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Billy Casper lleva una existencia llena de privaciones. Vive en una casa obrera en una ciudad minera del sur de Yorkshire con su medio hermano, Jud, un borracho brutal y violento, y con su madre, que cambia constantemente de novio y que carece del más mínimo instinto maternal. En cuanto a su padre, se largó hace tiempo. Peleado con la pandilla con la que solía pasar el rato, Billy incluso carece de amigos. No se le da bien la escuela y casi todos sus maestros le han dejado por imposible. Carne de reformatorio, todo indica que terminará trabajando en la mina, junto a su hermano. Sin embargo, tiene algo que le hace diferente: un halcón. Billy se identifica con la fuerza silenciosa de la rapaz, la entrena desde hace tiempo y extrae de ella la confianza, el amor y la pasión que a él le faltan.
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Seitenzahl: 299
Veröffentlichungsjahr: 2017
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Kes
Créditos
Título original: A Kestrel for a Knave
Primera edición en Impedimenta: septiembre de 2017
© Barry Hines, 1968, 1999
Copyright de la traducción © Diego Uribe-Holguín, 2017
Copyright de la presente edición © Editorial Impedimenta, 2017
Juan Álvarez Mendizábal, 34. 28008 Madrid
www.impedimenta.es
Diseño de colección y coordinación editorial: Enrique Redel
Corrección: Susana RodríguezMaquetación: Nerea Aguilera
ISBN: 9788417115241
IBIC: FA
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Para Richard
cita
Un águila para un emperador, un gerifalte para un rey;un peregrino para un príncipe, un sacre para un caballero,un esmerejón para una dama; un azor para un hacendado,un gavilán para un sacerdote, un mosquete para un clérigo,un cernícalo para un rapaz.
De El libro de san Albano, 1486,
y de un manuscrito de Harley
I
No había cortinas. La ventana era un bloque afilado del color del cielo nocturno. Dentro de la habitación la oscuridad era de una textura arenosa. El armario y la cama eran formas borrosas en la penumbra. Silencio.
Billy se movió hacia la orilla de la cama. Jud se movió hacia él, dejando media cama vacía. Resopló y se frotó la nariz. Billy gimió. Se acomodaron. El viento azotaba la ventana y barría la pared exterior.
Billy se dio la vuelta. Jud lo siguió y tosió sobre su cuello. Billy tiró de las sábanas hasta taparse las orejas y se limpió con ellas. La mayor parte de la cama estaba ahora vacía y el espacio sin ocupar se enfrió rápido. Silencio. Luego sonó la alarma. El sonido hizo que Billy se incorporara, tanteando en la oscuridad con los ojos cerrados. Jud gruñó y se estiró bajo las sábanas frías. Extendió una mano hacia el borde de la cama, volcó el reloj, lo cogió y lo dejó caer fuera de su alcance.
—Ven aquí, desgraciado.
Se estiró hasta que logró alcanzarlo con ambas manos. El cristal de la esfera se curvaba sobre su palma mientras los dedos de su otra mano palpaban las perillas y las palancas de la parte trasera. Finalmente, dio con la palanca acertada y el sonido se detuvo. Luego se arrebujó entre las mantas y dejó el reloj recostado sobre la mesa.
—Maldita cosa…
Se mantuvo en su lado de la cama, gruñendo y sin dejar de moverse durante algunos minutos. Billy le daba la espalda, escuchando. Después levantó la mejilla levemente de la almohada.
—¿Jud?
—¿Qué?
—Tienes que levantarte.
No hubo respuesta.
—Ha sonado la alarma.
—¿Crees que no me he dado cuenta?
Se arrebujó aún más entre las mantas y enterró la cabeza en la almohada. Ambos permanecieron quietos.
—¿Jud?
—¿Qué?
—Llegarás tarde.
—Calla.
—El reloj no iba adelantado.
—¡Que te calles!
Lanzó un puñetazo bajo las mantas y golpeó a Billy en los riñones.
—¡Basta! ¡Eso duele!
—Cierra el pico entonces.
—Se lo contaré a mamá.
Le asestó otro puñetazo. Billy se arrastró hacia el frío extremo de la cama, sollozando. Jud se incorporó, permaneció sentado durante un momento, se puso de pie y se dirigió a tientas hasta el interruptor de la luz. Billy regresó al centro y desapareció bajo las mantas.
—Pon la alarma para mí, Jud. A las siete.
—Ponla tú.
—Vamos… Si ya estás levantado…
Jud extrajo una camisa embutida dentro de un suéter de Billy y se puso el suéter, a modo de camiseta. Billy se acurrucó en el lado de Jud, haciendo chirriar los muelles. Jud miró las mantas abultadas, caminó a través del cuarto y tiró de ellas, dejando la cama al descubierto.
—¡A levantarse, soldado!
Billy permaneció enroscado por un instante, con las manos apretadas entre los muslos. Luego se incorporó y se arrastró hasta el borde inferior de la cama para recuperar las mantas.
—¡Maldito infeliz! Solo porque tú tienes que levantarte…
—Unas semanas más y te estarás levantando conmigo.
Dicho esto, salió al descansillo. Billy se reclinó sobre un codo.
—¡Apaga la luz, al menos!
Jud bajó las escaleras. Billy se sentó en el borde de la cama, puso la alarma y corrió a través del suelo de linóleo para apagar la luz. Cuando regresó a la cama, la mayor parte del calor se había perdido, así que se acurrucó entre las sábanas tiritando, en busca de una posición cálida.
Todavía seguía oscuro cuando se levantó y bajó. Las cortinas de la sala estaban corridas, y a pesar de que encendió la luz, la sala estaba helada y en penumbra sin ayuda del fuego. Colocó el reloj sobre la repisa de la chimenea, cogió el suéter de su madre del sofá y se lo puso encima de la camisa.
La alarma sonó mientras estaba vaciando las cenizas en la basura. El polvo se alzó contra su rostro cuando dejó caer la tapa sobre el cubo y corrió hacia el interior de la casa, pero el sonido se detuvo antes de que alcanzara el reloj. Luego se arrodilló delante de la rejilla vacía y estrujó algunas hojas de papel de periódico formando bolas holgadas, que dispuso sobre la rejilla como un ramo de hortensias. Agarró el hacha, colocó un leño de pie ante la chimenea y arremetió contra su centro. La hoja se hincó en la madera y se quedó allí clavada. Levantó entonces el hacha con el leño adherido a ella y lo estrelló contra el suelo, partiendo el leño en dos y astillando la baldosa con el filo de la cuchilla. A continuación, dividió las mitades en cuartos, luego en octavos y dieciseisavos, y colocó los palos que quedaron sobre el papel como el armazón de un tipi. Completó la estructura con pedazos de carbón, formando un caparazón ligeramente ajustado, de tal manera que los palos y el papel se entreveían a través de los resquicios. El papel se encendió con la primera cerilla y las llamas se esparcieron por debajo rápidamente, haciendo que el humo se escapara por los resquicios y los palos crepitaran. Él esperó a que la primera llamarada se alzara, se puso de pie, caminó hasta la cocina y abrió la despensa. Encontró una bolsa de algarrobas secas y media botella de vinagre sobre las repisas. La panera estaba vacía. Tras la puerta, el disco del contador de electricidad giraba lentamente dentro de su caja de cristal. La flecha roja aparecía y desaparecía. Billy cerró la despensa y abrió la puerta exterior. Sobre el escalón había dos botellas de leche vacías. Golpeó el marco con el costado del puño.
—¡Siempre lo mismo! Tendré que comenzar a esconder un poco por las noches.
Pero, cuando ya iba a darse la vuelta, se detuvo y se volvió a mirar hacia fuera de nuevo. La puerta del garaje estaba abierta. Corrió entonces a través de la franja de cemento y, gracias a la luz de la cocina, alcanzó a ver el interior del garaje.
—¡Vaya! ¡Qué mala jugada!
Pateó una lata de aceite a lo largo del garaje y corrió de regreso a la casa. La brasa se había asentado y las llamas amarillas emitían ya una ligera calidez. Billy se calzó las zapatillas sin desatarse los cordones y agarró su cortavientos. La cremallera estaba estropeada y la chaqueta se infló a su espalda cuando saltó el muro delantero y arrancó a correr por la avenida.
El cielo era una aguada gris; gris pálido sobre los prados detrás de los suburbios y oscureciéndose progresivamente en las zonas más altas, hasta alcanzar el color del carbón sobre la ciudad. Las farolas continuaban encendidas y algunas ventanas iluminadas brillaban con los colores de sus cortinas. Billy pasó junto a dos mineros que regresaban en silencio del turno de noche. Un hombre con mono de trabajo se aproximaba en bicicleta, pedaleando lentamente. Los cuatro convergieron y se separaron, persiguiendo diferentes direcciones a diferentes velocidades.
Billy alcanzó la zona recreativa. El portón estaba cerrado, así que dio un paso atrás y saltó sobre la alambrada; trepó, afianzó un pie en ella y se preparó para descender. La sección entre los postes de cemento se sacudió bajo su peso. Cabalgó sobre ella, con una mano y un pie encima y luchando por mantener el equilibrio con el otro brazo, pero cuanto más luchaba más se movía la alambrada, hasta que finalmente esta consiguió quitárselo de encima, arrojándolo hacia el otro lado, sobre el pastizal. Se puso de pie. Sus zapatillas y sus vaqueros estaban empapados, y su mano, untada de mierda de perro. Se la limpió frotándola contra la hierba y, tras olerse los dedos, corrió a través del campo de fútbol. Detrás de la portería, todos los columpios habían sido enrollados sobre sus travesaños. Encontró un agujero en la cerca al otro lado del campo y se arrastró a través de él, hacia la avenida principal. Un autobús de dos pisos pasó frente a él, seguido de cerca por dos coches. El sonido de sus motores acabó por desvanecerse y no había más vehículos a la vista. Las farolas se apagaron y, durante un momento, el único ruido que se escuchó en aquella oscura mañana fue el chapoteo de las zapatillas de Billy atravesando la avenida.
Una campana tintineó en cuanto entró en la tienda. El Sr. Porter levantó la mirada y continuó organizando los periódicos en hileras solapadas sobre el mostrador.
—Pensé que ya no vendrías.
—¿Por qué? No he llegado tarde, ¿no?
Porter sacó un reloj del bolsillo de su chaleco y lo sostuvo en la palma de su mano como si fuera un cronómetro. Lo consideró y lo guardó de nuevo. Billy agarró un bolso de lona del mostrador y ladeó la cabeza para pasarse el asa por encima. El bolso le colgaba a la altura de la cadera. Enderezó el tirante, levantó la solapa y examinó el fajo de periódicos y revistas.
—Pero casi no llego.
—¿Qué quieres decir?
—Que por poco no llego tarde. Jud se llevó mi bicicleta al pozo.
Porter paró de hacer lo que estaba haciendo y lo miró por encima del mostrador.
—¿Y qué piensas hacer, entonces?
—Caminar.
—¡Caminar! ¿Y cuánto tiempo crees que tardarás?
—No mucho.
—Sabes que la mayoría de la gente prefiere leer su periódico el día que sale, ¿verdad?
—No es culpa mía. Yo no le pedí que se la llevara, ¿sabe?
—¡No, y yo no te he pedido a ti que te pongas contestón! ¿Me oyes?
Billy le oía.
—Porque hay una lista de espera de un kilómetro para tu trabajo, ¿te enteras? Repleta de buenos chicos y todo. Algunos proceden de Firs Hill y sus alrededores.
Billy se balanceó sobre sus pies y echó un vistazo dentro del bolso, como si alguno de aquellos buenos chicos lo estuviera esperando allí.
—No tardaré nada. Ya lo he hecho antes.
Porter sacudió la cabeza y alineó una pila de revistas golpeando sus cuatro bordes contra el mostrador. Billy se acercó al calentador de convección y se paró delante de él, manteniendo los pies algo apartados y las manos a la espalda. Porter se le quedó mirando y Billy dejó caer las manos a ambos costados.
—No lo sé, es típico de ti…
—¿Qué pasa? Nunca le he fallado, ¿no?
La campana tintineó. Porter se enderezó esbozando una sonrisa.
—Buenos días, señor. Aunque no tienen pinta de que vayan a serlo.
—Dos cajetillas de Players.
—Sí, señor.
Porter se giró y deslizó un dedo por una estantería llena de paquetes de cigarrillos, alcanzó los Players y escogió un par de cajetillas. Billy extendió una mano y cogió dos tabletas de chocolate de un expositor que se encontraba junto al mostrador. En cuanto Porter se dio la vuelta de nuevo, las dejó caer dentro del bolso. Porter le dio los cigarrillos al cliente y abrió la caja registradora.
—Gra-cias. —La última sílaba resonó al tiempo que tintineaba la campana.
—Buen día, señor.
Se quedó mirando al hombre mientras salía de la tienda y se dirigió a Billy de nuevo.
—Sabes lo que me dijeron todos cuando te escogí, ¿verdad? —Esperó, como si Billy fuera a darle la respuesta—. Dijeron que tendría que mantener los ojos bien abiertos, porque todos los de los suburbios son iguales. Te quitarán hasta la respiración si no te andas con cuidado.
—Pero yo nunca le he quitado nada, ¿verdad?
—Porque yo nunca te quito el ojo de encima, solo por eso.
—Pues no tiene por qué hacerlo. Ya no he vuelto a meterme en problemas.
Porter abrió la boca, parpadeó, sacó su reloj y miró la hora.
—¿Es que vas a quedarte ahí parado todo el día?
Sacudió el reloj y se lo llevó a un oído.
—No tardarán en empezar a llamar para preguntar por qué no soy capaz de entregar el periódico a tiempo.
Billy salió de la tienda. El tráfico en la avenida principal había aumentado considerablemente y había filas de autobuses que se dirigían a la ciudad en todas las paradas. Su ruta comenzaba en una hilera de casas y cabañas individuales con ventanas emplomadas a las que se accedía por un camino de guijarros. Cuando terminó con esas primeras viviendas, abandonó la calle principal y se dirigió hacia arriba, a la zona de Firs Hill. La colina era empinada. Se habían plantado árboles, a intervalos regulares, a lo largo de una berma sembrada. Al fondo se veían las casas, separadas de la carretera y unas de otras por arbustos y altas cercas de mimbre. Billy se detuvo ante un portón de hierro forjado, cuya parte superior acababa en unos picos punzantes. En uno de los postes del portón había un aviso: ni vendedores ni anunciantes. Billy miró hacia el camino de entrada y se echó dos onzas de chocolate a la boca. Dejó tras de sí una hoja del portón completamente abierta y se dirigió a la casa. Arbustos de azalea crecían a ambos costados del camino, hasta la puerta delantera. La puertecita del buzón estaba rígida y los resortes crujieron cuando la levantó. Después de echar una ojeada hacia las esquinas de la casa, introdujo el periódico en el buzón y bajó la puertecilla lentamente, hasta que este quedó encajado en su sitio. Las cortinas de las ventanas delanteras de la casa permanecían cerradas. El jardín crecía de forma salvaje y el musgo y la hierba reemplazaban casi por completo el asfalto en el camino de entrada. Billy dio sendas zancadas sobre el musgo y la hierba como si estos fueran unos peldaños de piedra y después salió de la propiedad de un salto, cerrando el portón de un golpe tras él. Desenvolvió las últimas dos onzas de chocolate y echó un vistazo a su espalda. Un zorzal salió rápidamente de debajo de una azalea y comenzó a tirar de un gusano que estaba semienterrado bajo las lascas del asfalto. El pájaro se colocó encima del gusano para tirar de él verticalmente, exponiendo la garganta y apuntando con el pico hacia el cielo. El gusano se estiraba, pero se mantenía adherido al suelo. El zorzal inclinó entonces la cabeza y retrocedió para tirar desde un ángulo más agudo, pero como su presa no cedía, se aproximó a ella todo lo que pudo y le dio un tirón seco. El bicho salió de golpe del suelo y el zorzal se fue dando saltos con él en el pico, de regreso a las azaleas. Billy arrojó la envoltura del chocolate a través del portón y siguió caminando.
Un furgón de leche ascendía por la colina, junto a la acera. Cada vez que las llantas de un costado se hundían en una alcantarilla, las botellas traqueteaban en sus canastos de metal. De pronto, se detuvo, y el conductor bajó de la cabina silbando. Cogió un canasto de la parte trasera del furgón y fue cargando con él a lo largo de la calle. Billy se aproximó al furgón sin dejar de mirar a su alrededor. En cuanto se hubo cerciorado de que no había nadie más en la colina, cogió una botella de zumo de naranja y un cartón de huevos y los metió en su bolso. Cuando el conductor regresó, Billy ya estaba entregando el periódico en la casa siguiente. El furgón le rebasó de nuevo más adelante. Entonces se detuvo y el conductor encendió un cigarrillo, esperando a que Billy lo alcanzara.
—¿Cómo te va, muchacho?
—Sobrevivo.
—Te iría mejor si contases con algún medio de transporte.
Sonrió y le dio un par de palmadas al furgón.
—Es mejor que caminar, ¿sabías?
—Casi lo mismo.
Billy pateó la llanta trasera.
—Estos cacharros no van a más de ocho kilómetros por hora.
—Aun así, es mejor que caminar, ¿no crees?
—Iría más rápido en un monopatín.
El lechero apagó el cigarrillo de un pellizco y sopló sobre la punta.
—¿Sabes lo que digo siempre?
—¿Qué?
—Un vehículo de tercera es mejor que una caminata de primera, cualquier día de la semana.
Dicho esto, guardó la colilla en el bolsillo delantero de su mono y cruzó la calle cargando dos botellas en cada mano. Billy lo miró a través del remolque abierto del furgón y sacó el zumo de su bolso. Sostuvo la botella horizontalmente, entre el pulgar y el meñique, inclinándola para que una burbuja de aire se desplazara a lo largo y de regreso. De arriba abajo, arriba abajo, hasta que la pulpa se agitó como un montón de nieve bajo una tormenta. Después, perforó la tapa con el pulgar y se bebió el contenido en dos tragos, dejó caer la botella en un canasto y siguió remontando la colina.
Una carretera se cruzaba con su camino en la cumbre de Firs Hill, formando un cruce en forma de T. Billy tomó el desvío de la izquierda. Como no había aceras, cada vez que un coche se aproximaba, se veía obligado a atravesar la carretera o a colocarse a un costado, en algún pastizal, para dejarlo pasar. Los prados, repletos de setos y de árboles, descendían hacia el valle. Un tráfico como de juguete avanzaba a lo largo de la avenida municipal, y más allá de dicha avenida, al fondo del valle, se extendían los suburbios. Por el lado de la ciudad, las chimeneas y los castilletes de los pozos de las minas se asomaban por encima de los tejados, y detrás de los suburbios se distinguía un mosaico de prados, negros y grises y de un verde pálido, que daban paso a un gran bosque, el cual se destacaba claramente a lo lejos, como una enorme mancha de tinta.
El viento que murmuraba sobre la cima del páramo y a través de la carretera le obligó a abrocharse la chaqueta. Pero la cremallera estaba estropeada y volvió a abrírsele de nuevo. Atravesó la carretera y se acuclilló con la espalda contra una pared. Las piedras estaban húmedas y brillaban con diferentes tonos de verde y marrón, como cuero lustrado. Billy abrió el bolso y revisó su contenido. Sacó entonces un ejemplar del Dandy y se dirigió inmediatamente a «Desperate Dan».
Dan va a ir de boda. Su sobrino y su sobrina lo ayudan con los preparativos. Su sobrina coloca su sombrero sobre la silla. ¡Crunch!, hace el sombrero cuando Dan se sienta sobre él. No le queda más remedio, pues, que salir a comprar uno nuevo, pero todos le quedan demasiado pequeños. Este es el más grande que tenemos, le dice el vendedor. Dan se lo prueba. Es casi de su talla, pero en cuanto intenta calárselo, la copa se desgarra y el sombrero desciende hasta su cuello. ¡Oh, no!, dice,mirando por encima de la copa. Una vez ha salido de la tienda, se le ocurre una idea y señala algo por fuera de la viñeta. ¡Ajá, justo lo que necesito!, exclama, pero primero tiene que evacuar la plaza para que nadie vea lo que se propone hacer. Entonces dobla una esquina, se agacha sobre una boca de riego y sopla en su interior. El agua sale a borbotones por la fuente de la plaza, empapando a todos y obligándolos a irse a casa, dejando la plaza desierta. Muy bien, ahora conseguiré lo que quiero, dice Dan. En la siguiente viñeta, Dan se está probando un enorme sombrero gris. Parece satisfecho y dice: ¡Es justo lo que quería! Y me queda perfecto… Ya en la boda, le entrega el sombrero al asistente del guardarropa. El asistente parece incapaz de soportar el peso del sombrero, que se precipita, ¡Crunch!, sobre su pie. ¡Ayyy!, exclama el asistente. Después intenta levantarlo y grita: ¡Ayuda! ¡Menudo sombrero! ¡Está hecho de piedra! La última viñeta revela de dónde proviene el dichoso sombrero: de la cabeza de una estatua que se erige en medio de la plaza. Se trata de: William Smith, alcalde de Villacactus 1865-86. Muerto de un disparo en un duelo a mediodía por Black Jake.
En mitad del vendaval, Billy se puso de pie y flexionó las rodillas para saltar de regreso a la carretera. Y entonces comenzó a correr, sosteniendo el bolso por debajo con el brazo para evitar que este golpeara contra su cadera. Después, se dirigió a otra granja donde entregó el Dandy junto con un periódico y varias revistas. Un Collie les fue ladrando a sus talones durante todo el recorrido a través del patio, y otra vez de vuelta. Incluso lo persiguió por la carretera, pero al final se detuvo y continuó ladrándole desde detrás de una colina, fuera de su vista. Billy arrancó a correr de nuevo. Enrolló un periódico como si fuera un catalejo y comenzó a espiar el panorama a través de él mientras corría. Hasta que divisó una casa de piedra, alejada de la carretera. Entonces bajó el ritmo, extendió el periódico y comenzó a enrollarlo hacia el lado contrario, para neutralizar la encorvadura.
Había un Bentley gris aparcado ante un garaje abierto a un costado de la casa. Billy no le quitó los ojos de encima mientras ascendía por el camino de entrada, y, cuando alcanzó la cima, se desvió para echarle un vistazo al tablero de mandos. Pero en ese instante la puerta se abrió, haciéndole dar un brinco hacia atrás y girarse. Un hombre con un traje oscuro salió de la casa perseguido por dos niñas con uniformes escolares. Juntos subieron a la parte delantera del coche mientras las niñas se despedían de una mujer en bata que se había quedado al lado de la puerta. Cuando Billy le entregó el periódico a la mujer, aprovechó para echar un vistazo a la casa. El suelo del vestíbulo y las escaleras estaba cubierto por sendas alfombras. Un radiador bajo una repisa de cristal recorría una pared, y sobre la repisa, descansaba un jarrón con narcisos frescos. El coche rodó por la pendiente y giró en la carretera. La mujer, periódico en mano, les dijo adiós una vez más y cerró la puerta tras ella. Billy dio un paso atrás y empujó la puertecilla del buzón para fisgar lo que alcanzara a ver del interior. Hasta él llegaba el sonido del agua corriendo en una bañera y el de una radio encendida. La mujer subía por las escaleras con el aparato en la mano. Billy bajó la puertecilla y se alejó caminando. Los neumáticos del coche habían impreso dos estelas estampadas sobre el camino de entrada, como las cenefas de la piel de una serpiente.
Una vez fuera de la tienda, Billy transfirió el cartón de huevos a un bolsillo grande del interior de su chaqueta. Aunque se abultó por el peso, cuando se cerró la chaqueta, consiguió que no se notara por fuera.
El sonido de la campana hizo que Porter se volviera de nuevo. En aquel momento, estaba de pie sobre una escalera detrás del mostrador, revistiendo los estantes con papel nuevo.
—Buenas tardes.
—Ya le dije que no tardaría tanto, ¿verdad?
—¿Y cómo lo has hecho? ¿Acaso los has tirado por encima de las cercas?
—No hizo falta. Conozco algunos atajos.
—Apuesto a que sí, a través de propiedades privadas.
—No, a través de algunos prados… Se ahorran varios kilómetros.
—Menos mal que no te vio ningún granjero, porque te habría descargado un cañón de perdigones en el trasero.
—¿Y por qué iban a hacerlo? En esos prados no hay otra cosa que pasto.
Billy dobló el bolso por la mitad y lo puso sobre el mostrador.
—¡Ahí no! Ya sabes dónde va.
Billy rodeó el mostrador, encogiéndose al pasar junto a la escalera. Porter se sujetó a ella mientras él pasaba y lo miró abrir un cajón y embutir el bolso dentro.
—La próxima vez me mandarás a mí a llevarlos.
Billy cerró el cajón con la rodilla y miró hacia arriba.
—¿Qué hora es?
—Hora de que estuvieras en la escuela.
—¿De verdad es tan tarde?
Porter se volvió hacia los estantes, sacudiendo la cabeza lentamente.
—Aunque yo no perdería el tiempo tratando de enseñarte nada.
Mientras Billy volvía a encogerse de regreso, sacudió la escalera con ambas manos y agarró a Porter de los tobillos.
—¡Cuidado, Sr. Porter!
Porter se aferró al estante con los brazos extendidos, casi arañándolo en busca de un asidero.
—Tranquilo, ya lo tengo.
Billy sostuvo a Porter por las piernas mientras este se echaba hacia atrás para recuperar el equilibro. Su rostro y su calva brillaban por el sudor.
—¡Maldito inepto! ¿Qué tratas de hacer? ¿Matarme?
—He perdido el equilibrio.
—Tampoco me sorprendería que lo hicieras.
Bajó de espaldas por los peldaños, aferrándose con ambas manos a la escalera.
—Casi se me sale el corazón.
Alcanzó el suelo agarrándose el pecho con una mano. Ya más tranquilo, se sentó en el taburete que se encontraba detrás del mostrador y suspiró ruidosamente.
—¿Se encuentra bien, Sr. Porter?
—¿Bien? ¡De lujo!
—Me marcho, entonces.
Atravesó la tienda hacia la puerta
—Y no llegues tarde esta noche.
Los suburbios estaban atestados de niños: chicos que iban de la mano de sus madres, chicos solos o en compañía de otros, grupos de niños de la escuela primaria o de secundaria, solos, en parejas y en tríos, algunos en pandilla, algunos montados en sus bicicletas. Caminando en silencio, caminando sobre los muros, caminando y hablando, en voz baja, en voz alta, riéndose, corriendo, persiguiendo, jugando, maldiciendo, fumando, tocando timbres y gritando nombres… Todos de camino a la escuela.
Cuando Billy llegó a casa, las cortinas seguían corridas en todas las ventanas delanteras, pero la luz de la sala estaba encendida. Mientras atravesaba el antejardín, un hombre apareció por un lateral de la casa y salió por el portón. Billy lo miró alejarse por la avenida y después corrió hacia la parte trasera y entró por la puerta de la cocina.
—¿Eres tú, Reg?
Billy cerró la puerta de un golpe y se dirigió hacia la sala. Su madre, en camisón, estaba de pie con un pintalabios sobre la boca, mirando la puerta a través del espejo. Tan pronto vio a Billy, continuó aplicándose el lápiz de labios.
—Ah, eres tú, Billy. ¿Es que no has ido a la escuela?
—¿Quién era ese tipo?
Su madre apretó los labios y dejó el pintalabios sobre la repisa de la chimenea, como si fuera un proyectil.
—Era Reg. Conoces a Reg, ¿verdad?
Cogió una cajetilla de cigarrillos de la repisa y la sacudió.
—¡Diablos! Se me olvidó pedirle uno…
Arrojó la cajetilla a la chimenea y se volvió hacia Billy.
—No tendrás un cigarrillo, ¿verdad, cariño?
Billy se dirigió a la mesa y colocó sus manos a ambos lados de la tetera. Su madre se puso una falda y trató de subirse la cremallera que quedaba por el lado de la cadera. Como solo consiguió que llegara hasta la mitad, tuvo que asegurarse la pretina con un imperdible. Pero tan pronto se movió, la cremallera se descorrió hacia abajo y la abertura se expandió en forma de pelota de rugby. Billy introdujo un dedo por el pitón de la tetera.
—¿Fue él el que vino contigo anoche?
—Hay un poco de té macerado si quieres una taza, pero no sé si ha llegado ya la leche.
—¿Era él?
—¡Deja ya de fastidiarme, que llego tarde! —Arrugó entonces el suéter como si fuera un neumático y metió la cabeza por el medio, tratando de que su cabello no se rozara con los costados—. Hazme un favor, cariño: corre a la tienda por unos cigarrillos.
—No han abierto todavía.
—Puedes entrar por detrás. Al Sr. Hardy no le importará.
—No puedo, llegaré tarde.
—Vamos, cariño, ve y tráete algunas cosas: pan y un poco de mantequilla, y unos huevos…
—Ve tú.
—No tengo tiempo. Pídele que me lo apunte, que ya le pagaré el fin de semana.
—Me ha dicho que no te fiará más hasta que le pagues.
—Siempre dice eso. Te daré seis peniques si vas.
—No quiero tus seis peniques… ¡Me voy!
Acto seguido, se dirigió a la puerta, pero su madre lo interceptó y le bloqueó el paso.
—Billy, ve a la tienda y haz lo que te ordeno.
Billy sacudió la cabeza. Su madre dio un paso adelante, pero él retrocedió, conservando la distancia entre ambos. Aunque se encontraba muy lejos de él, intentó darle un bofetón, y aunque él vio cómo la mano se alejaba y se acercaba, a bastante distancia de su rostro, inclinó la cabeza hacia atrás instintivamente.
—No voy a ir.
Se colocó detrás de la mesa.
—¿Ah, no? Ya lo veremos.
Con los dedos extendidos sobre el mantel, como dos pianistas listos para comenzar a tocar, sus miradas se enfrentaban a través de la mesa.
—Ya veremos si vas o no, pequeño sinvergüenza.
Billy se desplazó a su derecha. Su madre, a su izquierda. Él se detuvo en la esquina, así que solo el largo de un costado los separaba. Su madre intentó agarrarlo. Billy corrió por detrás de la mesa y rodeó la otra esquina, pero su madre volvió sobre sus pasos rápidamente y ya lo estaba esperando. Se abalanzó sobre él. Billy retrocedió y acabaron frente a frente de nuevo, en sus posiciones iniciales.
—¡Te haré pedazos cuando te coja!
—¡Ya basta, mamá, o llegaré tarde a la escuela!
—Ni siquiera vas a llegar si no haces lo que te digo…
—Dijo que la próxima vez me azotaría.
—Eso no tiene nada que ver conmigo.
Billy se agachó. Su madre hizo lo mismo, aferrándose al canto de la mesa para conservar el equilibrio. Cuando quedaron frente a frente bajo la mesa, Billy hizo ademán de salir corriendo y su madre se abalanzó sobre nada. Él aprovechó que su madre yacía en el suelo para levantarse de un salto y rodear la mesa a todo correr.
—¡Billy, vuelve aquí! ¿Me oyes? ¡Vuelve aquí he dicho!
Pero él abrió la puerta de un golpe y salió corriendo al jardín. Estaba ya a medio camino por el sendero cuando apareció su madre, jadeando y señalándolo con el dedo en el umbral de la puerta.
—¡Verás la que te espera, muchacho! ¡Ya verás esta noche!
Volvió adentro dando un portazo. Billy se dio la vuelta y miró a través del jardín, por encima de la cerca, hacia los prados. Una alondra emprendió el vuelo, trinando mientras ascendía. Más y más alto, hasta que solo fue un canto en el cielo. Se abrió la chaqueta y tanteó dentro del bolsillo. El cartón de huevos estaba abollado. Lo abrió. Dos de los compartimentos estaban llenos de cáscaras y babas amarillas. Sacó los huevos en buen estado y los dejó sobre el pasto. También sus cascarones estaban pegajosos, así que limpió cada uno con cuidado y los reagrupó de nuevo en el cartón, inclinándose sobre ellos. Luego recogió uno, lo sopesó en su palma y lo arrojó en dirección a la casa. El huevo trazó una parábola en el aire y cayó sobre las tejas. Después lanzó los demás en una sucesión rápida, agachándose y catapultándolos uno a uno mientras el anterior seguía aún en el aire. La puerta de la cocina se abrió y su madre salió al jardín. Billy retrocedió por el sendero, frotándose el bíceps derecho con la mano izquierda. Su madre le echó el cerrojo a la puerta y se dio la vuelta.
—¡No creas que dejaré pasar esto, muchacho, porque no lo haré!
Después deslizó la llave bajo el escalón y se ajustó los extremos de la pañoleta bajo el cuello.
—Y hay una apuesta de Jud que tienes que llevar a la casa de apuestas… ¡Más te vale no olvidarlo!
—No pienso llevarla.
—Más te vale, muchacho.
—Estoy harto de llevarlas. ¡Que lo haga él!
—¿Cómo va a hacerlo si no le dan tiempo, pequeño holgazán?
—No me importa, no voy a llevarla.
—Como quieras…
Caminó alrededor de la casa y se apresuró por el antejardín. Billy levantó una V con dos dedos en dirección a ella y soltó una pedorreta con la boca. Cuando oyó el golpe del portón se dio la vuelta y caminó hacia un cobertizo que quedaba al fondo del jardín. Delante del cobertizo, un pequeño cuadrado de tierra había sido cubierto de gravilla y rodeado con ladrillos encalados, dispuestos uno junto al otro en un ángulo inclinado. Unos retazos de lona remataban cuidadosamente el tejado y sus bordes. La puerta estaba recién pintada y, en la parte superior, un cuadrado había sido abierto a golpe de serrucho y enrejado con listones de madera lijada. Sobre una repisa, detrás de los barrotes, había un halcón pardo rojizo. Pecho moteado, trazos oscuros atravesando el lomo y las alas. Alas puntiagudas, plegadas sobre su rabadilla y su cola barreada. Billy chasqueó la lengua y lo llamó suavemente:
—Kes, Kes, Kes, Kes.
El halcón lo miró y lo escuchó, con su magnífica cabeza erguida sobre sus hombros robustos y sus ojos marrones redondos y alerta.
—¿La has oído, Kes? Berreando, para variar… ¡Vieja bruja! Haz esto, haz eso, siempre me toca a mí hacerlo todo en esta casa… ¡Pues que se jodan! Ya estoy harto de que no me dejen en paz… Siempre hay alguien encima de mí.
Levantó una mano lentamente y comenzó a pasar el índice por uno de los barrotes. El halcón no dejaba de mirarlo.
—Y ese Jud es el peor de todos, todo el rato detrás de mí… ¡No me deja ni un segundo! Como el verano pasado, cuando te encontré, ese día estaba también…
… Jud estaba desayunando cuando Billy bajó las escaleras. Levantó la vista hacia el reloj: faltaban veinticinco minutos para la seis.
—¿Qué te ha pasado? ¿Es que te has cagado en la cama?
—Me voy a saquear nidos, con Tibby y Mac.
Descorrió las cortinas de golpe y apagó la luz. La luz de la madrugada entró en la sala como agua limpia, haciendo que ambos se volvieran hacia la ventana. El sol no había salido, pero el aire ya se sentía cálido, y sobre el tejado de la casa opuesta, el fuste de la chimenea se silueteaba contra un cielo despejado.
—¡Otra mañana estupenda!
—No estarías diciendo eso si fueras a donde voy yo.
Se sirvió otra taza de té. Billy se percató de que las que salían por el pitón eran las últimas gotas y llevó una cerilla a la estufa. La tetera comenzó a gorgotear inmediatamente.
—Imagínate, cuando nosotros estemos caminando por el bosque, tú estarás bajando en la jaula.
—¿Ah, sí? Pues tú imagínate que el próximo año estarás bajando conmigo.
—De eso nada.
—¿Cómo que no?
—Pues no, porque no pienso trabajar en la mina.
—¿Y dónde piensas trabajar entonces?
Billy vertió el agua hirviendo sobre las hojas húmedas dentro de la tetera.
—No lo sé… Pero, desde luego, no voy a trabajar en la mina.
—Así es, ¿y quieres que te diga por qué…?
Se dirigió a la cocina y regresó con su chaqueta.
—… Por un lado, para que te admitan tendrías que saber leer y escribir. Y, por el otro, jamás aceptarían a un debilucho como tú.
Dicho esto, se puso la chaqueta y salió de la casa. Billy se sirvió una taza de té. La merienda de Jud seguía sobre la mesa, envuelta en una bolsa de pan. Mientras sorbía su té, Billy le iba dando vueltas con los dedos. Luego se sirvió una segunda taza, desenvolvió el paquete y le dio un mordisco a uno de los bocadillos.
De repente, la puerta de la cocina se abrió de un golpe y Jud se precipitó adentro, jadeando.
—¡Me he olvidado del almuerzo!
Y entonces miró primero el paquete desenvuelto y después a Billy, quien sostenía la mitad mordida de uno de los bocadillos. Billy se metió esa mitad restante en la boca y salió disparado, volcando su silla cuando Jud se abalanzó sobre él. Jud tropezó contra la silla y se cayó de bruces sobre ella. Así que Billy aprovechó para salir corriendo al jardín y saltar por encima de la cerca, hacia el prado. Unos segundos después, Jud apareció en la puerta envolviendo los restos de su almuerzo y señalando a Billy con la bolsa.
—¡Te haré pedazos cuando regrese!
Se la metió en un bolsillo de su chaqueta y se apresuró a irse siguiendo un lateral de la casa. Billy se encaramó a la cerca y observó el cielo que se abría a su alrededor.
Para cuando hubo atravesado los suburbios y alcanzado la casa de Tibby, el sol comenzaba a alzarse tras una banda de nubes bajas en el este. En lo alto del cielo, la luna seguía visible, pálida y desvaneciéndose a medida que el sol ascendía a un ritmo constante, iluminando las nubes. Hasta que finalmente apareció el sol, encendiendo las nubes de dorado, y la luna desapareció entre la luz y el calor del cielo diurno.
Billy caminó alrededor de la casa, mirando hacia arriba, a las cortinas corridas. Probó a entrar por la puerta de la cocina, dio un paso atrás y susurró hacia la ventana de la habitación:
—Tibby… Tibby…