La araña gigante Tsuchigumo - Varios autores - E-Book

La araña gigante Tsuchigumo E-Book

Varios autores

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Beschreibung

La feroz batalla que el joven Yorimitsu libra contra el abominable oni Kidōmaru en el monte Kurama es solo el comienzo. Lo que parece un reto mayúsculo no es más que el prólogo de aventuras aún más asombrosas. Junto a sus leales camaradas, Yorimitsu se enfrentará a una amenaza inquietante y letal: la monstruosa araña Tsuchigumo y sus fanáticos seguidores. ¿Podrá sobrevivir a la oscuridad que acecha en cada rincón? Por qué te encantará esta historia: - Acción, mitología y criaturas legendarias del Japón ancestral. - Un héroe valiente y pruebas que pondrán a prueba su coraje. - Perfecta para amantes de la fantasía épica y las leyendas japonesas.

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Seitenzahl: 155

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Índice

PERSONAJES PRINCIPALES

LA FORJA DE UN HÉROE

LAS DOS ESPADAS

EL PUEBLO DE LA ARAÑA

LA GRAN BATALLA

GALERÍA DE ESCENAS

HISTORIA Y CULTURA DE JAPÓN

NOTAS

© 2023 RBA Coleccionables, S.A.U.

© 2023 RBA Editores Argentina, S.R.L.

© Ignacio González Orozco por «La araña gigante Tsuchigumo»

© Juan Carlos Moreno por el texto de Historia y cultura de Japón

© Diego Olmos por las ilustraciones

Dirección narrativa: Ariadna Castellarnau y Marcos Jaén Sánchez

Asesoría histórica: Gonzalo San Emeterio Cabañes y Xavier De Ramon i Blesa

Asesoría lingüística del japonés: Daruma, servicios lingüísticos

Diseño de cubierta y coloreado del dibujo: Tenllado Studio

Diseño de interior: Luz de la Mora

Realización: Editec Ediciones

Fotografía de interior: Suzuki Harunobu/Wikimedia Commons: 102; Wikimedia Commons: 105; Suzuki Harunobu/Wikimedia Commons: 109 y 111; National Diet Library /Wikimedia Commons: 112; Metropolitan Museum of Art Wikimedia Commons: 114; Wikimedia Commons 116.

Para Argentina:

Editada, Publicada e importada por RBA EDICIONES ARGENTINA S.R.L.

Av. Córdoba 950 5º Piso “A”. C.A.B.A.

Distribuye en C.A.B.Ay G.B.A.: Brihet e Hijos S.A., Agustín Magaldi 1448 C.A.B.A.

Tel.: (11) 4301-3601. Mail: [email protected]

Distribuye en Interior: Distribuidora General de Publicaciones S.A.,

Alvarado 2118 C.A.B.A.

Tel.: (11) 4301-9970. Mail: [email protected]

Para Chile:

Importado y distribuido por: El Mercurio S.A.P., Avenida Santa María N° 5542,

Comuna de Vitacura, Santiago, Chile

Para México:

Editada, publicada e importada por RBA Editores México, S. de R.L. de C.V.,

Av. Patriotismo 229, piso 8, Col. San Pedro de los Pinos,

CP 03800, Alcaldía Benito Juárez, Ciudad de México, México

Fecha primera publicación en México: en trámite.

ISBN: en trámite (Obra completa)

ISBN: en trámite (Libro)

Para Perú:

Edita RBA COLECCIONABLES, S.A.U.,

Avenida Diagonal, 189. 08019 Barcelona. España.

Distribuye en Perú: PRUNI SAC RUC 20602184065

Av. Nicolás Ayllón 2925 Local 16A El Agustino. CP Lima 15022 - Perú

Tlf. (511) 441-1008. Mail: [email protected]

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

Primera edición en libro electrónico: diciembre de 2025

REF.: OBDO616

ISBN: 978-84-1098-510-0

Composición digital: www.acatia.es

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

PERSONAJES PRINCIPALES

MINAMOTO NO YORIMITSU — joven guerrero del clan Minamoto. Es valiente y diestro con las armas, pero también inquieto y un tanto orgulloso, deseoso de realizar grandes hazañas. Tendrá que enfrentarse al oni Kidōmaru y al yōkai Tsuchigumo (la gran araña), aventuras en las que ganará experiencia y sensatez.

MINAMOTO NO MITSUNAKA— padre de Yorimitsu, patriarca del clan Minamoto e importante funcionario imperial. Fue otrora un gran guerrero y sigue muy de cerca la formación de su hijo Yorimitsu, para quien encargará la mejor espada jamás fundida.

WATANABE NO TSUNA — algo mayor que Yorimitsu y estrecho colaborador de su padre, tiene fama por su prudencia. Acompañará al joven guerrero en su viaje al país de los bárbaros. Aunque la relación entre ellos es inicialmente tensa, las vivencias darán lugar a una gran amistad.

URABE NO SUETAKE — monje guerrero que ha escapado de su monasterio y se dedica a la vida aventurera. Es socarrón, muy hábil con las armas y conocedor de remedios naturales. Consigue entrar al servicio de Mitsunaka y se convierte en amigo y leal compañero de aventuras de Yorimitsu.

USUI SADAMITSU — joven guerrero cuyo padre fue compañero de armas de Mitsunaka. Aparece providencialmente para desenmascarar un hechizo que amenaza a Yorimitsu y sus compañeros, a los que se unirá contra los bárbaros y su yōkai araña.

KIDŌMARU — nacido de la estirpe de un oni, es una criatura de tez y cabellos muy oscuros, que devora hombres y animales.

TSUCHIGUMO —yōkai protector del país de los bárbaros, al que Yorimitsu y sus compañeros tendrán que hacer frente en una arriesgada aventura.

GRAN MAGO — sacerdote de los bárbaros, es el encargado de los ritos de adoración a Tsuchigumo, con quien puede entrar en comunicación por medios mágicos.

LA FORJA DE UN HÉROE

on los últimos hálitos del verano, las noches se habían hecho más húmedas y desapacibles en los alrededores del monte Kurama, situado a unas pocas horas a caballo al norte de Heian, la capital del país.

A pesar de su cercanía, aquella comarca era ajena a los tráfagos de la ciudad y vivía sumida en una naturaleza exuberante, cubierta en los amaneceres del otoño por las brumas que se expandían lentamente, como por sorpresa, desde la cima de las montañas hasta el gran lago Biwa, a oriente, y hacia los valles inferiores que apuntan al mar, por el sur. Era una niebla fría, punzante, que se adhería a la piel con la violencia del escalofrío.

Bien lo sabía Tarō, quien, como cada mañana, ya se había desecho de la pobre manta, tantas veces remendada, en la que dormía envuelto en el suelo. Se encaminaba entonces hacia la puerta de su cabaña, la abría con la cautela de quien teme una visita inoportuna y por su rendija atisbaba el telón compacto de la noche, que aún ocultaba los femeninos declives de las montañas vecinas. Inspiraba profundamente, renovando el aire de sus pulmones, y solo así conseguía espabilarse, gracias al fresco efluvio de la madrugada. Además, por los olores que lo alcanzaban, sabía si esa jornada llovería o sería seca, o si haría frío o calor en la aldea y su contorno. Era la suya una ciencia aprendida desde muy niño, heredada de su padre y abuelo, legado de muchas generaciones de paisanos dedicados al ejercicio coordinado de la observación atenta, el registro memorístico y el cotejo minucioso de lo recordado.

Acto seguido, como acostumbraba, tomó yesca y pedernal y, tras un poco de esfuerzo, consiguió encender un puñado de paja con la cual prender el fuego del hogar y una lamparilla de aceite colgada junto a la puerta de la cabaña. Un tenue resplandor carmesí inundó el interior de la humilde morada, y entre las cosas que se le aparecieron a la vista estaba el cuerpo de su esposa Ine, que aún dormía, ovillada en su manta sobre el suelo terroso, junto a los tres pequeños bultos de sus hijos.

Alumbrándose con la lamparilla, Tarō se arrodilló junto a las brasas para calentar unas gachas que infundirían a su cuerpo el calor y vigor imprescindibles para soportar el resto de la jornada. Su primera ocupación, como siempre solía hacer, sería llevar al prado al tesoro de la familia, el buey que ya mugía en el pequeño establo adjunto a la trasera de la cabaña. Y así, cuando la gran diosa del Sol ordenaba que se retirasen las tinieblas de la noche y los cielos empezaban a teñirse de carmesí, Tarō salía de la aldea llevando consigo a la bestia, tan mansa a pesar de su corpulencia.

Tardaron un rato en llegar al prado. Sobre la hierba, la humedad del rocío brillaba bajo los tempranos rayos del sol. Por sus cabezazos y mugidos, Tarō sabía que el buey estaba contento; enseguida inició la bestia su colación matutina, mientras él la observaba satisfecho, sentado sobre sus piernas en medio de la pastura. El viento nocturno había cedido su furor a una suave brisa, y el ligero estremecimiento que su frescor provocaba servía para despabilar los sentidos y confortar el cuerpo.

Una alondra sobrevoló el llano a baja altura, fiel a su cita cotidiana con el amanecer. Iba a posarse sobre la hierba, pero algo la asustó, haciéndola remontar el vuelo.

Tarō también había escuchado aquel ruido sordo y confuso en la lejanía. Quizás fuera un trueno, aunque él hubiera dicho que más se parecía a un rugido. Miró en su derredor, hasta las arboledas que cercaban el prado, y no vio nada que pudiera asustarlo. Sin embargo, la alondra se había marchado de manera sospechosa, y bien sabía que los animales son buenos heraldos de muchas desgracias.

Escuchó con atención. Conforme más crecía y se acercaba el estruendo, más nítido se hacía, develándose como una conjunción de pisadas y rugidos. No se trataba de truenos, estaba seguro de ello, pues distinguía perfectamente todos los sonidos con que la naturaleza habla al hombre. Su intuición lo avisaba de un peligro inminente.

Parado de nuevo, hizo visera con las manos para otear en todas direcciones, y en una de las laderas que descendían de las cimas del Kurama vio a una criatura de piel oscura que se erguía sobre dos piernas correr montaña abajo, como alocada.

Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo, pues de un tiempo a esta parte no era raro hallar animales, e incluso hombres, muertos en los caminos, despedazados por algún animal tan poderoso como feroz. ¡Más le valía correr hacia su aldea y recogerse en ella, junto con sus vecinos!

A toda prisa, Tarō tiró de la rienda del buey y logró que este se lanzara al trote, siguiendo su carrera. Sin embargo, aquel extraño y oscuro ser se movía con la velocidad del ciervo, aun siendo tan grande y pesado como un oso, y a pesar de sus patas, delgadas y zambas, que parecían lisiadas pero no lo eran, pues se adaptaban admirablemente al terreno agreste. A cada paso le ganaba terreno, y Tarō se veía incapaz de correr más deprisa.

Cuando ya los tenía casi al alcance de la mano, el monstruo lanzó un rugido estremecedor, que cortó de raíz la carrera de sus víctimas, paralizándolas. Tarō cayó de rodillas en el suelo, con la lividez del terror plasmada en el rostro, instante que aprovechó aquella criatura para agarrarlo por el cuello del raído hitatare.1 Con el rostro levantado, ambos se miraron a los ojos, anegados en llanto los del aldeano, entrecerrados los de su agresor, que parecía miope cuando observaba algo con detenimiento.

—¡No me hagas mal, por favor! —se dolía Tarō entre aterradas lágrimas—. ¡Tengo tres hijos y el gobernador de la localidad me ha confiado este buey para los cultivos de la gente del valle!

La criatura fijó su vista en él y sin inmutarse lanzó un golpe con su brazo derecho contra la sien de Tarō, cuya cabeza salió volando por los aires, arrancada de cuajo. El cuerpo decapitado permaneció un instante en pie, temblando como si tuviera frío, y después quedó colgando de la mano de su verdugo. Cuando el cuerpo dejó de moverse, la criatura abrió su gigantesca mano y aquel se desplomó sobre la fresca hierba; entonces tomó el largo cuchillo que llevaba sujeto a la cintura y con su auxilio abrió desde el cuello hasta las tripas el cuerpo de Tarō, del que comió con auténtico gusto corazón, hígado y riñones, ensangrentándose aparatosamente la boca a cada bocado. No bien hubo terminado con esas vísceras, lanzó un sonoro eructo y se acarició ritualmente el abultado vientre. Luego encendió una hoguera en la que puso a asar las pantorrillas, los muslos y la espalda del finado, así como las dos delicias del cuerpo humano, los lóbulos de las orejas, que apenas doró al fuego antes de tragárselos, prácticamente sin masticar.

Ya más calmado de apetito se dirigió hacia el buey, que permanecía impasible, afanado en alimentarse, y tomándolo de las riendas comenzó a subir ladera arriba, relamiéndose de lo comido y, sobre todo, de lo que le quedaba aún por comer.

Caía una tarde desapacible de otoño, de vientos fríos y lluvias racheadas que atacaban como puñales el rostro de los caminantes. El gobernador Minamoto no Mitsunaka había terminado sus gestiones cotidianas. Prueba de ello eran la pila de mokkan2 que descansaba a su lado con las cuentas y gestiones de los territorios a su cargo; y sus manos, casi negras, resultado de haber pasado las horas más luminosas del día escribiendo. A su lado, descansaba sentado sobre las rodillas su hijo Yorimitsu, de veinte años, el mayor de una larga prole —hasta una docena de varones— que el patriarca había tenido con su esposa y sus concubinas.

Mitsunaka se acercaba ya a la edad provecta, pero aún disfrutaba de una excelente salud, y la práctica habitual del ejercicio lo mantenía esbelto y fibroso dentro de un cuerpo de estatura superior a la media. Sin embargo, el paso de los años se develaba en la línea de su frente despejada, donde el cabello, ya plateado, había retrocedido notablemente. Por otra parte, era un hombre consciente de su buena planta, cuidadoso en el aseo y el vestir.

El emperador Murakami le había confiado la gobernación de Settsu —provincia cercana a Heian que incluía los prósperos puertos de Naniwa, que conectaban la capital con el oeste del archipiélago y con el continente— y la magistratura interina en otras diez provincias imperiales, además del rango de comandante en jefe de la Defensa del Norte. La confianza del trono se apreciaba en la amplia residencia de que Mitsunaka disponía en la Tercera Avenida, cerca del palacio de Heian situado en la parte norte de la capital. Sin embargo, solo la usaba en ciertas temporadas —las que pasaba en la capital, reportando informes y organizando campañas militares— porque era un hombre de acción, poco amigo de los fastos palaciegos; una virtud ciertamente apreciable, aunque le hubiera costado algunas enemistades entre ciertos altos cargos imperiales, más dados a la conspiración que a la resolución.

Mitsunaka solía vigilar, si bien recatadamente, la educación de su hijo mayor. No se le daban mal a Yorimitsu el estudio de la poesía, la historia o los clásicos chinos, materias en que eran instruidos los jóvenes aristócratas, aunque destacaba sobre todo en la ejercitación con las armas. En tal sentido, los comentarios de su instructor no podían ser más halagüeños. La progresión de Yorimitsu había superado las expectativas de su maestro, y a su habilidad en el manejo del arco y la espada sumaba una gran capacidad de sacrificio y resistencia, así como condiciones físicas excepcionales, por tratarse de un hombre fornido, pero a la par ágil, con excelente coordinación de movimientos.

Sin embargo, el instructor también advirtió a su señor del prurito que inquietaba el alma de su primogénito: un deseo apresurado de fama que podría abocarlo a peligros evitables con unas pocas migajas de sensatez.

Del mismo modo, sabía el instructor que esa fuerza interior torrencial, si no hallaba pronta satisfacción, corría el riesgo de empantanarse en la desilusión y el tedio, dos vicios que relajan peligrosamente los sentidos del guerrero. Y eso le preocupaba aún más.

Considerando todas estas observaciones, y sumadas a las propias, Mitsunaka había decidido que Yorimitsu debía ocuparse cuanto antes de algún asunto de responsabilidad, y al fin lo había encontrado fuera del pomposo y amanerado ambiente de la corte, en provincias, donde la fortuna era más propicia a los hombres de armas.

—Te he mandado llamar para encargarte una misión que bien merecería el concurso de un guerrero veterano, bregado en cien campañas, pero que considero apta para tus cualidades.

Mientras escuchaba ilusionado a su padre, recordaba el joven las acciones de guerra en que había participado hasta entonces. No fueron grandes efemérides, solo campañas menores y breves contra algunas agrupaciones insumisas a la autoridad imperial, señores locales que se negaban a pagar impuestos. Apenas dieron lugar a rápidos combates, solventados con facilidad por las tropas. Sin embargo, en tales ocasiones conoció la ferocidad de la lucha que se entabla entre enemigos, a vida o muerte, y su propia mano había despachado a unos cuantos rivales al mundo de los muertos. También contempló por primera vez el efecto real de las armas, plasmado en el sufrimiento de los heridos y mutilados, cuyos lamentos le encogían el corazón cuando se trataba de gente amiga. Y cómo olvidar el olor acre de la sangre derramada, con ese efluvio penetrante, que parece metálico… Había arrostrado, por tanto, la faz del dolor y del horror, pero sus esfuerzos ameritaron poco más que una felicitación cortés, por tratarse de ocasión menor.

—… Ha llegado el momento de que demuestres que mereces pertenecer a nuestro linaje —proseguía Mitsunaka.

Bien presente lo tenía, sí. Su linaje, el de los Minamoto,3 ya contaba con casi dos siglos de existencia. Estos descendían de los hijos del emperador Seiwa y, aunque no podían aspirar al trono imperial, habían recibido varias responsabilidades y honores trabajando en provincias, donde se habían vinculado familiarmente con la élite local y convertido en cabecillas de numerosas agrupaciones de guerreros. Como bien decía Mitsunaka, «cada uno de esos títulos y nombramientos es una exigencia nueva de coherencia, valor y conducta impoluta para los miembros de nuestro clan».

Y por fin abordó el patriarca la cuestión que los reunía:

—Tengo una misión para ti…

Yorimitsu sintió un escalofrío a lo largo de la espalda, e inconscientemente juntó las manos sobre las piernas, para frotárselas como si tuviera frío. Sentados como estaban, el uno junto al otro, fueron destellos de ansiedad que no le pasaron inadvertidos a Mitsunaka, quien prosiguió:

—Los valles del monte Kurama están sufriendo las atrocidades de un ser sanguinario, un oni al que los lugareños llaman Kidōmaru. Por lo visto es una criatura voraz que devora por igual hombres y animales. Aquellos que han tenido la desgracia de cruzarse con él y han sobrevivido para contarlo, dicen que tiene el cabello oscuro como el carbón y la piel casi negra, así como una talla prominente.

Calló como si la descripción lo agotara, o tal vez porque todo lo dicho le infundía temor por la vida de su hijo. Cuando estaba a punto de proseguir, entró en la estancia el instructor de armas, a quien también había hecho llamar Mitsunaka.

—Amigo, acabo de explicar a mi hijo la misión que tiene encomendada, y cuyos detalles tú también conoces. Creo que es buen momento para que le des uno de tus buenos consejos, para que la resuelva con provecho.

El joven pareció envararse al fijar la vista en su instructor. La inquietud lo paralizaba en ese instante, cuando dudaba de haber sido siempre el alumno atento y obediente que las buenas maneras exigían. De ahí que lo reconfortara la respuesta de su maestro, tanto como si sus hazañas ya fueran cantadas por los poetas.

—Yorimitsu, nunca he tenido un alumno tan brillante como tú, ni en los tiempos de guerra ni en los tiempos la paz. Ve a buscar a ese monstruo y tráenos su cabeza. Pero ten mucha sensatez, porque los caminos están repletos de tumbas sin nombre, donde yacen hombres que confiaron temerariamente en sus buenas dotes.

Mitsunaka se puso en pie, imitado por su primogénito.

—Haz de la sabiduría tu escudo y del honor tu espada, querido hijo. Así te ganarás la bendición de los dioses y la gratitud de tu clan.

Padre e hijo se abrazaron con emoción, conscientes de que, en adelante, el lazo que los unía sería más fuerte que nunca.

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