Jugando sucio - Lauren Hawkeye - E-Book

Jugando sucio E-Book

Lauren Hawkeye

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Beschreibung

Beth Marchande tarda un nanosegundo en ver que Ford Lassiter adora las reglas y el orden. Sin embargo, detrás de sus ojos leoninos, ese hombre espectacular pero muy rígido esconde algo mucho más profundo que la lujuria. Esconde una necesidad exacerbada y deliciosamente bárbara de asumir el control y que Beth se lo ceda. Pero él no puede ocultarle sus sentimientos a esta mujer fiera y apasionada… por muy alto que sea el precio.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Lauren Hawkeye

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Jugando sucio, n.º 7 - diciembre 2018

Título original: Playing Dirty

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios

(comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina

Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-511-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Entonces

 

Allí había algún error.

Ford Lassiter apartó la vista de la casa marrón con forma de bloque que se levantaba en un solar amplio, a la sombra de verdes árboles frondosos. Miró el GPS de su teléfono y entornó los ojos ante el icono parpadeante que le informaba de que había llegado a su destino.

—Genial.

Había pagado mucho dinero por lo mejor que ofrecía la tecnología y en aquel momento, cuando necesitaba que funcionara bien el GPS, lo llevaba hasta una propiedad deteriorada del South End en lugar de al taller que necesitaba desesperadamente para arreglar su automóvil, que producía un traqueteo de muy mal augurio.

Perdería su reunión en las afueras de la ciudad. Eso ya no tenía remedio. Pero no estaba acostumbrado a que las cosas no acontecieran según sus planes y aquello le producía una especie de picor imposible de rascar.

—¡Maldita sea! —exclamó.

Golpeó el centro del volante con la mano y se sobresaltó cuando hizo sonar el claxon sin querer. Eso lanzó una sobrecarga de adrenalina por su cuerpo, una inyección de cafeína en su sangre, y no pudo evitar mofarse un poco de sí mismo.

—Puedes dirigir un imperio pequeño sin ayuda —Ford se recostó en el asiento de piel—, pero no puedes conseguir que arreglen tu coche sin un ayudante.

Aquello hería su orgullo. Después de todo, tenía un doctorado. Era un hombre muy inteligente y muy rico.

Podía perfectamente arreglar el maldito vehículo sin necesidad de una niñera.

Frunció el ceño y escribió de nuevo el nombre del taller que le había recomendado el viejo de la gasolinera: Marchande Motors.

Ha llegado a su destino.

—Muy bien, pues —o había algo que él no veía o tendría que matar al diseñador de Google Maps.

Salió del Porsche Turbo plateado y se permitió un momento para desperezarse y mirar a su alrededor. Estaba aparcado en una calle tranquila en un barrio viejo, que parecía que podía haber sido pijo en otro tiempo pero que obviamente había visto días mejores. Comparada con la cuadrícula ordenada del centro de Boston, donde pasaba la mayor parte del tiempo, aquella zona resultaba… confusa.

Casas familiares con muchos años detrás entremezcladas con algún que otro modelo nuevo, probablemente construido después de haber derruido casas viejas que no podían soportar el embate de los elementos ni un día más.

En los patios de algunas de las casas mejores había automóviles aparcados, y bonitas jardineras con flores adornaban los alféizares de las residencias más pobres. Nada de eso tenía sentido para Ford. Suponía que poseería algún encanto para alguien más novelero, pero él solo veía caos.

Había tenido una reunión en un suburbio del sur de la ciudad y su vehículo había empezado a hacer ruidos raros desde que había entrado en el South End. Nunca había pasado tiempo allí y solo tenía que mirar a su alrededor para saber por qué.

Apretó los labios y echó a andar por el sendero lateral del edifico que le habían indicado.

—Vamos allá.

Los árboles viejos y retorcidos habían ocultado el hecho de que el edificio estaba en un solar que hacía esquina. Cuando dobló esta, vio un camino de entrada y vehículos alineados en una fila más o menos ordenada.

Más que verse que la casa contenía algo más, se oía. Sonaba música, y sonaba tan alto que se preguntó cómo era posible que no la hubiera oído antes. Tuvo la respuesta cuando cruzó la vegetación verde que actuaba a modo de barrera y el volumen aumentó aún más.

Ford hizo una mueca porque las notas estruendosas del bajo amenazaban con lograr que le estallaran los tímpanos.

Reconoció vagamente la música de Metallica, y aunque hasta el momento había resistido el impulso de menospreciar todo aquello, esa elección lo situó en un punto sin retorno. ¿Quién escuchaba Enter Sandman cuando había miles de opciones más civilizadas? Como el grupo Coldplay, por ejemplo.

El cartel de plástico con letras torcidas que señalaba que allí estaba el taller que buscaba hizo poco por mejorar su opinión. Estaba clavado al césped con una estaca de madera, y aunque Ford pensó que las letras habrían sido rojas en otro tiempo, ahora eran de un rosa salmón desvaído.

—No pienso dejar mi coche aquí —rumió. Sabía que era un poco esnob y no le importaba. Trabajaba duro para estar a la altura de su apellido, que era más de lo que nunca había hecho su padre. ¿Qué tenía de malo que disfrutara de las ventajas que acompañaban a la riqueza?

—¿Va a dejar las llaves o piensa seguir ahí todo el día? —gritó una voz femenina desde las profundidades en sombra del garaje.

Ford se sobresaltó. No había visto a nadie dentro. Entrecerró los ojos ante el brillante sol de mediodía, pero no pudo ver a la persona que hablaba.

No estaba acostumbrado a que le hablaran así y no le gustó.

—Parece que he venido al lugar equivocado.

Un taller unido a una casa destartalada, con música lo bastante alta para dejarlo sordo y una mujer que le gritaba en vez de sonreírle, que era lo que le sucedía habitualmente… No. Sencillamente no.

Con la espalda recta, se volvió sobre sus zapatos italianos de piel hechos a mano y empezó a alejarse.

—Si busca otro taller, sé de seguro que el de Jimmy está saturado.

La voz de la mujer tenía un fuerte acento de Massachusetts, el mismo acento que él había intentado tanto erradicar en sí mismo. Eso debería haberlo irritado aún más, pero después de lo que acababa de decir, no podía concentrarse en su voz.

—Me ha enviado a mí el trabajo con el que estoy ahora porque está a rebosar.

«Mierda». El traqueteo del Turbo sonaba mal, su ronroneo habitual era casi silencioso. Aun así, quizá se habría arriesgado… si hubiera conseguido recordar la última vez que le habían hecho una revisión.

Se giró, sacó su teléfono y escribió un mensaje a su ayudante, sin importarle que había querido probar que podía hacer aquello solo. Jeremy, tan eficiente como siempre, respondió en menos de un minuto.

 

Esto no te va a gustar, pero no mates al mensajero. Hasta dentro de al menos doce horas no llegará una grúa. Ha habido un choque en cadena cerca del puerto y están todas las grúas allí, limpiando el desastre.

 

Ford apretó los dientes.

 

¿En qué taller estás? ¿No puedes dejar el Porsche allí y envío un coche a recogerte?

 

Calle abajo sonó un motor, que rugía volviendo a la vida. Ford se sobresaltó y estuvo a punto de dejar caer el teléfono.

El motor fue seguido de un lenguaje grosero y de gritos, todo con el acento indiscutible de Boston.

El Turbo era su tesoro, la primera compra importante que había hecho cuando había empezado a ganar dinero. No, no lo abandonaría allí toda la noche.

—¿Dónde dejo las llaves? —preguntó con voz tensa, cuando se giró de nuevo y echó a andar.

Entró por la puerta abierta del taller, observó los estantes terriblemente desordenados e inhaló el pesado olor a aceite de motor y gasolina.

No conseguía ver a la persona que había hablado, lo cual le resultaba exasperante.

—Déjelas en ese mostrador.

La voz procedía de debajo de él. Sorprendido, bajó la vista y vio un par de botas de trabajo muy sucias que sobresalían por debajo de un viejo Contour roñoso. La voz misteriosa.

—¿Puede hacer el favor de salir un momento para que podamos hablar? —preguntó Ford.

No estaba acostumbrado a tener que pedir esas cosas. Cuando entraba en el rascacielos del centro de Boston donde estaba el cuartel general de su conglomerado de hoteles, la gente se ponía firme. El guardia de seguridad le sonreía al pasar. La gente retenía el ascensor. En su piso, un ayudante le tendía una taza de café solo y el otro su tableta, con la agenda del día abierta ya para que la mirara.

De la zona de sus pies subió un bufido muy poco femenino.

—Si salgo a hablar con usted, tendré que dejar de trabajar en este vehículo. Y eso retrasará el vehículo siguiente y, en consecuencia, también el suyo —la voz, por lo demás dulce, sonaba impregnada de sarcasmo—. Y adivino que usted tiene mucha prisa por irse de aquí, así que no, no saldré hasta que termine. Deje las llaves en el banco, rellene un formulario y vuelva dentro de tres horas, o llame a una grúa que se lleve su auto al lado norte.

Jeremy había dicho que eso no era una opción. Aquello resultaba inaceptable.

—¿Tres horas? —Ford estaba indignado—. Eso no puede ser. Le pagaré más para saltarme la fila, pero espero que mi automóvil esté arreglado lo antes posible.

Su tono era el mismo que usaba en el campo de batalla de la sala de juntas, el tono que siempre, siempre, le daba los resultados apetecidos.

Los pies, que daban golpecitos al ritmo de la música, se quedaron inmóviles. Un olor a vainilla y miel le llegó a la nariz segundos antes de que la mujer saliera rodando de debajo del Contour.

Ford tuvo una impresión breve de cabello moreno e increíbles ojos azules, y de pronto, la criatura, ataviada con un mono azul marino, estaba de pie y no solo lo miraba de hito en hito sino que además le empujaba el pecho con el dedo.

Él sabía que no iba a ganar ningún premio feminista, pero le sorprendió que el mecánico fuera mujer. Había asumido que la voz pertenecería a la recepcionista o a algún ayudante. No porque pensara que las mujeres no fueran capaces de hacer cualquier trabajo que quisieran, simplemente porque no se lo esperaba.

—Un momento —Ford no tenía intención de tolerarle aquel tratamiento a ningún proveedor de servicios, fuera o no fuera mujer. Imposible.

Pero no tuvo ocasión de decirlo así.

—«Lo antes posible» será en cuanto termine con este auto y el que viene detrás —los ojos de ella lanzaban llamas cerúleas que amenazaban con incinerarlo—. Aquí intentamos ser justos y lo justo es que usted espere su turno.

—No sé si entiende cuánto dinero estoy dispuesto a pagar… —Ford intentó hablar y la mujer volvió a pincharle en el pecho.

—¿Qué clase de persona cambia las normas por dinero? —preguntó.

Resopló, se echó hacia atrás una trenza larga morena y Ford volvió a captar aquel curioso olor a vainilla. Era un aroma que resultaba muy fuera de lugar rodeado de grasa de motor, pues le hacía pensar en magdalenas.

Un pensamiento extraño en él, que raramente se permitía tomar dulces.

—¿Quiere decir que no hay nada que pueda hacer para acelerar este proceso? —Ford apartó los dulces de su mente y se aferró a su irritación. Le resultaba especialmente molesto no poder ver bien a aquella criatura extraña que tenía las agallas de gritarle. No podía ver a la persona por el mono informe ni su piel debajo de la gruesa capa de grasa de motor. Daba la impresión de que hubiera estado cavando en una mina de carbón.

La mujer le sonrió con dulzura, pero él se dio cuenta de que sus ojos, que eran lo único claramente visible en ella, brillaban todavía.

—Como ya he dicho —señaló el escritorio—, ya me ha retrasado usted. Así que, por lo que más quiera, si desea que arregle su maldito coche, deje las llaves en ese banco y rellene el formulario.

—No puedo creer que esté atascado aquí —murmuró Ford cuando se volvía para hacer lo que le habían dicho. Oyó una risa despreciativa que le hizo volverse de nuevo.

—En realidad, estará atascado en el café que hay calle abajo —la expresión de ella era burlona. Obviamente, tenía una opinión tan pobre de él como a la inversa—. No tengo sala de espera.

Con el movimiento fluido de alguien que tenía mucha práctica, volvió a colocarse sobre la cosa que rodaba, y que Ford no sabía cómo se llamaba, y desapareció de nuevo debajo del Contour.

Él buscó en su mente una frase ingeniosa que pusiera a aquella mujer descarada en su sitio, pero no se le ocurrió nada que pudiera transmitirle el respeto que estaba acostumbrado a recibir a aquella granuja cubierta de grasa, a la que claramente eso no le importaba nada.

Frunció el ceño, se acercó al banco de trabajo y prácticamente arrojó las llaves sobre la superficie inacabada de madera. Tomó un lápiz grueso y un formulario, movió la cabeza y, en lugar de rellenarlo, sacó una tarjeta de presentación que contenía toda su información relevante y la sujetó al formulario con un clip.

 

Marchande Motors.

Propietaria, Beth Marchande.

 

O sea que no era solo la mecánica, también era la propietaria. Ford no sabía qué hacer con aquella información. La mujer no encajaba en ninguno de los apartados preconcebidos que tenía para clasificar a las hembras de la especie. Y él necesitaba clasificarlo y desclasificarlo todo.

¿Qué era la vida sin orden?

Parecía que aquella mujer extraña que olía a vainilla le iba a obligar a descubrirlo.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Beth no aceleró el trabajo que había que hacer en el Contour ni en el enorme camión que siguió. Cuando se apresuraba, cometía errores, y los errores dañaban la reputación de su negocio.

Perder un cliente implicaba perder dinero, y a sus hermanas, a Mamesie y a ella no les sobraba el dinero. Todas se esforzaban para seguir en la casa familiar, y a veces eso implicaba arreglar vehículos de gilipollas a los que habría preferido mandar a paseo.

Eran ya casi las cinco cuando por fin se limpió la grasa de la cara y los brazos y tomó las llaves que el hombre elegante había arrojado sobre el banco de trabajo. Las había arrojado con mal humor y ella sonrió al recordarlo.

Era tranquila por naturaleza, o eso decían siempre sus hermanas, pero cuando alguien amenazaba sus ideas sobre lo que estaba bien y lo que estaba mal, tendía a perder los estribos. Y ni siquiera el hecho de que el ofensor fuera increíblemente atractivo disminuía el peso de sus ofensas, al menos, no para ella.

—Era de esperar —resopló sin aliento cuando vio el logotipo de Porsche en el llavero.

Cuando dobló la esquina y vio el Turbo plateado aparcado a un lado de la calle tranquila, lanzó un silbido.

El hombre pijo no solo era sexy, además estaba forrado. Beth ya lo suponía. Todo en él gritaba que era un habitante del lado norte. ¿Qué demonios hacía allí, en el South End?

Y, más aún, ¿qué hacía con un Porsche de diez años? Ella estaba casi segura de que podía permitirse uno nuevo. Aun así, un Turbo era un Turbo y no pudo reprimir la excitación cuando abrió la puerta del automóvil. Se disponía a entrar cuando se dio cuenta de que, aunque se había limpiado la cara y las manos, el mono seguía empapado de grasa. Y estaba segura de que aquel don Tieso se enfadaría si le ensuciaba los asientos de piel de color mantequilla.

Se quitó el mono sucio, hizo una bola con él y lo arrojó al asiento del acompañante. Se sentó al volante vestida con el top blanco acanalado y los pantalones cortos de yoga rosas brillantes que llevaba debajo.

Pasó las manos por el volante y no pudo reprimir un gemido. Su alegría por estar al volante de algo así era casi sexual, se sentía de maravilla.

Pensó con una sonrisa que podía darse un viajecito manual en el asiento y se imaginó la cara del dueño si se lo contaba después.

Era tentador pero poco profesional, así que optó por poner el coche en marcha y frunció el ceño cuando oyó el traqueteo.

—La transmisión —se dijo.

No tenía que mirarlo, era muy buena mecánica y había oído antes aquel ruido. Pero quería hacerle un diagnóstico completo al Turbo, así que lo introdujo en el taller, abrió el capó y suspiró al oír el susurro suave del elevador automático.

Sin molestarse en volver a ponerse el mono, empezó a hurgar en las entrañas de la hermosa máquina, donde lo que vio la disgustó bastante.

El problema principal, como sospechaba, era la transmisión. El sistema de filtrado estaba obstruido, los sellos se habían endurecido y habían descuidado el fluido. El Turbo necesitaba una pieza nueva.

El desgaste formaba parte de la propiedad de un coche. Pero eso, combinado con el fango que pasaba por aceite, la corrosión en el sistema de enfriamiento, los inyectores atascados…

Estaba segura de que el hombre… ¿Cómo se llamaba? Tomó el formulario, donde dejó manchas en el papel blanco.

Ford Lassiter. Claro. Un nombre sofisticado para un hombre sofisticado. Y graduaciones en las universidades sofisticadas que aparecían debajo de su nombre. Y Beth estaba dispuesta a apostar a que Ford Lassiter solo había revisado su coche una docena de veces en los diez años que hacía que lo tenía, suponiendo que fuera el dueño original, y ella asumía que sí.

Un irresponsable.

—¿Está arreglado?

Beth se volvió y vio al hombre en cuestión de pie en la entrada del taller, con el sol de la tarde marcando su silueta por detrás. Era alto, probablemente más de un metro ochenta, más alto que el metro setenta de ella. Su cabello era de ese rubio oscuro que recordaba a los leones, y resaltaba el sorprendente color chocolate de sus penetrantes ojos.

Era delgado, pero su cuerpo parecía duro, como si hiciera algo más que ir a un gimnasio. El traje que llevaba era de buen corte y obviamente caro y hacía que luciera bien su cuerpo.

En las horas transcurridas desde su marcha, se había quitado la chaqueta, aflojado la corbata y desabrochado los botones superiores de la camisa blanca. Y en contraste con la elegancia del atuendo, ahora llevaba una lata abierta de Coca Cola en la mano. Beth prefería aquella segunda imagen. De hecho, cuando lo miró a los ojos y se apoyó en la puerta brillante del Turbo, descubrió que sentía ganas de ronronear al verlo.

Aunque él no era su tipo en absoluto.

—Pues claro que no está arreglado —a pesar de su irritación, sintió un temblor en el vientre cuando lo miró con atención. Habría tenido que estar muerta para que no fuera así.

—¿Cómo que no está arreglado? —él frunció el ceño y Beth enarcó una ceja.

Sexy o no sexy, esperaba que le hablara con respeto cuando le diera la noticia.

—¿Cuándo fue la última vez que le hizo una revisión de mantenimiento a este vehículo?

Se apartó de donde estaba y le hizo señas para que se acercara a mirar con ella debajo del capó. Él vaciló y a ella no le pasó por alto el modo en que recorría con la mirada su cuerpo, que estaba mucho más a la vista que cuando llevaba el mono.

«Interesante». Beth siempre había tenido habilidad para leer en la gente, probablemente porque prefería esperar y observarlos antes que lanzarse en picado. Y esa habilidad le decía que Ford Lassiter era un hombre que mantenía un control rígido en todo momento.

Si hubiera tenido dinero, habría estado dispuesta a apostar a que él no inspeccionaba a una mujer con tanta deliberación, a menos que quisiera que la mujer lo supiera.

No se había movido, pero la miraba intensamente.

«Vaya, vaya, vaya». El ricachón quería divertirse en los barrios bajos, ¿eh? Beth sonrió con suficiencia, dobló un dedo para llamarlo y movió intencionadamente las caderas al inclinarse sobre el capó abierto.

Sería divertido jugar un poco con aquel poder leonino, aquel control tan tenso. Y cuando él por fin se dignó acercarse, sin molestase en ocultar la curiosidad y atracción que revelaban sus ojos, ella no pudo negar la punzada que sintió en el vientre cuando sus ojos se encontraron.

«Química». Ni se puede crear ni se puede fingir. O estaba presente entre dos personas o no lo estaba. Y parecía que el señor Ford Lassiter y ella la tenían al nivel más elemental.

Él apoyó una cadera en el Turbo y la miró con una sonrisa de suficiencia propia. Ah, sí, él también lo sentía y, a menos que Beth se equivocara, le divertía la idea de sentirse atraído por una mujer como ella.

Beth se había propuesto vivir sin preocuparse de lo que pensaban de ella los demás, pero todavía le molestaba cuando alguien, aunque fuera un desconocido, la miraba como si fuera una de las salvajes chicas Marchande del lado equivocado de la ciudad. Pero a la mierda con eso. Haría que la deseara tanto que le diera vueltas la cabeza y luego lo dejaría plantado.

—¿No lo recuerda? ¿Ni siquiera con todos esos títulos de listo detrás de su nombre? —echó atrás la cabeza y lo miró mientras esperaba su respuesta.

—No me acuerdo —él ni siquiera tuvo la decencia de mostrarse avergonzado, aunque ella notó que enderezaba un poco la espalda en un gesto algo defensivo—. Soy un hombre ocupado.

—Pues imagino que un hombre ocupado como usted tendrá gente que se encargue de detalles como el mantenimiento de su coche —aunque Beth sonreía, por dentro pasaba de la irritación a la rabia—. ¿Esta máquina sofisticada suya? Mucha gente de por aquí tiene que trabajar cinco años para ganar ese dinero.

No pensaría en lo que sus hermanas y ella podrían pagar con aquel dinero. Remplazar la caldera que amenazaba con morir todos los inviernos, arreglar el agujero en el tejado por el que entraba la lluvia…

—Algunas de esas personas pensarían que debería cuidar de algo así. Asumir cierta responsabilidad.

—Tiene razón —por fin una muestra de que era humano. Un leve asomo de culpabilidad. Pero fue suficiente para derretir la rabia de ella.

Probablemente él nunca habría pensado en cuánto tiempo tenían que trabajar otros para pagar uno de sus juguetes. ¿Y por qué lo iba a tratar como algo especial si seguramente tendría un garaje lleno de ellos en casa?

—¿Me puede poner eso por escrito? Tengo la impresión de que no es algo que diga muy a menudo —Beth enarcó una ceja.

Ford parpadeó, aparentemente sorprendido, y luego soltó una carcajada.

Fue una risa exuberante, no la risita controlada que habría esperado en él, y logró que le temblaran las piernas. Para ella no había nada más sexy que un hombre que podía reírse de sí mismo.

—No se acostumbre. Probablemente no volverá a pasar —Ford apretó los labios, como si se diera cuenta de que había perdido un momento el control—. En serio, ahora que hemos establecido que no cuido bien mi auto, ¿qué es lo que le pasa? ¿Necesita una pieza que no tiene?

Beth no pudo reprimir un bufido sarcástico.

—Eso es un comienzo, pero no, normalmente no tengo piezas para coches de estos. No hay mucha demanda de ellas por aquí.

¡Era tan obvio que eran de mundos diferentes! Beth se frotó la mejilla. La sonrisa de él le indicó que probablemente se acababa de dejar una mancha de grasa en la piel limpia, pero no le importó. Ella era así. Era lo que había.

—La transmisión está destrozada. Hay que cambiarla. Puedo cobrarme un favor y tener la pieza aquí por la mañana, puesto que adivino que probablemente esté dispuesto a pagar la tarifa de la prisa. Pero cambiarla llevará un día entero de trabajo —Beth alzó la mano al ver que él abría la boca, probablemente para discutir. Desde su punto de vista, allí no había nada que discutir—. Pero si sigue tratando el coche así, le sugiero que me deje arreglar todo lo que le pasa mientras está en el taller. Los sistemas de combustible y enfriamiento necesitan arreglos, tiene algo de corrosión y hay que cambiar el aceite.

—Entiendo —Ford la miró fijamente y con firmeza y Beth le sostuvo la mirada y se sobresaltó cuando él fue el primero en apartarla, soltó un ruidito de exasperación y agitó las manos en el aire—. ¿Qué es esa música?

—Música de cítara —contestó ella.

Aquella lista de reproducción le gustaba tanto como la de heavy metal que había puesto antes. La música era una parte tan importante de ella que le parecía una lástima no apreciar toda la que pudiera.

—Claro —y pareció que era aquello lo que por fin lo dejaba fuera de juego, la música que salía del teléfono de ella.

Beth contuvo el aliento y pasó los dedos por el extremo de su trenza. Sus pechos empujaron hacia delante cuando exhaló el aire y Ford volvió a mirarla con hambre, no lujurioso, sino más bien como reconociendo aquella conexión extraña entre ellos.

Beth no creía en el amor a primera vista, pero… Sí, en la lujuria sí creía.

—Música de cítara. Heavy metal. Color morado en el pelo y olor a vainilla y grasa de motor en la piel —él parecía divertido—. ¿Nunca te han dicho que eres una mujer única?

—Continuamente —estaba segura de que era mala idea, pero el modo en que la miraba aquel desconocido la excitaba mucho. Siguiendo su instinto, tomó la lata de Coca Cola que él sostenía todavía y se la llevó a los labios—. Pero tú apenas has empezado a rascar la superficie. Yo soy mucho más que el color de mi pelo.

—Imagino que sí —dijo él.

La observó atentamente cuando se llevó la lata a los labios y tomó un sorbo. El subidón de azúcar le explotó en la lengua y Beth imaginó que también acababa de probar un leve sabor a él.

—¿Siempre eres tan directa? —él miró la lengua con la que se lamía ella los labios.

—¿Tienes miedo de que te pase piojos? —Beth le devolvió la lata y enarcó una ceja—. Y sí, a menudo soy así. Suelo ser muy clara con lo que quiero.

Se apartó de donde seguían juntos debajo del capó del Turbo, enlazó las manos y bajó la cabeza.

—Pero a veces también me gusta que me digan lo que tengo que hacer.

La última frase la dijo con el corazón galopante. ¿Habría juzgado mal la situación? Imposible. Le gustaba perseguir lo que quería, eso era verdad, y no la avergonzaba quererlo. Pero normalmente sentía aquella conexión que tenía con Ford cuando la dinámica entre ella y la otra persona era la correcta, y en ese caso, si la otra persona quería el control, ella quería cederlo.

Ford retrocedió un paso, lo cual no era lo que ella esperaba. Volvió a mirarla y ella sintió que le ardía la piel por el roce de los ojos de él.

No, no se había equivocado, lo sentía en los huesos. Pero él no parecía muy complacido con aquella idea.

—Le diré lo que haremos, pues —dijo. La lucha por recuperar el control era evidente en su voz. Un parpadeo de ella y él volvía a ponerse la máscara de ejecutivo, ocultando con ella el indicio de pasión que Beth había entrevisto antes—. Pida la pieza, arregle el coche y llámeme cuando esté listo para recogerlo.

Beth sintió el mismo frío leve que había sentido cuando él se había mostrado incómodo con lo que quiera que fuera aquello que creaba chispas entre ellos. Lo sintió y no le gustó.