Junto a la madre muerta y otros cuentos - Horacio Quiroga - E-Book

Junto a la madre muerta y otros cuentos E-Book

Horacio Quiroga

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La cuentística de Quiroga mezcla, con extraña astucia, personajes humanos y animales que hablan, como en las fábulas clásicas, pero estableciendo una sutil frontera entre la vida natural y la civilización. Sus figuras de pioneros, de europeos abandonados en los confines de la selva, de cansados de la vida y de empresarios alocados crean un mundo densamente poblado de irrepetibles personalidades. Una vida dramática, siempre cercana a la estrechez económica, matrimonios conflictivos, experiencias con el hachís y el constante cerco del suicidio alimentaron su tarea cuentista, una de las más importantes de Latinoamérica. Tampoco le fueron ajenas las influencias de Rudyard Kipling, Joseph Conrad y, sobre todo, el magisterio de Edgar Allan Poe, por las atmósfera de alucinación, crimen, locura y estados delirantes que contienen sus narraciones. Indiscutiblemente, Horacio Quiroga supo volcar en su punzante escritura la intensidad necesaria para que sus relatos sean eficaces, hagan blanco en el lector y se claven en su memoria para perdurar en el tiempo.

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Quiroga, Horacio

Junto a la madre muerta y otros cuentos / Horacio Quiroga. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Bärenhaus, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-8449-45-6

1. Narrativa Uruguaya. 2. Cuentos. I. Título.

CDD U863

Corrección de textos: Carolina Baldo

Diseño de cubierta e interior: Departamento de arte de Editorial Bärenhaus S.R.L.

Todos los derechos reservados

© 2016, 2023, Editorial Bärenhaus S.R.L.

Publicado bajo el sello Bärenhaus

Quevedo 4014 (C1419BZL) C.A.B.A.

www.editorialbarenhaus.com

ISBN 978-987-8449-45-6

1º edición: septiembre de 2016

1º edición digital: febrero de 2023

Conversión a formato digital: Libresque

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446 de la República Argentina.

Sobre este libro

“No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.”

Horacio Quiroga

 

La cuentística de Quiroga mezcla, con extraña astucia, personajes humanos y animales que hablan, como en las fábulas clásicas, pero estableciendo una sutil frontera entre la vida natural y la civilización. Sus figuras de pioneros, de europeos abandonados en los confines de la selva, de cansados de la vida y de empresarios alocados crean un mundo densamente poblado de irrepetibles personalidades.

Una vida dramática, siempre cercana a la estrechez económica, matrimonios conflictivos, experiencias con el hachís y el constante cerco del suicidio alimentaron su tarea cuentista, una de las más importantes de Latinoamérica. Tampoco le fueron ajenas las influencias de Rudyard Kipling, Joseph Conrad y, sobre todo, el magisterio de Edgar Allan Poe, por las atmósfera de alucinación, crimen, locura y estados delirantes que contienen sus narraciones.

Indiscutiblemente, Horacio Quiroga supo volcar en su punzante escritura la intensidad necesaria para que sus relatos sean eficaces, hagan blanco en el lector y se claven en su memoria para perdurar en el tiempo.

Sobre Horacio Quiroga

Horacio Quiroga nació en Salto, Uruguay, el 31 de diciembre de 1879, y murió en Buenos Aires el 19 de febrero de 1937.

Autor de Los arrecifes de coral (1901), El crimen del otro (1904), Historia de un amor turbio (1908), Cuentos de Amor de Locura y de Muerte (1917), El Salvaje (1920), Cuentos de la Selva (1921), Anaconda (1923), El Desierto (1924), Los Desterrados (1926), Pasado amor (1929) y Más Allá (1934) su último libro.

La existencia de Quiroga estuvo rodeada de tragedias, desde la muerte accidental de su padre a causa de un disparo de arma de fuego, hasta el envenenamiento de su primera esposa, pasando por la pérdida de dos hermanas que murieron de fiebre tifoidea y el suicidio de su padrastro, entre otras desgracias.

En 1936 se internó en el Hospital de Clínicas por un agudo dolor en el estómago. Apenas unos meses después le diagnosticaron un cáncer incurable y esa misma medianoche, en presencia de un amigo, Quiroga bebió un vaso de whisky con cianuro que lo mató a los pocos minutos. Sus restos fueron repatriados a su Uruguay natal.

ÍNDICE

CubiertaPortadaCréditosSobre este libroSobre Horacio QuirogaNota del editorEl canto del cisneEl compañero IvánEl leónEl mármol inútilEl monte negroEl retratoEl tigreEl triple robo de BellamoreEl yaciyateréEstefaníaFannyFantasía nerviosaGloria tropicalJunto a la madre muertaLa igualdad en tres actosLa lenguaLa llamaLa madre de CostaLa muerte del canarioLa patriaLa princesa bizantinaLas JulietasLos cascarudosLos cazadores de ratasLos chanchos salvajesLos cementerios belgasLos fabricantes de carbónLos hombres hambrientosLos inmigrantesMiss Dorothy Phillips, mi esposaO uno u otroRea SilviaRecuerdos de un sapoUn chantajeUn idilioIIIIIIIVVVIVIIVIIIIX

NOTA DEL EDITOR

Leer a Horacio Quiroga es como sumergirse en un océano alucinante del que cuesta mucho sobreponerse para volver a la superficie. Sus historias nunca acaban, aún después de leerlas siguen escarbando la mente como termitas en la madera.

Su trágica vida, llena de suicidios y muertes, llegó a obsesionarlo de tal manera que logró que todas sus narraciones tuvieran un contenido macabro, morboso y una constante atmósfera de alucinación, crimen, locura y estadios delirantes.

Quiroga también logró una manifiesta precisión en la manera de narrar y describir los ambientes naturales. Sus años de residencia en la selva misionera, en el norte argentino, le sirvió para dar vida a protagonistas víctimas de la hostilidad y el desmán de un mundo salvaje e irracional.

Nuestro compromiso en esta edición es acercarle al lector algunos de los cuentos más destacados de un autor que dejó marcado para siempre su estilo en este género literario.

Quiroga resumió su modo de narración en el Decálogo del perfecto cuentista, dejando en claro pautas referentes a la estructura, la tensión narrativa, la culminación de la historia y el impacto del final.

 

Decálogo del perfecto cuentista

Por Horacio Quiroga

 

I - Cree en un maestro -Poe, Maupassant, Kipling, Chejov- como en Dios mismo.

 

II - Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo.

 

III - Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia.

 

IV - Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.

 

V - No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.

 

VI - Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: “Desde el río soplaba el viento frío”, no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes.

 

VII - No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.

 

VIII - Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.

 

IX - No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino.

 

X - No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida del cuento.

El canto del cisne

Confieso tener antipatía a los cisnes blancos. Me han parecido siempre gansos griegos, pesados, patizambos y bastante malos. He visto así morir el otro día uno en Palermo sin el menor trastorno poético. Estaba echado de costado en el ribazo, sin moverse. Cuando me acerqué, trató de levantarse y picarme. Sacudió precipitadamente las patas, golpeándose dos o tres veces la cabeza contra el suelo y quedó rendido, abriendo desmesuradamente el pico. Al fin estiró rígidas las uñas, bajó lentamente los párpados duros y murió.

No le oí canto alguno, aunque sí una especie de ronquido sibilante. Pero yo soy hombre, verdad es, y ella tampoco estaba. ¡Qué hubiera dado por escuchar ese diálogo! Ella está absolutamente segura de que oyó eso y de que jamás volverá a hallar en hombre alguno la expresión con que él la miró.

Mercedes, mi hermana, que vivió dos años en Martínez, lo veía a menudo. Me ha dicho que más de una vez le llamó la atención su rareza, solo siempre e indiferente a todo, arqueado en una fina silueta desdeñosa.

La historia es esta: en el lago de una quinta de Martínez había varios cisnes blancos, uno de los cuales individualizábase en la insulsez genérica por su modo de ser. Casi siempre estaba en tierra, con las alas pegadas y el cuello inmóvil en honda curva. Nadaba poco, jamás peleaba con sus compañeros. Vivía completamente apartado de la pesada familia, como un fino retoño que hubiera roto ya para siempre con la estupidez natal. Cuando alguien pasaba a su lado, se apartaba unos pasos, volviendo a su vaga distracción. Si alguno de sus compañeros pretendía picarlo, se alejaba despacio y aburrido. Al caer la tarde, sobre todo, su silueta inmóvil y distinta destacábase de lejos sobre el césped sombrío, dando a la calma morosa del crepúsculo una húmeda quietud de vieja quinta.

Como la casa en que vivía mi hermana quedaba cerca de aquella, Mercedes lo vio muchas tardes en que salió a caminar con sus hijos. A fines de octubre una amabilidad de vecinos la puso en relación con Celia, y de aquí los pormenores de su idilio.

Aun Mercedes se había fijado en que el cisne parecía tener particular aversión a Celia. Esta bajaba todas las tardes al lago, cuyos cisnes la conocían bien en razón de las galletitas que les tiraba.

Únicamente aquel evitaba su aproximación. Celia lo notó un día, y fue decidida a su encuentro; pero el cisne se alejó más aún. Ella quedó un rato mirándolo sorprendida, y repitió su deseo de familiaridad, con igual resultado. Desde entonces, aunque usó de toda malicia, no pudo nunca acercarse a él. Permanecía inmóvil e indiferente cuando Celia bajaba al lago; pero si esta trataba de aproximarse oblicuamente, fingiendo ir a otra parte, el cisne se alejaba enseguida.

Una tarde, cansada ya, lo corrió hasta perder el aliento y dos pinchos. Fue en vano. Solo cuando Celia no se preocupaba de él, él la seguía con los ojos. —¡Y sin embargo, estaba tan segura de que me odiaba! —le dijo la hermosa chica a mi hermana, después que todo concluyó.

Y esto fue en un crepúsculo apacible. Celia, que bajaba las escaleras, lo vio de lejos echado sobre el césped a la orilla del lago. Sorprendida de esa poco habitual confianza en ella, avanzó incrédula en su dirección; pero el animal continuó tendido. Celia llegó hasta él, y recién entonces pensó que podría estar enfermo. Se agachó apresuradamente y le levantó la cabeza. Sus miradas se encontraron, y Celia abrió la boca de sorpresa, lo miró fijamente y se vio obligada a apartar los ojos. Posiblemente la expresión de esa mirada anticipó, amenguándola, la impresión de las palabras. El cisne cerró los ojos.

—Me muero —dijo.

Celia dio un grito y tiró violentamente lo que tenía en las manos.

—Yo no la odiaba —murmuró él lentamente, el cuello tendido en tierra.

Cosa rara, Celia le ha dicho a mi hermana que al verlo así, por morir, no se le ocurrió un momento preguntarle cómo hablaba. Los pocos momentos que duró la agonía se dirigió a él y lo escuchó como a un simple cisne, aunque hablándole sin darse cuenta de usted, por su voz de hombre. Arrodillose y afirmó sobre su falda el largo cuello, acariciándolo.

—¿Sufre mucho? —le preguntó.

—Sí, un poco...

—¿Por qué no estaba con los demás?

—¿Para qué? No podía...

Como se ve, Celia se acordaba de todo.

—¿Por qué no me quería?

El cisne cerró los ojos:

—No, no es eso... Mejor era que me apartara... Sufrir más...

Tuvo una convulsión y una de sus grandes alas desplegadas rodeó las rodillas de Celia.

—Y sin embargo, la causa de todo y sobre todo de esto —concluyó el cisne, mirándola por última vez y muriendo en el crepúsculo, a que el lago, la humedad y la ligera belleza de la joven daban viejo encanto de mitología—: Ha sido mi amor a ti...

El compañero Iván

Una fría tarde de septiembre cruzábamos con Isola la Chacarita. En una cruz de hierro, igual y tan herrumbrada como todas las demás, leí al pasar:

IVÁN BOLKONSKY

Nada más. El apellido me llamó la atención, y se lo hice notar a Isola.

—El mismo que la madre de Tolstoy —le dije—. Pero este seguramente no era conde —agregué, considerando la plebeya uniformidad de las cruces a ras de tierra.

Isola se volvió vivamente, miró un rato la cruz, y me respondió:

—No, no era conde, pero era de la estirpe de los Tolstoy... ¡Pobre Iván! Yo creo que nunca le he hablado de él.

—Creo que no —le respondí—. No me acuerdo.

—Seguramente —agregó pensativo—. No nos conocíamos entonces... Sentémonos un momento... Me ha hecho acordar de tantas cosas... ¡Pobre Iván! ¡El amor que le he tenido! Teníamos todos una admiración profunda por él. Y ¡tras! Falló, como cualquiera de nosotros...

—Cuente —le dije.

—¡Pst! —se sonrió tristemente Isola, despejándose la frente; una bella frente de muchacho, por lo demás—. En pocas palabras se cuenta eso. Figúrese que jamás le conoció nadie más que por Iván. Todos sabíamos su apellido, pero para todos era Iván, nada más. Llegó a Buenos Aires, no sé de dónde, porque en todas partes había estado. Había algo de admiración religiosa en ese llamado por el nombre, y tengo la seguridad de que hubiera llegado a ser algo más que un simple compañero. Usted sabe que yo era compañero entonces. No he dejado de serlo, pero de un modo distinto... Iván también lo era, desde luego. Lo conocí en un taller de vitraux. Yo aprendía entonces el oficio y él era mi maestro. ¿Usted sabe manejar el diamante? Figúrese que él sacaba una espiral íntegra de un solo golpe. Frecuentaba la redacción de nuestro diario, y yo hacía allí mismo mis primeras letras, también de gratuito colaborador. Los artículos de Iván no creo hoy que fueran gran cosa; pero el hombre, su gran cultura, su serenidad moral, su estupenda bondad, eran extraordinarias. De la inextricable mezcla de amor y odio que hay en todos nosotros, él no sentía más que el amor; viejos obreros en la calle, obreras encinta, criaturas muriéndose de tuberculosis, en fin, todas las iniquidades de la injusticia. Ganaba un buen jornal, y jamás tenía un centavo; todo lo daba a quienes necesitaban más que él. No le cabía una pizca de odio. Tenía toda la madera de un Jesucristo. Supóngaselo ahora alto, rubio, joven, y con una clara sonrisa. Y no crea que le hago una historia: pregúntele a cualquier compañero del 1900, y verá si exagero.

Así como hay individuos que por su inmensa tolerancia pierden del todo la personalidad, creíamos que Iván, a fuerza de amor y ternura por todo lo que es sufrimiento, sería inaccesible a la mujer. Nada en particular nos hacía suponer esto; pero había en sus ojos tal luz de sencilla y cariñosa renuncia al goce personal mientras sus centavos pudieran evitar la pulmonía de una criatura mediante un saquito abrigado, que el hecho nos sorprendió. Yo fui con él varias veces a casa de Borissoff, y no sospeché lo más mínimo. Verdad es que fue al principio. Yo era casi una criatura entonces, y tenía por Iván esa admiración tumultuosa y ciega que no es raro encontrar en los muchachos por algún condiscípulo mayor. Borissoff era decorador, y se habían conocido con Iván en Europa, cuando la mujer de Borissoff era una criatura. Iván se fue después a los Estados Unidos, y aquí se había hallado de nuevo con Borissoff, ya casado. Iván reconoció apenas a su pequeña amiga de antes, y la amistad se estrechó de nuevo.

Qué tiempo demoró Iván en enamorarse de ella, no sé; pero sí debió ser largo el plazo transcurrido hasta darse cuenta, bien plena y cabal, de que amaba a la mujer de su amigo, y de que ella lo amaba también.

Ahora, dado el hombre que le he pintado, Iván no soñó un instante en engañar a Borissoff. Resistió cuanto pudo, ella hizo lo mismo, pero llegó un instante en que ambos no pudieron más. Tuvieron una conferencia en casa de ella, con Borissoff delante, y resolvieron hacer su nido juntos al día siguiente.

El trance es serio; pero Iván era ruso; ella, lo mismo, y Borissoff, también. Los tres tenían un concepto tal de la honradez, la justicia, la lealtad, que se hubieran sentido sucios de infamia al no proceder así. Y estos tipos de leyenda han vivido aquí en Buenos Aires, uno en un taller de vitraux, y el otro decorando cielorrasos. No son los únicos, por cierto; la cuestión es hallarlos. Y hallé a Iván, y por él supe todo.

Lo cierto es que mientras tomaban el té, mirándose bien a los ojos con lealtad, sintiéndose los tres más dignos uno del otro, al no dejar deslizar entre ellos la más leve sombra de deshonor, decidieron la cosa. Como los fondos de Iván no eran suficientes para comprar algún mueble, Borissoff le dio cien pesos que tenía. Hablaron tranquilamente y se despidieron con un “buenas noches”. Ella se puso a arreglar su ropa en el baúl, y Borissoff la ayudó él mismo. Aun bajó dos veces a la calle a comprarle alguna zoncera indispensable. Lo que Borissoff debía sufrir, cualquiera lo sufre, y ella lo sentía más que nadie. Pero dado el estado de las cosas, cualquier otro proceder hubiera sido vil. Así es que se acostaron juntos por última vez, con un nuevo “buenas noches” de paz.

Al día siguiente, muy temprano, recibí dos líneas de Iván. Fui a verlo, y llegué en el momento en que salía.

—Lo mandé llamar —me dijo— para que nos ayude... Se mató anoche.

—¿Qué? —le dije espantado.

—Sí, anoche... Vamos.

Fuimos, y la vi, tendida en la cama. Borissoff estaba tranquilo, caminaba en puntas de pie, aunque no creo que se fijara mucho en las cosas. A mí, por lo menos, no me reconoció. Tuvo una triste sonrisa para Iván, y se pusieron a hablar en voz baja.

Pasaron cinco días sin que viéramos a Iván. Al fin apareció una noche en el diario. Estaba como siempre, habló de todo con nosotros, y prometió un artículo para el día siguiente. Me llevó a tomar café, y en el camino se detuvo sonriendo:

—Es que no tengo plata —me dijo—. ¿Usted tiene?

Me habló de sus proyectos, entre ellos uno sobre las criaturas —su flaco de siempre— hacinadas en un cuarto goteando agua todo el día en invierno, porque están revocados con arena de mar, muriéndose una tras otra de bronconeumonía. Y todo ello con la honda ternura de siempre. No hizo la menor alusión al pasado.

Bueno —pensé—. Se ha salvado. Es el mismo Iván de siempre, el de antes.

A la noche siguiente trajo el artículo a la redacción, y me dijo:

—Mañana me voy al Rosario por un par de días. ¿Quieres corregirme eso?

La misma noche se pegó un tiro. También esta vez fui el primero que llegué, y le aseguro que sufrí por él, por nosotros, por cuanto tiene de bueno la especie humana, al ver aquel gran muchacho, caído como cualquiera de nosotros.

Luchó, sin duda, luchó lo indecible, como había luchado ella, y estoy seguro de que él mismo creía haberse salvado.

Y aquí tiene la historia —concluyó Isola levantándose y arrojando hacia la cruz la ramita que tenía en la mano—. Una sencilla historia de amor entre personas todo vergüenza y todo amor... Con muchísimo menos, otros son bien felices.

El león

Había una vez una ciudad levantada en pleno desierto, donde todo el mundo era feliz. La ciencia, la industria y las artes habían culminado al servicio de aquella ciudad maravillosa que realizaba el ideal de los hombres. Gozábase allí de todos los refinamientos del progreso humano, pues aquella ciudad encarnaba la civilización misma.

Pero sus habitantes no eran del todo felices, aunque lo hayamos dicho, porque en su vecindad vivían los leones.

Por el desierto lindante corrían, saltaban, mataban y se caían los leones salvajes. Las melenas al viento, la nariz husmeante y los ojos entrecerrados, los leones pasaban a la vista de los hombres con su largo paso desdeñoso. Detenidos al sesgo, con la cabeza vuelta, tendían inmóviles el hocico a las puertas de la ciudad, y luego trotaban de costado, rugiendo.

El desierto les pertenecía. En balde y desde tiempo inmemorial, los habitantes de la ciudad habían tratado de reducir a los leones. Entre la capital de la civilización y las demás ciudades que pugnaban por alcanzar ésta, se interponía el desierto y su bárbara libertad. Idéntico ardor animaba a ambos enemigos en la lucha; la misma pasión que ponían los hombres en crear aquella gozosa vida sin esfuerzos, alimentaba en los leones su salvaje violencia. No había fuerza, ni trampa, ni engaño que no hubieran ensayado los hombres para sojuzgarlos; los leones resistían, y continuaban cruzando el horizonte a saltos.

Tales eran los seres que desde tiempo inmemorial obstaculizaban el avance de la civilización.

Pero un día los habitantes decidieron concluir con aquel estado de cosas, y la ciudad entera se reunió a deliberar. Pasaron los días en vano. Hasta que por fin un hombre habló así:

—No hemos hecho nunca lo que debíamos. Hay que conquistar a los leones con otros medios. Nada conseguiremos con la violencia, ni con los burdos engaños. Yo propongo que demos un león por esposo a la más bella de entre nuestras hijas. Ya saben a cuál me refiero: a ese joven e indomable león, que desde que ha nacido parece ejercer una extraña influencia sobre sus compañeros. Conquistándolo a él, nos desharemos fácilmente de las demás fieras. Elijamos a la más bella de nuestras hijas, y démosla por esposa a ese león.

Esto dijo el hombre: y la idea fue considerada sutil y realizable, porque esto pasaba en una época en que las mujeres eran semidiosas y no se comportaban en la vida como simples mortales.

La más bella, pues, de las jóvenes vírgenes, fue encerrada sola en una torre que se levantó en el desierto a la vista de la ciudad. Y al atardecer, la hermosa se asomaba a la ventana, donde lloraba con el pañuelo en los ojos.

Los leones pasaban y rugían trotando, temerosos siempre de una asechanza.

Sólo el joven león se atrevía a acercarse. Inmóvil al pie de la torre, alzaba horas enteras sus salvajes y azules ojos a la bellísima hija de los hombres, que lloraba para ablandar su indómito corazón.

En breves días pudo apreciarse la sutileza del consejo: el león, que había resistido a la violencia y los engaños groseros, cayó en las redes. Y siguiendo, hipnotizado de amor, a la hermosa joven que le sonreía bajo un extremo del pañuelo, franqueó las puertas de la ciudad.

No vaya a creerse, sin embargo, que los hombres procedían de mala fe al ofrecerle la bellísima esposa. Las bodas se realizaron en corto plazo con un fausto inaudito, en honor de aquel monarca del desierto que se dignaba honrar a los hombres con su alianza.

Cuanto hay de lujo, de halago sutil en la civilización de los hombres, fue tendido a los pies —las garras— del joven león salvaje.

Se le inició paso a paso en los goces del refinamiento, en los deleites de la inercia. Se le peinó, se le acarició, se le untó de las mil exquisitas dulzuras que constituyen la alta civilización. Y el bárbaro intruso, deslumbrado y blando de amor, lamió, probó y gustó de cuanto le ofrecían.

Se le convenció de que debía dejarse limar los dientes y cortar las garras —vergonzoso estigma de su vida anterior—, y así se hizo. Aprendió a amar los muelles cojines, a sentarse a la mesa con la servilleta sobre los muslos, a quejarse de calor en días apenas tibios, y a disimularse en el fondo del palco para dejar sitio a las señoras en el antepecho. Aprendió a perder en los brazos de su esposa los últimos impulsos de rebelión, y aprendió por último a decir discursos en las grandes ceremonias rememorativas, con la mesura y el buen tono de los hombres. Llegó finalmente con el tiempo a ser un amable, tolerante y grueso león de garras y colmillos limados, que se horripilaba ante toda idea de violencia, y que no tenía sino dos aspiraciones: gozar de su vida actual, y prolongarla hasta su vejez.

Tal era. Pero la vejez llegó, y con ella, como es norma en los animales salvajes, la naturaleza primitiva asomó tras el alma maquillada de la vieja fiera.

Miró hacia el pasado, y echado sobre el vientre con la barbilla sobre las zarpas, contempló la ruta recorrida, y vio entonces por vez primera, en jalonada perspectiva, la obra sutil, perseverante y fatal de los hombres.

Estaba vencido. Se sentía completamente sin fuerzas; no ya para romper el hechizo, sino para desearlo, siquiera. No concebía ya más la vida sin el baño tibio, el vientre repleto y la amistad de las gentes de mundo. Allá, en el desierto, hacía mucho tiempo que sus hermanos no rugían más. Y a él se le había acariciado, comprado, cebado, aniquilado...

Pasaba así el tiempo, cuando tuvo la honda sorpresa de saber que iba a ser padre. Oyó por días enteros el clamor de la ciudad que vitoreaba de antemano la descendencia de la joven princesa —pues nos hemos olvidado de decir que la joven era una princesa—. De él, el león consorte, nadie se preocupaba ya.

El viejo padre sintió que sus melenas se encrespaban un instante: ¡hijos suyos! Y meditó largo rato. Pero pronto su amargura fue mayor. ¿Qué descendencia podría ser aquélla, de un león que anteponía a todo la seguridad de su comida, y llevaba los bolsillos del smoking repletos de menús? La madre de sus hijos era una hija de los hombres... Sus descendientes serían lamentables monstruos, ya atrofiados y vencidos antes de nacer...

Apreció así una vez más la obra de los hombres, que al ofrecerle una esposa de su casta quebraban para siempre, en la herencia misma, la salvaje libertad de los leones. Domado el, domada su raza... Y con la mirada perdida en el más amargo desierto de las desesperanzas, el ex león vio llegar el angustioso momento.

Pero cuando la princesa dio por fin a luz, los ojos del lamentable padre saltaron de delirante gozo: ¡Eran leones! A pesar de su ignominia, sus lujos eran leoncillos puros, libres de toda mancha.

¡Sí, amigos! ¡Eran leoncillos desde el tierno hociquito hasta la punta de la cola! Y con dientes agudísimos de seres salvajes.

Antes que el clamor levantado por el terrible acontecimiento se hubiera desvanecido, el viejo león arrebataba a su cría y huía con ella, mientras en palacio defervecía poco a poco el tumulto. En realidad, los asistentes habían visto algo monstruoso; pero se supuso que una mano caritativa había aniquilado al nacer aquella letal descendencia.

Pero el viejo león no cabía en sí de felicidad: ¡leoncillos puros! ¡Sin una uña ni un diente limados! El destino de las razas venideras era, pues, superior a su flaqueza de gordo león repleto que había trocado sus garras por un mantel, cuando la libertad le concedía aún dos cachorrillos libres de toda mancilla. Y los criaba en el más completo misterio, viviendo con ellos cuanto le era posible.

El padre puso en la educación de sus hijos todo su amor y rencor exasperados, que refluía sobre la nativa violencia de los leoncillos. Y cuando los sintió, por fin y para siempre, infatigables al hambre y la sed, el viejo león los llevó una noche de lluvia a las puertas de la ciudad, enseñándoles el desierto. Violos desaparecer a saltos, empapados y lacios de agua, tendiéndose cada vez más en sus botes.

El padre quedó largas horas en silencio, mirando hacia lo lejos... lo que ya no podía ver. Volviose luego, pues sentía hambre; apetito de platos bien aderezados, en un restauran! de la civilización. Tal era, y no podía ser más otra cosa.

Pero no importa. Allá iban sus hijos liberados, las salvajes fieras de garras y colmillos agudísimos, ya prevenidos desde el nacer; los cachorros redentores, suprema esperanza de los leones vencidos.

El mármol inútil

—¿Usted, comerciante? —exclamé con viva sorpresa dirigiéndome a Gómez Alcain—. ¡Sería digno de verse! ¿Y cómo haría usted?

Estábamos detenidos con el escultor ante una figura de mármol, una tarde de exposición de sus obras. Todas las miradas del grupo expresaron la misma risueña certidumbre de que en efecto debía ser muy curioso el ejercicio comercial de un artista tan reconocidamente inútil para ello como Gómez Alcain.

—Lo cierto es —repuso este, con un cierto orgullo— que ya lo he sido dos veces; y mi mujer también —añadió señalándola.

Nuestra sorpresa subió de punto:

—¿Cómo, señora, usted también? ¿Querría decirnos cómo hizo? Porque...

La joven se reía también de todo corazón.

—Sí, yo también vendía... Pero Héctor les puede contar mejor que yo... Él se acuerda de todo.

—¡Desde luego! Si creen ustedes que puede tener interés...

—¿Interés, el comercio ejercido por usted? —exclamamos todos—. ¡Cuente en seguida!

Gómez Alcain nos contó entonces sus dos episodios comerciales, bastante ejemplares, como se verá.

—Mis dos empresas —comenzó— acaecieron en el Chaco. Durante la primera yo era soltero aún, y fui allá a raíz de mi exposición de 1903. Había en ella mucho mármol y mucho barro, todo el trabajo de tres años de enfermiza actividad. Mis bustos agradaron, mis composiciones, no. De todos modos, aquellos tres años de arte frenético tuvieron por resultado cansarme hasta lo indecible de cuanto trascendiera a celebridades teatrales, crónicas de garden party 31, críticas de exposiciones y demás.

Entonces llegó hasta mí desde el Chaco un viejo conocido que trabajaba allá hacía cuatro años. El hombre aquel —un hombre entusiasta, si lo hay— me habló de su vida libre, de sus plantaciones de algodón. Aunque presté mucha atención a lo primero, la agricultura aquella no me interesó mayormente. Pero cuando por mera curiosidad pedí datos sobre ella, perdí el resto de sentido comercial que podía quedarme.

Vean ustedes cómo me planteé la especulación:

Una hectárea admite quince mil algodoneros, que producen en un buen año tres mil kilos de algodón. El kilo de capullos se vende a dieciocho centavos, lo que da quinientos cuarenta pesos por hectárea. Como por razón de gastos treinta hectáreas pedían el primer año seis mil doscientos pesos, me hallaría yo, al final de la primera cosecha, con diez mil pesos de ganancia. El segundo año plantaría cien hectáreas, y el tercero, doscientas. No pasaría de este número. Pero ellas me darían cien mil pesos anuales, lo suficiente para quedar libre de exposiciones, crónicas, cronistas y dueños de salones.

Así decidido, vendí en siete mil pesos todo lo que me quedaba de la exposición, casi todo, por lo pronto. Como ven ustedes, emprendía un negocio nuevo, lejano y difícil, con la cantidad justa, pues los ochocientos pesos sobrantes desaparecieron antes de ponerme en viaje: por aquí comenzaba mi sabiduría comercial.

Lo que vino luego es más curioso. Me construí un edificio muy raro, con algo de rancho y mucho de semáforo; hice un carrito de asombrosa inutilidad, y planté cien palmeras alrededor de mi casa. Pero en cuanto a lo fundamental de mi ida allá, apenas me quedó capital para plantar diez hectáreas de algodón, que por razones de sequía y mala semilla, resultaron en realidad cuatro o cinco.

Todo esto podía, sin embargo, pasar por un relativo éxito; hasta que llegó el momento de la recolección. Ustedes deben de saber que este es el real escollo del algodón: la carestía y precio excesivo del brazo. Yo lo supe entonces, y a duras penas conseguí que cinco indios viejos recogieran mis capullos, a razón de cinco centavos por kilo. En Estados Unidos, según parece, es común la recolección de quince a veinte kilos diarios por persona.

Mis indios recogían apenas seis o siete. Me pidieron luego un aumento de dos centavos, y accedí, pues las lluvias comenzaban y el capullo sufre mucho con ellas.

No mejoraban las cosas. Los indios llegaban a las nueve de la mañana, por temor del rocío en los pies, y se iban a las doce. No volvían de tarde. Cambié de sistema, y los tomé por día, pensando así asegurar —aunque cara— la recolección. Trabajaban todo el día, pero me presentaban dos kilos de mañana y tres de tarde.

Como ven, los cinco indios viejos me robaban descaradamente. Llegaron a recogerme cuatro kilos diarios por cabeza, y entonces, exasperado con toda esa bellaquería de haraganes, resolví desquitarme.

Yo había notado que los indios —salvo excepciones— no tienen la más vaga idea de los números. Al principio sufrí fuertes chascos.

—¿Qué vale esto? —había preguntado a uno de ellos que venía a ofrecerme un cuero de ciervo.

—Veinte pesos —me respondió.

Claro es, rehusé. Llegó otro indio, días después, con un arco y flechas: aquello valía veinte pesos, siendo así que dos es un precio casi excesivo. No era posible entenderse con aquellos audaces especuladores. Hasta que un capataz de obraje me dio la clave del mercado. Fui en consecuencia a ver al indio de los arcos y le pedí nuevo precio.

—Veinte pesos —me repitió.

—Aquí están —le dije, poniéndole dos pesos en la mano. Quedó perfectamente seguro de que recibía sus veinte pesos.

Aun más: a cierto diablo que me pedía cinco pesos por un cachorro de aguará, le puse en la mano con lento énfasis tres monedas de diez centavos:

—Uno... tres... cinco... Cinco pesos; aquí están los cinco pesos.

El vendedor quedó luminosamente convencido. Un momento después, so pretexto de equivocación, le completé su precio. Y aun creyó acaso —por nativa desconfianza del hombre blanco—, que la primera cuenta hubiera sido más provechosa para él.

Esta ignorancia se extiende desde luego a la romana, balanza usual en las pesadas de algodón. Para mi desquite de que he hablado, era necesario tomar de nuevo los peones a tanto el kilo. Así lo hice, y la primera tarde comencé. La bolsa del primero acusaba seis kilos.

—Cuatro kilos: veintiocho centavos —le dije.

El segundo había recogido cuatro kilos; le acusé dos. El tercero, seis; le acusé tres. Al cuarto, en vez de siete, cinco. Y al quinto, que me había recogido cinco, le conté solo dos. De este modo, en un solo día, había recuperado setenta centavos. Pensaba firmemente resarcirme con este sistema de las pillerías y los adelantos.

Al día siguiente hice lo mismo. “Si hay una cosa lícita, me decía yo, es lo que hago. Ellos me roban con toda conciencia, riéndose evidentemente de mí, y nada más justo que compensar con la merma de su jornal el dinero que me llevan.”

Pero cierto malhumor que ya había comenzado en la segunda operación, subió del todo en la tercera. Sentía honda rabia contra los indios, y en vez de aplacarse esta con mi sistema de desquite, se exasperaba más. Tanto creció este hondo disgusto, que al cuarto día acusé al primer indio el peso cabal, e hice lo mismo con el segundo. Pero la rabia crecía. Al tercer indio le aumenté dos kilos; al cuarto, tres, y al quinto, ocho kilos.

Es que a pesar de las razones en que me apoyaba, yo estaba sencillamente robando. No obstante los justificativos que me dieran las doscientas legislaciones del inundo, yo no dejaba de robar. En el fondo, mi famosa compensación no encerraba ni una pizca más del valor moral que el franco robo de los indios. De aquí mi rabia contra mí mismo.

A la siguiente tarde aumenté de igual modo las pesadas de algodón, con lo que al final pagué más de lo convenido, perdí los adelantos y la confianza de los indios que llegaron a darse cuenta, por las inesperadas oscilaciones del peso, de que yo y mi romana éramos dos raros sujetos.

Este es mi primer episodio comercial. El segundo fue más productivo. Mi mujer tuvo siempre la convicción de que yo soy de una nulidad única en asunto de negocios.

—Todo cuanto emprendas te saldrá mal —me decía—. Tú no tienes absoluta idea de lo que es el dinero. Acuérdate de la harina.

Esto de la harina pasó así: Como mis peones se abastecían en el almacén de los obrajes vecinos, supuse que proveyéndome yo de lo elemental —yerba, grasa, harina— podría obtener un veinte por ciento de utilidad sobre el sueldo de los peones. Esto es cuerdo. Pero cuando tuve los artículos en casa y comencé a vender la harina a un precio que yo recordaba de otras casas, fui muy contento a ver a mi mujer.

—¡Fíjate! —le dije—. Vamos a ahorrar una porción de pesos con este sistema. Ya hemos ganado cuarenta centavos con estos kilos de harina.

Me quedé mirándola. Lo cierto es que yo no sabía lo que me costaba, pues ni aun siquiera había echado el ojo sobre la factura.

Esta es la historia de la harina. Mi mujer me la recordaba siempre, y aunque me era forzoso darle la razón, el demonio del comercio que he heredado de mi padre me tentaba como un fruto prohibido.

Hasta que un día a ambos —pues yo conté en esta aventura con la complicidad de mi mujer— se nos ocurrió una empresa: abrir un restaurante para peones. En vez de las sardinas, chipás o malos asados que los que no tienen familia o viven lejos comen en el almacén de los obrajes, nosotros les daríamos un buen puchero que los nutriría, y a bajo precio. No pretendíamos ganar nada; y en negocios así —según mi mujer— había cierta probabilidad de que me fuera bien.

Dijimos a los peones que podrían comer en casa, y pronto acudieron otros de los obrajes próximos. Los tres primeros días todo fue perfectamente. Al cuarto vino a verme un peón de miserable flacura.

—Mirá, patrón —me dijo—. Yo voy a comer en tu casa si querés, pero no te podré pagar. Me voy el otro mes a Corrientes porque el chucho... He estado veinte días tirado... Ahora no puedo mover mi hacha. Si vuelvo, te pagaré.

Consulté a mi mujer.

—¿Qué te parece? —le dije—. El diablo este no nos pagará nunca.

—Parece tener mucha hambre... —murmuró ella.

El sujeto comió un mes entero y se fue para siempre.

En ese tiempo llegó cierta mañana un peón indio con una criatura de cinco años, que miró comer a su padre con inmensos ojos de gula.

—¡Pero esa criatura! —me dijo mi mujer—. ¡Es un crimen hacerla sufrir así!

Se sirvió al chico. Era muy mono, y mi mujer lo acarició al irse.

—¿Tienes hambre aún?

—Sí, ¡hame! —respondió con toda la boca el hombrecito.

—¡Pero ha comido un plato lleno! —se sorprendió mi mujer.

—Sí, ¡pato! En casa... ¡hame!

—¡Ah, en tu casa! ¿Son muchos?

El padre entonces intervino. Eran ocho criaturas, y a veces él estaba enfermo y no podía trabajar. Entonces... ¡mucha hambre!

—¡Me lo figuro! —murmuró mi mujer mirándome. Dio al chico tasajo, galletitas, y a más dos latas de jamón del diablo que yo guardaba.

—¡Eh, mi jamón! —le dije rápidamente cuando huía con su robo.

—¿No es nada, verdad? —se rio—. ¡Supón la felicidad de esa pobre gente con esto!

Al otro día volvió el indio con dos nuevos hijos, y como mi mujer no es capaz de resistir a una cara de hambre, todos comieron. Tan bien, que una semana después nuestra casa estaba convertida en un jardín de infantes. Los buenos peones traían cuanto hijo propio o ajeno les era dado tener. Y si a esto se agregan los muchos sujetos que comprendieron que nada disponía mejor nuestro corazón que la confesión llana y lisa de tener hambre y carecer al mismo tiempo de dinero, todo esto hizo que al fin de mes nuestro comercio cesara. Teníamos, claro es, un déficit bastante fuerte.

Este fue mi segundo episodio comercial. No cuento el serio —el del algodón— porque este estaba perdido desde el principio. Perdí allá cuanto tenía, y abandonando todo lo que habíamos construido en tierra arrendada, volvimos a Buenos Aires. Ahora —concluyó señalando con la cabeza sus mármoles— hago de nuevo esto.

—¡Y aquí no cabe comercio! —exclamó con fugitiva sonrisa un oyente. Gómez Alcain lo miró como hombre que al hablar con tranquila seriedad se siente por encima de todas las ironías:

—Sí, cabe —repuso—. Pero no yo.

El monte negro