La asombrosa bibliotecaria de Little Rock - Olivia Ardey - E-Book

La asombrosa bibliotecaria de Little Rock E-Book

Olivia Ardey

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Beschreibung

Más mágica, más sensual, más directa al corazón que nunca… Nicole Smith es la bibliotecaria de Little Rock, plácido pueblo de Maryland donde importa mucho el qué dirán. Hija del dueño del rancho de la Doble SS, tiene una vida modélica y un "casi" novio, marine de la US Army y héroe local. Sin embargo, esconde un espíritu libre que solo se salta las normas cuando saca del armario sus tacones de la suerte y huye del aburrimiento, lejos de los cotilleos. Niki ha leído mucho y probado muy poco. Por culpa de una avería doméstica, el nuevo sheriff del condado, nada parecido a su soso y puritano marine, despierta sus fantasías más atrevidas.  Allan Ferguson tiene una imagen pública intachable y una vida privada muy estimulante que se sacude cuando un imprevisto del pasado llama a su puerta. Mientras Little Rock se ve sacudido por una serie de curiosos robos, algo en el interior de Niki también se revoluciona, así que le pide a Allan que le muestre los secretos del erotismo, un terreno hasta entonces vedado para ella. Él la desafía a traspasar sus propios límites en clubes exclusivos. ¿Se atreverá la señorita Smith a seguir el juego que ella ha empezado?

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Título original: La asombrosa bibliotecaria de Little Rock

© 2018 Olivia Ardey

Cubierta:

Diseño: Ediciones Versátil

© Shutterstock, de la fotografía de la cubierta

1.ª edición: abril 2018

Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo:

© 2018: Ediciones Versátil S.L.

Av. Diagonal, 601 planta 8

08028 Barcelona

www.ed-versatil.com

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia, sin autorización escrita del editor.

A Ysabel Meseguer Serrano, la bibliotecaria más asombrosa, apasionada y roquera.

Con todo mi cariño.

«Este corazón, se desnuda de impaciencia ante tu voz, pobre corazón…».

Juan Luis Guerra

Prólgo: Un peligro que seduce

Sin sentimientos.

Las normas de Allan Ferguson respecto a sus relaciones con las mujeres eran claras y escuetas. Nada de emociones y prohibido imaginar un futuro que nunca se haría realidad. Así de claro lo dejaba en el momento en que una mujer le ponía la mano en la bragueta. Justo antes de un primer beso tan caliente como exento de ternura.

En sus esquemas solo cabía el sexo como desfogue. Puro entretenimiento. Un estímulo instintivo y primario.

Sin más.

Y aquella morena, Lisa, o Alisa —no recordaba bien cómo le había dicho que le gustaba que la llamara—, que la primera tarde aceptó jugar el mismo juego, acababa de demostrarle que no era tan desapegada ni tan liberal como presumía. Acababan de compartir tres horas de lujuria agotadora, hasta que se quedaron sin fuerzas para repetir. Era la tercera vez que compartían cama y placer. Y la última, decidió sin remisión.

Con los ojos cerrados y un gesto amable pero firme, le cogió la mano derecha y la levantó de su torso, donde ella la había apoyado con excesiva calidez y un alarmante instinto de posesión. No es que no le gustaran sus caricias, pero no debía permitirlas, ya que la experiencia le decía que eran la puerta abierta a imaginar algo más. Y no había lugar para el romanticismo cuando ambos se habían comprometido, incluso antes de dar el primer paso, a esperar del otro solo sexo y diversión. Ni más ni menos.

Allan Ferguson se desperezó y la miró con la codicia satisfecha, sin detenerse en los ojos de la morena. Lisa, o Alisa, era buena en la cama. Mucho. Pero acababa de pronunciar la palabra prohibida en el diccionario mental de un hombre contrario a los apegos como él. Entre susurros que no se esforzó por entender acababa de escuchar ese «nosotros» que significaba el final.

Notó que lo cogía del brazo, con una súplica melosa, cuando él se incorporó. Sus palabras le hacían sentir cada vez más incómodo. Ella le tiró suavemente del pelo para que volviera a tumbarse a su lado y Allan, por segunda vez, le apartó la mano para que lo soltara. Un rato antes, cuando le había desatado la coleta, aquel juego de dejar que le tironeara el cabello le había resultado muy erótico. Pero, una vez satisfizo la pasión, le empezó a molestar bastante.

Saltó de la cama y, dándole la espalda, se peinó con los dedos. En esa ocasión no alabó la perfección de su culo, aunque Allan intuía su mirada recorriendo su dorso desnudo mientras recogía su ropa esparcida por el suelo del dormitorio.

—¿Cuándo volveremos a vernos?

Allan permaneció en silencio, pero le sostuvo la mirada. Lisa lo estudiaba con expresión pensativa mientras se subía los pantalones.

—No me decepciones, sheriff. ¿O es que eres de los que se acojonan cuando una mujer le pide más?

Se puso la camisa sin caer en su provocación. No le apetecía discutir, y el tono de Lisa vaticinaba bronca.

—Llegará un día en que te mirarás al espejo y no te reconocerás. Y te preguntarás qué has hecho con tu vida. Tarde o temprano lamentarás estar solo, ¿no crees?

Allan tampoco respondió a eso. Ella se incorporó sobre un codo, exhibiendo sus senos. Una belleza. Apartó la vista de ellos y la alzó hasta sus ojos mientras se abrochaba el último botón. La mirada suplicante de Lisa se había tornado cínica, por suerte para él. Supuso que se daba por vencida.

—Tú te lo pierdes. Huyes de los compromisos. Los hombres como tú sois entretenidos, pero ninguna quiere a alguien así a su lado. Van pasando los años y vais cayendo. Al final, todos acabáis buscando una mujer con la que casaros y tener hijos.

Allan no tenía ganas de psicoanálisis. Se palpó los bolsillos para no dejarse nada. Cogió la cartera de la mesilla y la caja de condones.

—Sé leer la mirada de un hombre, Allan Ferguson —afirmó dulcificando la voz—. Te vas porque te da miedo lo que empiezas a sentir. Antes, cuando estabas dentro de mí, he visto en tus ojos que me imaginabas en tu futuro. Como tu mujer.

—Ni por un momento.

—¿Ah, no? —sonrió con ironía.

—No. Y los dos sabemos por qué. Tú ya estás casada, Lisa —le recordó a la vez que echaba una ojeada al reloj; maldijo mentalmente, era hora de largarse—. Y tu marido está a punto de volver.

***

Condujo las poco más de cincuenta millas sin prisa, disfrutando del paisaje. El sol de media tarde formaba claroscuros a su paso entre las copas de los árboles. No había sido mala idea pasar un día libre en la capital. Y con la morena había gozado, y mucho, hasta que le acabó mostrando su cara enamoradiza. Pero eso ya era pasado, no pensaba ser él la solución a sus problemas matrimoniales, al menos en los términos que ella había previsto.

Atravesó Rock Creek y calculó que en menos de media hora estaría en casa. Aún se sentía un forastero en Maryland; hacía solo dos años que había dejado de trabajar para el gobierno. Fue entonces cuando aceptó el puesto de sheriff en Frederick. Y escogió Little Rock para vivir, un pueblecito de la periferia donde la vida transcurría sin sobresaltos. Justo lo que buscaba entonces, que agitación ya había tenido suficiente cuando residía en Washington. Recién llegado tuvo algún lío con mujeres del condado, pero odiaba sentirse vigilado y no quería habladurías. Por eso prefería buscarlas lejos de casa y, sobre todo, de su oficina. De ese modo evitaba encuentros incómodos y cotilleos entre sus vecinos. Como servidor público, su trabajo era del dominio de todos, pero su vida privada se la reservaba para sí, y se guardaba mucho de airearla.

En Frederick, tomó el desvío hacia Little Rock. Atravesó la calle mayor y condujo despacio hasta las afueras. Su casa era la última de un camino de viviendas diseminadas. Esa situación, que él consideraba privilegiada, le otorgaba privacidad y unas vistas fabulosas sobre la pradera. Un espectáculo de la naturaleza que, a esas horas, con el sol en el cénit, le encantaba contemplar sentado en el porche sin más compañía que una cerveza fría. Cerrar los ojos, disfrutar de las últimas caricias del astro rey y del silencio. Eso pensaba hacer en cuanto guardara el coche en el garaje.

No esperaba que un imprevisto le fastidiara los planes previos a la cena. Detuvo el coche en el caminillo a la cochera y bajó rápido, al ver discurrir un reguero de agua que se filtraba por el dintel de la entrada principal. No dejaba de manar y ya había formado un enorme charco al pie del primer escalón. Subió las escaleras de un salto. Tuvo que empujar la puerta para poder abrirla.

—Joder —masculló.

Una especie de ola acababa de empaparle los zapatos. Se miró los pantalones, calados hasta más arriba de los tobillos. No había dejado ningún grifo abierto, de eso estaba seguro. Y se suponía que había comprado la casa con las tuberías en excelente estado. El agua inundaba toda la sala de estar. Miró con pena la alfombra. Quizá Lin, la mujer que acudía una vez a la semana a realizar las tareas de limpieza más importantes, supiera de alguna lavandería que pudiera salvarla. Le gustaba mucho, con sus tonos coloridos típicos de Texas, y además fue el regalo que le hizo su hermana pequeña cuando estrenó la casa.

El oído le dijo que la inundación venía de la cocina. En el lavadero anexo a ella, un chorro como un géiser mojaba los muebles cercanos. Con la lavadora y la secadora enchufadas a la toma, permanecer allí suponía un peligro. Corrió al garaje a desconectar la corriente eléctrica. No respiró tranquilo hasta que bajó el diferencial general.

Se apoyó en la pared y maldijo por lo bajo. Lo que le faltaba, una avería para acabar su día de descanso. Y el suelo recién barnizado hecho una pena. ¡El agua, mierda! Tenía que cerrar cuanto antes la llave de paso. Accionó el motor de la puerta del garaje, intentando acordarse dónde había guardado el juego de llaves inglesas aún por estrenar. Hogar, dulce hogar. Qué porquería de recibimiento.

Capítulo 1: El huesped dudoso

—No, papá. ¡No acabo de entender por qué me cargas a mí este muerto!

—Marie Nicole, no hables así.

Niki hizo una mueca. Lo imaginaba serio al otro lado de la línea telefónica, que era como se ponía cuando usaba su nombre completo.

—Mira… —continuó algo más suave—. Siento mucho que al sheriff se le haya inundado la casa, pero insisto en que no comprendo por qué no se queda con vosotros en el rancho, con lo grande que es.

—Y yo te repito que tú vives en el centro del pueblo. Tu casa está mucho más cerca de su trabajo.

—Ya, pero…

—Niki, los niños son encantadores —aseguró, refiriéndose a sus nietos—. Pero son muy movidos y se pasan el día haciendo ruido.

—No es para tanto.

—Scott y yo no paramos en casa.

—Está Rachel.

—Siempre ocupada y sin tiempo para atenderlo, parece mentira que hayas olvidado lo que significa vivir en un rancho.

—No lo he olvidado —aseguró—. El sheriff tampoco estará mucho con vosotros, puesto que irá solo por las noches.

—Seguro que en tu casa se encontrará más cómodo y tranquilo. Además, no creo que tarden en reparar la avería y en barnizarle el suelo de nuevo.

—Tendrá que secarse. O sea, que no será cosa de un día.

—Una semana a lo sumo, Niki. ¿Qué más te da?

Ella suspiró impotente. Una semana que se alargaría, como siempre pasaba con las reformas. Desde que se mudó a vivir sola a la casa de la abuela, amaba su independencia, el no tener que dar explicaciones y la libertad de vestir, comer o hacer lo que le diera la gana. Aunque su padre no estuvo entonces muy de acuerdo en que dejara el rancho familiar, ella utilizó el mismo argumento que él acababa de usar para colocarle en casa un invitado: la cercanía al trabajo.

—Niki, le debo un favor. El sheriff Ferguson se empleó a fondo para resolver el problema de los ladrones de ganado. Justamente lo llamaba para transmitirle el agradecimiento de la asociación de criadores cuando él entraba en su casa y se la ha encontrado empantanada.

Su padre acababa de llegar de una reunión de la ARHA, la Asociación Nacional de Criadores de Caballos de Rancho.

—¿Qué tal te fue por Kentucky?

—Genial. La asociación envió hace un mes una carta al gobernador, para felicitar y agradecer la labor del sheriff Ferguson. Y eso le contaba yo hace una hora cuando me explicó lo que le pasaba.

Niki recordaba el feo problema de los furtivos y el miedo que pasaron cuando asaltaron el rancho una noche. Por suerte, entre Scott y él lograron hacerlos huir. Pero a punto estuvieron de robarles un semental de raza quarter que valía una fortuna. Su familia, los Smith, eran propietarios del rancho de la Doble SS y se dedicaban a la cría de caballos desde hacía generaciones. Niki todavía temblaba al pensar qué podría haber sucedido si no hubieran saltado las alarmas, porque en la casa vivían, además de su padre y su hermano mayor, su cuñada Rachel y sus dos sobrinitos. Todos estaban muy agradecidos a la oficina del sheriff que no cejó hasta atrapar a los culpables que tuvieron en vilo a varios ranchos del condado.

—¿Cómo no iba a ofrecerle mi hospitalidad? —insistió él.

—La mía, quieres decir.

—La nuestra, Niki.

Sin mala intención, le estaba recordando que la casa de la abuela la ocupaba ella, pero que el dueño era él mientras le quedase un soplo de vida: Craig Smith.

—¿Y qué pensará Michael? No quiero imaginar qué opinarán sus padres de que tenga en casa a un hombre soltero.

—Michael me daría la razón, es una buena persona. En cuanto a su padre, siendo el pastor, se acordará de la parábola del buen samaritano, como es natural.

Ella no lo tenía tan claro. Buenas intenciones, pero con aquellas mentes tan puritanas y las ganas que tenía la gente de darle a la lengua… Habladurías habrían. Acababa de salir de la ducha. Descartó el camisoncito sexy con el que pensaba dormir. Si iba a tener que cruzarse por el pasillo con un extraño, mejor un pijama tapado y bien casto. Ya podía despedirse también de andar en ropa interior por la casa.

—Bueno, pues que venga.

—Ya está en camino.

Niki se levantó del sofá, todavía iba enrollada en una toalla de baño.

—Entonces, ¿quieres decir que está al caer? —Corrió a la ventana al oír un motor y miró con disimulo a través del visillo—. Déjalo, no hace falta que me lo digas. Acaba de llegar y está aparcando su coche delante de mi casa.

***

—¡Un segundo! —gritó al oír el timbre.

Dos minutos después, Niki abría la puerta y recibía al recién llegado, tratando de mostrarle una sonrisa.

—Adelante, mi padre me ha contado lo que le ha sucedido. Qué faena.

—Sí, gorda —comentó resignado—. Su padre ha sido muy amable. Él mismo ha llamado a una empresa de reparaciones que ha venido de inmediato. Yo no conozco a nadie de confianza. Pero hasta dentro de unos días no podré volver a mi casa.

—Ya.

Allan Ferguson se quedó observándola, y volvió a cargarse al hombro el petate militar que acababa de dejar en el suelo del vestíbulo.

—Oiga, no pretendo ser una molestia…

Niki lamentó ser tan transparente. Y se reprochó por haber puesto mala cara. Todo había surgido tan de repente, y sin decidirlo ella… Pero no era excusa para no comportarse con cortesía.

—No lo es, sheriff. De verdad. Acababa de salir de la ducha y me da rabia no haber tenido tiempo ni de prepararle el dormitorio como es debido.

—Puedo ir a un hotel.

—¡De ninguna manera!

Él sonrió al verla con los brazos en jarras, con aquel pijama que le quedaba muy grande. Y de manga larga en primavera.

—Si vamos a vivir bajo el mismo techo, aunque solo sean unas cuantas noches, hágame el favor de no llamarme sheriff, señorita Smith.

—De acuerdo, Allan. Llámame Niki. Y deja de tratarme de usted porque así, en pijama, con el pelo mojado y sin peinar, me entra la risa.

—En el sur es costumbre.

Niki lo miró con curiosidad, se le notaba mucho el acento texano aunque decían en el pueblo que no vino de allí. Y que había vivido en Baltimore.

—Pues en mi casa, que ahora también es la tuya, vamos a dejar de lado la cortesía sureña, ¿te parece? —convino, indicándole con la mano que se acomodara en la sala de estar.

—Como quieras.

—Voy a cambiar las sábanas de mi cuarto. Yo dormiré estos días en el de invitados.

—No tengo intención de echarte de tu dormitorio.

—Insisto. Estarás más cómodo, porque la cama es más grande y, de los dos, yo soy la más pequeña.

Allan disimuló la sonrisa y se tragó el: «Sí, señora» que casi se le escapó al escuchar su tono mandón.

—A tus órdenes —bromeó. Para su sorpresa, ella no se inmutó—. Pero antes de liarte con eso, sécate el pelo, no vayas a resfriarte.

Niki asintió, tocándose la melena con la mano.

—¿Sabes cocinar?

—Un poco.

Sonriente, Niki le señaló la puerta de la cocina.

—Iba a pedir una pizza, pero ya que estás aquí, ¿no te importa encargarte de la cena mientras yo me ocupo de mi pelo y de las sábanas? El frigorífico es tuyo, como si estuvieras en tu propia casa.

—Será un placer —aceptó él con un cabeceo cortés.

—¡Gracias! Luego te enseñaré el resto.

Allan entró en la cocina y ella subió las escaleras pensando en la situación. Hasta el viernes, que volviera a conectar con Michael por videoconferencia, no tendría que darle explicaciones. En cuanto al sheriff, caray con el cuerpazo que tenía. No se conocían apenas, de hola y adiós. No llevaba ni dos años en Little Rock y no tenían amigos comunes. Además, se decía de él que llevaba una vida privada muy privada. Guapo, soltero, sin novia ni ganas de tenerla… Debía rondar los treinta y cinco, quién sabía qué había de cierto y de invención respecto a su mala fama en cuestión de mujeres. Mitad y mitad, pensó Niki.

Al llegar al piso de arriba, se apoyó en la barandilla y miró hacia la luz encendida de la cocina. Un poli sexy y malote en su casa, ¡si en el pueblo supiesen que estaba haciéndole la cena, más de una se moriría de envidia!

***

No estaba tan mal eso de tener a un hombre bajo el mismo techo.

En eso pensaba Niki, a la mañana siguiente, de camino al trabajo. Un hombre tan servicial y atento como el sheriff, puntualizó pensativa. Cuando ella se levantó, él ya no estaba, pero tuvo el detalle de dejarle la cafetera eléctrica encendida con el café recién hecho. Despertar con la casa oliendo así de bien era un privilegio del que no disfrutaba desde hacía años. Y la cena resultó también una agradable y deliciosa sorpresa. Sin complicarse la vida, su huésped preparó una tortilla con queso y trocitos de salchicha que acompañó con unos guisantes rehogados con pimienta y mantequilla que había encontrado en el congelador. Y lo mejor de todo es que era un hombre ordenado. Como ella, que no es que fuera una maniática, pero le gustaba tener cada cosa en su sitio. No habría soportado convivir con un tío desastre de los que lo dejan todo manga por hombro.

Esperó a que cambiara el disco del semáforo, el más céntrico de los tres que había en el pueblo, disfrutando de su paseo matinal. En lo alto del álamo que tenía enfrente se veía una cotorrita verde que había anidado en la fronda del árbol. Niki supuso que se habría escapado de alguna casa. Pensó en los rigores del invierno y en que la naturaleza era sabia. Seguro que el pajarillo tropical volaría hacia el sur en busca de climas más cálidos, con los primeros fríos.

Cruzó la carretera y caminó por la calle mayor saludando a los vecinos más madrugadores. Niki era querida en Little Rock. Nunca había cruzado las fronteras del estado. En el pueblo se sentía segura y le gustaba su empleo en la biblioteca pública. Como lectora apasionada que era, entre libros se encontraba como en ningún otro lugar. Y el contacto directo con los vecinos que acudían a pedirle opinión sobre qué novela elegir la hacía sentirse útil y apreciada. Hasta la señora Samir, la tendera del pequeño supermercado que vendía de todo un poco y que evitaba a los habitantes de Little Rock tener que desplazarse al cercano centro comercial, requería su consejo respecto a las novedades con más demanda antes de realizar los pedidos para el colmado.

Llegó a la biblioteca y recordó que esa mañana Derek llegaría más tarde, puesto que le había comentado que se acercaría a primera hora a Frederick para adquirir varios libros y películas infantiles. Encendió las luces y los ordenadores, y fue a preparar la cafetera. Su jefe y ella acostumbraban a compartir en el despacho de él el segundo café de la mañana.

Acababa de abrir las puertas al público cuando Derek sacaba del maletero dos pesadas bolsas. Niki observó de refilón a un par de chicas que pasaban por la acera contraria, se lo comían con los ojos. Y es que, solo dos años mayor que ella, su jefe era un hombre muy guapo, de los más apetecibles del condado.

—Buenos días, ¿te ayudo?

—Sí, por favor, cógeme el paquete de bollos antes de que se me caigan.

Niki se lo agradeció con una sonrisa.

—Mmmm… Recién hechos. Piensas en todo, jefe.

—Menos en tu línea —dijo devolviéndole la sonrisa.

—¿Y tú, qué? ¿Es que no engordas?

—Si me paso con los dulces, como todo el mundo. Pero procuro no hacerlo.

Niki lo siguió hasta el despacho. Una vez libre del peso que portaba, él mismo sirvió dos tazas de café.

—¿Sabes que tengo un huésped? Y te vas a caer redondo cuando te diga quién es —comentó ella, después de un primer trago de café.

Derek la animó a coger un pastel de la bolsa de papel y él tomó uno también. Mientras devoraban dos bollitos rellenos de mermelada de fresa, Niki le contó la conversación telefónica con su padre y la manera en que la había convencido para aceptar al sheriff Ferguson en su casa durante el tiempo que tardaran en arreglar el desaguisado de la inundación.

—¿Qué te parece? Cualquiera discute con mi padre.

Derek retiró las migas del mueble bajo que usaban a modo de aparador para la cafetera, las tiró a la papelera y se sacudió las manos.

—Mira el lado bueno —opinó con sentido práctico—. Tienes guardaespaldas gratis a tiempo completo.

Para Niki no era algo tan simple, pero Derek era un hombre que no parecía complicarse la vida. Llevaban trabajando juntos más de seis años y apenas sabía nada de su vida personal. Era un enigma. Como de costumbre, le lanzó la pregunta de los lunes aunque ya sabía la respuesta.

—Y bien, ¿qué tal tu fin de semana? ¿Fuiste al béisbol?

—Nada especial.

Una sonrisa tímida y ninguna explicación. Niki había oído decir que Derek Russell solía ausentarse de Little Rock. Pero nadie conocía el destino de sus escapadas, aunque se intuía que tanto secreto era debido a que estaba enredado con una mujer casada que residía en Annapolis, otros decían que era la esposa de alguien influyente y que ambos daban rienda suelta a la pasión en una casa de verano de la bahía de Chesapeake. Cualquiera sabía qué había de cierto o realidad. Niki no lo juzgaba, aunque el hermetismo de Derek despertaba su curiosidad. ¿Quién no escondía algún secretillo? Ella misma también los tenía, y no le contaba a nadie a dónde iba los jueves, cuando sacaba sus zapatos de la suerte del armario y escapaba a hurtadillas de Little Rock.

—Hay gente en el mostrador —indicó Derek, mirando a través de las persianas de láminas del despacho que comunicaban con la sala de lectura.

—Ni tiempo para lavarme las manos —protestó.

—Ya salgo yo, no te preocupes.

Derek era el mejor jefe del mundo, jamás se daba aires ni le hacía de menos atender al público en el mostrador. Niki había conocido a alguno así, cuando realizó su formación como becaria en la biblioteca del condado, y trabajar con ellos era aceptable, pero no tan agradable como hacerlo con Derek Russell.

Cuando regresó del baño, no pudo evitar la tentación de coger un bombón de chocolate de la caja que guardaban a medias para darse un homenaje cuando les venía el capricho. Se dedicó a masticarlo despacio, no iba a saborear más de uno, si se atiborraba corría el peligro de no caber en el traje nuevo y todavía no lo había estrenado.

Derek aún atendía a los dos jubilados que no recordaban el título que les habían recomendado. Niki los saludó y tomó del carro tres libros que no le había dado tiempo a colocar el día anterior. Con ellos en la mano, fue hacia las estanterías del fondo. Leyó el título del primero.

Adelgazar durmiendo.

—Sí, ja, ja y otra vez ja —dijo en voz baja.

Pequeñas mentiras, se leía en la tapa del segundo libro.

Justo lo que ella decía. De tarde en tarde los títulos que tenía que colocar se alineaban curiosamente, como si le lanzaran mensajes. Y esa vez le daba la razón.

Leyó el título del tercero.

Te estoy viendo.

Niki se tragó de golpe el bombón por culpa del dichoso libro adivino.

Capítulo 2: Placeres de la imaginación y otros ensayos

Roseanne, Brenda, Shaila, Rachel y Niki eran amigas de toda la vida, desde el parvulario. Siguieron juntas en la escuela y también durante la Secundaria. Después, cada cual siguió su camino, pero ninguna de las cinco se había mudado de Little Rock.

Rachel acabó casándose con Scott Smith, el hermano mayor de Niki. Así que de amigas del alma pasaron a ser cuñadas. El resto de la pandilla había elegido una vida tradicional, la típica en las zonas rurales. Todas estaban casadas y Marie Nicole Smith era la única de las cinco que permanecía soltera. Hacía dos meses que había cumplido los treinta. En la ciudad las cosas eran diferentes, pero por allí se consideraba que una mujer corría el peligro de quedarse solterona el día que soplaba la primera velita del número tres. O de casarse con un divorciado con hijos, en el mejor de los casos. Y de todos era sabido que las ex suelen ser un grano en el culo a las que hay que sufrir con una sonrisa amable y sin abrir la boca más de la cuenta.

Las cinco seguían reuniéndose para comer una vez al mes, pero las noches de disco, copas y fiestas locas que compartían hacía solamente cinco años se habían convertido en una sobremesa de chismes y asuntos domésticos que las cuatro tenían en común. Niki se sentía cada vez más fuera de lugar en aquellos almuerzos. No se lo reprochaba, porque la vida cambiaba como lo habían hecho las prioridades de todas sus amigas, pero aquellos asuntos infantiles aderezados con algún cotilleo picante cada vez la aburrían más.

—Niki, estás muy callada —la tanteó Roseanne—. Por qué no nos cuentas qué tal llevas eso de vivir bajo el mismo techo que el sheriff.

Hubo un coro de risas.

—Casi no nos vemos.

—¿Se lo has contado a Michael?

Más risitas.

—Todavía no he hablado con él —declaró antes de sorber la pajita de su refresco.

—Pues no se lo digas —aconsejó Brenda—. Tu marine no se enterará, con lo lejos que está.

El hecho de mencionar su condición de militar, había arrancado varios suspiros codiciosos. Michael era el héroe local, había participado en varias misiones en Oriente Próximo de las que había regresado condecorado. Niki miró sus caras curiosas, a pesar del morbo que suscitaba su uniforme y su bien ganada fama de valiente, no imaginaban sus queridas amigas lo frío que era su novio. O medio novio, puesto que todavía no se habían comprometido, a pesar de llevar oficialmente juntos más de cuatro años. Una relación casi a distancia. Desde hacía seis meses, estaba destacado en misión científica en la base militar de la Antártida. Un lugar tan congelado como él.

—Chicas, dejad de imaginar cosas raras, porque Allan…

—¡Huy, qué confianzas! El sheriff Ferguson para nuestra Niki ya es Allan.

—Nuestra chica de los libros los prefiere de uniforme —soltó Rachel con malicia.

Ella le lanzó una mirada tajante a su cuñada. O mucho se equivocaba, o la conversación viraba de rumbo hacia lo erótico. Y no le apetecía convertirse en objeto de sus bromas picarescas.

—Donde esté un cowboy sudoroso, que se quiten los chicos de uniforme, ¿a qué sí, Rachel? —afirmó Roseanne.

Las dos chocaron las manos en señal de victoria. Ambas estaban casadas con uno, y aunque el de Rachel se dedicaba a la cría de caballos, el marido de Roseanne sí era un auténtico cowboy, dueño de un rancho que se dedicaba al ganado vacuno.

Rachel se enderezó en la silla y respiró hondo, relamiéndose los labios. Y como la conocía bien, Niki supo que había llegado el momento de las confesiones calientes.

—Los cowboys están en el primer lugar de la lista de fantasías femeninas. Estoy preparando la próxima confesión de Te lo dice mi amiga Tess…

—¡Cuéntanoslo, chica mala!

Niki sonrió por no echarse a llorar. Precisamente esa era la sección de la página web de su cuñada que le había ocasionado más de un problema, por no saber decirle que no. La tal amiga Tess no existía, pero en su espacio virtual —famosísimo, por cierto—, dedicado a dar a conocer la vida en el campo desde la experiencia de un ama de casa ranchera, no quedaba bien que la perfecta mamá americana hablara sin tapujos sobre sexo, artilugios de sex-shop ni consejos eróticos. Por eso se inventó a la susodicha y en su sección abordaba esos temas, como si Rachel la inocente se enterase a través de esa amiga imaginaria, mucho más mundana y entendida en temas picantes.

—Todo lo he sacado de los comentarios de los lectores —avisó—. En las fantasías de las mujeres ganan los vaqueros duros —Roseanne aplaudió—, Jason Momoa —silbidos a coro—, camas redondas y, esta es muy buena: la grasa de taller mecánico.

—¿La grasa dónde? ¿Untada por el cuerpo? —preguntó Brenda con los ojos muy abiertos.

—Pruébalo con Alvin y nos lo cuentas —dijo Niki.

—Eres mala, chica de los libros.

Todas se rieron, porque el marido de Brenda era el mecánico que arreglaba todos los vehículos de Little Rock y de los alrededores.

—Si esto os sorprende, no imagináis en qué piensan los hombres cuando están tan callados —siguió Rachel—. En cabeza de las fantasías masculinas están los culos enormes…

—Estás de suerte, Shaila —rio Roseanne.

—Calla, bruja —protestó y le dio un codazo—. Sigue, Rachel.

—…las tetas potentes, Beyoncé…

—Que tiene de lo primero y de lo segundo, qué poco originales —la interrumpió Niki.

—Sí, sí… Dos chicas para uno solo, hacerlo en público y excitar a su pareja frotándola ahí con un pompón de animadora. Y así, como rareza loquísima, hay algunos que se excitan con serpientes y bichos. —Hubo un coro de chillidos de espanto.

Niki miró a su alrededor, menos mal que el Mary’s House estaba hasta los topes a esa hora y nadie les prestaba atención.

—Ni os imagináis las cosas que cuenta la gente cuando se siente amparada por el anonimato de internet —aseguró Rachel, haciéndose la misteriosa—. Ellos y ellas, para escribir un libro.

Vio a Brenda teclear en su teléfono móvil.

—¿Ya le estás pidiendo a Alvin que prepare la grasa del taller para esta noche?

Todas se echaron a reír, menos ella, que puso cara de preocupación.

—Hablaba con mi marido, pero no para lo que imagináis, pandilla de pervertidas. Jody no quiere comerse la papilla de pollo y zanahoria, como siempre. No hay manera. Y Alvin está desesperado.

Niki se tomó la última patata del plato, se le habían quitado las ganas de postre. No soportaba estar en medio cuando las cuatro se ponían a contar sus preocupaciones maternales. Además de aburrirse, le entraban náuseas. Como si fuera lo más normal del mundo, pasaban de papillas a caquitas entre bocado y bocado de hamburguesa. Como empiecen a enseñarme fotos de los niños, me levanto y me voy.

—¿Has probado a añadirle un trozo de boniato? —propuso Rachel—. Así sabe más dulce. Desde que lo probé con la papilla de pescado, mi Daisy se la come de maravilla.

—Es una ricura tu nena —afirmó Shaila—. ¿Ya está bien del resfriado? Mi Jack por fin ha recuperado el apetito después de una semana. El pobrecito no podía respirar.

Basta. Niki dejó la servilleta sobre la mesa. No soportaba el tema moquitos. Sacó la cartera y dejó unos billetes en el centro de la mesa.

—Chicas, yo me marcho. Hoy tengo prisa.

—¿Sin tomar ni un trozo de tarta? —protestó su cuñada.

—No, cielo, hoy no puedo. Recordad que tengo un invitado al que atender —concluyó con un guiño juguetón.

Las cuatro la despidieron con comentarios bromistas sobre el resto de la tarde y lo ocupada que la tenía el sheriff. Ninguna imaginaba el auténtico motivo de su prisa. Niki tenía unos planes muy distintos a los que dedicar su tiempo. Pero ese era su secreto.

***

Allan estaba cansado. Después de una interminable mañana en la oficina revisando expedientes abiertos, tuvo que acudir a una reunión del Consejo Local, donde dio cuenta de las actuaciones policiales del último mes. Trámite obligado que suponía la parte menos atractiva de su trabajo. Como empleado público, elegido y contratado por dicho organismo, no tenía más remedio que asistir, por mucho que le aburriera la política. Se encontraba a gusto en el condado y su intención era ser reelegido para ocupar el puesto durante muchos cuatrienios más.

Al menos no eran las tantas, como otras veces. A las cuatro se libró de ataduras y pensaba disfrutar del resto de la tarde. Justo llegaba a casa de Niki Smith cuando se la encontró bajando las escaleras.

—Como no me abrías… —se excusó por usar la llave que ella misma le había facilitado.

—Estaba arriba acabando de arreglarme —dijo con una expresión tranquilizadora—. Y no te disculpes, que para eso te di la llave.

Allan la observó bajar, abrochándose el botón superior de una chaquetilla de punto que se había dejado caer sobre los hombros, como la Sandy formalita de la película Grease. Se fijó en su vestido con la falda de vuelo. Se preguntó a dónde iría a esas horas vestida de ese modo y con aquellos zapatos de hebilla y tacón. Llamaban la atención con aquel tono metálico de color malva. Un volante del mismo color a la altura del escote, la hacía parecer muy diferente de como solía verla él, con el pijama anchote de manga larga. Qué mal hacía escondiendo aquella cintura estrecha y esos pechos bien puestos, pensó repasándola con detalle de arriba abajo y vuelta al escote.

—¿Te marchas?

—Ya lo ves —dijo sin dejar de mirar el interior de su bolsito de charol negro para asegurarse de llevarlo todo.

Allan esbozó una sonrisa irónica, que fue premiada por un alzamiento de cejas de Niki claramente retador.

—¿Vas a una fiesta temática sobre Regreso al futuro?

Niki sonrió despacio.

—Nunca doy explicaciones. No estoy acostumbrada a hacerlo.

Allan levantó ambas manos en son de paz.

—Que te diviertas.

—Lo haré. Ah, no me cierres la puerta con llave, por favor. No tengo ganas de despertar a los vecinos aporreándola cuando vuelva.

—Pensaba que dormirías fuera —dijo con ironía; solo eran las cuatro y media y ya hablaba de la noche.

—Yo solo duermo en mi cama, que te quede claro.

Siempre y cuando no la ocupe un invitado como yo, por ejemplo, pensó Allan mientras se hacía a un lado para dejarla pasar. Para qué discutir. La observó mientras subía a la camioneta con trasera descubierta que conducía últimamente. Ya le había comentado que no tenía un coche propio, utilizaba cualquiera que no hiciera mucha falta en el rancho de la Doble SS. A Allan le gustaba que fuera práctica antes que presumida. O eso creía, hasta que la había visto exhibiendo canalillo, con mucha máscara de pestañas y rabillo negro en los ojos.

Allan se despidió de su sonrisa pintada de rojo escándalo con un leve gesto de cabeza, cerró la puerta y subió para cambiarse, intentando recordar dónde había visto un vestido como ese, pero no le venía a la cabeza. Tampoco era asunto suyo en qué entretenía sus ratos libres la bibliotecaria de Little Rock, pero carajo con la señorita Smith. Con aquella ropa estaba… para quitársela.

Tenía tiempo de sobra para acercarse a su casa y ver cómo iba la reparación, pero tenía ganas de cambiarse el uniforme por algo cómodo y tumbarse en el sofá de su anfitriona, a ver si algún partido televisado le hacía olvidar el malestar interior que sentía desde hacía días. No lo había comentado con nadie, no creía que fuera una enfermedad. A ratos sentía una presión en el estómago y alguna noche se despertaba empapado en sudor y con el corazón agitado. No era para preocuparse, aunque no entendía el porqué de aquella ansiedad repentina. Era algo extraño. Ya en el cuarto, se miró en el espejo del armario y bajó la vista hacia la mano derecha, que, instintivamente, había apoyado abierta sobre el esternón. Estaba convencido de que no se trababa de algo físico, sino intuitivo. Como si alguien estuviera en peligro y él no pudiese hacer nada por evitarlo.

Allan Ferguson no podía imaginar que, a muchas millas de allí, un desconocido con unas manos iguales a las suyas estaba sufriendo de verdad.

***

El chaval trataba de zafarse de los dos que lo agarraban por los brazos. Oyó cómo Turner cerraba el pestillo del baño y se preparó para lo peor. Lo llevaban a rastras, entre dos, mientras el que mandaba y otro lo insultaban.

—Te he dicho mil veces que no debes contestarme así, media mierda.

—¡Y yo he dicho que me soltéis, gilipollas!

La cuadrilla de Turner silbó fingiendo asustarse ante su bravata.

—No aprendes, Lee —repitió Turner con falsa condescendencia—. Tienes que aprender quién manda aquí, y yo te lo voy a enseñar. Vas a comer mierda, por desobediente.

Uno de los que lo agarraban le dio una patada en las corvas, para hacerlo caer de rodillas. Sintió el pisotón de una bota en cada tobillo, lo tenían sujeto por las muñecas. Cerró los ojos y apretó la boca cuando Ray Turner lo agarró por la nuca y le metió la cabeza en la taza del váter. El olor a orines le provocó un arcada que venció su resistencia.

—Tú si eres un gilipollas, pringado —oyó a Turner.

—¡Hijos de puta!

—Déjalo ya, Ray —dijo el que no le había puesto todavía la mano encima.

Pero Turner no hizo caso y tiró de la cadena.

El agua le empapó el flequillo y vomitó. Al oír el estertor, que hizo eco, los cuatro salieron riéndose de los baños.

David oyó sus carcajadas cada vez más distantes. Y volvió a vomitar hasta que no le quedó más que bilis en las tripas. Se levantó, apoyando las manos en la pared. Las piernas le temblaban. Fue hasta el lavabo más cercano y se echó agua en la cara. Se enjuagó la boca y escupió. Le daba vergüenza ver su propia cara en el espejo. Con la cabeza gacha, se dio la vuelta y tomó aire. Necesitaba escapar de aquel infierno. Irse lejos, muy lejos. Suspender el curso ya le importaba una mierda. Pero no podía dejar a su madre. Pensó en ella, si supiera lo que le estaban haciendo en el instituto sufriría por él. No debía enterarse nunca. Llevaba siete meses entrando y saliendo del hospital. El puto cáncer no había remitido, como prometieron los médicos, y le había ganado la partida. La imaginó en ese momento, acurrucada en una esquina del sofá, con los ojos hundidos, aguantando el mal humor de Hunter, su novio, o lo que fuera, mientras se preparaba para el final.

Compungido, pensó que las putadas de la cuadrilla de Turner no eran nada comparadas con lo que ella sufría. Por mucho que odiara acudir cada día al instituto, por muchas ganas que tuviera de huir lejos de Nueva Jersey, no podía abandonarla. No podía hacerle eso.

***

Niki no era una cotilla. Pero como el sheriff le había dado pie, mientras apuraban el café del desayuno, no tuvo reparos en investigar un poco sobre su vida.

Acababa de confesarle esos episodios de malestar repentinos que lo tenían preocupado. Ella le aconsejó consultar con un médico, pero él aseguraba que no creía que se tratase de algo físico, sino de algo interior, de tipo anímico, y eso lo desconcertaba.

Descartada la gravedad de lo que parecían pálpitos más que palpitaciones, Niki tanteó al sheriff Ferguson.

—Tengo curiosidad —confesó. Allan, que miraba por la ventana y giró la cabeza hacia ella—. ¿Qué hace un texano tan lejos de casa? No hace falta que me des la razón, se te nota mucho el acento —imitó su manera perezosa de alargar los finales.

Era eso. No le importó sacarla de dudas.

—Nací en Texas, pero cuando tenía quince años mis padres se mudaron a Baltimore.

—Por trabajo, supongo.

—Supones mal. Cuando yo tenía un año, el huracán Alicia nos dejó sin casa. Mi padre la reconstruyó. Y en el 97, Erika hizo que el agua llegara hasta el primer piso. Mis padres no esperaron a perderlo todo por tercera vez.

—Debe ser terrible.

—Mi padre consiguió un empleo como operario de grúa en el puerto, y nos vinimos al norte. Ellos viven allí, mi hermana pequeña regresó. Por amor —explicó con media sonrisa—. Se casó y vive en San Antonio. Y la mayor, después de unos años en Atlantic City, se instaló definitivamente en Búfalo. Su marido es ingeniero eléctrico y trabaja en la presa. ¿Alguna pregunta más?

Niki se encogió de hombros a modo de disculpa.

—No te gusta dar explicaciones pero pides muchas —agregó él, recordándole su respuesta de solo unas horas antes en el vestíbulo.

—No es por nada, pero entiende que quiera saber qué tipo de persona he metido en mi casa. Podrías ser un fugitivo.

Allan se tocó la estrella de metal que prendida en su camisa.

—Eres lo bastante lista como para saber que soy yo quien persigue a los fugitivos.

Como él había terminado su café, Niki aprovechó la ocasión antes de que se marchara al trabajo.

—Sí tengo otra pregunta. —Él se cruzó de brazos a la espera—. Muy indiscreta —le avisó, y cuando vio que le daba permiso con una sonrisa paciente, prosiguió—: ¿cómo es que no hay una señora Férguson?

—La hubo —confesó sin alterarse—. Hace mucho, y duró seis meses. Nos casamos poco antes de que me enviaran a Irak. Cuando regresé de aquella misión, mi amante esposa me esperaba con los papeles del divorcio sobre la mesa, porque ya tenía a otro.

—Entiendo.

—No creo que lo entiendas.

—Sé que estuviste en los marines, por tu tatuaje. No eres el único que lo lleva —explicó ante su mirada de curiosidad.

Niki sabía que para un hombre que portaba escrito en la piel el lema Semper Fidelis, aquella traición de una mujer en la que había depositado su confianza hasta el punto de unirse a ella en lo bueno y en lo mano, había debido ser una terrible decepción.

—Cuando dejé el ejército, me establecí en Washington. Trabajé para el gobierno en asuntos de los que no puedo hablar y, créeme, es mejor que no sepas —añadió para que comprendiera mejor su postura.

Ella ya había oído hablar de eso que llamaban guerra no convencional, pero creía que era misión de soldados de élite.

—Entonces fuiste un SEAL.

—No. Y nada de preguntas sobre esa etapa de mi vida. Fueron años complicados, preferí no implicarme en ninguna relación amorosa.

Niki no necesitaba que le contara más, comprendía por qué se había convertido en un lobo solitario.

—Y ahora estás aquí para cuidar de nosotros —dijo para terminar con aquella conversación que ella misma había iniciado y le estaba empezando a resultar incluso algo incómoda.

Allan miró el reloj y agradeció su prudente conclusión con un leve gesto. Su casera provisional tenía razón. Ese fue el motivo que le llevó a aceptar el empleo de sheriff cuando el alcalde, por medio de viejos conocidos, lo propuso para el cargo. Después de años jugándose la piel, quería vivir en toda la extensión de la palabra. Y escogió un lugar tranquilo, él velaba por que no dejara de serlo.

—Eso intento cada día —afirmó cogiendo su chaqueta del respaldo de la silla.

***

—Tienes cara de sueño —comentó Derek al verla llegar—. ¿Noche movida?

Niki asintió con expresión cansina y satisfecha. Era el único que conocía el destino de sus escapadas.

—¿Ligaste mucho?

—No me interesa eso, ya lo sabes —le recordó en clara alusión a Michael, su marine ausente.

Derek alineó el bote de lápices, el soporte de la cinta adhesiva y la tinta para los cuños. En esas manías organizativas los dos eran iguales. Una suerte para ambos, así evitaban roces en el trabajo diario. Pasaban muchas horas juntos y solos, llevarse mal sería un suplicio.

—Lo pasaste bien, eso lo que cuenta.

Niki le mostró una instantánea en su teléfono móvil, se la habían hecho hacía unas horas.

—Preciosa —sonrió antes de agregar la puntilla—. Aunque «demasiado lápiz labial y muy poca ropa siempre es señal de desesperación de una mujer».

—Está claro que echo de menos a Michael, pero ¿tan desesperada me ves?

—Yo no, Oscar Wilde.

Niki se echó a reír. Su jefe era un lector apasionado, incluso más que ella. Y poseía una memoria privilegiada, capaz de recordar párrafos enteros.

—¿De qué libro es? Ilústrame.

—Un marido ideal.

—Qué intuitivo, Wilde.

Niki se preguntó a qué venía el comentario, podía ser que Derek intuyera sus dudas respecto a Michael. A lo mejor pensaba que iba a Frederick para tantear candidatos. Un dolorcillo se le instaló de repente en la boca del estómago, así que optó por no darle más vueltas.

—Tienes que leerlo —aconsejó Derek—. Teatro de ironía fina. Muy divertido y muy sarcástico también.

No volvieron a conversar en toda la mañana, cada uno estuvo ocupado en sus tareas. Derek en el despacho y Niki en la sala de lectura.

Llegada la hora, ella salió del mostrador y anunció con amabilidad que la biblioteca estaba a punto de cerrar. En ese momento solo había dos estudiantes. Bueno, y Demetrius Dog, un cerebrito de la informática que se pasaba las horas muertas allí con su ordenador portátil, para hacer uso del servicio de wifi gratuito.

Una vez cerró la puerta, cogió su chaqueta y se despidió de Derek sin perder un minuto. Una de las ventajas de vivir en un pueblo pequeño, que Niki adoraba, era poder ir paseando al trabajo. Y regresar a casa a almorzar. Tenía una hora libre para ello. En la ciudad comían de cualquier manera, a ella le encantaba descalzarse, improvisar una ensalada o calentar algún guiso preparado el día anterior, sentarse un rato en el sofá, antes de cepillarse los dientes, y regresar a la biblioteca, recién peinada y aireada gracias al paseo.

Little Rock era un lugar tranquilo, tan típico que parecía sacado de una película de sobremesa. Con sus dos iglesias, los chiquillos en los columpios al salir de la escuela, los adolescentes besuqueándose en el césped del parque… un lugar donde los vecinos todavía se saludaban al cruzarse por la calle. Casi todos se conocían en aquel pequeño paraíso de casas de madera, con su jardincillo y su bandera ondeando en la fachada, el Mary’s House era el lugar de reunión para todos, bien para tomar un café por las tardes, ver los partidos de béisbol, bailar las noches de los sábados, tomar unas cervezas o jugar una partida de billar.

Y no era un pueblo cualquiera, hasta tenía su propia casa encantada. Aunque la habían reconstruido en la década de los ochenta como reclamo para los turistas que paraban de ruta a las montañas Blue Rigde y el valle del río Susquehanna para conocer los escenarios reales donde se rodó la película El último mohicano. En la zona había también varias áreas de recreación histórica donde se rememoraban las cruentas batallas que habían tenido lugar en Maryland. Los excursionistas y los visitantes de los ranchos de recreo, o también los de los campos de golf, solían parar en el pueblo y todos visitaban la mansión embrujada de la heroína local, cuyo espíritu vagaba por la casa. Muchos afirmaban haber visto balancearse sola la mecedora de la valiente Barbara Fritchie, que con noventa y seis años tuvo el valor de salir a la ventana en camisón y agitar la bandera de la unión delante de las narices del mismísimo general Jackson y sus tropas confederadas. Hasta un poema le habían dedicado, aunque muchos dudaban de la veracidad de la historia y de la presencia espectral. Verdad o no, la señora Samir se hinchaba a vender recuerdos de la yaya fantasma.

Niki apretó el paso, cavilando qué podía preparar para almorzar que no le robara demasiado tiempo.

Al llegar a casa se llevó una agradable sorpresa al entrar en la cocina. Su invitado había tenido el detalle de comprar algo para los dos. Sobre la mesa, se veían dos raciones abundantes traídas, sin duda, de Mary’s House. Y Mary, afroamericana de voz potente y gran simpatía, cocinaba que era una delicia. Niki sabía que el sheriff cenaba muchos días allí, porque en su carta había algunos platos del sur, claro que para los de por allí, era sureño todo el que había nacido más abajo del río Potomac.

Oyó ruidos en el piso de arriba, no esperaba encontrar a su compañero provisional a esas horas. Pero fue una suerte, porque la casa entera olía tan bien a chili que abría el apetito. Subió a cambiarse los vaqueros, aquellos de tiro bajo eran incómodos y, al acuclillarse para a colocar los libros en las baldas más bajas de la biblioteca, se le veía el tanga.

***