La alegría de las pequeñas cosas - Hannah Jane Parkinson - E-Book

La alegría de las pequeñas cosas E-Book

Hannah Jane Parkinson

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Beschreibung

En un mundo lleno de incertidumbres y amenazas, cada instante de felicidad es un tesoro al que agarrarse. No hace falta más que observar con atención para encontrar lujos accesibles al alcance de todos, como los que Hannah Jane Parkinson . Reflexiones inteligentes cargadas de humor e ironía que nos reconcilian con la vida, salidas de la pluma de una especialista en saborear los pequeños placeres de la vida. Los lectores de La alegría de las pequeñas cosas encontrarán en sus páginas esos milagros cotidianos que nos hacen sonreír y celebrar   

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Título: La alegría de las pequeñas cosas

Título original: The joy of the small things

De esta edición: © Círculo de Tiza

De la edición original: Faber & Castle Limited

© Del texto: Hannah Jane Parkinson

© De la fotogafía: Alicia Canter

© De las ilustraciones: @filledusoleil (pag. 13) y @belengmh (pg 45, 106 y 222)

Primera edición: septiembre 2022

Diseño de cubierta: Miguel Sánchez Lindo

Traducción: María Campos Galindo y Sandra Chaparro

Maquetación: María Torre Sarmiento

Impreso en España por Imprenta Kadmos, S. C. L.

ISBN: 978-84-124820-5-8

E-ISBN: 978-84-124820-6-5

Depósito legal: M-16759-2022

Reservados todos los derechos. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra ni su almacenamiento, tratamiento o transmisión de ninguna manera ni por ningún modo, ya sea electrónico, óptico, de grabación o fotocopia sin autorización previa por escrito de la sociedad.

traducción

María Campos Galindo y Sandra Chaparro

A quienes me han aportado mucha alegría

Prefacio

Es posible que te suene a J. B. Priestley, sobre todo por obras de teatro como Llama un inspector, pero también escribió novelas y guiones y armó su propia teoría del tiempo. (Y, como más tarde me sorprendió descubrir, vivió en la misma casa de Highgate, al norte de Londres, en la que residieron Coleridge y también Kate Moss).

Pero a mí me gusto por un libro que escribió, Delight: una colección de pequeños ensayos en los que habla de las cosas, la gente, los lugares y las sensaciones que al autor más le llamaban, toda una refutación de la fama de cascarrabias que tuvo durante toda su vida. Pues ya veis, ¡me gustan todas estas cosas! «Estas cosas» incluían: las fuentes, cancelar planes para quedarse en casa (muy identificada con esto) o leer sobre el mal tiempo mientras estás metido en la cama.

Alguien me puso este libro en las manos en una época muy inestable de mi vida y me ayudó a sacudirme el polvo de la chaqueta, arreglarme el cuello de la camisa y salir al mundo de nuevo. Me ayudó a identificar las pequeñas cosas que a mí me hacían feliz: el sonido de la última canción de un disco, que dura ocho minutos; la ruta que hace un autobús que nunca había cogido antes, o salir con las pilas cargadas después de haber estado nadando un rato en agua fría.

En 2018 las cosas parecían estar especialmente revueltas (no tenía ni idea de lo que se nos venía encima): las polémicas que surgían en las redes sociales, el trumpismo superándose a diario, el jaleo que supusieron las «negociaciones» del Brexit. Fue entonces cuando decidí volver a refugiarme en el libro de Priestley una vez más. Él dio con aquello que le hacía feliz en 1949, un año en el que el sentir de la gente en general no era precisamente optimista; un periodo de posguerra, con el racionamiento y la austeridad que conllevó, muy parecido a lo que nosotros estábamos viviendo por aquel entonces. Pensé que si un señor gruñón de Yorkshire se había tomado la molestia de sentarse a documentar sus placeres cotidianos, yo, que por defecto tiendo al cinismo desenfadado, podía hacer lo mismo, por mucho que a mi alrededor el mundo se estuviera desmoronando. Sin que importara el caos mundial o los cabreos que se me despiertan a diario (los que escuchan música sin auriculares, los correos de respuesta que se envían a todos los destinatarios, los bares que solo cobran en efectivo).

En estas páginas intento obsequiaros con esas flores que brotan en medio del desierto, el destello lila durante el crepúsculo, la suela más cómoda que pudiera tener un zapato. Una fuente de inspiración para sobrellevar el día a día sin tener que sentir la necesidad de mandarle a un amigo el gif de un contenedor en llamas ni de sentirse identificada con El grito de Edvard Munch.

La bata perfecta

Una de mis palabras favoritas, aparte de la que se usa en alemán para referirse a los manguitos (Schwimmflügel, literalmente «alas para nadar»), es la rusa halatnost, que significaría algo así como batismo. Esta hermosa palabra fue acuñada por Ivan Goncharov, quien se la regaló al pueblo ruso al incluirla en Oblómov, el libro favorito de Tolstoi.

Hoy en día la palabra ha terminado por significar negligencia, pero antiguamente (la novela se publicó en 1859) halatnost hacía referencia a pasarse el fin de semana haraganeando y leyendo la prensa, a deambular por la casa y a no hacer mucho más. Quizá también aburrirse un poco, soñar mucho despierto. En eso consiste la vida de la gente de bien que lleva bata: Oblómov es un noble que no consigue salir de su habitación en las primeras cincuenta páginas del libro de Goncharov.

El halat de halatnost cobra una importancia primordial. Halat significa bata. En la vida uno ha de tomar grandes decisiones: si tener hijos o no, dónde vivir. Pero lo cierto es que, para mí, es dar con la bata perfecta (o, si ya tienes una edad, la bata de guatiné). Si eres de mente cerrada, una bata de baño, pero bien sabemos que eso sería limitar su potencial.

A mí dame una bata enorme, mullidita, con la que sienta que me estoy acurrucando en una nube o bañándome en algodón de azúcar. Una bata con un cinturón que dé tres vueltas a la cintura para así estar bien agarrada. Una que tenga bolsillos grandes, en los que puedas guardar fruslerías (y, en Navidad, los envoltorios de los After Eight). Una bata con capucha que te haga sentirte capaz de enfrentarte al mundo y ganar. Una color salmón que te pongas para leer el Financial Times. Una blanca que te llegue hasta los pies y te recuerde a aquellas noches de sexo maravilloso que pasaste en hoteles caros. O esa bata algo pequeña y llena de pelotillas —de color rojo Liverpool FC— que te ponías para ver los resúmenes de los partidos en Match of the Day hasta que se hacía de día. Un elegante batín estampado, con sus zapatillas a juego, para llevarlo sentado en un sofá Chester colocado frente a la chimenea, con una copa de brandy en la mano. Y cuando llegue el verano, un kimono de seda que estaría mejor en el armario de alguien que tuviese pijamas más sexis.

Cuando la gente se plantea «invertir en una pieza» piensan en un bolso de Mulberry, en una bufanda Burberry. Yo pienso: una bata (y también la bufanda Burberry). Una buena bata, como las costumbres, te puede durar décadas. Una de las primeras veces que se hizo mención por escrito a una bata fue en los diarios de Samuel Pepys, hacia 1660 («mi nueva bata de felpa púrpura, con ribetes dorados, qué bonita»). Pepys sabía de lo que hablaba.

Pero siento informar de que fue en Soho Home, la sección de artículos para el hogar de Soho House, donde encontré la bata perfecta. Me costó sesenta y cinco libras, pero cada penique que invertí en ella mereció la pena. Podría haberme gastado esas sesenta y cinco libras en una noche de la que luego no recordaría nada, pero entonces no habría tenido una bata con la que recuperarme a la mañana siguiente. Tomé la decisión correcta.

Algunas Personas Malísimas (hombres, sobre todo) han intentado desprestigiar a las batas (Hefner, Trump, Weinstein), pero yo no pienso consentirlo. Teniendo en cuenta cómo está el mundo hoy en día, me reconforta saber que tras la puerta de mi dormitorio tengo colgada, básicamente, una manta con mangas comodísima.

Levanta la vista

Te voy a dar un consejo: levanta la vista. ¡Ay, la de cornisas y aleros que te habrás perdido! ¡La de cometas atrapadas en los árboles! La de altos y apuestos desconocidos de cuellos largos y esbeltos. Las nubes con forma de cerdo, ¿o es más bien un oso? O el contorno del Reino Unido, mientras siga unido. Los anuncios antiguos pintados en los laterales de ladrillo de los edificios victorianos. Los grafitis sorprendentemente ocurrentes del puente ferroviario. Las balaustradas de hierro que ascienden formando una espiral.

Si vives en el campo, contempla las estrellas y las constelaciones, o echa un vistazo a través de las ventanas de las casas de campo para ver esos estudios con las paredes forradas de libros. Si vives en la ciudad, levanta la vista para ver cómo el cristal y el acero se van elevando más y más alto. Me gusta incluso el edificio The Shard. Cuando estés en el extranjero y camines por calles estrechas y polvorientas, levanta la vista para ver los diseños de las alfombras que hay sobre las barandillas de los balcones, colocadas ahí para que se aireen.

Bajar la vista ofrece menos recompensas. Los mismos pies que llevas viendo toda la vida, aunque calces unos zapatos espectaculares. Quizá una preciosa hoja rojiza en otoño, pero levanta la vista y verás mucho más. Al levantar la vista descubrimos nuevas joyas y detalles todo el tiempo.

Tuvieron que pasar unos cuantos años hasta que me di cuenta de la estatua del escultor Antony Gormley que hay en lo alto del Exeter College de Oxford. Tuve que subirme al piso de arriba de muchos autobuses (es la mejor opción) para fijarme en los múltiples murales con mariposas que hay en Camberwell, en el sur de Londres, hasta que me enteré de que las mariposas que representan originalmente eran especies autóctonas de esa zona (levanta también la vista para ver mariposas de verdad). Mientras subía la pendiente de la montaña Snowdon, en Gales, que estaba repleta de unas piedrecitas que me dejaron las rodillas llenas de marcas, puse toda mi concentración en pensar en la cafetería que hay en lo alto para así darme ánimos. Me di de bruces con un árbol en el centro de Londres (en Hyde Park) en el que viven unos hermosísimos periquitos color verde lima. Si les ofreces rodajitas de manzana, bajan directos a picotearlas. En Liverpool, mi ciudad natal, verás otro tipo de pájaro: los Liver Birds, dos aves de cobre que miden cinco metros y medio de alto y más de siete de envergadura. Se llaman Bertie y Bella, están en lo alto del edificio Liver y se encargan de vigilar tanto la ciudad como el mar.

Levanta la vista en los almacenes de Berlín y deléitate con las lámparas estilo Bauhaus (si es que te van este tipo de cosas, como a mí). En Moscú, los famosos techos decorados de las estaciones de metro son tan turísticos como la plaza Roja. Levanta la cabeza para seguir adelante durante una carrera complicada. Dales un respiro a los músculos de los hombros cuando te encojas sobre el teléfono sentado en tu escritorio o te vuelvas un obstáculo en mitad de la acera. A veces, lo único que hace falta para que uno se ubique es levantar la cabeza y contemplar la insoslayable inmensidad del cielo.

Obras de teatro sin descansos

Son aproximadamente las cuatro de la tarde y estoy en la oficina valorando si irme al teatro, mirando en internet si aún quedan entradas para esa misma tarde, sobre todo ahora que cada vez se hace de noche más temprano. Lo bueno de ir sola, que es lo que suelo hacer, es que a veces queda un asiento libre y rebajado. No lo planifico con antelación. Tengo la suerte de vivir a veinte minutos de los mejores espectáculos del mundo.

El verdadero placer está en ver una obra sin descansos. El guionista de televisión Steven Moffat pidió en una ocasión que dejaran de hacerse descansos, algo que merece todo mi aplauso. Los descansos son una basura: interrumpen la narración, las colas del baño se alargan hasta las escaleras (yo, a veces, voy directamente al de caballeros: abro debate) y mis compañeros del público son insoportablemente lentos a la hora de abandonar su sitio y de regresar a él. (Una vez me pareció ver al político Vince Cable en el teatro, pero luego me di cuenta de que todas y cada una de las personas que van al teatro se parecen a Vince Cable). Además, cada vez hacen los descansos más largos, como las películas de Marvel.

Hay que relajarse un poco con lo de hacer descansos. Probablemente no lo hagamos porque los teatros necesitan los ingresos que les suponen: las cinco libras por un taponcito de helado, por ejemplo. Sus partidarios te dirán que un descanso te ofrece una excelente oportunidad de comentar la puesta en escena, como si uno fuera a asistir a un club de lectura a mitad del leerse el libro. También dirán que viene bien para estirar las piernas, como si fuera aquello un vuelo de veinticuatro horas y corriéramos el riesgo de sufrir una trombosis venosa profunda.

Shakespeare escribió sus obras sin intermedios. Son los directores quienes los meten, aun a riesgo de cargarse el espectáculo. Yo entiendo que a veces haya que retrasar la acción porque haya que hacer un cambio de decorado y que los actores agradecen un descanso. Pero preferiría mil veces quedarme a oscuras, sin saber qué va a pasar, a ponerme a dar vueltas por un vestíbulo con el suelo pegajoso agarrada a un vaso de plástico con Coca-Cola aguada (léase: más bien Pepsi).

En lugar de eso, dame una noche de nuevas experiencias sin interrupciones. No me dejes sucumbir a la tentación de mirar el móvil a los cuarenta y cinco minutos de haber entrado, de que la política y el trabajo vuelvan a ocupar mis pensamientos. Líbrame de hacer scrolling. Para cuando salga del edificio, quiero que el tiempo atmosférico haya cambiado hasta volverse irreconocible. Quiero a actores ofreciendo su mejor actuación, mientras yo me empapo de cada pequeño cambio en su expresión y en sus movimientos. A mí dame una obra que me cambie el humor y la forma de ver las cosas. Dame a Pinter sin descanso e intervenciones que me resulten inspiradoras. Apaga las luces y no las vuelvas a encender hasta que nos pongamos todos en pie al mismo tiempo.

Besar

¿Te acuerdas del mejor beso de tu vida? Supongo que sí. Es una pregunta que trae muchas cosas a la memoria, de ahí que un prestigioso periódico (The Guardian) la incluya en la sección de Q&A de su suplemento de los sábados.

Una pregunta alternativa sería: ¿te acuerdas de tu primer beso? Pero esa no da tanto juego. En general fue haciendo el tonto con alguien, una noche en la que dormiste fuera de casa a los once años o en alguna zona del parque, apoyada contra una barandilla, bajo la lluvia. Fue mágico, claro que sí. Especial. Edificante. Pero para la mayoría probablemente no fue el mejor de su vida.

Pocas cosas hay mejores que un buen beso. Me refiero a besos románticos, lo que llamamos (y justo me entra un escalofrío) morrearse. Una palabra feísima para referirse a un acto tan maravilloso. Una vez busqué la etimología de morrearse en el diccionario Oxford y no quedaba muy clara. Probablemente porque nadie quiso cargar con la culpa.

Creo que no hay nada más sexy que ese momento en el que conoces a alguien, alguien a quien todavía no has besado, y los ojos os centellean al mirar los labios del otro con deseo. No estoy segura de a quién se le ocurrió la idea de que nos besuqueáramos las caras, pero qué buena fue. Yo no sería capaz de salir con una persona que no supiera besar. O, bueno, seamos justos, que no supiera besarme a mí. Y no entiendo a quienes no dan besos cuando se acuestan con alguien. Es algo que me parece fundamental.

Pero un beso puede ser placentero sin necesidad de sexo ni perspectivas de que vaya a haberlo. Hay personas que besan tan bien, o que son tan compatibles, que el beso puede ser maravilloso incluso aunque no quieras acostarte con ellas. Funciona como un espacio cerrado y compartido de intimidad.

No hay dos besos iguales. Siempre ocurren de acuerdo con la situación y la persona. Pueden ser salvajes, profundos; o suaves y más lentos. Un beso, en su máxima expresión, fluye, es poesía; es la forma de comunicación más elevada, un lenguaje corporal.

¿El mejor beso de mi vida? No me apetece ni compartirlo. Fue casi una conversación. Y, en este caso, fue intraducible.

Fuentes

Ahora mismo estás leyendo la tipografía Adobe Caslon Pro, que es la que ha elegido la editora de Círculo de Tiza. Puede que a esto tú no le des importancia, pero para mí tiene mucha. (La diferencia entre una fuente y una tipografía es que la fuente es un estilo concreto de tipografía: negrita, cursiva, tamaño de letra, etcétera; aunque yo no soy muy exigente con esto, así que aquí simplemente hablaré de «fuente»).

Las fuentes son una parte importante de nuestras vidas porque los números y las palabras lo son. Aunque creas que no tienes una fuente favorita, te aseguro que no es así. Incluso si crees que ninguna te haría cruzar una carretera o evitar hacer contacto visual con el autobús, te equivocas. Estamos muy ligados a las fuentes; se han abierto camino hacia nuestros corazones y mentes con su sigilo y su diseño.

Hace unos años, la Helvetica se volvió tan omnipresente que fue objeto de estudio en extensos ensayos, en una exposición en el MoMa y en un documental muy famoso. American Airlines, Toyota y Nestlé utilizan distintas versiones de esta fuente. De manera algo traumática, hasta el Gobierno británico ha hecho uso de ella. Y bien puede que aquello fuera la gota que colmara el vaso, ya que la Helvetica pasó a ser víctima del síndrome de alta exposición. ¿Acaso sería alguien capaz de relacionar a las figuras de la política británica con algo que mole? No.

Desde el punto de vista empresarial, las fuentes generan apego a una marca. Te habrás fijado en que, a veces, cuando las compañías cambian de fuente, los consumidores se quejan, y en ocasiones estas ceden y vuelven a usar la fuente anterior. Hace tiempo Gap intentó cambiar su logo con la reconocida fuente con serifa por otro con una Helvetica sobre un cuadro sombreado, pero acabó pareciendo el título de un trabajo de clase hecho con el Word. Lo volvieron a cambiar. Tropicana también reculó.

Los bibliófilos, entre los que me incluyo, se interesan mucho por los diseños de cubierta, pero también por las fuentes que se utilizan. ¿Nunca has leído un libro cuya letra te parecía horriblemente densa y te dificultaba la lectura? ¿O un libro con una tan vistosa que te distraía? ¿Alguna vez has estado en una librería, echando un vistazo a los lomos de los libros en las estanterías, y uno te ha llamado la atención en una sección llena hasta los topes?

Las fuentes tienen personalidades diferentes, lo que explica que nunca se utilice la Comic Sans en una esquela. O que no veas un puente sobre las vías del tren con grafitis en Times New Roman. Los regímenes autoritarios suelen preferir no echar mano de una fuente llamada High Jinkies. Y siempre me hará gracia que cada vez que escribo algo en Arial lo odio hasta lo más profundo de mi ser, pero que si luego cambio la fuente a EB Garamond pienso: obra maestra. Un ejemplo perfecto, y seguro que estarás de acuerdo conmigo, del poder transformador de las fuentes.

Covers

Las covers son como el vino blanco: pueden ser o muy buenas u horribles. Las horribles suelen hacerlas chavales mediocres que tocan la guitarra acústica, llevan chalecos encima de la camiseta y se cargan todas y cada una de las canciones publicadas en las tres últimas décadas. O si no esas covers de samba instrumental que siempre consiguen ocupar los primeros puestos en las listas de éxitos y que repiten sin parar en las cafeterías.

Las buenas, sin embargo, sufren una verdadera transformación. Le dan la vuelta a una canción como si fuera una chaqueta reversible: tiene la misma estructura, pero parece algo totalmente nuevo. Y puedes lucirla al estilo pop, jazz, dance o rock’n’roll. Escuchar una de tus canciones favoritas en una forma diferente despierta emociones distintas.

En esto, las covers en las que se cruzan géneros son las mejores, ya que en ellas se yuxtaponen totalmente los artistas y estilos, y cada versión se convierte en una alternativa a la que acudir dependiendo de cada estado de ánimo. Robyn se hizo famosa con sus «temazos tristes», porque a veces conseguía despertar dos emociones distintas con una misma canción. Pero de igual manera que su cañero Dancing On My Own forma parte de mi playlist para arreglarme antes de salir de fiesta, Kings of Leon sacó una versión lenta de la canción de lo más deprimente y que viene genial si quieres revolcarte en tu miseria. Tampoco vi venir que Patti Smith fuera a hacer el Stay de Rihanna, pero le quedó bien.

He dedicado mucho tiempo a revisionar en YouTube las sesiones de Live Lounge de la BBC Radio 1, en las que hacen unas covers chulísimas con un punto añadido de humor y siguen las letras de las canciones leyendo un folio que tienen pegado bajo marañas de cables que serpentean por todo el suelo del estudio. La versión que hizo Arctic Monkeys de Love Machine, de Girl’s Aloud, siempre me levanta el ánimo (al igual que la de Diamonds are Forever, de Shirley Bassey, que tocaron en Glastonbury). Ver que artistas de diferentes ámbitos se aprecian mutuamente tiene algo encantador.

Hay covers que se han vuelto más famosas que sus temas originales, por lo que puede que haya gente que no sepa de dónde viene la canción. Respect, la canción que probablemente sea la seña de identidad de Aretha Franklin, es una pieza de Otis Redding que fue escrita y grabada en 1965, dos años antes que la de Franklin. ¿O acaso alguien me negará que First Time Ever I Saw Your Face, de Roberta Flack, es la versión perfecta, aunque originalmente se concibiera como una canción folk que Ewan MacColl compuso para su prometida Peggy Seeger?

Escuchar la voz de Amy Winehouse en Valerie, de Mark Ronson, siempre me da ganas de bailar. Con la original de The Zutons no me pasa, aunque tampoco lo pretende. La versión de Winehouse tuvo más éxito incluso porque, al no cambiarle los pronombres, le dio la vuelta a esta canción de amor y creó así una narrativa totalmente nueva. Es por eso que me encantan las covers: me ponen ante un pedacito nuevo de vida, y yo soy una persona muy codiciosa.

El camión de los helados

Conocí a una niña a la que le daba miedo el camión de los helados, algo tan triste y deprimente como esa gente que no tolera la luz del sol porque tiene fotofobia (o que fingen tener fotofobia como excusa para llevar gafas de sol todo el rato —os he pillado—).

Imagínate ser pequeño y que no te guste el camión de los helados, o directamente los helados. Qué dolor más grande. Los camiones de los helados, uno de esos placeres que no desaparecen con la edad (o al menos no en mi caso), son ese tipo de negocios analógicos de verdad que han conservado su parcela dentro del ocio de los tiempos modernos.

Cuando era pequeña vivía en una calle que acababa en un parque (eso de muere en es una expresión feísima, ¿verdad?) y me generaba cierta ansiedad que por culpa de eso los camiones de los helados no fuesen a hacer el esfuerzo de parar, porque conducir marcha atrás por una colina empinada era un engorro tremendo. En muchas ocasiones este temor se confirmaba. Yo me ponía a vigilar por la ventana sujetando el visillo, apretando con ilusión dos monedas de una libra dentro de mi manita, para luego tener que escuchar la cancioncilla del camión alejándose en la distancia. Dejadme que sea yo quien os hable de lo que es sufrir.

Pero aquello hacía que las veces en que el sonido se volvía más intenso fueran aún más especiales. El cartel estaba a la altura de los ojos y te saltaba a la vista con sus colores brillantes y sus apetecibles helados con forma de cohete, delicias en espiral, un pie rosa, cucuruchos de varias bolas con un chicle sorpresa en el fondo del cono. Escoger un helado de ese cartel era un poco como cuando mi padre me llevó a elegir un perrito: algo maravilloso en la práctica, pero que me dejó un regusto amargo por saber que solo podía llevarme a casa uno.

A día de hoy me quito el mono de camión de los helados en los vehículos fijos que ponen en los parques o en los festivales. Me encanta tomarme un cono de los que te sirven al momento y no tiene sentido pedirse uno si no es para ir con todo: salsas de todas las clases, virutas de chocolate, fideos de colorines. Hace poco me quedé consternada cuando un vendedor me contó que habían prohibido los fideos por motivos de higiene, aunque la única persona a la que se lo he oído fue a él. Los demás qué son entonces, ¿algo así como los Al Capone de los helados? Pero no recomendaría seguir el ejemplo de aquella mujer que en 2014 salió en las noticias por llamar a la policía cuando un camión se quedó sin helados (¿cómo es posible que existan personas así?).

Evidentemente, me gusta visitar un establecimiento en condiciones tanto como a cualquiera —esos gelato tan sofisticados de las ciudades toscanas, los affogato de los restaurantes—, pero no hay nada que supere a esa sensación de cutrez que transmite un camión decorado con pegatinas de dibujos animados claramente colocadas al tuntún.

Si tuviese que ponerles alguna pega, mencionaría el drama de tener que ponerme a hacer la cola, lograr hacerme con ese cremoso manjar y que de repente se me cayera al suelo. Me ocurrió hace no tanto, a mis treinta y un años. De repente, sentí que volvía a tener cinco, y tuve que contenerme para no ponerme a berrear. Pero, oye, aquello fue el típico episodio, una de las cosas que tiene acercarse a un camión de los helados, ¿no?

Sábanas limpias

Hay algo más reconfortante que una escapada a un spa de lujo o que te hagan un masaje. Algo que te alivia el dolor de huesos y (apenas) cuesta dinero, te pone de buen humor, consigue que las noches sean más llevaderas y te hace sentirte mejor por la mañana. Sábanas recién puestas: sábanas limpias y estiradas, almohadas mullidas, la señal de haber estado doblada de una funda nórdica que acabas de poner.

Como persona insomne que soy, intento dar con cualquier elemento que pueda favorecer una buena noche de sueño. Hacer ejercicio no suele ayudar demasiado, ni tampoco mantenerme alejada de la cafeína. No sabría decirte cuántas velas con olor a lavanda he comprado ya. Lo único que de vez en cuando me funciona es el ritual cambio de la ropa de cama.

Sin esfuerzo no hay recompensa. En los meses de invierno, hay sábanas a medio secar que se escurren de los radiadores, demasiado pequeños, o que cuelgan de las estanterías como si fueran fantasmas de colores chillones. Cuando voy a cambiar la funda del edredón, tengo el impulso de mandar un mensaje a mis amigos para avisarles de que envíen ayuda si no doy señales de vida en los siguientes tres días. (A veces me toca explorar sus interiores, he descubierto que sería una magnífica espeleóloga). Tampoco tengo muy claro que uno se pueda considerar adulto mientras siga usando sábanas ajustables. Las fundas de almohada, en cambio, son puro origami.

Sin embargo, dios sabe que merece la pena. No hay nada más satisfactorio que estirar la sábana de arriba hasta que no le quede una arruga —una experiencia que me imagino similar a la de un pintor ajustando el lienzo o a un obrero alisando el hormigón fresco—.

Pero no os fieis solo de mi palabra. Hay estudios que demuestran —incluso los que no han sido sufragados por empresas de artículos para el hogar— que usar ropa de cama limpia mejora el sueño. Uno llevado a cabo por la National Sleep Foundation estadounidense en 2012 descubrió que el 73 % de la gente duerme mejor entre sábanas recién puestas (y también que mejora nuestra vida romántica).

Yo no me creo lo que sale en los anuncios, pero las mujeres de las que me fío de verdad (y siempre son mujeres) son las que aparecen en los anuncios de detergentes y suavizantes, las que hunden la nariz en su cama tamaño queen-size con la entrega del que sale de fiesta y se mete una raya de coca enorme. También es verdad que la cama de cada uno huele de una forma, dependiendo del detergente que uses. Es algo así como una versión olfativa de la magdalena de Proust: como un día compres sin querer la marca que usaba ese ex al que nunca pudiste olvidar, ya la has cagado.

Una de las mejores cosas de hacerse mayor y de tener tu propio dinero es que puedes comprar productos básicos de mejor calidad, subir un peldaño en la escala del confort. Eso significa que ya no tengo que apañarme con las sábanas llenas de bolas que usaba en la universidad ni con una funda desparejada de almohada que le queda grande —imagínate una tarjeta de crédito metida en un sobre—.

En el cuento de Hans Christian Andersen La princesa y el guisante, la protagonista dormía sobre una pila de colchones y edredones de plumas para ver si era realmente sensible. Y yo pensaba entonces: ¿quién puede tener en su casa tantísima ropa de cama? Pero ahora sí que lo entiendo: cada noche sueño con que empiecen las rebajas en ropa de cama y con el dos por uno en detergentes.

El desayuno inglés

Se ha invertido mucho dinero y esfuerzos en intentar encontrar el remedio definitivo para la resaca: sueros intravenosos, suplementos de glutatión y hasta embadurnarse con menta. Y los remedios de cada uno compiten con los consejos que dan los profesionales: en la página web del Servicio de Salud británico puede leerse: «beber más alcohol no sirve de nada».

Pero en realidad todos sabemos cuál es la mejor cura para la resaca. No requiere meterse nada en vena, cuesta solo cinco libras y está al alcance de todos: el desayuno inglés. O, mejor dicho, el desayuno inglés que te sirven a cualquier hora del día, porque todo desayuno que no se tome después de las once no sirve de absolutamente nada. ¿Y qué pasa cuando te has metido en la cama a las nueve de la mañana?

Tengan lo que tengan en la carta, el desayuno ha de ceñirse a ciertos pilares fundamentales. Ha de ser abundante. De él ha de desprenderse con humillo lento que te devuelva a la vida —como los baños termales en los países nórdicos—, pero no estar tan caliente que te quemes la boca. Debería llevar huevos, alubias, patatas (no negociables), pan y, en el caso de los no vegetarianos, salchichas y beicon. Nada de morcilla, que más bien deberían prohibirla (ya he hecho un escrito, te pasaré el link).

En algunos restaurantes han empezado a ofrecer opciones «artesanales», que suelen incluir aguacate (que tiene la textura de una pastilla de jabón en las últimas: estáis fatal). Otras veces es queso halloumi y espinacas, que no está mal. Pero es mejor atenerse a los básicos. Las alubias tienen que servirse nadando en caldo y que nos chorree por las mangas de la camisa, para que luego podamos mojar el pan en los restos de salsa. La mantequilla hay que servirla caliente, para poder untarla sobre el pan y que se derrita como oro líquido. Jamás deberían ponértela fría, como si acabase de salir de una morgue.

Los desayunos deberían anunciarse en un cartel de plástico giratorio en medio de la acera, delante del tradicional restaurante barato. Y nada de servirlos sobre una tabla de madera. El precio tiene que ser redondo: 5, 6 o 7 libras, pero jamás 6,65. No es ese el espíritu del desayuno de resaca, cuando te toca ponerte a sacar una a una las monedas del bolsillo de los vaqueros y no eres capaz de recurrir a las matemáticas más básicas porque tu cerebro todavía está nadando en ginebra.

Pero el desayuno de resaca conlleva cierto riesgo, ya que un estómago algo suelto puede hacer su aparición. Entonces empezarás a sudar y los triángulos de pan se transformarán en cimas inalcanzables. Recomiendo darle pequeños sorbos al té en vez de echar mano del café, que solo te acelerará el corazón. Y agua, mucha agua. Si todo sale según lo planeado, ese desayuno logrará que la suerte te sonría ese día.

Acariciar gatos

Tengo un gato. Se llama Miles. Es un gato de protectora, que estaba olvidadito en su jaula porque, como era muy tímido, ningún visitante se fijaba en él lo suficiente como para darle una oportunidad. Me lo acabé llevando a casa con un «pack para mascotas» que compré allí mismo, en el que se incluía un «medidor de pienso» que en realidad no era más que un vasito de plástico. Cuando Miles llegó a mi piso, se escondió corriendo debajo de la mesa y se quedó varios días allí. Más tarde, en plena noche, se metió debajo del horno y ahí se pasó… semanas.