Justicia y política - Luigi Ferrajoli - E-Book

Justicia y política E-Book

Luigi Ferrajoli

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Un estudio sobre la necesidad de repensar la legitimación del poder y redefinir la justicia en tiempos de antipolítica. En los últimos treinta años hay países en los que la criminalidad ha caído de manera sensible, lo que priva de fundamento a las demandas ultrapunitivistas de un significativo sector de la población y de la política. Frente a estas, Luigi Ferrajoli recuerda que el único modo acreditado de prevenir la delincuencia común convencional lo constituyen las políticas sociales. Y también que la sola respuesta legítima a la desviación criminal es la representada por un proceso con todas las garantías. De aquí la necesidad de elaborar una sólida teoría del garantismo penal, cuya más consistente expresión es este libro. Como escribe el autor, «corresponde a la política hacer real este garantismo. Diseñar sus líneas maestras teóricas es el contenido primario de la cultura jurídica». «Ferrajoli tiene el mérito de haber defendido, de forma incansable y brillante, una concepción 'rígida' de las Constituciones que hoy permea el trabajo de jueces, fiscales y abogados». (Ramón Sáez, magistrado del Tribunal Constitucional) «El filósofo del derecho más citado en el mundo progresista latino del último medio siglo». («Ideas», El País) «El garantismo penal de Ferrajoli constituye una teoría jurídicaglobal en la que el derecho penal, lejos de ser un instrumentode control social, debe ser un medio para asegurarla protección de la libertad y la dignidad humana». Roberto Bin, Principi e istituzioni del diritto penale

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Seitenzahl: 830

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Justicia y política

Crisis y refundación del garantismo penal

Luigi Ferrajoli

Traducción de Perfecto Andrés Ibáñez

La traducción de esta obra ha sido financiada por el SEPS

Segretariato Europeo per le Pubblicazioni Scientifiche

Via Val d’Aposa 7 - 40123 Bologna - Italia

[email protected] - www.seps.it

COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOSSerie Derecho

Título original: Giustizia e politica.

Crisi e rifondazione del garantismo penale

 

© Editorial Trotta, S.A., 2025

http://www.trotta.es

 

© Luigi Ferrajoli, 2025

 

© Perfecto Andrés Ibáñez, traducción, 2025

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún ­fragmento de esta obra.

 

ISBN: 978-84-1364-327-4 (edición digital e-pub)

A Marina, en memoria

CONTENIDO

Introducción

Primera parteEL MODELO GARANTISTA DE LA JUSTICIA PENAL Y SU ACTUAL CRISIS

Jurisdicción y garantismoLas fuentes de legitimación de la justicia penal. El papel garantista del positivismo jurídicoCrítica de la concepción de la jurisdicción como creación de nuevo derechoLa crisis del modelo garantista de la jurisdicción penal

Segunda partePOR UNA REFUNDACIÓN DEL GARANTISMO PENAL

El programa de un derecho penal garantista. Las garantías en materia de delitos, penas y procesosOrdenamiento judicial y deontología de los juecesLa prevención de la criminalidad: derecho penal mínimo y políticas no penalesLa jurisdicción internacional. Crímenes de sistema y constitucionalismo global

Índice de nombres

Índice general

INTRODUCCIÓN

1. En Italia, en los últimos treinta años, la criminalidad, ha caído. Los homicidios, que en 1991 fueron 1938, hoy son poco más de 300 al año, y también los demás delitos han disminuido en gran medida. Al mismo tiempo, sin embargo, la población carcelaria casi se ha duplicado: los presos eran 31 053 en 1991 y hoy son 58 083; las cadenas perpetuas casi se han cuadruplicado, pasando de 408 en 1992 a las actuales 1867, dos tercios de las cuales son agravadas (ergastoli ostativi) porque no admiten la aplicación de los beneficios previstos en el ordenamiento penitenciario de 1975 y por la reforma Gozzini de 1986. Al mismo tiempo, en Italia ha retrocedido la cultura de la clase política. Todavía en los años noventa, el 30 de abril de 1998, el Senado aprobó por amplísima mayoría la abolición de la cadena perpetua, luego, lamentablemente, no sometida al voto de la Cámara de Diputados. Veinticinco años después casi todas las fuerzas políticas en el Parlamento rechazan con desdén la acusación de estar a favor de la abolición, ya no de la cadena perpetua, sino incluso de la agravada, que impide la concesión de cualquier reducción de la pena.

Es difícil no ver en estos cambios extraordinarios el efecto de una reducción de las garantías del correcto proceso, como límites al arbitrio punitivo, y del declive del garantismo en la cultura tanto de la clase política como de la judicial. Son múltiples las causas de la regresión política, cultural y moral, que se manifiesta en tales cambios: la pérdida de calidad de los gobernantes; el clima de constante emergencia alimentado por ellos; las incesantes campañas sobre la seguridad dirigidas a aterrorizar a la opinión pública a fin de obtener el apoyo a inútiles exasperaciones de las penas; la mayor dureza, hasta la inhumanidad, tanto de las leyes como de los juicios en el tratamiento, sobre todo, de la criminalidad de la calle; la difusión de la demanda social de castigos severos y vindicativos inducida por los populismos, y la degradación del sentido moral a escala de masas que tiene en esta un indicio.

Por otra parte, la justicia penal ha estado en el centro del debate político desde que, hace treinta años, hizo frente a las múltiples formas de corrupción de los máximos exponentes políticos del gobierno. Fue entonces cuando se produjo la confrontación entre justicia y política. Los magistradosa fueron acusados de politización. Pero sucedió exactamente lo contrario: los jueces y los fiscales dejaron de hacer política cuando comenzaron a aplicar la ley a todos por igual y, por tanto, a contener el desarrollo de la ilegalidad pública y de los poderes ocultos subyacentes a esta, y a salvaguardar, de este modo, el orden del estado de derecho y de la democracia.

No obstante, es innegable que la quiebra del sistema político provocada en los primeros años noventa del pasado siglo por investigaciones judiciales milanesas fue un fenómeno de patología institucional, sin precedentes en la historia y sin equivalente en otros ordenamientos democráticos. Los escándalos suscitados por las diversas formas de corrupción arrojaron un descrédito sin precedentes sobre la clase política, que se proyectó sobre los partidos y las propias instituciones representativas, percibidas como cada vez más ajenas a la sociedad. Además, en el subsiguiente enfrentamiento entre política y justicia, la magistratura y una parte de la opinión pública, a menudo, opusieron, a la imagen de un poder político corrupto e ineficiente, la idea del poder judicial como poder bueno y salvífico; cuando, por el contrario, es siempre un factor de salud institucional la conciencia, sobre todo entre los jueces, de que, como escribió Montesquieu, el suyo es un poder terrible que, por eso, debe ser rodeado de garantías rigurosas. De este modo, la defensa incondicionada de la jurisdicción ha acabado por dejar en la sombra prácticas judiciales iliberales y antigarantistas. Ha ofrecido de la magistratura la imagen de una corporación de poder. Ha avalado indebidas interferencias de la justicia penal en la esfera de la fisiológica discrecionalidad de la política y de la administración contrarias a la separación de poderes; que, obviamente, debe defenderse no solo de las invasiones de la jurisdicción por la política, sino también del control por parte del poder judicial de los legítimos espacios de competencia de las funciones políticas y administrativas de gobierno.

Es por lo que hoy se impone a la cultura jurídica y a la clase política una reflexión racional, dirigida a repensar las fuentes de legitimación de los distintos poderes del estado y las condiciones de un respeto recíproco entre estos, a identificar los daños producidos en el tejido democrático por la antipolítica y los populismos y, al mismo tiempo, la rehabilitación del modelo garantista de la jurisdicción penal. Este libro tiene como fin mover a una reflexión a la altura de la crisis en curso. En los treinta y cuatro años transcurridos desde que, en Derecho y razón, formulé una primera teoría del garantismo penal, en Italia, pero no solo, se han producido transformaciones profundas y todas regresivas, tanto en la sociedad como en las instituciones: el crecimiento de las desigualdades y las restricciones de los derechos sociales y del trabajo; la quiebra de la representatividad del sistema político y la desconfianza generalizada en la esfera pública; la inflación incontrolada de la legislación y la crisis del principio de estricta legalidad y taxatividad; la involución clasista y policiaca de la justicia penal debida al aumento de las penas contra la criminalidad de subsistencia, a las leyes de favor en relación con la delincuencia de los poderosos y al creciente espacio asumido por los procedimientos de prevención extra o ante delictum; la introducción y luego la progresiva agravación de la cárcel durab en virtud de los arts. 4 bis y 41 bis del ordenamiento penitenciario; el largo, extenuante conflicto entre el mundo de la política y el de la justicia; la reacción corporativista del estamento judicial, el protagonismo de muchos jueces y, sobre todo, fiscales, y el crecimiento del poder de las fiscalíasc; la centralidad adquirida, en el sistema político italiano, por la cuestión penal y por el poder punitivo, y el peligro de que la jurisdicción acabe configurándose o, al menos, siendo percibida como una indebida función de gobierno y no como una función de garantía; la mutación, en fin, de la cuestión criminal, caracterizada cada vez más por la reducción de la vieja criminalidad individual y por el desarrollo de las múltiples formas de criminalidad de los poderosos: debido, de un lado, al crecimiento de los poderes criminales organizados y de los delitos de los poderes, tanto públicos como privados y, del otro, a las violaciones masivas de los derechos fundamentales y de los bienes comunes, causadas por poderes globales salvajes, tan devastadoras como no percibidas como ilícitos, solo porque no tratadas y en gran parte no tratables por el derecho penal.

2. No es extraña a esta crisis del garantismo penal la contribución de una parte relevante de la cultura penalista —tanto de la doctrina como de la magistratura— que en estos años ha asistido a las involuciones de su propio objeto de estudio, oscilando entre resignación pesimista y aceptación realista y, de este modo, archivando o, en todo caso, adaptando los principios garantistas a los muchos cambios del derecho penal en trasformación: desde la actitud acrítica ante la crisis del principio de legalidad determinada por la inflación legislativa a la teorización del creacionismo jurisdiccional con violación de la separación de poderes y de la sujeción de los jueces a la ley; del aval prestado a los distintos regímenes de cárcel dura y las lesiones de los derechos humanos de los migrantes, a las normas sobre las medidas de prevención, contradiciendo los principios de retribución y de legalidad, hasta la opción expresa en favor de las distintas modalidades de justicia negociada y de procedimientos alternativos introducidos, para hacer frente al marasmo de los procesos, contra los principios del juicio contradictorio y del derecho al silencio del imputado; de la teorización de las diferentes formas de tutela anticipada de los bienes jurídicos, mediante el abuso de los delitos asociativos y de las figuras de peligro abstracto o presunto, hasta el apoyo ofrecido a las diversas modalidades del proceso penal y la ejecución de la pena por tipo de autor o de detenido.

Se plantea, al respecto, una cuestión epistemológica de fondo que guarda relación con el estatuto de la ciencia jurídica y, en particular, de la doctrina penalista: si esta debe limitarse a interpretar las normas penales, según recomendaba el viejo método técnico-jurídico, o debe también preguntarse por sus fundamentos ético-políticos y desarrollar el papel crítico y proyectual que fue propio de la Escuela Clásica, de Beccaria a Carrara, y que, además, viene hoy impuesto por la constitucionalización de gran parte de los principios garantistas. Si, dicho de otro modo, su aproximación al derecho debe ser puramente descriptiva o comportar también la crítica de sus perfiles de ilegitimidad política o jurídica y su diseño normativo, de acuerdo con los principios teóricos de justicia de los que depende la legitimación del sistema penal en su conjunto. Y todavía más: si la ciencia penalista puede desarrollarse bajo la enseña del desinterés por los demás saberes sociales —la filosofía jurídica y política, la sociología, la criminología y la historiografía— o si, por el contrario, debe también reflexionar sobre los grandes problemas filosóficos del por qué, el cuándo y el cómo castigar, prohibir y juzgar, así como mirar al concreto funcionamiento de la justicia penal, a sus condicionamientos extrajurídicos, a sus trasformaciones determinadas por razones políticas o culturales, a la concreta naturaleza de las penas y los tratamientos carcelarios, al grado de efectividad y de inefectividad de las normas, y a las desigualdades en su aplicación.

Estas alternativas han marcado toda la historia moderna del pensamiento penalista. Durante todo el ochocientos la ciencia del derecho penal, de Cesare Beccaria a Gaetano Filangieri y a Mario Pagano, de Giandomenico Romagnosi a Anselm Feuerbach y a Francesco Carrara, fue, más que cualquier otra, una disciplina jurídica dotada de vocaciones filosóficas. Con la afirmación del método técnico-jurídico, promovido por Arturo Rocco en su célebre lección de Sassari de 15 de enero de 1910, esta se trasmutó en un saber puramente técnico, carente de fundamentos axiológicos externos, cuya «autonomía», tanto de la cultura filosófico-­política como de la sociológica, fue incluso asumida, reivindicada y recomendada como condición de su cientificidad. En los primeros decenios de la segunda posguerra la Constitución italiana, en la que se positivizaron gran parte de los principios de justicia que configuran el modelo garantista del derecho penal y del estado de derecho, puso en crisis, entre los juristas más advertidos, aquel viejo método técnico-jurídico, basado en la presunción apriorista de legitimidad del derecho existente. En efecto, pues la rigidez de la Constitución retroactuaba sobre la ciencia jurídica atribuyéndole el cometido, científico y político al mismo tiempo, de controlar la legitimidad de su propio objeto y proponer desde dentro las correcciones permitidas por las técnicas garantistas, de las que está dotado el ordenamiento, y de elaborar y sugerir desde fuera nuevas formas de garantía idóneas para actuar el proyecto constitucional.

Tengo la impresión de que en estos últimos decenios la demagogia de la seguridad, la difusión de las instancias punitivas y el clima de constante emergencia generado por el desarrollo del terrorismo y del crimen organizado, han determinado, no solo la involución de nuestro sistema penal, sino también su aval por gran parte de nuestra cultura penalista. Frente al derecho que cambia, el modelo garantista del derecho penal recibido de la tradición ilustrada, desde distintas perspectivas, ha sido considerado y declarado obsoleto o abiertamente superado. De nuevo, este cambio se ha producido con la tácita exclusión de ambos puntos de vista externos al derecho penal, aquellos que el viejo método técnico-jurídico había abiertamente desterrado a comienzos del siglo pasado y que fueron redescubiertos por el pensamiento penalista progresista de los años setenta y ochenta: el punto de vista filosófico sobre los fundamentos de la legitimación ético-política del derecho penal y el punto de vista sociológico sobre la divergencia entre su modelo garantista, hoy en gran parte constitucionalizado, y los aspectos más inicuos, discriminatorios y clasistas de su funcionamiento de hecho.

No puede producirse una refundación del garantismo penal sin la superación de este doble aislamiento de la ciencia penalista —de la filosofía del derecho penal y de la sociología jurídica— por lo demás incompatible con el constitucionalismo rígido de nuestras democracias, que hunde sus raíces en la filosofía política ilustrada y al que la sociología de la desviación ofrece el banco de pruebas de su efectividad. Integrar la ciencia penalista con el enfoque filosófico sobre los fundamentos y con el sociológico sobre el funcionamiento de hecho del derecho penal, quiere decir promover el rol crítico generado por la triple divergencia deóntica entre justicia y validez, entre validez y vigencia, y entre vigencia y efectividad de sus normas. Esta es la revolución epistemológica impuesta a la ciencia penalista y, más en general, a toda la ciencia jurídica, por la doble artificialidad del derecho de nuestras democracias: ante todo de su ser legislativo y después de su deber ser constitucional, es decir, de los valores que las constituciones han positivizado, transformando en una divergencia deóntica interna al derecho positivo la que en el pasado era solo una divergencia externa entre validez y justicia. De aquí el nexo de las disciplinas penalistas con la filosofía, que no puede ser ignorado sin la pérdida de sus fundamentos en los valores constitucionales. Pues ha sido la filosofía política la que ha definido y hecho objeto de reflexión a las clásicas palabras que los designan: la libertad, la igualdad, los derechos humanos, la dignidad de la persona, la separación de poderes, la representación política, pero también, en el sector más estrictamente penalista, las garantías penales de la estricta legalidad, la lesividad, la materialidad de la acción y la culpabilidad, y las procesales de la presunción de inocencia, la carga de la prueba, el juicio contradictorio y los derechos de la defensa. La ignorancia o, lo que es peor, el rechazo consciente de estos fundamentos, son un factor no secundario de la crisis en curso de las garantías penales y procesales.

3. Todo esto impone una actualización de la teoría del garantismo penal, a partir de una reflexión sobre sus fuentes políticas y constitucionales de legitimación y, por otra parte, sobre los gigantescos problemas generados por la crisis de la legalidad penal, por las transformaciones de la fenomenología criminal en la era de la globalización, y por las tensiones y conflictos, ásperos y venenosos, entre el poder judicial y los otros poderes, políticos y económicos, que no soportan su independencia.

Con este fin volveré a proponer y defenderé, en la primera parte de este libro, el modelo clásico del derecho penal —el paradigma Beccaria, como lo han llamado Philippe Audegean y Dario Ippolito— cuyo abandono, tanto por parte de la legislación como por la jurisdicción, está en el origen del giro autoritario de nuestro sistema punitivo, al mismo tiempo iliberal y antisocial. Analizaré, sobre todo, las tres dimensiones cognoscitivas del juicio —la interpretación, la prueba y la equidad— aseguradas por las garantías penales y procesales del modelo garantista del derecho y el proceso penal. Mostraré cómo este modelo está en la base de la legitimidad política del derecho y de la jurisdicción, y reclama, en el orden metodológico, un positivismo crítico dirigido a identificar las leyes y las prácticas que lo contradicen y a proyectar su superación. Criticaré, como fruto de graves equívocos epistemológicos y contrarias a la separación de poderes y a la sujeción de los jueces a la ley, las distintas doctrinas del creacionismo judicial que se han afirmado con éxito en estos años. En fin, analizaré las formas y las razones de la crisis del modelo garantista, identificando como los principales factores su desaparición o regresión en la cultura política y en la práctica judicial, la crisis de la legalidad penal como límite frente al arbitrio, el desarrollo del populismo y de sus opciones por un derecho penal máximo, el anómalo crecimiento de las medidas y los procedimientos ante o extra delictum, y el desarrollo del populismo y sus opciones demagógicas por un derecho penal máximo y el consiguiente aumento de las formas de subjetivización y administrativización del derecho penal.

En la segunda parte propondré una refundación del garantismo penal mediante el reforzamiento y la ampliación de las garantías sustanciales y procesales en materia de delitos, penas y procesos y, a la vez, mediante una redefinición y una reforma del papel y los poderes del ministerio público. Después discurriré sobre las garantías orgánicas y las reglas deontológicas dirigidas a asegurar la imparcialidad y la independencia de la función judicial de cualquier otro poder y el papel progresista desarrollado por el asociacionismo judicial como antídoto frente a las involuciones burocráticas, sectarias y corporativas de la magistratura. En fin, en los dos últimos capítulos, criticaré una triple ilusión y falacia penalista: la idea de que la eficacia disuasoria de las penas se incremente con su dureza y, por otra parte, que el derecho penal sea el principal instrumento de prevención de los delitos y la única fuente de identificación de los crímenes. Frente a estas ilusiones, sostendré la necesidad de repensar el garantismo penal junto con las demás dimensiones del garantismo, y los mucho más benéficos sistemas no penales de prevención de los delitos y de garantía de los derechos y los bienes fundamentales: de un lado, un garantismo social y político, capaz de reducir las causas materiales tanto de la criminalidad de subsistencia como de la de los poderosos; del otro, un garantismo global capaz de reducir o eliminar las causas, no solo de la criminalidad transnacional, sino también de las demás violaciones criminales de los derechos humanos y de los bienes comunes, mucho más amenazadores para el futuro de la humanidad que todos los delitos en su conjunto.

Por eso, el garantismo penal será solo un capítulo, y no el más importante, de una teoría general del garantismo. Nacido en el terreno de los delitos y de las penas, como sistema de límites al arbitrio punitivo, el paradigma garantista se presta a ser ampliado, como garantismo constitucional, en dos direcciones: por una parte, frente a cualquier poder, por otra, en garantía de cualquier derecho. En efecto, pues todas las garantías son límites o vínculos, esto es, prohibiciones u obligaciones lógicamente implicadas por esas expectativas negativas y positivas en las que consisten todos los derechos fundamentales —no solo los de libertad, sino también los sociales— y normativamente impuestos, por su rango constitucional, al ejercicio de cualquier poder, tanto judicial como político, público como privado, tanto estatal como supraestatal. De aquí la centralidad de las garantías dentro de la teoría de la democracia cons­titucional y, por tanto, también en la teoría de un derecho penal consti­tucionalmente fundado. Entre garantías y derechos la relación es de medios a fines. Si los derechos fundamentales son los fines, sus garantías y las correspondientes funciones e instituciones de garantía son los medios. Sin los medios no se realizan los fines; sin garantías, los derechos se quedan en el papel. Tomar en serio los derechos fundamentales y asumirlos como vinculantes equivale, en todos los sectores del derecho, incluido el derecho penal, a concebir como una obligación la introducción y el respeto de sus garantías. Ignorar esta obligación equivale a no comprender el espíritu del constitucionalismo.

Por tanto, cabe concebir el garantismo como la otra cara —la cara operativa y activa, por así decir— del constitucionalismo, de la que depende enteramente la efectividad de los principios constitucionalmente establecidos. Se configura como la dimensión sustancial de la democracia constitucional, por oposición, tanto a las ideologías populistas que identifican la democracia con la omnipotencia de las mayorías, como a las ideologías liberistasd que ven el mercado como un espacio de libertad y no de asimétricas relaciones de poder. Así pues, no tiene nada que ver con las pretensiones de impunidad o de limitación de la independencia de la jurisdicción, en apoyo de las cuales es invocado por los poderes políticos y económicos en ese sentido perverso insostenible. Por lo demás, resulta incompatible con cualquier forma de poder absoluto. Implica la sujeción a la ley de todos los poderes para la tutela de los derechos de todos. Designa el conjunto de las garantías capaces de actuar en concreto, también en materia penal, el principio de igualdad y los derechos fundamentales de todos. Es, en definitiva, todo uno con el paradigma de la democracia constitucional, negado y convertido en su contrario por el garantismo de la desigualdad y del privilegio, que asegura impunidad a los ricos y a los poderosos, y promueve la inhumanidad en relación con los pobres y los marginados, destinados a sufrir penas draconianas y lesiones de su dignidad como personas.

De aquí la necesidad de refundar la teoría del garantismo penal y de proponer un consecuente proyecto reformador dentro de la teoría general del garantismo, capaz de superar la centralidad asociada a los procesos y a las penas como instrumentos primarios de defensa social. El derecho penal es la última y la menos feliz de las técnicas de garantía que los sistemas políticos deben asegurar a los derechos y a la seguridad pública. Mucho más que con las políticas penales, la criminalidad se previene con políticas económicas y sociales y con reformas institucionales adecuadas. Mucho más que con las penas, los derechos fundamentales, incluida la inmunidad frente a ofensas y castigos injustos, se aseguran con potentes sistemas de garantías sociales cuya introducción, junto con la de las correspondientes funciones e instituciones de garantía, viene impuesta por su previsión constitucional. En efecto, existe una sinergia entre los distintos tipos de derechos y entre sus diferentes garantías: cada derecho se beneficia de la efectividad de los demás y resulta debilitado por su infectividad. Es por lo que el garantismo penal tiene su máximo sustento en el garantismo constitucional que, a su vez, requiere el soporte de un constitucionalismo a escala global. Por muchos motivos: porque las garantías penales y procesales tienen el más sólido fundamento en su previsión constitucional; porque la prevención de los crímenes más graves y la seguridad de las personas en todos los significados asociables a este término polisémico, dependen, sobre todo, del conjunto de las garantías de todos los derechos fundamentales; porque, en fin, la humanidad está cada vez más integrada y es más interdependiente, unida por la necesidad de las mismas garantías de libertad y de supervivencia frente a idénticos desafíos y agresiones.

Esto es algo que hoy debería ser evidente para todos, dado el carácter transnacional asumido por los poderes que cuentan y por sus agresiones a la civil y pacífica convivencia. Por eso, las numerosas cartas internacionales de derechos humanos y las nuevas violaciones criminales de los derechos fundamentales y de los bienes comunes debidas a los poderes salvajes de los estados soberanos y de los mercados globales, imponen la concreta extensión tanto del constitucionalismo como del garantismo, en todas sus dimensiones, a la nueva geografía de los poderes diseñada por la globalización. No solo imponen, sino que implican un garantismo que, en actuación de la lógica universalista del constitucionalismo y a la altura de los nuevos catastróficos desafíos globales, se configure como sistema de límites y vínculos a los poderes supraestatales además de los estatales, a los poderes económicos privados y no solo a los poderes políticos públicos, a la garantía de los derechos fundamentales de todos, pero también de los bienes vitales. Corresponde a la política hacer real este garantismo. Diseñar sus líneas maestras teóricas es el cometido primario de la cultura jurídica.

a. Mientras que en España con la voz «magistrado» se denota exclusivamente a los integrantes de una categoría dentro de la carrera judicial, a la que se accede por antigüedad o por oposición entre jueces, en Italia se llaman y tienen el estatuto de magistrados, además de a los jueces, es decir, quienes ejercen la función propiamente jurisdiccional, también a los integrantes del ministerio público, entre nosotros, fiscales. Por eso, cuando en este libro se hable simplemente de «magistrado(s)», se hará en este sentido amplio. [N. del T.]

b. Se trata de un régimen más riguroso que el ordinario. Inicialmente, fue previsto para los condenados por delitos relacionados con la criminalidad organizada con el objeto de reducir drásticamente las posibilidades de contacto entre presos y con el exterior a fin de eliminar o, al menos, reducir las posibilidades de relación con los grupos criminales de pertenencia. En el curso de los años, se ha extendido a otras figuras de delito con fines puramente aflictivos. [N. del T.]

c. Las fiscalías (procure)son las competentes en Italia para el ejercicio de la acción pública y la instrucción penal. [N. del T.]

d. Liberismo es un término italiano —sin uso en castellano— que puede equivaler a «liberalismo económico». Va referido, por tanto, no a los derechos de libertad, sino a los derechos de autonomía en la esfera del mercado, que son derechos fundamentales pero también poderes. Ciertamente, pues su ejercicio consiste en actos jurídicos que producen efectos en la propia esfera y en la de los demás. [N. del T.]

Primera parteEL MODELO GARANTISTA DE LA JUSTICIA PENAL Y SU ACTUAL CRISIS

Capítulo IJURISDICCIÓN Y GARANTISMO

1.1. Una definición estipulativa del concepto teórico de jurisdicción

En la voz «jurisdicción», escrita en 1970 para Enciclopedia del diritto, Salvatore Satta expresaba su desconfianza de los intentos de formular una definición de jurisdicción capaz de captar «los infinitos aspectos» de esta1. Calamandrei había expresado, treinta años antes, la misma tesis escéptica2. Para Satta, ese recelo y el consiguiente rechazo de una definición estarían justificados por el carácter siempre incompleto o parcial de las múltiples definiciones hasta entonces propuestas, cada una de las cuales captaba uno o más rasgos esenciales, pero no todos, del concepto de jurisdicción3.

Tengo la impresión de que el origen de esta desconfianza está en la incomprensión de la naturaleza y el papel de las definiciones teóricas. A diferencia de las definiciones léxicas de los términos normativos de las disciplinas jurídicas positivas, ancladas a las reglas de uso establecidas por el legislador, las definiciones de los términos teóricos, como sucede, precisamente, con «jurisdicción», son definiciones estipulativas, cuyo fin no es captar el «verdadero» significado del término por definir o identificar todos sus «infinitos aspectos», sino solo estipular de él una noción capaz de dar cuenta lo más posible del fenómeno designado por ella, dentro de la teoría en construcción4. Así se explica la variedad de las definiciones propuestas, cada una de las cuales identifica uno o más aspectos de la jurisdicción considerados esenciales —a veces de carácter sustancial, más a menudo de carácter formal— dentro de la teoría específica a la que pertenece la definición, supuesta y requerida por tal teoría como la más apropiada y fecunda5.

Así pues, la definición de jurisdicción que propondré aquí no pretende abrazar todos los aspectos esenciales del fenómeno jurisdiccional y, menos aún, ser una definición verdadera y tampoco completa. En efecto, pues no quiere ser una definición descriptiva que trate de ofrecer una imagen a partir de las normas que regulan sus múltiples formas, o sobre la base de lo que de hecho hacen los jueces, es decir, de sus prácticas aplicativas, argumentativas, interpretativas, probatorias y valorativas. Al igual que todas las definiciones teóricas es simplemente el fruto de una estipulación, esto es, de una asunción, como tal ni verdadera ni falsa, sino solo dotada, dentro de la teoría del garantismo que, con ella como punto de partida, se desarrollará aquí, de una mayor capacidad explicativa del papel de la jurisdicción con respecto a otras definiciones posibles e igualmente ni verdaderas ni falsas.

Según esta definición, «jurisdicción» es el ejercicio de una función pública, disciplinado por normas y consistente en un procedimiento que concluye con una decisión que dicta la solución de una controversia sobre la base de la comprobación de sus presupuestos de hecho y de derecho6. Esta definición de la jurisdicción identifica: a) el carácter de procedimiento público que termina con una decisión sobre el fundamento o la falta de fundamento de una determinada pretensión judicial; b) la naturaleza cognoscitiva, en sus múltiples dimensiones y significados que serán ilustrados en los parágrafos que siguen: c) el objeto de la comprobación judicial, consistente en los presupuestos fácticos y jurídicos de la decisión en orden, por ejemplo, en la jurisdicción penal, a la aceptación como verdadera o al rechazo como falsa de la tesis que enuncia la responsabilidad de una persona concreta por la ejecución de un delito. Naturalmente, siendo la cognición judicial siempre imperfecta y relativa, el modelo de la jurisdicción que se expresa en esta definición es un modelo normativo límite, nunca realizable a la perfección y, no obstante, tanto más realizable cuanto más riguroso sea el respeto de un sistema adecuado de garantías sustanciales y procesales, como las que aquí serán objeto de examen.

Por tanto, en esta noción relativamente restringida de jurisdicción, entran todas las principales actividades habitualmente designadas por ella: de la jurisdicción civil a la jurisdicción penal, de la jurisdicción administrativa a las jurisdicciones disciplinarias, de la jurisdicción constitucional a las jurisdicciones internacionales. En cambio, no entran la jurisdicción arbitral, confiada a sujetos privados y no a órganos públicos, ni gran parte de la llamada jurisdicción voluntaria, de carácter precisamente voluntario y no cognoscitivo. Como haré ver más adelante, esta noción de jurisdicción —no compartida por gran parte de la doctrina, a causa de múltiples equívocos epistemológicos que criticaré en el capítulo III— es la más idónea para identificar sus fuentes de legitimación y para fundar el entero edificio teórico del garantismo penal.

1.2. Tres dimensiones de la cognición judicial: la interpretación, la prueba, la equidad

Así pues, la jurisdicción consiste en una decisión sobre la aceptación o no como «verdadera» de una hipótesis judicial avanzada por un sujeto legitimado para accionar en juicio. Es, por esto, un saber-poder, compuesto por una actividad cognoscitiva y por una actividad potestativa consistente en la decisión de aceptar o rechazar como plausiblemente verdadera la tesis, por ejemplo, de la comisión de una determinada violación del derecho de la que se siguen los efectos jurídicos previstos para ella por el derecho mismo, sostenida por una de las partes de la causa. Se entiende que, en esta endíadis, cuanto más amplio es el saber, tanto menor es el poder y tanto mayor la legitimación jurídica y política del juicio; y viceversa.

Este saber-poder y, consecuentemente, la que llamamos «verdad procesal» representan, por eso, el tema más relevante de toda teoría del garantismo judicial. Su análisis no es solo una cuestión de derecho procesal y tampoco una cuestión de carácter solamente jurídico. Es, por un lado, una cuestión epistemológica, quizá la más relevante de la ciencia jurídica. Pero, por otro lado, es un tema de filosofía política, puesto que guarda relación con una condición esencial del estado de derecho y de la separación de poderes: la máxima limitación posible de los espacios de arbitrio del poder judicial, a través de las garantías idóneas para anclar la jurisdicción a la determinación más fundada posible de la verdad procesal.

Para comprender las razones de esta centralidad del problema de la verdad procesal en la teoría, no solo del proceso, sino también del estado de derecho y de la democracia, hay que partir de una tesis elemental, muy a menudo descuidada. La aplicación de la ley en la jurisdicción no es solo formal, es decir, relativa a las formas de producción de los juicios, sino también sustancial, esto es, relativa a sus contenidos, y consiste en la obtención de la «verdad» procesal, cualesquiera que sean los criterios sobre cuya base aceptamos o rechazamos una tesis judicial como «verdadera»7. En efecto, a diferencia de las demás actividades jurídicas, en un estado de derecho, la jurisdiccional es una actividad cognoscitiva además de práctica y prescriptiva. Más precisamente, es una actividad prescriptiva que tiene como fundamento una motivación de tipo cognoscitivo, argumenta­da como plausiblemente verdadera. Las leyes, los reglamentos, las disposiciones administrativas y los negocios privados son todos ellos actos exclusivamente preceptivos, ni verdaderos ni falsos, cuya validez jurídica depende principalmente de la aplicación de las normas procesales sobre su formación y cuya legitimación política depende, no de alguna verdad, sino, en el caso de los actos públicos, de su idoneidad para satisfacer los intereses generales y/o de su adherencia a la voluntad y a los intereses representados y, en el caso de los negocios privados, de la autonomía de sus autores en la persecución de sus personales intereses.

Las sentencias, en cambio, son decisiones cuya validez jurídica y, antes aún, su justicia, dependen de su «verdad» y, más precisamente, de la verdad de sus motivaciones. Se dirán, no solo válidas, sino también justas, si y solo si sus motivaciones en hechos y en derecho se consideran plausiblemente «verdaderas». Esta «verdad» es mediada por la ley, en el sentido de que lo que el juez debe comprobar como verdadero es lo que la ley predispone como objeto del juicio. Cognición judicial y aplicación de la ley son por eso expresiones equivalentes. En efecto, pues no hay jurisdicción donde no se dé la comprobación de los presupuestos de su ejercicio consistente en una aplicación sustancial de la ley. Así como, a la inversa, no hay política, legislación ni administración en ausencia de discrecionalidad en cuanto a los contenidos de las decisiones, no ya predeterminados, sino solo sujetos a la aplicación formal de las normas sobre su formación y al respeto de todas las normas supraordenadas a ellos8. Se entiende que esta naturaleza cognoscitiva de la jurisdicción, en materia penal, sea la principal garantía de ese específico derecho fundamental que es la inmunidad de la persona no culpable frente a puniciones arbitrarias. En fin, como se verá en el último capítulo, en el estado de derecho, aquella constituye el principal fundamento teórico de la legitimación de la jurisdicción, de la separación de poderes y de la independencia del poder judicial de cualquier otro poder.

Distinguiré tres dimensiones de este saber-poder en que consiste la jurisdicción. Hablaré, en primer lugar, de la verdad jurídica como verdad solamente opinable producida por la interpretación operativa9 de la ley, que opera desde el inicio del proceso cognoscitivo, cuando los hechos objeto del juicio, antes de ser comprobados empíricamente, son hipotetizados como relevantes sobre la base de las normas que los prevén. Hablaré de la verdad fáctica, como verdad solo probabilista alcanzada mediante las pruebas, es decir, a través de la inducción probatoria. En fin, hablaré de valoración equitativa, correspondiente a una tercera di­mensión de la jurisdicción, habitualmente ignorada, referida a la comprensión de la singularidad irrepetible del hecho justiciable10.

1.3. La interpretación. Verificabilidad y falsabilidad en virtud del principio de estricta legalidad

¿De qué fuente deben provenir los parámetros de la verdad jurídica? De los precedentes judiciales, de la doctrina, de las costumbres consolidadas y del sentido de justicia de los jueces, o bien de un texto escrito de derecho positivo, ¿cuál es la ley preexistente al juicio?

Estas dos distintas respuestas a nuestras preguntas corresponden, grosso modo, a dos diferentes fases de la historia del pensamiento y de las instituciones jurídicas. La primera respuesta es la ofrecida por el derecho jurisprudencial premoderno, cuando el derecho aplicado por los jueces estaba formado no solo y ni siquiera prevalentemente por las leyes, sino también y sobre todo por los precedentes, la doctrina jurídica y el llamado «derecho natural». La segunda respuesta es la que ofrece el derecho moderno basado en el principio de legalidad, en virtud del cual la calificación jurídica de los hechos sometidos al juicio está confiada a la ley y por eso, en materia penal, nadie puede ser castigado si no es por un hecho que haya sido antes previsto por la ley como delito.

La afirmación de este principio ha cambiado la naturaleza del derecho, cuyas fuentes ya no consisten en las precedentes sentencias de los jueces y en las tesis de la doctrina, sino en la autoridad del legislador, es decir, en la predeterminación legal, antes del desarrollo del juicio y específicamente del juicio penal, de lo que es punible o, en todo caso, jurídicamente relevante. Se ha tratado de un verdadero cambio de paradigma. Recordamos las palabras de Hobbes, «no es la sabiduría, sino la autoridad la que hace la ley» en el Diálogo entre un filósofo y un jurista, oponiéndose a las del jurista sir Edward Coke, «nada que sea contrario a la razón es derecho»11. Auctoritas, non veritas facit legem, es la clásica fórmula hobbesiana12, alternativa a la opuesta máxima iusnaturalista veritas non auctoritas facit legem, en virtud de la cual es la verdad, dictada por el derecho natural y por la sapientia iuris, y no la autoridad del soberano, lo que funda la ley.

Entonces tenía razón el jurista, ya que la doctrina del derecho natural era la teoría del derecho a la sazón vigente, mientras la máxima hobbesiana expresaba el proyecto de la positivización del derecho y del monopolio estatal de la producción jurídica. En efecto, pues con la máxima hobbesiana nacía el moderno principio de legalidad, como límite y vínculo al poder judicial y como garantía fundamental de la certeza del derecho y, con ella, de los derechos de la persona frente al arbitrio de los jueces. En cambio, la opuesta máxima iusnaturalista, según la cual veritas non auctoritas facit legem, confiaba, la «veritas» de los pronunciamientos judiciales —la llamada «razón jurídica» o summa ratio en el Diálogo hobbesiano— a la sapiencia del juez, esto es, a sus opciones y a su sentido de la justicia13, resolviéndose de hecho en el principio auctoritas, non veritas facit iudicium. Por el contrario, es solo el principio positivista de legalidad, auctoritas non veritas facit legem, por cuya virtud es la ley la que prefigura exactamente el objeto de los juicios, el que hace realizable la opuesta máxima garantista veritas, non auctoritas facit iudicium, y transforma el juicio en la comprobación fáctica y en la calificación jurídica de los hechos previstos en ella14. Así pues, el cognoscitivismo judicial supone el positivismo jurídico, es decir, el voluntarismo y el anticognoscitivismo de las normas aplicables; mientras el pretendido cognoscitivismo normativo, en ausencia de criterios en los que anclar la supuesta fundación objetiva de las normas, comporta el voluntarismo y el creacionismo judicial.

Pero es claro que no basta la previsión legal del hecho sometido al juicio para impedir el arbitrio de los jueces. A tal fin se necesitan otras dos condiciones. La primera se refiere a la semántica del lenguaje de las leyes. Estas pueden ser sustancialmente en blanco. Por ejemplo, es bien posible que la ley permita que sea declarado punible quien contravenga los preceptos del soberano cualesquiera que sean; o que alguien sea considerado reo por el juez en cuanto estigmatizable, con apoyo en la ley, como peligroso o sospechoso, o considerado autor de vagas e imprecisas acciones desviadas legalmente previstas como delitos. Es impres­cindible que el legislador formule los enunciados normativos en un lenguaje lo más claro y preciso posible para reducir al máximo la incertidumbre de su interpretación.

La segunda condición, injertada en el estado de derecho por las constituciones rígidas, consiste en el anclaje de la validez de las normas legales a la coherencia con las normas constitucionales y, con ello, en el respeto de los principios expresados en estas, como el de igualdad, el de igual dignidad de todos los seres humanos y sus derechos fundamentales. Cuando un texto normativo admita varias interpretaciones, corresponde al juez excluir, por inválidas, las contrarias a la constitución, elegir la más coherente con los principios constitucionales y promover su declaración de inconstitucionalidad, cuando cualquier interpretación plausible sea incompatible con ellos.

Así pues, para que de las tesis judiciales pueda predicarse plausiblemente la verdad, no basta el que cabe llamar principio de mera legalidad, que es una regla dirigida a los jueces prohibiéndoles la punición de hechos no previstos en la ley como delitos. Para tal fin es, además, necesario el que llamo principio de estricta legalidad, que es una regla semántica de formación de la lengua penal dirigida al legislador imponiéndole, de una parte, la coherencia con las normas constitucionales y con ello el respeto de los principios establecidos en ellas y, de otra, el uso de términos dotados de connotación empírica exactamente determinada de modo que sea posible, en sede de juicio, la máxima verificabilidad y falsabilidad jurídica de las hipótesis de delito denominadas mediante tales términos. La identificación del hecho que probar, es decir, el objeto de la prueba, depende de la semántica del lenguaje legal. Si la ley se expresa en términos vagos, equívocos o polisémicos —como «malos tratos», «vilipendio», «actos obscenos», «asociación subversiva», «peligrosidad social» o similares—, se abre el camino al arbitrio, dado que las hipótesis acusatorias resultan no falsables y el juicio se transforma de cognoscitivo en potestativo. Utilizando la conocida distinción de Frege entre la «extensión» o «significado extensional» de un signo, que consiste en el conjunto de los objetos denotados por él, y su «intensión» o «significado intensional», que consiste en el conjunto de las propiedades connotadas por el signo y poseídas por los objetos que entran en su extensión15, diré que la estricta legalidad impone que los nomina iuris utilizados por el legislador para denominar las figuras de delito estén dotados de la intensión más precisa posible para que su extensión resulte lo más determinada posible, de modo que los hechos denotados por ellos sean claramente identificables sobre la base de sus connotaciones legales y así resulte la prueba o el desmentido empírico.

Se puede caracterizar las garantías sustanciales como las reglas que aseguran al máximo grado, en el plano legal, la verificabilidad y la falsabilidad en abstracto de las hipótesis judiciales. La más importante de estas reglas es la garantía de la estricta legalidad que impone al legislador el uso de términos que, gracias a la precisión de su intensión y a lo determinado de su extensión, puedan ser utilizados como predicados de hechos empíricos denotados por ellos en proposiciones plausiblemente «verdaderas». Es, pues, evidente que, en materia penal, la taxatividad de las denotaciones requerida por la estricta legalidad solo puede ser garantizada por su referencia a hechos empíricos determinados, como resulta de todas las demás garantías penales sustanciales: por la materialidad de la acción, por la lesividad del resultado y por la responsabilidad del autor. Naturalmente, se trata de una taxatividad siempre relativa, del mismo modo que la verdad jurídica alcanzada con la interpretación es siempre más o menos opinable y requiere, por tanto, una decisión argumentada en orden a la opción interpretativa considerada más plausible.

Añadiré que el principio de estricta legalidad —es decir, la taxatividad y la precisión de las normas como condiciones de la verificabilidad y la falsabilidad jurídica de las tesis judiciales— no solo es el mayor límite al arbitrio y por eso la primera garantía de la inmunidad de las personas frente a decisiones infundadas, No solo es una condición de la libertad de las personas. Es también una condición fundamental de su igualdad ante la ley. En efecto, no seremos iguales ante la ley si esta es tan indeterminada como para permitir interpretaciones operativas opuestas, según los diversos jueces y juicios, por ejemplo, en materia penal, tanto la condena por un hecho calificado por un juez de delictivo como la absolución por el mismo hecho porque, al parecer de otro juez, no constituye delito.

1.4. La prueba. Confirmación por modus ponens y refutación por modus tollens

También a propósito de la comprobación de la verdad fáctica, con el proceso moderno, se ha producido un cambio de paradigma respecto del viejo proceso inquisitivo: el reconocimiento del carácter siempre relativo y solo probabilista de las pruebas judiciales, no por casualidad simultáneo a la revolución epistemológica en materia de conocimiento empírico, producida en los mismos años. Esta revolución consistió en el descubrimiento de que todas las verdades empíricas son fruto de inducción y no de deducción y, por ello, son siempre verdades relativas, de las cuales es siempre posible hipotetizar la falsedad. Solamente la verdad de las tesis de la lógica o de la matemática son absolutamente ciertas. Pero lo son en cuanto tautológicas en relación con las premisas de las que se derivan.

Es un cambio de paradigma no menos radical que el producido con la afirmación del principio de legalidad en materia de verdad jurídica. El derecho premoderno estaba informado por la idea de que, en el proceso, era posible alcanzar una verdad objetiva y absoluta. Es la ilusión que subyace siempre a la epistemología inquisitiva: la idea de que el juez inquirente puede llegar a una verdad absolutamente cierta y objetiva, gracias a la comprobación de la verdad fáctica como deducción. Esta concepción fue posible por la configuración de las pruebas judiciales como pruebas legales, así llamadas en cuanto dotadas, cada una, de un grado de relevancia probatoria cuantificado por el derecho mismo: la confesión, por ejemplo, equivale a una prueba plena si resulta confirmada por otros testimonios. Se elaboraron verdaderos tarifarios de las pruebas —piénsese en los muchos tratados de los siglos xvi y xvii, como el ejemplar de Flaminio Chartari16— que asignaban un coeficiente probatorio a cada tipo de prueba. De este modo, el juicio de culpabilidad se transformaba en una deducción de las pruebas recogidas: recuérdese la confesión del imputado, o bien dos o más testigos concordes o, en cualquier caso, un número de pruebas de un grado probatorio en su conjunto igual a uno, en cuyo caso el imputado es culpable y debe ser condenado; de otro modo, tendrá que ser absuelto.

Naturalmente, todo esto es absurdo. Fue un mérito del pensamiento ilustrado acabar con este método probatorio, suprimido formalmente, junto con las pruebas legales, en los años de la Revolución francesa mediante los decretos de 8-9 de octubre de 1789 y de 16-19 de septiembre de 1791. Se debe a Locke, a Leibniz y, sobre todo, a Hume y, en el plano de la teoría del proceso, a Gaetano Filangieri, Mario Pagano y Giovanni Carmignani17, el reconocimiento del carácter inductivo y no deductivo y por ello solo probabilista de cualquier verdad empírica, incluida la verdad procesal fáctica, que nunca puede ser demostrada, como sucede con las tesis de la lógica y de la matemática, sino solo probada, es decir, confirmada por pruebas. En virtud de este carácter inductivo de la verdad fáctica, una tesis acusatoria puede ser aceptada como verdadera solo de ser coherente, por modus ponens, con múltiples pruebas y no resultar contradicha, por modus tollens, por ninguna contraprueba: donde el modus ponens y el modus tollens consisten en la inducción probatoria, con el auxilio de máximas de experiencia, el uno de las confirmaciones y el otro de los desmentidos de la hipótesis que habría que probar.

Es claro que el conocimiento así alcanzado no es ni objetivo ni cierto, sino solo opinable en el plano jurídico y probable en el fáctico. Con la consecuencia de que se requieren decisiones argumentadas sobre la verdad de las tesis judiciales formuladas sobre la base tanto de la interpretación de la ley como de la valoración de las pruebas. Sin embargo, la discrecionalidad de tales decisiones puede reducirse. Esto gracias al conjunto de las garantías sustanciales y procesales, que no son más que la traducción en normas jurídicas de las reglas lingüísticas de una rigurosa semántica de la lengua legal y de las epistémicas de la lógica inductiva, dirigidas las primeras a la legislación y las segundas a la jurisdicción18. Por tanto, estas garantías operan no solo como garantías de libertad, sino también como garantías de verdad contra el arbitrio. En consecuencia, como haré ver en el próximo capítulo, representan otras tantas fuentes de legitimación de la jurisdicción.

Precisamente, mientras las garantías sustanciales, primera entre todas, la estricta legalidad o taxatividad, son las reglas que, como se ha visto en el § 1.3, en el plano legislativo, aseguran al máximo la verificabilidad y la falsabilidadjurídica o in abstracto de las hipótesis judiciales, las garantías procesales son las reglas que aseguran al máximo, en el plano jurisdiccional, la verificación o falsación fáctica o en concreto de las mismas hipótesis. En efecto, si una tesis es verdadera, entonces son muchas y heterogéneas —como acontece de manera ejemplar en las conclusiones de las novelas policiacas— las confirmaciones capaces de sufragarla, sin que concurra desmentido alguno, como sucede, en cambio, merced a las pruebas recogidas, con las hipótesis alternativas a ella. Por eso se dirá que la prueba de una hipótesis acusatoria es suficiente solo si concurren, en su apoyo, tres condiciones que cuenten con el sustento de una motivación adecuada: a) en primer lugar, una pluralidad cuanto más amplia posible de confirmaciones por modus ponens, mediante las que se satisface la carga de la prueba; b) en segundo lugar, la ausencia de un solo desmentido por modus tollens por parte de quien ejerce la defensa; c) en tercer lugar, la prevalencia de la hipótesis acusatoria sobre todas las hipótesis explicativas alternativas a ella, pero presumiblemente desmentidas por el material probatorio acopiado19.

Son los tres momentos de la lógica inductiva, que generalmente forman parte del mismo razonamiento, pero que, en la transposición escénica del proceso, corresponden a tres roles procesales, cuya rigurosa separación viene exigida por una epistemología garantista, que impone que se mantengan netamente separadas como portadores de distintos intereses y funciones personificados por los tres protagonistas del proceso. En primer lugar, la separación entre juez y acusación, que es un rasgo característico del proceso acusatorio y que requiere la neta distinción de sus funciones y carreras de modo que se asegure la correcta fi­jación de la verdad judicial, a través de la paridad de las partes y la imparcialidad del juez en la valoración de las pruebas, que la acusación tiene la carga de producir y la defensa el derecho de refutar. En segundo lugar, la separación entre acusación y defensa, que excluye la implicación del imputado en la recolección de pruebas de cargo, e impone la garantía de su derecho al silencio, así como que no se recurra a reducciones de pena o al uso de la prisión preventiva como instrumentos para obtener confesiones o denuncias de coimputados. En tercer lugar, la separación entre defensa y juez, que impone el más amplio poder de recusación de este por parte de aquella cuando tenga algún motivo de desconfianza, y excluye cualquier interés personal del juez en el resultado del proceso. La configuración escénica de estos tres roles —distintos, separados y no confundibles— está bien expresada en el art. 111,2 de la Constitución italiana, según el cual «todo proceso se desarrolla en régimen de contradicción entre las partes, en condiciones de paridad, ante un juez tercero e imparcial». Todas las garantías procesales están dirigidas a realizar y a salvaguardar estas tres separaciones en las que se basa el método acusatorio de averiguación de la verdad procesal.

Por más perfeccionado que esté el sistema de las garantías, quedan, no obstante, límites intrínsecos e irreductibles a la averiguación de la verdad procesal, que hacen de esta una verdad siempre relativa y aproximativa en cuanto probabilista en lo fáctico y opinable en derecho20. Pero, como haré ver en el capítulo III, esto no justifica la huida en el escepticismo cognoscitivo y, con ello, en el creacionismo judicial, del mismo modo que el reconocimiento del carácter relativo y probabilista de cualquier tesis empírica, sea científica o historiográfica, tampoco justifica la fuga en el irracionalismo. Por el contrario, el carácter inevitablemente relativo de la verdad procesal conlleva dos consecuencias opuestas en apariencia: la ética de la duda como hábito deontológico del juez y, al mismo tiempo, la necesidad de que la imposible certeza objetiva sea compensada por su débil, pero indispensable subrogado que es la certeza subjetiva, es decir, la llamada «libre convicción del juez». La expresión «libre convicción» puede resultar engañosa. Como ha escrito Perfecto Andrés Ibáñez, con ella no se quiere «dar cobertura a ejercicios de discrecionalidad incontrolable y de decisionismo inmotivado y autoritario cargados de arbitrariedad»21. Se trata exactamente de lo contrario, de que la convicción del juez, «libre» en cuanto no vinculada a pruebas legales, debe estar acompañada por la consciencia epistemológica de que es siempre posible el error, y adecuadamente motivada por valoraciones de las pruebas que satisfagan las tres condiciones antes enunciadas.

Por tanto, los límites de la verdad procesal generan una responsabilidad específica de la cultura jurídica y de la legislación: el deber de elaborar e instituir un sistema de garantías idóneo para reducir, ya que no eliminar, los posibles errores y los inevitables espacios de arbitrio abiertos a la decisión sobre la aceptación como «verdaderas» de las conclusiones judiciales. Están en juego la legitimación de la jurisdicción y con ella la separación de poderes. Lamentablemente, sucede que algunas orientaciones teóricas, que no merecerían siquiera ser discutidas si no ejerciesen una inexplicable influencia, persiguen el objetivo exactamente opuesto. Recordaré la que me parece más extravagante. Partiendo de la extraña tesis de que en Estados Unidos «los índices de detención y castigo son extremadamente bajos» (más de dos millones de presos), Larry Laudan sostiene que para reducir el número de delitos, se necesitaría un mayor número de condenas22. Y, a tal fin, propone, apoyándolos en razones de carácter epistemológico, métodos más expeditivos de valoración de las pruebas sin los obstáculos a la disminución de los errores que son, en realidad, elementales garantías procesales: reducción del grado de probabilidad asociado a una hipótesis acusatoria para considerarla probada, mediante el abandono del criterio expresado por las fórmula más allá de toda duda razonable en favor de un misterioso criterio o «estándar objetivo» que, obviamente, remite al antiguo método de las pruebas legales; el debilitamiento de la presunción de inocencia en el caso de los reincidentes; la negación del derecho del investigado al silencio, en favor del opuesto principio de un deber de colaborar con la acusación; la eliminación de la inadmisibilidad de las pruebas formadas ilícitamente, en favor de su admisibilidad, incluidas las que son fruto de las investigaciones policiales, obtenidas sin garantías de defensa. Las conquistas garantistas de tres siglos resultan así ignoradas y sacrificadas a las razones de una insensata eficiencia represiva23.

1.5. La equidad. La comprensión equitativa de la singularidad del caso

Hay, en fin, una tercera dimensión cognoscitiva de la jurisdicción, fundamental, a mi juicio, en el plano epistemológico, pero totalmente ignorada por las teorías corrientes y a menudo violada por el ejercicio burocrático del poder judicial. Es la dimensión equitativa, que debería estar presente en cualquier juicio, dado que está asociada a la relación entre la universalidad de las normas aplicadas y la singularidad de los casos concretos que son objeto del juicio. En el capítulo III, su análisis se revelará decisivo en la crítica de las concepciones creacionistas de la jurisdicción y, especialmente, de las tesis sobre la ponderación de los principios normativos. Para entender su alcance y significado, es útil recordar la paradoja generada por su total negación en el Código Penal francés de 1791 cuyo art. 3, en nombre de un absurdo principio de igualdad legal, estableció penas fijas e invariables para cada tipo de deli­to, sin reconocer al juez ninguna posibilidad de graduarlas según la gravedad del hecho concretamente cometido. Pero, incluso tras la superación de esta absurdez, la dimensión equitativa del juicio permanece incomprendida.

¿En qué consiste la equidad? En nuestra tradición filosófica, la relación entre legalidad y equidad, entre abstracción de la norma y singularidad del caso concreto, se ha concebido siempre como una relación de oposición o, al menos, de integración o corrección extralegal: la equidad, como justicia del caso concreto, estaría en contraposición con la dura legalidad expresada en las reglas generales y abstractas. Esta concepción de la equidad como remedio a la abstracción de la ley requerido por la concreción del caso enjuiciado se remonta a Aristóteles. Lo que es equitativo, escribe en la Ética nicomáquea, «si bien es justo, no lo es de acuerdo con la ley, sino con una corrección de la justicia legal. La causa de ello es que toda ley es universal y que hay casos en los que no es posible tratar las cosas rectamente de un modo universal. [...] Y tal es la naturaleza de lo equitativo: una corrección de la ley en la medida en que su universalidad la deja incompleta. Esta es también la causa de que no todo se regule por la ley, porque sobre algunas cosas es imposible establecer una ley»24.

Lo que he considerado siempre insostenible en esta concepción aristotélica de la equidad —tomada de Aristóteles, Muratori, Genovesi, Kant y Hegel, y que llega hasta nosotros con las tesis de Perelman y Bobbio, y después con el enfoque hermenéutico de Gadamer— es la oposición entre equidad y legalidad, basada en la idea de que la forma universal, es decir, general y/o abstracta de las normas, conllevaría una «laguna», una «insuficiencia» o incluso una «omisión» o un «error» de los que la equidad sería «un correctivo»25. De donde resulta una concepción de la aplicación equitativa de la ley al caso concreto como una operación no intra, sino extra o ultra o incluso contra legem; si bien es cierto que basada en el dato estructural de «prescribir en general», propio de las leyes, y de decidir sobre casos particulares, en el caso de los juicios: una «indeterminación» tal que «se le pasaría la vida» en el intento al que tratase de eliminarla26.

Creo que esta singular oposición entre legalidad y equidad, entre universalidad de la ley y particularidad del caso sometido al juicio, puede superarse con una tesis elemental: entre ley y sentencia, entre legislación y jurisdicción, entre derecho vigente y derecho viviente, entre law in books y law in action, entre previsión normativa en abstracto y calificación jurídica del caso concreto existe la misma relación que entre lengua y lenguaje, o sea, haciendo uso del léxico de Ferdinand de Saussure, entre lengua y habla27. La legislación, formulando los enunciados legislativos, crea la lengua: define las reglas de uso, por ejemplo, de las palabras ‘hurto’, ‘estafa’ o ‘comodato’, enunciando sus elementos constitutivos. La jurisdicción hace uso de la lengua legal para nombrar, en el lenguaje operativo y específicamente judicial, los hechos objeto de enjuiciamiento: en nuestros ejemplos, para llamar a tales hechos ‘hurto’, ‘estafa’, ‘comodato’ o similares. En el lenguaje jurisdiccional empleado en la práctica judicial y, más en general, en el lenguaje utilizado en cualquier práctica jurídica, se hace uso de la lengua legal, es decir, de las reglas de uso de las palabras definidas por la ley, para denotar una infinidad de hechos todos diferentes entre sí, del mismo modo que en el lenguaje común se hace uso de la lengua que se habla para denotar con las mismas palabras innumerables hechos o cosas distintas entre sí.