Judith Shklar y el liberalismo del miedo - Fernando Vallespín Oña - E-Book

Judith Shklar y el liberalismo del miedo E-Book

Fernando Vallespín Oña

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Beschreibung

El primer análisis completo de la obra de Shklar en castellano, centrado en su visión del liberalismo, la injusticia y el compromiso ciudadano. La teórica política Judith Shklar representa una original y estimulante relectura de la tradición liberal. Lo que a primera vista se presenta como un «liberalismo de mínimos» nos ofrece hoy algo así como la última trinchera en la que protegernos de los nuevos autoritarismos que se nos vienen encima. O, si favorecemos su interpretación más socialdemocrática, un utillaje conceptual sobre el que apoyarnos para evitar y enmendar un ulterior deterioro de la libertad y la igualdad. Su gran aportación reside en permitirnos llegar a comprender con gran cantidad de matices los muchos y diferentes recovecos de la política y los límites de lo que cabe esperar de ella; sin que haya que desertar tampoco de sus aspectos más luminosos.  «Judith Shklar es una autora inclasificable, tremendamente personal a la hora de emprender su tarea académica. En esto se parece a Hannah Arendt, que siempre rehuyó su adscripción a cualquier enfoque metodológico o corriente de pensamiento». (Fernando Vallespín, Introducción)

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Seitenzahl: 243

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Judith Shklary el liberalismo del miedo

Judith Shklar y el liberalismo del miedo

Fernando Vallespín

MINIMA TROTTA

Esta publicación ha sido realizada con el apoyo financiero de la Generalitat Valenciana. El contenido de dicha publicación es responsabilidad exclusiva de la Universidad de Alicante y no refleja necesariamente la opinión de la Generalitat Valenciana. Esta obra se integra en el conjunto de actividades de la Cátedra Paz y Justicia de la Universidad de Alicante.

MINIMA TROTTA

Serie Pensar la Justicia cosmopolita /

Dirigida por Manuel Menéndez Alzamora

© Editorial Trotta, S.A., 2025

Ferraz, 55. 28008 Madrid

Teléfono: 91 543 03 61

E-mail:[email protected]

Web:http:\\www.trotta.es

© Fernando Vallespín Oña, 2025

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN (edición digital e-pub): 978-84-1364-332-8

Para Jimena y Max, que han llegado al mundo en tiempos difíciles, pero que seguro que contribuirán a mejorarlo

ÍNDICE

Cubierta

Título

Créditos

Índice

Introducción

: ¿Por qué volver a Shklar?

1.

V

IDA Y OBRA

I. Bosquejo biográfico

II. En Harvard

III. Su obra en contexto

IV. El diseño de otro liberalismo

2.

L

A RESACA DE LA DISPUTA IDEOLÓGICA

I. La razón sin esperanza

II. El fracaso de las ideologías

3.

E

L LIBERALISMO DEL MIEDO

I. Sinopsis del modelo

1. Lo que el liberalismo significa

2. Existen muchas variedades de liberalismo

3. Las características básicas del LdM

4. El

summum malum

, lo que hay que evitar: la crueldad y el miedo, así como el miedo al miedo mismo

5. El fundamento filosófico y moral del LdM

6. Los medios para evitar las trasgresiones del poder

7. Objeciones o acusaciones que se hacen al LdM

8. El coste de dar por supuesta la libertad: respuesta a los comunitaristas, a los liberales románticos

9. Coda

II. Vicios y virtudes: la crueldad

III. Miedo y teoría política

4.

E

L SENTIDO DE INJUSTICIA

I. Justicia e injusticia

II. El controvertido concepto de «víctima»

5.

¿S

OCIALDEMOCRACIA DEL MIEDO

?

I. La ciudadanía como epítome de libertad e igualdad

II. Los límites de la democracia y la igualdad

III. ¿Es factible una cancelación política del miedo?

Conclusión

: ¿Q

UÉ TIPO DE LIBERALISMO

?

Agradecimientos

Bibliografía

Guide

Cover

Title

Start

Introducción

¿POR QUÉ VOLVER A SHKLAR?

Judith Shklar es una autora inclasificable, tremendamente personal a la hora de emprender su tarea académica. En esto se parece a Hannah Arendt, que siempre rehuyó su adscripción a cualquier enfoque metodológico o corriente de pensamiento. A pesar de que una y otra muestran importantes diferencias, tienen este rasgo en común, su singularidad como teóricas poíticas. Ambas también prefirieron llamarse así, «teóricas políticas» a palo seco, no filósofas o científicas sociales. La política fue su pasión y el objeto de sus desvelos intelectuales, pero siempre sintiéndose libres de enfocarla bajo las premisas que consideraron más adecuadas al tema de estudio. Más adelante tendremos otras oportunidades de ponerlas en relación en algunas cuestiones; ahora, como inicio de este viaje por su teoría, nos concentraremos exclusivamente en Shklar, una autora que está muy lejos de haber conseguido el impacto de Arendt, pero cuya obra va acentuando día a día su interés y recepción internacional. Desde su temprana muerte en 1992, con tan solo sesenta y tres años, su figura no ha dejado de crecer, pasando de ser un importante punto de referencia para un círculo relativamente limitado de teóricos políticos, casi restringido a su propio país, al estatus de verdadero clásico de la teoría política contemporánea.

Las razones para lo primero, su impacto dentro de un determinado circuito, son fáciles de explicar. Con motivo de su muerte, el grupo de académicos seleccionados para participar en su homenaje1, entre los que se encontraban algunos de la talla de John Rawls, Benjamin Barber, Marc Lilla o Michael Walzer, coincidieron en resaltar algunos de los rasgos de su personalidad, que se trasladaban también a muchas de las peculiaridades de su obra. Uno de los que mejor la conocieron, su amigo Stanley Hoffmann, con quien compartió numerosos cursos en Historia del Pensamiento Político, destacó su «mente aguda, su colosal energía, su erudición increíblemente omniabarcadora, su ilimitada curiosidad, su impaciencia ante las falsas apariencias, el entusiasmo con el que leía, escribía, enseñaba e inspiraba»2. El consenso en torno a estos atributos ha sido siempre generalizado, y quienes tuvimos la suerte de atender algunas de sus clases en la Universidad de Harvard podemos dejar constancia de su capacidad para seducir al alumnado y el carisma que ejercía sobre sus colegas.

Lo que no se acaba de entender es cómo se dio el paso hacia su consagración internacional definitiva, que se produjo bastantes años después de su muerte. Lamentablemente solo nos cabe especular al respecto. Nuestra tesis es que tuvo mucho que ver con los distintos cambios producidos en el campo de interés metodológico y temático de la teoría política, muy influenciados sin duda también por las transformaciones habidas en el contexto político. La especialización de Shklar en historia de la teoría política, por muy de excelencia que fuera, la condenaba en cierto modo a ocupar un lugar marginal en unos momentos —a comienzos de los años setenta— en los que la teoría rawlsiana se convirtió en el centro del debate académico. La mayoría de las contribuciones de impacto en nuestra especialidad giraban de modo más o menos directo en torno a la obra de Rawls, que iba evolucionando a su vez, arrastrando así hacia su poderosa órbita a toda la industria académica que había contribuido a generar. Como luego veremos, Shklar, aun admirándolo, no mostró un excesivo entusiasmo por enfoques como el de su querido amigo y compañero de universidad. No porque no supiera valorar su «gramática moral», como algunos la calificaban despectivamente por su frío enfoque analítico, sino porque partía de una concepción bien distinta de la teoría política. Luego nos ocuparemos de desarrollarla. Lo importante ahora es ubicar este renacido interés por Shklar en la erosión progresiva que fue sufriendo la centralidad del paradigma rawlsiano. Como era de prever, la predicción de Nozick después de la aparición de Teoría de la justicia (1971) de que todo practicante de esta disciplina ya no tendría más remedio que «trabajar dentro de ella o justificar por qué no lo hacía»3 acabó teniendo un plazo de caducidad claro. Katrina Forrester4 nos ha ofrecido últimamente una buena descripción de cómo fue produciéndose un alejamiento progresivo de la centralidad de la obra de Rawls, que equivale a leantar acta de un parricidio, el progresivo arrinconamiento de su teoría visto como condición de posibilidad para emancipar a la disciplina de su excesiva dependencia de quien tanto contribuyera a su éxito; una forma de matar al padre, desde luego.

Forrester observa cómo la teoría rawlsiana encuentra su mejor encaje en la versión del liberalismo de izquierdas del periodo del «fin de la historia», un momento en el que parecían cobrar fuerza los impulsos consensualistas y mostraban toda su eficacia los fundamentos normativos básicos del liberalismo y su aspiración a la universalidad5. Fue gestándose ya desde bastante antes, pero a la largo del siglo XXI se acentuó el proceso de re-politización de la teoría política, más orientado hacia posiciones agonistas y realistas, y concentrado en la solución de problemas concretos frente a las divagaciones de la teoría ideal o las perspectivas que ponían las instituciones en el centro; el foco se puso sobre las nuevas fuentes de conflicto, que fueron espoleadas por el feminismo y la creciente sensibilidad hacia las cuestiones raciales, la crítica del colonialismo, la desestabilización de los sistemas democráticos y un largo etcétera. En suma, y por volver a citar a Forrester, «a menudo tendemos a subestimar la distancia política viajada desde el mundo del consenso político al nuestro»6.

En este contexto era natural que se volviera a prestar atención a Shklar. A pesar de pertenecer a la misma generación que Rawls, compartir universidad y tener intereses académicos comunes, el enfoque escéptico de nuestra autora, su huida de los esfuerzos de fundamentación filosófica de las bases normativas de los sistemas democráticos, su interés por la psicología humana y los afectos primarios encajan perfectamente en el giro producido en nuestra disciplina. Es también más ajustado a un mundo mucho más receloso frente a la «gran teoría» y que ya ha tomado nota de algunas de las nuevas circunstancias en las que se desenvuelve la vida social y política, como las dificultades que introduce la globalización, tanto en lo relativo a la imposibilidad de domar las economías nacionales7 como en la ambición por acceder a principios que se predican con carácter universal. El optimismo nacido de la predicción de Fukuyama poco a poco fue derivando en su contrario; Huntington, con su «choque de civilizaciones» empezó a cotizar más alto que aquel al acentuarse las contradicciones derivadas del conflicto asociado a la convivencia en la esfera internacional de sistemas de valores distintos, a la expansión del yihadismo o a los problemas de integración producto de las migraciones, que han introducido una dificultad añadida a la aspiración a la cohesión normativa en el interior de cada sociedad.

Por otra parte, las asimetrías generadas por un neoliberalismo económico casi generalizado, el retorno de la geopolítica —ya desde antes de la guerra de Ucrania—, la amenaza del cambio climático y el deterioro de la dimensión liberal de la democracia tras la explosión de los populismos han provocado el abandono del espíritu optimista que nos venía acompañando desde el fin de los regímenes de socialismo de Estado. En el ambiente se palpa una vuelta hacia posiciones más realistas e incluso hobbesianas, el objetivo ahora es evitar los males mayores, no realizar el mayor bien; a saber, preservar la cultura liberal frente a la extensión de la intolerancia y defender las instituciones del Estado de derecho frente a las sacudidas contra la democracia; contrarrestar en lo posible el cambio climático y disipar la incertidumbre frente al desarrollo tecnológico, como estamos viendo ahora con la IA.

Si hay algo que caracteriza la teoría de Shklar y la hace particularmente adecuada para estos procelosos tiempos es que más que ofrecernos el retrato de mundos ideales se concentra sobre aquellos aspectos del mundo real que hay que evitar. La conocida fórmula de su «liberalismo del miedo» es «poner la crueldad en primer lugar», hacer de la prevención de este inmenso mal, del sufrimiento que potencialmente pueden infligir los poderes públicos —o unos hombres a otros— el principio regulativo que debe sostener toda política. Puede parecer una propuesta seca o fría, o incluso simplificadora, pero el desarrollo que de esta idea básica hace Shklar resulta al final tremendamente fructífero. Si el temor a sufrir la crueldad, la opresión, la violencia física y psicológica es la mayor amenaza de la libertad, la protección frente a estos males deviene en la prioridad político-moral absoluta; el ámbito de lo político no puede dejar de atender este conjunto de amenazas sobre las personas.

Tendremos ocasión de verlo en detalle a lo largo de estas páginas, baste anticipar ahora que esto no solo convierte el pensamiento de nuestra autora en algo muy acorde con el espíritu de nuestro tiempo, sino que encaja también perfectamente en el objetivo fundamental de esta serie, lo que los editores califican como «justicia cosmopolita». La idea básica es aportar una introducción a un determinado autor sin perder de vista su contribución teórica a «la promoción de sociedades pacíficas, libres del temor y de la violencia, justas e inclusivas para el desarrollo sostenible». Se trata, pues, de evaluar cada teoría también por su capacidad para extraer de ella una determinada concepción de la justicia, con su correspondiente ponderación de los medios —ya sean estos institucionales o de orden socioeconómico— necesarios para llevarla a cabo en nuestro complejo mundo. Y a este respecto hay que decir que la obra de Shklar posee algunos rasgos que le permiten competir mejor que otras en este empeño. Sobre todo, si hemos de atender a la adjetivación cosmopolita asociada al sustantivo «justicia».

Una de las características más relevantes de la teoría shklariana es que parte de una fundamentación de mínimos, carece del armazón de un sistema filosóficomoral, con lo cual puede esquivar mejor que otras la acusación de ser una propuesta ahistórica y etnocéntrica y, por tanto, podría ser útil para quienes no se hubieran socializado en dichos valores. ¿Acaso hay alguna cultura, algún ser humano, que no se niegue a sufrir la violencia, someterse a la crueldad, a poderes arbitrarios o a la humillación8? Este «liberalismo negativo», que se construye a partir de los males universales, no entiende de fronteras ni de diferencias culturales, algo que, como observa Bernard Williams, la hacen idónea para abordar también los sinuosos medios de los que se vale el poder en nuestro tan interdependiente mundo globalizado9. No en vano, como dice Shklar, «para este liberalismo, las unidades básicas de la vida política […] son los débiles y los poderosos» y «contempla con igual inquietud los abusos de los poderes públicos de todos los regímenes»10 y de cualquier esfera de poder.

Otro aspecto que explica la rehabilitación actual de la teoría shklariana es el actual desconcierto, cuando no crisis, en el que se halla el propio liberalismo. Este es atacado tanto por la derecha como por la izquierda, y encuentra su némesis en el populismo, con su insistencia en debilitar el sistema de contrapoderes, neutralizar los componentes liberales de la democracia, la parte institucional, pero también, a través de su intento por controlar los medios de comunicación, valores como el pluralismo, la libertad de expresión y la tolerancia11. En este contexto, el recurso a la particular versión de esta ideología que la autora nos ofrece permite acceder a su defensa desde posiciones más simples y firmes que las que nos aportan otros modelos más ambiciosos teóricamente. Como veremos, su teoría se construye desde la malhadada experiencia de la quiebra de las democracias en el periodo de entreguerras, y eso no deja de ser un aviso para navegantes en estos momentos de recesión democrática y de recomposición de su legado anterior ante las nuevas amenazas. Volver a reivindicar su teoría nos reintroduce en un trasfondo ideológico similar: no hay que soñar con un rediseño de las instituciones propias del liberalismo, sino asegurar su pervivencia; no hay espacio para la innovación, sino para la preservación de lo que ya sabemos que funciona. Una cosa es que nos separemos del consensualismo ingenuo que informaba la obra de Rawls, pero otra bien distinta es que nos demos por satisfechos con sociedades desgarradas por la polarización y por el debilitamiento progresivo de los principios supuestamente universales que siempre constituyeron la seña más ostensible de nuestra identidad común. Es posible que Shklar nos ofrezca un liberalismo defensivo, «sin ilusiones»12, «distópico»13, pero este repliegue hacia un mayor escepticismo no es incompatible con el esfuerzo por apuntar a la vez hacia cuáles deberían ser las reformas necesarias para una más plena realización de sus principios. Implícitamente anticipa también una concepción del bien «en positivo», en la cual el ejercicio de la libertad y el respeto de los derechos se convierte en el aspecto fundamental.

Por último, hay que mencionar su más amplia contribución a la práctica de la teoría política. Como dice en su libro sobre Montesquieu, la clave está en «cómo pensar sobre la política y qué tipo de preguntas debemos hacernos». Nuestro camino más probable hacia la comprensión política pasa por «la narración histórica, acompañada de un análisis filosófico y social y de un espíritu crítico»14, toda una propuesta metodológica que se traduce en un amplio y original corpus, donde la historia del pensamiento político aparece como la caja de herramientas fundamental desde la que extraer los materiales conceptuales necesarios para evaluar el presente. Además de aquello por lo que acabó siendo conocida, la formulación de su propia versión del liberalismo, hay toda una original y fascinante forma de practicar nuestra disciplina.

 

1. «Memorial tributes to Judith Nisse Shklar», accesible mediante petición en https://hollisarchives.lib.harvard.edu/repositories/4/archival_objects/1109666.

2. S. Hoffmann, «Judith Shklar as a Political Thinker», en B. Yack (ed.), Liberalism Without Illusions. Essays on Liberal Theory and the Political Vision of Judith Shklar, The University of Chicago Press, Chicago, 1996, p. 82.

3. R. Nozick, Anarchy, State and Utopia, Blackwell, Oxford, p. 183.

4. K. Forrester, In the Shadow of Justice: Post-War Liberalism and the Remaking of Political Philosophy, Princeton University Press, Princeton, 2019.

5.Ibid., p. 279. Aunque es debatible, a decir de Forrester este fue un periodo incluso más propicio para esta teoría que aquel en el que hizo su aparición la teoría rawlsiana, alejado ya del impulso del New Deal y de la cohesión ideológica buscada por el liberalismo de posguerra.

6.Ibid., p. 278.

7. La teoría de Rawls, por ejemplo, presumía una casi ilimitada capacidad para imponer las decisiones fiscales necesarias para la redistribución de recursos que exigía el principio de la diferencia. Con la globalización de la economía muchos de los presupuestos sobre los que se sustentaba el estado de bienestar de posguerra exigieron ser revisados. No ya tanto por sus fines cuanto por los medios requeridos.

8. El propio Samuel Huntington se ve obligado a reconocer que, así como deviene casi imposible acceder a un consenso transcultural sobre los principios universalizables, en cuáles sean los males universales enseguida hay acuerdo. Cf. El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, Paidós, Barcelona, 2015.

9. «En efecto, los centros de poder económico son internacionales» (B. Williams, «The Liberalism of Fear», en Íd., In the Beginning was the Deed, Princeton University Press, Princeton, 2008, p. 59).

10. Shklar (2018), p. 52. (Advertencia sobre las referencias: Por economía en la exposición, a partir de aquí, y salvo en el caso de sus artículos o capítulos de libro, remitimos a la Bibliografía al final de este volumen para la especificación editorial de los libros de J. Shklar. Para facilitar su acceso a los lectores en lengua española, tanto las referencias como las citas literales se hacen de los textos que tengan traducción a nuestra lengua, aunque se mantenga el año de la edición original inglesa. La única excepción es este que acabamos de citar, «El liberalismo del miedo», que en su día [1989] no apareció como libro, sino como capítulo de libro).

11. Sobre esta supuesta crisis, véase F. Fukuyama, El liberaismo y sus desencantados, Deusto, Barcelona, 2022, y F. Vallespín, «El liberalismo y sus enemigos»: Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas 100 (2023), pp. 485-497.

12. Este es el título de la recopilación de artículos editada por Bernard Yack, Liberalism Without Illusions, cit.

13. Véase S. Benhabib, «Dystopic Liberalism», en B. Yack, Liberalism Without Illusions, cit., pp. 55 ss.

14. Shklar (1987), p. 126.

1

VIDA Y OBRA

«Sentirse como en casa en una sociedad extraña, y extranjero en la propia, es en sí mismo una afirmación de libertad imaginativa»1.

I. BOSQUEJO BIOGRÁFICO

Judita Nisse, el nombre de soltera de Judith Shklar, nace en Riga el 24 de septiembre de 1928, diez años después de que Letonia hubiera obtenido la independencia tras el tumultuoso descalabro del Imperio alemán provocado por la Primera Guerra Mundial. Los Nisse eran una acomodada familia judía de cultura alemana y, por tanto, extraños en su siempre amenazado lugar de residencia2. El padre, Aron, estuvo además implicado en la guerra del lado del zar ruso, por lo que luego sería encarcelado al producirse la revolución bolchevique. En 1919 su mujer y él consiguen volver a Riga, sin que esté claro cómo lograron la excarcelación y pudieron huir del país. En esta ciudad se dedicó con éxito a diversos negocios, que fue emprendiendo con un primo político y que acabarían reportando a la familia una holgada situación económica, que no se vería afectada por su posterior emigración y exilio. Entre estos negocios, y como dato anecdótico, se encuentran sus inversiones en el sector del chocolate, que darían lugar con el tiempo a la conocida marca Élite, de la que nuestra protagonista fue accionista hasta su muerte. Si su padre aportó a Shklar seguridad material, su madre, Agnes Berger, de familia de la alta burguesía judía venida a menos, la dotaría de impronta intelectual y conciencia social. Había estudiado Medicina en Suiza, donde también obtuvo el doctorado, se manejaba en varios idiomas y tenía fuertes convicciones socialdemocráticas que la llevaron a abrir una clínica pediátrica gratuita en Riga; su experiencia de la revolución bolchevique la vacunó contra el comunismo.

Ese trasfondo familiar, aparentemente apacible, hay que ubicarlo en un lugar y tiempo histórico de fuertes sacudidas políticas y conflictos étnicos que desestabilizó la vida de los Nisse hasta extremos que eran inimaginables en el momento en el que Judita vino al mundo. Cuando accedió a la independencia, Letonia era un pequeño país desgarrado por la pobreza y los antagonismos entre la (escasa) mayoría letona y todo un conjunto de minorías —rusa, alemana y judía—, que a su vez estaban enfrentadas entre sí. Los propios judíos aparecían divididos entre una mayoría de pobres, ortodoxos y de habla yidis, y los que, como la propia familia de Shklar, gozaban de buena salud económica, eran agnósticos y participaban de la cultura alemana. Lo que sí sufrían en común todos los hebreos era un asfixiante antisemitismo. En el caso de los Nisse, esto les condujo a ser plenamente conscientes de su identidad diferenciada y a estar siempre alerta frente a los otros grupos. «Éramos judíos alemanes, lo que significaba, en el mejor de los casos, que casi todos los que nos rodeaban querían que estuviéramos en otro lugar; o, en el peor, matarnos»3.

La educación primaria de Judita osciló entre clases particulares y su inmersión en un colegio judío donde aprendió hebreo, francés, ruso e inglés, aparte del letón, claro, y el alemán que hablaban en casa. Las circunstancias ambientales condujeron a que sus padres educaran a sus hijas de forma espartana y con plena consciencia de la provisionalidad de su inmersión en la sociedad letona. Las noticias que venían de Alemania y Rusia eran preocupantes; en un caso, por el acceso de Hitler al poder en 1933 y, en el otro, por la persistente amenaza de invasión por parte de la Unión Soviética. El pacto Ribbentrop-Molotov en agosto de 1939, que presuponía de facto el reparto de Europa oriental entre Alemania y la URSS, fue el detonante que movilizó a la familia para huir del país. A la vista de los antecedentes de Aron con los soviéticos, y por consideraciones de clase, sus posibilidades de sobrevivir bajo el nuevo régimen eran nulas. Poco antes, sin embargo, la hermana mayor de Judita, Miriam, que estaba a punto de viajar a Estados Unidos por haber sido admitida en la Universidad de Columbia, falleció en un accidente en el baño de la casa; al parecer se debió al escape de gas de una caldera defectuosa, aunque permaneció la duda de que se tratara de un suicidio. La familia quedó paralizada por el dolor y solo gracias al primo y socio del padre consiguieron acceder a un avión que los trasladó a Suecia. Allí permanecieron nueve meses, integrándose con facilidad en esa sociedad mucho más acogedora y liberal; las dos hijas incluso empezaron a hablar sueco entre ellas.

Pero su éxodo no acabaría aquí. Al penetrar los nazis en Dinamarca y Noruega, todo parecía indicar que el próximo destino de la Wehrmacht sería Suecia y eso les impulsó a trasladarse a Canadá, donde era factible adquirir un visado a cambio de la compra de una determinada cantidad de terreno y poder justificar que se tenían nociones de agricultura. Desde el país nórdico no tenían medios de acceder al americano si no era por la ruta del Pacífico, así que no les quedó otra que hacer el viaje por territorio soviético hasta Vladivostok. Adquirieron documentación falsa para poder dirigirse a Moscú y desde allí emprendieron un tortuoso viaje de doce días en el transiberiano bajo horribles condiciones higiénicas. Desde Vladivostok les llevó otras tantas jornadas llegar por mar a Yokohama, en Japón, y después de una travesía de dos meses lograron pisar al fin territorio estadounidense en Seattle. Fue un logro a medias, ya que el visado de entrada en los Estados Unidos les había caducado y fueron confinados en un centro de detención de inmigrantes ilegales. Al cabo de algunas semanas, que ella calificaría después de «surealistas»4, consiguieron salir al fin gracias a las gestiones de un rabino, al que las autoridades les habían asignado para que pudieran recibir ayuda espiritual en la cárcel y que no comprendía cómo personas de su distinción pudieran estar presas. Finalmente les fue posible obtener un visado provisional y se dirigieron a Nueva York, donde el padre tenía bloqueadas las cuentas con su dinero, y desde ahí se trasladaron, después de casi dar la vuelta al mundo, a su destino en Montreal.

A partir de aquí la vida de Judita, que recién llegada a Canadá se cambiaría el nombre por el de Judith, puede encontrar ciertas pautas de normalidad. Pero la aventura vivida marcaría ya el resto de su biografía, algo más profundo de lo que ella reconoce al decir que le dejó «un gusto permanente por el humor negro»5. El intento por comprender cómo pudo llegarse a la desmesura ideológica que provocó la aparición de los totalitarismos va a ser una constante en sus intereses intelectuales, por no hablar de la propia experiencia del exilio y la dificultad para ir acomodándose a sus diferentes lugares de residencia. Salvadas todas las distancias, en Montreal se encontraría también en una sociedad no exenta de grandes diferencias étnicas y lingüísticas, y un cierto antisemitismo, más leve que el que pudiera sufrir en Letonia, pero perceptible en actitudes aisladas e incluso en los requisitos para acceder a la universidad. La sociedad francocanadiense vivía además de espaldas a la guerra y era en gran medida ajena al mundo de la cultura centroeuropea del que se había imbuido la familia. Judith se aburre espantosamente en el colegio femenino, protestante y de lengua inglesa, al que asiste. Es una vida de introspección y de refugio en sus lecturas, algo que venía practicando casi desde que era niña. Su semblanza autobiográfica comienza precisamente con esta frase: I’m a bookworm, «Soy un ratón de biblioteca». Su inmersión en los libros, que reconoce que practicó desde los once años, es el rasgo fundamental que marcará su vida y le otorgará una gran ventaja en su educación y carrera académica, el medio de evasión más a mano, además, para quien se siente extrañado del mundo en el que le toca vivir. Solo al llegar a la Universidad de McGill encuentra los suficientes estímulos para su siempre insaciable inquietud intelectual. Todo gracias a un único profesor, Frederick Watkins, que le imparte Historia de la Teoría Política. Su enamoramiento con esta materia va a ser casi inmediato; enseguida se dio cuenta de que ahí se encontraba aquello a lo que quería dedicarse el resto de su vida, y pronto desecha su anterior predilección por la economía y la filosofía. En un concierto de Rubinstein encontró también al estudiante de Medicina Gerald Shklar, con quien se casaría con tan solo diecinueve años: «con mucho, lo más inteligente que hice en mi vida»6.

II. EN HARVARD

Gracias a la recomendación de Watkins, que era originario de esa universidad, Shklar se traslada a hacer sus graduate studies a Harvard mientras su marido complementa sus estudios de Odontología en la Universidad de Tufts, también ubicada en Boston. Desde este momento, salvada esa primera parte azarosa y casi aventurera de su vida, su biografía no difiere en exceso de la de cualquier académico, estando marcada por las típicas dificultades para ir ascendiendo por las escalas académicas y la sucesión de intereses intelectuales. Antes de entrar en algunos detalles a este respecto, conviene dejar claro, sin embargo, cómo sus anteriores experiencias vitales, su ya mencionado estatus de cuasiexiliada permanente, acabaron tiñendo toda su obra: la necesidad de pensar qué es lo que había provocado esa espectacular sacudida social que acabaría conduciendo a los fascismos, al estalinismo, a la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto, y cómo preservar y fundamentar la libertad a partir de dicha experiencia. A decir de ella misma, si eligió la teoría política fue como una forma de comprender su propia experiencia vital7. En eso no difiere en exceso de Hannah Arendt, aunque la diferencian de ella multitud de rasgos personales y de carácter y la propia distancia generacional. Arendt nació veintidós años antes, creció intelectualmente en la filosofía alemana y experimentó el nazismo de primera mano. Shklar, contrariamente a su madre, nunca estuvo en Alemania ni jamás pondría un pie en dicho país a lo largo de toda su vida. Si la primera, como tantos otros profesores o intelectuales exiliados en los Estados Unidos8, siempre mantuvo una añoranza de aquel viejo mundo del pensamiento que se vio obligada a abandonar, el caso de nuestra autora es bien distinto9