La amante ciega - Emili Albi - E-Book

La amante ciega E-Book

Emili Albi

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Beschreibung

Ernesto, padre de familia y heredero de una importante galería de arte, se ve sorprendido por un enigmático personaje que amenaza su reputación profesional con un secreto del pasado. Una tarde, por casualidad, descubre a otro extraño saliendo de casa de su hermana, enferma de ELA, y comienza a investigar por su cuenta. Arrastrado por sus miedos y por las incesantes preguntas a las que no consigue dar respuesta, Ernesto se adentra en el mundo de la asistencia sexual y encuentra un punto en el que ambos frentes abiertos convergen de la forma más inesperada. Sin embargo, los sentimientos y las emociones lo sobrepasarán desbaratando todos sus planes. La amante ciega indaga en las contradicciones impuestas por los convencionalismos, en la trascendencia del amor, en la destructiva concepción social de la enfermedad, la culpabilidad y el perdón. La novela muestra la vida tal y como debería ser mostrada: el placer y el dolor, la pasión y el deber a veces son lo mismo.

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Veröffentlichungsjahr: 2023

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Ähnliche


 

 

 

 

Para Emilio y María Rosa,

de donde vengo.

 

Para Guillem, Inés y Belén,

a donde voy.

 

 

 

 

Y aunque ahora somos nuevamente dos extraños,

hay un motivo por el que nos conocimos,

y si está escrito que no tenemos que separarnos,

nos volveremos a encontrar,

en el destino iluminados nos volveremos a abrazar

iluminados por el pasado.

 

«Iluminados», La tristeza de la Vía Láctea

LEWIN

1

 

 

 

Quizá todo empezase hacía poco más de año y medio. Lo recuerdo con una nitidez fotográfica. Aquella mañana de finales de agosto calurosa, veraniega, ociosa, opresiva a pesar de su levedad, todo empezó a cambiar, todo se fue a la mierda. Una bomba de consecuencias fatales rompió aquel verano, aquel mes, aquel año, el futuro.

Recuerdo la caminata interminable por la playa. Mis pies chapoteando en el agua de la orilla, el sol de la tarde que calentaba mi espalda, el sonido obstinado del mar. Aquel mantra que no me dejaba salir del pensamiento horroroso de la enfermedad de mi hermana.

Fue a la hora de la comida. Las niñas acababan de irse al dormitorio y ya debían de estar durmiendo la siesta. Marina y Carmela. Bronceadas e infantiles conservaban aún el vaivén de las olas dentro de sí; aquella resaca. Habían estado toda la mañana jugando en el mar. Hicieron un castillo precioso que un niño cabrón les pisoteó. El padre ni siquiera se excusó, cogió al pequeño de las axilas y se lo llevó volando. Yo lo miré con asco como si pudiera herirle simplemente con la mirada clavada en su espalda. Las niñas protestaban. «Papá», se lamentaban. Pero no hice nada. Las cogí y nos metimos en el mar. Allí se disolvió su rabia y mi frustración.

Estábamos sentados a la mesa, en el apartamento que alquilábamos desde hacía tres años. Aquel sería el último. Después de ese verano no querría volver, sería ya un lugar marcado por la desgracia. Rosa y yo sentados a la mesa. Entre nosotros una ensalada y unos boquerones fritos. Sonaba una lista de reproducción de música clásica en la que habíamos ido metiendo con paciencia todo aquello que nos gustaba. La terraza estaba abierta y llegaban, desde el exterior, los sonidos cada vez más apagados del verano: risas de niños que aún estaban en la piscina, chapuzones, madres que llamaban a sus hijos para que subieran a comer, algún claxon. Miré a Rosa con una lascivia fingida. El verano me pone cachondo: los apartamentos alquilados, los hoteles, cualquier espacio ajeno, también el calor y la naturaleza. Hacía tiempo que no nos acostábamos. En realidad, en aquella época ya no quería acostarme con ella. Pero el calor, el apartamento donde tantas personas habrían fornicado; la pesadez de las vacaciones, el ocio insufrible, la playa y el mar, el sueño de las niñas, el pescadito frito… Todo aquello hacía que la deseara como hacía tiempo. En mi cabeza montaba escenas de lo más animal: sexo duro, sudoroso, físico.

Sonaba, cómo olvidarlo, el maravilloso segundo movimiento del Trío para piano número dos en Mi bemol, de Schubert, que había añadido Rosa a nuestra lista de reproducción. Entonces vibró el móvil sobre la mesa. «Mamá», se leía en la pantalla. «Buf», pensé, mientras notaba cómo una poderosa erección presionaba el bañador. Dolía el contacto del glande desnudo contra la braga de rejilla. Iba a explotar. Tenía la mirada fija en la parte blancuzca de los senos de Rosa. El sostén del biquini, aflojado en casa, dejaba entrever esa parte del pecho blanca como la harina en contraste con el moreno del escote. Así vistas, parecían unas tetas más puras, más vírgenes quizá, más nuevas. Las deseaba más, como si fueran de leche. Dejé que el teléfono sonara. Pinchaba la lechuga y miraba el pecho de Rosa. Miraba su pecho y sus ojos. Y me imaginaba el pezón rosado en el centro de aquel manto de nieve. Quizá notara mi concupiscencia y se dejara contagiar y termináramos follando en la terraza. Ella mirando el mar y yo detrás. Pero no me miró. No adivinó siquiera aquello que me quemaba por dentro.

El teléfono volvió a vibrar. «Mamá». ¡Dios, qué pesada podía llegar a ser! «¿No lo vas a coger?», preguntó Rosa sin levantar la vista de su propio móvil. «Quizá sea importante», remató con funesta puntería. «¿Sí?», contesté.

—Ernesto —dijo simplemente mi madre, y calló. Noté en el auricular cómo se rompía al otro lado de la línea.

—¿Qué, mamá? ¿Pasa algo? —pregunté alertado. Vi cómo Rosa levantaba la vista del teléfono y me miraba preocupada—. Mamá —insistí ante el terco silencio de mi madre—, ¿qué pasa?

—Tu hermana, Ernesto, tu hermana —no hizo falta que dijera nada más. Supe que estaba muerta. De repente quise colgar. No me interesaba saber cómo había sido: un accidente de coche, un accidente doméstico, me daba igual. Sin embargo, llevado por una especie de guion predefinido, pregunté:

—¿Qué le ha pasado?

—Acabamos de volver del hospital. Le han estado haciendo unas pruebas y…

ela. Esclerosis lateral amiotrófica.

Ya no comimos más. Desde aquel momento no soy capaz de oír aquella pieza de Schubert. Temo que al hacerlo me pueda desintegrar. Otro efecto secundario de aquella explosión. Rosa insistió para que acabáramos las vacaciones. Total, nos quedaban cuatro días. Las niñas. «No quiero que te vayas y que sospechen que algo no va bien». Pero es que algo no iba bien, Rosa. Quizá ahora lo entiendas. Mi hermana: Malena. Estuvimos discutiendo lo que duró la siesta de las niñas. Después, me fui a la playa. Me lo dijo Rosa: «Vete a caminar, piénsalo, y cuando vuelvas hablamos».

Mis pies chapoteaban por la orilla llena de algas. Los niños corrían brillantes bajo el sol. Sus madres reían. Estaban llenas de dicha. Ignorantes de todo aquello que estaría por suceder. Pensé en mi madre. La vi en casa de mi hermana, sorbiendo una tila en la cocina. Rota. Me crucé con una pareja joven, veinticinco, veintiséis años. Me vi en ellos. A mí y a Rosa. Hacía diez, quince años. Cuando no teníamos ni a Marina ni a Carmela. Cuando no pensábamos que la vida tenía unas dimensiones. Cuando no veíamos el cordón invisible de la existencia. Malena, de forma indirecta a través de la llamada de mi madre, me lo vino a susurrar aquella tarde ociosa, veraniega, opresiva a pesar de su levedad. La muerte, la enfermedad y, lo que es peor, el dolor y el miedo. Ese cordón invisible que delimita la existencia. Ese cordón de violencia.

Volví a casa cuando el sol apenas emitía un destello rosado. Todo parecía cubierto de seda, las calles, los veraneantes, los adolescentes en moto, los coches aparcados. En el cielo había sangre y en la tierra ceniza. El olor a salchichas fritas me golpeó nada más entrar. Las niñas estaban recién duchadas. De sus cuerpos infantiles emanaba el perfume del after sun. Los cabellos húmedos perfectamente peinados. Rosa, de pie, fumaba junto a la ventana de la cocina. Se la veía cansada, tenía ojeras, dolida. Siempre quisiste a mi hermana, Rosa. ¡Y cómo no quererla!

Me senté en la mesa al lado de Marina. Vi cómo se metían los trozos de frankfurt y los masticaban con la boca abierta. No las reprendí, no aquella noche. Reían solo por mirarse. En la infancia sobran los motivos para reír. Sentía una mezcla de amor, felicidad y miedo. Dolía. Dolía saberlas mortales. Después las llevé a la cama y estuve a su lado hasta que sus respiraciones se hicieron profundas y se acompasaron. Fue poco tiempo, estaban rendidas, con toda aquella resaca en las entrañas y la fiebre del sol. Las besé y fui al salón. Rosa se levantó del sofá al verme y me abrazó. En la tele reponían una serie de humor de hacía unos cuantos años. No molestaba, sino todo lo contrario, era una manta que nos arropaba. La agarré fuerte, así su culo y lo acerqué hacia mí. Como en la tarde, una erección se abrió paso con violencia. Ella lo notó y sentí cómo se estremecía entre mis brazos. Le bajé la braga del biquini y paseé mi mano por entre sus nalgas hasta que mis dedos se colaron en su vagina. Ella se dejaba hacer. Jadeaba junto a mi oído. Pensé que era más la pena que el deseo lo que la llevaba a dejarse poseer. Le di la vuelta y le bajé la braga del todo, que quedó enrollada en sí misma a pocos centímetros del suelo tirante entre los tobillos. Se apoyó sobre los brazos en el respaldo del sofá y la penetré con fuerza. No era amor, ni sexo, era un favor a un hombre desesperado. Y el grito solitario de un hombre. Reivindicaba la vida frente a la muerte.

Aquella noche no dormí. Al día siguiente bajé con las niñas a la playa. Rosa tenía dolor de cabeza y se quedó en la cama. Solo tres días más para volver a Madrid, pensaba. Malena. Malena.

2

 

 

 

Me llamo Ernesto y tengo cuarenta años. Ernesto Barbieri Sevilla. Mi nombre me delata: soy el hijo de Armando Barbieri y de Inés Sevilla y el heredero de la galería de arte Barbieri Sevilla. El heredero y, desde la muerte de mi padre, el dueño. Mi mujer es Rosa Portugal, la hija de Francisco Manuel Portugal, el gran pintor. Ella también es pintora, de cierto renombre, de hecho, pero no como su padre. Aun con eso, ella es feliz: persiguió sus sueños y los conquistó. Yo también quise ser pintor, pero de eso hace mucho tiempo. De aquel deseo ya no queda nada, solo unas cenizas, ni siquiera brasas, que el tiempo dispersa cada día, un nihilismo agradable y un cinismo de gusto amargo.

Tengo dos hijas, Marina y Carmela. Actualmente tienen ocho y seis años y son unas niñas felices. Nos esforzamos por que así sea.

Visto así se podría decir que tengo una vida envidiable. Tuve una buena infancia, una niñez feliz rica en vivencias y con una formación que trascendía los muros de la escuela. Viajábamos mucho. Recibíamos muchas visitas de gente importante y brillante en casa. Teníamos unos padres cultos que se preocupaban por nuestra educación. Y tengo un trabajo poco común, atractivo: galerista de arte. Departir con artistas, con coleccionistas, asistir a eventos y ferias, dar charlas en museos e instituciones, impartir clases en postgrados de Gestión Cultural, de Periodismo, cursos de especialización en las vanguardias españolas. Estar casado con una reputada pintora —todo lo reputada que se puede ser en los tiempos que corren y en nuestro país— y ser padre de unas niñas sanas y hermosas son cosas que la gente valora y percibe como maravillosas. Pero, como todo lo que emite luz, tengo mis sombras, en mi caso por tres razones, tres poderosos motivos que me llevaron, sin que me diera cuenta, a hacer lo que hice y que cambió mi vida.

La primera es que mi hermana tiene ela y está postrada desde hace tiempo en una cama. Malena es probablemente la mejor persona que conozco. Me lleva solo un año y siempre ha estado pendiente de mí. Todo el mundo la quiere. Todos la deseaban. Es guapa, divertida, inteligente… Incluso hoy, en su estado, lo es. Es mi hermana, sí, y quizá piensen que el amor que le profeso me haga exagerar, pero no. Si fuese un desconocido hablaría de ella en los mismos términos. Desde hace algo más de un año, la vemos a diario mi madre y yo indefensa y asustada. Y no podemos hacer mucho por ella. Más bien nada, más allá de acompañarla, tomarle la mano, contarle cosas sin importancia de nuestro día a día. Nada, como decía. Aguantar con esfuerzo su lento desaparecer. A veces, cuando la observo, pienso que su cuerpo es un papel fotográfico en pleno proceso de impresión. Cada día más inerte, más fijo, más doloroso. La ela es una enfermedad cabrona, muy cabrona. Su pronóstico vital es siempre malo y la esperanza de vida tras el diagnóstico suele ser breve, demasiado breve para decirle a la persona en cuestión todo lo que le tienes que decir para saldar cuentas. Uno siempre piensa en Stephen Hawking y trata de encontrar en él una mínima llama de esperanza, apenas la luz intermitente y débil de un faro en la noche. Pero el de Hawking es un caso excepcional.

Malena empezó con ligeras molestias a las que no le dio mayor importancia. Ni siquiera lo compartió con mi madre o conmigo. Una incipiente debilidad muscular y calambres, sobre todo al despertar por las mañanas que a los pocos minutos desaparecían. Consultó al médico de cabecera. Tampoco él le dio importancia, pero la enfermedad ya estaba instalada dentro de ella. Pronto llegó la atrofia muscular de los miembros inferiores. Después la paulatina colonización de todo el cuerpo. Ahora Malena está postrada en una cama o en una silla de ruedas, según la hora del día. Hemos adaptado su apartamento a la enfermedad y una asistente personal la ayuda a ser lo más autónoma posible, también tiene sesiones de fisioterapia y toma un fármaco experimental que, como mucho, puede atenuar la progresión de la gran mancha durante unas pocas, insuficientes, semanas, quizá meses. Después vendrá el horror, el impacto que llevamos tiempo esperando, la muerte, la muerte horrible como un puño que se acerca, inevitable.

La segunda herida de mi vida es menos lacerante, aunque a mí me duele igual porque tiene que ver con alguien igual de importante para mí que Malena. Se trata de mi padre, Armando Barbieri y de su mayor legado, la galería de arte. Muchas veces se refería a ella como su tercera hija. Ese es el valor que tuvo para él. Hace un tiempo recibí una carta anónima, a su atención, que denunciaba un fraude en la gestión de la galería. Ignoré lo que decía, desde luego. Refería casos de hacía muchas décadas, incluso del tiempo en el que ni mi hermana ni yo teníamos uso de razón. Eran acusaciones graves, de esas que te pueden destruir. Más adelante, recibí una carta parecida, y después otra. A ninguna le di crédito: eran unas palabras anónimas contra la honestidad de mi padre. Yo conocía a mi padre, o creía conocerlo; al autor de esas cartas, no. Era fácil: creo a quien conozco. Pero unos días después de aquella última misiva, quizá una semana o dos, apareció por la galería un personaje peculiar. Estaba yo solo. En realidad, desde que estalló la crisis, allá por 2007, estoy casi siempre solo. Ana, una estudiante de arte, me ayuda por las mañanas y algunas tardes, y cuento con colaboradores esporádicos para preparar ferias o exposiciones o para atender la galería cuando tengo compromisos incompatibles con el horario comercial y Ana no se puede hacer cargo. Son estudiantes de Historia del Arte en su mayoría que quieren unos pocos euros y ganar experiencia. Hemos capeado el temporal, pero el mercado del arte en España no da para mucho. El personaje en cuestión era argentino, como mi padre. De Buenos Aires, indiscutiblemente. De la edad que tendría él de estar vivo. Chaparro y gordo. Chamuyaba lunfardo. Era un profesional de los bajos fondos, pensé nada más verlo. Moreno de piel y de ademanes bruscos. Por eso me extrañó que dijera que era un antiguo amigo de Armando. Un pintor, remató. Le miré las manos y no le creí. De aquellos dedos rechonchos y repletos de callos, heridas y suciedad no podría haber salido ni una mediocre obra de arte, casi ni un garabato. Había venido a España a visitar a una sobrina, dijo, y quería encontrarse con mi padre, después de tantos años, para hablar del pasado. No le creí tampoco. Mi padre era de buena familia, emigrantes italianos que fueron a hacer negocios a Sudamérica, no en busca de trabajo, sino a aumentar su riqueza, a expandirse. Yo le dije sin mucho tacto que Armando había muerto hacía seis años. No me gustaba ese hombre y me lo quería quitar de encima. «Lo siento», le dije dubitativo después. Me costaba creer que mi padre hubiera compartido con ese tipo alguna amistad, pero su rostro, entre abatido y sorprendido me llenó de tristeza de forma súbita. «Ahora llevo yo la galería, soy su hijo, Ernesto Barbieri», le dije, y le tendí la mano. Él se quedó un rato inmóvil antes de estrechármela y cuando lo hizo fue de una forma débil y mortecina, como si no tuviera energía de repente. Ni siquiera me dijo su nombre.

Cuando se marchó me quedé un rato quieto y salí a la calle para ver cómo se alejaba, tenía la cabeza gacha y gesticulaba como si hablara consigo mismo. Cuando volví a entrar, recordé aquellas cartas anónimas. Fui hasta el escritorio y las recuperé del cajón donde las había dejado. Las tendría que haber tirado a la basura en su momento, pero no lo hice, quizá porque el hecho de que fueran dirigidas a mi padre me había enternecido. Y al releerlas entendí por qué había pensado en ellas al despedir al peculiar tipo: su estilo, aunque neutro, dejaba entrever que habían sido escritas por un argentino. Al día siguiente encontré una nueva carta, esta vez sin siquiera matasellos: la habían pegado con celo a la persiana metálica con la que cerraba la galería. Esta vez iba dirigida a mí: «Ernesto Barbieri», se leía en el sobre. «Tenemos que hablar de un asunto del pasado vos y yo», decía simplemente. Iba firmada por Marcos Esteban Bercovitz y un número de teléfono móvil. Supe que había sido aquel tipo, claro. La guardé junto a las demás y, antes de abrir la galería al público, me fui a El Gamo, la cafetería de enfrente en la que solía comer y desayunar. Necesitaba un café y pensar en todo aquello. Ahí, en la barra, quiso el destino que me estuviera esperando la tercera variable que cambió mi vida: aquella mujer.

3

 

 

 

Por regla general, visitaba a Malena los lunes y los miércoles, además de los fines de semana y algún viernes suelto. Mi madre iba los martes, jueves y viernes por la tarde. El resto del tiempo, Malena lo pasaba con Ana María, su asistente personal, y con visitas eventuales de amigos, antiguos compañeros de trabajo o de Rosa con las niñas, además del fisioterapeuta. Aquel martes, sin embargo, me salté el protocolo. Había hecho una visita de trabajo, que había sido complicada e infructuosa. Se trataba de los herederos de un escultor a los que no había conseguido sacar un par de obras que un cliente me había pedido. Eran dos preciosas esculturas gemelas, muy elegantes, de veinticinco centímetros de alto, y que representaban dos vistas diferentes de una misma mujer: una parecía estar sumida en la mayor de las tristezas, o, mejor dicho, de los sufrimientos, y la otra en pleno clímax sexual. No eran detallistas, pertenecían a un autor moderno, pero la sutileza con la que este había creado ambas, casi iguales y al mismo tiempo tan distintas, era asombrosa. Hacía reflexionar sobre lo cerca que se encuentran el dolor y el placer. Normal que no se quisieran desprender de ellas, tenían un poder hipnótico, eran una obra fina, muy alta. Era una pena: aquella operación me habría dejado un buen puñado de miles de euros… El apartamento de Malena quedaba cerca de allí y, llevado por la frustración con la que había salido de la visita, me decidí ir a verla. Todavía flotaba en mi cabeza, junto con la visión reciente de las esculturas, aquella nota: «Tenemos que hablar de un asunto del pasado vos y yo». Ya habían pasado cinco días desde que una mano anónima la pegara con celo en la reja metálica de la galería y yo aún no había llamado al número de teléfono que rubricaba la nota. Miedo, cobardía, vergüenza… no sé. La verdad es que no quería llamar y no lo iba a hacer. Esperaba, de forma infantil, que el problema desapareciera solo. Además, ¿de qué pasado hablaba?, ¿del de mi padre?, ¿del de Marcos Esteban?, ¿del mío?, ¿del de la galería? Todo aquel asunto me ponía los pelos de punta. En eso iba pensando mientras caminaba en dirección a la casa de Malena.

Mi hermana vivía en un cuarto piso y, aunque había ascensor, empecé a subir las escaleras. Iba despacio, concentrado en unos pensamientos filosos en los que tan pronto aparecían Marcos Esteban Bercovitz como esas impactantes figuras de bronce que acababa de dejar en casa de los herederos de su autor. Aún estaba en el primer tramo de las escaleras que lleva del tercero al cuarto cuando un ruido hizo que me detuviera. La puerta de la casa de mi hermana se había abierto y oí una voz masculina que se despedía desde el umbral. «Hasta la semana que viene, Malena», dijo alegre. No tuve que avanzar más para ver al propietario de aquellas palabras; inmediatamente empezó a bajar de forma jovial. «Buenas», soltó cuando nos cruzamos en la penumbra, y siguió bajando a saltitos, como un adolescente. Juraría que incluso canturreaba una canción. Era un tipo espigado y fibroso, de piel morena y con la cabeza rapada al cero, aunque estaba claro que era calvo. Vestía con ropas de vivos colores y tejidos sin tratar, de esas que se encuentran en las tiendas étnicas, los Natura o las de comercio justo que hay en algunos centros comerciales donde los ricos compran cualquier baratija para dejar de oír el runrún de la culpa. Pero lo que más me extrañó fue que llevara un sobre en la mano.

¿Qué hacía ese tipo saliendo de casa de mi hermana? Conocía a casi todos sus amigos; la mayoría, de hecho, los compartíamos, nos llevábamos solo un año. También conocía a sus terapeutas y cuidadores y a esa persona no la había visto jamás. Era mucho más joven que nosotros, debía de rondar la treintena, como para que a mi hermana y a él les uniera una relación de amistad. Entré en casa y fui directo a ver a Malena. No estaba en el salón. Tampoco vi a mi madre. La encontré en el dormitorio, tendida en la cama. Se la veía acalorada, sudaba y respiraba de forma entrecortada. «¿Dónde está mamá?», le pregunté. Ella contestó no sin esfuerzo que había bajado a hacer un recado y que volvería en media hora. Le pregunté por el tipo que había visto en las escaleras y si había pasado algo; no la veía bien. Temía que le hubiera hecho algo. Ella contestó que era un amigo. «¿De dónde?», continué. «Del trabajo», dijo como queriendo zanjar el tema. «¿Cómo que del trabajo?». Había visto salir a un tipo desconocido con un sobre en la mano de casa de mi hermana enferma, mi madre no estaba allí cuando debería haber estado y, para colmo, mi hermana parecía acabar de sufrir algún tipo de ataque. «Estoy cansada, déjame dormir», acertó a decir, y cerró los ojos. Ya no sirvió ninguna de mis preguntas. Se había cerrado. Estuve unos segundos de pie, mirándola. Me senté en la cama a su lado y le toqué la cabeza. Después le di un beso en el pelo húmedo y noté que su respiración se normalizaba. Me levanté y me fui al salón. Encendí la tele. Cuando volviera mi madre le preguntaría sobre el asunto.

4

 

 

 

Se llamaba Linda y hacía un par de días que la veía trafagar por el portal llevando cajas de un lado para otro. No diría que fuera hermosa, pero sí era atractiva. Unos cuarenta, morena, pelo corto, delgada y alta, con unos pómulos muy marcados y unos ojos muy oscuros y grandes. En un principio no me llamó la atención, pero a fuerza de verla en la calle, fumar y hablar por el móvil, me fue interesando cada vez más, hasta que la vi en la barra de El Gamo tomando un café con leche aquella mañana. Yo acababa de leer la nota que el tal Marcos Esteban había pegado en la persiana y, no sé por qué, la visión de aquella mujer me llenó de confianza y energía. Tenía desde luego un aura especial. Miraba con aplomo a su alrededor, pero también, en el fondo, tras aquella primera capa, se intuía un velo de tristeza, como una tela de seda que la recubriera, y aquello me excitaba.

—Buenos días —saludé al entrar en el bar. Aparte de ella solo estaba el camarero, que secaba unos vasos de tubo mientras miraba el televisor—. Un cortado, Tomás, por favor.

Me lo sirvió y a los pocos segundos Linda preguntó:

—Tú eres el de la galería, ¿no?

Me sorprendió su acento. La había creído española. Desde luego, su apariencia no desentonaba en aquel bar. Pero era de origen anglosajón, probablemente norteamericana, me dije, aunque no acababa de ubicarla. Británica desde luego no.

—Sí —contesté—. Me llamo Ernesto. —Le tendí la mano.

—Encantada —dijo ella, y la estrechó con determinación—. Yo soy Linda.

—¿De mudanza?

—Sí. Me traslado al primero A. Creo que está encima de tu tienda. —No pude reprimir un escozor en el estómago al oír que llamaba tienda a mi galería—. Espero que no hagáis mucho ruido —remató con una sonrisa, más queriendo ser simpática que huraña, o eso interpreté.

—No te preocupes, en mi galería —remarqué de forma un tanto infantil la palabra para dejar claro que Barbieri Sevilla no era ningún colmado— somos gente decente —dije con la intención de seguir el tono jocoso—. De todas formas, cuando tengamos alguna inauguración o exposición te invitaremos, claro, aunque tampoco te tienes que preocupar por eso, normalmente no se alargan hasta más allá de las doce de la noche y suelen ser jueves o viernes.

—Ah, por eso no hay problema entonces —dijo un poco aliviada—, aquí voy a tener la oficina, no viviré. A no ser que tenga que hacer muchas horas extras —terminó de forma divertida.

—Espero que no. —Sonreí.

Ella apuró su café y se despidió con un «Nos vemos» apresurado y un «Aún me queda mucho por colocar». La vi cruzar la calle y perderse de forma ágil por el interior del portal. Iba a releer de nuevo la nota que habían dejado pegada a la reja metálica de mi galería cuando de repente un sonido muy familiar rompió el silencio en el que nos habíamos quedado Tomás y yo. Era la vibración de un móvil. De forma automática me toqué el bolsillo de la chaqueta, pero mi teléfono permanecía mudo, miré la barra. Un móvil estaba recibiendo una llamada desde un número oculto. Lo cogí y durante una fracción de segundo sopesé descolgar. Obviamente, el aparato era el de Linda y, no sé por qué, el acto de inmiscuirme en su intimidad me llamaba la atención de una manera poderosa. Algo peligroso pero muy sugerente me decía que atendiera esa llamada. Supongo que nuestra charla había sido demasiado breve y me quedaban preguntas que hacerle a aquella mujer que me atraía, no de una forma sexual, o, mejor dicho, no de una forma simplemente sexual, había algo más. Luego entendí que había sido el destino. Al cabo, la vibración cesó. Pagué a Tomás y salí de El Gamo. El peso del teléfono en mi mano tenía algo de deseo, como si una fuerza similar a la de la gravedad me atrajera y me llevara a caer por un pozo profundo y desconocido. No sé por qué en aquella ocasión se despertaron esas ansias. Aquellas ganas de delinquir, por así decir; de traspasar una puerta misteriosa. No tenía sentido que tuviera tanta necesidad de quedarme con ese móvil, pero me excitaba tanto descolgar las futuras llamadas que me quemaba en las manos. Era el teléfono de una mujer normal. Sería la llamada normal de un familiar, un amigo o una llamada profesional, nada más. Sin embargo, una pulsión extraña me pedía que me quedara con aquel aparato.

5

 

 

 

¿Te dabas cuenta de que algo me sucedía en aquellas semanas, Rosa? No, ¿verdad? Con la preparación de la exposición de Lisboa y con los problemas de las niñas (la salud siempre quebradiza de Carmela, el asma que cada dos por tres nos llevaba al Niño Jesús, y la psicóloga de Marina por sus miedos nocturnos) ya tenías bastante. No te culpo, yo tampoco te preguntaba demasiado por tu vida aquellos días. También yo tenía mis propias preocupaciones: una hermana que se desprendía dolorosamente de la vida, un acosador que había salido de Dios sabía dónde y amenazaba con difamar la galería y destruirme a mí y la memoria de mi padre. Demasiada presión como para fingir que nada pasaba.

¿Qué nos sucedió, Rosita? Se nos deshizo el amor como un castillito de arena y ni siquiera nos dimos cuenta de que se quebraba tras años de marejada, de erosión inexorable. Las niñas, los reproches, el cansancio inevitable, las mismas cenas, los mismos comentarios repetidos noche tras noche. La piscina de las niñas, las clases de piano y de violín, el colegio, las comidas con mi madre, las comidas con tus padres…, qué vulnerable es todo lo que construimos, ¿no? Qué débil. Algo tan líquido y cotidiano como el paso del tiempo es capaz de derruir lo que creemos sólido y eterno.

Lo peor es que cuando nos dimos cuenta aquello ya no había Dios que lo levantara. Nos podríamos esforzar, sí, pero aquel soplo, aquel destello que un día se prendió en nosotros se había extinguido para siempre. Ya no quedaba pegado a nuestra piel ni un grano de aquella playa en la que nos enamoramos.

Yo te veía a diario como a un ser extraño, encerrada en tu obra: esa serie magnífica de personajes sin cabeza que deambulaban por el mundo sin darse cuenta de que habían perdido una parte de su anatomía, que desayunaban, se vestían y follaban sin rostro, ni cuello, ni boca, ni ojos, ni orejas… Nosotros éramos los personajes de tu obra. Ni nos veíamos, ni nos oíamos, ni nos hablábamos. Estábamos. Solo estábamos. Éramos humanos sin sentido. Y nos llevábamos cada mañana las tostadas con aguacate y pavo a la boca, sin saber que allí no había ninguna boca, porque el otro ya no la miraba, ni la deseaba. Ay, Rosita, para lo que hemos quedado. Tú y yo que teníamos fuego para aburrir, que éramos dos estrellas que se creían inmortales. ¿Fue Malena la culpable?, ¿la que nos quitó ese velo de ignorancia y nos gritó desde su enfermedad que viviéramos?

Ahora ya da igual. Nos rompimos y hoy recogemos los trozos de lo que una vez fuimos. Yo lo hago con estas palabras.

6

 

 

 

Lo que más me llamó la atención fue ver la réplica de la obra Vista en un sueño, de Egon Schiele, nada más entrar. Es una pintura cruda, que muestra sin ambages a una mujer masturbándose delante del espectador, descarnada, directa. Había subido a darle a Linda el teléfono y, cuando al abrir me encontré con esa obra, me quedé mudo unos instantes. Primero por la potencia de la imagen. Ese cuadro siempre me había parecido un grito tan agresivo de libertad sexual que asustaba, daba la sensación, al contemplarlo, de que uno se había colado de lleno en la intimidad de la modelo que, de una forma visceral, abre con las manos la vagina al tiempo que la cabeza se ladea levemente debido al placer o a la transgresión social de ser observada. Era de verdad turbador. Por otra parte, el hecho de que estuviera allí colgado no terminaba de encajar, no era un cuadro decorativo, ni amable, ¿qué pensarían los clientes de Linda cuando entraran allí para requerir sus servicios?

—¿Te gusta? —dijo Linda mientras se volvía para contemplar conmigo el cuadro.

—Sí —acerté a decir, y desvié rápido la vista de la obra—. Creo que te has dejado esto en el bar. —Y le ofrecí el móvil.

—Ay, muchas gracias, muy amable. Estaba volviéndome loca.

Di un paso hacia delante y me pareció que la recepción de la oficina estaba bastante terminada. Se componía de un escritorio moderno de vidrio, un ordenador, una impresora, una silla y un teléfono, donde supuse se sentaría el administrativo, una máquina de agua con bidón y unos sofás junto a una mesita baja de cristal que supuse haría las veces de sala de espera. La oficina se extendía por un pasillo que me imaginé daría a despachos, aseos y cocina. Encima de los sillones pude contemplar otras dos réplicas enmarcadas de sendas obras de arte de carácter sexual, una más amorosa que venérea, pero que retrataba a un par de prostitutas que se besaban: En la cama: el beso, de Toulouse-Lautrec, uno de los pintores que más me han atraído siempre. La otra era la desconcertante Madonna, de Munch, una representación casi blasfema de la Virgen.

—Veo que ya lo tienes todo listo —comenté todavía abrumado por aquellas tres escenas artísticas.

—Sí, hoy termino… Por fin —contestó con una gran sonrisa.

Me di la vuelta y me dispuse a salir después de mirar el reloj. Iba con cierto retraso en la apertura de la galería, pero antes le dije que, si necesitaba mi ayuda, me tenía a su disposición.

—Muchas gracias —dijo ella jovial, como si estuviera de verdad agradecida por mi propuesta y no fuera una simple convención.

Antes de bajar las escaleras, con la puerta del primero A ya cerrada tras de mí, me quedé un rato quieto en el rellano, pensando de nuevo en cuál podría ser el fin de aquella oficina y qué pensarían los clientes o proveedores al visitarla y ver aquellas obras de arte de tono tan subido. «Linda», dije para mí y empecé a bajar las escaleras. Apretaba un sobre en la mano. Un nuevo día me esperaba en la galería y una nueva preocupación, ese tal Marcos Esteban Bercovitz, cuyas palabras latían furiosas y arrugadas en mi puño.

7

 

 

 

—Mamá, me estás prendiendo en giro —le dije con la misma expresividad italiana que usaba mi padre con nosotros cuando éramos pequeños. Era una broma familiar, de los Barbieri argentinos, que españolizaban esa expresión italiana, prendere in giro, que significaba «tomar el pelo».

—Que no, hijo, que te digo la verdad —replicó ella—, es un amigo de tu hermana, pero no sé muy bien de dónde ha salido.

—¿Del trabajo? —pregunté para ponerla a prueba, eso es lo que me había dicho Malena, que era un antiguo compañero.

—No —dijo rotunda, luego titubeó—, bueno quizá sí, no lo sé. Ya te he dicho que no sé de qué se conocen, pero no le des más vueltas —terminó mientras se levantaba contrariada. Parecía sentirse acorralada y, como el animal que se ve en peligro, huía. Apenas ella había entrado en la casa la noté nerviosa. Se fue a la cocina a preparar algo.

Malena dormía en su cuarto, donde la había dejado, y yo había esperado a mi madre en el salón para preguntarle por el tipo que había visto salir. Mi madre solía decir de forma jocosa que me conocía como si me hubiera parido, pero yo también la conocía a ella como si me hubiera parido y sabía que no me estaba diciendo la verdad. Y que mi hermana tampoco me la había dicho. No estaba muy preocupado, pero sí tenía la mosca detrás de la oreja. El sobre que llevaba aquel hombre bien podía contener dinero y mi madre, desde la enfermedad de Malena, había perdido reflejos. Había sufrido dos golpes muy duros en muy poco tiempo. Primero mi padre con un cáncer de garganta y pulmón fulminante y, al poco, el diagnóstico de Malena. Después de unos años en los que la había visto fortísima, y en los que se había hecho cargo de todo y se había adaptado a su nueva realidad, ahora la encontraba vulnerable y débil, deshecha. La veía desorientada, asustada, muy mayor de repente, como si los setenta y siete años le hubiesen caído encima todos de golpe. Yo temía que algún charlatán las estuviera timando. Miraba a mi madre y pensaba, quizá de manera injusta, que era el objetivo perfecto para cualquier desaprensivo. Cualquier cosa que le prometiese, siquiera un poco de esperanza, sería un bálsamo para ella. Para mi hermana lo dudo, pero ella nada tenía que perder.

Por todo esto, aquella tarde decidí averiguar qué tramaba aquel tipo y qué hacía en el apartamento de mi hermana.

Cuando volví a casa, pensé en comentarlo contigo, Rosa, pero ya te sentía lejana. Estábamos el uno al lado del otro en el sillón, mirábamos el mismo telediario, pero no surgieron las palabras. No te dije que tenía miedo por mi madre y por mi hermana. Que veía que se iban. Que estaban en un océano a la deriva y que no podía hacer nada. Que me quedaba solo, Rosa. Que decía adiós a la familia de la que venía y, al mismo tiempo, veía romperse en pedazos la familia que habíamos levantado. No te lo dije porque, si te lo hubiera dicho, todo habría estallado en aquel momento y no estaba preparado.

Cuando acabé de cenar, fui al cuarto de las niñas. Las miré durante un largo rato. Dormían tranquilas. A ellas aún les quedaba mucho tiempo por delante.

8

 

 

 

A la semana siguiente, volví a saltarme el protocolo de visitas. Te convencí, Rosa, para que atendieras la galería durante mi ausencia. Ana no podía quedarse. ¿Te acuerdas? Me inventé que tenía una reunión de trabajo. Como no te lo había contado en su momento, te dije que iba a visitar a los herederos de aquel escultor con los que había estado la semana anterior. Aún tenía fresca la imagen de esas pequeñas figuras, no habría problema a la hora de narrarte la visita, te describiría con precisión lo que me habían parecido aquellas dos mujeres de bronce y mi frustración al no poder haberme hecho con ellas. Sería convincente, la herida aún estaba fresca.

A las cinco de aquel martes me planté delante de la casa de mi hermana. Me senté en un banco en la acera de enfrente. Los árboles del parque me mantenían en una fresca umbría, era junio y ya apretaba el calor, demasiada temperatura para aquella época del año. Me protegía absurdamente con un periódico por si tuviera que esconderme de algún conocido. Al cabo apareció el tipo. Juraría que vestía de la misma manera que la semana anterior: un pantalón de pintor a rayas de diferentes colores y una camisa de lino de cuello Mao. En los pies, unas sandalias de cuero y a la espalda una mochila del mismo material. Tocó el telefonillo y entró en el portal. «Te tengo», pensé. Al poco, salió mi madre. Habrían pasado unos cinco minutos. Lloraba. Vi cómo se enjugaba los ojos con un pañuelo y cómo desaparecía tras la primera esquina.

Esperé durante una hora larga. Releí el periódico, miré incontables veces el móvil, caminé de un extremo del banco al otro…

Al cabo, el tipo salió. Otra vez llevaba un sobre en la mano. Vi que, al traspasar el portal, lo introducía en la mochila. La misma cara de felicidad, de satisfacción. Sentí rabia al pensar que estaba estafando a mi familia, que se estaba aprovechando de una pobre enferma desahuciada y de una anciana necesitada de esperanza. Me levanté y lo seguí. Fueron unos cinco minutos. Según lo seguía me fui serenando. Me dije que podía haber mil explicaciones. Reflexionaba sobre cómo actuar. ¿Me abalanzo sobre él y le pido explicaciones con agresividad?, ¿le pregunto con educación? Lo había preparado todo para llegar a aquel momento y, sin embargo, no sabía qué hacer. Cuando entró en la boca del metro me quedé paralizado. ¿Qué?, ¿iba a seguirlo hasta su casa?, ¿de verdad iba a hacer algo así? Vi cómo desaparecía escaleras abajo. Sentía frustración y pena por mí mismo. Volví cabizbajo hacia la casa de mi hermana, y cavilaba sobre qué hacer. Al girar en la calle de Malena vi que mi madre entraba en el portal. «Por poco». No habría sabido cómo explicarle qué hacía allí a aquellas horas. Me di la vuelta y enfilé hacia a la galería. Ya eran más de las siete y el calor había remitido, aunque el tráfico me aturdía y encontrarme contigo, Rosa, me provocaba una especie de vértigo. No sé por qué, pero sabía que algo malo iba a pasar.

9

 

 

 

—No sé. Era un tipo argentino, bajito, viejo, rechoncho —me explicó Rosa cuando llegué a Barbieri—. Solo me ha dicho que lo llames, que su paciencia tiene un límite.

Resoplé.

—No me ha gustado nada, Ernesto —continuó—, me ha dado mala espina, de verdad. Llámale y arregla lo que sea, pero hazlo ya —remató.

Luego me preguntó por la visita a los herederos. Estuve bien, como si en verdad acabase de volver de aquella casa. Ahí me di cuenta de lo mucho que me habían marcado aquellas dos esculturas. Mientras se las describía a Rosa me entraron ganas de llorar.

Cuando acabé, ella me propuso volver a casa, su madre se tenía que ir, llevaba toda la tarde con las niñas. Y le contesté que fuera yendo ella, que aún me quedaban algunas cosas importantes por hacer: pensar, básicamente.

Cuando Rosa se subió al taxi y nos despedimos con un beso convencional y rutinario en los labios, cerré la puerta de la galería y me fui al almacén. Aquella estancia oscura me repelía. Siempre me había disgustado entrar allí. Cuando siendo joven ayudaba a mi padre y tenía que ir a buscar algo, se me ponía la piel de gallina. Telas de araña y alguna cucaracha que otra campaban entre carpetas y más carpetas y pequeños objetos a los cuales no se les daba salida, eran vestigios del tiempo en el que mi padre quiso trabajar las antigüedades. Un error que casi le cuesta su medio de vida. Y el mío. Aún estaba aquella sala repleta de cachivaches inservibles: camafeos, colgantes, figuritas, un par de sillas desencoladas, esculturas de arte negro, de las que hacían las delicias de los primeros cubistas, sortijas, platos de cerámica pintados, crucifijos, candelabros, máscaras tribales, relojes de bolsillo con leontina, espejos y lámparas. Era como si el tiempo, la historia, hubiera tenido una indigestión de banalidad y horror vacui y hubiera vomitado en ese cuarto todas aquellas baratijas. «Tengo que pasarme un día por el Rastro», pensé mientras cogía la escalera de mano para acceder a las viejas carpetas de acordeón donde esperaba encontrar evidencias que desdijeran al tal Marcos Esteban Bercovitz. 1977, 1978, 1979, 1980. Las saqué una a una para revisarlas, pero al extraer la de 1977, de una carpetilla fina con las gomas ya deshechas y el cartón roído por el tiempo, cayó al suelo un pequeño portafolios de cuero negro, y a la luz tenebrosa de la bombilla que colgaba del techo empecé a hacer aquella labor de arqueología que habría de helarme el corazón.

10

 

 

 

Desde aquella primera mañana, se convirtió en un hábito que esperaba con impaciencia y cumplía con deleite. Antes de levantar la persiana de Barbieri Sevilla me metía en El Gamo y pedía un cortado. Tomás, solícito, dejaba el vaso que estuviera secando y cargaba el cacillo de la cafetera mientras echaba ojeadas furtivas al televisor.

—Aquí lo tiene, señor Barbieri —decía, y ponía ante mí un café demasiado fuerte para mi gusto.

—Buenos días, vecino —saludaba Linda de forma alegre, aunque siempre con el halo de tristeza que la recubría, cuando al entrar me veía tomando el café o cuando era yo el que la sorprendía tomando el suyo sentada en un taburete al final de la barra.

Habían pasado ya dos semanas desde nuestro primer encuentro y, cuando sonaba el despertador a las siete, ese café, apenas diez minutos en los que compartía barra y charla con Linda, era lo que más me apetecía del día. Daba el colacao y las galletas a las niñas, las vestía corriendo, me daba una ducha, me vestía y salía feliz hacia el desayuno. Algún día me preguntaste que por qué ya no desayunaba en casa. «No sé, me he acostumbrado a tomar el café en El Gamo», te contesté sin darle mayor importancia, al menos creía que así lo habrías interpretado.

Poco a poco fui conociendo más datos sobre Linda. Como por ejemplo que su acento era australiano, que era hija de norteamericano y española y que había crecido en las antípodas. Que era licenciada en Derecho por una universidad estadounidense y que no tenía pareja. Vivía sola en un apartamento por la zona de Lavapiés desde hacía unos meses, y se había mudado a Madrid por aquello de reencontrarse con las raíces: su madre era de aquí. Había vivido en Estados Unidos, en Reino Unido, en Australia y decía que su lugar, definitivamente, era España. Amaba la ciudad y su barrio, tan castizo y al mismo tiempo tan multicultural. Adoraba la comida española, el clima, la forma de vida y la gente. «Me moriré aquí», dijo en alguna ocasión.

Yo, a su vez, le conté que la galería era un negocio familiar que en su día llevó mi padre y que era su mayor legado. Que siempre se había sentido orgulloso de haber levantado un lugar como aquel y que para mí era una responsabilidad mantenerlo en pie y con buena salud. Le expliqué que Armando fue un gran amante del arte, culto, simpático y sagaz como ninguno, y que liaba a cualquiera con su labia, a artistas y compradores. También le dije, sin ahondar demasiado, que estaba casado, probablemente ahí ya percibió que algo entre tú y yo, Rosa, no iba del todo bien. Que tenía dos hijas y una hermana, aunque no le dije nada sobre su enfermedad. Eso era algo que quería mantener para mí…, poco más. Prefería escucharla. Su acento me encantaba y, aunque a dosis tan pequeñas, esos pocos minutos matutinos y algunos otros segundos en los que nos encontrábamos a la salida, disfrutaba al conocer una biografía que me parecía tan exótica.

Después, cuando terminaba su café con leche en vaso, desaparecía rápida hacia el portal que compartíamos y ya empezaban a crecer dentro de mí las ansias de que llegara el desayuno del día siguiente. Era una atracción extraña la que me unía a aquella mujer. No era sexo, ya lo he dicho, aunque no me habría importado, a decir verdad, compartir roces, besos y fluidos con ella; era algo más, como si ella fuera una puerta que me llevara a otro lugar y para abrirla no tuviera que usar necesariamente el sexo o los sentimientos. De hecho, había algo en ella que me producía rechazo, algo ambiguo y difuso, pero menos poderoso, eso sí, que todo lo que me imantaba.

Aquella mañana de lunes, no obstante, todo fue un poco diferente:

—Este lo pago yo, Tomás —le dije al camarero al tiempo que sonreía a Linda y salíamos juntos.

Ella me dio las gracias mientras se encendía un pitillo y dejó caer que el próximo café corría de su cuenta.

Cruzamos la calle y una vez en el portal nos detuvimos lo justo, «que tengas un buen día», «que te sea leve», como para dar tiempo a que un tipo llegara hasta nosotros.

—¡Qué puntual, Vicente! —lo saludó Linda con bastante familiaridad.

—Hola —contestó él mientras le daba un par de sonoros besos en las mejillas con una sonrisa en los labios.

El tal Vicente se me quedó mirando un rato más de lo normal. Yo sabía que estaba preguntándose que en dónde habría visto mi cara. Notaba en su expresión que estaba buscando rápidamente en el cerebro una conexión neuronal que resolviera el enigma, pero esa conexión no se produjo.

—Es Ernesto —dijo Linda—, un vecino.

Y sin tiempo a que pudiera replicar, lo condujo hacia el interior mientras él soltaba un «hola» alegre.

Yo, por el contrario, permanecí donde estaba, y observé cómo se internaban en la fresca penumbra del portal y seguí mirándolos mientras subían las escaleras hacia el primero. «Vicente —me repetí—, así que ese es tu nombre». Fue todo tan rápido, tan inesperado, que no supe cómo detenerle y preguntarle de qué conocía a Malena ni qué hacía los martes por la tarde en casa de mi hermana. Rumié aquello todo el día con la intención decidida de descubrirlo al día siguiente.

11

 

 

 

—¿Y por qué está tan seguro de eso?, ¿cómo sabe que le creo?

—Porque si no vos no estarías acá, hablando conmigo, invitándome a este café —dijo, dando por sentado que iba a pagar yo la cuenta. Sonreí, la verdad es que me hizo gracia su desfachatez—. Los pinturines como vos no se mezclan con tipos como yo si no tienen algo que perder… o que ganar.

—¿Los tipos como yo?

—Dale pibe, los calzones que llevás valen más que mi vestidor entero —volvió a sonreír y siguió—. Colegio privado, veranos en los Estados Unidos para aprender inglés —se detuvo un momento—, ¿una o dos maestrías? —Al ver que no contestaba volvió a sonreír—. Probablemente algún amigo político o banquero… Muy progresista por otro lado vos, sí, pero no te juntás ni en pedo con la barra brava.

—¿Y mi padre sí? —contesté seco. Me empezaba a molestar la impertinencia de ese tipo.

—Lo de Armando fue muy diferente. Él tenía algo que ganar. —Le dio un sorbito a la taza—. Y lo ganó. —Sonrió.

Estábamos en la cafetería de un famoso y lujoso hotel. Lo había citado allí porque tenía una comida cerca. Siempre me había gustado aquel ambiente sofisticado y tranquilo, luces bajas, música de piano en directo, camareros profesionales, buen café, pero sobre todo porque quería jugar en casa. Pensé, a todas luces de forma errónea, que Marcos Esteban se podría sentir incómodo y le quería dejar noqueado a las primeras de cambio. Pero no, ahí estaba repanchigado como si estuviera en el salón de su casa.

—Y vos estás acá, claro, porque tenés mucho que perder.

—Lo que usted denuncia, Marcos Esteban.

—Esteban, Esteban —me interrumpió él—, con Esteban basta.

—Como quiera. En primer lugar, lo que usted denuncia son delitos que prescribieron hace años. Y, en segundo lugar, perdone que se lo diga, no sé cómo podrá probarlos. Creo que es su palabra contra la mía. O, mejor dicho, contra la de mi padre. Que está muerto —rematé con gravedad.

—En primer lugar, señor Barbieri —contraatacó él—, yo pinté esas copias, sé en qué casas, muy importantes, de Buenos Aires (y de media Latinoamérica, sobre todo, Venezuela) están, sus dueños aún no saben que no son auténticos, pero no dude que se pueden enterar en lo que tarda un llamado de teléfono. Y que no les va a gustar. Y, en segundo lugar, no soy un pibe, hace tiempo que tengo canas en las bolas, y sé que legalmente no podrá pasarle nada a su galería ni desde luego a usted, pero y ¿socialmente?, ¿profesionalmente? ¡Qué quilombo!, ¿no?, ¿qué pensarán todos aquellos a los que su padre o usted mismo han vendido obras?, ¿y todos los artistas, y sus herederos, con los que se han enriquecido? Sé que sabe que hice imitaciones de un pintor muy importante para su familia. ¿No te casaste vos con la nena de Francisco Manuel Portugal? ¿Qué pensaría…? Rosa se llama, ¿no? Tu suegro aún vive…

Touché. Me dije. Carajo. Mierda. Me cago en el hijo de las mil putas.

—¿Y qué quiere? Según lo que he visto en los archivos de la galería, mi padre le pagó todo aquello que le debía.

—Este… no. Resulta que me prometió un pago más que nunca llegó a hacerse.

No le creí, obviamente, se trataba de un vulgar chantaje, pero le seguí el juego.

—¿Y a cuánto ascendía? —dije seco. Tenía ganas de levantarme y coger ese cabezón medio calvo y viejo y estamparlo contra la mesita de cristal. Me asusté por desear aquello.

—Pues haciendo mis cábalas y teniendo en cuenta lo mucho que se encareció la vida, ¿no es cierto?, calculo unos ciento cincuenta mil euros.

Resoplé al tiempo que sonreía. Ese tipo estaba loco.

—Y no te cobro el montante en concepto de lucro cesante, lo podía haber invertido bien… —dijo sarcástico—, aunque lo dudo. Dale, es una ganga.

—Yo no tengo ese dinero —le contesté riendo. Todo aquello era surrealista—. Además, esa deuda hipotética —remarqué— la contrajo Armando, no yo.

—Pero vos sos su heredero, nene.

—Hasta hace unas semanas no sabía ni quién era usted.

—Mirá, entiendo que todo esto es un quilombo para vos. Tranquilo —dijo amable—, tomate un tiempo para digerirlo. Es una bomba y lo entiendo, soy un tipo comprensivo yo. Dale una vuelta, hablalo con Rosa… Bueno… —Se paró—, con ella mejor no. —Y se rio—. Perdoná, pibe, no me quería reír —continuó recobrando la compostura—, en fin, sé que es una situación difícil. Vos tenés mi teléfono. Pensalo. Con tranquilidad. Me llamás la semana que viene y me contás tu decisión. ¿Listo?

¿Qué iba a hacer?, ¿decirle que no? Al fin y al cabo, me ofrecía tiempo y eso era lo que más necesitaba en ese momento. Tiempo para contraatacar, para saber cómo salir de allí.

Me extendió la mano y se la apreté. No quería que se fuera con la sensación de que había vencido aquella primera batalla, aunque lo había hecho por goleada. Su mano, en aquella ocasión, era enérgica y apretó la mía hasta que me empezó a doler. Probablemente, quería dejar claro que la vejez no le había debilitado y que aún podía presentar batalla, que no era vulnerable y que en un momento dado podía recurrir a la violencia. Así se hacen las cosas en los barrios, en la calle, me dije. Esos eran los códigos que usaban esos tipos.

Cuando se estaba yendo se volvió y dijo:

—Por cierto, saludos a Inés. Espero que le vaya bien.

«Cabrón», pensé. De repente, oír el nombre de mi madre en aquellos labios me dio asco. Mejor dicho, me dio asco y miedo pensar que mis padres hubieran podido hacer algo semejante a lo que aquel tipo denunciaba.

Me quedé un rato en el café. Escuchaba el piano mientras terminaba la bebida. Miré a mi alrededor y sonreí con tristeza, vi estúpido el haber pensado que aquel lugar podría haberle intimidado. Me tenía bien cogido por los huevos.

12

 

 

 

Me cago en vos, Armandito. La puta que te parió. ¿Qué pensaba, pelotudo, que iba a zafar de pie, que afanar sale gratis? Qué hijo de las remil putas. Qué sorete mal cagado, che.

Estaba realmente enfadado. Ahí estaba todo bien claro. M. E. Bercovitz X pesos, X dólares. Vendido a tal o cual. Y anotación al margen «ojo, vendido original en España a Fulano o Mengano». ¿Cómo pudiste ser tan boludo, Armando? Le cagaste a tu propio consuegro, a tu amigo del alma. ¿Y después qué, papá? Nada. Te morís y dejás a un criminal suelto para que joda a tu propio hijo. No tenía suficiente con morirse, ¿no? También nos tenía que legar esta recontra mierda, la concha de su hermana. ¿Y cómo me como yo esto, eh, Armandito?, ¿me lo explicás, pelotudito? Hacete corpóreo, boludo, y te doy un bife que te volvés al inframundo volando.

Era tarde, hacía ya unas horas que tendría que haber cerrado la galería y haberme ido a casa a dar de cenar a las niñas y a acostarlas y leerles un cuento. Pero ese portafolios negro medio podrido me lo había impedido. Las cartas amenazantes de Bercovitz no solo eran ciertas, lo que ponía en esos folios amarillentos escritos con la letra de mi padre excedían lo que aquel tipo denunciaba. Eran muchas las obras imitadas y vendidas a precios muy altos. Casi todas eran de artistas españoles, también había algún italiano, argentino y francés menor, pero estos eran irrelevantes. De la primera mitad del siglo XX casi todos, aunque también encontré varios autores aún vivos, como mi suegro. Todas las copias se habían vendido en Argentina, México, Colombia, Uruguay, Chile o Venezuela, sobre todo en Venezuela. Fundamentalmente trabajaba con el tal Marcos Esteban, no le pagaba mal, lo normal era un tanto por ciento de la venta. Aunque, visto lo visto, dudaba de si no le habría estafado también a él. «¿Qué carajo hiciste, papá?», me lamenté en voz alta. Todo estaba en silencio. Solo me iluminaba una bombilla débil y desnuda que emitía una luz lechosa, muy parecida a mi estado de ánimo.

Me acordé de alguna que otra conversación familiar, sobre todo con mi madre, acerca de la razón por la cual mi padre quiso llamarme Ernesto, un nombre que a mi madre siempre le había desagradado. La razón oficial, la pública, la que aireaban entre los conocidos es que era un homenaje a Ernesto Guevara. Eso decía siempre Armando. En la España de los setenta y ochenta, y en los círculos en los que se movían mis padres, aquel tipo de homenajes eran muy valorados. La otra razón, mucho menos épica y menos pública —la que defendía mi madre—, es que a mi padre le gustaba el significado del nombre, su etimología, y quería que yo viniese al mundo con esos principios impresos en el ADN. Ernesto significa «serio», «perseverante». Así, si hago caso a mi madre, mi padre quería que yo fuera un tipo honesto, formal y serio. Era un momento adecuado ciertamente para recordar ese debate. ¿No te parece, Armando? ¿No tiene gracia? ¿A que sí? Vos, el rey de los estafadores, querías que tu hijo se llamara Ernesto. ¿Qué era?, ¿humor italoargentino?, ¿una especie de recordatorio que viniera a fustigarte de por vida por lo que hiciste? ¿Qué era, Armandito, una joda? La verdad es que me dio asco pensar en aquello. No solo había descubierto que mi padre había engañado y se había enriquecido injusta e ilegalmente, sino que de repente se redimensionó la idea que tenía de él. No solo eras un boludo, papá, también te reías de tu hijo y de todos tus amigos.

Sentado en el suelo, mirando mi sombra proyectada sobre el piso del almacén comprendí que, primero, tendría que llamar a ese Marcos Esteban Bercovitz y reunirme con él y, segundo (y después de pasar por ese trago), hablar con mi madre para intentar comprender a mi padre, o quizá hallar una justificación a su forma de actuar. Mierda. Mierda. Mierda. Y recontramierda.

13