca, sacados de la circulación durante la guerra, seguramente para fundirlos y fabricar munición con ellos. Las radiografías descartadas que mi padre y sus amigos rescataban de los cubos de basura del hospital resultaron ser sustitutas aceptables. Cuando tenía doce años, mi padre llevó a casa «Rock Around the Clock» de Bill Haley, grabado en la radiografía de un pulmón. Esa misma tarde, él y dos amigos se dedicaron a poner la canción una y otra vez en el tocadiscos de Vasili mientras bailaban con sus botas de fieltro embarradas sobre la mesa barnizada del comedor. Cuando llegó Vasili, los niños salieron huyendo. Sus compañeros de clase, decía mi padre, le tenían pavor. Vasili azotó a mi padre con el cinturón hasta que este, derrumbado en el linóleo de la cocina, le suplicó entre lágrimas que parara.

Esa paliza no fue la primera, pero sí la peor hasta el momento. Después, los cuatro —Vasili, Tamara, mi padre y su hermanastra— cenaron en silencio. Para cuando mi padre cumplió quince años, el adoctrinamiento que recibía en el colegio lo había convertido en un anticomunista convencido. Sabía que el trabajo de Vasili en el «Departamento de Recursos Humanos» de una fábrica de la ciudad era solo el eufemismo con que se designaba a los agentes del KGB que había en todas las grandes empresas soviéticas. Saberlo solo aumentaba el odio que sentía hacia él. La fábrica en cuestión se llamaba Mecanismos Privor, y nadie en la familia recordaba qué producía exactamente.

Tamara era una moscovita de nacimiento que nunca llegó a disfrutar de la vida en aquella ciudad tan pequeña y provinciana. Expresaba la irritación que le despertaba el lugar adoptando un aire de divertida altanería e ignorando todas y cada una de las invitaciones de los vecinos. Cuando mi padre tenía alrededor de trece años, Tamara inició una aventura con un taxista. Una mañana, incluso llegó a presentárselo a su hijo. Mi padre veía a su glamurosa y vanidosa madre como una cómplice de conspiración, como una igual; no pensó que hubiera nada de extraño en conocer a su nuevo amante en una esquina cerca de la casa donde vivían. Poco a poco, madre e hijo se fueron aliando contra Vasili. Cuando Tamara y mi padre salían a pasear por el parque Gorki o cuando iban a la fábrica de telas a por un patrón de estambre o un rollo de algodón para que ella le hiciera una camisa, no se lo decían a Vasili. En casa, cuchicheaban y se contaban secretos mientras él dormía.

Más adelante, pocos meses después de que mi padre cumpliera quince años, Tamara le dijo que le iba a pedir el divorcio a Vasili y que planeaba volverse a Moscú —eso sí, ella sola—. Él se quedaría en Vinnitsa hasta que terminara el colegio, para lo cual le faltaban aún dos años. Mi padre se sintió traicionado pero ¿qué podía hacer? Después de que Tamara se marchara, mi padre y Vasili pasaron a verse incluso menos que antes, y casi siempre durante las comidas. Ninguno sabía cocinar ni el plato más sencillo, así que solían cenar juntos en una cafetería cercana. Después de cenar, Vasili desaparecía en sus paseos nocturnos y mi padre se iba al cine; en el verano de 1962, proyectaron Los siete magníficos durante tres meses seguidos en Vinnitsa, y mi padre decía haber asistido a casi todos los pases. Después, en su habitación, escuchaba a Willis Conover en las emisiones en onda corta de La Voz de América. En su cabeza, él ya estaba muy lejos de allí.

Incluso antes de ver los resultados de sus exámenes de acceso a la universidad colgados en un tablón de anuncios, mi padre ya sabía que no serían lo bastante buenos como para garantizarle una prórroga del servicio militar. Vasili, por su parte, se alegraba de que por fin se le acabara el chollo; el Ejército lo había dotado a él de disciplina y determinación, y ahora haría lo mismo con su hijo, un perezoso ratón de biblioteca. Mi padre, que se sentía encerrado en aquella ciudad de provincias, se resignó a pasar los siguientes tres años sometido a otra forma de prisión. Era perfectamente consciente de que un adolescente flacucho y de ciudad como él sería la presa perfecta en el ejército para todos los hijos de granjeros colectivistas y de mineros de carbón que le tocarían de compañeros de promoción, así que dedicó sus últimas semanas en Vinnitsa a entrenar al fútbol.

En la base militar bielorrusa donde lo destinaron, cerca de Minsk, su nuevo tormento fue un teniente ucraniano decidido a arrancarle aquellos aires suyos de intelectual. Durante los ocho meses siguientes, obligó a mi padre a trotar durante horas alrededor de un almacén de pertrechos cargado con un hervidor que pesaba doce kilos. Una mañana, después de un turno de doce horas seguidas pelando patatas detrás del comedor, volvió a los barracones y se encontró al teniente desvalijándole la taquilla. Los demás soldados permanecían firmes ante él mientras el oficial examinaba las fotos de Duke Ellington y Stan Kenton que mi padre había ido recortando de Down Beat y de otras revistas estadounidenses que Tamara le enviaba por correo. El teniente procedió a hacerlas pedazos, diciendo a los hombres que las «influencias cosmopolitas» eran veneno para el estado mental y la disposición para la batalla de un soldado soviético.

Mi padre informaba de estos sucesos en las mustias cartas semanales que escribía a Tamara, a quien entre tanto se le ocurrió un plan. Resultaba que la mujer de un coronel de la base anhelaba una nevera y un juego de botones de carey. Así que un domingo, el por entonces novio de Tamara, Mijaíl Mijáilovich —un hombre dinámico, menudo, con calvicie incipiente y sonrisa perpetua, que regentaba un almacén de frutas y verduras a las afueras de Moscú— aparcó delante de los barracones de mi padre una furgoneta en cuyo techo, sujeta mediante correas, llevaba una nevera prácticamente nueva. Unos días después, mi padre recibió el traslado a un silo de misiles balísticos intercontinentales que quedaba a menos de una hora de Moscú. Su trabajo, a partir de entonces, consistió en cazar las ratas que roían los valiosos cables de los misiles, algunos de ellos de platino. Sus únicas herramientas eran una caja de trampas para ratones y una palanca. Lo dejaban durante semanas sin supervisión y se pasaba las tardes ganduleando en una hamaca, tomando sorbos de un flojo café soluble y leyendo Adiós a las armas.

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Volvió a Vinnitsa al cabo de tres años, vestido con su uniforme de faena y con la cabeza aún rapada. Vasili se alegró de verlo; tenía buenas noticias que darle. Después de meses de escribir cartas y de camelarse al personal, había conseguido que admitieran a mi padre en el Instituto Militar de Lenguas Extranjeras, que era donde solían mandar a estudiar a los hijos de oficiales del KGB y de los diplomáticos de carrera. Sacarse el título de ese instituto te aseguraba un buen sueldo e incluso la oportunidad de viajar fuera del país. Mi padre escuchó a Vasili y cuando este terminó, le dijo que había perdido el tiempo. Le anunció que se volvía a Moscú, metió unas mudas de ropa en la maleta, le estrechó la mano a su padre y se marchó.

A la mañana siguiente, Tamara lo estaba esperando en la estación de Kíevskaya en Moscú. Tenía nuevos planes para él. Mijaíl Mijáilovich le había conseguido un trabajo como conductor de un camión de reparto en su almacén, lo que significaba que mi padre era ahora, legalmente, un proletario, distinción que lo colocaba en una posición ventajosa para ser admitido en el Departamento de Filosofía de la Universidad Estatal de la ciudad. Dedicó las noches previas a la entrevista de admisión a estudiarse de memoria los libros de anticuario de su madre y a leer obras de historiadores prerrevolucionarios como Soloviev y Kostomárov. Cuando acabó la entrevista, el director del comité de admisiones señaló que nunca había conocido a un camionero tan culto.

Mi padre ingresó en la universidad, situada en la famosa colina de Lenin, en 1968. «Conocí a tu madre un año después», me dijo. «El resto de la historia ya la sabes.» Seguíamos sentados en su cocina; casi había anochecido. Parecía demacrado bajo la cetrina luz de la lámpara. Le pregunté cuándo había visto a Vasili por última vez. «Pocos años antes de que tú y tu madre os marcharais», dijo. Fue en Vinnitsa. Él y Vasili se pasaron dos días metidos en el viejo apartamento de su juventud, discutiendo y enfurruñados. Vasili le echó en cara no haber sido invitado a la boda de su propio hijo, y haber visto a su nieto nada más que una vez. Mi padre, por su parte, le dijo que hacía más de un año que no recibía una carta suya. Estaba convencido de que Vasili lo evitaba porque su mujer —mi madre— era judía, algo que podía ser perjudicial para su carrera en el KGB. Se gritaron uno al otro durante horas y luego mi padre se marchó a la estación de tren. «Siempre he sabido quién es mi madre», le espetó a Vasili antes de irse, «pero no estoy tan seguro de que tú seas mi padre.» Supongo que fue lo más hiriente que se le pasó por la cabeza.

Mi padre fumaba un cigarrillo tras otro mientras yo tomaba notas en una libreta. Unos meses antes había accedido a acompañarme a la ciudad ahora conocida como Vinnytsia para visitar a mi abuelo. Pero a medida que la fecha se acercaba, se iba tornando más y más evasivo. Las fechas, dijo, no eran las más indicadas; alguien había organizado una excursión de pesca, y su mujer, Irina, estaba teniendo dolores de estómago. Mi padre tenía cierta tendencia a hacer pasar las promesas rotas por algo inevitable. Yo había pasado los meses anteriores imaginándonos a los dos recorriendo la ciudad donde él había pasado su infancia, así que cuando, pocas semanas antes de mi vuelo a Moscú, me dijo que no iba a ir aduciendo razones «en realidad demasiado numerosas como para tener que discutirlas», recuerdo que le colgué el teléfono de golpe y me pasé los siguientes días furioso.

Sentado en su cocina, sentí cómo me volvía el enfado mientras lo miraba desde el otro lado de la mesa. Envalentonado por mi papel de interrogador e intentando que mi ruso sonara autoritario, exigí saber la verdadera razón por la que no pensaba acompañarme.

Mi padre encendió un Winston y ladeó la cabeza como si estuviera debatiendo consigo mismo. Luego soltó el humo por la nariz. Su silueta se confundió con la pared del fondo. «Una noche volví a casa con las notas de la semana, todo suspensos», dijo mirando un punto situado a mi espalda, hacia donde se juntaban la pared y el techo. «Tenía doce años. Mi padre se quitó el cinturón, me tiró al suelo de la habitación y empezó a azotarme. Por algún motivo, esa noche no parecía dispuesto a parar, así que escapé y me lancé escaleras abajo hasta un callejón que había detrás del edificio. Él corrió detrás de mí y me agarró por el cuello de la camisa. Hacía una noche bastante agradable, y todo el mundo estaba en la calle, había un montón de gente sentada en los bancos. Cuando me alcanzó, me tiró en medio de la acera y siguió con la paliza, pero esta vez delante de los vecinos.» Dio otra calada al cigarro e inclinó la silla hacia atrás. «Sé que hago mal, pero créeme, no puedo volver a verlo.» Apagó el Winston en un cenicero y se puso en pie. «Allí hace bastante frío en invierno», dijo antes de salir de la cocina. «Llévale un jersey.»

Miré por la ventana a través del nimbo de humo de la cocina. Los grajos habían abandonado ya hacía un rato los plátanos. Un edificio de viviendas de siete pisos, uno de esos bloques de hormigón del color de la nieve sucia, se alzaba al otro lado de un descampado donde la hierba solo crecía a manchas. Era idéntico al edificio donde me encontraba en aquel momento, e idéntico a la ristra de edificios que había detrás, perdiéndose en la distancia como una fila de fichas de dominó. Cientos de edificios similares se construyeron a finales de la década de los sesenta y de los setenta por toda la periferia de la ciudad. Resultaba que el edificio que yo estaba mirando era el mismo en que nosotros tres habíamos vivido antes de que mi madre y yo partiéramos hacia Estados Unidos y mi padre se volviera a casar y se mudara a ese apartamento, justo al otro lado del descampado, con su segunda mujer. Durante años tras mi marcha, visualicé en mi mente aquel edificio que nada tenía de particular, intentando reconstruir sus rasgos de memoria. Ahora, meridianamente real ante mis ojos, emanaba tan solo una fealdad prosaica.

Los veranos que viví allí, mi amigo Volodya y yo encendíamos hogueras en aquel descampado, y en invierno, cuando la nieve acumulada alcanzaba una altura superior a la de una persona, cavábamos túneles por debajo de la superficie congelada. Pero ahora había allí algo que yo no recordaba, algo nuevo. Unas cuantas mujeres con caftán y abrigo ancho, la mayoría ancianas, esperaban en fila sosteniendo jarras de plástico vacías y hervidores. A lo largo del día había visto a más de ellas. Las mujeres se acercaban por turnos a una cañería oxidada terminada en espita que asomaba del suelo; llenaban allí sus recipientes porque el agua tenía fama de ser medicinal y seguramente hasta sagrada, pues brotaba de una fuente descubierta por un zahorí de renombre. Un arzobispo metropolitano, con sus vestiduras y todo, había venido a bendecir el lugar, me dijo mi padre. Habitantes de una ciudad europea de once millones de habitantes, las mujeres esperaban su turno, alumbradas por los brillos violáceos que arropaban los bloques de viviendas.

Apagué el cigarrillo y fui a despedirme de mi padre. Estaba en el estudio, dormitando en el sofá cama, con el mando del televisor en la mano. Una columna de grabadoras de vídeo y una fila de monitores, uno de ellos encendido, ocupaban las estanterías. Reconocí la película del Oeste que había puesta y me senté junto a él. Al resplandor azulado de la pantalla, la cara de mi padre parecía plácida por primera vez; sobre un escritorio, en una fotografía enmarcada, aparecía él en barca en algún punto del Volga, sonriendo y sujetando un enorme y reluciente pez. En el monitor, Jimmy Stewart fregaba los platos luciendo un delantal. «Aquí los hombres resuelven sus problemas por sí mismos», dijo alguien. Más adelante, Stewart se tambaleaba delante de una taberna con una mueca de dolor, sujetándose el brazo ensangrentado donde le había disparado Lee Marvin. Con su chaleco negro de forajido y su sombrero, Marvin alzó de nuevo la pistola y soltó una risotada. «Está bien», dijo lo bastante alto como para que todos en la calle lo oyeran, «esta vez, directamente entre los ojos.»

En la calle de cuatro carriles junto a la parada de metro de Konkovo, detuve un Lada color guacamole. Casi todos los coches particulares hacen las veces de taxis en Moscú; es la forma más común de trabajo a tiempo parcial. Charlé un poco con el conductor, un programador informático de treinta y tantos años que se llamaba Maksim. «¿De dónde eres?», me preguntó. «Del oeste de aquí», dije. Tenía la radio a un volumen muy alto. Una voz femenina cantaba una canción sobre océanos profundos y sobre el suspiro del viento, acompañada de una caja de ritmos que sonaba a granos de arroz crudo cayendo sobre papel de aluminio. Durante media hora, las luces largas del Lada barrieron hileras de quioscos y el perfil de torres de viviendas, todas idénticas y fantasmagóricas, a lo largo de la calle Profsoyuznaya. Hubo nada más que una interrupción: un cartel publicitario que mostraba una psicodélica pradera alpina con la palabra inglesa «amor» sobreimpuesta.